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NORBERTO FUENTES

Norberto Fuentes (1943), ha vivido en carne propia una auténtica montaña rusa dentro de la Revolución cubana: denostado por su temprana colección de cuentos Condenados de Condado, reconocida como la primera obra disidente de la Revolución; reconciliado gracias a la intervención de García Márquez ante Fidel Castro y vuelto a caer en el ostracismo por los juicios de La Habana de 1989. Fue capturado mientras trataba de huir de la isla en una balsa (1993) y liberado gracias a una huelga de hambre y a la presión internacional de sus compañeros de oficio. Actualmente descansa de su agitada vida y escribe con fruición en su casa de Miami.

También es autor de Dulces guerreros cubanos, El último santuario y de la monumental La autobiografía de Fidel Castro (dos volúmenes), entre otros.

 

El Premio Nobel de 1954, «el falso hombre duro» de la Generación Perdida, el exponente máximo de una escuela literaria y también de un violento y romántico estilo de vida es el protagonista del presente libro. Hacia su mítica y absorbente personalidad nos llevan estas huellas casi siempre localizadas en los mismos escenarios en que actuaron el Harry Morgan de Tener y no tener, el Santiago de El viejo y el mar y el Thomas Hudson de Islas en el Golfo.

Aquí está la correspondencia inédita, las agresivas anotaciones sobre libros y revistas, los objetos y trofeos de guerra que Hemingway acumuló durante veintidós años y los recuerdos que se mantienen en la memoria de pescadores, contrabandistas y veteranos combatientes de las operaciones antisubmarinas. Personajes y escenarios que antes fueron conocidos como ficción y que ahora han aflorado a la realidad de la mano de Norberto Fuentes, con su pulso narrativo inconfundible y su investigación minuciosa, casi obsesiva.

En palabras de otro Nobel, el prologuista Gabriel García Márquez: «El resultado final es este reportaje encarnizado y clarificador que nos devuelve al Hemingway vivo y un poco pueril que muchos creíamos vislumbrar apenas entre las líneas de sus cuentos magistrales».

Norberto Fuentes

HEMINGWAY EN CUBA

Prólogo de

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Hemingway en Cuba

Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid

Mapas: Ricardo Sánchez

Los derechos de las imágenes pertenecen a los fotógrafos y/o los propietarios citados o bien son propiedad del autor o proceden de su colección particular. En todos los casos está expresamente prohibida su reproducción sin permiso por escrito de los propietarios. Las fotografías y documentos del Museo Hemingway, de San Francisco de Paula, Cuba, fueron facilitados por esa institución para su uso en este libro. Se advierte que algunas imágenes presentan los defectos inevitables de una conservación no profesional, pero ha prevalecido su valor histórico para reproducirlas en este volumen.

Gracias especiales a Felipe Cunill, Estrella Fuentes, William Kennedy, Pedro Schwarze, Roberto Salas y Enrique de la Uz.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

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Índice

HEMINGWAY, EL NUESTRO, por Gabriel García Márquez

Introducción

  1. Santuario

  2. Las Estrellas de Gigi

  3. El circo Miguelito

  4. Vida cotidiana en el Paraíso

  5. Padrino

  6. El exorcista

  7. Tener yudas

  8. Después de la tormenta

  9. Vista del amanecer desde el trópico

10. Hemingway a bordo

11. Retorno a Paraíso

12. ¿Está ardiendo Jaimanitas?

13. Una herida que no sabe cicatrizar

14. Hemingway en Moscú

15. Nadie es una isla

16. El veterano

17. Compañero de viaje

18. Patente de corso

19. El mar en la ausencia

20. Tocando el techo

21. Dos linajes hay en el mundo

22. Aguas poco profundas sobre fondo de greda

23. De La Piña de Plata al Floridita

24. Floridita

25. El viejo en la derrota

26. Políticamente correcto

27. El extranjero

28. Viento en popa

29. La consagración de la primavera

30. El campeón

31. Los vivos y los muertos

32. En sus gavetas

33. El último americano

34. Cuba como castigo

35. Puente sobre aguas tormentosas

36. Nadie muere nunca

37. Las lejanas montañas de Sawtooth

38. Los vecinos se arman

39. La fiesta cuando se acaba

40. Armisticios

41. La luz interior

42. El regreso del soldado

43. Yo tuve una finca en Cuba

CODA: EL PEZ EN EL POLVO

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En aprecio

A Ricardo Artola, que se embarcó, ufano y confiado, en lo que al inicio asumió como una labour of love, pero que de inmediato entendió como la ardua tarea de editar un libro conmigo. Si la pesada carpeta de trabajo rotulada por mí mismo como «Finca Vigía o El olvido de Hemingway en Cuba» es ahora un volumen límpido y legible, se lo debo por completo a Ricardo. Él se encargó del rescate.

 

Nota técnica

El tiempo presente de muchos de los verbos empleados en estas páginas corresponde a la primera edición de este libro, publicada en 1984. Treinta y tantos años después de realizado el trabajo, mientras prepara y revisa la presente edición (una primera tanda en enero de 2007, otra en octubre de 2008, una más de mayo a septiembre de 2016 y esta última entre julio y octubre del 2019), el autor cree conveniente aclarar que el conjunto principal de su investigación y las entrevistas se realizaron entre el 26 de julio de 1975 y el 8 de diciembre de 1980. El lector queda así en conocimiento de que los diálogos de este libro comenzaron quince años y dos días después de la tibia mañana del 25 de julio de 1960 en que Ernest Hemingway descendió por última vez el sendero de Finca Vigía que lo conduciría a la Carretera Central, para dirigirse de ahí a los espigones en el puerto de La Habana donde atracaba el City of Havana en el que viajaría a Key West. En una tanda de notas al pie del presente volumen, el lector encontrará algunas observaciones y, en términos generales, información no existente (o no accesible para esta autor) tres décadas atrás. Son unas cuantas, pero útiles. Por tanto, nada abrumador.

Esta edición de Hemingway en Cuba es una versión revisada y con formas diferentes —indicadas o dispuestas por el autor— de la primera edición publicada en La Habana en 1984.

Nota del editor

Aunque todas las llamadas a las notas son con asterisco, las más largas y que amplían información pertenecen al autor, mientras que aquellas que aclaran el significado de términos cubanos poco conocidos en España son del editor. El espíritu de estas últimas ha sido facilitar la comprensión sin desvirtuar el lenguaje del autor.

Hemingway, el nuestro

por GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Ernest Miller Hemingway llegó por primera vez a La Habana en abril de 1928, a bordo del vapor inglés Orita, que lo llevó de La Rochelle a Cayo Hueso en una travesía de dos semanas. Lo acompañaba su segunda esposa, Pauline Pfeiffer, con quien se había casado apenas 10 meses antes, y ni él ni ella debían tener por aquella ciudad del Caribe un interés mayor que el de una escala tropical de dos días* después del vasto océano y el bravo invierno de Francia. Hemingway tenía 28 años, había sido corresponsal de prensa en Europa y chofer de ambulancias en la Primera Guerra Mundial, y había publicado con un cierto éxito su primera novela. Pero todavía estaba lejos de ser un escritor famoso, y seguía necesitando un oficio secundario para comer y no tenía una casa estable en ninguna parte del mundo. Pauline, en cambio, era lo que entonces se llamaba una mujer de sociedad. Sobrina de un magnate norteamericano de los cosméticos que la mimaba como a una nieta, lo tenía todo en la vida, inclusive la belleza estelar y el humor incierto de la esposa de Francis Macomber. Pero aquel no era su mejor abril. Estaba encinta y aburrida del mar, y el único deseo de ambos era llegar cuanto antes a Cayo Hueso, donde iban a instalarse para que Hemingway terminara su segunda novela: Adiós a las armas.

La Habana era entonces —y sigue siéndolo hoy— una de las ciudades más bellas del mundo. El dictador Gerardo Machado estaba en el apogeo de sus delirios faraónicos, sustentados por los últimos esplendores de un auge azucarero reciente, y por el padrinazgo de los Estados Unidos. Había roto los vínculos que mantenían los gobiernos anteriores con la Banca Morgan, y vivía en concubinato público con el Chase National Bank de la familia Rockefeller que le negaba muy poco a cambio de todo. Los estragos del progreso material se veían por todas partes, y Hemingway no pudo verlos con indiferencia desde la ventanilla de un Packard alquilado en el Parque Central. El paseo del malecón, cuyas obras de protección y embellecimiento habían sido iniciadas en otra época, estaba siendo prolongado hasta su dimensión actual, y nuevas avenidas con árboles y mansiones de millonarios surgían al occidente de la ciudad vieja. Pero la obra mayor iba a ser el esperpento neoclásico del Capitolio Nacional —copiado piedra por piedra del Capitolio de Washington—, en cuya cantera trabajaba un picapedrero llamado Enrique Líster, que años más tarde sería uno de los generales legendarios de la Guerra Civil española.

La prostitución frenética que muy pronto iba a convertir a La Habana en el burdel de lujo de los Estados Unidos conservaba todavía la máscara inocente de las escuelas para aprender a bailar. Se llamaban academias de baile, y sus alegres muchachas —medio vírgenes, medio putas— ganaban un centavo por cada cinco que cobraban por bailar, y eran conocidas con un nombre que no podía pasar inadvertido para un escritor: académicas. Sobre las lunetas del honorable Teatro Nacional se había construido un tablado para bailes públicos, cuyo acontecimiento mayor era el concurso anual de danzón. El servilismo del dictador Machado con los Estados Unidos llegó hasta el extremo de manipular al jurado para que aquella competencia de virtuosos en el país más bailador del mundo se lo ganara el embajador norteamericano Harry F. Guggenheim.

De esas 48 horas de Hemingway en La Habana no quedó ninguna huella en su obra. Es verdad que en sus artículos de prensa él solía hacer revelaciones muy inteligentes sobre los lugares que visitaba y la gente que conocía, pero entonces se había impuesto un receso como periodista para consagrarse por completo a escribir novelas. Sin embargo, seis años después escribió su primer artículo de reincidente, y era sobre un tema cubano. A partir de entonces escribió una media docena sobre su estancia en Cuba, pero en ninguno de ellos hizo revelaciones útiles para la reconstrucción de su vida privada, pues se referían de un modo general a su pasión dominante en aquella época: la pesca mayor. «Esta pesca —escribió en 1956— era en otro tiempo lo que nos llevaba a Cuba». La frase permite pensar que en el momento de escribirla, cuando ya Hemingway llevaba 20 años viviendo en La Habana, los motivos de su residencia eran más hondos o al menos más variados que el placer simple de pescar.

No fue un caso de amor a primera vista, sino un proceso lento y arduo, cuyas intimidades aparecen dispersas y cifradas en casi toda su obra de madurez. En 1932, cuando hizo su primer viaje a Cuba para la pesca del pez espada, parecía convencido de que por fin había encontrado un hogar estable en Cayo Hueso, donde había tenido un hijo y había escrito su segunda novela, y donde sin duda había sembrado un árbol para ser el hombre completo del proverbio. Desde entonces hizo un número incontable de idas y regresos en compañía de su compinche Joe Russell, que era el propietario del Sloppy Joe´s de Cayo Hueso, y que al parecer usaba la pesca como pantalla de otros oficios más productivos. «Una vez llevó de Cuba [a Cayo Hueso] el más grande cargamento de licores que se ha conocido», escribió Hemingway. Licores de contrabando, por supuesto, en una época en que los borrachos de los Estados Unidos agonizaban de sed por la ley seca. Pero aquellas excursiones equívocas que de mucho tenían menos de literarias le permitieron a Hemingway ponerse en contacto con la buena gente de mar que habían de ser sus amigos hasta la muerte, y le revelaron también un mundo que había de sustentar su obra futura. El propio Hemingway, en un artículo publicado por la revista Holiday en julio de 1949, reveló quiénes eran sus amigos cubanos de esa época. «Revendedores de lotería a quienes conozco desde hace muchos años —escribió—, policías que me han devuelto con favores los pescados que les he regalado, patrones de botes de remos que han perdido la ganancia de un día sentados conmigo en el juego del frontón, y conocidos que pasan en automóvil por el puerto y el malecón y me saludan con la mano, y a los cuales les devuelvo el saludo aun cuando no puedo reconocerlos a distancia». Es decir, que el propio Hemingway se veía desde entonces como un personaje familiar por las calles de La Habana.

También por esa época conoció el Floridita, un bar con restaurante de mariscos establecido en el siglo anterior, y que existe todavía con los mismos frisos dorados y las mismas cortinas episcopales. Allí se promovió el daiquirí, una combinación feliz del ron diáfano de la isla con polvo de hielo y jugo de limón, que Hemingway contribuyó a divulgar por medio mundo. Pero según él mismo había de escribirlo más tarde, su interés primordial por aquel sitio no se fundaba tanto en la bebida y la comida, como en el deseo de encontrarse con la corriente tormentosa de los compatriotas suyos que pasaban por la ciudad, «Eran gentes de todos los estados de la Unión y de muchos lugares donde uno ha residido —escribió—: marineros de la Armada, navegantes, funcionarios de aduanas y del departamento de inmigración, tahúres, diplomáticos, aspirantes a literatos, escritores mejor o peor situados, médicos y cirujanos que han acudido a la capital para asistir a diversos congresos científicos, miembros de la Legión Americana, deportistas, individuos que están mal de dinero, sujetos que serán asesinados dentro de una semana o de un año, agentes del FBI, el gerente del banco donde uno tiene su dinero, algunos tipos estrafalarios y muchos amigos cubanos». Esta evocación la hizo Hemingway cuando ya había recibido el Premio Nobel, y más que un recuerdo periodístico parece un directorio telefónico de la nostalgia. Es difícil releer ahora su obra sin reconocer a muchos de los personajes de esta lista, cambiados de lugar y de tiempo y transfigurados por la letra impresa, pero marcados sin remedio por el pecado bautismal del Floridita, donde hay en la actualidad un busto de Hemingway en un nicho del muro, y un viejo cantinero de sus tiempos que no se cansa de indicarles a los turistas cuál era el taburete de la barra donde se sentaba.

Cerca del Floridita está el hotel Ambos Mundos, donde Hemingway alquilaba una habitación cada vez que se quedaba a dormir en tierra, y terminó por hacer de ella un sitio permanente para escribir cuando regresó de la Guerra Civil española. Esa habitación fue siempre la misma: el cuarto sin número del quinto piso de la esquina nordeste. «Sus ventanas —según las describió Hemingway— daban a la antigua catedral, y a la entrada del puerto y al mar por el norte, y daban por levante a la península de Casablanca y a los tejados de las casas que se extienden hasta el puerto y a todo lo ancho de él». Nunca he podido entender por qué Hemingway eliminó de esa enumeración al Palacio de los Capitanes Generales, que es el edificio más hermoso que se veía desde su ventana, y que sigue siendo uno de los más hermosos de La Habana. Años después, en su entrevista histórica con George Plimpton, Hemingway le dijo: «El hotel Ambos Mundos era un buen sitio para escribir». Es probable que esa declaración estuviera ya enrarecida por la nostalgia, pues aquella habitación no era ni mucho menos el lugar limpio y bien iluminado con que Hemingway soñaba para escribir. Era un cuarto lúgubre de 16 metros cuadrados, con una cama matrimonial de madera ordinaria, dos mesitas de noche y una mesa de escribir con una silla. El Ambos Mundos es en la actualidad un hotel estatal para maestros y funcionarios del Ministerio de Educación Superior, pero la habitación del quinto piso de la esquina nordeste está cerrada e intacta en memoria del huésped ilustre, y se conserva inclusive una vieja edición del Quijote en castellano, en dos volúmenes, puesta como al descuido sobre la mesa.

Cuando uno piensa en la meticulosidad con que Hemingway escogía los lugares para escribir, su preferencia por el hotel Ambos Mundos solo podría tener una explicación: sin proponérselo, tal vez sin saberlo, estaba sucumbiendo a otros encantos de Cuba, distintos y más difíciles de descifrar que los grandes peces de septiembre y más importantes para su alma en pena que las cuatro paredes de su cuarto. Sin embargo, cualquier mujer que debiera esperar a que él terminara su jornada de escritor para volver a ser su esposa, no podía soportar aquel cuarto sin vida. La bella Pauline Pfeiffer lo había abandonado en sus momentos más duros. Pero Martha Gellhorn, con quien Hemingway se casó poco después, encontró la solución inteligente, que fue buscar una casa donde su marido pudiera escribir a gusto y al mismo tiempo hacerla feliz. Fue así como encontró en los anuncios clasificados de los periódicos el hermoso refugio campestre de Finca Vigía, a dos leguas y media de La Habana, que alquiló primero por 100 dólares mensuales, y que Hemingway compró más tarde por 18 000 de contado. A muchos escritores que tienen varias casas en distintos lugares del mundo les suelen preguntar cuáles consideran como su residencia principal, y casi todos contestan que es aquella donde tienen sus libros. En Finca Vigía, Hemingway tenía 9 000 y además 4 perros y 57 gatos.

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Este prólogo lo recibí en Luanda a través de la oficina de Raúl Castro, a quien Gabo se lo había dado en La Habana para que me lo hiciera llegar. Me lo llevó el coronel Harry Villegas, Pombo, uno de los tres cubanos sobrevivientes de la guerrilla del Che en Bolivia y entonces enlace del Estado Mayor General (en Cuba) con el Cuarto Ejército, la fuerza expedicionaria cubana en Angola. Eso fue el sábado 23 de octubre de 1982. Poco después, el mismo Pombo me llamó para decirme que a «ese amigo tuyo del documento que te traje» le acababan de dar el Premio Nobel. Pombo lo había escuchado por una emisora europea de onda corta.

Hemingway vivió en La Habana 22 años en total. En una crónica publicada en 1949, él mismo trató de contestar a la pregunta de por qué vivió allí tanto tiempo, y se extravió en una enumeración dispersa y hasta contradictoria. Habló de la acariciadora y fresca brisa matinal en los días de calor, habló de la posibilidad de criar gallos de pelea, de las lagartijas que vivían en el emparrado, de las 18 clases de mangos de su patio, del club deportivo junto a la carretera donde se podía apostar tuerte en el tiro al pichón, y habló una vez más de la corriente del Golfo que estaba solo a 45 minutos de su casa, y donde se podía hacer la pesca mejor y más abundante que habrá visto en su vida. Sin embargo, en medio de tantas justificaciones más bien elusivas, intercaló un párrafo revelador. «Uno vive en esta isla —escribió— porque... se puede tapar con un papel el timbre del teléfono para evitar cualquier llamada, y porque en el fresco de la mañana se trabaja mejor y con más comodidad que en cualquier otro sitio». Al final de este párrafo, que lo mismo pudo escribir por distracción que por coquetería, agregó: «Pero esto es un secreto profesional». No necesitaba advertirlo, pues ya casi nadie ignora que el lugar donde se escribe es uno de los misterios insolubles de la creación literaria.

La Habana, en general, y Finca Vigía en particular fueron la única residencia de veras estable que tuvo Hemingway en su vida. Allí pasó casi la mitad de sus años útiles de escritor, y escribió sus obras mayores: parte de Por quién doblan las campanas, A través del río y entre los árboles, El viejo y el mar, París era una fiesta e Islas en el Golfo. Escribió también muchos artículos de prensa —incluido «El verano sangriento»— e hizo incontables tentativas de la rara novela proustiana sobre el aire, la tierra y el agua que siempre quiso escribir. Sin embargo, son esos los años menos conocidos de su vida, no solo porque fueron los más íntimos, sino también porque sus biógrafos han coincidido en pasar sobre ellos con una fugacidad sospechosa.

Mientras Hemingway construía letra por letra el mundo propio que había de sustentar su gloria, alcanzó su plenitud el proyecto de sumisión nacional iniciado por el dictador Gerardo Machado y conducido a término infeliz por sus sucesores. La corrupción política y moral logró una dimensión de escándalo babilónico. La sumisión a los Estados Unidos, que se veía a simple vista por todas partes, adquirió visos de novela fantástica: el trasbordador diario de la Florida llevaba a La Habana un vagón de ferrocarril que luego se enganchaba en el tren local para abastecer a la isla de los artículos de primera necesidad producidos en los Estados Unidos, inclusive el pescado fresco pescado en las propias aguas de Cuba.

Se dice con demasiada facilidad que Hemingway no era más que un espectador pasivo, si no un cómplice callado, de aquella gigantesca empresa de desnaturalización cultural. Su pensamiento político, que se había expresado de un modo tan inequívoco y apasionado en la Guerra Civil española, parecía ser un enigma frente al drama de Cuba. No hay indicios de que hubiera intentado alguna vez hacer algún contacto con el ambiente intelectual y artístico de La Habana, que en medio del envilecimiento oficial y la concupiscencia pública seguía siendo uno de los más intensos del continente. Esa indiferencia parecía referirse no solo al ámbito del Caribe, sino a toda la América Latina, a la que nunca conoció, y de la cual no quedó ninguna referencia seria en su obra. Los únicos países que visitó fueron México, en 1942, y el Perú, cuando encabezó la expedición que buscaba un pescado bastante grande para la película de El viejo y el mar, pero apenas si pisó tierra firme. Hemingway resumió así aquella aventura pasional: «Estuvimos 32 días dedicados a la pesca desde el amanecer hasta que las sombras del crepúsculo nos impedían seguir tomando fotografías».

Otro aspecto muy controvertido de Hemingway en sus últimos años fue su comportamiento frente a la Revolución cubana. Si bien no se recuerda una opinión suya de aprobación pública, tampoco se conoce una de desacuerdo, aparte de las poco confiables que algunos de sus biógrafos parciales le han atribuido como dichas en privado. Casi un año después del triunfo de la Revolución, y cuando ya estaba planteada la hostilidad del gobierno de los Estados Unidos, el periodista argentino Rodolfo Walsh le hizo a Hemingway una entrevista instantánea entre los empujones y alaridos de la muchedumbre embotellada en el aeropuerto de La Habana. En esa entrevista, que Rodolfo Walsh recordaba como la más corta de su carrera, y que sin duda fue también la más corta y una de las últimas de la vida de Hemingway, este alcanzó a gritar en su castellano correcto: «Vamos a ganar. Nosotros los cubanos vamos a ganar». Y agregó en inglés sin que nadie se lo preguntara: «I’m not a yankee, you know». No pudo terminar la frase en medio del tumulto. Un año y medio después se quitó la vida todavía sin terminar la frase, que se ha prestado a toda clase de interpretaciones de ambos lados.

La Revolución cubana, sin embargo, parece estar al margen de esta polémica viciosa. Ningún escritor —salvo José Martí, por supuesto— ha sido objeto en Cuba de tantos homenajes a tantos niveles. El propio Fidel Castro, desde el primer momento, ha sido el promotor de los más significativos. Fue él en persona quien se ocupó de la última esposa de Hemingway —Mary Welsh— en las dos ocasiones en que estuvo en La Habana después de la muerte de su marido. Fueron ellos quienes acordaron los términos para que Finca Vigía quedara intacta, como lo está hoy, y convertida en un museo tan vivo que a veces se tiene la impresión de sentir la presencia del escritor deambulando por los cuartos con sus grandes zapatos de muerto. Lo único que la viuda se llevó fueron los cuadros de la estupenda colección particular de los mejores pintores contemporáneos. Durante su última visita, en 1977, Fidel Castro declaró ante un grupo de periodistas norteamericanos que Hemingway es su escritor favorito. Hay que conocer a Fidel Castro para saber que nunca diría una cosa así por simple cortesía, y que en todo caso tenía que pasar por encima de algunas consideraciones políticas importantes para decirlo con tanta convicción. La realidad es que Fidel Castro ha sido desde hace muchos años un lector constante de Hemingway, que lo conoce a fondo, que le gusta hablar de él y lo sabe defender con argumentos convincentes. En sus largos y frecuentes viajes por el interior del país, lleva siempre en su automóvil un montón confuso de documentos de gobierno para estudiar, y con frecuencia se ven entre ellos los dos tomos de pastas rojas de las obras selectas de Hemingway.

En todo caso no es fácil que alguien trate de terminar ahora la frase que Hemingway dejó trunca en el aeropuerto de La Habana. La realidad es que hubo siempre dos Hemingway distintos y a veces contrapuestos. Había uno para el consumo mundano —mitad estrella de cine, mitad aventurero—, que se exhibía a sus anchas en los lugares más visibles del mundo, que entraba con la vanguardia de las tropas de liberación en el hotel Ritz de París, que apadrinaba a los toreros de moda en las ferias de España, que se hacía fotografiar con las actrices de cine más deslumbrantes, con los boxeadores más bravos, con los pistoleros más tenebrosos, y que mataba primero al león y después al bisonte y después al rinoceronte en las praderas de Kenia, y todavía se daba el lujo de estrellarse dos veces en dos aviones sucesivos. Era el Hemingway de espectáculo público que no había leído un solo libro y que tal vez no quiso a nadie en el mundo, y al que no se le podía quedar ninguna frase sin terminar. Pero había otro Hemingway en La Habana, escondido de sí mismo en una casa rodeada de árboles enormes, en cuyos aposentos se fueron acumulando a través de los años los trofeos de artes viriles que el Hemingway mundano le llevaba como recuerdos de sus navegaciones y regresos. Un artesano insomne que nadie conoció a ciencia cierta, postrado por la servidumbre insaciable de la vocación, y al que no solo se le quedó una sino muchas frases por terminar.

Cómo era ese Hemingway secreto fue la pregunta que se hizo el joven periodista cubano Norberto Fuentes, en julio de 1961, cuando su jefe de redacción lo mandó a Finca Vigía para que escribiera un artículo sobre el hombre que la semana anterior se había volado la cabeza con un tiro de rifle en el paladar. Lo único que Norberto Fuentes sabía de Hemingway en aquel momento era lo poco que su padre le había contado una tarde en que lo encontraron por casualidad en el ascensor de un hotel. En alguna ocasión —cuando no tenía más de 10 años— lo vio pasar en el asiento posterior de un largo Plymouth negro, y tuvo la impresión fantástica de que lo llevaban a enterrar sentado en la carroza fúnebre más conocida en las cantinas de la ciudad. A partir de aquellas vivencias fugaces, Norberto Fuentes se empeñó en la tarea colosal de averiguar cómo era el Hemingway de Cuba que algunos de sus biógrafos póstumos parecían interesados no solo en ocultar sino también en tergiversar. Necesitó muchos años de pesquisas meticulosas, de entrevistas arduas, de reconstituciones que parecían imposibles, hasta rescatarlo de la memoria de los cubanos sin nombre que de veras compartieron su ansiedad cotidiana: su médico personal, los tripulantes de sus botes de pesca, sus compinches de las peleas de gallos, los cocineros y sirvientes de cantinas, los bebedores de ron en las noches de parranda de San Francisco de Paula. Permaneció meses enteros escudriñando los rescoldos de su vida en Finca Vigía, y logró descubrir los rastros de su corazón en las cartas que nunca puso en el correo, en los borradores arrepentidos, en las notas a medio escribir, en su magnífico diario de navegación donde resplandece toda la luz de su estilo. Estableció por percepción propia que Hemingway había estado dentro del alma de Cuba mucho más de lo que suponían los cubanos de su tiempo, y que muy pocos escritores han dejado tantas huellas digitales que delaten su paso por los sitios menos pensados de la isla. El resultado final es este reportaje encarnizado y clarificador que nos devuelve al Hemingway vivo y un poco pueril que muchos creíamos vislumbrar apenas entre las líneas de sus cuentos magistrales. El Hemingway nuestro: un hombre azorado por la incertidumbre y la brevedad de la vida, que nunca tuvo más de un invitado en su mesa, y que logró descifrar como pocos en la historia humana los misterios prácticos del oficio más solitario del mundo.

Octubre de 1982

 

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  *   En realidad, el Orita se mantuvo fondeado en el puerto habanero. Para dirigirse al cayo, los Hemingway abordaron al dia siguiente un ferry del servicio regular entre las dos ciudades. El nombre legal del sitio, Key West —puede traducirse como Cayo Oeste—, se ha eludido aquí para mantener la fórmula empleada por García Márquez en su original: Cayo Hueso. Procede de la época de la conquista y de los miles de huesos que poblaban sus desoladas arenas, unos dicen que restos humanos y otros que caparazones y huesos de tortugas y enormes caguamas.

Introducción

Estoy dando término a la acumulación de papeles mecanografiados que yo llamo un libro el mismo día de la muerte de John Lennon: 8 de diciembre de 1980. A Lennon lo matan a eso de las diez de la noche, pero yo, desde por la mañana, he logrado sentar alrededor de la mesa del comedor en el apartamento de mi madre a Eliseo Diego «Lichi» y a Raúl Rivero (que a su vez trae a rastras a su mujer, Marilyn Bobes), tres poetas en total y los tres con experiencia como periodistas. La meta es terminar en pocas horas mi libro sobre Hemingway, que hasta ese momento se llama Finca Vigía. Presencia de Hemingway en Cuba, después de haberse llamado primero La isla lejos, título que rápidamente el editor americano Lyle Stuart va a podar sin compasión para dejarlo en Hemingway en Cuba. Lyle, además, es el señor que espera con cierta impaciencia ese original en su habitación del Habana Libre. Más impacientes aún están los funcionarios del Ministerio de Cultura que esperan cobrar de inmediato los diez mil dólares de adelanto que ha ofrecido el americano. Ellos agarrarán los dólares y a mí, sin duda, me entregarán el equivalente en pesos. Es el método. Es la costumbre. Y tengo a los poetas tecleando sobre las máquinas de escribir —cada cual ha traído la suya—, al objeto de rellenar las partes de los capítulos que yo he ido dejando en el aire en los últimos siete años. Mi madre nos sirve unos espesos cereales soviéticos de sémola de trigo que en casa denominamos Kasha Mannaya y que, en realidad, se llaman al revés, Mannaya Kasha, y mi mujer Lourdes mecanografía los capítulos con exceso de correcciones a lápiz o bolígrafo, para presentarlos de la manera más limpia posible al americano. A Raúl, por lo pronto, lo tengo en los episodios de la vida de Hemingway en Key West y en la parte de los bares habaneros (se los conoce mejor que nadie) y a Lichi le han correspondido los episodios más líricos de los recorridos de Hemingway por la cayería del norte de Camagüey (yo les cuento o explico más o menos lo que deben poner y el sentido que quiero darle al tópico); y a Marilyn la he puesto a revisar la gruesa sección de cartas y documentos que quiero colocar al final del volumen. Volumen que ya está bastante crecido y que en tres días debe llegar a más de setecientas páginas llenas a dos espacios. Todo bien hasta el martes 9, cuando recibo la noticia de que el hijo de la gran puta de Mark David Chapman ha asesinado a Lennon en la entrada del Dakota, el edificio de millonarios donde John residía. La noticia, sin embargo, al único que parece afectarle emocionalmente y hacerle bajar el entusiasmo productivo por una buena parte de la mañana es a mí, el único verdadero fan del rock en ese equipo de redactores que he logrado ensamblar para la ocasión. Pero ellos me sacan del pozo. Me animan. Sobre todo, se burlan muchísimo de mí. Raúl, entonces, redacta a toda velocidad un segmento del libro sobre la zona portuaria de La Habana, donde dice que esos sórdidos barrios de prostitutas y marinos yanquis borrachos de la época capitalista que Hemingway conoció habían sido saneados por la Revolución y por la presencia fraternal de los atildados marineros soviéticos. Mi grito de «¡Nooo!» fue seguido de una risotada incontenible y luminosa. Enseguida, el tazón enorme de humeante y espesa Kasha Mannaya —uno por cabeza, y si quieren reenganche, hay más— puso de nuevo la maquinaria del equipo a pleno rendimiento.

El mamotreto llegó a tiempo a manos de Stuart y él dejó su rutilante cheque en manos de Miguel Cossío, un funcionario del Centro Nacional de Derechos de Autor (CENDA). Están ya en los trámites de expedirme, a cambio, un cheque por diez mil pesos —¡pesos!—, cuando les cojo la delantera. Algo que estoy cocinando. Es imprescindible, antes de pronunciarme, consultarlo con Raúl Rivero. «Oye, Gordo, tengo una idea. Mira a ver qué te parece… Donar ese dinero a las Milicias de Tropas Territoriales». Se trataba de una fuerza de civiles voluntarios de reciente creación. El autofinanciamiento era el ideal previsto por Fidel. «¿Qué tú crees, Gordo?». No oculto que él se había hecho sus ilusiones con una parte de esa platica (no recuerdo cuánto) que yo le había prometido. Pero captó de inmediato las posibilidades y me apoyó resueltamente. Tremenda secuencia de jabs que le propinábamos a los funcionarios de Cultura (se quedaban sin mis divisas) y a la gente de la Seguridad (les sacaba de parámetros todos sus argumentos en mi contra). Dos líneas de mi viejo libro de notas: «Y no olvidar que mi primer impulso fue joderle los dólares a Cultura. Y el empingue (molestia) del G-2 por la donación». El caso es que, a quien llamo, para expresarle mi decisión, es a Antonio Pérez Herrero, el secretario ideológico del Partido, un comunista de la vieja guardia con el que he establecido una sólida amistad. Desde luego que se percata de que es una jugada política mía, pero por eso mismo le complace desde el primer momento. Sin embargo, su respuesta es comedida: «Coño, chico, me parece muy generoso de tu parte. Yo voy a consultarlo enseguida con los compañeros de la Dirección. Por lo pronto, yo te felicito personalmente». Al otro día recibí su llamada de vuelta. «En efecto, chico, los compañeros de la Dirección han decidido aceptar tu donación. Y se te va a hacer un acto público y se le va a dar mucha publicidad a tu gesto». Yo realmente me quedé un poco fuera de balance ante el señorío desplegado a partir del concepto de «aceptación»; lo segundo fue la forma tan descarnada en que me ofrecían la publicidad. Es decir, me habían interpretado correctamente: sabemos que es una jugada política y por esa misma razón es que la apreciamos. Pero las cosas cambiaron, sin lugar a dudas. Fíjense, no porque a nadie en esa Dirección le quitara el sueño un chequecito de diez mil dólares, sino porque asumieron de buen grado que yo quería entrar en el juego y que lo había hecho con sutileza e inteligencia. Tiempo después (para que vean algunos beneficios resultantes) Gabriel García Márquez (que ya ha logrado «colársele» a Fidel) le habla al mismo Comandante con el objeto de que autorice el prólogo que me ha ofrecido para el libro de Hemingway apenas nos hemos conocido. «Me han dicho que ese compañero tiene muy buena actitud», le dice Fidel. Después, a través del mismo García Márquez, manda a pedir el libro. Yo vuelvo a usar la vía de Pérez Herrero para el envío, no al colombiano. Así que (creo recordarlo así) a los pocos días llevé al mamotreto de Hemingway con la cajita de fotos a la oficina del secretario ideológico y se lo dejé en las manos de una de sus secretarias, Ileana Martínez, la trigueñita con la que estoy a punto de iniciar una dulce relación. En fin, es necesario decir ahora que yo había pasado una mala época desde la publicación en 1968 de mi libro de cuentos Condenados de Condado, y luego, en 1971, cuando se me quiso involucrar en el funesto caso de Heberto Padilla (hay bibliografía abundante sobre el tema, no me hagan repetírsela aquí) y respondí con mi rabiosa negativa a hacerme una autocrítica junto a él y a una docena de escritores cubanos en una sesión pública de la Unión de Escritores. Desde ese momento, pues, yo me quedé en una especie de limbo social y laboral, pero también mis represores se quedaron sin argumentos viables en mi contra. Hemingway fue la solución. En algún momento del año 1974 el presidente del Consejo Nacional de Cultura, un personaje que infundía terror entre los intelectuales del patio y que había sido designado por la dirección del Partido para «atenderme», me preguntó si yo estaba trabajando en algún proyecto nuevo o si tenía algo en mente para publicar. Yo me había leído el ejemplar de Islas en el Golfo publicado por Alianza Editorial en Madrid y que no se sabe cómo había aterrizado en la modesta biblioteca de la Unión de Escritores. Ahí estaba el proyecto. No había más que seguir los dos recorridos de esa novela; uno, desde Finca Vigía hasta el Floridita, y el de la persecución de los náufragos de un submarino alemán por el archipiélago del norte de Camagüey. «Hemingway», le respondí. «La presencia de Hemingway en Cuba». A Luis Pavón, un hombre menudo, de mirada bondadosa, diríase que hasta triste, pero reconocido por todos mis colegas escritores como Luis Pavor, y a quien acusaban de instaurar una férrea censura de corte estalinista, se le iluminó el rostro.

El autor cree necesario decir que nunca tuvo contacto personal con el protagonista de este libro. Vio a Ernest Hemingway en algunas ocasiones. Pero no tuvo acceso a él, puesto que, entonces, no había interés por ninguna de las dos partes. Tampoco motivo, en realidad. El autor era uno de los tantos muchachos habaneros que podían observar desde una posición bastante cercana a aquel gigante tan famoso que bebía en el Floridita en la década de los cincuenta. Pero de esa posición no pasaba. Un poco más tarde, hacia junio o julio de 1960, en uno de los ascensores Westinghouse de uno de los hoteles al oeste de La Habana, donde vivía John Hemingway, el primogénito del escritor*, y donde luego vivieron ingenieros y especialistas soviéticos y de Alemania del Este, el autor y su futuro protagonista fueron los pasajeros.

También se hallaba el padre del autor, un publicitario que corría, entre otros, con los anuncios de los casinos y los hoteles de la mafia en Cuba. Apenas se abrió la puerta y entramos —Hemingway ya se encontraba a bordo, puesto que había ingresado desde el sótano— el rostro de mi padre se iluminó y dijo alegre y amigablemente: «¡Ah, don Ernesto!», y procedió a abrazarlo de la forma más criolla y efusiva posible. Hemingway sonreía cándidamente bajo los ataques amistosos de mi padre que tantas arrugas le proporcionaban a su guayabera. Prodigaba los «Don Ernesto» y los «¡Qué gusto de verle por aquí!» como si fuera un dueño de restaurante. Nos apeamos en la octava planta. Hemingway continuó hacia uno de los tres pisos que quedaban arriba. Mi padre comentó: «Don Ernesto, caramba. Don Ernesto Jemingüey». Hizo el gesto clásico de los aviadores, con el pulgar hacia arriba. «Buen tipo», afirmó. «Yo no sabía que eran amigos», dije yo. «En mi repuñetera vida lo había visto antes», respondió mi padre.

El también futuro autor reparó unos instantes en Hemingway; lo conocía por las veces que aparecía en las portadas de las revistas y porque, de niño, ya lo ha dicho, lo había visto muchas veces cuando ambos, cada uno por su parte, deambulaban por las estrechas y húmedas calles de la Habana Vieja. Y, por su parte, lo que Hemingway habrá visto —si acaso— en aquel catafalco Westinghouse, sería un jovencito cubano, flaco, de grandes orejas y espejuelos y, si mal no recuerdo, con unos perennes jeans gastados en las rodilleras.

Aquella tarde del ascensor —una de las últimas de Hemingway en Cuba (ahora me doy cuenta, por la fecha)— Hemingway no tuvo la menor intuición de lo que ocurriría una porción de años después, cuando este muchacho de las grandes orejas tuviera franquicia ilimitada para registrar en sus propiedades, dentro de sus papeles. Es totalmente impredecible lo que el americano, celoso defensor de su intimidad, hubiese hecho con este muchacho.

Un año después, Hemingway era el personaje enterrado desde las 10:30 de la mañana del 5 de julio de 1961 en el cementerio de Ketchum, Idaho, de cara a las montañas de Sawtooth, en una tumba que fue abierta entre dos pinos y tapiada al nivel del suelo con una losa de granito, mientras que el autor era ya una especie de exaltado combatiente, militaba en una organización llamada Asociación de Jóvenes Rebeldes y trabajaba en una revista, Mella, de orientación marxista-leninista, que abogaba invariablemente por el triunfo de la dictadura del proletariado. En aquel momento los jeans habían sido sustituidos por un uniforme de milicias y por una enorme, negra, pesada pistola del 38. El primer trabajo que se le asignó entonces, su bautismo de fuego como periodista, fue un reportaje. Sobre Hemingway. El tipo acababa de morir.

Bueno, el trabajo nunca se publicó, por la sencilla razón de que nunca lo escribí. Todavía hoy siento un temor inexplicable por las narraciones ensayísticas y las interpretaciones. No obstante, la tarea asignada me puso en contacto con Tener y no tener y con El viejo y el mar (es decir, me obligó a leerlos) y me permitió entrar en Finca Vigía unos pocos días después de la muerte del americano.

Recuerdo que El viejo y el mar se me convirtió en libro de cabecera, que me enseñó a diseñar un párrafo (al menos a intentarlo) y probar a decir las cosas con claridad. En cuanto a Tener y no tener, donde se nos ofrece esa mezcla de proletario con tipo duro que es Harry Morgan, y se nos desenrolla ese discursito final contra los ricachones que veranean en la Florida, la consideré como una obra cumbre del realismo socialista, ¡mucho más encomiable al venir de la pluma de un yanqui! ¿Primitivismo político? No, no crean. Léanse las críticas de Edmund Wilson y los demás para que vean. La percepción del joven autor ya funcionaba. Solo que le parecía bien lo que a Wilson y los demás les parecía mal: estalinismo a pulso. Eso es lo que olfateaba Edmund Wilson. También recuerdo la finca en aquel momento: la poltrona, los criados, las botellas todavía llenas alineadas en algún estante y un criado llamado René que me impidió sentarme con todos mis arreos militares en la poltrona. (Sí, el periodista que se presentaba en la puerta con aquel cartel de que no se admitían visitas estaba investido a la usanza de la época con todos los recursos de la próxima guerra de trincheras que se avecinaba, no como si se tratara de un reportaje en la casa de un escritor acabado de morir, sino como si fuera a Fossalta del Piave en la época de Adiós a las armas). En verdad, desconozco por qué se me había asignado esta tarea. Quizá haya sido un destello de intuición del director Carlos Quintela —«vaya, si este quiere Hemingway o va a ser un Hemingway, que empiece pues por la punta del hilo»—.

Pero era poco lo que un hombre sediento de acción podía hallar en aquella casa, solo quizá un reportaje tipo Good Houskeeping and Garden. Por otra parte, luego de un breve intervalo en la campaña de alfabetización —por fin una montaña— se me envió a hacer otro trabajo de corte artístico, este sobre José Venturelli, el pintor chileno, que padecía de alguna enfermedad en los pulmones y hacía un mural en un llamado Edificio Odontológico de La Habana; y no sé si aún ese mural estará allí, pero recuerdo que Venturelli tenía una especie de secretaria también chilena que no me alcanzaban los ojos para mirarla y este sí creo que lo hice o le pedí a un colega, Sixto Quintela, que lo escribiera.

El empleado llamado René esperaba de un momento a otro el regreso desde Estados Unidos de Mary Welsh, «la Señora».

En realidad, no recuerdo haber sentido nunca antes, de una manera tan fuerte, que estaba cometiendo uno de los grandes sacrilegios de mi vida, y todo eso me lo hizo sentir René con su voz de comprensión por mi tarea, que yo lo que quería era hacer no sé qué clase de trabajo pero que había una especie de pared de fuego que no me permitía alcanzar mi objetivo. Había también que entenderlo: ese diablo de periodista con orejas grandes poco faltó para que se acomodara en la poltrona de Papa. Tiempo después, cuando la finca fue prácticamente mía, comprendí la cosa y, aunque ya René Villarreal no estaba por los alrededores, respeté el lugar y nunca me senté en la poltrona de Papa. Bueno, sí, creo que una vez me recosté allí, creo que también desde entonces, cuando apoyé el cuello en aquellas telas de floripondios estampados y puse mis revolucionarias nalgas a oprimir los mismos muelles que las sagradas nalgas de Hemingway oprimieron, y también con un poco de cojones de ambos depositados sobre los mismos floripondios, mis jugos literarios comenzaron a fluir con mayor intensidad y facilidad. Desde entonces soy un celoso defensor de los párrafos bien cuadrados y de la palabra «bastardo», cuya mejor traducción al español, como ustedes saben, sería «cabrón» o «hijo de puta», pero con nada de esto, no obstante, tenemos solucionado que uno vio a Hemingway en algunas ocasiones, pero no tuvo acceso a él.

En julio de 1973, el autor fue convocado a la presidencia del Consejo Nacional de Cultura, donde el compañero Luis Pavón lo invistió de su nueva tarea revolucionaria. «Norberto, el Buró Político ha decidido que escribas un libro sobre Hemingway». A continuación, recibió una petición de la «Presidencia» para que inspeccionara el Museo Hemingway y recomendara algunas actividades y posibilidades al respecto, señalando qué interés podía resultar de ellos. El primer foco de interés fue que el autor abrió una gaveta de un archivo metálico y encontró el Premio Nobel, el diploma acreditativo de Hemingway de tal galardón, y una docena de fotografías inéditas, cartas, cuentas de banco, las galeras anotadas por Hemingway de A través del río y entre los árboles, un cuaderno de navegación o de bitácora escrito por él y el guion de El viejo y el mar, también con sus anotaciones al margen del puntilloso novelista.

La idea o proyecto de escribir sobre Hemingway surgió entonces con fuerza y de manera inevitable. Por otro lado, la proximidad de un mejoramiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos hacía presumir que pronto desembarcarían en Finca Vigía los profesores universitarios e investigadores que se habían mantenido, contenido, al otro lado de la corriente del Golfo por razones de fuerza mayor. Más de una década alejados del santuario de Hemingway.

Desde aquellos días el autor estuvo enfrascado, aunque con sus intervalos de refrescamientos en otras tareas, en la misión de reconstruir la vida cubana de Hemingway y glosar unos doscientos documentos seleccionados entre cerca de dos mil papeles que se conservan en Finca Vigía. Pero considera que le ha sacado bastante provecho. Y él que creía que nunca iba a hacer algo semejante, porque la verdadera lección hemingwayana nos muestra que esto no debe hacerse si no quieres caer en la trampa profunda de los biógrafos que finalmente ven cómo sus ansias de novelistas se quedan en el muelle…

Pero había tenido que jugar cabeza porque la verdad era que no resultaba fácil llegar a la papelería. En realidad, en Finca Vigía, la documentación de valor real se encuentra en una, dos o tres hojas en su buró y lo que pueda encontrarse en libros, esencialmente media docena de notas al margen.