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Portada del Libro La finca de un naturalista

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Alexander F. Skutch

La finca de un naturalista

Nota editorial

Este libro fue publicado originalmente en inglés en 1980, la primera edición en español es de 1985. Desde entonces muchos de los nombres y datos mencionados en el texto original han cambiado. No obstante, por su valor histórico, la presente edición conserva sin modificaciones el texto. Para las actualizaciones tanto de nombres comunes como de los científicos, se recomienda consultar La Lista Oficial de las Aves de Costa Rica que la Asociación Ornitológica de Costa Rica (AOCR) actualiza anualmente (http://www.avesdecostarica.org/la-lista-oficial-de-las-aves-de-costa-rica.html). Sin duda alguna, se reconoce La finca de un naturalista como una de las mayores contribuciones al conocimiento (y aprecio) de la historia natural de Costa Rica.

Para leer otros escritos de Alexander Skutch, existe una biblioteca en línea con parte de sus publicaciones: www.alexanderskutch.com.

Los editores

Introducción

Con casi una veintena de libros y más de doscientos artículos sobre la Naturaleza de América Central, en particular los pájaros, dentro de un período comprendido desde 1926 a 1984, Alexander F. Skutch constituye probablemente una de las mayores autoridades, si no la mayor, en la materia. “Skutch es hoy día único en ornitología”, ha dicho Eugenio Eisenmann del Museo Americano de Historia Natural. “Es una regresión o tal vez una continuación lógica de los naturalistas pioneros. Sabe de historia natural y de biología general sobre los pájaros tropicales americanos, más que ninguno”.[1]

A pesar de su abundante labor escrita sobre flora y fauna tropicales, producto de observaciones e investigaciones en Jamaica, Panamá, Honduras, Guatemala, Venezuela, Ecuador y Costa Rica, que comenzó a divulgarse desde 1926 en publicaciones especializadas de Historia Natural (revistas o boletines sobre botánica, ornitología y reino animal) y, posteriormente, en libros patrocinados por instituciones, como “Cooper Ornithological Society” y “Nuttall Ornithological Club”, Skutch es prácticamente desconocido para el lector centroamericano. Excepto por algunos artículos aparecidos en revistas costarricenses vinculadas a la Universidad de Costa Rica —principalmente sobre temas filosóficos— y la publicación por entregas del capítulo “Un año tropical” del presente libro, en el semanario La Prensa Literaria de Managua, así como el libro Aves de Costa Rica que se editó con patrocinio de doña Marjorie Elliot de Oduber, en aquella época la Primera Dama de Costa Rica; no sé de otra publicación suya en español entre nosotros.

Tal limitación se debe a que sus obras, escritas en inglés y editadas en Estados Unidos la mayor parte, han quedado restringidas para el consumo de cierto público norteamericano, de los especialistas, y eventualmente de algún aficionado a la naturaleza, como es mi caso. Se comprende que dado el rezago editorial en nuestro medio, parezca difícil la publicación de escritos como los de Skutch aunque no deja de causar cierto asombro penoso el hecho de que tantos libros que se refieren a nuestro medio natural, sobre cosas que nos rodean, con las cuales convivimos a diario, escritos en un lenguaje ameno, que abordan incluso temas de filosofía aplicables a nuestra vida diaria, permanezcan separados del pueblo, en parte por la barrera del idioma y en parte por pobreza editorial.

El hecho cobra mayor importancia si nos damos cuenta además de quien es el autor del que hablamos. Porque Skutch es no solo un naturalista de valía, buen escritor, filósofo, sino también una personalidad muy interesante. Nacido en Baltimore, estado de Maryland, Estados Unidos, en 1904, en una casa no muy apropiada para quien gusta de la naturaleza silvestre —según dice en sus recuerdos de infancia—,[2] el sitio tenía la ventaja de su proximidad a una de las regiones más agradables del mundo: el suavemente ondulado piamonte de Maryland. Más tarde, la familia se trasladó a una finca que el padre compró. Para el niño, ya de tres años, aquello fue su paraíso. Una vieja y blanca casona sobre una colina en medio del césped sombreado de tilos, arces y otros árboles. Más allá un huerto, campos cultivados, potreros y bosques. En la casona había muchos cuartos, muchos cuadros en las paredes, y filas y filas de libros en anaqueles protegidos con vidrio, pues a su padre le gustaban las buenas ediciones. La finca se destinaba a labores agrícolas, con cierta industrialización naciente. La trilladora, que llegaba de temporada a trillar el trigo después de su recolección, era todo un emocionante espectáculo para la chiquillada. Por otra parte, no faltaba un caballo ni ciertas aves domésticas que el padre, “más generoso que prudente”, solía llevar de cuando en cuando, en calidad de mascotas: un gallito y dos gallinitas de raza enana Bantam, una pareja de faisanes verdes, una gallina de Guinea. La muerte de una de las gallinitas Bantam, provocó la primera efusión poética del pequeño Alexander: una sentida elegía. Ya desde entonces “tenía un corazón compasivo hacia toda cosa viviente”, según declara él mismo.

Al padre le encantaba el campo y hacía excursiones con sus hijos —el mayor era Alexander—, por la finca y sus alrededores, donde entonces casi no circulaban vehículos motorizados. Regresaban a casa trayendo flores silvestres, tortugas que luego soltaban en el jardín, y en el otoño, ramas cargadas de hojas doradas.

Por ese entonces hizo sus primeras letras en una academia del condado, con buen suceso, al parecer porque le agradaba su profesora que sabía leer tan vívidamente viejas historias sentimentales que humedecían los ojos, y que además decoraba con estrellas doradas los cuadernos de quienes se destacaban por su excelencia, Skutch guarda de ella un grato recuerdo. Cuenta que después del segundo grado, en que ella fue también su profesora, él pasó a otra escuela para seguir sus estudios. Un día, hallándose en clase en esta segunda escuela, lo llamaron para que saliera al vestíbulo; allí se encontró con su antigua profesora, quien le preguntó algunas cosas y antes de partir se inclinó para darle un beso. Nunca más la volvió a ver. Ya adulto, Skutch recordaba felizmente este hecho como significando que él debió ser esa clase de niño que agradaba a la gente mayor, y esa clase de alumno que hacen de la enseñanza algo placentero en vez de una ocupación tediosa.

Teniendo ya doce años, una tarde, el regresar del colegio se encontró con un hecho desolador: a su padre le iba mal en los negocios, y sin que sus hijos lo supieran, se había declarado en quiebra. Por la mañana, mientras el adolescente Skutch se hallaba en la escuela, la finca con todo y enseres había sido subastada. “Cuando supe lo ocurrido, lloré; y para consolarme, mi padre me dio un reloj de oro que había sido suyo. Así aprendí desde temprano las duras consecuencias de la insolvencia, una lección que nunca olvidé, prefiriendo privarme de todo, excepto de las cosas más indispensables, antes que incurrir en deudas”.

Después de este suceso, la familia pasó a vivir en una casa nueva, que el padre, “cuyos gustos eran mejores que su habilidad para los negocios”, se hizo construir en los alrededores de Baltimore. Aquí pasó Skutch el resto de su adolescencia y su juventud. El lugar tenía la ventaja de estar cerca de un bosque donde escurría una quebrada de aguas cristalinas. A este bosque venía, y se sentaba sobre unas rocas salientes a leer Homero, Keats, Wordsworth, o intentaba “resolver algunas de las perplejidades de un joven que adoptó el principio socrático de que una vida sin análisis no es digna de vivirse, y que consecuentemente no aceptaba todas las ideas de sus mayores. Entre otras cosas, después de leer la poesía y los ensayos de Shelley, no podía continuar comiendo la carne de animales sacrificados, actitud que me hizo entrar en conflicto con mi padre y el médico de la familia, mi tío, quien predijo, falsamente, que mi salud sufriría a causa de una dieta insuficiente”.

A los 17 años el joven Skutch ingresó a la Universidad John Hopkins, donde su vocación por la Biología y en particular por la Botánica, se orientó felizmente hasta graduarse en 1925. Durante el verano del año siguiente fue a Jamaica para efectuar estudios sobre el banano. Posteriormente, en 1928, recibió su doctorado en Botánica. En noviembre de ese año se embarcó en Nueva York con destino a Panamá, gozando de una beca para profundizar sus estudios sobre el banano en la estación experimental de Changuinola. Tales fueron sus primeros contactos con la naturaleza tropical, que por el resto de su vida, habría de absorberlo enteramente.

Luego, en 1930 pasa una temporada en el centro experimental de Lancetilla, Honduras. Realiza cuatro viajes a Guatemala, a comienzos de los años treinta. En 1935 se traslada a Costa Rica, donde, con ausencias cortas, ha residido en los años posteriores. Entre 1940 y 1941 viaja a América del Sur para levantar una especie de censo sobre las reservas del árbol de hule, por encargo del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos. Después de ese viaje compra una finca en Costa Rica, en 1941, y se establece allí de por vida. Todos estos años de vagabundeo por los trópicos le permiten hacer gran acopio de observaciones que darán material para artículos y libros. Después de establecerse en Costa Rica en su finca, se dedica a labores propias de ella en pequeña escala, a observar y estudiar los seres vivos que le rodean, y a escribir sobre montañas, ríos, árboles y flores, insectos de muchas clases, reptiles y mamíferos, faenas agrícolas primitivas en tierras rústicas, y algo sobre la gente entre quien ha vivido, aunque su tema principal son los pájaros.

¿Cómo definir la obra de Skutch? ¿Se trata de un naturalista, de un escritor, de un filósofo, de un poeta, de un hombre de ciencia, de un viajero? Probablemente sea todo eso y algo más. Muchos textos suyos, constituyen minuciosas descripciones sobre la vida de diversos pájaros, con el ojo de un observador a quien no se le escapa detalle. No es exagerado decir que un dibujante podría sin mucha dificultad, reproducir los ejemplares descritos, como si los estuviera viendo. Los recuentos de actividades de un pájaro que construye su nido, o de una pareja alimentando a sus pichones, es como ver una película en cámara lenta. Skutch aplica todos sus sentidos para percibir todas las sensaciones que puede comunicarnos un ser vivo. Puede pasar muchas horas encerrado en su escondite de tela a escasos metros de un nido, o permanecer inmóvil el tiempo suficiente para dejar que un colibrí se acerque hasta casi tocarlo. No hay hora del día o de la noche en que falte a una cita para observar el nacimiento de un pichón o el cambio de guardia cuando ambos padres empollan a sus crías. Tampoco la lluvia, el frío, el calor o las molestias de los insectos son obstáculo para quien pasa horas y horas a la expectativa de algún acontecimiento que le permita conocer los hábitos de anidación, empollamiento, crianza de los pichones, aseo del nido, cooperativismo entre ciertas especies. Tal esfuerzo ha sido generosamente compensado —no solo por el conocimiento en sí, sino también con la vivencia de ciertos hechos singulares que le permiten añadir a sus descripciones y relatos, cierto sabor anecdótico, algunas reflexiones filosóficas y no pocos momentos de humor y poesía—. Esa parte de su obra, vinculada a las ciencias naturales, constituye una importantísima contribución en el campo de su especialidad, y es la que ha recibido mayor reconocimiento, dando oportunidad a la publicación de sus libros con el patrocinio de sociedades y universidades norteamericanas interesadas en la naturaleza, así como el apoyo mediante becas de la Fundación Guggenheim y del Museo Americano de Historia Natural, y al otorgamiento de honores, como la medalla Burroughs que se le concedió por el presente libro, en el año 1983.

Otros textos de Skutch abordan temas meramente filosóficos, si bien, encuadrados dentro de sus experiencias personales sobre la vida animal y vegetal. El modelo de vida que ha escogido y sus relaciones con el mundo viviente que le circunda, dan pie para numerosas y agudas disquisiciones filosóficas. Son estos escritos los que han despertado mayor interés en Costa Rica, según infiero por las traducciones y publicaciones que se han hecho de algunos de ellos, así como por la inclusión de su nombre en el libro del profesor Constantino Láscaris Desarrollo de las ideas filosóficas en Costa Rica.[3] Dentro de esta misma línea cabría incluir dos libros sobre religión, en uno de los cuales, “The Golden Core of Religión”,[4] que tuve la oportunidad de leer, analiza el origen de las religiones dentro de una perspectiva antropológica.

Los vagabundeos de Skutch por las regiones tropicales americanas dieron origen a escritos de viajes, en los que nunca falta su ojo de naturalista y su mente observadora, anotando cuanto puede ser de interés para el geógrafo, el geólogo, el botánico, el ornitólogo.

Contribución no menos importante que su obra escrita de naturalista y filósofo, para el centroamericano y en general para cuantos amen la naturaleza, ha sido la propia vida de Skutch, verdadera encarnación de sus ideales, parte de la cual se narra en este libro. No estimo necesario añadir más sobre ella, dejando que el lector juzgue por su cuenta, pero haré un breve paralelo. Cuando se conoce un poco de su vida, es difícil sustraerse al recuerdo de ese otro gran naturalista y filósofo norteamericano, Henry David Thoreau, quien abandonó la ciudad de Concord para irse a vivir en una cabaña que construyó con sus manos, en un bosque a la orilla de la laguna de Walden, donde estuvo residiendo por dos años enteramente solo, cultivando su propio plantío de frijoles para alimentarse, excursionando por los alrededores —posiblemente con todos sus sentidos aguzados y desarrollados como los de los mismos animales cuyas huellas observaba o como los de los antiguos indios, de cuya desaparición y exterminio se lamentaba. Allí escribió muchas páginas de diario —que luego pasarían a sus libros—, en las que anotaba cuanto veía en los bosques: los movimientos de una ardilla, los ruidos que hacía la nieve al romperse entre los pinos, un incendio forestal con todo su terrible fulgor, la descomposición del cadáver de un animal dando lugar a nuevas formas de vida, y también sus mordaces críticas sobre economía y política, opiniones sobre religión, amistad, educación. A Thoreau le han llamado el Solitario de Concord. No fumaba, no bebía alcohol, nunca comió carne, vivió célibe toda su vida. Leyendo a Skutch, se evoca a Thoreau no solo por sus similitudes sino también por sus diferencias cuando se refieren a los mismos asuntos. Thoreau era un solitario confeso, rehuía la compañía humana, no le interesaba la vida familiar y se complacía en exaltar la vida salvaje, justificando en esta, a veces con regocijo, sus mayores crudezas. Skutch en cambio, no es un solitario, vive apartado pero en un hogar y se mantiene relacionado con mucha gente mediante correspondencia y algunos contactos personales, tiene un alto concepto de la vida familiar y es un ser compasivo, que se conduele de las brutalidades y horrores de la naturaleza, al grado de emitir juicios condenatorios sobre esta. Para Thoreau, la naturaleza era inmoral. Léase este párrafo suyo: “Me gusta comprobar que la naturaleza es tan rica en vida que puede sacrificar miríadas de seres y puede sufrir que los unos devoren a los otros; que los organismos delicados pueden ser aplastados tan serenamente como la pulpa; que las garzotas se engullen a los renacuajos, y las tortugas y los sapos pueden ser aplastados en el camino. Debemos darnos cuenta de la poca importancia que debe concederse a ese riesgo de accidentes. La impresión que produce a un hombre prudente es la de la inocencia universal. El veneno no es venenoso en fin de cuentas, ni hay herida fatal alguna. La compasión es un fundamento completamente insostenible”.[5]

Semejante filosofía, trazada con los rasgos broncos que caracterizan a Thoreau, no puede ser nunca la de alguien como Skutch, espíritu bondadoso y compasivo con toda criatura viviente, a quien tal vez Thoreau le hubiera reprochado su conmiseración, si bien no dudamos que Gandhi o San Francisco de Asís lo considerarían entre sus discípulos. En el capítulo final de este libro, “Fotosíntesis y Depredación”, se resumen con amplitud y claridad las reflexiones de Skutch sobre el drama que se da en la naturaleza entre sus criaturas, en su lucha por sobrevivir. La lucidez con que aborda el tema, así como la expresión sencilla y amena que caracterizan al autor, nos permiten calar toda la profundidad de su pensamiento y ponernos en contacto con su alma sensitiva. El contraste entre ambos escritores, no puede quedar mejor resaltado después de la lectura del capítulo final.

En estos tiempos, en que los gobernantes de las grandes potencias se plantean la supervivencia de nuestro planeta a base de construir bombas terribles, misiles, misiles anti-misiles y escudos de defensa con propósitos disuasivos y defensivos frente a una posible “guerra de las galaxias”, no deja de ser oportuno y esperanzador que aquí en nuestra pequeña América Central, un naturalista y filósofo que dejó su frío país del norte para venirse a convivir con nosotros en los trópicos cálidos y húmedos, concluya este libro proponiendo frente al drama planteado, una salida que si bien, parece cosa de ángeles, no por eso deja de ser realizable; un reto —si se le puede llamar así— en el que las armas sean la moderación y la libertad, para que la raza humana, libre de excesos de toda clase, pueda seguir “medrando por un largo período sobre un planeta que se mantendría fecundo y bello”. ¡Qué bueno si los gobernantes creyeran más en la prudencia de sus sabios que en la audacia de sus generales!

Concluyo, refiriéndome brevemente al trabajo de traducción desde dos aspectos, uno global y otro particular. El texto preliminar en su totalidad fue revisado por el autor, poniendo énfasis en aquellos detalles de carácter técnico y de interpretación propiamente dichos. Agradezco su ayuda y paciencia, que me han sido de gran valor, así como su autorización de traducir la obra, que constituye para mí un honor. Ello no me exime por supuesto de la responsabilidad por cualquier error de traducción, que asumo enteramente. El otro aspecto, se refiere a los nombres de pájaros utilizados en la traducción. Con excepción de cuatro especies señaladas en el índice, estos corresponden a la LISTA DE PÁJAROS DE COSTA RICA SEGÚN LOCALIDAD elaborada por F. Gary Stiles y T. James Lewis en 1980, que constituye quizás el primer intento serio de proveer una nomenclatura estándar para las aves del neotrópico. A ellos también mi reconocimiento por el permiso concedido. Con el propósito de ayudar al lector centroamericano en la tarea de identificar ciertas especies que tienen distintos nombres vulgares en cada país, se anotan al final del libro, en un índice, aquellos de uso más popular y que ha sido posible obtener, al lado de su nombre científico y del utilizado por el traductor. Los nombres vernáculos, son obra del pueblo. Muchos de ellos constituyen verdadera poesía condensada. Son los brotes con que un idioma se renueva. No creo que la adopción de una lista oficial elaborada con propósitos de comunicación universal, los hará desaparecer. Ojalá así sea.

Para terminar, considero de justicia referirme a los escritores nicaragüenses Jorge Eduardo Arellano y Juan Aburto Díaz por su ayuda en la obtención de ciertas fichas bibliográficas; Jaime Incer Barquero, quien me inició en el conocimiento de Skutch desde 1960, por su asistencia en numerosas consultas científicas y lingüísticas, y Octavio Robleto, primer lector de este libro en su versión preliminar, cuyo conocimiento del campo y de su lenguaje hizo posible la utilización de términos rurales más felices que los escogidos originalmente, así como por el animoso entusiasmo con que acogió la idea de esta traducción y con que fue leyendo los manuscritos a medida en que estos se producían. A todos ellos, mi agradecimiento.

Raúl Elvir (traductor)

[1] Frank Graham Jr. “Alexander Skutch and the appreciative mind”, Audubon 81/2 (1979), 82-96.

[2] Alexander F. Skutch, “The Imperative Call” University Presses of Florida, (1979). Esta cita y las siguientes sobre su infancia y juventud fueron tomadas de los capítulos 1 y 2, pp. 1-21.

[3] Constantino Láscaris, “Desarrollo de las Ideas Filosóficas en Costa Rica”, Universidad Autónoma de Centro América, Editorial Studium, (1983): 301-308.

[4] Alexander F. Skutch, “The Golden Core of Religión”, London, George Alien and Unwin Ltd., (1970), Aberdeen University Press.

[5] Theodore Dreiser, “El Pensamiento Vivo de Thoreau”, Editorial Losada, Buenos Aires, (1944): 37-38.

Prefacio

Tanto el naturalista como el finquero mantienen relaciones con la naturaleza, pero con intereses, ocupaciones y propósitos que son muy diferentes, y a menudo contrarios. El naturalista desea observar y comprender a la naturaleza; el finquero hacerla producir cosechas que puedan venderse con provecho. Al naturalista le conciernen principalmente la flora y fauna nativas; al finquero, las plantas de cultivo y los animales domésticos que son casi siempre de origen foráneo. Al desmontar la tierra para sus siembros y sus hatos, el finquero destruye lo silvestre que el naturalista está ansioso de preservar; para evitar las depredaciones de las criaturas salvajes, el finquero combate animales que el naturalista protege. El naturalista a menudo se esfuerza por obtener recompensas inmateriales de experiencia y conocimiento, tan vigorosamente como lo hace el finquero por recompensas materiales de alimento y dinero.

A causa de tales contrastes, se comprenderá que el naturalista dedicado a labores de finca, o el finquero que llega a interesarse profundamente por la naturaleza silvestre, de repente se encuentren en situaciones de perplejidad y encaren decisiones difíciles. Ello es especialmente cierto si cultiva su finca en medio o al lado del bosque tropical lluvioso, con su vasta diversidad de plantas y animales, algunos de los cuales pueden dañar sus cosechas. En compensación de tales dilemas a menudo dolorosos, su finca muy probablemente incluirá áreas silvestres además de las cultivadas, pudiendo así mantener una variedad de cosas vivientes mayor de las que ya sea el bosque o la plantación por sí solos podrían abrigar. Si vive en actitud perceptiva, sus experiencias le darán profundidad a su comprensión de los problemas que confrontan los conservacionistas en un mundo superpoblado, y hasta quizás se dé más cuenta exacta de la gloria y tragedia de la vida en un planeta excepcionalmente favorecido, que tenazmente persiste en producir más criaturas vivientes de las que puede sostener.

En un libro anterior, Un naturalista en Costa Rica,[6] relaté cómo vine a Los Cusingos, la finca tropical donde he residido por cuarenta años aproximadamente, y establecí mi hogar. Para beneficio de los lectores que no están familiarizados con aquel libro, comenzaré este repitiendo, en el primer capítulo, algunas de las cosas escritas entonces, incluyendo una breve descripción de la finca, así como de la casa que con ayuda de unos carpinteros construí en ella. El resto de este libro contiene material enteramente nuevo, o tratamiento más amplio de temas que, por falta de espacio, recibieron solo mención de pasada en el anterior. El segundo capítulo sigue, mes a mes, los cambios estacionales de un año tropical y su influencia sobre la vida vegetal y animal y sobre las actividades de la finca misma. Luego refiero ciertas experiencias memorables que no he contado en otra parte —historias de los pájaros más simpáticos con que he llegado a intimar, de ciertos cuadrúpedos que viven cerca de mí, de árboles, flores e insectos, de animales domésticos, de peces que nadan en las pozas rocosas de la finca—. Otros capítulos se relacionan con ciertos problemas que presenta la vida en los trópicos prolíficos, y cómo he tratado de resolverlos.

En el penúltimo capítulo, llevo al lector fuera de la finca hacia una parte de Costa Rica que si bien no demasiado lejos, tiene un clima muy diferente, con una flora y fauna distintas, y menciono los enormes cambios de que he sido testigo allí. Sin entrar en fatigosos detalles, he intentado presentar un perfil transversal de la vida maravillosamente variada que me rodea. En el capítulo final hablo de mi actitud hacia la vida, en su aspecto más amplio, que en primer lugar me trajo aquí, y al paso de los años, se ha ido modificando y refinando según mis pensamientos y experiencias.

[6] Alexander F. Skutch, A Naturalist in Costa Rica (Gainesville: University of Florida Press, 1971). Una traducción de este libro al español con el título En las selvas de Costa Rica está en preparación y se espera que salga a luz pública en el presente año (1985).

Reconocimientos

Tres de los capítulos de este libro aparecieron primeramente en Animal Kingdom, publicado por la New York Zoological Society: el capítulo seis salió a luz pública en el volumen 60, páginas 75-79, en 1957; el capítulo nueve en el volumen 68, páginas 168-72, en 1965; y el capítulo trece en el volumen 70, páginas 106-111, en 1967. El capítulo ocho se publicó en el Nature Magazine, ha tiempo desaparecido, volumen 45, páginas 523-25 y 550, en 1952. El capítulo catorce apareció originalmente en el Aryan Path (Bombay), volumen 23, páginas 382-86, en 1952. El Audubon Magazine publicó el capítulo diecisiete en el volumen 61, páginas 20-21, y 76-77, en 1959. Todos estos artículos fueron cuidadosamente revisados, muchos de ellos ampliados con nueva transformación, y los títulos de algunos se cambiaron. Estoy en deuda con los editores o publicadores de estas cuatro revistas por permitirme usar en este libro material aparecido de primero en sus páginas. También agradezco a Frank Almeda y William Burger la denominación de especímenes botánicos, y a William A. Bussing la identificación de los peces en el capítulo dieciséis. El artista se une a mí rindiendo las gracias a la Western Foundation of Vertebrate Zoology de Los Angeles, por suplir espacio y material de trabajo mientras dibujaba las ilustraciones.

Alexander F. Skutch

detalle de una hoja

LA FINCA

Quería yo estudiar las cosas vivientes, en especial los pájaros, residir entre ellas, y vivir en armonía con ellas. Aunque no absurdo, este triple propósito dista mucho de ser común. Los biólogos profesionales solo excepcionalmente hacen sus casas cerca de la naturaleza silvestre; ellos llevan los organismos que estudian a laboratorios bien equipados, donde los someten, con demasiada frecuencia, a experimentos dolorosos. O trabajan en museos situados en grandes ciudades, describiendo y clasificando especímenes que fueron en su mayoría colectados por otros. Sus ocasionales excursiones al campo son a menudo viajes de recolección, en que muchas cosas vivientes mueren para convertirse en especímenes.

Contrastando con esa gente, dispuesta a sacrificar casi todo en aras del conocimiento, cuyo mayor triunfo puede ser expresar sus descubrimientos en una fórmula matemática o en una escueta “ley”, están aquellos que viven cerca de la naturaleza por cuanto esta les ofrece de paz, belleza y alivio. Sus contactos con las cosas vivientes que les rodean, satisfactorios en alto grado para ellos, pocas veces contribuyen a la suma de los conocimientos científicos. Raramente hacen sostenidas y cuidadosas observaciones ni conservan detallados registros que puedan aumentar nuestro entendimiento.

Yo quería vivir con simplicidad en un asentamiento natural aún no expoliado, estudiando mientras tanto la naturaleza como científico, todo sin dañar los objetos de mi estudio o las cosas vivientes alrededor mío. Esta combinación poco usual de propósitos no era fácil de realizar. Durante una década, anduve errante en la América tropical, viviendo por meses, y hasta por más de un año a veces sin discontinuidad, en chozas alquiladas o prestadas, fincas hospitalarias, ocasionalmente en una estación experimental, mientras intensamente observaba pájaros y colectaba especímenes botánicos para sostenerme. Cuando pasaron los años y mi creciente volumen de registros vino a ser muy engorroso de transportar, siempre con algún riesgo de perderlo, sentí cada vez más la necesidad de una casa permanente donde pudiera reunir mis libros y notas alrededor mío, preparar mis observaciones para su publicación, y continuar estudiando la naturaleza en mi propia heredad.

ilustración de un tucán

Tucancillo Piquianaranjado

Al llegar este momento, pensé en el valle de El General, donde nace el río Térraba sobre la vertiente del Pacífico al Sur de Costa Rica, y en donde yo había pasado con anterioridad dos años y medio fructíferos, estudiando pájaros y colectando plantas por varias localidades. En aquellos días, antes de que la Carretera Interamericana cortara a través la longitud del valle, esta era una región aislada, rodeada de bosques escasamente despalados y accesible con facilidad solo por aire. Únicamente un largo sendero escabroso, que atravesaba el bosque y pasaba sobre las altas y peladas cimas de la cordillera de Talamanca, la conectaba con el centro del país. San Isidro de El General, ahora una ciudad episcopal, y bullicioso centro comercial, era entonces apenas una pequeña villa con unos pocos almacenes que vendían ropa barata y artículos hogareños a clientes que andaban por lo común con los pies descalzos. De aquí salían en todas direcciones caminos de tierra entre parches del bosque original y fincas tan recientemente descombradas que los troncos chamuscados y los tocones se aglomeraban en desorden sobre los campos. Ningún vehículo motorizado levantaba polvo en estas tierras rústicas, todavía. El aeroplano traía el correo y las mercancías, y una estación de radio proporcionaba la comunicación más rápida con la capital, San José.

Sobre mi caballo bayo, Bayón, cabalgué por varios días alrededor de la región, visitando fincas que pudieran ofrecerse a un extranjero recién venido con un pequeño capital a este valle donde el dinero era escaso y de mucho valor. Finalmente, en marzo de 1941, encontré la finca que prometía colmar mis sueños. A una altitud de aproximadamente setecientos sesenta metros, se extendía a lo largo de la margen occidental del río Peñas Blancas, un ancho torrente de montaña que se precipitaba clamorosamente sobre un lecho sembrado de grandes piedras, que traía agua cristalina y fresca desde las elevadas y boscosas laderas de la cordillera de Talamanca situada al norte. Una loma escarpada, aún árbolada la mayor parte, recorría casi la longitud total de la finca. Entre la loma y el río se recostaban, casi a nivel, terrazas que entre altos y escarpados riscos caían hacia los bancos de tierra negra, excesivamente pedregosos pero fértiles, donde el río había corrido en épocas pasadas. Tres cursos de agua permanentes atravesaban la finca, dos cerca de su extremo norte, el tercero por el lado occidental. En la estación lluviosa otros dos riachuelos fluían también a través de la propiedad.

Esta finca pertenecía a Francisco Mora, conocido como don Chico, un incansable pionero que alternaba entre buscar tesoros en los entierros de los antiguos indios y convertir la montaña en fincas, que pronto las vendía para moverse a una nueva tierra. Tenía cerca de veinte áreas de café en plena producción, una pequeña porción de banano, pastos extensos, algunos árboles frutales y alrededor de ochenta áreas de caña de azúcar, con un trapiche movido por bueyes, debajo de un gran cobertizo de paja, que convertía el jugo de caña en redondos ladrillos de azúcar morena.

Mi mayor interés era el bosque. Me entristecía ver que varias hectáreas de este habían sido tumbadas y quemadas, tan recientemente que algunos troncos postrados humeaban todavía. El potrero sobre la empinada ladera al lado de la terraza donde construiría mi casa, estaba cubierto en desorden con grandes troncos en decadencia. No obstante un trecho grande de bosque permanecía sin expoliar, con árboles ascendiendo hasta cuarenta y cinco metros, multitudes de palmeras con esbeltos y encumbrados troncos, orquídeas y muchas otras epífitas sobre los árboles, y debajo, bastantes palmeras de poca altura, arbustos florecidos, y hierbas de grandes hojas. En este bosque vivían tinamúes, pavas, codornices, trogones, colibríes, tucanes, carpinteros, trepadores, pájaros hormigueros, saltarines, cotingas, mosqueros, mieleros, tangaras y fringílidos, junto con Monos Cara Blanca, Pizotes, Guatusas, Venados Selváticos[7] y otros mamíferos. El bosque contenía casi todo lo que un bosque lluvioso debe tener en esta región, excepto animales grandes tales como Jaguares, Pumas, Manigordos, Dantas y jabalíes, que el sitio demasiado pequeño no podría sostener, y a mí no me hacían falta. Descubrir los nidos y seguir el ciclo de vida de todos los pájaros me mantendría ocupado por años —hay varias especies de las que no he logrado aún encontrar un solo nido, después de casi cuarenta años.

Nadie que esperara hacerse rico como finquero debería haberse comprado semejante tierra rocosa y quebrada, tan alejada como estaba entonces de ferrocarril, carretera o agua navegable. Pero los detalles que a veces harían desesperar de esta al finquero, la hicieron atractiva para el naturalista. Su diversidad de hábitats aseguraba una diversidad de organismos. Las corrientes de agua que ocasionaban problemas de transporte, y necesitaban puentes que se pudrían o eran arrastrados, atraían martines pescadores, alegres Mosqueritos Guardarríos, Cormoranes Neotropicales, fantásticos Gallegos Grises o Garrobos y otras criaturas que encarecían el conjunto. Cuando me encontré con que don Chico vendería su tierra a un precio dentro de mis escasos recursos, la compré, tomando cariñosamente bajo mi protección toda esta vasta diversidad de riqueza natural. Al fin, ahora podría habitar dentro de un marco natural no expoliado, estudiar la naturaleza en mi propia heredad e intentar vivir en armonía con la vida fecunda que me rodeaba.

Don Chico vivía con su compañera, el pequeño y rubio hijo de ambos, y varios chanchos grandes, en un rancho de paja, de poca altura, sin piso situado al borde de un alto risco boscoso cerca de una quebrada, sitio que permitía la conveniente disposición de la basura con solo tirarla por la puerta de atrás. El contrato de venta le daba el derecho de permanecer allí, sin los cerdos, hasta que terminara de edificar una casa nueva en la tierra que había adquirido al otro lado del río Peñas Blancas —período que se extendió sobre un año.

Decidí construir mi casa sobre una elevada terraza que daba de cara al sol naciente, las montañas y el río, cuya voz suavemente murmurante en la estación seca, tonante en el lluvioso octubre, revelaba sus fases cambiantes. El río, o la quebrada que desembocaba en este, casi enfrente del sitio de la casa, me supliría agua cuando no pudiera captar la suficiente del techo para las necesidades hogareñas, lo que raras veces sucedió excepto en la estación seca. (Pasaron años antes de que pudiera tener agua de cañería). Este lugar cerca del agua y sin embargo por encima del río lo bastante para no estar en peligro durante las inundaciones más altas, había sido favorecido evidentemente por mis predecesores de antaño. Cavando en el jardín, he encontrado tiestos de cerámica indígena y una volante de rueca de arcilla. Piedras que usaron probablemente para moler maíz yacían alrededor. La cima de la empinada colina detrás de la casa era su cementerio. Y la gran roca de cara superior suavemente inclinada que se erguía en la vecindad de la quebrada, estaba grabada con curiosas espirales, de misteriosa significación, que los aborígenes habían esculpido. Este enorme bloque de andesita vino a resultar muy útil para secar al sol los frijoles y el maíz recién cosechados.

La casa de cinco habitaciones que planifiqué sería hecha casi totalmente con materiales locales disponibles. Solo la cerrajería y una bolsa de cemento vinieron de fuera del valle, necesariamente por aire. Las piedras tan abundantes en los bajíos y los lechos de las corrientes sirvieron como bases para levantar la construcción, apartándola del suelo húmedo, los comejenes, y las culebras. Un hombre experto en el manejo de la hachuela, labró en el bosque las soleras más pesadas de madera fuerte y duradera. Las piezas más livianas y las tablas, fueron traídas en carreta de bueyes, desde un pequeño aserradero a través del valle en San Isidro, distante trece o catorce kilómetros, por caminos sinuosos. Puesto que el aserradero no tenía máquina cepilladora, muchas tablas se alisaron con cepillo de mano. Las tejas para el techo fueron suplidas por un finquero de La Hermosa, a seis kilómetros y medio. No siendo un tejero experto, las tejas resultaron de inferior calidad pero las mejores que pude conseguir. Por cienes se quebraron cuando la carreta que las traía, daba tumbos sobre escabrosos caminos contra piedras y raíces. Sin embargo, entre ocasionales reemplazos y remiendos, las sobrevivientes de esta travesía han conservado la casa seca por casi cuarenta años.

Proyecté mi casa para ser económica y durable más que elegante. Para las paredes escogí el bahareque, tipo de construcción antiguamente muy difundida en Costa Rica, como en otras partes de Latinoamérica, pero ahora poco usada, pues consume mucho tiempo, requiere mano de obra cara, y para ser segura, necesita de madera pesada que ha venido a ser costosa. Sobre ambas caras de los fuertes cuartones verticales o gigantones, se clavaron horizontalmente, a intervalos de unos cuantos centímetros, tallos de caña brava que crece a lo largo de los ríos. El espacio de diez centímetros entre las dos series de cañas se embutió con arcilla extraída de la colina detrás de la casa. La arcilla había sido amasada con agua en un pozo seco, por caballos que la pisoteaban hasta que se ponía bien pegajosa. Al secarse en las paredes la arcilla se rajó dejando anchas fisuras que fueron resanadas con más arcilla. Cuando se hubo llenado sólidamente el espacio entre las cañas, estas se recubrieron con arcilla, requiriéndose varias aplicaciones para que desaparecieran todas las grietas. Enseguida, las paredes se embadurnaron finamente con excremento fresco de vaca, un magnífico cementante. Este emitía al comienzo un hedor horrible, pero pronto se secó dejando una superficie gris tenue, inodora, que fue admirada por ciertos visitantes sin conocer su origen. Finalmente, las paredes interiores se encalaron, y las exteriores se revistieron con lechada de cemento, de la bolsa que vino por avión.

El trabajo de las paredes se hizo despacio, durante los intervalos en que aminoraban algo las tareas de la finca. No fue sino dos años después de poner las fundaciones, cuando la casa se concluyó. En el interín, fabriqué muebles sencillos, incluyendo mesas, taburetes, gabinetes y estantes abiertos para libros. También compré una finca más grande, con mucho bosque y poco cultivo, que colindaba con la mía al sur. Después de vender parte de esta tierra, me quedaron alrededor de cien hectáreas, cerca de la mitad en bosque primitivo y mucho del resto en bosque de segundo crecimiento. Decidí preservar todo el bosque y plantar únicamente sobre la tierra que ya había sido desmontada.

Después de larga reflexión, llamé a mi finca “Los Cusingos”, nombre local de los Tucancillos Piquianaranjados, que se encuentran solamente en la vertiente del Pacífico al sur de Costa Rica y al otro lado de la frontera con Panamá. No estaba totalmente satisfecho con esta escogencia, pero opté por ella debido a que otros pájaros que yo admiraba más, carecían de nombres que mis vecinos conocieran y pudieran pronunciar. Ahora estoy convencido de lo acertado de mi escogencia; estos ágiles y pintados tucanes han persistido aquí, mientras otros pájaros menos cautos desaparecieron.

Excepto por raras visitas, viví solo durante nueve años. Pero ¿cómo podría estar solo con tanta vida distinta vibrando alrededor mío? ¿Cómo aburrirme con tanto que ver y aprender y hacer? Cuando los nidos de los pájaros residentes se ponían escasos, casi era ya tiempo de observar a los migratorios regresando del norte. La más de las veces siempre había, viviendo cerca de mí, cierta familia que me suplía con algún jornalero y alguna muchacha soltera, que venía en la mañana a cocinar y a limpiar la casa. Tenía vacas para leche, gallinas para huevos, caballos para cabalgar, y todo ese contingente necesitaba mucha atención. Me parecía nunca tener suficiente tiempo para todos los trabajos suplementarios que continuamente reaparecían; recolectar frutas, componer cercos y puertas, reparar goteras del techo, curar animales enfermos, extraer tórsalos de la piel del ganado. Lejos de encontrar depresivas las tardes, con frecuencia largas y lluviosas, me resultaban bienvenidas pues era tiempo para leer, escribir o hacer trabajos de carpintería.

Después de nueve años de celibato, me casé con Pamela, la hija menor de Charles Herbert Lankester, un cafetalero y naturalista autodidacta de amplios intereses. Voluntariamente, ella abandonó la comodidad para vivir con simplicidad en una finca donde faltaban muchas cosas que la gente urbana considera indispensables. Años más tarde adoptamos a Edwin, un tranquilo y prometedor muchacho ya en su adolescencia, quien había crecido en la finca (su padre había trabajado para mí, con intermitencia, por varios años) y se vio sin protección al desintegrarse su hogar. Entonces, ya con más familia y con una biblioteca creciente para la que nunca parecía haber suficientes estantes, añadimos un ala a la casa, originalmente en forma de L.

Nada nos impide construir castillos en el aire exactamente según nuestras especificaciones. Tal vez por esto será que no ponemos fundaciones debajo. Sin embargo, a menos que nos propongamos traerlos a tierra, incorporándolos al frío mundo de la realidad lo mejor que podamos, nunca llegan a ser productivos. Y si bien son capaces de proporcionarnos alegrías y preciosas experiencias, pueden también —¡ay, con mucha frecuencia!— traernos decepciones y tristezas.

Así ha resultado con Los Cusingos. Animales que amaba, enfermaron y murieron. Nidos que encontré después de mucha búsqueda y que deseaba profundamente estudiar, fueron destruidos por depredadores —algo que ocurre con frecuencia en todas partes, pero sobre todo en bosques tropicales—. El río, por lo común una presencia amigable, se ha comportado mal a veces, dañando la finca. Relaciones laborales y disputas con vecinos han sido también causa de problemas. Pocos años después de haber venido aquí, un vecino preparó un escrito acusándome de haber cerrado un camino público que atravesaba la finca de extremo a extremo y persuadió a otros vecinos para que apoyaran su queja. Con la ayuda de residentes más antiguos y de mayor probidad, demostré que tal camino, que habría arruinado la finca, nunca existió. Pero al fin, ya que se extendieron más viviendas alrededor nuestro hube de consentir que se abriera un camino a través de un trecho del bosque en la parte trasera de la finca que deseaba preservar intacto. Desde este polvoriento camino y fincas aledañas, el fuego ha chamuscado las orillas del bosque, por fortuna no en mayor distancia todavía, puesto que, aun en la estación seca, el bosque lluvioso no permite el fuego alto, y el fuego bajo se extiende despacio.

Más doloroso ha sido el caso de mi impotencia para proteger el bosque de los transgresores y sus perros. Centenares de Palmitos —palmeras elevadas y esbeltas con graciosas coronas de plumadas frondas— que adornaban la árboleda cuando vine, han sido robadas a causa de las escasas libras de suave tejido comestible que hay en sus puntos de crecimiento. A los hijos de estas palmeras hurtadas, cuando crecen, los machetean siendo aún tan jóvenes y delgados que apenas dan para un bocado, destruyendo así la posibilidad de su reproducción. Desaparecidos los Palmitos, estos merodeadores han empezado a atacar las Chontas, más altas, e igualmente abundantes al principio, que siendo un poco amargas se estiman menos como alimento. Descubrir a quienes perpetran tal depredación clandestina, es difícil; intentar la obtención de un juicio legal contra ellos, cuando sean identificados, una pérdida de tiempo.

Los cazadores furtivos exterminaron algunos de los pájaros y mamíferos más grandes y espectaculares. Años han pasado desde que vi por última vez un Tucán Pico Bicolor, una Pava Crestada, un Caracara Avispero, un Jacamar Rabirrufo, un Venado Selvático o un Pizote, todos los cuales estaban al comienzo aquí, algunos en abundancia. Otras especies han devenido más raras. Cuando un pájaro sedentario típico de árboleda, desaparece de un trecho de bosque aislado, puede considerarse perdido para siempre, puesto que no es de esperarse, de los pájaros que evitan el campo abierto, que vengan a repoblar el trecho desde bosques distantes. Un reciente estudio de santuarios naturales de tamaño pequeño o moderado sugiere que uno de doble tamaño con respecto a otro puede contener el cuádruple de especies.

Aunque mucho se ha perdido, mucho también se ha salvado, en un valle donde por cuatro décadas, dolorosamente he observado la destrucción de casi todo el espléndido bosque lluvioso que una vez lo cubrió, seguida por la desaparición de la mayor parte de su vida animal. Nuestra modesta porción de bosque antiguo permanece, sin mayor alteración, en medio de potreros, cañaverales, cafetales y maizales, como una pequeña muestra de la vegetación natural de este valle bien irrigado, y un refugio para los habitantes selváticos que se han vuelto raros o están ausentes en la región circundante. Cuatro clases de trogones repiten aún sus llamados en las copas de los árboles de nuestro bosque. Cuando el crepúsculo desciende sobre la floresta, las notas melifluas de la Tinamú Grande proclaman su continuada selvatiquez. El Gallito Hormiguero Carinegro aún lanza su triple silbido mientras, con pasos delicados, camina sobre el suelo sombroso del bosque. Una manada de tímidos Monos Cara Blanca, todavía trepan y brincan entre los árboles. La finca aún contiene mucho que disfrutar, observar y ponderar. Si años más tarde se permite a este valle recuperar el saludable balance entre tierra de cultivos y tierra de bosques que encontré aquí, Los Cusingos podría servir como una reservación desde la cual repoblar con árboles forestales y seres vivos asociados a ellos, la tierra que antaño les perteneció.

Si bien, esperar que se realicen nuestros sueños en todos sus detalles es una desatinada y extravagante ilusión, no hacer ningún esfuerzo por colmarlos, es abandonar preciosas oportunidades de enriquecer nuestras vidas. En los capítulos que siguen, muy poco añadiré sobre las tribulaciones que acontecen a quien se esfuerza por preservar la naturaleza entre vecinos resueltos a saquearla; en su lugar relataré ciertas recompensas que este esfuerzo me ha traído.

[7] Cuando el nombre común de una especie de animal o planta está con mayúscula, su nombre científico se señala en el Indice General.