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AGRADECIMIENTOS


Reciban mi agradecimiento quienes se tomaron el tiempo para leer La guadaña antes de ser publicada. En especial las escritoras Eva Morgado, Alicia Medina y Helena Herrera, y el escritor Juan García Ro, Q.E.P.D. Gracias por sus valiosos aportes, que contribuyeron para lograr un satisfactorio resultado.

Vaya un reconocimiento a los miembros del Taller Literario CM, quienes con su interés por un sencillo cuento que les compartí, me motivaron a convertirlo en esta novela.

Doy gracias, también, al apoyo brindado por Aguja Literaria, en particular a su directora ejecutiva, Josefina Gaete, quien se encargó del diseño de tapas y hacer una publicación impecable, tanto en papel como en sistema digital. Y a sus editoras, Claudia Cuevas y Zorayda Coello, por sus diligentes revisiones al texto final.



A ALFREDO LEWIN LEÓN

Quiero dedicar este libro a un gran amigo;
hace pocos días inició ese misterioso y mágico viaje
del que no se regresa.


Sello_calidad_AL

PRIMERA EDICIÓN
Octubre 2019

Editado por Aguja Literaria
Valdepeñas 752
Las Condes - Santiago - Chile
Fono fijo: +56 227896753
E-Mail: contacto@agujaliteraria.com
Sitio web: www.agujaliteraria.com
Facebook: Aguja Literaria
Instagram: @agujaliteraria

ISBN: 978-956-6039-28-0

DERECHOS RESERVADOS
Nº inscripción: 309.793
Alfredo Gaete Briseño
La Guadaña

Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático

DISEÑO DE PORTADA
Imagen de Portada: Devonx (Licencia Estándar Shutterstock)
Diseño de Tapas: Josefina Gaete Silva





LA GUADAÑA

Alfredo Gaete Briseño

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XXXI


Los campanazos hacen que Margarita despierte de un salto. Con sigilo se asoma por la ventana, pero no ve a nadie.
“¿Lo habré soñado? ―Observa la campana y extrañada, se da cuenta de que está completamente quieta. Un escalofrío le recorre la espalda―. ¿Existirán las ánimas?”. Sacude la cabeza y se retira, pensando en ir a tomar una ducha para despertar bien y dejarse de andar imaginando cosas, después comer algo, y abocarse a la tarea de trasladar el último saco.
Luego de abandonar el baño y vestir su ropa interior, la campana vuelve a sonar. Margarita va nuevamente a la ventana y comprueba que esta vez, sí hay alguien parado frente a la puerta. Asoma la cabeza y parte del cuerpo, sin importarle mostrar con generosidad sus abultados pechos.
―¡Ya va, ya va! Un poco de paciencia, por favor.
Cuando llega a la planta baja, se dirige a la puerta de calle. Recién, entonces, al ver el sillón destrozado y el mueble trancándola, recuerda que Pedro la inutilizó. Entonces va a la cocina y sale por la de servicio. Después de contornear la casa, sorprendida se enfrenta a la figura que la espera.
―Estoy de franco, así que pensé que usted y yo podríamos… ―Sus ojos enfocan sin vergüenza el amplio escote de la enagua, luego recorren la delgada bata que la cubre, cuya transparencia permite admirar sin dificultad el contundente contenido.
―¿Y qué dirán sus superiores?
El recién llegado alza la vista, vuelve a observar el escote durante un par de segundos, y detiene los ojos frente a su cara.
―Ah, ese no es mi problema, allá lo que digan mi teniente o mi sargento, porque yo con mi vida privada hago lo que se me venga en gana.
―Ah, sí, ¿no?... Pero fíjese que no va a poder ser.
―¡Cómo! Pero si usted nos dejó bien invitados el otro día, y yo solamente estoy obedeciendo sus órdenes.
―Sí, claro, mis órdenes… ¿Acaso no le cansa andar obedeciendo órdenes todos los días, como para seguir haciéndolo en su vida privada?
―Bueno, viniendo de usted, que está cada día más preciosa…
―Bien adulador se me puso hoy día.
―Bueno, es del caso que no me gustaría quedar con los crespos hechos, como dicen, así que, si quiere entramos, aunque sea solo un ratito… No se va a arrepentir, se lo aseguro; en cambio, si me deja ir con tanta facilidad…
Margarita sopesa la situación y con rapidez llega a la conclusión de que es mejor dejar al funcionario contento, y además no arriesgarse a levantar sospechas. Se pregunta si el hombre irá solo para espiar o, por el contrario, con las mejores intenciones de calmar sus necesidades carnales.
―Está bien, que sea porque es usted, nomás. Pase por aquí, igual lo llevaré por atrás para que no lo vayan a pillar.
El carabinero sonríe con picardía.
―Ahora sí que nos estamos entendiendo, debo reconocer que es usted toda una dama.
―Gracias, venga entonces.
Al llegar a la puerta, una imagen en su mente la detiene abruptamente.
―Va a tener que esperarme un ratito aquí, querido. Altiro vuelvo a buscarlo. Mire por mientras los pajaritos. ―Sin decir más, entra a la cocina y cierra la puerta con llave. Corre a buscar una manta que tira sobre el destartalado sillón y regresa―. Ahora sí, y como caballero que es usted, no me haga preguntas. ―Le toma la mano y lo guía con rapidez hacia la escalera. Las manos del hombre se muestran anhelantes, y suben a tropezones.
―Pero mi carabinerito, no se urja tanto, si ya vamos, ya vamos…
Ingresan a la habitación y luego de entrar cierran la puerta.
Apenas quince minutos después, esta se abre y aparecen. La cara redonda del visitante, aunque roja, se muestra relajada y contenta, la de ella indica la preocupación que la embarga y lucha por disimular.
―No me ha dicho por qué está tan apuradita…
―Es que tengo algunas cositas qué hacer y las he postergado por usted, así que puede estar tranquilo y sentirse bien recibido.
―No, si tranquilo estoy; la que no está tranquila es usted. No entiendo por qué está tan apurada.
―Pero, aun así, puede ver que por usted he postergado todo.
―Pero por un rato bastante corto…
―Pero no sea malagradecido; vuelva mañana y podremos tener un continuará.
―Pero si mañana ya no estaré de franco, pues. Por eso el momento era ahora… Pero está bien, si usted no puede, de todas maneras, se lo agradezco. Para que vea que no soy malagradecido.
 Bajan por la escalera, atraviesan el salón y salen por la puerta trasera.
―Espero verla pronto, mi reina.
―Ojalá en el futuro no se olvide de que soy su reina, ni del ratito que pasamos juntos, porque después es tan fácil hacerse el leso…
―Pero cómo se le ocurre, verá cómo tendré oportunidad de pagarle el favorcito, y ya se abrirá una ventanita para venir por esa otra patita que me quedó debiendo.
―Venga cuando quiera, aquí lo estaré esperando. ―Lo ve alejarse y, cuando está a considerable distancia, se gira y regresa a la bodega, pensando en terminar cuanto antes con su antipática labor.
Al entrar, de inmediato reconoce el origen del hedor que la recibe. Coge el saco y se apronta a salir… pero el estridente sonido de la campana, la detiene. Abandona el cuartucho cuidando de dejar bien cerrada la puerta y sale por la parte trasera.
Frente a la gruesa puerta de roble, una figura espera.
“¡No puedo creerlo! A todos les ha dado por venir hoy, y a esta hora; ¿es que no me van a dejar hacer lo que tengo que hacer? Y yo en esta facha que les da más cuerda todavía”.
―Diga, señor, ¿en qué le puedo servir?
―Busco a Margarita, ¿es usted?
―Aquí, como puede ver, la mismita. ―Hace una pequeña reverencia que permite al visitante observar el atractivo interior de su escote.
―Vengo de parte de un colega, me dijo que viniera nomás, a cualquier hora, y ya ve que me tiene aquí tempranito.
―Sí, pero qué pena, porque fíjese que justito voy saliendo.
―¡Pero cómo!, supongo que no me va a defraudar…
―No, si no se trata de eso, mi caballero, solo que hoy no puedo, así que tendrá que ser en otra ocasión. ―Esta vez, la molestia se muestra sin tapujos en el rostro de Margarita.
Aunque el hombre es alto, delgado y le parece especialmente atractivo, no duda; a estas alturas, su mente no tiene más espacio que para el saco y el mal olor que pronto abandonará la bodega para desplazarse por la casa.
―Venga mañana y le pagaré con creces lo que se pierda hoy.
―No, no puedo mañana, ¡pero en fin!, ya veremos. Créame que me voy muy decepcionado.
―Créame usted a mí que deveras lo siento, pero tengo que solucionar un problema requetegrande.
―No, si se le nota en la cara; siento haberla importunado. ―El rostro del visitante expresa con claridad su enorme frustración. Gira sobre sus pies y se retira.
Margarita hace una larga inspiración y exhala con fuerza. También se devuelve por donde vino.
“Por fin”. Luego de pasar por la bodega, avanza con la rapidez que le permite el bulto que lleva consigo.
Dos horas después, ingresa por la puerta trasera, que deja abierta como ventilación y hace lo mismo con la de la bodega. Sus ojos quedan atrapados ante la escopeta y la guadaña.
―¿Y ustedes? ¿Acaso me van a perseguir toda la vida? ―Las había olvidado por un rato y no se le ocurre otro lugar dónde dejarlas; desvía la mirada hacia los serruchos. “Podría colgarlas ahí, total aquí casi no entro… Y tendría con qué protegerme un poco, aunque jamás he tenido un aparato de estos en mis manos… ¿Por qué no podría haberlas dejado aquí Pe, si venía a cada rato a importunar? Creo que lo más inteligente es dejarlas a la vista”. Se dirige hacia la puerta de entrada y con dificultad corre el enorme mueble que la tranca, devolviéndolo a su lugar original pegado a la pared, y la abre de par en par.
“Ahora sí”.
La corriente de aire promete que pronto el lugar estará del todo ventilado.
Observa la cerradura rota y sale en busca de contratar otra vez al carpintero que instaló la puerta, pero no para arreglarla; es hora de sacarla y regresar a su lugar las de batiente, que poco antes vio arrumbadas en un rincón de la bodega. “De no haber sido por el desgraciado de Pe, su escopeta y la maldita guadaña, nunca las habría sacado de aquí”.

I


Por uno de los angostos callejones que conducen a la calle principal, donde pocas veces se ven personas circulando, avanza un rostro pálido. Esquelética figura cubierta por la piel ajada debido a la acción del sol y el viento, tan abandonada por la suerte que, víctima de la indecencia humana, llamándose Pedro, los habitantes del pueblo que saben de su existencia le dicen Pe. Y a veces ni eso, solo hacen un gesto rápido con la cabeza y la boca para indicar que se refieren a él.
Esta vez ha decidido dejar de ser nadie y convertirse en una imagen con entrañas que se expanden debido a la maldad que surge del odio, animal furioso, cuyo silencio ruge incluso con más fuerza que los estrepitosos quejidos de un árbol devorado por las llamas.
Carga en su mano derecha una guadaña cuyo filo, amigo solemne de la muerte, brilla por la acción de los rayos del sol.
En la otra lleva, apoyados sus cañones en el hombro, una escopeta de dos gatillos que perteneció al padre y escondió en la caverna que le ha servido de refugio durante la última etapa de su vida.
Lo acompaña, además, esa soledad que junto a los recuerdos ha mellado su vida, sufriendo como una roca a la intemperie.
Completa el cuadro una mueca con pretensiones de sonrisa que, bajo la apenas visible negrura de sus ojos entornados, arroja una señal nada auspiciosa para los próximos momentos que, hambrientos de venganza, se acercan a medida que sus encallecidos pies descalzos levantan agresivas nubes de polvo.
Al doblar por la empedrada calle principal, la mirada de la tarde desierta lo sigue hasta la puerta de una construcción de ladrillos a la vista, cuyos dos pisos destacan, alejada de otras viviendas típicas, de una sola planta, levantadas con adobe o madera.
La llamativa casona, que en tiempos pasados cobijó los quehaceres de una concurrida cantina y un pretencioso burdel, está habitada por una mujer de muy baja reputación, que duerme en uno de los cuartos del segundo piso. En la primera planta mantiene la decoración original, dando la impresión de que en cualquier momento se encenderán las luces y comenzará el desfile de ostentación femenina y parroquianos urgidos.
Ingresa acompañado por los quejidos que emiten los goznes de las puertas de vaivén, sin hacerse avisar. Al fondo, apoyada en un cristal impoluto, la extensa repisa exhibe una atractiva hilera de botellas, casi todas llenas.
Se acerca decidido y deja sus armas sobre la barra de roble, impecable al igual que el piso de baldosas grises. Coge una que contiene un líquido color caramelo; con parsimonia quita el sello, la destapa y sirve un chorro en un pequeño vaso. Con un movimiento brusco lo apura y vacía con la misma velocidad. Repite el movimiento cuatro veces. En todas, su cara expresa la agresión que aún le provoca la acción del alcohol. Sacude la cabeza dos veces y regresa a su lugar el envase que todavía contiene más de tres cuartas partes. Observa las armas durante algunos instantes y las vuelve a tomar igual que antes. Con una actitud que refleja la seguridad que lo mueve, se aleja hacia el interior. Al fondo, donde ya no hay más salón, pisa con lentitud cada madero de la escalera que rechina bajo sus inmundos pies, tan endurecidos, que parecen protegidos por una dura suela.
Se detiene ante la primera habitación durante unos segundos, escuchando los resoplidos que surgen del interior. Luego, un violento empellón hace que la puerta se estrelle contra el muro, y entra.
Sobresaltada por la sorpresa, la mujer fulminada por su mirada abandona de un salto la postura adoptada para realizar aquel indecoroso quehacer para el cual debió desnudarse. Transcurridos algunos segundos, sus ojos desmesuradamente abiertos y los músculos tensos, vuelven a la normalidad. En su rostro aparece una mueca de notoria burla.
―Ah, eres tú. Te he dicho mil veces que no entres sin avisar, o ¿para qué crees que me di el trabajo de colgar una campana? ―Su boca se mueve con una velocidad que apenas permite entender lo que dice.
Pe deja la guadaña afirmada contra la pared y, decidido a reivindicar su nombre, sujeta la escopeta con ambas manos y apunta a la ridícula figura del hombre que desnudo, aún yace tendido de espaldas.
Ella, de rodillas sobre la cama, comienza a reír.
―Ya, deja ese juguete, Pe, ¿no ves que estás molestando? Con este artefacto viejo sacado quizá de qué caverna, no vas a asustar a nadie. Sigue siendo el hombrecito tranquilo que has sido siempre, agarra un par de botellas de la repisa de abajo y ándate a vagar por las calles. Más tarde, cuando no esté ocupada, puedes dejarte caer por aquí y decirme qué quieres. Y tendrás que explicarme, eso sí, el porqué de esta irrespetuosa forma de entrar. Así que anda saliendo, porque por si no te has dado cuenta, llegaste en un momento bastante poco apropiado.
El otro hombre, al ver el desparpajo con que la mujer le habla, parece soltar las amarras del miedo y también relaja la tirantez de sus facciones mientras levanta la espalda hasta donde su musculatura le permite, afirmando los antebrazos en la ropa de cama.
―¿Que no oíste a la dama? Así que haz el favor de ir saliendo de aquí, porque como ella te ha dicho, ¿no ves que estamos ocupados?
Cuando la escopeta de Pe, quien ahora se siente más cercano a la denominación de Pedro, deja salir su luminosa descarga y el tipo cae de espaldas como marioneta desprendida de sus cuerdas, la mujer vuelve a contraer los músculos y lleva la mano derecha a la boca para ahogar el grito que intenta arrancar. Lleva la mirada hacia el cuerpo inerte, del cual emana una buena cantidad de sangre, pero de inmediato los desvía y, observando el rostro del recién llegado, perversamente indolente, comienza a tomar el peso a la situación. El silencio se apodera del lugar, hasta que logra mover los labios para modular con dificultad una lamentable brizna de voz.
―¿Estás loco? ―Carraspea mientras percibe una necesidad inminente de insistir en su intención de expresar lo que siente―. ¿Estás loco? ―Sus ojos de un color indescifrable debido a la luz, brillan con una expresión que mezcla la incredulidad y el terror, mientras lo observa apoyar con parsimonia la antigua escopeta sobre la muralla, junto a la guadaña. La espantada mirada sigue sus movimientos. Lo ve coger el singular apero de labranza, también con lentitud, y mirar el resplandor del filo con curiosa admiración. El aspecto que se apodera de su rostro la desconcierta y asusta aún más. Sus facciones se han endurecido y, junto a la inocente vena azul de su frente, marcada ahora con exageración, tiñen su expresión bobalicona con otra, por completo desconocida, que le da un aspecto terrorífico. Anonadada, ve cómo se acerca blandiéndola.
La mujer, aún sobre la cama, todavía sin reaccionar ante su desnudez, cruza los brazos de manera automática, cubriendo sus pechos. Aquella reacción, lejos de componer la desmejorada estampa que exhibe, otorga relevancia a su florida entrepierna y acentúa su ridícula postura. Aunque alta y corpulenta, se ve frágil.
A él le acomoda la escena. Le parece que las letras de Pedro crecen. PEDRO, en su mente, le arranca una sonrisa que desborda satisfacción.
La perplejidad de la mujer desemboca en algunas lágrimas que pronto se convierten en llanto. De su boca brota un rosario de ruegos.
A los ojos de PEDRO, se empequeñece aún más. Avanza con suma lentitud y se detiene a medio metro. Un brusco ademán con su cabeza y un gesto pronunciado en la boca, que apunta hacia el cadáver, le indican que debe obedecer de inmediato.
Ella se detiene unos segundos en su desaliñada presencia. A esa distancia también puede percibir su agrio olor. Es evidente que últimamente no se ha bañado. La camisa es blanca, de mangas arremangadas, y el deteriorado cuello está asqueroso. Viste pantalones arrugados con manchas de comida, que sujeta a la cintura con un cordel. La costra de los tobillos es una muestra más de su falta de aseo.
―Por favor, Pedro, no me hagas daño. ―Aún temerosa de llevar sus ojos hacia el cadáver, piensa con recelo en su condición, ignorante de lo que está por ocurrir.
Pedro repite el gesto con la cabeza y la boca.
La sombría expresión en la cara de ella indica el terror que la embarga. 
―¿Ahí? ¿Junto a…?
El esbozo de sonrisa que permanece en la cara de PEDRO se acentúa hasta hacerse evidente, pero sin emitir sonido alguno. Se voltea y, con una rapidez sorprendente, deja la guadaña en el suelo y regresa la escopeta a sus manos. Apuntando hacia ella, se le acerca. Ha recuperado la lentitud de sus movimientos.
―¿No estabas tan contenta, hace un rato? Pues bien, no lo hagas esperar. Continúen haciendo lo que hacían.
―Pero Pedro, mira, está muerto, tú lo has… ―Apenas cree en lo que está diciendo―. Está todo ensangrentado… ―Una idea cruza por su mente―. Mejor, ¿por qué nosotros dos no…? ―Está tan asustada, que no mide lo absurdas que resultan sus palabras.
―¿Podrías? ¿Tu sinvergüenzura no tiene límites?... ¡No me hagas perder la paciencia! ―Un ademán con la escopeta refuerza la dureza de sus palabras―. Échate ahí en la cama, te dije, sobre él, tal como los encontré… ¡Ahora!
Los cañones apuntan de lleno hacia ella, rozan su cabeza, le parecen una razón ineludible para obedecer.
―Está bien, Pedro, pero mejor podríamos… si te parece… contigo, tú y yo… como antes…
―¿Como antes? ―Observa que la sangre del cadáver ha impregnado la sábana y la frazada.
―No me hagas esto, Pedro, sabes que nunca quise herirte.
―¡Que no te haga esto? ¿Que nunca quisiste herirme…? ¿Cuánto más crees que podía aguantar tus insolencias y degenerado comportamiento, gozando, además, del dolor que me punzaba? Eres una persona mala, muy mala. Y yo te quería, te quise tanto, y no sabes cómo me duele. Por eso, ¿sabes?, no mereces vivir. Mírate ahora… Y mira a lo que hemos llegado.
―¡Por favor, apiádate!
―¿Apiadarme? ¿Yo? ¿De ti? ¿Crees que podría? No sabría cómo hacerlo… Por dónde empezar. ¿Apiadarme?
―¡Ya, no importa, pero suelta esa cosa, que me asusta!
―¿Tú asustada? Lo que son las cosas, qué rápido has cambiado de postura. Asustada… ¡Seguro!, porque esta mata. ―La remece en sus manos―. Mi padre cazaba con ella… Y después de descuerarlos, se los comía.
―Sí, lo sé.
¿Que mata, que mi padre cazaba, o que los descueraba y comía?
―Todas esas cosas que dices, todas juntas, pero ya, quítame eso de encima, ¡por favor! No se te vaya a escapar un tiro.
―¿Como se me escapó recién? Mira al infeliz, qué poco le duraron las ganas de ponerse bravo.
―¡Pero ya, saca esos cañones de aquí!
―¿Imaginas cómo me sentí al verte? Y antes, cuando venía, y más antes, tantas veces…
Margarita se limita a afirmar con la cabeza.
―¿No dices nada?
―Lo siento, lo siento, no me di cuenta. No sabía que te hería así.
Pedro retira unos centímetros la escopeta y la inclina un poco hacia el costado izquierdo, dejando de apuntarle. Permite que suspire y vuelve a encañonarla.
―¡Por favor!
―Deja de implorar y míralo. ¿Ese es tu tipo de hombre?... Ah, ¿no puedes mirarlo? ¿Eres incapaz de hacerlo? ¿Ahora te asquea? ¿Ahora lo quieres lejos? ¿Ahora que ya no te sirve… y te asquea? Pobre infeliz, qué manera de abandonar este mundo… Y ya que te produce tanta repugnancia y no quieres montártelo, entonces envuélvelo.
Margarita lo observa con el rostro aún más descompuesto, sus ojos brillan.
―Sí, envuélvelo, con la sábana, ¡vamos!, ¿no escuchaste?
―Sí, sí, hago lo que digas, pero no dispares, ¡por favor! ―Su cuerpo no le obedece. Percibe sus músculos agarrotados.
―Ya, lo haré yo… mujer inútil… ―Una mueca con la boca torcida, dibujando una sonrisa que a ella le parece tétrica, expresa su enorme satisfacción, mientras desliza con lentitud el cadáver hasta el suelo, sin soltar el arma ni perder a Margarita de vista.
A ella le sorprende la delicadeza con que lo hace, piensa que sin duda es parte de esta locura que lo ha atrapado.
―Ahora, tiéndete… ¡Tiéndete, te digo! ―Observa con placer que ella acata en silencio, sin oponer resistencia, en espera de lo que cree, obviamente sucederá.
Mientras lo hace, Margarita piensa en la mejor forma de zafarse de él. Será cuando se le eche encima, en un momento de descuido. Busca con la mirada algún objeto cercano con el cual golpearlo; la guadaña le queda demasiado lejos y Pedro no suelta la escopeta. De momento, intenta mostrar la mejor sonrisa que logra.
―¡Ven aquí! ―Le cuesta aparentar que se ha excitado, pero insiste en hacer un gran esfuerzo para que así lo crea, con la esperanza de que suelte el arma y se le eche encima, única manera que se le ocurre para distraerlo y encontrar alguna forma de golpearlo…
Él observa la culata de la escopeta, está a punto de pegarle en la cabeza… Pero se siente tan poderoso que decide variar un poco su plan y, antes de noquearla, dar al asunto una nota aún más alta de suspenso. Desea verla todavía más aterrada; se le ha ocurrido una idea y desvía los ojos hacia la guadaña…
Ella, extrañada, en vez de verlo írsele encima, observa que coge la afilada herramienta y la levanta. Comprende, horrorizada, lo que está a punto de suceder.
―¡No, Pedro, te lo ruego… no, por favor!
Las manos de Pedro caen con velocidad en una escena que se replica pintada de un gris fantasmal sobre el muro. La impresión y el pavor que envuelven a Margarita la obligan a cerrar los párpados apretando con fuerza desmedida la musculatura de los ojos, y la impresión le roba la conciencia.
La filosa hoja cae a cinco centímetros de la cabeza y se entierra rasgando el colchón.
Pedro observa a la mujer desnuda, desmayada sobre la sangre absorbida por las ropas de cama; la guadaña enterrada a centímetros de sus ojos cerrados; la escopeta apoyada sobre el muro; y en el suelo, el cadáver, que parece mirarlo. Esboza una nueva sonrisa. Conforme con la manera en que van las cosas, saborea su plan y la idea de que nunca volverá a ser Pe. Un hombre de la calle, sí, y le agrada ser un desconocido, pero no más el Pe de Margarita. Por eso, está aún más decidido a darle un escarmiento. Otra vez posa los ojos en la escopeta y los devuelve a la guadaña. De inmediato piensa en el susto que tendrá cuando despierte. Regresa la mirada hacia el cuerpo ensangrentado y, como si estuviera vivo, le ofrece su mejor sonrisa.
―Verá cómo le complico la vida. Ya veremos cómo se las arregla para salir del laberinto en que la voy a meter.

II


Luego de abandonar la casa de Margarita y las calles del pueblo, tan desiertas como de costumbre, Pedro comienza a ascender por la montaña con lentitud. Siente que lo desborda un extraño, aunque exquisito vigor; el cielo azul le regala un sol que parece calentar el fluir de su sangre, la vegetación ofrece ante sus ojos un verde más intenso, el trinar de los pájaros repleta el ambiente con una música que lo alienta a continuar por la senda que se ha trazado; está seguro de hacer lo correcto. Luego de un rato se detiene ante la oscura abertura natural situada en lo alto del cerro, entre tupidos árboles de elevados y gruesos troncos, escondida tras enormes rocas que, mientras la protegen de posibles miradas intrusas, para él demarcan el lugar.
A poco más de cincuenta metros, corre un agua cristalina proveniente de napas subterráneas, a cuyo alrededor se forma un diminuto oasis incluido un pozón, desde el cual nace una pequeña cascada.
Ha llegado a su guarida. Con la misma mano que lleva la guadaña, sujeta un ajado saco donde echó varias botellas de ron que sacó de la casa de Margarita, luego de haberla dejado tumbada.
Está contento de vivir ahí. Piensa que cuando recupere el dinero que ella le usurpó, no se cambiará a otro lugar… Ya verá qué hacer con esa plata, pero por el momento, está enfocado en continuar viéndola sufrir… Sonríe con malicia, pues considera que la fiesta apenas empieza. Ha comenzado a comprender lo que significa saciar aquello que llaman “sed de venganza”.
Deja su carga en el interior y regresa afuera con una botella de ron en la mano. Mientras da un sorbo y limpia su boca con la manga de la camisa, se acerca a observar la transparencia del agua e imagina lo gélida que estará. Aunque el sol aún mantiene cierta potencia, no le apetece mojarse. Hace mucho que no toma un baño y no lo necesita. Pero sí continuar bebiendo ―sonríe―, “aunque no agua, precisamente”. Se sienta sobre la hierba a mirar el pozón. Percibe en el cuerpo una temperatura agradable, de modo que no necesita el fuego para abrigarse; sin embargo, lo mantiene encendido cubierto de cenizas para que los leños ardientes no se apaguen y poder cocinar sus presas de caza, tal como lo hace una mujer mapuche quien, iniciada cada mañana, se apresta a calentar agua y preparar sus tortillas al rescoldo. De pronto, cae en la cuenta de que tiene hambre. Se levanta, da algunos pasos y con un palo despeja los leños ardientes, que reanima soplando con energía. Luego acomoda arriba de unas piedras el ennegrecido hervidor. Mientras se calienta, recorre sus trampas hasta encontrar atrapada una liebre que de inmediato lleva hasta una roca de superficie plana y rugosa, donde la faena con habilidad.