CORONADO

 

 

 

IGNACIO DEL VALLE

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición: octubre de 2019

Primera edición en e-book: octubre de 2019

© Ignacio del Valle, 2019

Autor representado por Silvia Bastos, S. L. Agencia Literaria

© de la presente edición: Edhasa, 2019

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ISBN: 978-84-350-4752-4

Producido en España

«Supo desde el principio que aquí no tiene

la menor importancia lo que es real y lo

que no. Que las consecuencias son

las mismas».

La casa de hojas, Mark Z. Danielewski

«Nos será tenida en cuenta cada palabra ociosa».

Pablo de Tarso

9. La memoria del ámbar

Ciudad de México, capital del virreinato de Nueva España. Mayo de 1564

Mexicanos. Ahora esa palabra está en boca del mundo. Antes solo designaba a los tenochcas, pero ahora sirve para todos, otomíes, zapotecas, mayas, chichimecas, totonacas, tlaxcaltecas, purépechas, olmecas, mixtecas... Quizá los mexicas se sientan ofendidos, Danielillo, pero es la palabra que mejor define la nueva raza que se está creando, y tú, querido niño, eres uno de ellos. Solo tienes que recordar que es inútil maquillar a los muertos, y que vuestra historia no será un progreso lineal, sino una serie sinuosa y discontinua de olvidos y recuperaciones y que, al final, no tiene por qué salir bien. Pero, sobre todo, recuerda a ciencia cierta que nadie sabe si un desastre lleva dentro la gloria posterior o viceversa. Y sí, por favor, acércame un poco de caña de azúcar, terminemos con los tres o cuatro dientes negros que me quedan, para lo que resta de función ya no serán actores principales. Acta fabula est, dijo el gran César, pero, claro, él tuvo una muerte a su altura, acribillado por las dagas republicanas, mientras que a mí solo me aguarda una lenta degradación. Mira, mira ahí fuera, Danielillo, esa es tu ciudad, tu futuro; algún día caerá en el olvido, pero, entretanto, disfrútala: en cuarenta años ha cambiado, el sonido del hierro ha dado paso al grito del comerciante, a los ricos carruajes, a los dignatarios, a los peatones. Se multiplican los palacios, los conventos, los monasterios (y los lotes vacíos llenos de desperdicios y basura). Pero lo más importante es la imprenta, que nos surte de diccionarios, gramáticas, catecismos y novelas, que a veces todo se confunde. Miles, millones de personas están por llegar, como en los siglos bizantinos y los siglos visigodos y los siglos carolingios, antes de que todo se desvanezca. Empero, Danielillo, no hay que hacer epicedios, y aunque la ciudad siga sufriendo temblores, y haya lluvias torrenciales –si no os funciona la Virgen para detenerlas, siempre podréis hacer algún sacrificio a Tlaloc–, y los canales olerán siempre a mierda, tú estás aquí, vivo y sintiente: soy yo quien debe desaparecer para darte paso, no hay que rebelarse contra esta verdad, que es tan implacable como hermosa, y cuando yo muera, si en algo me has estimado te pido que bebas, bailes y te busques una mujer para amarla, follar y hacer hijos en mi honor. Ten en cuenta que el matrimonio es armonía y afecto, pero también aburrimiento, refriegas y desesperación diaria. Y si se te desmanda la verga, no olvides que la sífilis no es culpa moral de fornicadores, sino descuido de protección. También, si todo ello te deja tiempo, reza un poco. No obstante, antes he de hacer memoria, y como aquel filósofo a quienes los dioses le ofrecieron cualquier cosa excepto la inmortalidad, debo responder que mi único deseo es acordarme de todo. Porque para que comience tu historia estoy obligado a concluir la mía, ese es el pacto desde hace siglos: contarlo todo para que todo siga siendo contado. Porque a veces sueño, Danielillo, sueño que sobrevuelo aquellas praderas, y cuando despierto querría poder encerrarlas en un pedazo de ámbar, blanco, azulado o amarillento, toda una época y sus intimidades, los detalles y sus arquetipos, al igual que los insectos atrapados muestran los finísimos pelos de las alas o las diminutas facetas de sus ojos. Inmóvil y nítido, también contendría las ambiciones, los miedos, el odio, las esperanzas, bajo una luz inmutable, exactamente igual a como los contemplé, intensos, congelados, ajenos a la evolución de los acontecimientos, a la luz que parpadea, al flujo de la vida, porque la memoria es frágil, mucho más de lo que piensas, y cada recuerdo que consultamos como un documento que creemos bien preservado, con cada invocación es modificado, deformado, tintándose de las emociones presentes. Tenlo siempre presente, Danielillo: la memoria no es exacta, sino engañosa, y su certeza no es real, porque se traduce en palabras, y cada palabra, por precisa que sea, también es demasiado abstracta. Recuerdo el gesto de despedida de fray Juan, fraile de misa de los hermanos menores, y a su lado, fray Luis, con aquella apostura afeminada: siempre pensé que era maricón, pero, a la postre, ¿quién tuvo más cojones? Se quedaban allí sabiendo que no habría más que martirio, por mucho que Juan diese la matraca, que era vehemente, pero no estúpido. Y aunque Coronado lo supo también, tuvo la merced de soltar a muchos de los esclavos tomados a los naturales como un gesto para que no fuesen demasiado crueles con ellos. También les entregó acémilas, sartalejos, ornamentos de iglesia y abalorios, algunas ovejas, indios mestizos y negros para servirles. Incluso mandó que una compañía de infantes los escoltara al primero a Quivira y al segundo a Cicuye, que era donde querían convertir a las gentes y atraerlas a la fe. Fue desprendido, el general. Eché un último vistazo a la lejana sierra y la retirada comenzó, una anábasis carente de gloria. Por el camino a Hawikku se nos murieron muchos caballos que habían salido gordos y bien hermosos, que en diez días que tardamos en llegar al pueblo estiraron la pata más de treinta, decían que por comer hierbas venenosas, pero quién acierta... que se nos siguieron muriendo hasta llegar a Culiacán. Cuando llegamos a Hawikku, encontramos el pueblo desierto, y reflexioné un poco sobre Cíbola y sus fantasmagorías, pero poco y digo otra vez poco. No encontré por ningún lado ni a Kele ni a Hakidonmuya, a quien me hubiera gustado devolverle un favor, el que me pidiera. Había que prepararse para el Despoblado, que nos acogió con la misma alegría, recordándonos que en la naturaleza los castigos no eran meras sanciones, sino cosas terribles, fatiga, hambre, la misma muerte. Puto desierto. Antiguo y elemental, desolado y a veces grotesco, que no nos dice nada, que no quiere ir a ninguna parte ni hablar con nosotros, pero también sencillo y verdadero, si hay alguien que no te engaña ese es el Despoblado: si quieres estar cerca de mí, tendrás que ser astuto, dice, tendrás que ser duro, tendrás que ser valeroso, porque aquí, en mi seno, es donde brilla más la vida. Lo dejamos atrás, como todo, y en el camino los zunis nos hostigaron sin descanso ni clemencia, aprovechando para matar y robar en la retaguardia, y cuando los zunis abandonaron su lugar fue ocupado gradualmente por diferentes tribus. Los pinares de Chichilticale me recordaron la ilusión visual de los bisontes en las llanuras que, en perspectiva, tomados de uno en uno producían la impresión de ser cuatro pinos unidos por sus copas. En esas sierras nos encontramos con Juan Gallegos, que creíamos muerto o desaparecido, al mando de un destacamento de españoles e indios amigos, con cosas de socorro, que al igual que Tovar se dirigía hacia Quivira. Cuán grande fue su decepción al ver al general tan lejos de donde lo suponía, tanta que no estuvo de buenas con él y pidió una reunión con el resto de los capitanes. En ella contó cómo toda la tierra estaba alzada y los trabajos que había pasado para llegar hasta allí, matando y poniendo fuego a los rebeldes, unos días escondiéndose y otros entrando en los pueblos a sangre, y que la cosa no estaba en absoluto apaciguada, sino al contrario, y que proponía que todo el campo poblase y montase una fortaleza en espera de noticias del virrey. Aquello no hizo más que alborotar el corral, pero el general fue contundente y dijo que lo único que cabía era terminar cuando antes aquella jornada. Los capitanes descontentos, si antes no obedecían ahora fueron más evidentes, e incluso iban de corro en corro insultando al general, y este, si ya andaba con la barba al hombro, tuvo que protegerse con pretorianos a su alrededor, no fuese a terminar como el César mentado –ítem, organizaba cada poco entradas para buscar vituallas y mantener ocupados a lo más señalados–. Como cosa curiosa, entre los indios cautivos que trajo Gallegos hubo uno que nos desveló el antídoto contra el veneno con que emponzoñaban las flechas por aquellos lares, que no era otra cosa que el zumo de un membrillo. El campo continuó su agotadora marcha, cada vez más necesitado de bastimento, pues a cada trecho era más evidente el trastorno de la insurrección. El valle de Corazones se hallaba devastado por entero: pueblos calcinados, repletos de objetos incandescentes, irreconocibles, con cuerpos mutilados por todas partes y otros desollados como lecciones de anatomía, junto a algunos crucificados, que colgaban de las crucetas con la boca abierta, la piel estragada, los costillares al aire. A muchos colonos, e incluso a soldados se les saltaban las lágrimas. El desconcierto y la desobediencia recorría las filas y todo lo observaba el general desde su carro, mortificado por el traqueteo. La llegada a Petatlán fue un bálsamo, pues todavía era tierra de cristianos y por aquella zona se hallaban en paz. Allí descansamos y nos abastecimos, empero el aire de insubordinación no remitía y Coronado estaba ansioso por llegar a Culiacán, donde recuperaría formalmente la gobernación de la Nueva Galicia, y si riesgo había de que los capitanes se le subieran a las barbas siendo general, como gobernador el asunto ya se les ponía cuesta arriba. Fueron treinta las leguas que recorrimos hasta San Miguel de Culiacán. En cuanto traspasamos su umbral, la autoridad se transmutó como por arte de alquimia de general en gobernador; sin embargo, lo que le ponía a salvo de rebeliones también liberaba a los hombres de su mando en la entrada, por lo que muchos se consideraron eximidos de cualquier sujeción. Coronado pensó que regresar a Ciudad de México con la expedición deshilachada y sin acatamiento no le ayudaría en el reporte al virrey, y organizó entrevista tras entrevista con los capitanes. Había que ganar tiempo, y en las audiencias –estuve en algunas– me apercibí de que el general exageraba las dolencias: una estratagema, todo aquel caudal sentimental, que no tengo claro si empeoró o mejoró las expectativas. El hecho es que las promesas de favorecerlos tanto ante el virrey como en su gobernación, si quisiesen quedarse con él, no tuvieron efecto, y los que estaban huraños y renuentes no cambiaron y la mayor parte de los supervivientes se dispersó dando fin al ejército del Gran Norte. El día que Coronado dio la orden de regresar a México, que era junio, por San Juan, había un viento húmedo que se alzó ante nosotros, y con él masivas nubes oscuras con relámpagos en su interior. Uno de ellos tocó un bosque cercano y nos llegó el olor de la descarga. Las nubes continuaron espesándose, con estruendos de bala de cañón, y la lluvia comenzó a jarrear, no recta, sino en gráciles curvas. Se me pegó el sayal al cuerpo, las alas de mi sombrero cayeron empapadas sobre los hombros. Así salió el campo y volvimos a cruzar selvas y ríos que eran muchos y caudalosos y muy peligrosos, ocupando el lugar de los indios hostiles hasta el punto de que en uno de ellos un cocodrilo nos arrebató un infante: se abalanzó con gran fiereza sobre él y lo volteó una y otra vez y se lo llevó hacia las profundidades entre horribles gritos sin poder ser socorrido. En otro tengo grabada la desesperación de unos colonos intentando subir una carreta a la orilla opuesta: la ribera era fangosa y no había donde hacer pie y la empujaban casi hasta el remate para verla resbalar en el último momento hasta el lecho del río. En Compostela apenas nos detuvimos: era una ciudad bajo asedio, llena de familias que habían huido de sus tierras y repartimientos por miedo a los chichimecas y los caxcanes. Se respiraba un pánico cerval. A finales de julio de 1542 entramos en Ciudad de México con poco más cien hombres. Habían transcurrido más de dos años desde que iniciásemos la jornada de Cíbola.

¿Que cómo se lo tomo el virrey, me preguntas, Danielillo? Igual que si le hubieras metido una estaca por el culo. E igual de recto recibió en su palacio al ahora gobernador Coronado. Pasó un tiempo hasta que pudimos rehacernos, que llegamos a la ciudad zarrapastrosos y dolientes, pero en cuanto Coronado recuperó el aliento tuvo lugar la audiencia. El virrey Mendoza, que acababa de regresar de aplastar a los del Mixtón, no quedó a gusto con los informes, y si no perdió la amistad con Coronado, tampoco lo colocó en una peana. Hay muchas formas de ningunear a un hombre, y Antonio de Mendoza no ignoraba ninguna. Empero, si hubieran sido solo esas las consecuencias de la decepción, no habría llegado la sangre al río. Fuerzas invisibles y secretas, ingobernables, seguían combinándose, la necesidad, el interés, las convicciones, los prejuicios, las coacciones, para decir la última palabra. Ya he contado cómo las cartas de Coronado llegaban al emperador, y cómo este ponderó la situación a modo de castigo divino, por lo que se puso manos a la obra en el asunto: ese mismo 1542 promulgó las Leyes Nuevas, bien vistas por teólogos de Alcalá y Salamanca, por las que reordenaba el sistema de encomiendas, con su extinción, amén de la prohibición de esclavizar indios, de las debidas restituciones de los tributos y de la detención de las conquistas militares, lo que hablando en plata venía a significar que los encomenderos perderían todo por lo que habían derramado su sangre, asegurándole al emperador el control de caracteres tan movedizos. Gonzalo Pizarro no estuvo de acuerdo y ya puestos a derramar, consideró que mejor fuera la sangre real. Se rebeló contra el emperador y decapitó a su virrey, Núñez de Vela, y el emperador envió en su lugar a Pedro de la Gasca, que descabezó a Gonzalo Pizarro y puso su testa en una jaula de hierro en la plaza mayor, etc. Pero dejemos de contar esto, que ya está sabido, y pasemos adelante. Las cosas se fueron precipitando y, entre los numerosos visitadores que el emperador designó para hacer cumplir las leyes, el elegido para la Nueva España fue Francisco Tello de Sandoval, miembro del Consejo de Indias, canónigo de la catedral de Sevilla e inquisidor en Toledo. El tal Francisco, entre las numerosas atribuciones y tareas, traía cartas infames y venenosas, acusaciones anónimas contra la actuación de Coronado en la Tierra Nueva, que se sustanciaron al cabo de dos años cuando el licenciado Lorenzo de Tejada inició una «pesquisa secreta», lo acusó de numerosos cargos, y lo puso bajo arresto en su propia casa en Guadalajara. Aquellos eran los restos de babas de todos los que se arruinaron, los que se desilusionaron, los que regresaron con daños y enfermos, los condenados a la miseria, los airados, los contradichos. Es cosa humana, y no hay más que hablar, puesto que, al cabo, aunque Coronado hubiese regresado sin gloria, le aguardaba la hermosa Beatriz con su colchón de riqueza –sin mencionar el apoyo de su suegro, Alonso de Estrada, tesorero real–, y sus tres hijas, pues no olvidemos que ya por entonces le había nacido la tercera, Guadalupe. Y no fue poco el resentimiento y las calumnias que desató este hecho, que entre todas las mentiras fue una de las que más le escocieron a Coronado, la mentada falta de avidez que condujo al fracaso. La sentencia lo declaró culpable de algunos cargos –entre ellos la negligencia pero no el asesinato–, lo que conllevó su destitución como gobernador de la Nueva Galicia, aunque se le proveyó con un puesto en el cabildo de México. Fue por esa época cuando volví a verlo. Yo ya había decidido el retiro en este convento de San Francisco, estaba harto de caminar, y quería templar el alma en la soledad, la oración y la caridad: una forma tan buena como cualquier otra de atraer el Milenio. La ciudad había sido asaltada por la epidemia; decían que era la definitiva, la que traería el fin del mundo, pero todos los años teníamos una. Los hospitales de la ciudad se hallaban a rebosar de moribundos y cadáveres, apoyados contra sus muros o tendidos en esteras. Yo mismo me acercaba a algunos, La Tlaxpana, Amor de Dios, y ayudaba en lo posible: salpicaba con agua bendita los cuerpos vivos y muertos, los ungía y les daba la extremaunción. En esa atmósfera triste y fantasmagórica una tarde me comunicaron que alguien de calidad deseaba hablar conmigo. No podía ni imaginar que era el mismísimo Francisco Vázquez de Coronado. Llevaba dos años sin verlo, desde la malhadada audiencia con el virrey Mendoza, pero, inevitablemente, estaba al tanto de sus noticias, de los rumores, de las maledicencias. Me hubiera gustado haberle visto antes, pero unas cosas llevan a otras y pasa el tiempo. Coronado me aguardaba en la sala capitular. Como he dicho, me sorprendí al verlo; estaba más delgado, el cabello rizoso empezaba a ralearle un poco, y sus ojos azules no desprendían aquella pasión antigua, pero no se puede decir que la jornada, y posteriormente las contrarias vicisitudes que había soportado le hubieran quebrado la gallardía. Por mis cuentas, debía de tener unos treinta y tres o treinta y cuatro años. Sonrió ante mi asombro, nos dimos un abrazo emotivo y sincero.

–General... –saludé.

–Ahora solo soy un funcionario.

–Me contaron, sí. Y también que salió entero de la pesquisa.

–Algún jirón de piel se quedaron.

Intenté reír, pero me salió un jadeo.

–Vamos a tomar un poco de vino.

–Siempre habéis tenido criterio, Tomás.

Mandé a uno de los novicios por una jarra de barro y dos vasos, pero especifiqué que fueran de cristal. Bastante tuvimos que beber en madera, le aclaré a Coronado. Dispusimos los vasos y escancié observando con deleite cómo se iban tiñendo de un color rubí. Cuando Coronado se acercó para sentarse, noté que renqueaba un poco de la pierna derecha. Se apercibió de mi mirada.

–¿Recuerda mi accidente?

–De nefanda memoria.

Coronado asintió, pero no quiso abundar.

–¿Brindamos?

–¿Qué propone?

–Por el emperador.

Torcí el gesto.

–Mejor porque ha tenido la buena idea de visitarme.

Coronado sonrió y chocamos los vasos. El limpio sonido fue reconfortante.

–Veo que ha recuperado el peso –me festejó.

–A Dios gracias –masajee mi oronda barriga–. ¿Cómo está la familia?

Su rostro se iluminó.

–Ah, ¡si viera cómo crecen mis hijas! Son hermosas.

–Lo imagino.

–Tiene que venir a visitarme. Beatriz estará encantada de volver a verle.

Asentí. Era una de esas propuestas retóricas.

–Entonces, general...

–No me llame así, por favor.

–Disculpe, ¿don Francisco está mejor?

–Mejor.

–¿A qué debo el honor de su presencia?

Coronado titubeó.

–Me apetecía verlo. Compartimos mucho en el norte.

Pestañeé con fuerza. No era la verdadera causa: tenía el aspecto taciturno de alguien que está obsesionado con una sola idea, que lo estaba degradando y sumiendo en la desesperación, y buscaba algún tipo de ayuda. Sin embargo, Coronado aún no estaba preparado para abordarla. Le concedí tiempo.

–Entonces ahora es funcionario.

–Más bien finjo serlo. Ya sabe que Mendoza no quedó contento con mi trabajo. Me tiene esquinado, como un juguete viejo. Ni siquiera me invita a sus fiestas. Después de todo lo que pasamos... ¿Usted lo comprende, Tomás? ¿Qué ofensa le he podido hacer al virrey?

–Existir, ¿le parece poco? Usted es el recordatorio de su propia ineptitud: ¿quién fue el primero en hacerle caso al cabrón de fray Marcos?

Coronado apretó los labios. Por unos segundos entreví en sus ojos la intensidad y el padecimiento.

–¿Sabe algo de ese malnacido?

–Sigue en la ciudad. Ahora es provincial, y asesora en cosas de indios.

–¿Cómo es posible?

–La mierda siempre flota.

«¿Dónde está el mar, fraile?, ¿dónde está el mar?». Guardamos silencio. Bebimos.

–¿Por qué nos mintió, Tomás?

Era una buena pregunta. La rumié con calma y recordé los silencios de fray Cruz y las insinuaciones de fray Juan, los dardos malévolos de fray Daniel.

–Confundir no se confundió de camino, de eso estoy seguro: era..., es un buen cosmógrafo. Pero cuando comprobó que Cíbola era una patraña, seguro que empezó a temblar, ¿qué haría usted en tal caso?

Coronado se encogió de hombros. Quería que continuase. No le defraudé.

–Acaso también él quería que fuese verdad. Por los años de sinsabores y predicación. O por su prestigio. O por conseguir un ascenso al regreso. O por simple vanidad. ¿Quién sabe, don Francisco? Puede que incluso sea un severo creyente, y consideró que la ruina y la muerte de tantas haciendas y hombres valiese la pena si a cambio lograba poblar el Gran Norte, fundar su dichoso Nuevo Reino de San Francisco y tener la posibilidad de atraer almas. La verdad solo la conoce él, y a él habría que preguntarle.

Coronado compuso una expresión de incredulidad. Dio un largo trago a su vaso y lo rellenó. Luego acarició la áspera arcilla de la jarra.

–Es raro que no lo hayan matado ya.

–Sí, es raro. Y por eso su decisión de protegerle tuvo tanto mérito.

Coronado sonrió.

–Las gracias hay que dárselas al pobre Melchor Díaz.

Asentí. La mención de Melchor nos entristeció. Fue entonces cuando Coronado se concentró en la madera de la mesa, como si quisiera incendiarla solo con su mirada.

–¿Me equivoqué, Tomás?

–¿A qué se refiere?

–¿Deberíamos habernos quedado?

Sus ojos me miraron con ansiedad. ¿Tendríamos que haber poblado?, añadió. «No poblar es no conquistar», rezaba el dogma por aquellos tiempos. Comprendí que habíamos llegado a la substancia de su visita, a la duda fría, estéril y calamitosa que le había estado horadando todos estos años. Necesitaba un espejo donde mirarse, alguien que se la despejase en uno u otro sentido, aun a costa de la imagen de sí mismo que estaba intentando volver a levantar. Aquella cuestión resumía muchas otras que también le mortificaban: ¿me hice el sordo con Melchor Díaz en Chiametla?, ¿nos excedimos en El Arenal?, ¿hube de castigar más a los hombres?, ¿era mi deber detener aquella locura cuando fue evidente la mentira del Turco?, ¿pequé de ingenuo?; ¿qué habría sucedido si nos hubiéramos unido a las fuerzas de Hernando de Soto?, ¿habría cambiado eso las cosas?; ¿deseé con demasiado fervor volver con Beatriz y sus niñas? Qué sencillo habría sido darle una respuesta clara, pero no resultaba tan fácil: el mundo se había confabulado para enseñarme al menos eso. Y que en ocasiones –como aquella– ni siquiera era posible dar una respuesta racional. Aun así, suavicé mi expresión.

–General... –utilicé a propósito el tratamiento–, no había maíz, no había soldados, no había mar... –Acentué lo último como si fuera definitivo–. Hizo lo que tenía que hacer, lo demás hubiera sido temeridad o ignorancia.

Coronado no alivió del todo su tensión, pero suspiró.

–Usted vio todo el trabajo –habló casi para sí mismo–, ya habíamos hecho mucho sacrificio, y si no hubiésemos regresado posiblemente ni usted ni yo estaríamos aquí. Pero –la voz se le estranguló–, ¿cómo convencerlos de que hice lo que creí mejor para todos? ¿Por qué me odian tanto, si lo único en que me esforcé fue en favorecerlos y que regresasen vivos y castigar lo menos posible y no matar en vano? ¿Cómo se puede servir mejor a tu señor?

–No se puede, don Francisco, pero la multitud siempre querrá hacer caer a los hábiles y suficientes. Y los príncipes..., bien, son de carácter inconstante.

Coronado cerró los ojos y se inclinó con pesar. A partir de aquel momento para que su vida fuese posible tendría que olvidar, al menos en parte –sobre todo el olor, el olor a carne quemada–, mientras que yo estaba condenado a recordar, y a organizar lo recordado de forma tal que tuviese sentido. Porque si hay algo que no soportamos los hombres es la ausencia de orden, esa plenitud moral en cada hora. Y si a la postre no existiese ese orden, es legítimo inventarlo, construir una idea y una razón que retrospectivamente sea capaz de justificar un camino largo y doloroso y sangriento, ya que la alternativa es la ininteligibilidad, o sea, la locura. Empero, también sé que no podré aportar imágenes definitivas del pasado, solo de cierta validez, pero creo que serán suficientes para hallar el sentido último y los caminos de la salvación. No puede abandonarse esa esperanza. No podemos renunciar a la Ciudad de Dios.

Cogí la copa y le animé a beber, luego le aseguré que no había mayor victoria que proporcionar bienestar a los seres que uno ama. Coronado cogió aliento, aún inseguro, pero sonriente; terminó por alzar el vuelo y pudimos cambiar de tema: me contó de sus hijas y de Beatriz, de su casa en Guadalajara, también con huertos, que le gustaría pasear, Tomás, me dijo, y un antiguo estanque azteca bien conservado, muy de ver. Por allí corrían sus hijas, Marina e Isabel, que era lo más parecido que podía ser al paraíso. Cómo le restauraba verlas comer y reír, los besos de su esposa, la calidez de los gestos privados: Beatriz comprendía la naturaleza de su pesar, el sufrimiento físico que le causaban las heridas, lo titánico de su esfuerzo en la Tierra Nueva. Aquel dolor se le volvería tan familiar como el acto de respirar. No pude librarme de completar aquella relación: la hermosa Beatriz vertiendo amor audaz y directamente en él, encerrándose en la habitación y desnudándole, explorándole con sus finas manos, con sus pequeños pechos relucientes de sudor, mientras se daba la vuelta guiando su verga para que pudiera penetrarla por detrás, moviéndose despacio, las caderas y el culo arqueados, y Coronado que se apoyaba sobre sus manos a fin de presionar y presionar, con firmeza, más y más, hasta que ella se corriera de forma repentina y poderosa. Pútrida imaginación. Puta envidia. Seguimos bebiendo, y aunque Coronado estaba lejos de sentirse cómodo, el alcohol nos abrió a otros asuntos y trajo recuerdos de los hombres que nos habían acompañado: fray Juan de Padilla, que fue torturado y muerto en Quivira, que me lo imagino en medio del martirio jurando por la sangre de Cristo. Fray Luis, que desapareció en Cicuye, pero quiero creer que por el cariño que despertaba Nuestro Señor lo guardaría y continuará por allí convirtiendo a la gente y administrando la fe. Lope de Samaniego, que había sido alcalde de Atarazanas en Ciudad de México y vino a encontrarse con una flecha impía; Melchor Díaz, valiente entre los valientes; don Álvaro, que todos sabemos lo mal que acabó. El mismo Hernando de Alvarado, con todos los problemas que creó, tenía un lugar benévolo en su recuerdo porque reconocía su derecho a discrepar como hombre libre. También recordamos a López de Cárdenas, que en audiencia ante el emperador respaldaría las impresiones epistolares de Coronado, y que él mismo sufriría una pesquisa por los acontecimientos del Arenal, de la que salió libre. Tristán de Arellano, que fue gobernador de la Florida durante un suspiro, pues la desgracia también se cebó en su expedición y de ella quedó inválido. Pedro de Castañeda, que escribió su relación en 1560 y tuvo ocho hijos en Culiacán: follar y escribir, no fue mal destino. Rodrigo Maldonado, que se marchó a Quito y allí consiguió una encomienda. Juan de Jaramillo, que en Ciudad de México era muy respetado. Juan de Zaldívar, que llegó a ser uno de los hombres más ricos de la Nueva Galicia... Los ojos de Coronado brillaron cuando hablamos de las expediciones en marcha, la muy trabajosa de Valdivia en Chile, la de Alonso Luis de Lugo a la Nueva Granada, la de Francisco de Montejo al Yucatán... Tomamos la última copa, pero, antes de marcharse, aún discutimos las posibilidades que tenían las futuras expediciones para la conquista de Catay, ahora que tras la expedición de Cabrillo a la California y de López de Villalobos a las Filipinas se tenía claro –unos más que otros, pues se defendía aún que la Tierra era plana y se diluía en una catarata–, que las Indias del Nuevo Mundo y la China eran dos entes separados por miles de leguas. Me pregunto qué pensaría de la que el virrey Velasco mandó armar a López de Legazpi y que partirá en noviembre de este año. Nunca lo sabremos, pues Francisco Vázquez de Coronado murió hace diez años, y sus huesos –pues la mala fortuna continuó persiguiéndole aún después de enterrado– fueron arrastrados en la inundación que destruyó la iglesia de Santo Domingo. Quiero recordarle en una esquina del ámbar, que no es más que resina que los pinos exudan para cubrir sus heridas, y de ese modo también puede cubrir las mías: Coronado, que apura el último trago de vino, se levanta y pide mi bendición y luego me da un abrazo y me dice «sois un buen amigo» y percibo un brillo en sus ojos, que bien puede ser el inicio de las lágrimas, que por qué no iba a llorar si hasta el mismo Cortés se deshizo en llanto, pero que al final no derramó, y antes de despedirse todavía tuvo una mueca divertida y maliciosa y me preguntó: «¿Con quién soñáis, fraile?», y yo me hice el loco y él soltó una carcajada y desapareció tras el portón del convento. Rezo por él. Rezaré hasta mi final. Porque hay una política concreta, fáctica, incluso tediosa, y bajo ella, una corriente subterránea de feroces y solitarios deseos, una concentración de éxtasis y violencia que constituyen los sueños de los hombres. La mayoría de estos son intercambiables, Dios me perdone, pero en los extremos de la raza hay algunos apasionados, extraordinarios, que tienen sueños agitados, y luchan, aman, odian, matan, son salvajes y astutos, con muchos recursos, y apuestan su vida por el mito, que es no es más que un viejo naipe, sucio y astroso, pero sin el cual la raza humana no podría jugar y, por ende, progresar. Y Coronado hubiera querido ser ese tipo de hombre, que captase la imaginación de los pueblos, encarnar la fantasía, sugerir las contradicciones y el misterio y proveer a cada mente de la capacidad necesaria para encontrar su propio camino, para ser consciente de sus verdaderos deseos y a no ocultarse a sí misma. Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Francisco Pizarro, Sebastián de Belalcázar, Núñez de Balboa, Jiménez de Quesada, Ponce de León..., todos ellos encarnaron los sueños de un pueblo, las ambiciones, la posibilidad de un futuro mejor. Todo el mundo podía reconocerse en ellos, todos podían creer que se podía ser como ellos, y convertirse en señores de vasallos y tener mujeres hermosas y principales, y haciendas con ganado y minas de plata y oro. Era así de simple. Tan simple que Francisco Vázquez de Coronado pudo haber sido encarnación y guía y trascender la vida, ser dinámico, explosivo, acelerador, pero se quedó en el umbral de su propia idea de grandeza. No se lo merecía. Pero sucedió. A pesar de haber llegado al centro de la Tierra Nueva, a pesar de tomar buena nota de todo y ser riguroso y abrir los caminos del imperio a quienes vendrían detrás de él, y vinieron, no se dude. A pesar de que con nuestra sangre y nuestra ilusión Coronado había dado un sentido moral a aquellas tierras, a las praderas, a los bosques, a las sierras, a los ríos, a las ciénagas mismas, que con su marcha se ha disuelto en intenciones aisladas y difusas, convirtiendo, por tanto, aquella tierra en objeto insensible, sin lugar en el plan divino. Estas cuentas que yo echo solo serán evidentes con el tiempo, y mi relación no será la crónica de un desastre, sino de una ceguera, que afectaba a todos los españoles por igual. Sí, Danielillo, cuando alguien te diga que Coronado es santo de perezosos, anquilosados, tímidos, cobardes y faltos de imaginación, escúpeles a la cara, y luego, si se ponen farrucos, márcasela con tu faca, que yo te perdonaré de inmediato. Porque todos tenemos derecho a una debilidad, oculta o no, ignorada o quizá sospechada, que nos empuje a las estrellas o nos condene a la oscuridad. Da igual lo que dijese Cárdenas sobre su valor, es indiferente lo que dijese nadie. Y, por favor, tráeme un poco más de esta caña de azúcar, terminemos con el diente que me queda y de paso con este cuento. Han pasado más de veinte años desde aquella jornada, y solo me doy cuenta de la edad que tengo cuando me vuelvo a encontrar con conocidos, para decirnos lo viejos que estamos y de seguido contradecirnos y seguir creyéndonos jóvenes. Todo va desapareciendo, los lugares, las personas, en un apocalipsis invisible. Por eso a esta edad ya solo se vive agarrado a algo, en mi caso al ritmo de las palabras, a su cadencia, a su orden interno, que me ayuda a sobrellevar ese tiempo, nuestra eterna lucha contra él. ¿Quién sabe si el fin del mundo comenzará con la prostitución de la palabra? A través de ella recreo la Tierra Nueva, que en todo este tiempo ha continuado intocada: la ruina de tantos –que durante años pidieron compensaciones al rey por sus deudas en su servicio, con escaso éxito, el mismo Coronado entre ellos– y la ausencia de indios para tributo y encomiendas, y no hallar ni traza de oro o seda o especias o perlas o turquesas o esmeraldas hizo que se perdiese el impulso y que Mendoza se centrase en explotar la tierra y no en quimeras, evitando implicarse en expediciones inciertas. Por ende, la evangelización se detuvo, y con ella el Milenio, ya que se bautizó poco y apenas se levantaron cruces y ninguna iglesia, y los pocos bautizados eran de fe dudosa, pues se trataba de cautivos o esclavos. La avalancha de epidemias tampoco ayudó, pues aparte de dejarnos sin almas que convertir, se interpretaba como una señal del enojo divino hacia nuestra forma de evangelizar. Y los indios y negros que quedaban no se destinaban a ganar su espíritu, sino a poner su cuerpo a trabajar en las minas de San Luis de Potosí y Zacatecas. La tercera edad en la que la Iglesia sufrirá todos los tormentos imaginables hasta lograr a través de la pobreza que nuestras naturalezas angélicas se desaten, no tendrá lugar, o no todavía. La cesación no es únicamente debido a la Tierra Nueva, en la Vieja el nuevo rey Felipe carece del impulso místico que caracterizó a su padre: nos ha recortado los poderes a los observantes y nos quiere atar al Concilio de Trento y al poder de los obispos y sus esclavos seglares y seculares. Ahora parece que solo podemos retirarnos a los monasterios o transferir nuestro entusiasmo a las fronteras más remotas e inhóspitas a fin de ser martirizados o muertos en solitario. Los mismos franciscanos que quedan en las ciudades de la Nueva España son socavados por las prebendas, los cargos, los ascensos, las rentas, y la disciplina ascética y el entusiasmo misionero que nos llevó hasta lo más profundo de las Indias ahora se vuelve rutina y desaliento. ¿De qué sirven los diezmos y las catedrales si solo la pobreza evangélica, la simplicidad primitiva y el misticismo pueden abrir las puertas de la Ciudad de Dios? Alonso de Montúfar, sucesor del obispo Zumárraga, hombre cínico, despótico, deshonesto, disoluto, rapaz, cruel e insolente –dominico tenía que ser–, no cree en el Milenio y nos condena a un enfrentamiento continuo, un choque de temperamentos y modos que condena al trabajo, el talento y las fuerzas a la esterilidad. Los agustinos amenazan con echarnos a lanzadas y los domini canis llevan el agua a su molino; los obispos andan a la greña con los frailes y los frailes contra los seglares; rencores, suspicacias, exageraciones, mentiras... Homos maledicus, hombres carnales, grandes mercaderes. Por luchar se lucha hasta por los milagros, pues los hermanos menores siempre los hemos aborrecido a la hora de convertir, ya que se ha de hacer con doctrina y ejemplo: ¿qué mayor milagro que convertir las almas sin la intercesión sobrenatural? El resto es solo confusión y retraer a los indios a la superstición, la magia y la idolatría. Yo mismo le he escrito una carta al rey Felipe contándole la terrible decadencia de la Iglesia cristiana y la pérdida del prístino fervor y de los falsos e inicuos consejeros que pervierten sus oídos, que serán causa de la ruina del reino. Son solo cabezas de lobo, que quieren engordar y ensanchar y tener más y más para sus vanidades y superfluidades sin hacer cuenta del mañana y aprovechándose de todo el presente. Hasta el día de hoy no he obtenido respuesta del Gran Rey, y eso me apena. ¿Y el mundo? El mundo tampoco está mejor, Danielillo. Los pueblos idólatras son más que los cristianos, somos una pequeña plaza asediada por el inmenso espacio infiel, los musulmanes, los judíos, los asiáticos, los luteranos, los mismos chinos dicen que ellos tienen dos ojos de entendimiento, y el resto, solo uno. Amén de que el Santo Oficio es ahora más poderoso que nunca, con ese demonio de Valdés, manejador de varias barajas, que ve brujas en todas partes y cobra rentas a las canonjías y quema a mansalva tanto malvados como inocentes. Y no digo nada en decir esto que digo, pues a todos alcanza: yo soy el primer culpable. En esta sazón, yo solo puedo permanecer aquí y esperar que tu generación, Danielillo, podáis ser mejores que nosotros y os juntéis alrededor de la pobreza para reconstruir la moral de la orden y atraer el Milenio. Recuerda que la virtud es algo vacío sin la tentación: ojalá aprendas a enfrentarte a ella con más éxito que yo. Y recuerda también que las semillas germinan en los lugares más inverosímiles. Entretanto, la memoria modificará los viejos hechos, y todas las palabras, incluso las mías, no serán más que ilusiones, incapaces de reflejar aquellas llanuras que no sentían el peso de nuestros caballos, los cielos rojos como venas abiertas, que no recordarán nuestras vicisitudes, los hombres que huían de sí mismos solo para volver a encontrarse más adelante, el acre olor del fuego al quemar excrementos y huesos, el tufo de los bisontes, el perfume de las prímulas vespertinas, la brisa que hacía saltar las gotas de agua de los tallos de hierba, los doseles de álamos en movimiento, las mañanas de caza, las canciones que animaban el corazón cansado y ahuyentaban los malos espíritus, las extrañas lenguas que se solapaban unas con otras, el sudor y las risas y los gritos y la sangre, y todo el esfuerzo, la energía y la ilusión que se quedó allí. El tiempo seguirá fluyendo como la resina lenta que cae de los árboles heridos, allí donde todo era anterior a los hombres y todo será posterior, los pueblos que no vimos, las minas, los lagos de sal, las ceremonias y los dioses que ignoramos, las intrigas y alianzas que nos perdieron, mientras el mito proseguirá extraviando a los hombres: en Italia, Giovanni Battista Ramussio publicó en el año 56 un cuento sobre nuestra jornada que es seguido en toda Europa, confirmando que había abundancia de oro y plata y esmeraldas y turquesas y especias y seda –¡incluso camellos!–, más incluso que en el Perú. Se comenzó a olvidar lo «público y notorio» que fue el desastre de la entrada, y había peticiones continuas a las autoridades de la Nueva España de documentos y mapas acerca de la Tierra Nueva. El bujarrón de De las Casas continuaba diciendo que las siete ciudades existían, y Gómara no desmentía la mentira. Se publicaban mapas donde no solo se situaba Cíbola con precisión, sino que también localizaban Quivira, Acus, Tiguex y Totonteac describiéndolas como ciudades de cualquier rincón de Holanda o España. Antiguos miembros de la expedición alentaban a cumplir lo que Coronado dejó inacabado, y ocultaban los sufrimientos pasados envolviéndolos en una nostalgia mentirosa. El mismo oidor Alonso de Zorita organizó una jornada que nunca llegó a salir, y Francisco de Ybarra llegó hasta Marata, en lo que ya se llama el Nuevo México, y se volvió decepcionado por no encontrar los metales dorados que los rumores vendían como aguardando a ser recogidos cual cosecha de maíz. Y tras ellos marcharán más, no lo dudes, Danielillo, porque la belleza del acontecimiento fascinará a los futuros espectadores, y justifica el relato por sí solo, hasta el punto de que alguna vez he elucubrado que los españoles buscan con la certeza de que nunca hallarán el tesoro, y lo harán cada vez con más tesón porque no desean confesarse que no quieren el primer vistazo a una cámara enterrada repleta de oro, a la luz de sus antorchas, sino continuar la búsqueda para ser eternamente jóvenes. En la esperanza de que vuestra generación triunfe donde nosotros fracasamos y logre que en este teatro del Nuevo Mundo sobrevenga el Apocalipsis, donde se perfeccionará la raza humana, el genus angelicum, y el fervor se revitalizará, y la Ciudad de Dios, libre del peso de la Ciudad Terrena, se alce a los cielos, yo me iré deshaciendo. No cometeré el error de no dejarte algo para que me recuerdes, aquí tienes el retrato que me hizo Cristóbal, es tuyo, puedes guardarlo o quemarlo, pero no me podrás reprochar que tu viejo maestro no tuvo un detalle contigo. La espera, la ansiedad, la expectativa, la frustración, la vida cada vez tendrá menos que ver conmigo, y apretaré con más fuerza en mi mano este pedazo de ámbar, que será mi regalo para Dios. Si lo miras con atención, puede verse todo: los enormes árboles ahogados por las lianas, los colibríes, los monos chillones, las garzas y grullas pescando en las orillas, las cascadas vertiginosas, el pavoroso desierto y los huesos que escupe, el oro y la plata de nuestros sueños, las manadas de bisontes, los indios flecheros, los pasos perdidos entre la espesa hierba, las fogatas en la noche, la lluvia monótona y la nieve más monótona aún, las cabezas sobre las picas, las cartas mal compuestas y peor escritas, las salmodias de los indios mientras caminaban. Iyali. Ella decía que la belleza de las luciérnagas reside en la rapidez con que su luz se desvanece. Iyali. El movimiento sensual de sus manos mezcladas con la masa del pan, metía los dedos, estiraba, formaba bolas, echaba harina en la superficie para que no se pegara. Iyali. E voi pigliate del mio poco cazzo la buona volontà; in giù la potta ficcate, e io in su ficchierò il cazzo; e di poi su il mio cazzo lasciatevi andar tutta con la potta; e sarò carro, e voi sarete potta. Sin duda será un gran presente para Dios. Ya estoy ansioso por internarme en sus inmensidades, por alejarme de esta esclavitud de los símbolos, de este reino crepuscular de las posibilidades y sentir su totalidad. Dicen que es un sentimiento eterno de consuelo, dicen que es felicidad absoluta, dicen que es la calma que deriva de lo completo, pero eso sería algo inerte, estático, estipulado, sin la más mínima posibilidad de variación. Si yo tuviese que elegir, escogería aquello que aconteció en mis visiones, un universo haciéndose sobre la marcha, maleable, inacabable, que sería Dios mismo, en cada uno de nosotros, conteniéndonos y contenido. Dios como creador nuestro y Nosotros como sus creadores, un flujo continuo y eterno, sumando cada idea, cada sensación, cada deseo, una multiplicidad cohesionada por el amor, pero sin renunciar a perder partes, a extraviarlas, a condenarlas, no todo será afirmativo en Dios, porque no estará consumado, y así Él continuará su desarrollo hacia el propio ideal de sí mismo. Y quizá, solo quizá, Yo, que ya seré Él, pueda encontrar en toda esa diversidad una pequeña esquina en la numerosidad divina donde gire un diminuto remolino, una idea, entre millones de ellas, una creencia mexica acerca del tiempo, que daba vueltas en ciclos de cincuenta y dos años, y zambullirme en sus rotaciones, y buscar hasta encontrar el instante en que me sentí arder la primera vez que vi a Iyali, y esforzarme por ser generoso, tener coraje, ser virtuoso para merecer, para retener su amor, y oírla de nuevo decir fóllame, métemela más, sentir su deseo, y dejarme llevar, y girar y girar hasta volver a decir que fuimos a aquellas tierras por nuestros pecados. Y por nuestros pecados he de recordarlo todo, la manera del suelo, si áspero o llano, los árboles y las plantas, las piedras y los metales, los ríos, si eran grandes o pequeños, cada rayo de sol, la calidad de los hombres, si muchos o pocos, si estaban derramados o vivían juntos..., verbum ad verbum, porque la memoria es un arquitecto constante, que se hace y se rehace, un puro cuento que se cuenta a sí mismo, múltiple y deslizante, y un día buscaré en vano el nombre de un lugar o de un amigo, o desesperaré al no dar con una palabra ya sabida, que tendré en la punta de la lengua y buscaré afanosamente y me rehuirá obstinada. Y entonces llegará el olvido. Pero antes de volver a la luz inefable del Creador, yo, pecador, ya enfermo y decrépito, quebradizo como pan ácimo, en esta celda del convento de San Francisco dejaré signo sobre signo constancia de los hechos asombrosos y terribles de mi jornada con el general Francisco Vázquez de Coronado, antes de que la memoria sea no solo asediada por su fragilidad, sino invadida por los falsos recuerdos, por la imaginación y el ensueño, y caiga en la tentación de hacer una mentira de nuestra verdad.

FIN

Para Otti,

principio y fin de todo mi imperio.

CORONADO

mapa

4. Los reinos desaparecidos

En el Despoblado

El caballo se desplomó como sin huesos. Ya había dado muestras de comportamiento errático, piafando y moviéndose inquieto, y su dueño tuvo que descabalgar y guiarlo a pie, tirando del bocado y reprendiéndole con aspereza. ¿Qué ven los caballos cuando se vuelven locos? Minutos antes había estado trotando con una expresión de horror hacia otros caballos, cabeceando, babeando, el resto comenzó a rotar en torno a él y a separarse hasta que el caballo se lanzó contra ellos a ciegas y hubo coces y golpes e incluso llegó a morder a uno en el cuello y se escuchó un sonido turbador. Los rostros blancos por la caliza de los españoles se quedaron mirándolo, embarrancado, exhausto, sin la menor posibilidad de continuar el camino. Su dueño se acercó y le habló, el caballo alzó la cabeza y le miró mostrando los dientes. Así estuvieron un rato, hasta que el dueño sacó una daga y la introdujo lentamente en el cuello y dejó que se desangrase. Los perros acudieron de inmediato a lamer el festín de sangre, alguna mula también. Incluso un imprudente buitre se separó de la media decena que volaba en círculos y se atrevió a acercarse: uno de los soldados le aporreó con una macana y le rompió el ala izquierda y allí lo dejó sin rematarlo para festín de sus camaradas. En cuanto al caballo, lo descuartizaron a hachazos; las entrañas humearon, las tripas se derramaban entrelazadas, sedosas.