Página de título

IMAGINA QUE NO HAY CIELO

© 2019, Antonio Malpica

Diseño de portada: Estudio Sagahón / Leonel Sagahón

D.R. © 2019, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.

Primera edición en libro electrónico: octubre, 2019

eISBN: 978-607-557-054-9

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Libro convertido a ePub por:
Mutāre, Procesos Editoriales y de Comunicación

Portada

autor

Antonio Malpica nació en la Ciudad de México en 1967. Autor de novelas infantiles y juveniles, ha sido galardonado con diversos premios, como el de Novela Breve Rosario Castellanos, el Premio Nacional Manuel Herrera de Dramaturgia, el premio Nacional de Obra de Teatro para Niños y el Premio Nacional de Novela Una Vuelta de Tuerca. En 2015 se convirtió en el primer escritor mexicano en obtener el Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil. Ha publicado más de cincuenta libros, entre los que destacan la novela #MásGordoElAmor y los cinco volúmenes de la serie El Libro de los Héroes, que diera inicio con Siete esqueletos decapitados.

Índice

Portada

Página de título

Dedicatoria

Blanco resplandor

Negociazo

Tic nervioso

Un toro en la escuela primaria

Whisky de malta y habanos cubanos

Aleluya… de Haendel

San Luis bien vale una misa

Rezos y pescozones

Dos kilos de tortillas duras

El rítmico sonido de los limpiaparabrisas

¿Puede un desodorante…?

Ma, cosa dici?

Cuba libre

Una moneda de diez nuevos pesos

Macarena, no sé cómo decirte esto…

Salude, mi’jo

Se ve, se siente…

El principal truco del Diablo

Retiro espiritual

Grillos y sapos

Cambio de planes

Epifanía

Olor a podrido

Las minas del rey Salomón

Las minas del rey Salomón, parte 2

Cuando la luna se pone regrandota

Cuervo

Dickens y Tolkien

Cinco horas para entregar una pizza

Imagina que no hay cielo

Mágico y trágico

Ya nada importa

Palabras

Componer las cosas

Feliz… ejem… Navidad

Hallelujah… de Ray Charles

El final

Datos del autor

Página de créditos

El final

“Queridos amigos de San Pedrito Tololoapan… les habla la señora Oralia Laguna, viuda de Oroprieto. Todos ustedes me conocen y quiero creer que hasta me estiman un poco, así que iré directamente al grano. Este mensaje es para darles una noticia que considero importante y más que necesaria. Ya en ustedes quedará si hacen el entripado de sus vidas o lo toman con buen humor y hasta pasan a saludar cualquier día de la semana. Y bueno. La noticia es ésta. El hombre que estuvo con nosotros los pasados días y que hasta estuvo en la Misa de Gallo no es, ni fue, ni será nunca, papa de ninguna iglesia. No se trata de Juan Pablo II ni por asomo. Es un hombre que se llama Francisco Kurtz y es médico y que, por azares del destino, es casi como el hermano gemelo del vicario de Cristo y, en complicidad con mis hijos, se prestó para esta broma en la que, muy a mi pesar, también se involucró al pueblo. Para todos aquellos que le hayan dado a bendecir medallitas o le hayan pedido que les impusiera las manos, siento mucho informarles que su bendición no vale más que la del señor que vende tamales afuera de la alcaldía. Pero, para su descanso, les diré que es una persona buena. El sermón que dijo en plena misa es su propio pensamiento. Y a mí me parece que es el pensamiento de un hombre bueno. Como aquello de que la verdadera igualdad entre los seres humanos no es posible si siguen existiendo jerarquías inventadas. Que no debería ser más grandioso saludar o conocer o tratar a alguien sólo porque es, aparentemente, más importante que uno. Y yo me quedo con eso. Pero bueno, ustedes estuvieron ahí y seguro lo recordarán. Y en fin. Ése es el mensaje. Que no tuvimos ningún papa con nosotros estos días pero, en contraparte, tuvimos la compañía de un tipo jovial y de buen corazón. Y eso, al menos para mí, ya hizo que valiera la pena su visita. La buena noticia es que el doctor Francisco Kurtz se queda a vivir un tiempo con nosotros, aquí en la finca. Y está dispuesto a saludar y a conversar con quien se preste, a modo de reparación de la broma. Sólo pide que sea después del primero de enero, día en que él cree que ya le habrá crecido bien la barba. Y yo le he dicho que me parece bien. Como sea. Los dejo con la música de esta estación, que tal vez cambie un poco a partir del próximo año. Por lo pronto, les deseo un muy feliz mil novecientos noventa y seis. Y que todos sus anhelos se les cumplan; no importa en qué momento de sus vidas, pero que se les cumplan. Todos ellos.”

Leslie necesitó de una nueva crisis para darle punto final al manuscrito. Sólo que esta vez se trataba de una crisis personal. Había elegido estudiar Comunicación y, cuando ya iba por la mitad de sus créditos, se daba cuenta de que no se veía de comunicóloga por el resto de su vida. Ya ni siquiera vivía con sus padres. Compartía habitación con una amiga, cerca del Tec de Monterrey, donde cursaba la carrera, y la mayor parte del tiempo se la pasaba sacando buenas calificaciones y sintiéndose miserable.

Entonces murió Juan Pablo Segundo.

Y ella, ese mismo día de abril del 2005, hizo la conversión del archivo en WordStar a WinWord. Y se puso a oír la grabación del anuncio que hizo su abuela cuando informó, en la estación de radio del pueblo, que todos habían sido engañados. Y justo a la quinta vez que escuchó la voz de Mamá Oralia en aquella cinta que había conseguido durante el tiempo en que se entusiasmó escribiendo la novela, hacía casi cuatro años, pensó si no sería momento de revisar, escribir el último capítulo, enviarla a alguna editorial y a ver qué pasaba.

Llegó entonces un mensaje a su BlackBerry. Su novio invitándola a salir. Y prefirió hacer caso omiso. Lo que le sirvió para ceder a esas súbitas ganas que le entraron de llamar a alguien en particular.

—¿Sí?

—Hola, Pancho.

—Hola, chamaca. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Y tú?

—No me quejo.

—¿Viste las noticias?

—No. ¿Qué pasó?

—Se murió el papa.

—Oh…

Honestamente, Pancho había dejado de ser el hermano gemelo de Karol Wojtyla hacía varios años. Había echado panza y siempre estaba barbón y bronceado. Con todo, no dejaba de ser algo que ambos interlocutores sintieran que les competía.

—No sé. Sentí que tenía que llamarte. Darte algo así como el pésame.

—Supongo que ya no podré ir a Roma a reclamar el anillo del pescador.

—Supongo. Pero tú siempre fuiste y serás mi papa favorito.

—Y tú, mi cómplice en el crimen favorito.

—¿Y qué has hecho? ¿Sigues leyéndole a la abuela?

—Sigo.

Aquella costumbre de leer juntos en la antes capilla, ahora biblioteca, Pancho la prolongó, religiosamente, tarde con tarde, para sorpresa de todo el mundo, a pesar de que ella “ya no estaba” físicamente. Porque, según Pancho, “sí que estaba”. Sus cenizas se encontraban ahí, debajo del Cristo. Y él les leía a ambos todos los días. En voz alta.

—¿Te acuerdas? —sintió Leslie la repentina obligación de mencionarlo—. “Una semana puedo dedicarles sin problema. Pero en la tarde del 25 de diciembre, me pinto de colores para siempre. Y no me verán ni el polvo.” Eso fue lo que me dijiste aquella vez que te llamé, después de que tú y mi papá fueron al aeropuerto. Tú estabas hecho pomada. Y mira… todavía estamos esperando “que te pintes de colores”.

—¡Cómo hay oportunistas en el mundo! No sé adónde vamos a parar.

—Es verdaderamente espantoso.

—¿Y cómo están tus papás, tus tíos? —preguntó Pancho, ahora de ochenta y tres años. Su voz era la misma, pese a todo. Pese a las reumas, pese a las várices, pese a los dos infartos a los que había sobrevivido. Pese a haber tenido que dejar el cigarro ya hacía más de cinco años.

—Igual. Ya sabes. A mi tío Jocoque le sale un hijo nuevo cada año. Mi papá y mi mamá trabajando. Mis hermanos estudiando. La tía Cande ya sacó un tercer disco. Creo que ahora es como de surf o algo así.

—Espero que vengan para Navidad, como todos los años.

—Yo también. Oye…

Conocía perfectamente a Pancho Kurtz. Lo había adoptado como abuelo hacía ya diez años. Y sabía qué clase de sujeto era. Sabía que atendía pacientes en San Pedrito sin cobrar un centavo, sabía que le gustaba cuidar a los animales de la finca él solo, sabía que en ocasiones se encerraba a tomar una copa de whisky, cuando quería acordarse de Oralia de una forma totalmente arrebatada, aunque luego terminara llorando. Sabía que en las navidades contaba con que todos los Oroprieto Laguna fueran a San Pedrito, al igual que su hija, su yerno y su nieta y siempre terminaban todos riendo de aquella Navidad del 95. Sabía que muy a menudo llamaba a su tío José Guadalupe en prisión y jugaban ajedrez y leían a Dickens a través del teléfono, en ocasiones sin decir una sola palabra fuera de las propias del libro o la partida. Sabía que era una buena persona, como había afirmado su abuela. Y sabía que lo quería mucho. Lo que no sabía era si él consideraría una especie de traición que ella contara su historia. De hecho, no sabía cuál era el sentido de contar esa historia e incluso hacerla pública si, bien vista, sólo era una constante cadena de situaciones absurdas que, aunque terminaron bien, tal vez no fuera uno de esos libros que valiera la pena agregar a las estanterías del mundo.

Se tardó tanto en continuar su frase que Pancho creyó que se había cortado la comunicación.

—¿Sigues ahí?

—Eh…

—¿Estás bien?

—Bueno… la verdad, más o menos.

—¿Quieres contarme?

Recordó Leslie entonces, justo en ese momento, que tanto su abuela como Pancho lo habían advertido. Y casi al mismo tiempo. Que si no se dicen las cosas cuando se sienten, se corre el riesgo de pagar con un pesado, pesadísimo silencio de años. Y el arrepentimiento, por muy grande y muy profundo, no consigue nunca que el reloj vuelva atrás.

—Claro —contestó, aunque todavía tardó un poco en organizar sus ideas—. En fin. Es que… quiero saber qué piensas de que haya escrito la historia de todo lo que pasó aquel diciembre de hace diez años, cuando nos conocimos.

—¿Quieres decir que ya lo hiciste, ya escribiste la historia?

—Más o menos. Bueno… sí. Una novela. Sólo me falta el capítulo final.

—Y quieres saber qué pienso.

—Sí. Es que… bueno, por supuesto… me gustaría publicarla. Y me da la impresión de que no debería. No sé si es como una forma muy fea de mostrar que todos éramos horribles. Que la abuela era horrible y le pegaba a sus hijos de niños. Nosotros, horribles al intentar robarle tres millones de dólares a una anciana. Mis hermanas horribles peleando a muerte todos los días. En fin. Todos horribles. Además…

En ese momento volvió de la calle la roomie de Leslie, quien comenzó a prepararse un sándwich frente a ella, como si nada. Y Leslie se sintió avergonzada. Tuvo que bajar la voz. Prefirió salirse al balcón del pequeño departamento. Mejor forma de probar su punto no tendría.

—Además… —continuó— de que me parece que todo lo que ocurrió no fue más que un muy bien hilvanado compendio de tonterías. No sé por qué alguien querría leer algo así.

Lo había soltado y se sintió liberada pero, a la vez, totalmente mortificada. Tal vez su trabajo de todos esos años sólo servía para el bote de la basura. Se recargó en el barandal segura de que no sería comunicóloga pero tampoco escritora. Que también era horrible no hallarse en el mundo. Y que con gusto se cambiaría en ese momento por cualquier otra persona. Esperó un buen rato a que Pancho hablara.

—¿Quieres saber si me molesta que lo cuentes o algo así?

—No sólo eso. Quiero saber tu opinión. ¿Cuál crees tú que es el caso de escribir algo como eso?

Ella no podía verlo. Ni siquiera imaginarlo. Pero Pancho sonrió en ese momento.

—Alguna razón interior, muy poderosa, te llevó a escribirlo, chamaca. Y tal vez ya no te acuerdas. Pero seguro que es muy válida dicha razón.

—A lo mejor sólo quería sacármelo de encima.

—¿Te digo lo que pienso? Éramos horribles. Seguro lo seguimos siendo.

—Tú no. Tengo una grabación donde dice mi abuela que eres una buena persona.

—Exacto. Pero también soy horrible. Como tú y como cualquiera. Como el señor que se acaba de morir. Nadie es perfecto. Ni siquiera él por mucha tiara y mucho báculo y mucha investidura. Todos somos espantosos. Y, por muy breves momentos… también maravillosos.

—¿Leslie? —dijo Laura, la roomie, desde el interior—. ¿Me prestas tu blusa azul para la fiesta de al rato?

—Sí, agárrala —gritó Leslie. Y se recargó de nuevo contra el barandal, sosteniendo el celular, mirando hacia el suelo, cinco pisos de distancia abajo, como si ahí estuviera la solución. Tan sólo para darse cuenta, unos cuantos segundos después, de que Pancho tenía razón, no había solución. Era una cuestión irresoluble. Y ni para dónde hacerse.

—La gran cagada —soltó.

—Exacto —confirmó él—. Te diré lo que sugiero. Cambia todos los nombres de los lugares y de las personas. Sólo deja el mío. Y ya con eso tienes mi venia para publicarla.

—¿Y por qué no quieres que cambie tu nombre?

—Por dos razones. La primera… para que veas que, no sólo me importa un bledo que cuentes la historia, sino que hasta me parece bien que lo hagas y que me involucres. Nadie debe tomarse tanto en serio. Y la segunda: porque creo que algún día va a haber un papa que se llame Francisco. Y quiero que conste en tu texto.

—¿De verdad?

—No. Es un chiste.

—Ya que lo dices… siempre me gustó el nombre de Leslie. Tal vez lo use para mí.

—¿Lo ves?

Pancho, en la finca, se sintió complacido. Eran las cuatro de la tarde. En breve seguiría leyendo Guerra y paz, lectura que había prometido a Oralia continuarían después de la comida. Pero ese simple pensamiento le bastó para levantar la vista y sonreír ampliamente porque…

José Ernesto, José Guadalupe, María Candelaria y José Jorge recién llegan de jugar en los lindes de la finca y llaman a la puerta. Los cuatro, tan dispares y tan idénticos, tienen las ropas hechas una verdadera porquería pues se revolcaron en el lodo desde los zapatos hasta la cabeza. Tienen esa edad imprecisa en que se acota la infancia cuando se habla de ella en una novela. Se puede decir, nada más, “los cuatro niños” y el lector los imagina exactamente así. Llegando a su casa, monocromáticos y brillantes, en pie frente a la puerta de entrada, los cuatro niños esperan el regaño seguro. Mamá Oralia les abre y los confronta. Pero a los pocos segundos no puede evitar soltar una carcajada. Una que sigue a otra y a otra, hasta que contagia a sus hijos y éstos también ríen a mandíbula batiente. Y Francisco Kurtz, a sus espaldas, participa también. Porque él también tiene treinta años menos y puede aproximarse y tomar de la mano a Oralia y poblar su cabeza de esos recuerdos que, aunque no ocurrieron, se los merece únicamente por ser uno de los protagonistas principales de una ficción literaria.

—Una última pregunta, Pancho.

—Dime.

—¿Qué título te gusta más? ¿”Operación Sopa de papa” o “Imagina que no hay cielo”?

—El primero. Pero ponle el que creas que más le hubiera gustado a tu abuela.

—Bueno.

—Nos vemos en Navidad. Y por cierto… ¿Ese capítulo último que te falta?

—¿Qué con él?

—Está ocurriendo ahora.

—No lo había pensado. Es una buena idea, ahora que lo dices. Y tal vez termine contigo diciendo…

—“Podéis ir en paz, la estafa ha terminado.” O tal vez contigo diciendo…

—Amén.

Para mis hermanos. Los que me tocaron y los que escogí.

Para mi mamá (que es muy buena persona).

Y para mi papá (que también).

Blanco resplandor

Si años después, cuando los hermanos Oroprieto Laguna se reencontraron en el funeral de Mamá Oralia, algún hipotético entrevistador le hubiera preguntado a Neto el porqué llamó al timbre exterior del edificio en el que vivía su hermano Jocoque aquel viernes aciago del 95, éste habría aducido, seguramente, la razón primordial: la crisis en el país. Pero la verdad es que, al menos para su hija Leslie y uno que otro implicado en los sucesos de aquel diciembre, habría sido mejor argumentar una razón, por así decirlo, más destinal. Porque a todos constaba que, aun en el catafalco y aun con el maquillaje y aun con el velo de simpatía que siempre empaña la vista de los vivos cuando miran a los muertos, aun con todo eso, Mamá Oralia parecía plenamente satisfecha tendida en la caja, como si hubiese vivido únicamente para esos últimos años. Como si hubiese vivido setenta y cinco años únicamente para morir feliz a los ochenta. Leslie habría arrebatado el micrófono a su padre y habría enfrentado al entrevistador diciendo: “Todo estaba predestinado a ser así, señor reportero. Si no, ¿qué chiste?”. Pero la verdad es que, después de la decepción de aquella tarde de viernes de 1995, fue la curiosidad la que llevó a Neto a conducir su Golf con problemas de enfriamiento hasta esa calle en la colonia Portales donde, por lo regular, nunca había dónde estacionarse. La curiosidad y, tal vez, una inherente necesidad de despabilarse, por no decir que estaba evitando volver a su casa a enfrentarse al “¿Cómo te fue?” de Macarena, que acabaría por desmoronarlo por completo. Nuestro hipotético entrevistador diría algo así como: “¿En verdad no se da cuenta de que, de haberse dirigido de la ‘cita de negocios’ directamente a su casa, nada de lo ocurrido en la finca de su madre habría, ejem, ocurrido?”, a lo que Neto contestaría, con toda seguridad: “Carajo, claro que me doy cuenta. Pero no tenía opción, la chingada crisis, ¿usted qué hubiera hecho?”. Lo cierto es que, cuando milagrosamente acomodó el auto en un espacio libre y se apeó y llamó al timbre con un 301 pintado con pluma sobre masking tape, estaba pensando que, en una de ésas y su hermano Jocoque al fin había conseguido algo bueno en la vida y valía la pena estar ahí para presenciarlo. El diálogo al teléfono, horas antes, había sido exactamente así:

—Neto, tienes que venir ya. Ahora. En este momento.

—No puedo prestarte dinero, güey. No otra vez.

—No es para pedirte prestado, cabrón. Como si sólo te hablara para eso.

—…

—Esta vez no es para eso.

—Tengo una cita de negocios, güey. No puedo ir de todas maneras.

—Esto es muchísimo mejor que cualquier cita de negocios. Nos va a resolver la bronca monetaria para siempre.

—¿Es otra de tus pinches ideas geniales para salir de pobre? Paso.

Y luego una pausa. Una especie de deliberación. Un momento de titubeo de esos que Jocoque nunca, pero nunca, tenía.

—Te puedo dejar fuera, cabrón. Tal vez lo haga.

Fue como si la curiosidad se hubiese materializado en la forma de un escorpión y lo hubiera aguijoneado en el cuello. Neto se sorprendió sobándose, de hecho, la nuca. Deliberando. Titubeando.

—Okey. Voy a verte en cuanto salga de mi cita de negocios.

—Chingón. Salúdame a Maca y a las niñas.

Y la mentada “cita de negocios” resultó, como solía ocurrir en esos años, un jodido engaño. Un amigo de cuando trabajaba en la aseguradora lo había buscado para invitarlo a participar en “la oportunidad de su vida”. Y él había aceptado ir porque, bueno, últimamente, todas las citas de trabajo habían devenido en espantosos fracasos. Una cita de negocios, al menos a la distancia, adquiría otro cariz. Pero igual resultó un jodido engaño. “La idea es que compras el paquete de perfumes Ninfa azul por tan sólo ciento cuarenta y nueve nuevos pesos. Y el veinte por ciento de lo que vendas, cuando lo vendas, es para mí, que soy tu supervisor junior. Pero lo mejor es que automáticamente tú te vuelves supervisor junior; claro que antes tienes que reclutar a diez ejecutivos fuerza de ventas; automáticamente yo subo a supervisor senior y recibo también el diez por ciento de cada uno de tus ejecutivos fuerza de ventas; así hasta llegar a la punta de la pirámide, donde, al convertirte en líder platino, agárrate, puedes ganar hasta veinticinco mil nuevos pesos mensuales sin mover un pinche dedo.”

Neto se salió de la mentada entrevista sin proferir palabra alguna. En ese momento no traía en el bolsillo ni cinco nuevos pesos para comer. Y el descarado ese le estaba pidiendo ciento cincuenta como si el expresidente Salinas no estuviese prófugo en el extranjero por haber puesto a pedir limosna hasta a su abuelita. Se subió a su Golf. Se pasó un par de altos. Llegó a la colonia Portales picado por la crisis, por la curiosidad y por el miedo a tener que responder el “¿Cómo te fue?” de Macarena en presencia de las niñas.

Pero en cuanto llamó al 301 con la vista puesta en la ventana del tercer piso, porque de sobra sabía que el interfón no lo ayudaría a entablar ningún diálogo, se dijo: “puta madre, ¿qué chingados hago aquí?”.

Estaba pensando en al menos tres de las múltiples veces en que Jocoque le había salido con la recurrente promesa de “ahora sí salimos de pobres, como que me llamo José Jorge Oroprieto Laguna” y todo había terminado en rotundos, espantosos y estrepitosos fracasos.

Se dijo que, si se apresuraba, todavía podría treparse al auto y salir pitando de ahí, antes de que se asomara su hermano por la ventana. A su mente volvió el recuerdo de 1) el Centro de Adiestramiento Integral de Felinos (“Piénsalo, güey, ¿quién no quisiera que su gato lo siguiera por la calle como hacen los perros?”) y la indemnización que tuvo que pagar Jocoque a los dueños por haber perdido a sus mascotas, ya ni hablar de las mentadas de madre que se llevó y la viejita que le partió una escoba en la cabeza.

Ya estaba dando marcha de nuevo al carro cuando apareció, como el asesino con motosierra de alguna película clase B, su hermano Jocoque. Al lado de la portezuela. Golpeando la ventana con encono.

—No mames. Lo sabía. Qué bueno que fui por cocas a la tienda.

Neto bajó la ventanilla. Suspiró. Se acordó enseguida de 2) el Servicio de Rompimiento de Relaciones Sentimentales por Mensajería (“Piénsalo, güey, ¿a poco no te gustaría pagarle a alguien para que rompa con tu chava por ti”?) y el consecuente tiro que se llevó Jocoque en una pierna, que justo le sirvió para comprender por qué alguien preferiría pagar para romper con su chava en vez de hacerlo por sí mismo.

Neto prefirió no voltear a ver a su hermano. Sabía que con sólo mirarlo sentiría la necesidad de encender el auto de nueva cuenta y tal vez atropellarlo en la escapada. Tendría, seguramente, el pelo demasiado engominado, una camisa de algún color chillón abierta hasta el tercer o cuarto botón, cadenas de oro de fantasía al cuello y lentes oscuros. Y en momentos de desesperación económica como ése, Neto pensó que no tendría el estómago para mirarlo sin querer agarrarse de los pelos con él como cuando eran niños.

—No va a resultar, Jocoque. Quítate de ahí para que pueda sacar el coche.

—¿No va a resultar, qué, pinche Neto? Si ni siquiera has visto nada.

—No importa. Lo que sea. No va a resultar.

Ernesto se vio pagando las consecuencias de haberse involucrado en la 3) Agencia de Vigilancia Discrecional de Familiares (“Piénsalo, güey, ¿qué padre no quisiera hacer vigilar a sus hijos o a su esposa sin que éstos lo sepan?”).

—Esta vez sí va a resultar.

—Ya una vez pasaste dos días en chirona, cabrón. Por seguir a una escuincla de dieciséis años un día entero.

—Era una buena idea. Y yo no sabía que el papá se iba a hacer pendejo con la policía.

—Yo te tuve que sacar del tambo.

—Sí, pero te pienso pagar algún día.

—Quítate, pinche Jocoque. Déjame pasar.

—Esta vez es distinto. Te lo juro. Por nuestra madrecita.

—…

—Está bien. No por nuestra madrecita. Pero sí por alguien que quieras mucho.

Igual Neto habría metido el clutch, puesto primera, sacado el auto y hasta habría terminado sintiéndose mejor al pasar por encima de su hermano, librando así al mundo de sus geniales ocurrencias. Pero entonces fue que se decidió a girar el cuello y obsequiarle una mirada. Se dio cuenta enseguida de que el menor de los Oroprieto Laguna no las tenía todas consigo. Si hubiera tenido que adivinar, Neto habría afirmado que su hermano llevaba tres meses sin ir al peluquero y dos semanas sin rasurarse ni cortarse las uñas. Y tal vez dos días sin dormir. El aroma de la ropa deportiva que llevaba puesta tal vez sólo delatara unos tres días de llevarla encima, pero era evidente que hasta le servía de pijama.

—Chale —resopló Neto apagando de nuevo el carro—. De todos modos tengo que pasar al baño.

Se bajó y azotó tres veces la portezuela, porque no siempre agarraba a la primera. Recordó el momento en el que, en 1990, compró la Golf como si fuese el primero de los veinte carros que habría de tener a lo largo de su vida. ¿Por qué en cinco años se había convertido en una miserable carcacha? ¿Por qué, en menos, el país se había convertido en otra miserable carcacha?

—No te vas a arrepentir. O que me cargue el demonio.

—Mejor deja al demonio fuera de esto, cabrón. Echo una meada y me largo.

Entraron al edificio de paredes despellejadas y grafitis indecentes al que, de todos modos, echaban llave de doble vuelta los vecinos: no fuera a ser que, aparte de fregados por el gobierno, fregados por las ratas del rumbo. Jocoque cerró la pesada puerta de metal y luego marcó el rumbo, subiendo por las escaleras que conducían al pasillo del primer piso.

—¿Ya no estás vendiendo tiempos compartidos? —le preguntó Ernesto.

—…

—Que si ya no estás vendiendo tiempos compartidos.

—…

—Contéstame, güey.

Se hizo evidente no sólo que Jocoque guardaba silencio sino que se cubría con el cuerpo de su hermano al pasar frente a los departamentos.

—¿Qué te pasa, cabrón?

—Es que ya debo cuatro meses de renta —respondió en un susurro—. Y ya ves que la del 101 lleva la administración.

—O sea que ya no estás vendiendo tiempos compartidos, supongo. Ni tampoco Avon. Ni suscripciones a revistas ni el cuerpo ni nada.

—Tú también has de estar rascándote las bolas en tu casa y yo no te estoy chingando.

Ernesto se detuvo en el inicio de las escaleras para ir al segundo piso. Lo miró con un principio de encono. De ojos rasgados, nadie habría podido jamás adivinar que era hermano de Jocoque, moreno como la noche. Alguna vez, antes de salir de San Pedrito, habían deducido que los padres de uno seguramente habían sido coreanos. O tal vez japoneses, para lo que importaba. Y, del otro, en cambio, indios. De la India. Porque, a pesar de ser moreno como la noche, tenía los ojos enormes y el cabello encrespado. Y no sería ni la primera ni la última vez que se dieran de moquetes en el principio de una escalera, de ser necesario.

—No te metas conmigo, cabrón. Cada uno hace lo que puede.

—Pues eso.

—Pues eso.

Siguieron andando y de nuevo fue evidente que Jocoque se ocultaba de alguna posible mirada furtiva que surgiera de las puertas de ese segundo piso.

—¿Y ahora qué?

—¿Te acuerdas de Lulú, la del 202, con la que andaba?

—No. Y no quiero saber.

—Me cachó con su hermana.

Llegaron al fin al tercer piso. Al 301. Y ahí fue donde Jocoque volvió a ese estado de ánimo que lo había llevado a llamar a su hermano unas tres horas antes para pedirle que fuera a su casa enseguida y asegurarle que esta vez iba en serio. Neto detectó, al instante, esa chispa con la que, desde que era niño, conseguía el maldito salirse siempre con la suya. Excepto con Mamá Oralia, claro.

—Me vas a amar después de esto —dijo Jocoque al extraer de la bolsa del pants un llavero con un baloncito de futbol y una sola e insignificante llave para una chapa igual de insignificante. El más novato de los cerrajeros habría dictaminado que tal cerradura servía, apenas, para detener el aire.

—Me prestas el baño y me largo. A eso subí, ni te hagas ilusiones.

—Cállate, Neto Patineto, me vas a amar. Ya te dije. Nada más me aguantas tantito.

Y dicho esto, abrió, se escurrió hacia dentro sin permitirle a Ernesto ningún movimiento, cerró la puerta de un trancazo.

—¡Oye! ¿Qué pedo contigo? —gritó el hermano mayor, repentinamente solo en el pasillo. Pero ya estaba la maquinaria andando.

—¡Aguántame tantito! Tengo que preparar un par de cosas antes.

A Ernesto volvieron los pensamientos ominosos. Con la vista en la naturaleza muerta (un palo dentro de una maceta terregosa) que adornaba el piso, el foco que colgaba con cables pelados del techo, la herrería oxidada y la vista de los tinacos del edificio de enfrente, volvió a pensar, puta madre, ¿qué chingados hago aquí?

Creyó recordar, mientras se sentaba en la opaca losa del pasillo, que también en las otras ocasiones su hermano había utilizado la misma artillería entusiasta. “Me vas a amar. Tal vez te deje fuera. Esta vez sí es la buena.”

Se dijo que, si se apresuraba en verdad, podría estar haciendo chillar las llantas de la Golf antes de que su hermanito se diera cuenta de nada. En realidad ni siquiera lo detuvo la curiosidad o la pereza de tener que bajar corriendo, sino el no tener con qué enfrentar a Macarena y su terrorífica lista de pagos pendientes. Extrañó el tiempo en el que fumaba.

Sin querer se miró en el reflejo de una vitrina con una enorme manguera enrollada que mostraba, con letras desgastadas sobre el vidrio: “Rómpase en caso de incendio”. No habían pasado ni dos años de cuando estaba haciendo planes con Maca y las niñas para irse de viaje a Disney World. Y ahora mírate, cabrón, tirado en el suelo del edificio más culero del mundo. Era una referencia ruin, desde luego. Pero le parecía que el simple hecho de estar ahí —de nuevo— era como volver a tocar fondo. Porque él había estudiado hasta donde pudo. Y trabajado desde el primer semestre de la carrera. Y en cambio Jocoque ni una ni otra. Y ahora eran tan equiparables como si en verdad se merecieran idénticos futuros. Y no era justo. Y pinche vida de mierda.

Y jodida crisis.

—¿Qué tanto haces allí dentro, güey?

Hacía dos años que contemplaba Paseo de la Reforma desde el piso diecinueve de su oficina, traje y corbata y vacaciones de veinte días por año. Y ahora… como una caricatura, llevaba el mismo traje y la misma corbata pero tenía vacaciones de por vida, sin goce de sueldo. Y estaba tirado en el cochino piso del edificio más culero del mundo.

Okey, sí, pero…

¿Y qué tal que, en verdad, esta vez Jocoque…?

No. Era absolutamente imposible. Por eso se puso en pie y se dijo que podía llegar fácilmente al auto en menos de dos minutos.

Cuando Jocoque abrió la puerta, lo sorprendió dando la vuelta a la escalera.

—Chingada madre, qué poca confianza, cabrón.

—Ya, ya… —dijo Ernesto, volviendo sobre sus pasos—. También te tardas un montón.

Jocoque bloqueaba la entrada con su cuerpo. En sus ojos, esa maldita chispa.

—¿Por qué tanto pinche misterio? —soltó Ernesto, sintiendo que el alacrán de la curiosidad ahora sí que le sacaba una roncha mortal en el cuello.

—Porque vale la pena. Y porque me vas a amar. Hasta me vas a perdonar todas las que te he hecho.

—La de Leti Covarrubias jamás.

—Éramos unos escuincles. Además, ya te he dicho un millón de veces que ella fue la que me invitó al cine. Y una cosa llevó a la otra. Y ni besaba tan rico.

—Ya, quítate.

Lo empujó para poder entrar. Y tuvo que admitir, en un parpadeo, que la espera había valido la pena. Y mucho. Aunque es verdad que no entendió, en principio, ni medio carajo.

Entre el mugrero particular de alguien como Jocoque, que había vivido solo desde los diecisiete años, entre ropa sucia, discos de vinil y casetes, tres sofás llenos de lamparones, pósteres de Samantha Fox y conciertos de Kiss, una tele minúscula prendida en el canal Cinco y una jaula que alguna vez (probablemente en los años ochenta) había ocupado un perico, se encontraba, como si estuviera a punto de dar la bendición urbi et orbi desde su balcón en Roma, nada más y nada menos que…

El papa.

Ahí. Sin más. Con los brazos levantados de palmas hacia arriba, invitando a la oración. En su atuendo blanco tan particular, portando el solideo blanco en su cabeza llena de cabellos blancos. Tan blanco él como el blanco resplandor que produjo en el interior de Ernesto y que lo dejó ciego de blancura por un instante. El sumo pontífice. El obispo de Roma. El mero mero. El jefe de jefes. El no va más de la iglesia católica. Su santidad.

El papa.

Fueron entre cinco y diez segundos en que todos los trenes de pensamiento saturaron la red ferroviaria neuronal de Ernesto. ¿Era una figura de cera? ¿O el verdadero papa? ¿Y qué hacía ahí, en el edificio más culero del mundo? ¿Lo habrían secuestrado Jocoque y su banda internacional de plagiarios? ¿Eso es lo que les habría de resolver para siempre los problemas monetarios? ¿Y exactamente de qué manera? ¿Qué carajos estaba pasando? ¿Despertaría en ese momento de tan bizarro sueño o esperaría a que irrumpieran la Pantera Rosa y María Félix?

De pronto, a una seña de Jocoque, aun en el quicio de la puerta, el mismísimo santo padre abrió la boca, sin dejar su incómoda postura de efigie, para decir:

—“México, siempre fiel.”

Dicho esto, bajó los brazos y, sin agregar más, se dirigió a la cocina. Abrió el refrigerador. Sacó una de las cocas frías que recién había traído Jocoque. La destapó y se bebió la mitad antes de ir a uno de los sofás para sentarse a ver la tele.

—Bueno. Todavía hay que trabajar un poco en la voz —dijo Jocoque apartándose de la puerta, cerrándola y yendo también por otra Coca-Cola, misma que destapó y alargó a Ernesto, aun tratando de sacar conclusiones. Jocoque abrió su propio refresco y se sentó en una de las sillas plegables de eso que él llamaba comedor, recargando las manos en la media mesa de ping-pong que le servía para tomar sus alimentos.

—Okey. Tengo que admitirlo. Estoy impresionado. Pero sigo sin entender un pito —confesó Neto sentándose en cámara lenta en otra silla plegable que, por cierto, al igual que las otras cuatro sillas, no hacía juego con el resto.

—Lo conocí en el pesero. Se llama Pancho Kurtz y aunque tiene el genio un poco atravesado es buen tipo. ¿Verdad, don Pancho?

—Ya me debes treinta nuevos pesos, bebé —gruñó el señor, quien ya se había despojado del solideo, que en realidad era un pañuelo recortado en círculo y del resto de la investidura papal, que en realidad era una sábana que Jocoque se había robado del tendedero de la del 403. Con todo, la impresión de estar viendo a Juan Pablo II frente a la tele y tomándose una coca seguía siendo exacta.

—De veras —soltó Jocoque—. Le prometí treinta pesos por el numerito que te acabo de montar. ¿Me prestas?

—Es impresionante. Es igualito. ¿En serio andaba en el pesero así, como si nada?

—Sólo que con bigote y el cabello hasta acá —respondió Jocoque—. Ya ves que hay dos cosas a las que nadie me gana. A tragón y fisonomista. Así que le propuse el negocito y aceptó.

—¿Y usted ya sabía que es el doble del papa, señor Kurtz?

—¿Yo? Nunca —respondió el abuelo sin quitar la vista de un comercial de cerveza Superior en la tele—. Si ayer era el doble de Pedro Infante, pero quién sabe qué pasó hoy que amanecí con esta cara. A ver si mañana no me toca ser Bill Clinton.

—Te dije que tenía el genio medio atravesado —intervino Jocoque.

—¿Por qué crees que he usado bigote o barba o los dos prácticamente desde el 80? —insistió el abuelo—. Pero es cierto que necesito el dinero. Así que… decídanse porque tengo cosas que hacer.

Ernesto notó que flotaba en el ambiente una cierta tensión. ¿Cómo se podía hacer dinero con el papa en tu poder? Dio un largo, largo trago a la coca fría. Como si supiera que era lo único bueno que sacaría de ese día lleno de absurdas contrariedades.

El sucesor de la silla de san Pedro apóstol soltó un eructo contenido. Seguramente, a su edad, sería víctima de potentes agruras y otros endemoniados malestares estomacales.

Ernesto detectó al instante el momento exacto en el que, de acuerdo con el guion habitual, Jocoque diría: “Piénsalo, güey…”.