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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2001 Caroline Anderson

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una novia impetuosa, n.º 1632 - febrero 2020

Título original: The Impetuous Bride Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1348-149-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

NO PUEDO hacerlo.

–¿Cómo? Lydia, no seas tan tonta. Lo único que tienes que hacer es estar allí, poner buena cara y besar a todo el mundo diciéndoles lo encantada que estás de verlos. Claro que puedes hacerlo –le dijo su madre con voz monocorde–. Ahora, Melanie, tú te pondrás aquí, y tú, Tom, allí…

–¡Mamá! –su madre suspiró y se volvió.

–¿Qué ocurre, querida? ¿Qué pasa ahora?

Lydia respiró hondo y dijo casi gritando

–No puedo hacerlo. Ni el recibimiento ni la ceremonia. Sencillamente, no puedo hacerlo.

Se produjo un silencio incómodo y todos se volvieron para mirarla: su madre se asía nerviosamente al cuaderno de notas como una gallina asustada a su percha; su padre pasó repentinamente del aburrimiento a la confusión; su hermana, Melanie, miraba horrorizada e incrédula; Tom, el padrino, abrió ligeramente la boca, y Jake, su querido y amado Jake, el que iba a casarse con ella por un capricho súbito, también la miraba.

Sus ojos se posaron en los de él; aquellos bonitos ojos sorprendentemente azules, tan llenos normalmente de gracia y picardía, ahora estaban entornados e inexpresivos y su boca era una línea adusta en su cara imperturbable.

–Jake, lo siento –le dijo en voz queda–. ¿Podemos hablar?

–Creo que sería una buena idea –dijo la madre entrando precipitadamente en la carpa y sacando a los novios a empujones–. Id a dar un paseo para hablar tranquilamente y cuando estéis preparados volvéis.

Lydia pensó que nunca estaría preparada. El calor la sofocaba, pero sentía frío en los huesos. Calor y frío, como un helado al horno.

La mano de Jake se posó firmemente en su cintura obligándola a girarse hacia él.

–De acuerdo, demos un paseo –dijo él con entereza.

Estaba enojado. Ella debía haber previsto esto, pero no lo hizo. No había tenido suficiente tiempo para aclarar sus propios sentimientos, aunque tampoco los demás. Lo que había pasado es que ella había sentido demasiada presión y por su boca habían empezado a salir palabras.

–Lo siento –volvió a decir–. Me siento, no sé…, presionada. Creo que nos hemos precipitado y no sé qué está pasando con nosotros dos ni con todas las cosas que están sucediendo. Me siento como si estuviera en una película, pero no lo estoy. Debería darme cuenta de que es nuestra boda, pero es como si fuéramos actores y, la verdad, no sé si lo que estamos haciendo es realidad o ficción, ¿entiendes? Ya no me siento segura.

Él se quedó mirando el rostro de Lydia con ojos todavía inexpresivos y luego bajó la mirada a sus pies desnudos, cuyos dedos acariciaban distraídamente el borde de la estera extendida en la carpa que pisarían los innumerables invitados que iban a llegar en tan solo cuarenta y ocho horas.

Invitados a una boda que tal vez no se iba a celebrar.

«Oh, Dios, háblame», pensó. Dime que estoy equivocada. Dime que es una tontería. Dime que me quieres, que quieres casarte conmigo. Dime que no me preocupe.

–¿Jake? –dijo ella con un susurro de agonía.

Jake le devolvió la mirada y por un momento ella pensó que había un atisbo de emoción, pero esta desapareció rápidamente.

–Si es eso lo que sientes, entonces tal vez tengas razón –dijo él, pero su voz sonó extrañamente distante–. Adiós, Lydia. Cuídate.

Giró sobre sus talones y se alejó resueltamente hacia la parte alta de la pradera de césped en dirección a la casa. Lejos de ella.

Ella se quedó mirando cómo se iba, paralizada. Quiso correr tras él para rogarle, suplicarle y explicarle, pero no tenía sentido. Él no la quería. De lo contrario se lo habría dicho.

–¿Querida? –se volvió y abrazó a su padre; grandes y terribles sollozos desgarraban su pecho, pero enseguida se volvió y se alejó corriendo hacia la casa. No iba a seguir a Jake. Eso no tenía sentido. Tenía que irse, alejarse de la simpatía, de la curiosidad y del caos absoluto que se avecinaba.

Su maleta estaba casi hecha y lista para la luna de miel en las Bermudas. La vació, volvió a meter las cosas de baño y un par de bonitos vestidos, asió unos pantalones cortos y camisetas del cajón y empaquetó apresuradamente algunas cosas de poco peso. Su pasaporte estaba en regla, con su apellido de soltera, ya que no habían pensado en ello hasta que fue demasiado tarde.

«Buen trabajo», pensó, y volvió a entornar los ojos para ver mejor. Zapatos, zapatos de paseo, zapatos cómodos, sandalias. No sabía a dónde iba a ir, pero iría a cualquier parte, a cualquier lugar lejano.

–¿Lydia? Querida, por favor, dime qué está ocurriendo.

–Ahora no, mamá. Ya te telefonearé.

–¿Telefonearme? Querida, ¿qué estás diciendo? ¿A dónde vas? –el volumen de su voz iba en aumento, rayando la histeria, y Lydia sentía que tenía que salir de allí cuanto antes.

–No lo sé. Te llamaré y te lo explicaré. Tengo que tomar un vuelo.

–¿Un vuelo?

La palabra estaba impregnada de pánico y era más de lo que Lydia podía soportar. Tomó las llaves del coche, la maleta y el bolso; volvió a comprobar el pasaporte y dio un beso a su madre en la mejilla.

–Estaré bien, lo siento. Solo que…

–No puedes hacerlo –Melanie había hablado desde la puerta con la tristeza reflejada en su rostro–. Lo siento, cariño. ¿Quieres que hablemos?

Lydia negó con la cabeza, saltándosele las lágrimas.

–No. Solo quiero que me dejéis ir. Estoy bien –se abrió paso entre ellos, bajó corriendo las escaleras y chocó con Tom en el vestíbulo.

–¿Dónde está Jake? –preguntó en voz baja, pero ella se encogió de hombros.

–Ha desaparecido; supongo que ha ido a su casa –forcejeó con el anillo de compromiso para sacarlo de su dedo mientras su mano temblaba como una hoja–. ¿Podrías darle esto, por favor? Ah, y dile que lo siento –pasó a su lado apresuradamente con los ojos de nuevo arrasados en lágrimas y cuando vio a su padre le besó en su ancho y cálido pecho.

–No te precipites… ¿Tienes suficiente dinero? –preguntó el padre, y ella asintió con la cabeza.

–Me las arreglaré. Para empezar voy al aeropuerto de Heathrow y luego ya veré.

El padre extrajo suavemente las llaves del coche de la mano de la hija y las puso sobre uno de los ganchos de la pared.

–Yo te llevaré –dijo con una voz tranquila que no admitía discusión.

El trayecto al aeropuerto duraba dos horas. El padre de Lydia apagó el móvil, conectó la radio y no intentó conversar con ella, y mejor así, porque sería gastar saliva. La dejó en una de las terminales, no sin antes meter en su bolso un puñado de billetes, y le dio un beso de despedida mientras la miraba con sus ojos castaños llenos de comprensión.

–Tenme al corriente, querida. Te quiero –con un nudo en la garganta le devolvió el beso.

–Yo también te quiero, lo siento.

Se encaminó hacia la terminal sin mirar atrás, consultó en el primer mostrador que vio las listas de espera y al cabo de una hora se encontraba volando hacia Tailandia.

No se había sentido tan sola en toda su vida.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

GRACIAS.

Lydia cerró la puerta del taxi, se puso la mochila en un hombro y se dirigió hacia la casa con una mezcla de miedo e ilusión.

No había cambiado en absoluto. Las rosas caían con profusión sobre la fachada georgiana y los marcos blancos de las ventanas contrastaban alegremente con el rosa viejo de los ladrillos. Una brisa ligera que venía del río le acarició la piel con el aroma de la madreselva silvestre. Miró hacia abajo a la mancha verde azulada de los sauces de la orilla del río y suspiró.

Hogar, dulce hogar.

Era el mes de junio, hacía justamente un año que se había marchado sin mirar atrás y ahora estaba de vuelta para la boda de Melanie. Sonrió con ironía mientras se dirigía hacia la casa.

Solo había una cosa que fuera distinta, no había ningún labrador saltando en torno a ella con la lengua fuera, porque dos meses antes su querida Molly se había quedado dormida una noche y ya no despertó. La casa parecía extraña sin ella, extraña y vacía.

La puerta de la cocina estaba abierta, mucho mejor, porque ella no llevaba llaves, pero la casa solía estar abierta y si no siempre había una llave en la cafetería cercana. Entró en la cocina, dejó la mochila en el suelo y abrió la nevera. Necesitaba beber algo, todo lo demás podía esperar.

 

 

Él sabía que aquello iba a suceder, por supuesto. Sabía que ella iba a volver para la boda de Melanie, aunque solo fuera para eso. Estaba preparado para ello, se había preparado para volver a verla y se había protegido contra ello.

O por lo menos creía que lo había hecho. Pero en aquel momento su cuerpo se detuvo durante un momento interminable y luego se aceleró. Su corazón empezó a latir con fuerza, su boca se quedó seca, se le encogió el estómago y el deseo urgente se apoderó de él.

Ella llevaba pantalones cortos, unos vaqueros cortados que mostraban sus piernas morenas y flacas. Bueno, puede que flacas no, pero sí increíblemente esbeltas. Más delgadas que antes, de todas maneras. La camiseta era grande y ancha, pero aun así él pudo observar que había perdido peso. ¿Había estado enferma?

La preocupación por ella se hizo más fuerte que el deseo y la mezcla de emociones amenazó con ahogarlo.

Ella había tomado un envase de zumo de naranja de la nevera y estaba vaciando el vaso cuando lo vio. Su mano tembló y posó el vaso con brusquedad.

–Jake –una sonrisa triste apareció en sus labios–. ¿Cómo estás?

No estaba listo para eso, para escuchar aquella voz suave, baja y sexy que le había atormentado en sueños.

–Estoy bien –mintió–. ¿Y tú? ¿Has tenido buen viaje? Nos estábamos preguntando cuándo llegarías.

–El viaje bien –se encogió de hombros y empezó a juguetear con el vaso–. Más o menos. Un vuelo largo, retrasos y todo eso. Da gusto estar en casa.

–Tus padres están en la sala con Melanie y Tom. Me arrancarán los ojos si te entretengo aquí charlando, va a ser mejor que vayas a verlos.

Ella asintió con la cabeza y se dirigió hacia él que estaba en el umbral de la puerta. Ella vaciló un instante porque él no se movía.

Él no sabía porqué no se había movido, solo que no lo había hecho. No podía en realidad hasta que no hubiera hecho aquella tontería.

Alargó una mano y la sujetó la barbilla, inclinó la cabeza y le dio un beso ligero como una pluma en sus labios húmedos y suaves.

–Bienvenida a casa, Lydia –dijo en voz baja y después la soltó como si quemase y se fue rápidamente hacia la puerta de atrás y salió al jardín. Respiró hondo y cerró los ojos. Paladeó el sabor a naranja que le había quedado en los labios y la intensidad de la respuesta de su cuerpo lo sorprendió.

Él había creído de verdad que ya la había olvidado, pero no era así. La deseaba exactamente igual que siempre, quizá más. No había como un poco de abstinencia para que el corazón se hiciera más aficionado, se burló de sí mismo. De todas formas, ella había vuelto y él tendría que afrontarlo.

Vale. Podía hacerlo. Por lo que él podía recordar ella le había dejado y se había ido, y lo volvería a hacer. Ella era un problema, un enorme problema, con P mayúscula y él no se iba a dejar seducir por sus encantos.

Nunca más.

 

 

Lydia se quedó clavada en el sitio durante una eternidad, con los dedos sobre los labios y los ojos muy abiertos. Debería haber contado con que él estaría allí, debería haber contado con que siguiera teniendo el mismo efecto sobre ella.

Ella sabía que él estaría en la boda, por supuesto, pero no se le había ocurrido que iba a estar en casa de sus padres, charlando con ellos. A pesar de que vivía en la casa de al lado.

Maldición. Claro que iba a estar allí. Era el mejor amigo de Tom, se conocían prácticamente desde que nacieron, era lógico que anduviera por allí.

–¿No lo encuentras, Jake? ¡Cariño!

Se encontró envuelta en el abrazo de su madre y un segundo más tarde estaban allí los demás riendo, y llorando, y abrazándola. También estaba Tom que miraba hacia la puerta.

–¿Se ha ido Jake? –preguntó sorprendido.

–Sí. Se encontró conmigo cuando salía –bueno, ella había dado por hecho que él se marchaba. ¿O se había ido por ella?

Hubo un momento de silencio incómodo y luego su padre la volvió a abrazar.

–Me encanta tenerte de nuevo aquí, muñeca, ¿estás bien?

–Muy bien –mintió con los ojos aún fijos en la puerta. Hizo un esfuerzo para apartarlos de allí–. Perfectamente bien. Es maravilloso estar en casa. Venga, quiero que me contéis todos los planes de boda.

–Te va resultar tremendamente familiar –dijo Melanie con una sonrisa sardónica y a Lydia se le encogió el corazón.

Claro. Mel se había dedicado a fondo a preparar la boda de Lydia el año anterior y durante todo el tiempo Lydia había sido muy consciente de que aquella no era realmente la boda que ella quería. El entoldado junto al río, los complicados arreglos florales, las sillas doradas, las mesas redondas con sus níveos manteles y su resplandeciente vajilla: siempre había sido la boda de Mel.

Lydia había querido casarse bajo el sauce con unos pocos familiares próximos y haber hecho un picnic junto al río con champán, quesos blandos y uvas jugosas. Pero Melanie se había puesto del lado de su madre y habían acabado con un menú de tres platos, complicados planes para sentar a la gente y una lista de invitados que no dejaba a nadie fuera.

Jake había sonreído tolerante y Lydia se había sentido impotente para resistirse. Hasta el último momento.

Y en aquel momento, como si fuera un chiste pesado, todo volvía a ponerse en escena, pero esta vez el reparto no era el mismo y el telón no caería antes del último acto.

Y ella y Jake tendrían que soportar la parodia de su boda y fingir entusiasmo y alegría por el bien de sus personas queridas.

De pronto se encontró deseando haberse quedado por ahí otro mes más y no haber vuelto a casa hasta que no hubiera terminado todo.

–Cuéntanos tus viajes –dijo su madre con una sonrisa de expectación–. Hemos tenido tan poco contacto…

–Lo siento. Es que necesitaba apartarme.

–Lo comprendemos. Venga, cuéntanoslo todo. ¿De dónde vienes ahora? Apenas podíamos seguirte la pista.

–De Australia, bueno, vía Singapur. Me detuve allí a ver a unos amigos.

–Pues cuéntanoslo –dijo su padre–. Fuiste a Tailandia cuando yo te dejé en el aeropuerto, ¿no?

–Sí y estuve vagabundeando por allí durante un mes intentando organizarme y luego tuve que irme porque no tenía visado así que me fui a la India y trabajé en un hotel como guía. Luego fui a Singapur, a Bali, y después a Australia de ahí a Nueva Zelanda y otra vez a Australia, trabajando en lo que pudiera encontrar para tener dinero y pagarme un techo.

–Eso suena muy peligroso –dijo su madre cerrando los ojos.

Lo había sido, por supuesto, pero estaba claro que no le iba a contar a su madre lo del turista que intentó violarla en la India, o lo de la chica de Nueva Zelanda que le robó todo menos las fotos, el pasaporte y la ropa que llevaba puesta.

–Fue divertido –dijo, para no mencionar lo mucho que había trabajado, las punzadas del hambre y la disentería. Lo que no supieran no les haría daño, decidió, y de todas formas había sobrevivido y había aprendido unas cuantas lecciones vitales.

–Estás flaca –dijo su padre sin rodeos mirándola las piernas. Ella las recogió un poco y se rio.

–Bobadas, es porque estoy morena. A ver, cuéntame, ¿cómo va el negocio? –preguntó a su madre esquivando el tema.

–Estupendamente. Hemos hecho algunos proyectos nuevos: Dunham Hall, el priorato de Whitfield, un montón. Te habría encantado Dunham. Hicimos una cocina asombrosa y una despensa de mayordomo excelente. Es como una vuelta atrás en el tiempo. Tengo fotos, te las enseñaré más tarde. Ahora tengo que llamar a la florista antes de que se me olvide y decirle unas cuantas cosas. Raymond, ¿te importaría revisarlo conmigo otra vez? Falta solo una semana, tenemos que quitárnoslo de encima.

Esto hizo que Lydia volviera a recordar la razón de su regreso. Cuando sus padres se fueron ella miró a Melanie y Tom, que estaban cómodamente repantigados en el sofá uno al lado del otro. El brazo de Tom estaba sobre el hombro de Melanie. Lydia suspiró. No podía envidiarlos por su felicidad. Había estado a su alcance y ella se había escapado.

–A ver, tortolitos, ¿cuándo decidisteis dar el paso?

–Pues hará un año –confesó Tom con una sonrisa–. Cuando la conocí en el ensayo de tu boda. La miré una vez y pensé: esta es mi mujer.

–Como un hombre de las cavernas, ¿no? –bromeó Lydia, deseando haber podido estar tan segura de Jake como Mel estaba de Tom, porque si lo hubiera estado naturalmente se hubiera quedado y se habría casado con él.

–A mí me gustan las tácticas del hombre de las cavernas –dijo Mel riéndose–. Me encanta cuando se pone dominante. Le hace creer que es el que manda y disfruta con ello.