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1. “Globalización”: los contornos de un concepto

Diagnóstico de la actualidad y concepto histórico procesual

Núcleo semántico y controversias

2. Las dimensiones de la globalización

Sistema mundial - imperialismo - global history

Redes y espacios de interacción

Períodos

3. Hasta 1750: construcción y consolidación de conexiones a escala mundial

Comercio a distancia, imperios, ecúmenes

Imperios de la pólvora y espacios marítimos

Agujeros en las redes

4. 1750-1880: imperialismo, industrialización y libre comercio

Política mundial temprana y revoluciones atlánticas

La Revolución industrial y el enorme alcance de su impacto

Imperios y Estados nacionales

El surgimiento de la economía mundial

5. El capitalismo y las crisis, a escala mundial: 1880-1945

Experiencias de la globalidad, economía y política mundiales en el cambio de siglo

Imperialismo y guerra mundial

1918-1945: crisis y conflictos globales

El “siglo de los Estados Unidos”

6. Desde 1945 hasta mediados de la década de 1970: un cambio de rumbo en la globalización

Espacios de lo político: bloques de potencias, Estados nacionales y movimientos transnacionales

Instituciones de la economía mundial

¿Globalización sociocultural?

Conclusión

Cerca del cambio de siglo

¿En camino hacia una era global?

Globalización: por la normalización del concepto

Posfacio a la presente edición

Lecturas sugeridas

Jürgen Osterhammel

Niels Petersson

BREVE HISTORIA DE LA GLOBALIZACIÓN

Del 1500 a nuestros días

Traducción de
Martina Fernández Polcuch

Osterhammel, Jürgen

© 2012, C. H. Beck Verlag oHG, Múnich

© 2017, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

1. “Globalización”: los contornos de un concepto

Diagnóstico de la actualidad y concepto histórico procesual

El concepto de “globalización” surge de un diagnóstico de la actualidad. Si en sus inicios no se le prestaba mayor atención y su uso se restringía a publicaciones especializadas de economistas, en los años noventa este concepto tuvo un ascenso meteórico. Se generalizó en numerosos idiomas. Diversas disciplinas académicas le atribuyeron el rango de categoría rectora. Día a día aumenta la bibliografía en torno a la globalización o la globalidad, historia global o capitalismo global. Ya son necesarios manuales o guías para abrirse paso por la selva semántica.[1] Cuando los medios de comunicación masiva se dan aires filosóficos, no hay que esperar mucho para que aparezca el término. Y además este término se expone al riesgo de ser utilizado sólo para impresionar, ya que su significado exacto es irrelevante: la apariencia de profundidad basta para ahuyentar los cuestionamientos escépticos.

Ahora bien, la popularidad generalizada del término “globalización” es algo más que el síntoma de una pereza mental colectiva. A falta de competencia, el concepto llena un espacio legítimo: le da un nombre a la época. En las últimas décadas no fue fácil encontrar una fórmula concisa que reflejara el signo de la época actual. En los años cincuenta del siglo pasado, algunos fantaseaban con la “era atómica”. En los años sesenta y setenta, unos hablaban de la “sociedad industrializada” madura, otros del “capitalismo tardío”; en los años ochenta, la “sociedad del riesgo” encontró gran adhesión y la “posmodernidad” se puso de moda, aunque estos conceptos no lograron instalarse en la conciencia social general, dado que ninguno de ellos permitía hacerse una idea concreta al respecto. En cambio, “globalización” funcionaba como un concepto de otro calibre. Se vinculaba con experiencias de muchas personas: por un lado, el consumo y la comunicación traían (casi) todo el globo terráqueo al hogar de los habitantes de los países ricos; por otro, al disolverse el mundo (apartado y aislado) del bloque soviético, el planeta parecía surcado por principios uniformes del estilo de vida de la modernidad occidental. Si se adopta un enfoque económico, se percibe que la liberación de las fuerzas del mercado respecto de la regulación estatal y las innovaciones tecnológicas en el ámbito del procesamiento de datos y la comunicación dieron origen a mercados en los cuales la oferta y la demanda llegarían a operar a escala mundial. Por profunda que sea la brecha entre las circunstancias poco transparentes del vínculo económico a escala mundial y las experiencias cotidianas (y muy accesibles) de virtual desaparición de fronteras, el concepto de globalización tiene la gran ventaja de hacer justicia a ambas partes, de ser un denominador común para el intelecto y el alma. En efecto, una y otra vez se confirma la esencia trivial que se oculta en el interior del concepto: el mundo, a simple vista, se va volviendo “más pequeño”, y elementos distantes se vinculan cada vez más entre sí. En paralelo, se vuelve “más grande”, porque nunca antes pudimos tener ante nuestros ojos horizontes tan amplios.[2] Por ende, si queremos sintetizar conceptualmente el espíritu de época del último cambio de siglo, la única alternativa que parece quedarnos es reiterar que hemos ingresado a la época de la globalización.

Alcanzado este punto, los historiadores se sienten urgidos a intervenir en la discusión. Por un lado, parte de lo que en la sociología se presenta con el rótulo de nuevo conocimiento les resulta familiar. Para dar un ejemplo, ya mucho antes de que existiera la palabra “globalización”, historiadores de la economía describieron el proceso de constitución y posterior integración de una economía mundial con bastante precisión, tanto en la presentación misma de los estados de cosas como en la atribución de causas y efectos.

Mientras los historiadores hacen justicia a su reputación de mirar las cosas con detenimiento y, en caso de dudas, priorizar la prueba fundada frente al resplandor del ingenio, en otras problemáticas también ellos siguen la tendencia a la generalización. Hace tiempo que la historiografía explica los cambios que experimenta el mundo desde dos siglos y medio atrás con ayuda de conceptos procesuales de amplio alcance, que –en forma análoga a los conocidos “ismos” (liberalismo, socialismo, etc.)– podrían denominarse “izaciones”: racionalización, industrialización, urbanización, burocratización, democratización, individualización, secularización, alfabetización y muchas más. Todos estos procesos, cada uno con sus propios patrones temporales y vinculados entre sí de manera compleja, tienen en común el hecho de que se desarrollan en el largo plazo, transcurren en formas e intensidades diferentes en cada continente y liberan una fuerza transformadora que rara vez se encuentra en la historia más antigua, premoderna. El metaconcepto de “modernización” intenta anudar todos estos procesos en un desarrollo abarcador.

Ya en virtud de su forma lingüística, “globalización” parece en condiciones de obtener un lugar entre los macroprocesos del mundo moderno. No es necesario situarlo en el nivel superior –es decir, junto a (o incluso por encima de) “modernización”–, ni detectar que la característica central del desarrollo mundial es la creciente concentración de hechos relacionados entre sí pero que ocurren en lugares muy distantes. Basta con preguntar si la “globalización” podría llegar a ser tan elocuente y tan importante como la “industrialización”. Eso ya implicaría mucho y enriquecería de manera alentadora el repertorio interpretativo de la historiografía. Y sería especialmente celebrado ya que ninguna de las “izaciones” mencionadas se refiere a las relaciones entre pueblos, países y civilizaciones. Cabe recordar que todas ellas se destacan en el marco nacional y regional y así son estudiadas por la academia. Si “globalización” llegara a merecer un lugar entre las jerarquías de los grandes conceptos del desarrollo, se colmaría por fin una amplia laguna. Habría entonces un sitio donde alojar todo lo intercontinental, internacional, intercultural, etc., que en la actualidad anda de aquí para allá, en calidad de apátrida y errante entre los “discursos” consagrados de los historiadores.

La existencia misma de esta laguna nos proporciona el punto de partida para las reflexiones que siguen. No proponemos desechar la historiografía en su conjunto tal como existe hasta la actualidad, y rechazamos la pretensión ridícula de reescribir la historia de la Edad Moderna como una historia de la globalización. Antes bien, intentamos echar una nueva mirada al pasado desde la perspectiva de la globalización. También puede decirse de otro modo: el hecho de que hoy en día muchos aspectos de nuestra existencia ya sólo puedan comprenderse en el contexto de enlazamientos a escala mundial es un lugar común. Ahora bien, ¿no es posible que tales enlazamientos hayan desempeñado también en el pasado un papel más importante de lo que la imagen histórica corriente suele dar a conocer? ¿De qué índole eran estos enlazamientos y cómo funcionaban? ¿Se fueron acumulando hasta formar un proceso dotado de su propia dinámica que justifique utilizar el concepto de “globalización”, creado en la actualidad? Y además: si esta última pregunta se responde por la afirmativa, ¿puede identificarse hacia finales del siglo XX un cambio de época en que las tendencias globalizadoras se volvieron tan marcadas y dominantes que es lícito hablar de una profunda cesura, vale decir, del comienzo de una nueva época, una “era global” (Martin Albrow), una “segunda modernidad” (Ulrich Beck, Anthony Giddens) o cualquier otra etiqueta que se prefiera utilizar?[3]

Núcleo semántico y controversias

En la mayoría de las propuestas de definición desempeñan un papel central la ampliación, concentración y aceleración de relaciones a escala mundial, y en muchos casos las definiciones ya se combinan con afirmaciones surgidas de diagnósticos de la actualidad. Se trata, por ejemplo, de averiguar si la globalización implica el ocaso del Estado nacional, si trae aparejada una uniformización cultural del mundo o si otorga a los conceptos de espacio y tiempo un sentido renovado. Detrás de este tipo de discusiones acerca del significado de la globalización, no pocas veces se ocultan tajantes juicios de valor. Los polos de un amplio espectro son ocupados por los entusiastas apóstoles de la globalización y por los adversarios de esta perspectiva. Si unos celebran el inicio de una nueva era de crecimiento y bienestar, los otros vislumbran una dominación global en alza por parte del gran capital de los países occidentales en detrimento de la democracia, de los derechos de los trabajadores, de los países pobres en general y del ecosistema global.

Si existe algún acuerdo general entre los autores de las corrientes más diversas, este radica en la hipótesis de que la globalización cuestiona la relevancia del Estado nacional y desplaza la relación de poder entre países y mercados en beneficio de estos últimos.[4] Sostiene que los beneficiarios de este desarrollo, favorecidos cuando los gobiernos nacionales facilitan el libre comercio, serían las empresas multinacionales, que, sin lealtad hacia sus respectivos países de origen, pueden elegir para sus actividades los enclaves más favorables en términos de costos en cualquier lugar del mundo. Esto restringiría las posibilidades que tienen los gobiernos de los Estados nacionales de influir en cuestiones de política económica, así como su acceso a diversos recursos, principalmente a los impuestos. A la vez, la globalización implicaría una reducción de la previsión social estatal y por ende una mengua de la legitimidad del Estado; a los ojos de los entusiastas neoliberales de la globalización se trataría de una ganancia en términos de libertad personal; para los adversarios, sería la irrupción de la anarquía, de la cual sólo sacan provecho los fuertes. El socavamiento de la soberanía exterior del Estado, en particular del Estado nacional, y de su monopolio interno de la violencia y su patrimonio impositivo es uno de los temas centrales de las ciencias sociales actuales.[5]

Existe consenso sobre una segunda característica de la globalización: su influencia en todo lo que se aúna bajo el término “cultura”. En un primer momento la globalización cultural, impulsada por la tecnología de la comunicación y la industria cultural occidental que opera a escala mundial, se concibió como homogeneización, como la supremacía planetaria de la cultura de masas de los Estados Unidos a expensas de la diversidad heredada del pasado. Pero pronto se observó una tendencia opuesta: la irrupción de movimientos que gracias a la protesta contra la globalización obtienen nuevo impulso para defender su singularidad e identidad locales, pero que a la vez se valen de las nuevas tecnologías para perseguir de manera más eficiente sus objetivos y apelar al apoyo de la opinión pública mundial. Roland Robertson definió a esta sincronía de homogeneización y heterogeneización como una simultánea “universalización de lo particular y particularización de lo universal”. A la vez introdujo el concepto de “glocalización” para destacar que las tendencias globales siempre producen efectos a escala local y requieren una “apropiación” específica en cada caso.[6] Los resultados del cambio cultural impulsado por la globalización suelen interpretarse también como “hibridación”, es decir, como mezcla de elementos culturales nuevos, apropiados de manera creativa, con los preexistentes.[7] Los medios masivos, los viajes a países lejanos y los bienes de consumo de demanda global son considerados los mecanismos más importantes de la “glocalización”.

En vistas de la facilidad y la frecuencia con que personas, mercancías y, ante todo, informaciones superan grandes distancias, numerosos autores describieron la globalización como una transformación fundamental de las categorías de espacio y tiempo, como space-time compression, según la expresión del geógrafo David Harvey; esto es, compresión espacio-temporal.[8] Esta puede considerarse la tercera característica básica de la concepción que las ciencias sociales tienen de la globalización. La compresión espacio-temporal, que comenzó con un abaratamiento radical de las llamadas telefónicas y con la propagación del correo electrónico, crea un presente común y una existencia compartida “virtual” y de este modo instaura el requisito para relaciones, redes y sistemas sociales a escala mundial, en cuyo interior la distancia efectiva es considerablemente menor que la geográfica. Su causa principal radica en el aumento de la velocidad de la comunicación.

Una manera algo diferente de expresarlo es hablar de “desterritorialización” o “supraterritorialidad”.[9] Para una gran cantidad de relaciones sociales, el lugar, la distancia y las fronteras ya no tienen relevancia. La globalización –y también a este respecto parece reinar el acuerdo– no es concebida como la interacción concentrada entre sociedades que siguen constituidas en términos nacionales, sino como una tendencia a la disolución de la territorialidad y la existencia del Estado vinculado a un espacio; en otras palabras, sería la contraparte geográfica de la tesis de la pérdida de función del Estado en beneficio de fuerzas del mercado que se autorregulan.

De las interpretaciones y los pronósticos de mayor alcance que los portavoces individuales de la discusión sobre la globalización vinculan con esta concepción básica común, dos merecen especial mención: el concepto de “globalidad” de Martin Albrow y la idea de “sociedad red” de Manuel Castells. Para Albrow, “globalidad” designa un marco de orientación novedoso que diferencia el presente de cualquier historia anterior. Se ocupa de las siguientes dimensiones de la globalidad: ciertas cuestiones ambientales se plantean en el marco de un ecosistema global; las armas de exterminio masivo traen aparejado el peligro de la destrucción de la Tierra entera; los sistemas de comunicación y mercados se extienden por todo el mundo; y por último, la globalización se ha vuelto reflexiva, es decir, constantemente crece el número de personas para quienes el conocimiento acerca de estos vínculos planetarios constituye la escala de referencia de su obrar y su pensar. Manuel Castells, por su parte, describe la globalización como el surgimiento de la “sociedad red”, una forma social sin parangón en la historia. La tecnología informática –sostiene– torna posible organizar relaciones sociales flexibles con independencia de los territorios. Ya no la megaorganización burocratizada, jerarquizada, sino la red horizontal y laxa sería la forma de organizarse de la economía y la política en la “era de la información”. Así, cambian los fundamentos del ejercicio del poder y de la distribución de recursos: el poder ya no se exhibe con orden y obediencia, sino que estaría anclado en la existencia de una organización en red orientada a un fin específico. En lugar de opresión y explotación, de “arriba” y “abajo” en términos sociales y de “centros” y “periferias” geográficos, en la sociedad red se instala el principio de pertenencia al conjunto (y de exclusión de este). La gran brecha en el mundo nuevo de Castells transcurre entre quienes están en red y quienes no lo están.

Junto a estos ambiciosos esbozos interpretativos –por momentos, de tenor profético–, existen enfoques más modestos, que no mistifican la “globalización” al extremo de volverla una fuerza que obra en la historia por cuenta propia,[10] sino que, antes bien, la conciben como noción colectiva descriptiva para una serie de procesos concretos de transformación. En David Held (y sus coautores), por ejemplo, la globalización se presenta como resultado de procesos de larga data, aunque no siempre continuos en el tiempo. Entramados de vínculos económicos, políticos, culturales y militares siguen como antes su respectiva dinámica propia y sus impulsos diversos; su alcance tampoco tiene por qué coincidir. Las repercusiones de estos procesos difieren según lugar, tiempo y clase social. La globalización, en este sentido, es un proceso no determinado (es decir, no planificado de antemano) que no elimina las instituciones conocidas –como Estados, empresas, iglesias, familia, etc.–, pero las transforma de un modo radical. Inexorablemente produce fuerzas antagónicas con efecto fragmentador. James N. Rosenau y Ian Clark, dos representantes de la teoría de las relaciones internacionales con interés historiográfico, desarrollan ideas similares. Estos autores, conocidos como “transformacionalistas”, ven la globalización como un fenómeno del pasado más reciente basado sobre procesos de interacción política, económica, cultural y militar que se extienden en espacios vastos y cuentan con una larga historia.

Por último, tampoco faltan los escépticos de la globalización. No hay que confundirlos con los adversarios de la globalización, muy militantes en ocasiones. Estos últimos comparten con sus antagonistas, los apóstoles de la globalización, la creencia de ser testigos de una revolución fundamental del mundo sociopolítico. Los escépticos, en cambio, consideran que esto es una exageración y por momentos incluso que el acto mismo de hablar de globalización es un encubrimiento ideológico de estrategias estadounidenses de control económico o un engaño propagandístico de las élites comerciales y los tecnócratas de mentalidad neoliberal. Así, Paul Hirst y Grahame Thompson ven en la bibliografía sobre la globalización poco más que una compilación de anécdotas, impresiones y hechos aislados sacados de contexto. Según ellos, allí se insinúa que la suma de estos daría como resultado el “fenómeno” armonioso de la globalización. Así, Hirst y Thompson, que se concentran en los aspectos económicos, no logran advertir cohesión alguna detrás de los numerosos ejemplos singulares.

Esto remite una vez más a la importancia de la formación del concepto. Quien dé por válidos un mercado planetario activo, libre comercio mundial y libre circulación del capital, movimientos migratorios, empresas multinacionales, división internacional del trabajo y un sistema monetario mundial como indicios de globalización, ya los encontrará en la segunda mitad del siglo XIX. En cambio, quien busque una “redificación en tiempo real” a escala mundial y personalizada celebrará el presente como el comienzo de una nueva era que se avecina o rechazará con indignación la ocurrencia de aceptar a partir de un diagnóstico tan superficial el último “gran relato” de la sociología. Por ende, como historiador sería ingenuo preguntar “cuándo comenzó la globalización” o “si en el siglo XVIII ya existía la globalización”. En primer lugar necesitamos llegar a un acuerdo acerca de un concepto de “globalización” que se mantenga equidistante de la inconsistencia y la pedantería. Ese concepto echaría luz sobre el pasado como si fuera un “faro de búsqueda”, sin anticipar resultados.

[1] Véanse, por ejemplo, J. Dürrschmidt, Globalisierung, Bielefeld, 2002; J. A. Scholte, Globalization. A Critical Introduction, Basingstoke - Nueva York, 2000.

[2] Véase H. van der Loo y W. van Reijen, Modernisierung. Projekt und Paradox, Múnich, 1992, p. 242.

[3] Para contar con datos de las principales obras de los autores mencionados a continuación, véanse las lecturas sugeridas.

[4] S. Strange, The Retreat of the State. The Diffusion of Power in the World Economy, Cambridge, 1996 [ed. cast.: La retirada del Estado, Barcelona, Icaria, Intermón, 2001].

[5] Al respecto, en perspectiva histórica: W. Reinhard, Geschichte der Staatsgewalt. Eine vergleichende Verfassungsgeschichte Europas von den Anfängen bis zur Gegenwart, Múnich, 1999, p. 509 y ss.

[6] R. Robertson, “Glokalisierung - Homogenität und Heterogenität in Raum und Zeit”, en U. Beck (comp.), Perspektiven der Weltgesellschaft, Frankfurt, 1998, pp. 192-220 [ed. cast.: “Glocalización. tiempo-espacio y homogeneidad-heterogeneidad”, en J. C. Monedero Fernández-Gala (comp.), Cansancio del Leviatán. Problemas políticos de la mundialización, Madrid, Trotta, 2003].

[7] Véase R. J. C. Young, Colonial Desire. Hybridity in Theory, Culture and Race, Londres, 1995, pp. 18-28 [ed. cast.: “El deseo colonial: hibridismo en la teoría, la cultura y la raza”, Nerter 2, 2000-2001].

[8] D. Harvey, The Condition of Postmodernity. An Enquiry into the Origins of Cultural Change, Óxford, 1989, en especial, p. 240 [ed. cast.: La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, Buenos Aires, Amorrortu, 1998].

[9] Scholte, Globalization, ob. cit., pp. 46-50.

[10] Acerca de la crítica al respecto, J. Rosenberg, The Follies of Globalisation Theory, Londres, 2000.