FRANCESC TORRALBA ROSELLÓ

 

 

 

JESUCRISTO 2.0

INTRODUCCIÓN

 

El lector tiene en sus manos un libro muy personal. No es un tratado de teología ni una confesión filosófica. No tiene esas pretensiones. Tampoco es un análisis antropológico de las religiones ni un ensayo sobre la situación del cristianismo en nuestra cultura. Afortunadamente hay muy buenos estudios sobre estas temáticas publicados en nuestra lengua y por intelectuales capaces.

Es una presentación muy particular, casi íntima, una especie de declaración, de divagación libre, en el sentido más noble del término. Expreso lo que creo, la fe que tiñe mi ser, las fuentes que nutren mi vida espiritual. Trato también de dar razones sobre aquello que creo, dando por supuesto que el esfuerzo de hablar no se acaba nunca y que se va forjando a lo largo de la vida.

Hoy puedo esgrimir unas razones de lo que creo, pero quién sabe si estas razones me parecerán bien poca cosa cuando las relea dentro de unos cuantos años. No puedo predecir las experiencias que viviré, y apenas soy capaz de encontrar palabras justas para narrar algunas de las vivencias de mi itinerario.

Quizá pasará lo contrario de lo que pienso ahora, y de aquí a unos años, cuando relea este libro, no seré capaz de dar otras razones de más peso, porque estas ya me parecerán bastante consistentes. Sea como fuere, este es un libro que exterioriza vivencias interiores, que evoca una experiencia real que se ha ido tejiendo y configurando a lo largo de una vida. Es esta experiencia frágil, discontinua, a veces tenebrosa, a veces luminosa, la que está en el corazón de la fe que expongo aquí.

Siento el deseo de comunicarla, no para convencer a nadie, menos aún para convertir infieles, como se decía antes. Solo me mueve el deseo de presentar los contenidos de mi esperanza, de aclarar ideas. Coincido con Ludwig Wittgenstein cuando dice en el Tractatus que la función de la filosofía es aclarar pensamientos. Escribir es una manera de aclararse uno mismo.

Últimamente, tanto en nuestro pequeño país como en otros entornos culturales cercanos, se ha convertido en un ejercicio habitual eso que, coloquialmente hablando, se llama «salir del armario». Intelectuales relativamente notorios, filósofos conocidos dejan constancia de sus creencias, dudas y angustias a través de textos muy personales, de cariz autobiográfico, memorialístico.

Bajo el género del dietario, del memorial, del anecdotario o de las confesiones, muestran aquello que, supuestamente, es privado o secreto, que forma parte de la intimidad. En este ejercicio puede haber, ciertamente, una dosis de exhibicionismo, incluso de narcisismo complaciente, pero también puede ser una manera de sincerarse, de purgarse, de limpiar el corazón.

Escribir es ordenar pensamientos e ideas, y solo este ejercicio ya es valioso por sí mismo y puede ser útil y satisfactorio a otras personas que tienen vivencias, creencias y esperanzas parecidas a las de quien las confiesa. «Salir del armario» es, con todo, una expresión asociada a la identidad sexual más que a cuestiones espirituales. No es sobre este particular sobre el que quiero pronunciarme, sino sobre el fondo de mis creencias, sobre la sustancia de mi vida espiritual, algo muy íntimo y secreto, una esfera que muchos consideran más privada y hermética que la condición sexuada.

Me da la impresión de que demasiado a menudo los teóricos sobre el fenómeno religioso, los estudiosos y analistas del alma humana, los profesores de humanidades y los historiadores de la filosofía tendemos a escondernos tras una cortina de erudición y, de esta manera, protegemos nuestra fragilidad. Algunos conocen las entradas y salidas de grandes místicos y maestros espirituales, pero nunca se pronuncian en primera persona. Otros pueden recitar de memoria fragmentos de san Agustín, de santa Teresa de Ávila, de Ludwig Wittgenstein o de Edith Stein, pero no pueden expresar aquello que sentían ni su particular vivencia espiritual.

Mostrarse en público es hacerse vulnerable a la crítica, pero también es un ejercicio de honestidad que el escritor debe a sus lectores, especialmente a los que lo siguen desde hace tiempo. En este texto pretendo hacer este ejercicio de autenticidad y asumo el riesgo que comporta el reto.

Lo que me propongo es hacer explícito el contenido de mi fe, intentar sumergirme en las fuentes espirituales que alimentan mi ser y que me hacen ser como soy. Es, en este sentido, un ejercicio de autoanálisis, aunque a la vez una presentación razonada de la manera en que vivo mi opción personal por Cristo. Entiendo que esta opción no está obsoleta ni es anacrónica. La comprendo como una opción legítima, digna de ser vivida aquí y ahora, en un entorno que se ha bautizado como poscristiano, secular y posmoderno, escéptico y posutópico. Creo que es una opción capaz de entusiasmar a espíritus de diversa naturaleza.

No pretendo plantar mi particular puesto en el gran supermercado de las religiones ni vender un producto prefabricado para uso y consumo de todo el mundo, sino exponer las claves de una opción espiritual que tiene como centro de gravedad el diálogo íntimo, personal e intransferible con Cristo, con el Maestro interior, en palabras de san Agustín. No es la mía, en ningún caso, una opción original ni pretende serlo. Muchos otros hombres y mujeres, de hoy y del pasado, han vivido, a su manera, esta misma opción, si bien cada uno según su propia naturaleza y su carisma. El seguimiento de Cristo se articula de maneras muy distintas a lo largo de la historia y no soy nadie para juzgarlas.

Algunos de mis lectores saben cómo soy. No les resultará nuevo lo que expreso en este texto, pero nunca he escondido mis convicciones y se pueden entrever en muchos de los ensayos que he escrito y en manifestaciones públicas, conferencias y alocuciones que he hecho hasta el día de hoy; pero es posible que otros se sorprendan e incluso que queden decepcionados.

Vivimos en un mundo en el que disfrutamos de libertad de creencias, de movimientos, de pensamiento y de expresión. Es una conquista histórica que ha costado mucha sangre, mucho sudor y muchas lágrimas; un bien que conviene saber preservar y transmitir a las generaciones futuras, una consecución que muchos países y naciones desconocen aún y persiguen con todo tipo de tribulaciones. En nuestra ciudad posmoderna coexisten convicciones religiosas y espirituales de naturaleza muy diferente. Esta situación espiritual es fruto de esta explosión de libertades, un estallido que se hace patente en la plaza, en la calle, en el mercado, y que, lejos de atemorizarnos, debería ser motivo de fiesta y gozo. Con todo, esta ebullición de libertades, después de decenios de contención, presenta nuevos retos, entre ellos el de la capacidad de vivir armónicamente con lo que es diferente.

Creer es una adhesión personal, de naturaleza espiritual, movida por la voluntad, el corazón y el entendimiento, pero a la vez exige un esfuerzo racional. Me encuentro en un contexto en el que muchos de mis amigos no creen en lo que yo creo. Otros optan por estilos espirituales distintos. Esta heterogeneidad, lejos de asustarme, se convierte en un verdadero estímulo intelectual para mí, en una oportunidad para extraer del corazón de las creencias que he recibido de mis padres, de mis maestros, de tantas personas anónimas. Es una ocasión para hurgar hondo y adivinar los puntos fuertes y los débiles.

Sorprendentemente surge un interés por la vida espiritual, por la espiritualidad en un sentido vago. Esta irrupción puede ser interpretada como una efervescencia posmaterialista, como una especie de reacción a un mundo saturado de utilitarismo, de individualismo y de economicismo, pero también puede leerse como el inicio de una verdadera revolución de la mentalidad occidental, como el nacimiento de un nueva conciencia que cambiará de raíz nuestra civilización y los sistemas de vida, de producción y de consumo que han marcado el ritmo de nuestra sociedad en los dos últimos siglos.

En el momento presente es difícil pronunciarse sobre la dimensión, la magnitud y la trascendencia de este fenómeno emergente. La espiritualidad que renace de las cenizas de la civilización de la frustración y de la infelicidad que hemos construido no se concibe necesariamente como una vivencia ligada al ámbito religioso. Tampoco se opone necesariamente, pero se lee y se interpreta de manera autónoma e independiente de las tradiciones religiosas milenarias. Se valora cada vez más la experiencia espiritual, tal vez como una reacción lógica a un mundo materialista, individualista y consumista, que sobre todo genera frustración e infelicidad.

En esta alborada espiritual, si se puede llamar así, se dibujan nuevos caminos, nuevas rutas, el anhelo de ser, de trascender y de vivir una plenitud que busca expresiones nuevas y creíbles. En este territorio convulso, sin embargo, faltan mapas y topografías, guías y referentes, mientras sobran, en cambio, oportunistas y vendedores de humo. Más allá de la epidermis del fenómeno, muchos se preguntan si la espiritualidad centrada en Cristo es una expresión del pasado o bien una opción del presente, si es una apuesta de futuro o puramente residual.

La religión, si es entendida rectamente, es aquella fuerza propulsiva que puede restaurar la armonía y la unidad entre el mundo interior y el mundo exterior. Aunque las religiones quieran ser una fuerza unificadora –y espero que lo sean–, la historia muestra repetidamente casos en que algunos autoproclamados salvadores de la religión la han puesto al servicio del poder y de las fuerzas destructoras.

Soy partidario de una espiritualidad que no excluya el patrimonio de las religiones, que sepa alimentarse de lo mejor que han aportado estas tradiciones al progreso integral de la humanidad. Me he formado en el seno de la tradición cristiana, la he recibido serenamente de la mano de mis padres, me he sentido acogido y respetado. No la he vivido de una manera coaccionadora, sino todo lo contrario, ha sido para mí fuente de creatividad y de liberación. Nunca he tenido la necesidad de dar un portazo, de renunciar a lo que he recibido, de matar al Padre eterno y sustituirlo por otro ídolo. Mi espiritualidad ha crecido al cobijo de la comunidad de fe, y allí se ha forjado, ha crecido y madurado. De ello estoy agradecido.

Quiero confesar, de entrada, que no soy partidario de un espiritual melting pot, ni tampoco de un uso puramente estético o cosmético de las riquezas espirituales atesoradas a lo largo de la historia de la humanidad. Opto libremente por una vida espiritual que tiene como núcleo fundamental el diálogo amoroso, secreto, difícil, a veces incluso desesperante, con el fondo íntimo de mi ser, un fondo sin fondo que, como tal, no me pertenece ni puedo abarcar, se me manifiesta como un Tú infinito que me interpela y me trasciende.

No hay ninguna pretensión de descubrir nada ni tampoco de ser original. Tan solo me mueve la voluntad de dar a conocer aquello que verdaderamente mueve mi vida espiritual, con sus lagunas y también sus ondulaciones. Soy poco partidario de los desnudos textuales. Me gusta guardar las formas y preservar en la privacidad los fundamentos de la vida espiritual, pero de un tiempo acá me siento llamado a darme testimonialmente, a hacerlo público, no para convencer a nadie, sino, sencillamente, para aclararme yo mismo y dar a conocer aquello que me mueve.

Dice Anselm Grün que aproximadamente en la mitad de la vida llevamos a término una especie de auditoría existencial. En pocas palabras, hacemos balance de lo que hemos vivido, de lo que hemos sufrido, de las opciones que hemos tomado, de los aciertos y de los errores, también del montón de sueños incumplidos. Valoramos cómo ha sido hasta entonces el trayecto, qué expectativas se han hecho realidad, qué anhelos se nos han quedado en el buche, qué caminos han resultado exitosos y qué fracasos hemos tenido.

Esta auditoría afecta a todas las esferas: la familiar, la profesional, la afectiva, la social y también la espiritual. No sabemos nunca cuándo llegará el último día; por tanto, tampoco no conocemos cuál es la franja que separa una mitad de la vida de la otra, pero este tipo de balance se acostumbra a hacer, aproximadamente, en la cuarentena. Quizá este libro responde a esta necesidad. El hecho es que, después de celebrar mis cuarenta y tres años, me he sentido especialmente llamado a hacer balance de la opción espiritual que he tomado.

Creo que es bueno hacer balance, tener el coraje de contemplar, cara a cara, la vida vivida, y, sin máscaras ni resentimientos, recoger sus espinas y sus rosas. Esta parada tiene, no obstante, consecuencias imprevistas. Alguien puede darse cuenta, al tomar conciencia de que su vida está vacía, de que su fe está muerta, de que los vínculos que ha creado están faltos de vida.

La posibilidad de vivir una revelación de este tipo causa tanto miedo que, en términos generales, se tiende a la repetición de los cánones y papeles establecidos. Hace falta ser muy audaz para cambiar, para comenzar de nuevo, para reinventarse. No veo una frivolidad en el cambio de vida ni un arrebato, sino, con frecuencia, un acto de valentía que será objeto de befa y de crítica social.

Tampoco me mueve un afán apologista ni una intención proselitista. Soy muy escéptico respecto a la apologética de la fe. Creo que no son los argumentos los que realmente convencen a las personas a optar por un estilo de vida, a adherirse a una persona o a seguir un credo. Los mejores argumentos racionales no son decisivos en la conversión del corazón. Es una cuestión de experiencia, de vivencia íntima.

En el núcleo más íntimo del yo hay una vida espiritual. Rica o pobre, mimética o creativa, pensada o irreflexiva. Hasta que no se conoce este último estrato no se conoce a la persona. El proceso de autognosis comienza por el estrato más exterior y visible de la persona, su corporeidad, y llega a un fondo sin fondo. Conocerse a sí mismo es tomar conciencia del propio cuerpo, de sus límites y sus posibilidades, de su grandeza y pequeñez, también de sus múltiples necesidades.

El camino hacia el conocimiento de uno mismo recorre, después, la vida mental y la emocional. Hace falta observar el torrente de pensamientos y sentimientos que fluyen por el propio ser; pensamientos nobles y mezquinos, luminosos y oscuros, positivos y negativos, propios y ajenos, ricos y pobres, alegres y tristes. Posteriormente, el camino hacia el conocimiento de uno mismo se adentra en los vínculos y en las alianzas. Los padres son la matriz; los hijos son el fruto. Los amigos dicen mucho de uno mismo. Finalmente, para culminar el autoconocimiento, procede entrar en el terreno más opaco a la percepción empírica, pero es el único que da las claves para comprender qué tipo de persona es cada cual: el yo espiritual.

Todos participamos de creencias. La creencia no es patrimonio de un conjunto diseminado de seres humanos que denominamos «creyentes». La dicotomía entre creyentes y no creyentes siempre me ha parecido una triste simplificación. También en este terreno, las apariencias engañan. Entre los ateos hay grandes creyentes, y entre los creyentes grandes ateos.

Algunos de los más célebres ateos de la historia creen en un paraíso en la tierra, en una justicia universal, en una Ítaca en la historia. Otros creen en la equidad entre hombre y mujer, y algunos luchan por la defensa de los derechos de los animales. La creencia no es irrelevante en el movimiento de la persona y de los pueblos. Es empuje, fuerza transformadora, impulso utópico. El que cree se mueve hacia aquello que no posee, y este moverse le transforma.

Entre los supuestos creyentes también hay muchos descreídos. La creencia por inercia es una especie de instalación acomodaticia que no somete a la reflexión el contenido de lo que se cree.

Todo el mundo, poco o mucho, cree en alguna realidad, confía en algo, deposita su confianza en alguien. Confiar es apostar, poner el corazón y la mente en un proyecto sin garantías de que irá bien. No podemos vivir solo con las evidencias matemáticas y lógicas. No podríamos dar un paso en nuestra vida afectiva, social o profesional sin hacer actos de fe, sin creer en los demás, en las instituciones o en la tecnología. No es la creencia lo que nos diferencia a los unos de los otros, sino la manera de creer, y sobre todo aquello que creemos, el cómo y el qué, la forma y el objeto material.

No es fácil saber qué cree una persona a partir de una observación puramente exterior. No siempre hay unidad entre vida y creencia. Muchas personas dicen que son cristianas, pero en su manera de vivir no se detecta la expresión de esta creencia. Otras dicen que son pacifistas, pero su manera de resolver los conflictos cotidianos está muy lejos de la mediación y del uso de prácticas no violentas. La indumentaria no siempre expresa las creencias profundas. En ocasiones obedece a otros objetivos más modestos, como por ejemplo seducir, crear vínculos, generar atracción.

Tiene razón el filósofo francés Jean Guitton cuando dice que no sabemos de verdad lo que una persona cree hasta que no es perseguida por aquello que cree. Lo mismo nos podemos aplicar a título personal cada uno de nosotros. Yo mismo no sabré ciertamente lo que creo hasta que no me encuentre en una circunstancia en la cual, si expreso lo que creo, pierda el oficio, la reputación, la salud, el bienestar o, peor aún, la vida misma.

La persecución no es nunca deseada, pero es la prueba definitiva para contrastar la solidez y la firmeza de una creencia. Escribe el pensador francés: «Lo que yo creo es lo que aceptaría sostener bajo la ironía, bajo el silencio o el menosprecio de los que amo; es aquello por lo que estaría dispuesto a que me quemaran el dedo meñique. Solo se cree realmente aquello por lo que se aceptaría padecer o, llegada la circunstancia, ser tenido por un imbécil» 1.

Como ha expresado Viktor Frankl, solo en las situaciones límite conocemos la textura y la profundidad de una persona; entonces los ideales se contrastan de verdad, sus convicciones se muestran descarnadamente. Entonces sabemos certeramente hasta qué extremo creemos en la justicia, en la ética, en los derechos humanos, en las minorías étnicas, en la igualdad entre sexos, en la paz, en la libertad o en Cristo.

A grandes rasgos, hoy se destila una espiritualidad light, una especie de huida del mundo, de evasión de la historia. No es esta la espiritualidad que defiendo, tampoco la que intento vivir. La opción por Jesucristo es una opción por el ser humano, por la naturaleza y por la historia. Es esta una espiritualidad que, lejos de enclaustrar a la persona en la conciencia, la abre a los demás y al Otro. Se traduce en la cualidad de los vínculos que establecemos con los demás.

En sentido estricto, la opción por Cristo es hacer de la propia vida un camino de seguimiento de Jesús, de sus enseñanzas, de su magisterio; un seguimiento que abre horizontes en la vida personal y social, que desarrolla, a mi entender, la potencialidad creativa de todo ser humano y activa su infinita capacidad de amar. Jesús se convierte así en el horizonte de mi vida, en mi ideal, en el referente que he de imitar, pero con la convicción de que en este seguimiento soy empujado por una fuerza, el Espíritu, que actúa dentro de mi ser y hace posible la anhelada transformación.

Para acabar el prólogo necesito justificar el título. No lo escondo: tiene trampa. No me propongo presentar un formato virtual nuevo ni un sofisticado programa informático. Sencillamente es una excusa para pensar qué significa ser cristiano, vivir conforme a las enseñanzas de Jesús en plena era digital. Me pregunto si esta opción es razonable en este universo tan acelerado y tecnológicamente sofisticado que hemos construido.

¿Existe alguna posibilidad de ser cristiano en el mundo 2.0? Razonablemente creo que sí. He aquí mis razones.

I

EL CALEIDOSCOPIO ESPIRITUAL

 

1

NOTA A MIS AMIGOS AGNÓSTICOS

 

Como decía en el prólogo, vivimos en un mundo en el que coexiste una gran variedad de opciones de vida, de maneras de llenar de sentido la existencia humana. No hay, en sentido estricto, una crisis de valores, sino una inflación de valores, o, mejor aún, una explosión de formas y de estilos de vida que buscan, a su manera, legitimidad y reconocimiento. Se percibe la desaparición de algunos valores relacionados con la tradición, pero esta crisis no se puede extender ni generalizar.

Vivimos inmersos en un caleidoscopio espiritual. La búsqueda es constante y se expresa de muchas maneras. El modelo de vida centrado en tener, hacer, consumir y exhibir no nos satisface, y una parte de la ciudadanía está tomando conciencia de ello. Este agotamiento del paradigma es un buen síntoma, indica un cambio de rumbo, un final de trayecto, y al mismo tiempo abre nuevos horizontes en el futuro. Emergen valores posmaterialistas y se reivindica otra manera de vivir, centrada en el ser, en la relación, en la bondad, en la estima por la naturaleza, en la atención a los procesos de crecimiento personal.

No me propongo, ni por asomo, esbozar un mapa cartográfico de las opciones espirituales que surgen por todas partes. El rompecabezas es complejo, y entre las piezas hay pasillos subterráneos, campos de intersección y ámbitos de convergencia. Me dirijo aquí sobre todo a los amigos agnósticos, a los que se encuentran en tierra inhóspita, a los que no se sienten miembros de ninguna comunidad y tienen la duda como práctica habitual.

La mayoría de mis amigos pertenece a este colectivo. Son profesionales liberales, tienen más de cuarenta años y están separados. Han sido educados en un marco católico, y muchos de ellos han recibido los sacramentos de la iniciación, pero desde la adolescencia han tomado distancia de la comunidad eclesial y se han sumado al ejército de los agnósticos.

Con demasiada frecuencia, el creyente, a la hora de aproximarse al agnóstico, esgrime una actitud arrogante, casi de perdonavidas. Lo ve como alguien que se ha quedado a medio camino, que no es suficientemente audaz para dar el salto de la fe, que ha quedado encerrado en el recinto de una racionalidad raquítica, que, en definitiva, le falta el don de la fe.

He de confesar que, con frecuencia, me siento más cercano a las personas agnósticas que a aquellas con quienes comparto la opción de la fe. Obviamente hay muchas formas de agnosticismo, como también hay modalidades diversas de vivir la fe, pero en no pocos casos es una opción honesta y pensada, fruto de una reflexión serena sobre Dios y el misterio del mundo. Es a este tipo de agnósticos a los que me dirijo.

El agnóstico no afirma ni niega la existencia de Dios. Sencillamente se sitúa en la esfera de la duda. No tiene respuestas a las preguntas fundamentales, no adopta ninguna postura ante Dios, ni tampoco se atreve a negar una vida más allá de la muerte física; no acaba de tener bastantes argumentos para negar definitivamente la existencia de Dios y optar por el ateísmo. Considera que la razón –y en particular la ciencia– es incapaz de dilucidar el problema de Dios y, por tanto, es imposible encontrar argumentos de peso, ya sea para decantarse a favor de la afirmación de Dios o, por el contrario, de su negación.

El agnóstico se confiesa, humildemente, como alguien que ignora, que no sabe, que incluso le gustaría saber, salir de la ignorancia que lo tiene prisionero, pero no encuentra argumentos suficientemente convincentes para dar el paso, y tampoco experimenta el don de la fe para abrazar a Cristo.

No es mi intención hacer una radiografía de las diversas formas de agnosticismo, pero como mínimo hay dos muy elocuentes: de un lado, el agnosticismo trágico, que busca saber, que no se conforma con el silencio, que padece la duda como estado de vida; y del otro, el agnosticismo plácido, que abandona la pregunta, no porque la haya resuelto, sino, sencillamente, porque la considera insoluble.

En el primer caso existe una investigación espiritual, tensión hacia la verdad, voluntad de conocer, de salir de la nube del no saber. Una expresión muy elocuente de este agnosticismo trágico es la posición espiritual de Miguel de Unamuno. No estoy diciendo con esto que su espiritualidad se pueda calificar de agnóstica, porque las ondulaciones del alma unamuniana son difíciles de describir y están hechas de pliegues muy difíciles de seguir. Seguramente también se le puede calificar como un cristiano que duda, que se desespera por no ver claro, por no encontrar argumentos decisivos para abrazar a Dios y confiar en la vida eterna que le ha sido prometida.

En el segundo caso existe una voluntad explícita de disolver la pregunta, de dejarla de lado, vista la imposibilidad de darle una respuesta concluyente. Las preguntas inmediatas, las cuestiones domésticas, laborales y sociales, ocupan el primer plano de la actividad mental, y las preguntas últimas, las que nos dejan mudos y huérfanos, se desplazan a un segundo término.

¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué puedo esperar después de la muerte? ¿Existe Dios? ¿Soy plenamente libre? ¿Cuál es el camino de la felicidad? ¿Qué es la bondad? ¿Cuál es el fin de la historia?

Todo este conjunto de preguntas latentes en su ser como pequeñas semillas espirituales permanecen ocultas en el primer plano de la conciencia. Para alcanzar este objetivo dispersa la mente con una multitud de objetos temáticos, se evade del silencio tanto como puede, y sobre todo descalifica cualquier intento de afrontar, con coraje, sus propias preguntas.

La vida exterior ofrece mil oportunidades a cada segundo para escaparse, para huir, para silenciar el interrogante y evadirse, para distraerse. Cualquiera puede encontrar refugio en los parques temáticos, en los centros comerciales, en la basura audiovisual que ofrecen la televisión o la radio. No faltan entretenimientos de todo tipo, también refinados para las sensibilidades más exigentes.

Esta disolución nunca es definitiva, de tal manera que el agnóstico plácido se encuentra en encrucijadas vitales, en situaciones existenciales que no puede eludir y en las que vuelve a irrumpir con fuerza la pregunta.

También hay creyentes que viven de fórmulas repetidas desde la infancia, que están enquistadas en su mente, y no están dispuestos a pensar ni a ponerlas en entredicho. Cuando honradamente se enfrentan a estas fórmulas que aprendieron de pequeños y las piensan, se dan cuenta de que no tienen respuestas claras, y con frecuencia prefieren salirse por la tangente.

La tendencia a no pensar no es una actitud que se pueda imputar solo a muchos agnósticos, sino que también se puede extender a muchos creyentes. El creyente y el agnóstico se encuentran danzando el mismo baile cuando honestamente piensan sus opciones vitales y descubren que, en ambos casos, hay más preguntas que respuestas.

Poner en crisis lo que se cree no es una tarea agradable. Pero es la única manera de crecer en la propia fe, de hacerla más sólida y consistente. Cuando el creyente es suficientemente valiente para alojar en su alma las preguntas del agnóstico y el agnóstico tan audaz como para pensar como propias las respuestas del creyente, el diálogo es posible y los dos, cada uno a su manera, salen beneficiados. Consiste en dar carta de naturaleza a la opción espiritual ajena, a no cerrarse en banda, a imaginar por unos instantes que aquello que dice o aquello que cree es cierto.

Existe el agnóstico que busca, pero la búsqueda no es patrimonio exclusivo del agnóstico. También hay muchos creyentes, cada uno a su manera, que buscan dar coherencia a lo que creen, vivir fielmente los contenidos del Evangelio, y que suplican a Dios que los libere de la sombra de las dudas que pesan en su conciencia.

La vida de la fe es una búsqueda constante. Demasiado a menudo, desde la perspectiva agnóstica se dibuja al creyente como un ser que, cansado de buscar, se abraza a la cruz y castra al escéptico que habita en su corazón. Todo creyente es también un escéptico, en el sentido más genuino del término, un buscador, alguien que vive en la investigación permanente. La respuesta que emana del acto de creer no satisface el anhelo de saber, la curiosidad intelectual, el deseo de conocer, sino más bien al contrario, los estimula aún más y abre una variedad de caminos que antes no veía ni de lejos insinuados.

Si el agnosticismo es la perfecta instalación en la finitud, tal como deriva de la conocida definición del que fue alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, no hay duda de que yo no soy agnóstico ni me siento como tal. Y no lo soy porque nunca me he sentido cómodo en la finitud, aunque reconozco perfectamente que mi ser es finito y que todo lo que me rodea, todo lo que amo y admiro, lo que contemplo con veneración y me fascina, es de condición finita, efímera, temporal y contingente.

La sensación de falta y ausencia me acompaña siempre, la experiencia de la carencia va unida a mi ser. Identifico un deseo que nada puede satisfacer, una sed que ningún tipo de agua puede apagar, un anhelo que ningún objeto puede colmar. Este vacío que nada puede llenar hace que no me pueda sentir perfectamente instalado en la finitud, pese a reconocerme como un ser limitado y contingente.

Muchos de mis amigos agnósticos también experimentan la misma sed, el mismo anhelo y la misma voluntad de sentido, de trascendencia, pero ponen en cuestión que pueda tener una respuesta positiva y me exhortan a vivir y a gozar de las cosas finitas, de lo que, en cada momento de la vida, se revela como un don. Trato de gozar plenamente del aroma de una flor, de la sombra del árbol, de la música de las hojas, de las pequeñas contingencias que acompañan el vivir, pero la nostalgia del infinito, el anhelo de un Ser más grande, más lleno, atraviesa mi pequeño ser.

Cuando contemplo la cuestión con detenimiento, observo que hay muchos puntos de contacto entre el creyente y el agnóstico. Más puntos de contacto que diferencias.

Conviene tener en cuenta que la fe es de naturaleza dialéctica y ambivalente. Es certeza y convicción, pero también duda, vacilación y desconcierto. Nunca la he vivido como un todo pétreo, como algo que se posee y se puede dividir, administrar, distribuir.

Más bien la he vivido y la vivo como una opción fundamental que marca y sella la estructura más íntima de mi ser, de mi hacer, de mi pensar, que me mueve a pensar, a dar vueltas sobre los temas, a crecer intelectualmente. La fe arraiga en el ser y no en el tener, su vida es invisible, como la del amor, aunque tiene manifestaciones externas.

Tal como la entiendo, la fe no es un todo seguro ni una especie de garantía de vida que nunca falla, sino una relación personal, fluctuante, abierta y siempre vigilante de las transformaciones. En el vínculo entre mi yo pequeño y frágil de ser humano y el Tú infinito de Dios, hay un vínculo amoroso, pero también sufriente, hecho de proximidades y de incomprensiones. No es disertar sobre Dios, sino hablar a Dios y dejar que él te hable. Escribe Ludwig Wittgenstein: «Una cosa es hablar a Dios y otra es hablar de Dios a los demás»2.

El yo se abre al Tú, y el Tú se revela en el yo, pero el yo sigue siendo yo, y el Tú continua siendo Tú. A pesar de ello, cuando el vínculo es profundo, el yo se transforma, cambia y altera sus dinámicas más íntimas.

La fe no es la adhesión a una doctrina, la apuesta por una filosofía de vida ni la adscripción a un sistema filosófico, sino una relación íntima, personal e intransferible con el Misterio profundo que anima y sostiene a todos los seres. La fe, al menos tal como la vivo y la comprendo, está más cerca de la duda que de la seguridad. Por eso me atrevo a decir que la pared que separa al agnóstico del creyente es muy delgada.

Creer es apostar, adherirse a Cristo, ponerse en sus manos. No es una deducción racional ni la resultante de una argumentación lógica. Coincido con Jean Guitton cuando escribe: «No creo que la fe sea fácil. Sé que es oscura. Veo que la mayor parte de mis contemporáneos –y los más ilustres– no participan de ella. Y esto es un dolor constante, aunque no una razón para dudar, al menos para mí»3.

En mi caso sí es una razón para dudar. Cuando amigos inteligentes y sabios descartan esta opción espiritual y lo hacen después de un esmerado análisis, no por despecho ni por resentimiento, me siento inquieto. No me siento llamado a convencerlos. Solo me pregunto por qué han llegado a una conclusión tan distinta a la que he llegado yo.

Intento no caer en la idolatría del nombre, como dice Søren Kierkegaard, y me digo a mí mismo que lo más relevante no es el número de personas inteligentes que comparten mi opción. Pero, sin duda, todo el mundo quiere contar con las mentes más despiertas dentro de su opción.

Cuando examino mi opción espiritual, parto de la idea de que me puedo haber equivocado, y estoy dispuesto a cambiar de rumbo si alguien me hace llegar a esta conclusión, pero mientras no tenga razones para cambiar y comenzar otro itinerario, trataré de profundizar, siempre que el tiempo me lo permita y la inteligencia me responda, en este camino que libremente he escogido. La fe es un don, pero también es una tarea, es un vínculo amoroso y benevolente, una manera de vivir, de dar sentido a la vida humana, pero no es el único.

Mis padres me iniciaron en esta ruta, me acercaron al camino de la fe, me llevaron al templo cogido de la mano, y lentamente me familiaricé con el conjunto de rituales, símbolos, gestos, palabras, textos. Con todas sus dificultades y retos, me comunicaron lo que para ellos era lo más valioso. Me transmitieron este universo espiritual como un tesoro intangible, como el legado más grande que me podían entregar. No he renunciado, no he sentido la necesidad de repudiarlo, pero de ello he hecho mi propia síntesis, lo he pasado todo por el cedazo de la experiencia y de mi pobre inteligencia.

La mayoría de mis amigos agnósticos son personas de sentimientos humanos nobles, y algunos de ellos están sinceramente comprometidos en resolver problemas sociales. Estoy lejos de pensar que la fe imprime la marca de la bondad. La bondad no es patrimonio de los hombres de fe; trasciende las religiones. Hay personas capaces de darse gratuita y generosamente a los demás, a fondo perdido, que nunca han entrado en una iglesia ni en una mezquita; personas que se sienten llamadas desde la voz de la conciencia a tratar al otro como un fin, a buscar, por encima del bien propio, el bien común.

Existe el agnóstico piadoso, que se emociona ante una canción, que se maravilla del cielo estrellado, que se admira de la belleza del mar y percibe un aliento de misterio en todo lo que dice y hace. Este agnóstico está muy cerca de la conciencia creyente, y, aunque no reconoce a Dios en su interior, identifica en la intimidad de su ser una sed de belleza, de bondad, de unidad y de bien.

Tampoco es raro encontrar agnósticos que valoran el esfuerzo de los creyentes en la solución de los graves problemas de nuestro mundo y se sienten más cercanos a ellos que a otros agnósticos que son menos sensibles a estos problemas.

Con mis amigos agnósticos pocas veces hablamos de cuestiones de índole espiritual, de aquello que nos mueve y nos conmueve, del sentido de la vida, de la muerte, de la libertad o de la felicidad a la que aspiramos. Raramente hablo de lo que creo a mis amigos, aunque los más íntimos ciertamente lo saben. Estos temas siempre me quedan en el buche, ni siquiera son esbozados.

A veces, cuando empieza un diálogo sobre la fe, observo que, con demasiada frecuencia, salta en el agnóstico el afán de autodefensa y que sus críticas y observaciones se dirigen esencialmente a la Iglesia, destacando los errores y negligencias, pasados y futuros.

Aparecen entonces los caballos de batalla de siempre: las cruzadas, la Inquisición, el caso Galileo, la oposición entre ciencia y fe, la inmoralidad y la mezquindad del clero. No lo digo con sorna, pero toda esta serie de elementos no tiene nada que ver con la relación personal con Dios, que tiene lugar dentro de la conciencia. Para algunos de mis amigos agnósticos, la creencia en Dios, en la resurrección de la carne y en la vida eterna es irracional, fruto del miedo –ya decía Lucrecio que el miedo es el que fabricó los dioses–, o una especie de búsqueda de consuelo ante la incapacidad de mirar de cara a la desoladora realidad del mundo y de aceptar el absurdo (Camus dixit).

Nada irrita más a mis amigos agnósticos que el hecho de que les diga que son cristianos anónimos, es decir, que en el fondo lo son, pero no lo saben. No les gusta que les etiquete con aquella conocida expresión acuñada por Karl Rahner que suscitó un intenso y enardecido debate en el siglo pasado. Ven en esta actitud de injerencia una voluntad de acaparamiento y sobre todo una falta de respeto hacia su propia condición. Probablemente tienen razón.

Al bautizarlos como cristianos agnósticos los incluimos dentro del círculo, y en el fondo los tratamos de manera paternal. «No lo saben, pero lo son», pensamos. Quizá hay un grupo importante que responde a esta tipología, pero muchos otros saben qué son y saben dónde no quieren pertenecer. Esta voluntad de incluirlos dentro de la esfera creyente cuando explícitamente se distancian de ella les duele, porque ven en ello una cierta condescendencia y una negación de los valores explícitamente laicos que brotan de un humanismo sin Dios.

Considero una injusticia interpretar, desde mi opción cristiana, que el no creyente es un creyente que no sabe que lo es. No se trata de recuperar a nadie ni de argumentar que, aunque no se confiese explícitamente, siempre se cree en alguna cosa, que sería equivalente a lo que creo yo, o, como mínimo, a sus aspectos fundamentales. Más bien la cuestión radica en ver que también el no creyente, a su manera, cree, porque el creer es transversal, aunque no crea lo que creo yo. La creencia es un hecho constitutivo del ser humano.

Muchos agnósticos de mi alrededor creen que existe una contradicción entre la revelación y la razón, entre Dios y el mundo, entre los valores afirmados por la fe y los valores humanos, hasta el punto de que llegan a decir que la afirmación de Dios significa la negación del hombre, de su libertad y de su dignidad; que aceptarlo significa humillar y anonadar la razón; que aceptar la fe significa desestimar los valores humanos.

Todas estas observaciones no son irrelevantes. Conviene tomarlas seriamente y aprender de dónde vienen y qué consistencia tienen. Siempre he mostrado atención por este tipo de visiones. Creo, además, que los cristianos estamos especialmente llamados a mostrar –no podemos demostrar nada– aquello que creemos en el fondo del alma, aunque no tengamos argumentos concluyentes, y que observemos con frecuencia que el jarro de la razón está agrietado.

Me siento llamado a abrir un diálogo inteligente con los amigos agnósticos y mostrarles que el Dios en el que creo no es así, que no tiene nada que ver con esta visión. Hay una imagen falsificada, caricaturesca y esperpéntica de Dios que suscita verdaderas suspicacias. El Dios de Cristo es amigo de cada cual, el fundamento de su libertad, no se opone a la razón, sino que la eleva; no rehúye ningún valor auténticamente humano, sino que lo acoge y lo desarrolla creativamente.

Confieso, sin embargo, que lo que más me sorprende del contexto en que vivimos no es precisamente la increencia, sino más bien la fe. Descreídos hay muchos, pero personas de fe capaces de creer en aquello que no se ve, ni se toca, ni se puede validar experimentalmente, sí es sorprendente que haya. Lo que es chocante es que alguien crea, porque en el marco cultural, político, social y religioso en el cual nos encontramos, lo más extendido es la increencia. Hay muchas credulidades, pero creer en Cristo empieza a ser sorprendente.

Joseph Ratzinger expresa también esta sorpresa de la fe en una breve alocución. El día de su elección como papa, el 19 de abril, la RAI emitió una entrevista de Giuseppe de Carli, que había sido preparada con vistas a aquel hipotético momento. Allí dice: «Lo que me sorprende no es la incredulidad, sino la fe. Lo que me sorprende no es el ateo, es el cristiano. El mundo nos aconseja el agnosticismo. Y realmente, en un mundo tan fragmentado y oscuro, millones de personas continúan creyendo. Esto es un milagro. Es el signo de que Dios actúa entre nosotros»4.