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A Nishiogikubo. A Rihe Cho.
Zapatillas chinas y gafas coreanas
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Índice

Prólogo

Una niña normal

Un curioso monje

Un encuentro inesperado

Los cinco elementos

El maestro grulla

Dulces sueños

Momiji

El elemento

El lago de las lágrimas

Un gran imprevisto

Ley universal

Elementos

Ichigo

Pacto

Boda

Amaterasu

Enigma

Los hermanos Jin

Sun

Tiempo

El gato samurai

El gato Miruku

Panpu el cocinero

Kinoko

Un gran discurso

Satsumaimo

Huesos

Miedo

Verdad

Adiós

Entrada

Hanafuda

Rebelión

Encuentro

Catapún

Reencuentro

Giros

Despedida

El anciano del té

Certeza

Sara Cho

y los cinco elementos

Oriol Corcoll-Cho Arias

Ilustrado por Josefa Parada

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GINKGO BILOBA image

© del texto: Oriol Corcoll-Cho Arias

© de esta edición:

Impreso en España

ISBN: 978-84-17679-95-8
eISBN 978-84-17679-59-0

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra».

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Una niña normal

Sara era una niña como cualquier otra y, como cualquier otra no se sentía así. Tenía diez años y hacía pocos meses que su padre había tomado la decisión de llevársela con él a Tokio, la ciudad grande y fría donde había crecido de niño. Despedirse de sus amigos no fue tan duro como pensó en un principio (en definitiva, cuando uno tiene doce años las ganas de aventura pueden con todo). Además, en casa todo le recordaba a mamá.

Justo delante tenían la panadería en la que su madre siempre le regañaba con cariño por comerse el cuscurro del pan. Por la ventana podía ver el parque en el que solía columpiarla de pequeña, al lado del árbol donde, si le tocaba irse a casa más pronto de lo normal, hacía los berrinches. ¡Y el río! Su lugar preferido, el lugar de los secretos, de la fantasía… Pasaban juntas los domingos por la mañana en el bosque que lo rodeaba, esperando a papá. Fue así como Sara aprendió cosas sobre hadas, duendes y dragones, soñando al lado de su bicicleta aparcada en un tocón, mientras en secreto esperaba el momento en el que mamá hacía la comedia de cada semana: soltarse la melena y mojarse la cabeza en el agua, para después pretender morirse de frío. En esa suerte de rutina, sus muecas eran las más divertidas… La hacían reír con ganas.

Fueron buenos tiempos. Después vino la enfermedad. No había paseos, ni duendes, ni hadas… Todo perdió el color, la tonalidad, para quedarse en un insípido gris. Siempre la querría, por supuesto. Pero sí, lo mejor era irse.

Era una niña enclenque, muy poco dada al deporte que siempre disfrutaba leyendo. Ya en su antigua ciudad, cuando no estaba con su madre o sus amigos se pasaba días enteros devorando novelas de aventuras, las que eran sus preferidas. Era bastante baja y tenía el cabello tan liso como el de su padre, pero de un bonito tono castaño como el de su madre. No era una chica especialmente fea, pero siempre odió la forma de sus ojos: una curiosa mezcla entre las rasgadas formas de su padre y la vivaracha mirada de su madre. Para su disgusto el derecho lo tenía imperceptiblemente más abierto que el izquierdo, cosa que no soportaba. Eso le hacía diferente en Japón, una gaijin2. Así era como le llamaban sus compañeros en el colegio en tono de burla. El profesor, como era de esperar, intentaba controlar siempre la situación, pero los niños (criaturas listas y escurridizas por naturaleza), siempre encontraban un rincón donde sus ojos no vieran, donde sus orejas no escucharan. Así acabó resignándose a la soledad. Si se empeñaba en ser discreta siempre podía leer durante el recreo escondida en los baños.

En casa, su nueva vida tampoco era un paraíso. A su padre prefería no contarle nada para no molestarle. Era un sarariman3, un hombre de negocios que hacía incontables horas extra para mantenerlos a ambos. La niña, para ayudar, cocinaba después de hacer los deberes y hacía la colada (que tendía con esmero cada mañana antes de ir a la escuela). Por la noche se dormía en el sofá esperándole con la esperanza de que algún día le dejasen salir más temprano. Por supuesto, eso nunca ocurría.

Esa mañana, Sara se levantó temprano para hacer el desayuno. El arroz cocía ya en la máquina de vapor mientras cuatro hermosas sardinas crepitaban en la sartén. Con los largos palillos de cocina en la mano las fue girando con prisa. Necesitaba terminar el obento4 pronto. La escuela decidió llevarles, por fin, de excursión al templo de Asakusa, orgullo de los japoneses por ser uno de los mayores y más antiguos templos del lugar.

Sacó las sardinas del fuego y las puso en un plato con arroz y un poco de alga nori, secándose las manos con el delantal mientras se desabrochaba el pañuelo que le protegía el cabello del fuego de la cocina. Después de colgar el delantal corrió a despertar a su padre, que aún roncaba entre las enmarañadas mantas del futón. Diez minutos más tarde besaría su mejilla (cuando desayunara, legañoso) y bajaría las escaleras de dos en dos hacia la calle, donde le esperaba su bicicleta. Un gato negro la miró partir. El día había empezado.

El templo le pareció un lugar espectacular. Era muy diferente de los edificios que rodeaban su casa en su antigua ciudad. Inmenso, amplificaba el ruido de los turistas y los vendedores ambulantes, ofreciendo una estampa colorida. Astutos los tartaneros intentaban liar a los incautos para pasearlos por la zona a un no muy buen precio. En el centro del gran arco de acceso colgaba una enorme lámpara de papel rojo y, a cada lado, la monstruosa representación de un oni5 controlaba el vaivén de la gente. Eran criaturas grandes y musculosas, con un par de rayos en cada brazo. Le alegraba que no fuesen reales: eran aterradores.

Al pasar el arco y ya dentro del recinto, un pavimento central hecho de grandes piedras asimétricas dirigió a la comitiva de niños hacia el templo, la casa de Buda. El ambiente estaba agradablemente cargado con humo de incienso y el olor a comida. Con todo, estuvieron un par de horas visitando la zona, purificándose con el agua y jugando a conocer su futuro con los palillos de la suerte.

Cuando llegó la hora del almuerzo, Sara decidió separarse del grupo para comer y poder leer un rato a solas, como solía. Buscando y rebuscando encontró un templo mucho más modesto unos metros más allá del edificio principal. Si lo comparaba con todo lo visto hasta el momento podía decirse que había dado con un lugar realmente tranquilo. Por primera vez en muchísimo tiempo, se sorprendió al escuchar el ruido de la naturaleza: pájaros, cigarras, ranas y ardillas campaban a sus anchas divertidas. No parecía Tokio. Incluso llegó a ver enormes mariposas negras revoloteando, divertidas. Sentada en el porche entarimado del privado templo ante una puerta corredera y con los pies colgando, decidió exprimir al máximo ese íntimo lugar. Cuando se sintió lo suficientemente tranquila sacó su libro favorito, una edición ilustrada de La casa de los mil pasillos. Abrió su obento y, no sin limpiar antes sus palillos, empezó a comer.

—¡Gaijin! ¿Qué haces aquí sola? —Sara se sobresaltó. Dos corpulentas niñas se acercaron. Eran Yukiko y Masako, las chicas que siempre consideraban que hacerle la vida imposible era el mejor de los pasatiempos. Parecía que la hubieran estado buscando.

—¿Es que te crees demasiado especial para estar con nosotras, princesita? —espetó Yukiko—. ¿O por fin te has dado cuenta de que nadie te quiere y por eso has decidido esconder esta carota que tienes?

Ambas se rieron de manera cruel, haciendo muecas y señalándola. Con previsión, Sara se levantó para guardar el obento. Cuando iba a hacer lo propio con el libro, Yukiko se avanzó, agarrándolo de un zarpazo.

—¡Yukiko! ¡Dámelo! —gritó Sara, estirando el brazo. No se atrevió a ir hacia la chica.

—¿Y eso por qué? ¿Te lo ha dado tu padre, el pobretón? ¿El que no puede ni acompañarte a la escuela? —Empezó a hojear el libro con desdén—. ¿Lo pudo pagar de golpe o lo está haciendo a plazos?

—¡Sí que puede acompañarme! —Un sollozo amenazaba con hacerla estallar—. Solo que trabaja mucho… ¡Y no es pobre! Además, ¡es una buena persona! ¡No como vosotras dos!

—¿Estás diciendo que eres mejor persona que nosotras, gaijin? —Cerró el libro de golpe, pasándoselo a Masako—. Tú lo que eres es idiota. Idiota y fea. Por Dios, ¡qué ojos!

—¡Yo no he dicho eso! Yo… —La primera lágrima cayó, pesada. ¿Por qué ser diferente tenía que ser tan difícil, tan doloroso? Esa crueldad sin sentido le ahogaba en la pena.

—Mira Masako. —Señaló a Sara—. Ahora llora la muy burra. Anda, devuélvele el libro. Pero no te olvides retocarlo para dejarlo al nivel de una gaijin pobretona.

Fue como si Masako hubiese estado esperando la señal: abrió el libro y empezó a arrancar páginas aleatoriamente de manera lenta, saboreando el dolor de la niña. Con cada rasgar, Sara temblaba. Su padre sabía lo mucho que disfrutaba ella leyendo y le había regalado el libro como disculpa por sus constantes ausencias. El pobre hombre se había preocupado por indagar qué tipo de libros le gustaban a su hija, revolviéndole cuidadosamente el cuarto.

Cuando el suelo estuvo lleno de folios, Masako tiró el libro a los pies de Sara, que fue a estamparse justo en medio del barro. Orgullosas y satisfechas se fueron del lugar palmeándose los hombros, dejando a la niña completamente sola. Arrodillada, Sara intentó rehacer el libro. Un cuervo graznó..

Quería a su mamá.

2Forma despectiva para decir «extranjero».

3«Salary man». El hombre de negocios japonés.

4Comida preparada para llevar, dispuesta muy ordenadamente dentro de un recipiente.

5Demonio prototípico japonés.

Un curioso monje

Estaba destrozada. Agachada, recogió una a una y con delicadeza las páginas su libro preferido y las colocó como pudo dentro de la acartonada cubierta. Las lágrimas le impedían ver si realmente lo estaba poniendo todo en el orden correcto. Quizás ese fuera el detonante, nunca lo supo. La opresión que sentía a veces en el pecho, la angustia que le sobrevenía en los momentos de soledad o tensión cuando estaba sola o escondida estalló en forma de sollozo. A partir de ahí, ya no pudo parar y todos los sentimientos guardados, todas las dudas, todas las presiones, se agruparon en su mente: la muerte de su madre, los constantes esfuerzos de su padre para que nunca les faltara de nada, su imposibilidad para tener amigos, la soledad… ¿Por qué nada podía ser como en sus historias favoritas? Querer vivir como los valientes protagonistas de uno de ellos la hizo llorar aún más.

Se levantó y se limpió las lágrimas con la manga del uniforme. Sintió como si el mundo la golpease de nuevo con su realidad, como si todo fuese ahora mucho peor. Los pájaros cantaban y las flores seguían siendo bellas, pero lo que antes se le antojaron detalles positivos en este improvisado escondite, ahora incluso le hacían sentir mal, ofendida. Con rabia agarró su mochila y puso el libro dentro, a trompicones.

—Sí que son un poco diferentes esos ojillos, sí… Eso debes concedérselo a ese par —dijo una voz, divertida—. ¡Pero nadie verá lo especiales que son si lloras tanto, querida!

Sara se sobresaltó. Con los ojos bien abiertos y la cara húmeda observó, atenta, intentando ver quién pudo haber hablado. A unos cien metros del entarimado donde estaba sentada, al lado de un roble altísimo rodeado de cerezos en flor, un monje la miraba sonriéndole a través de unas grandes gafas, que parecían hechas con el culo de una botella. El hombre barría con una larga escoba de bambú las hojas y los pétalos de sakura que reposaban en el suelo. Lo hacía de una manera bastante divertida: pasaba el cepillo de manera circular por el mismo sitio y, si tocaba recoger lo barrido, se arremangaba la túnica, pisaba la hojarasca, la esparcía un poco y volvía a empezar.

—¿Ves? —añadió mostrando los dientes al sonreírle—. Incluso los cerezos, claros embajadores de lo efímero, son feos la mayor parte del año. Lo bonito de ver no son sus rosados pétalos cuando llega la primavera… ¡Es con qué valor siguen floreciendo si saben lo poco que durarán! Perdona si sueno rimbombante, querida, la edad me ha vuelto un tanto trascendente…

—¿Ha estado usted todo el rato ahí? —preguntó Sara, alisándose la falda del uniforme con vergüenza.

—Lo suficiente, diría yo. Lo suficiente…

Teatralmente dejó de barrer y como si fuera un resorte le dedicó una reverencia. Con un caminar bamboleante y curioso pasó con cara de circunstancias por el lado de la chica, subiendo al entarimado y abriendo a sus espaldas la puerta corredera que daba acceso al templo. Se sacó las sandalias, primero una y después la otra, con ceremonia, y entró. Sara no daba crédito. En menos de dos minutos, el personaje plantó una bandeja con dos preciosos vasos de arcilla en el suelo de tatami y, sentado de rodillas encima de un cojín, empezó a servir té verde, humeante y amargo.

—¿Y bien? —dispuso. Escudriñó a la niña con interés por encima de las gafas, con la tetera colgando—. ¿Entras o no?

Sara se levantó y con rigidez se sacó los zapatos del uniforme, agachándose para dejarlos con las puntas mirando hacia afuera, y entró. Una vez sentada y con el vaso en las manos, iba dando sorbos de té mientras inspeccionaba de reojo la habitación. Paredes blancas, jarrones verdes (de jade, supuso) y papeles con letras y trazos indescifrables. ¿Los habría escrito el monje? Ambos miraban hacia fuera, a través de la apertura de la gran puerta corredera que daba al jardín trasero del templo.

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—Y aparte de llorar… ¿Hablas? —El anciano seguía con la vista fija una gran mariposa negra que aleteaba al lado del estanque.

—¡Disculpe mis modales! Me llamo Sara, señor. Sara Cho.

—¡Señorita Cho! —Sara dio un respingo—. ¡Ni por esas me llames señor! A las cosas se les tiene que llamar por su nombre, por lo que son, ¿no crees? Dale a algo la oportunidad de no ser y oportunamente no será nada —cantó—. Yo no soy un señor… ¡Soy un monje! ¿Acaso a ti te gusta que te digan ser algo que claramente no eres? Por lo que vi hace poco no lo creo, ¿a qué no?

El monje parecía estar pasándoselo en grande.

—Pero en realidad yo sí que soy una gaijin, señor… ¡Digo, señor monje! Una extranjera… —se lamentó. Una ramita de té flotó en su vaso—. Eso me hace diferente…

—Eso será en función de dónde uno ponga el límite de lo común, cariño. Un zorro y un mapache son claramente distintos, pero ambos parecen compartir la naturaleza animal, ¿no crees? ¡Y por mucho que vivas no creo que nunca veas un zorro pintarse rayas en la cola! —Se rio de su propia ocurrencia, ofreciéndole más té a la niña.

—No, creo que no… —Aceptó con el vaso en alto.

—Entonces, ¿por qué te afecta tanto? ¿Por qué no puedes aceptar lo que eres? Como al cerezo, eso te haría más fuerte…

—No me gustan los conflictos… Ni plantar cara a nadie, supongo. Además, aunque consiguiera algún día que Yukiko y Masako me dejaran en paz… Vendrían más, otros niños, otros comentarios… Siempre hay alguien dispuesto a remarcar mis diferencias, ¿sabe?

—¡Ah! ¡Es entonces un problema de cantidad! Vaya… —simuló pensar, rascándose una barba que no tenía—. ¿Y qué harías si te dijese que puedes cambiar este problema desde su raíz? ¿Lo intentarías? ¿Serías más valiente?

Sara se quedó un largo rato meditando la respuesta. El monje sorbía delicadamente su té, esperando con los ojos cerrados. Fuera, la niña vio dos pequeños pájaros jugando, persiguiéndose en pleno vuelo. El más rápido siempre eludía al otro, que nunca se cansaba de irle a la zaga, sin desistir. Cuando uno era débil, ¿valía la pena luchar?

—Supongo que podría ser más valiente… —balbuceó—. Igualmente…

—Igualmente… ¿Qué? —inquirió el monje, cruzando su mirada con la de la niña.

Sara se mareó ante esos ojos, negros como la noche misma. Le pesaban las pestañas, perdiéndose en los reflejos opacos de los cristales del monje.

—Igualmente… Igualmente…

Tuvo la sensación de que la oscuridad se iba haciendo mucho más profunda, como si todo el universo se doblase con ella, deformándose. Los ruidos que la rodeaban se fueron intensificando: pájaros, cigarras y ranas horadaron sus tímpanos. Y de repente… La nada.

Estaba flotando en un vacío umbrío y tenebroso cuando una pequeña luz amarilla apareció a pocos centímetros de su cara, iluminándola. Se mecía como una burbuja, traviesa. Al minuto, apareció otra, esta vez roja y, a esta, le siguió otra azul. Después fue el turno de la verde, la naranja, la lila… Aparecieron durante minutos alrededor de la niña que, ingrávida, las miraba fijamente sin siquiera pestañear, embelesada por la belleza de sus destellos.

Al rato y sin poder controlar su curiosidad, Sara alargó el brazo para rozar con la punta de los dedos la pompa que tenía más cerca. Millones de faros de colorines la iluminaban ya. Abrió la mano y estiró el índice para tocar la que tenía más cerca. Estallaron todas con un sonoro «plop», desapareciendo todas las luces. Una fuerte gravedad la estiró como un poderoso gancho hacia las profundidades.

Cayó.

Un encuentro inesperado

El sol se filtró por las hojas iluminando la cara de la niña que, molesta por los rayos y medio adormecida, entreabrió los ojos. Se quedó mirando los fragmentos de cielo de entre las ramas desde el suelo, tumbada. Tardó varios segundos en reaccionar. Cuando lo hizo, se incorporó de un brinco. ¡Eso no era el templo, ni mucho menos!

Sorprendida, dio vueltas sobre sí misma observando el lugar. Estaba en un precioso claro, en el bosque, pero no parecía estar cerca de Asakusa (ni tan solo era como si estuviese cerca de la ciudad). Los árboles eran gruesos y altos, muy densos, como si pertenecieran al paisaje de un cuento de hadas. Sus raíces, tentáculos compactos, entraban y salían de un lecho húmedo cubierto de verde por el musgo. Era un lugar bello, sin duda, y los rayos de sol lo lamían envolviéndolo por un misterioso halo mágico.

¿Y la ropa? Cuando se levantó se notó extremadamente liviana. Enfrascada como estaba en descubrir el nuevo lugar no se había percatado de que incluso su uniforme había desaparecido. En su lugar, vestía la camisola de un raído kimono de tela azul (o eso le pareció a ella, que conservaba aún su mentalidad occidental) que se cerraba con un obi de color crema. Cubriéndole las piernas estaba la hakana, un pantalón harapiento del mismo color. Como si no acabase de creerse lo que veía, Sara movió los dedos de los pies, que estaban descubiertos, embutidos dentro de unas simples sandalias de paja.

«No puede ser», pensaba mientras daba vueltas por el claro. «¿Es esto un sueño? ¿Me habré dormido estando con el monje? ¡Qué vergüenza!».

Se sentó recostándose en el tronco de un árbol. «¿Pero por qué me da por soñar con esto ahora? Por Dios, Sara, mírate. ¿Qué llevas puesto? Bueno, si es un sueño ya me despertaré. Es lo que tiene soñar, que tarde o temprano te despiertas».

Pero no quería estar allí, no quería soñar. ¿Y si sus compañeros se iban antes de que ella despertara? O peor, ¿y si el profesor la castigaba?

Esperó cruzando los brazos, tozuda, hasta que le entró hambre. «Eso sí que es curioso… Soñar que estoy hambrienta. Puestos a esperar y a soñar, vamos a intentar soñar con un bol de ramen…». Pero nada sucedió. En ello estaba cuando, de repente, el suelo tembló bajo sus pies. Sorprendida, se incorporó. ¿Se lo parecía o los árboles que tenía delante acababan de crujir? El tronar fue tan fuerte que la niña creyó al final estar soñando con un terremoto. Pero los terremotos no tienen ritmo, y entre todo el desorden pudo escuchar cómo el retumbo sonaba como un gigantesco caminar. Algo se acercaba y, por lo visto, ese algo debía pesar toneladas.

Se levantó decidida a huir: sueño o no, no quería ver qué era lo que caminaba con ese ruido. Justo cuando decidía hacia qué dirección correr, una roca del tamaño de un autobús escolar pasó silbando cerca de su cabeza. Se giró para ver cómo se estrellaba contra los árboles que tenía al lado, arrancándolos de cuajo. El ruido cesó. Congelada, intuyó que «eso», quien quiera o lo que fuera que fuese, debía estar justo detrás suyo. No quiso voltearse, pero como suele pasar cuando la curiosidad le reconcome a uno, la niña acabó por ceder.

Sabía que todo era un sueño, por supuesto. ¿Qué más podía ser? Pero lo que vio le heló la sangre. A pocos metros, unos ojos brillantes como el fuego le observaban desde una cabeza ridículamente pequeña, aposentada sobre unos fuertes y anchos hombros. Era una criatura descomunal. Sus brazos, musculados y llenos de pelo, pendían demasiado largos comparados con el tamaño de su cuerpo, y sus manos tenían unas sucias y largas uñas afiladas. La boca, repleta de dientes y colmillos amarillos, apestaba a ceniza. Babeaba. El cabello lo tenía negro, enmarañado y grasiento, rodeándole una calva y rozándole los hombros. Su piel correosa era de color azul eléctrico e iba armado con una cachiporra gigante. Sara no pudo creer lo que estaba viendo:

Era un oni.

Amaneció con un cielo despejado y fresco, poco denso. La escarcha se fundía bajo un sol que brillaba cálido y primaveral. Un pequeño zorro y su padre pescaban peces en la orilla del río. Parecían estar divirtiéndose. Era el lugar favorito de ambos, un sitio tranquilo, sin duda. Las libélulas jugueteaban esquivando juncos y el agua bajaba límpida y fresca. En ella, montones de criaturas de colores nadaban.

—¡Pero mira que eres impaciente! —dijo el padre. Reposaba tomando el sol sobre una roca—. Tienes que dejar la pata abierta unos minutos, para que los peces se acostumbren a ella. Así pensarán que forma parte del lecho del río. Cuando se paren dentro, ¡ciérrala confuerza! No antes.

—Papá, así es muy aburrido… —contestó quejándose el cachorro, mientras miraba fijamente hacia el agua, con el pantalón arremangado y en cuclillas.?

—¿Y desde cuándo pescar para comer tiene que ser un juego, Momo?

—¡Papá, te he dicho mil veces que no me llames así, que ya soy mayor! Y no soy un melocotón. —Estaba visiblemente ofendido, pero seguía concentrado.

—Escucha, hijo: para ti se trata solamente de pescar. Pero, como todo en esta vida, esto puede ser una lección que debes aprender. Los peces son como los problemas. ¿Cómo piensas solucionarlos si no tienes paciencia, si no los estudias para saber desde dónde abordarlos?

—Yo solo sé que tengo hambre…

—Tozudo —sentenció el padre desde la roca, entre risas. Se levantó y cogió las presas conseguidas—. Anda, comámonos lo pescado.

Cuando hubieron terminado, satisfechos, se tumbaron en el césped. El pequeño zorro se relamía las patas, con gusto. Era muy relajante comer si uno había hecho ejercicio.

Empezaron a adormilarse bajo el calor del sol de mediodía cuando un grito les despertó.

—¡Coged al pequeño! ¡Así el padre hará lo que digamos sin rechistar!

De entre los arbustos más cercanos apareció un grupo de humanos. Vestían ropas sucias y algún que otro trozo de metal les colgaba del cuerpo. Al ver sus espadas, la espalda del pequeño zorro se tensó.

—No te muevas y quédate detrás de mí —ordenó el padre con gravedad—. ¡Haz lo que te digo!

Un humano alto y desgarbado, el que parecía el cabecilla del grupo, empuñó un gran tubo metálico, apuntándoles.

—¡Preparaos, chicos! —bramó—. Cuando el pequeño esté dentro de la red no perdáis tiempo. —Al cachorro, su sonrisa le pareció asquerosa, con aquellos dientes negros y la ramita en la boca, que iba de un lado para otro.

El tubo petardeó y de dentro salió una red metálica. El padre, que fue mucho más rápido, empujó al cachorro, quedando atrapado bajo la red.

—¡Papá! —bramó el niño intentando romper la tela a mordiscos.

—¡Momo, vete! ¡Corre! ¿No me oyes? ¡Huye! ¡Obedece! —La mirada de terror del padre lo asustó aún más.

—¿Qué hacemos, jefe? —preguntó uno de los mercenarios.

—¡Malditos kitsune! Siempre con sus triquiñuelas —ladró el humano larguirucho—. ¡Mamoto! ¡Coge al pequeño, nos lo llevamos! El resto: ¡llevad al padre al gremio y encerradlo en una celda!

El cachorro reaccionó tarde. El humano más panzudo, el de las pintadas negras por todo el cuerpo, se dirigió hacia él. Por instinto hundió las patas delanteras en el suelo, en posición de ataque. Crispó el morro enseñando sus diminutos dientes, proyecto aún de colmillo. Soltó un ridículo bufido y todos los presentes se rieron. Cuando saltó el humano orondo lo apresó con sus fuertes brazos y lo cargó en el hombro.

—¡No! ¿Qué le hacéis? ¡Soltadlo! —el padre suplicaba, revolviéndose dentro de la red, con garras y dientes.

El jefe entró en el bosque y Mamoto lo siguió.

Volvió en sí sobresaltado, sin saber dónde estaba. Solo cuando abrió los entumecidos ojos lo recordó todo. Le habían quedado pegados de tanto llorar. El día anterior había estado con su padre en el río. No pudo hacer nada con los humanos que lo capturaron, no fue capaz de protegerlo. ¿De qué le servía ser un kitsune, un yokai? Sus transformaciones no funcionaban si había metal de por medio. Ese era el elemento débil de los de su raza, y los humanos lo sabían. Por eso habían utilizado redes metálicas. Malditos… La misma tierra los repudiaba. Con metal de oro y la pólvora les bastaba para ser felices. «Por eso estoy aquí», pensó con amargura, «porque saben que solamente un animal puede seguir en contacto con la naturaleza. Solo yo puedo conseguirles los otros elementos». Odiaba a los humanos con toda su alma.

Se levantó desganado y se sacudió el polvo de su kimono color paja. No sabía por dónde empezar a buscar lo que los humanos necesitaban. Ni él como animal sabía dónde se encontraban los templos del fuego, de la tierra, del aire… Los edificios que custodiaban los cinco elementos de la naturaleza. Empezó a andar para desentumecer las articulaciones, y pensó en qué hacer. Recordaba vagamente como los ancianos de su pueblo hablaban siempre de un templo sagrado, el templo Mu, el de la madera. Ese podría ser un buen principio. Una vez ahí, ya pensaría cómo llegar a los otros.

Se paró en seco. En el suelo, inconsciente, yacía un cachorro de humano. ¡Eso sí que era casualidad! Ni mucho menos se planteó el ayudarla, faltaría más. Las sandalias que llevaba tenían pinta de ser muy cómodas, de seguro que le irían bien para su viaje. Justo cuando se agachó para cogerlas, la niña empezó a despertarse. Presto, el zorro se escondió detrás de la arboleda más cercana. «Estoy seguro de que si asusto a la cachorro humana me dará todo lo que lleve», pensó con malicia. Así, haciendo acopio de valor y recordando de corrillo todo el bestiario folclórico para buscar la figura más aterradora, se decidió por transformarse en oni. Seguro que la imagen de un demonio azul bastaría para asustar a una humana enclenque y estúpida como esa.

Con una vaporosa voltereta se transformó. Usando la cara más horrible de su repertorio y con todo el ruido del que fue capaz (roca voladora incluida), se plantó delante de la niña.

—¡AARRRGHHH! —gruñó dando golpetazos de porra en el suelo y arrancando árboles a su paso—. ¡Dame todo lo que lleves encima, humana! ¡Ropas, dinero! ¡Dame, dame, dame!

Sara no se movía: estaba aterrorizada.

—¿Y bien? ¿Me das o no? —bramó—. Mira que si no me lo das te comeré… —dudó—. ¡Los pies!

La rodeó con los huesudos dedos y la levantó a tres metros de altura, colocándola delante de sus diminutas pupilas de demonio. La estudió, bizco.

De repente la cara de Sara pasó del pavor total a una muy relajada sonrisa. Lo que antes fue una actitud sumisa y llena de terror dio paso a una niña riéndose a carcajadas. El zorro, que no podía creer lo que veía, la volteó poniéndola cabeza abajo, pero nada. Incluso la sacudió como una estera, pero ella seguía riéndose como si estuviera loca, agarrándose la barriga.

—Oye, ya me disculparás, pero… ¿Se puede saber qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó el zorro, visiblemente ofendido.

—¡Tu cola! ¡Qué monada! ¡Un demonio de tres metros con una cola mullidita como un plumero! —Se reía tanto que incluso pataleaba—. ¿Se puede saber qué eres?

El kitsune recordó con amargura las últimas clases de transformación que se había saltado: aún no sabía cambiar sin esconder su cola.

Dejó a la niña en el suelo, que seguía mofándose de él, roja como un tomate. Muerto de vergüenza el zorro volvió a su estado normal.

Eso… Eso no era gracioso.

Los cinco elementos

El pequeño cachorro seguía mirando a Sara enfurruñado, esperando para ver si la niña reaccionaba en algún momento y decidía dejar de reírse. Pero eso no pasó. Cansado y aceptando su derrota, el animal chasqueó la lengua y dio media vuelta para adentrarse otra vez en el bosque y desaparecer.

—Espera! —Sara le cogió por el hombro—. ¿Primero intentas robarme y ahora te vas? No sé si me sorprende más el ver un zorrillo que habla o tu mala educación.

—Oye humana: de zorrillo nada, que ya me puedo valer por mí mismo. —Se golpeó el pequeño pecho con la pata—. ¿Y qué tiene de raro que hable? ¿No hablas tú también?

—Pero ¡yo soy humana!

—Y yo un kitsune, encantado—añadió dándole la pata a modo de salutación, sarcástico—. Hechas las presentaciones… Adiós.

El zorro se fue murmurando, dejándola sola en el claro. Qué humana tan estúpida… Sorprenderse porque hablaba. ¿Por qué no tendría que hacerlo? Bien tenía boca…

En esto estaba pensando cuando notó que sus pies no tocaban el suelo. Sara lo había cogido en volandas y, dándole media vuelta, lo había dejado otra vez en el suelo.

—Por el amor de… ¡¿QUÉ QUIERES?! —le espetó el zorro. Estaba golpeando el suelo con su pata, con impaciencia.

—Pues no es por querer llevar la razón obstinadamente ni nada por el estilo, ¿eh?, pero de donde yo vengo los zorros no habláis. Y, siendo esto un sueño, podría llegar a entenderlo, pero nunca había soñado con zorros ladrones. Por lo menos podrías haberte transformado mejor. —Amagó una sonrisa.

—¿Cómo que soñando? Yo no soy un sueño… ¿Ves? —apuntó mientras la pellizcaba—. Regla universal. Pellizcar es despertar y tú, no lo has hecho. Así ha sido siempre y así será.

—Pero no puede ser… Entonces si no estoy soñando, ¿esto qué es? ¿Cómo he llegado hasta aquí?

—¡¿Y a mí qué me cuentas, humana pesada?! Eh, ya tienes algo que hacer, piensa en ello. ¿Me puedo ir ya? —Señaló hacia el bosque.

Sara siguió preguntando, alarmada, sin hacerle el más mínimo caso:

—¿Y yo qué hago? ¿A dónde voy? Esto no es normal, seguro que es un sueño, no me engañes. —El zorro puso los ojos en blanco—. ¿Sabes? Me voy contigo. Para estar quieta mejor es andar y, puestos a andar, mejor seguir a alguien que sabe dónde ir.

El zorro la miró incrédulo. ¡¿Es que era sorda?! Abrió la boca para rechistarle de manera casi automática. Y así, con la boca abierta, se quedó pensando y negó con la cabeza, quedando la protesta por venir. Se dio media vuelta y se fue, meneando la cabeza.

—¡Si me sigues me transformaré y te cocinaré los pies! —se despidió. Y se adentró en el bosque.

Pasaron las horas y con la llegada del mediodía el pequeño zorro empezó a notar el cansancio acumulado por todo lo sucedido. Estaba derrotado y triste. Le dolían las patas y necesitaba comer. Si por lo menos pudiese cazar algún pájaro de esos que pasaban de vez en cuando revoloteando, jugando… Quizás debería buscar algún nido y coger un huevo. Pensó también en la posibilidad de pescar, y el recuerdo lo asaltó, doloroso: tenía que darse prisa. Pero la imagen de una sardina asándose sabrosa en su jugo le volvió a la cabeza de una manera tan real que es como si lo viese. Incluso le pareció olerla. De hecho, lo hizo, pues alguien estaba cocinando sardinas cerca.

Arrugando la nariz siguió el aroma completamente hipnotizado hasta llegar a lo que parecía, desde los arbustos donde se parapetó, un campamento. Estaba a escasos metros de una cascada. Cerca de la orilla, unos cazadores habían improvisado un refugio. El pequeño zorro escudriñó la zona, estudiando la situación. La ropa de los sujetos yacía en el suelo desparramada ya que se estaban dando un baño. Si se apuraba, tendría el tiempo justo para coger por lo menos una de las sardinas que crepitaba ensartada en una rama, cerca del fuego desatendido.

Se armó de valor y salió del escondrijo arrastrándose sin hacer ruido. Mientras se acercaba no dejaba de controlar a los humanos de reojo, que ahora saltaban bárbaros y desnudos desde la cascada, gritando. Estaba tan cerca que empezó a salivar… Pero de repente el mundo se giró por completo, dejándolo del revés y con una cuerda enrollada en el tobillo. Había caído en una trampa. ¡Malditos humanos! Tendría que haber sido más precavido… Nadie deja su presa en el fuego sin ningún tipo de vigilancia.

Se revolvió con todas sus fuerzas, pero no pudo liberarse. Maldiciendo, vio que la cuerda contenía fibras de metal. «Fantástico, tampoco me puedo transformar», pensó, «cuando estos salgan del agua, soy bicho muerto».

—¡Psst, Kitsune!

Cuando bajó la cabeza y vio a la niña agazapada no pudo evitar sulfurarse.

—Por ¡Amaterasu! ¡¿Es que me has estado siguiendo todo el día?!

—Es que para estar quieta mejor es andar y, puestos a andar…

—Lo sé… ¡LO SÉ! ¡Mejor es seguir a alguien que sabe dónde ir! ¡Déjate de pamplinas y bájame de aquí!

—Quisiste robarme y hacerme pensar que esto no es un sueño… —murmuró la niña entrecerrando los ojos—. Si te libero tendrás que contestar a mis preguntas. Prométemelo.

—¡Hablaré contigo, te cantaré, te haré teatro de sombras Piying! ¡Pero bájame ya!

Sara salió moviéndose con cuidado y trepó al árbol de donde colgaba el cachorro. Una vez encima de la rama, jugueteó unos minutos con los nudos y el zorro aterrizó sobre los arbustos con un sonido sordo.

—¡Eh, vosotros!

Un hombre completamente desnudo les gritaba, gesticulando al lado de la cascada.

Sara y el cachorro saltaron automáticamente fuera de los arbustos, huyendo a toda prisa mientras los cazadores salían del agua, vistiéndose a trompicones. La niña estaba poco acostumbrada a correr y lo hizo muy asustada, por lo que el ir serpenteando entre los árboles no hizo más que marearla. Una flecha pasó silbando a escasos centímetros de su cabeza para clavarse en un tronco cercano. ¡Les estaban disparando! Y los proyectiles volaban cerca, demasiado cerca. En su carrera, pisó una raíz resbalándose con el trozo de tierra que le precedía, que se deshizo precipitándola hacia un desnivel muy profundo. Intentó evitar la caída cogiéndose desesperadamente a algo, y ese algo resultó ser la mullida cola de un zorro al trote. Ambos rodaron valle abajo a una velocidad vertiginosa, rebotando con los salientes arenosos y llenos de hojarasca de la ladera, mientras plantas y ramas les arañaban el cuerpo. Durante toda la caída no pudieron ver más que múltiples tonos de verde pasando a toda prisa, entremezclándose.

Las voces humanas, los gritos e improperios, pasaron de largo. Se encontraban en el fondo del valle, justo donde las dos laderas se unían.

—Casi no lo cuento —tartamudeó el zorro tocándose el cuerpo, comprobando que todo estuviese en su lugar. A Sara le ardían los músculos y los pulmones por el esfuerzo—. Qué manía tenéis los humanos de emprenderla a tiros con todo lo que se mueva o tenga valor… Pieles, animales, madera, metal. Siempre destrozando lo que… Oye, ¿qué te pasa, humana?

Sara seguía sentada en el suelo, hecha un ovillo y con la cabeza entre las piernas, temblando con un balanceo rítmico.

—Por Dios, tenías razón, esto no es un sueño… ¿Dónde estoy? — sollozó con la voz trémula, sin fijar la vista sobre nada en concreto—. Al despertar antes en el claro pensé que estaba soñando porque este sitio es tan… diferente. Pero me acabo de dar cuenta de que tu mundo es muy real. Y peligroso. Me siento muy sola y tengo miedo.

—¿Mi mundo? ¿Qué quieres decir con mi mundo?

—¡Cuál será! Esta especie de sitio con demonios que te roban, que en realidad son zorros, que en realidad no saben transformarse, que en realidad son maleducados, que en realidad quieren andar porque saben dónde ir —repuso alterada—. Bueno, zorros tenemos, pero no hablan…

—¿En «tu mundo» no hay yokai?

—¿Qué es un yokai?

—Un yokai, ya sabes, una criatura fantástica…

—¡Pues claro que no tenemos de eso!

—¿Sabes? Apuesto lo que quieras a que si no tenéis yokai es porque los humanos ya no creen en ellos, niña. Las cosas dejan de ser a falta de creer en ellas. Quizás en tu mundo los habéis matado a todos. No creo que a la tierra le gustase mucho.

—¿Qué tiene que ver la tierra con esto?

—Todos los seres vivos se nutren de lo mismo, humana, incluso vosotros. Si no, morirían. En el mundo existen cinco elementos que provienen de la misma tierra, cinco elementos básicos de los cuales nacen todas las cosas que conoces. Podríamos decir que son como las cinco fases de la materia existente.

Sara empezaba a marearse. Tenía miedo y estaba cansada, no quería escuchar discursos sobre tierras ni elementos. Pero al zorro no pareció importarle.

—La madera, alimenta al fuego que, con sus cenizas, produce nutrientes para la tierra. Esta, a su vez, alberga los minerales que producen y filtran el agua, haciéndola potable y necesaria para todas las criaturas vivientes, entre ellas los árboles, que producen madera.

—Como un círculo —añadió la niña.

—Exacto. A esto se le llama Wu Xing. El problema está, como en todas las cosas, cuando hay un desequilibrio en sus partes. Los humanos están rompiendo el orden natural de las cosas por culpa de su enfermiza obsesión hacia uno de los elementos: el metal. Con él pueden fabricar una especie de poder artificial, el poder falso del dinero y las armas. El Wu Xing está dejando de fluir. Cuando el metal se agota, el humano insiste, dejando la tierra destrozada. Cuando se vuelve a agotar, el humano combate en guerras para conseguir más. ¿Es que en tu mundo no es vuestro egoísmo la causa de todo mal?

—Bueno… sí —reconoció—, supongo que sí. También tenemos guerras y somos esclavos del metal.

—Pues ya tienes la respuesta al porqué ya no queda nada fantástico en tu mundo, ni tan solo en vuestras mentes. Por esto creíste soñar. Al desaparecer el equilibrio, la tierra se resiente, y se van con ella verde lo fantástico, volviéndose los animales supervivientes los unos contra los otros.

Sara reflexionó un largo rato, pensando en todo lo que el pequeño cachorro le había comentado sobre ambos mundos. No pudo evitar verse en el colegio, sufriendo constantemente el martirio de sus compañeros, y comprendió también en el feroz mundo laboral que estaba consumiendo poco a poco a su padre y a muchos de los adultos.

—¿Y cómo se puede recuperar el equilibrio? —le preguntó al zorro.

—No sé si existe ninguna solución, humana. Solo alguien muy poderoso podría hacerlo.

—¿Quién?

—¿Es que no estudiáis nada en vuestras escuelas? —bufó el zorro—. Todo tiene que ver con el anciano del té, uno de los primeros seres fantásticos que creó la naturaleza. Cuenta la leyenda que cuando los todopoderosos dioses Izanagi y Izanami hicieron los primeros seres vivos, los crearon completamente vacíos, sin voluntad para las cosas. Los hombres y los animales se limitaron a vagar por el mundo, sin más. La diosa del sol, Amaterasu, no pudo sino sentir una inmensa tristeza por el hecho de ver que nada ni nadie podía sentir, y por eso cogió el reflejo más brillante de su vestido entre sus dedos para moldear un gran cuenco de té, custodiado por un anciano.

—¿Un cuenco de té?

—¿Te has preguntado alguna vez por qué sentimos? ¿Nunca te has visto exuberante y feliz por detalles ínfimos y bellos? ¿Qué es lo que notas cuando en un día fresco de primavera ves la luna en el cielo levitando cerca del sol? ¿Jamás has pensado la razón por la cual es tan placentero que una mariposa se pose en tu hombro? Ese es el cometido del anciano del té, humana, regalarnos todas esas sensaciones, y lo hace a través del cuenco. Toda hierba cocinada en su eterno té es una nueva sensación que se añade a la vida. Si quiere más amor, pone romero, si quiere más ternura, pone cerezas. Así ha sido siempre y así será.

—¿Y los sentimientos «malos»? ¿También las crea él? —repuso contrariada. No podía concebir cómo alguien podía crear sensaciones tan malas como la pena, la desesperación, la envidia…

—Sí y no. ¿Sabes? Solía hacerle la misma pregunta siempre a mi padre —lamentó el zorro.

—¿Y cuál era su respuesta?

—Pues otra vez volvía al equilibrio. En toda luz tiene que existir la oscuridad, pues una no puede ser sin la otra. ¿Cómo puede ser uno valiente si nunca ha tenido miedo? Ese es el cometido del anciano, cocinar en el cuenco el mismo equilibrio. Si la leyenda es cierta, si el anciano existe, no entiendo qué pasó con tu mundo ni qué está pasando en el mío. Por fuerza tiene que ser lo mismo.

Fue entonces cuando Sara recordó lo que le dijo el monje poco antes de despertar en el claro: «¿Qué contestarías si te dijera que puedes combatir este tipo de problema desde su raíz? ¿Lo intentarías entonces?». Quizá por eso estaba ahí, para recuperar el equilibrio. Si no era por eso y el anciano no existía… Bueno, entonces simplemente se habría vuelto loca en algún momento de su salida escolar al templo. El pensamiento la abrumó.

—¿Cómo puedo encontrar al anciano? —preguntó.

—Ya te he dicho que es solo una leyenda… Pero supongo que, si le hiciéramos caso, deberíamos encontrar los cinco elementos —recordó con amargura a los humanos—. Si lo hiciéramos, aparecería la puerta que lleva directamente a su salón, donde mezcla el té en el cuenco.

Recordó con una punzada de dolor a su padre. Si realmente toda la historia de los elementos era una mera leyenda, esta les costaría la vida a los dos. Si no, tenía poco tiempo para encontrarlos. Eso le dio una idea:

—¿Sabes, humana? A ti te interesa tanto como a mí encontrar al anciano, así podrías saber qué pasó en tu mundo y cómo cambiarlo.

—Supongo que tienes razón… —aceptó Sara—. ¿Y tú por qué quieres hablar con él?

—Esto… —balbuceó el zorro. Mentiría—. Para que no acabe pasando lo mismo con mi mundo que con el tuyo. Además, si los elementos están repartidos por mi mundo en cinco templos distintos, es posible que ayudándonos nos vaya mejor, ¿no crees? ¿Qué me dices? —Alargó su pata hacia la niña—. ¿Formamos equipo?

—Formamos equipo —dijo Sara cogiendo su pata.

El zorro estaba satisfecho con su plan. La niña le ayudaría sin pensárselo, así que tendría alguien a quién mangonear cuando las cosas se pusieran feas. Total, era solo una humana. Y cuando consiguieran todos los elementos…

Se los robaría.

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El maestro grulla

Con mucha paciencia habían improvisado un lecho de hojas para dormir al raso. No es que fuese precisamente cómodo, ni mucho menos, pero ambos cayeron rendidos por culpa del cansancio acumulado durante el día anterior. Tantas correrías los habían dejado exhaustos. Por la mañana, tan pronto como el alba despuntó en el horizonte, empezaron a trinar los pájaros más madrugadores. Tuvieron que hacer un gran esfuerzo para despertar. Legañosos se desperezaron y, sin muchas ganas de hablar, bostezaron.

El zorro decidió cazar algunas piezas para el viaje. Sara lo esperaría cogiendo frutos silvestres. No era gran cosa, pero no podían partir así, sin más. En cuclillas, buscó y rebuscó por todos los arbustos de la zona, asustando algún que otro conejo. Su madre fue quién le enseñó que con esmero podía distinguir entre lo que era venenoso y lo que no: solía depender del color. Pensar en eso la entristeció.

Después de un muy frugal desayuno, empaquetaron todo lo que les sobró en una improvisada bolsa de mimbre y partieron hacia el primer templo. Por lo que el zorro le había contado, tenían que abandonar primero el bosque para ir hacia el norte.

—¿Sabes, humana? Los ancianos de mi pueblo siempre contaban leyendas sobre el templo Mu, el de la madera —comentó el cachorro.

—¿Sí? ¿Y qué decían las leyendas? —preguntó con curiosidad.

—Nada… Eran los típicos cuentos hechos para asustar a los cachorros traviesos. Fantasmas, moralejas… Ya sabes, de todo un poco.

—¿Hablaban los ancianos de los otros templos?

—Nunca. Y eso es lo que más me preocupa. De hecho —repuso—, encontrar el templo Mu ya sería todo un milagro… Si tenemos en cuenta lo confusas que solían ser las leyendas, igual ni eso conseguimos. Según decían se encuentra en el monte Takao, junto a los arrozales imperiales, y su entrada está custodiada por un poderoso guardián. La leyenda dice así:

«Y cuando la libélula vuele con los ojos rojos aparecerá la serpiente que os llevará al templo».

—Ah, ¿que también hay guardián? —contestó, divertida—. ¡Pues espero que no nos dé muchos problemas como los de los cuentos de hadas!

—¿Los cuentos de quién? Pero mira que eres rara, humana…

Sara se rio y siguió caminando, pensativa. Una leyenda era una leyenda, por supuesto, pero si tenía en cuenta todo lo que había vivido las últimas horas, poco le costaba creer en una. Fuera como fuese, tenía el presentimiento de que algo grande estaba a punto de pasar.

Llevaban varias horas caminando bajo los árboles cuando de repente algo en el ambiente cambió. Fue una alteración casi imperceptible, como si progresivamente la luz que los rodeaba hubiese ido aumentando. Ahora los pichones ya no cantaban, pero podían escuchar el relajante sonido de las cigarras de verano.

Cuando Sara vio a lo lejos el final del bosque, arrancó a correr emocionada y libre. Estaba pletórica. Era todo tan parecido a sus libros de aventuras… Al dejar atrás el último árbol, la niña se quedó petrificada ante el paisaje de fantasía que se extendía hasta el lejano horizonte. El cielo brillaba azul y limpio y el sol le calentaba la piel. Se puso las manos a modo de visera sobre los ojos. Cientos de preciosas parcelas verdes aderezaban un suelo polvoriento de campiña, escalonadas formando un entramado lógico y bello: eran los arrozales imperiales. Pequeños puntos de color rosa se movían grácilmente en su interior. Sara pudo ver que eran campesinas, madres e hijas que, agachadas, trabajaban el suelo con delicadeza, plantando las semillas una tras otra, con esmero. Cuando pasaron las más curiosas se giraron para mirarle, protegiéndose del sol con sus sombreros de mimbre.

—Oye, ¿te puedo hacer una pregunta? —le dijo al zorro.

— Acabas de hacerlo. Pero sigue.

—¿Por qué no dejas de llamarme humana? Tengo un nombre, ¿sabes? Me llamó Sara… —titubeó—. Representa que tenemos que pasar todo tipo de aventuras juntos y ni tan solo haces el esfuerzo de saber cómo me llamo o quién soy. Por lo menos déjame preguntarte cómo te llamas tú…

El zorro siguió caminando en silencio. No le apetecía establecer amistades de ningún tipo con humanos, y ya estaba viajando con una. No confiaba en ellos, eran traicioneros. Con una punzada de dolor recordó lo poco que le gustaba que su padre le llamase Momo.

—No me interesa cómo te llames, niña —le espetó—. Estamos juntos porque tenemos intereses en común, pero eso no nos convierte ni mucho menos en dos amigos. Los kitsune no nos fiamos de los humanos, os llaméis como os llaméis.

—Vale… pero —titubeó mirándose los pies—, de algún modo tendré que dirigirme a ti, eso está claro. A ver, déjame pensar… Vale, si tú no me quieres decir tu nombre, ¡me inventaré uno para ti!