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AÑO DE FUEGOS

Alberto
Vázquez-Figueroa

A la memoria de Monseñor Óscar Arnulfo Romero

CAPITULO I

La claridad del alba se dibujaba en el horizonte permitiendo distinguir un ángel roto, cruces, viejas lápidas con borrosas fotografías, farolas en desuso y marchitas coronas de flores que en otro tiempo adornaron las tumbas del pequeño cementerio que se alzaba en la cima de una desolada colina.

Al poco, esa primera luz difusa contribuyó a permitir percibir los desencajados rostros de seis temblorosos muchachos alineados contra una pared de ladrillos que observaban con los ojos casi fuera de las órbitas al pequeño pelotón que cargaba sus armas.

En un extremo de ese muro se distinguía un enorme cartel con la foto de Alejandro Ochoa, un hombre de expresión firme y rostro ascético:

«BIENVENIDO MONSEÑOR»

Sobre la imagen resonó imperativa la voz de un oficial:

–¡Preparados!

Tres muchachos lloraban, dos de ellos cerraron los ojos, y solo uno se mostró firme mirando directamente a sus verdugos con expresión retadora.

–¡Apunten!

El disco del sol hizo su aparición, lanzó un primer rayo sobre el grupo de condenados, y como si esa fuera la señal convenida, el oficial gritó:

–¡Fuego!

Se escuchó una descarga, los reos rebotaron contra el muro y acabaron rodando los unos sobre los otros.

Impasible, confiando en sí mismo y sin moverse de su sitio, el oficial desenfundó su revólver y disparó a las cabezas de los ejecutados que aún se agitaban.

Concluida su labor dio media vuelta y se alejó colina abajo seguido por su avergonzada tropa, y mientras se alejaba arrancó parte del cartel de tal modo que únicamente quedó visible parte de la fotografía.

A los pocos minutos, cuando apenas habían desaparecido por el senderillo que se adentraba en un espeso bosque, un anciano sacerdote y tres religiosas surgieron de entre la espesura e iniciaron un trabajoso ascenso por el empinado sendero que se abría paso a través de un inmenso vertedero de oxidados televisores, consolas, ordenadores y teléfonos móviles.

Cuando desembocaron frente a la colina en cuya cima se alzaba el cementerio se detuvieron, como si les asustara lo que iban a encontrar, pero al fin decidieron correr pendiente arriba.

Fueron las mujeres, mucho más jóvenes, las que llegaron en primer lugar, y por un momento permanecieron inmóviles, como nuevas estatuas de los deteriorados mausoleos, impresionadas por el macabro espectáculo que significan seis ensangrentados cuerpos de adolescentes sobre los que comenzaban a zumbar las moscas.

–¡Dios bendito! ¡Pobres muchachos...!

Al poco el jadeante sacerdote se arrodilló junto a los cadáveres comenzando a trazar la señal de la cruz sobre sus frentes mientras las religiosas se cercioraban de que no había supervivientes, aunque de improviso la más joven se inclinó sobre uno de ellos y al poco se tumbó sobre él con el fin de pegar su oído al pecho.

Cuando alzó el rostro su hábito aparecía rojo de sangre, pero sus ojos brillaban de alegría:

–¡Está vivo...! –exclamó–. ¡Está vivo…!

Inmediatamente sus acompañantes acudieron a su lado y la más anciana extrajo de un maletín un estetoscopio, se lo ajustó con ademán experto, auscultó el pecho del herido y al fin asintió convencida:

–Es apenas un soplo, pero vive.

–¿Podríamos salvarle?

–No lo sé porque ha perdido mucha sangre. Corra al hospital y pídale a la doctora Ojeda que venga.

–Pero la doctora Ojeda es dermatóloga. ¿No sería mejor que viniera el doctor Menéndez?

–El pobre doctor tardaría dos horas en el caso de que consiguiera llegar sin que le diera un infarto. Corra cuanto pueda, que Dios le acompañe y ni una palabra a nadie porque si esos canallas se enteran volverán a rematarle.

La joven monja echó a correr tropezando y volviéndose a levantar mientras atravesaba el gigantesco vertedero, pero en cuanto se internó en el bosque advirtió que las faldas se le enganchaban en las zarzas y las ramas, por lo que tras luchar por liberarlas y encontrarse a los pocos metros con el mismo problema optó por deshacerse de los hábitos y continuar su carrera en ropa interior.

Al cruzar por un claro, un muchacho que se sentaba sobre un viejo ordenador destripando otro se quedó estupefacto con un montón de cables en la mano, y en cuanto la religiosa desapareció en la espesura agitó negativamente la cabeza creyendo que había sido víctima de una alucinación.

***

–Entiendo tus quejas y admito que la represalia ha sido excesiva, pero no soy yo quien debe controlar al Ejército, dado que se supone sois un país libre, independiente y democrático.

–Pero la mayoría de los oficiales no obedece las órdenes de sus superiores, sino las de tus asesores.

–¿Y me culpas por ello? –fingió escandalizarse Michael Fleischer mientras rellenaba una copa de coñac y humedecía la punta de un habano–. ¿Estamos financiando al Ejército que os permite manteneros en el poder y nos acusas porque se limita a hacer su trabajo? No es serio, Manuel. No es serio.

–¡Oh, vamos! No sigamos fingiendo –le rogó su interlocutor visiblemente molesto–. Lo único que te pido es que no se derrame tanta sangre. Da mala imagen.

–¿Y de quién es la culpa? –quiso saber su flemático interlocutor–. Como gobernador y máxima autoridad de Malamar, firmaste un contrato por el que se nos permitía levantar un «Centro de Investigación y Recuperación» en la isla. No obstante, en cuanto nuestros camiones cruzan el puente los incendian.

–Pero es que ese pomposamente autoproclamado «Centro de Investigación y Recuperación» no es más que un vertedero en el que almacenáis material contaminante.

–Cierto, pero cada camión cuesta dinero y los rebeldes ya han apaleado a media docena de conductores prometiéndoles que arderán junto a su carga si vuelven a poner los pies en la isla. ¿Es esa forma de cumplir un trato?

–Tampoco lo es fusilar muchachos.

–Pues deberías poner orden en tu casa. Malamar es un asco; no tiene ni tan siquiera un puerto decente en el que descargar contenedores y no produce alimentos ni cualquier otra cosa que amerite su existencia exceptuando una fábrica de productos químicos que debería haberse cerrado hace treinta años.

–Pertenece a los Salazar –le hizo notar el gobernador Soria en un tono que parecía indicar que el mero hecho de nombrar al difunto dictador ponía fin a cualquier tipo de discusión.

–Lo sé, pero aparte de esa maldita fábrica no hay más que putas montañas, jodidos barrancos y lluvias torrenciales. Ni siquiera vale la pena explotar los bosques porque cuesta más transportar la madera que lo que pagan por ella. Lo único que esta isla exporta es pescado seco y tabaco de pésima calidad, por lo que lo lógico y sensato es vaciarla y convertirla en vertedero. El que se quiera quedar que se quede, pero ateniéndose a las consecuencias.

–El presidente se niega –le hizo notar su interlocutor–. Le haría perder las elecciones.

–Ese es vuestro problema, no el mío –Michael Fleischer parecía dispuesto a defender sus intereses costase lo que costase, por lo que añadió–: Tu presidente, Cristian Narbona, tiene muy poco de cristiano y mucho de Narbona. Fue quien nos hizo venir, quien te ordenó firmar ese contrato y quien más se beneficia, por lo que si no nos garantiza la seguridad de nuestro personal, dejaremos de financiarle y veremos cómo se las arregla.

–Eso suena a amenaza.

–No es que suene amenaza; es que lo es.

–No nos gustan las amenazas.

–Lo comprendo pero pretendéis tener un ejército de mercenarios y disfrutar de coches oficiales, televisores, ordenadores o teléfonos móviles y que lo paguen otros. ¿Te parece justo que además tengamos que almacenar todo esos trastos cuando ya resultan inservibles? ¿Por qué? ¿Qué nos estáis dando a cambio?

–Admito que no mucho, pero son productos tóxicos que están contaminando aún más el río, los casos de cáncer se disparan, y ya se han producido demasiadas muertes. Sobre todo de niños.

–Lo lamento; de veras que lo lamento –el hombre que seguía fumando impasible su imponente habano parecía sincero, pero continuaba sin ablandarse–. Me encantan los niños y disfruto tanto como ellos cuando vienen a ver mi museo de «La Guerra de las Galaxias», pero trabajamos para quienes necesitan librarse de un grave problema. No obligamos a nadie a aceptar nuestras condiciones, pero quienes las aceptan saben el peligro que corren.

–No imaginábamos que fuera tanto.

–Pues lo es. El día que Donald Trump decidió abandonar el acuerdo sobre el cambio climático provocó que países que estaban comprometidos con el medio ambiente se replanteasen la cuestión alegando que si el mayor contaminador dejaba de colaborar no existía razón para que ellos continuaran haciéndolo.

–Lo recuerdo –aceptó de mala gana el gobernador de Malamar.

–Incluso un representante escandinavo se atrevió a comentar: «Si el que más caga ni siquiera tira de la cadena, no seré yo quien limpie su mierda».

–Altamente expresivo.

–Lo que importan no son las palabras sino la sinceridad –fue la seca respuesta–. Empresarios y votantes de medio mundo están de acuerdo a la hora de considerar que lo que es bueno para los americanos también debe serlo para ellos, y por lo tanto no moverán un dedo ni gastarán un céntimo por evitar el deterioro del planeta. Esa será una parte importante de la herencia de Trump.

–Siempre se pretende culparle de todo.

–Y resulta absurdo; el mundo ya estaba corrompido cuando él nació y por lo tanto no es la semilla de la que surgió un árbol ponzoñoso sino el último fruto de un nuevo árbol mucho más ponzoñoso.

–Curiosa definición.

–Pero acertada. Y lo malo es que tanto tú como yo debemos admitir que medramos a su sombra y de la manera más detestable puesto que cuando la corrupción afecta a edificios, carreteras, trenes o aeropuertos, es maligna, inmoral y canallesca, pero se limita a una simple cuestión de dinero. Sin embargo, cuando afecta al medio ambiente va mucho más allá, puesto que pone en riesgo la salud de millones de personas.

Quien le escuchaba se vio obligado a reconocer que tenía razón puesto que como gobernador de la isla sabía mejor que nadie que en otros tiempos Malamar había sido un lugar tranquilo y próspero gracias al café, el tabaco y una poderosa industria de salazón basada en que el generoso mar circundante proporcionaba una materia prima de primerísima calidad. No obstante, con el final de la colonia llegaron las dictaduras, y el general que se sentó en el sillón presidencial a mediados del siglo veinte, Leoncio Salazar, no tuvo mejor ocurrencia que construir un largo puente que la uniera al continente y montar una fábrica de productos químicos a orillas del único río que la atravesaba. De ese modo se aseguró el futuro y el sus descendientes, pero la gran cantidad de mercurio, radio, metales pesados y compuestos órgano-clorados que la fábrica arrojaba al cauce acabaron, no solo con los mejores cafetales, sino que provocó incontables enfermedades que afectaban a las plantas, los animales y los seres humanos.

–Por desgracia tienes razón –admitió de mala gana–. En sesenta años hemos perdido casi una tercera parte de nuestros habitantes, pero los que no han emigrado siguen pensando que lo único que ha destruido Malamar –y que continuará destruyéndola– es el progreso. Nos han convertido en el lugar del mundo con más pacientes de cáncer por número de habitantes y los que pudieron abandonaron la isla, pero los que nos quedamos nos hemos resignado a la idea de que más vale arriesgarse a morir de cáncer en tierra propia que morir de hambre en tierra extraña.

–Pues a mi modo de ser se trata de una pésima decisión –fue la convencida respuesta del inmutable Michael Fleischer–. Hasta el más inepto es capaz de encontrar un pedazo de pan que acabe con el hambre, pero ni los científicos más inteligentes son capaces de encontrar un remedio que acabe con el cáncer.

***

Los techos rezumaban humedad, los baños aparecían rotos, las ventanas cubiertas con periódicos y las camas amontonadas en los pasillos, junto a simples jergones sobre los que se hacinaban hombres, mujeres y niños, por lo que llamarlo «hospital» constituía una broma de mal gusto, puesto que se trataba de un vetusto caserón desconchado y apuntalado aquí y allá, una caricatura de edificio deprimente y tétrico que amenazaba ruina y en el que de mala manera habitarían las bestias y menos aún debería encontrarse habitado por seres humanos.

Se trataba de un lugar dantesco; un mundo de pesadilla donde un pequeño grupo de religiosas, el achacoso doctor Menéndez, la hiperactiva dermatóloga y tres enfermeras intentaban paliar los sufrimientos de tanto desgraciado.

El viejo sacerdote consolaba a un herido y una mujerona daba instrucciones en la cocina tratando de hacer milagros a la hora de alimentar a tanta boca hambrienta, mientras un muchacho le limpiaba el rostro a una anciana que escupía sangre.

La joven monja que había corrido semidesnuda por el bosque y el vertedero se ocupaba ahora de atender a un grupo de niños de cabezas afeitadas y piel amarillenta.

Se advertía cansancio, desaliento y casi desesperación en los rostros y no era para menos ya que se sabían totalmente desbordados por el exceso de trabajo y la carencia de medios.

Tres de los niños tosían constantemente. La doctora Ojeda comprobó a simple tacto que su fiebre era alta, alzó el rostro y distinguió a la incansable Madre Teresa que hacía su aparición al fondo de la sala e inquirió:

–¿Qué se sabe del camión de suministros?

–Nada.

–¡Pero tenía que haber llegado hace tres días!

–Si no lo han interceptado los soldados o los guerrilleros, no lo ha requisado el gobernador o el conductor no ha decidido vender la mercancía y desaparecer.

–¿Y qué vamos a hacer si no llega?

–Rezar.

Violeta Ojeda siempre había sido una mujer pragmática y aunque sabía muy bien que aquella era la única respuesta válida, se negó a aceptarla.

–No es tiempo de rezar, Madre –señaló–. Los niños no se van a curar con rezos. ¡Necesitamos esos suministros!

–¿Cree que no lo sé? –fue la áspera respuesta–. ¿Pero qué podemos hacer? Si hubiéramos pedido ametralladoras o misiles ya los tendríamos, pero tan solo hemos pedido alimentos y medicinas.

–¿Y cuánto podremos resistir si no llega el camión?

–¿Resistir? –se asombró la religiosa indicando con un amplio gesto a su alrededor–. Yo con un pedazo de pan resisto lo que quiera, pero dígaselo a ellos; están enfermos, y apenas quedan analgésicos ni antibióticos.

***

CAPITULO II

Guzmán, un hombrecillo escuálido al que se diría eternamente malhumorado, precedía a la doctora Ojeda sosteniendo un quinqué que apenas alumbraba el camino, abriéndose paso por entre plantas de tabaco colgadas a secar en tendederos, lo que le obligaba a agacharse o a saltar sobre un palo demasiado alto.

Al poco apartó una especie de pared de hojas secas y permitió que su acompañante penetrara en un minúsculo cubículo en el que apenas había espacio para un camastro.

Sobre él, profundamente pálido y ojeroso, se encontraba el muchacho que había sobrevivió a la ejecución y que guiñó los ojos deslumbrado por la luz, pero que en cuanto se hubo acostumbrado se esforzó por sonreír.

–Gracias por venir… –musitó con apenas hilo de voz.

–No tienes por qué darlas –le respondió la recién llegada–. ¿Cómo te encuentras…?

El aludido se limitó a encogerse de hombros.

–¡Vivo..! Y con dos balas en el cuerpo ya es mucho
–hizo un leve gesto hacia el hombrecillo–. Guzmán me ha dicho que se lo debo a usted.

–Era mi obligación.

El herido negó convencido.

–No lo era, y si los militares se enteran tomarán represalias.

–¿Y cómo van a enterarse? Oficialmente Óscar Gálvez ya no existe puesto que le enterraron junto a sus compañeros –hizo una pausa antes de añadir con manifiesta curiosidad. ¿Eran auténticos rebeldes?

–Creo que dos lo eran; los otros no.

–¿Tú eres rebelde?

–Nunca lo he sido, pero en cuanto salga de aquí lo seré porque si vuelven a fusilarme será con razón. Antes me habré cargado a unos cuantos hijos de puta. ¡Perdón por el lenguaje!

La dermatóloga, que había tomado asiento al borde del catre mientras Guzmán colgaba el quinqué de un clavo y se alejaba por donde había venido, negó con la cabeza, recriminándole.

–No debes disculparte por el lenguaje, sino por las ideas. No te hemos salvado para que te dediques a matar soldados. Tan solo obedecen o también los fusilan. Debes olvidar esos deseos de venganza.

El muchacho giró el rostro mostrando la mejilla en la que se distinguía una profunda cicatriz.

–¿Cree que podré olvidarlo cada vez que me mire a un espejo? –quiso saber–. Yo lo único que hacía era pegar carteles protestando porque nos están envenenando con tanta basura tóxica. ¿Basta eso para fusilar a alguien?

–No, pero peor sería que condenaras tu alma por una inútil ansia de venganza.

–¡No me hable del alma, doctora! Ni de condenación eterna porque esos soldados saben que están defendiendo a unos tiranos. Todo el que no deserte, merece la muerte.

Violeta Ojeda permaneció un largo rato cabizbaja y al fin, con innegable pesar, señaló:

–No he venido a discutir. Me encuentro agotada y asustada porque en el hospital se amontonan los problemas y la única alegría que he tenido últimamente es saberte vivo. ¡Por favor! No me la estropees.

–Pues lamento hacerlo, pero lo cierto es que mientras usted se sacrifica y trabaja tanto, Dios descansa.

***

Una luz blanca penetraba por las ventanas de la destartalada capilla ante cuya imagen de la Virgen de los Desamparados se amontonaban las flores silvestres y titilaban dos lamparillas de aceite.

La Madre Superiora se había quedado dormida sentada en el primero de los bancos por lo que la doctora Ojeda se acomodó a su lado y la rozó levemente.

–¡Madre Teresa!

La anciana abrió los ojos instantáneamente, tal como suelen hacerlo las personas acostumbradas a ser despertadas en mitad de la noche.

–¿Qué ocurre?– inquirió.

–Tres niños han empeorado. ¿Qué pasa con el camión?

–El gobernador lo ha requisado, ha entregado una parte del cargamento al Ejército y está vendiendo el resto en el mercado negro.

La noticia cayó como un mazazo.

–No es justo. ¡Ese camión nos lo ha enviado la Cruz Roja! ¡No pueden quitárnoslo!

–Ha declarado el «Estado de Excepción» por lo que pueden hacer lo que quieran, requisar, robar o asesinar –la religiosa se volvió a mirar a quien la había despertado y se advertía una profunda tristeza en sus ojos.

–¿Por qué viniste aquí, hija mía? –quiso saber–. Tienes toda una vida por delante, y te has metido en el infierno.

–Aquí es donde me necesitan. Como a usted.

La anciana extendió la mano y le acarició levemente la mejilla.

–Pero yo soy vieja, entregué mi vida al Señor y estoy curtida en esto. Tú eres muy joven y vas a sufrir demasiado.

Se arrodilló y haciendo la señal de la cruz comenzó a rezar.

Violeta Ojeda la observó, incrédula, porque sabía que había otras cosas mucho más urgentes que hacer, pero, sin mirarla, la anciana, señaló:

–¡Arrodíllate y reza, hija! Sé que eso no nos devolverá el camión, pero tal vez nos ayude a conseguir otro. En cuanto acabemos iremos a reclamarle al sargento Mendoza.

–Es una bestia parda.

***

El sargento Mendoza era en verdad una bestia parda de ojos grises y rostro impenetrable que negó con rudeza:

–Lo siento, pero sin una orden firmada por el coronel Robles nadie tocará un garbanzo.

Madre Teresa y Violeta Ojeda, que habían tomado asiento en el centro de un almacén repleto de cajas de víveres, ropas y medicinas protestaron.

–¡Pero no podemos esperar a que el coronel regrese! Tres niños se están muriendo.

–La culpa es suya. Cuando los curas y las monjas se comportaban como debían, estas cosas no ocurrían.

–«Cuando los curas y las monjas se comportaban como debían», los campos se sembraban de patatas y tomates, no de chatarra tóxica.

–¿Y en qué universidad obtuvo el título de licenciada en chatarra tóxica? –fue la irónica pregunta.

–En un hospital en el que la mayoría de los pacientes mueren de cáncer y le garantizo que no existe mejor universidad. ¿Cuánto tardará el coronel?

–Puede que una semana; puede que dos. Está arriba, en las montañas, cazando rebeldes.

–¿Y si traemos una orden del gobernador?

–Yo no recibo órdenes más que del coronel.

–Pero…

El sargento de los ojos que parecían de acero negó de nuevo con un gesto autoritario que no dejaba lugar a dudas:

–¡Escúcheme bien! Ya le he dejado claro que no me gustan las monjas.

–Yo no soy monja. Soy médico.

–Me importa un carajo, y lo mejor que pueden hacer es dejar que resolvamos nuestros problemas y regresar a su país, el que quiera que sea, antes de que nos veamos obligados a deportarlas. El coronel me dio una orden directa y a ella me atengo.

–¿Sin importarle la vida de esos niños?

–Los soldados a los que matan los rebeldes también son casi unos niños y nadie me garantiza que no van a emplear esas medicinas en curar rebeldes para que continúen matándonos.

***

Se escuchó una ráfaga de ametralladora, un alarido y un soldado cayó hacia atrás. Nuevos disparos surgieron de entre los árboles puesto que se estaba produciendo una refriega en la que se enfrentaban un batallón de militares y un grupo de rebeldes que les habían tendido una emboscada al borde de una minúscula carretera.

En principio, se diría que los atacantes llevaban la mejor parte, pero pronto, y bajo las órdenes de un oficial que dictaba sus instrucciones con un marcado acento cubano, tres hombres emplazaron dos ametralladoras y un pequeño cañón de tiro rápido, por lo que los guerrilleros comenzaron a retirarse llevándose con ellos a sus heridos.

A los pocos minutos, cuando apenas comenzaba a renacer la calma, en la curva apareció una cochambrosa y sobre todo ruidosa camioneta que avanzaba a duras penas.

Un soldado disparó su metralleta y el viejo Guzmán, que conducía, frenó bruscamente corriendo el riesgo de volcar.

Junto a él la doctora Ojeda se aferraba a donde podía.

El militar se aproximó con el subfusil aún amartillado, se cercioró de que no había armas a la vista y se encaró a Violeta Ojeda.

–¿Qué hacen aquí? El paso por esta zona ha sido restringido.

–Buscamos al coronel Robles.

–¿Para qué?

–Necesito que firme una orden para que nos devuelvan unos medicamentos.

–¿Unos medicamentos? –se escandalizó el otro–. ¿Se mete en plena línea de fuego para que le firmen un papel? ¿Se ha vuelto loca?

–No, aún no me he vuelto loca; es que tengo niños enfermos y mucha prisa. ¿Dónde está el coronel?

–Arriba, en el puesto de mando.

–¿Podemos pasar?

El interpelado la observó un instante y haciendo un leve gesto para que aguardase, avanzó unos metros hasta donde, apoyado en el motor de un vehículo, el hombre que había comandado el contraataque hablaba con un teniente.

Resultaba evidente que el teniente escuchaba con mucha atención por lo que Violeta tocó a Guzmán en el brazo mientras lo señalaba con un gesto.

–¿Quién es ese…?

–Uno de los cubanos que asesoran en la lucha antiguerrillera –le aclaró el viejo–. Supuestamente su misión es «aconsejar», pero en realidad son los que mandan. Y les gusta matar.

–Los aborrece, ¿no es cierto…?

–No a ellos, sino a lo que significan. Si lo que el gobierno gasta en armas y mercenarios lo gastara en cerrar la fábrica de productos químicos y construir un aeropuerto, no tendríamos problemas. Podríamos exportar pescado fresco porque este mar es muy rico, pero en lugar de progreso nos traen chatarra contaminante.

El soldado se aproximó de nuevo y negó con un gesto.

–¡No pueden pasar…!

–¿Por qué?

–Esto está infestado de rebeldes que los matarían antes de una hora.

–Ese es problema nuestro.

–Y nuestro. Si los mataran, los medios de comunicación afirmarían que lo hicimos nosotros, y si no los matan será porque simpatizan con ellos y en ese caso no debemos dejarles pasar. Lo comprende, ¿verdad?

–¡No! No comprendo que nadie sea tan injusto. Déjeme hablar con el cubano; puedo explicarle.

El rostro del soldado se transformó palideciendo.

–Escuche –la amenazó–. Nunca repita lo que ha dicho. ¿Está claro? Y ahora dé media vuelta, o me veré obligado a requisar el vehículo, tendrán que volver a pie y son ochenta kilómetros campo a través.

Se diría que Violeta aún pretendía protestar, pero Guzmán se mostró más lógico, le hizo un gesto para que se calmara, puso el motor en marcha, arrancó y virando en redondo se alejó carretera abajo.

***

El viejo hangar, herrumbroso, sucio y destartalado se encontraba ocupado por una vieja avioneta, igualmente herrumbrosa, sucia y destartalada.

Todo permanecía en unas penumbras que permitían distinguir piezas regadas por un suelo embarrado junto a papeles, botellas, latas, restos de comida y un mugriento catre sobre el que roncaba un hombre.

La pequeña puerta frontal se abrió con un chirrido permitiendo la entrada de un chorro de luz contra la que se recortó la silueta de Violeta Ojeda, que quiso saber:

–¿Hay alguien aquí?

El durmiente alzó el rostro visiblemente malhumorado:

–¿Qué coño pasa?

–Busco a Efraín Polanco.

–Soy yo. ¿Qué tripa se le ha roto?

Violeta avanzó con cierta prevención mientras el tal Polanco se sentaba en el catre. Se trataba de uno de los hombres más sucios que la doctora hubiera visto nunca, pues todo él aparecía cubierto por una capa de grasa que casi le hacía parecer negro, aunque en el centro de la cara brillaban unos ojos muy azules, y el cabello debió tener en su origen un color pajizo.

–Me han dicho que tiene usted una compañía aérea.

El mugriento personaje dejó escapar una agria carcajada, a la que le siguió un sonoro eructo.

–¡Esa sí que es buena! –exclamó–. ¡Compañía aérea! «Esa» es mi compañía aérea.

Señaló una casi antediluviana avioneta en cuyo costado podía leerse: «Fumigaciones Polanco y Cía» y volvió a reír:

–Como verá, es una empresa de altos vuelos.

–Dicen que usted es la única persona que puede ir y volver a la capital en el mismo día.

–Sí, desde luego. Desde que empezó el lío de la chatarra escasean los locos.

Se puso en pie, se refregó la nariz con el dorso de la mano, dejándose un nuevo tiznón de grasa, y de una nevera extrajo una lata de cerveza que abrió con una sola mano.

–¿Le apetece? –ofreció.

–No, gracias. ¿Podría volar a la capital y traer unas medicinas?

–¿Qué hora es?

–Las nueve.

Polanco meditó unos instantes y al rato asintió mientras parecía sumar con los dedos.

–La marea bajará dentro de una hora, emplearé casi otra en la ida, por lo que, calculando el tiempo de ir a la farmacia así como el viaje de vuelta con el viento de cola, calculo que podría llegar con la nueva marea baja.

–¿Y qué tienen que ver las mareas con los aviones?

La respuesta vino acompañada de una patada a las ruedas del aparato.

–¡A que esto no es un hidroavión, señorita! Cuando salga fíjese en la anchura de esa playa y en la fila de árboles; si la marea está alta no me queda espacio para despegar, y mucho menos para aterrizar.

–Entiendo. ¿O sea que podría hacerlo?

–Podría, pero le costará tres mil dólares.

–¿Tres mil dólares? –se escandalizó ella.

–¡Naturalmente! ¿O cree que voy a arriesgarme por menos? En ocasiones los hijos de puta de las baterías de la costa se divierten disparándome alegando que me dedico al tráfico de drogas. Sé que no valgo mucho, pero ¿qué menos que tres mil dólares por la única vida que me queda?

La respuesta fue inapelable:

–No los tengo.

Pues si el hospital no tiene tres mil dólares, será porque algún obispo pedófilo se los ha gastado en sus vicios. Tiran millones y luego no tienen para pagar a un mísero piloto.

–El hospital está desbordado, el gobernador nos requisa los víveres y una niña está muy grave.

El grasiento piloto pareció ablandarse aunque no mucho. Había tomado asiento sobre una de las ruedas de su aparato mientras observaba con fijeza a su interlocutora.

–Ese Soria es un auténtico malnacido –admitió al fin–. Entre él, el coronel Robles y tres o cuatro más se están forrando a base de cubrir la isla con una alfombra de cacharros viejos. ¡Así es la guerra! ¡Unos mueren y otros engordan –hizo una breve pausa antes de inquirir–: ¿Cuánto podría conseguir? Si llega a los dos mil, haré el viaje, los invertiré en marihuana y se la venderé a los soldados. No me gusta traficar con drogas, pero las cosas se están poniendo muy difíciles. Tan difíciles que incluso se están muriendo los que no se habían muerto nunca.

–¿Cómo ha dicho?

–He dicho que se están muriendo los que no se habían muerto nunca. Un chiste tonto, pero que me hace mucha gracia. ¿Puede reunir esos dos mil?

Violeta dudó y estaba claro que no tenía ese dinero ni sabía de dónde obtenerlo.

–Puedo darle ochocientos y este reloj. Es de oro.

–No basta. Ahora todo el mundo vende sus joyas y los prestamistas ofrecen una miseria. ¿Qué más tiene?

–Nada.

–¿Está segura?

Ella asintió desalentada, por lo que el piloto se encogió de hombros mientras aplastaba la lata de cerveza y la arrojaba al otro extremo del hangar.

–En ese caso, no hay más que hablar –señaló convencido de lo que decía–. Dos mil dólares es mi último precio.

Violeta pareció comprender que la decisión era firme, por lo que hizo un gesto de resignación encaminándose a la salida.

–¡Gracias de todos modos!

–¡No hay de qué!

Cuando ya estaba a punto de abandonar el hangar, recortándose contra la violenta luz exterior, Efraín Polanco la detuvo.

–¡Espere un momento! –pidió–. Tiene algo más.

–¿Qué…?

–Un culo precioso.

–Perdón…

–Que tiene un culo precioso. Si lo añade al resto, hago ese viaje.

Violeta tardó en comprender; al fin la idea se abrió paso en su mente, y fue como un puñetazo que a punto estuvo de hacerle tambalear.

–Es usted un cerdo que vive, piensa y siente como los cerdos.

–Eso es algo que vengo oyendo hace años, pero este cerdo es el único que puede ayudarle, y ya sabe lo que le cuesta –hizo una malintencionada pausa antes de añadir–: Aunque si considera que su culo vale más que la vida de una niña, no es mi problema.

Violeta intentó decir algo; tal vez insultarle con mayor dureza, pero al fin optó por dar media vuelta y desaparecer.

Efraín Polanco sonrió divertido, regresó al camastro, recorrió con la vista la infinidad de fotografías de muchachas desnudas que adornaban el rincón del hangar y su mirada se detuvo en una de ellas que, arrodillada sobre una cama, mostraba en primer término un inmenso trasero.

Alzó la mano y lo acarició levemente.

–Así quisiera verte, bonita.

***