El sueño del errante

Francisco Pérez Fernández

 

 

1ª Edición Digital

Marzo 2013

 

© Francisco Pérez Fernández, 2013

© de esta edición:

Literaturas Com Libros

Erres Proyectos Digitales, S.L.U.

Avenida de Menéndez Pelayo 85

28007 Madrid

 

ISBN: 978-84-15414-69-8

 

Diseño de la cubierta: Benjamín Escalonilla

 

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Índice

Prólogo: Algeciras, 1901

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

XLV

XLVI

XLVII

Epílogo: Madrid, 2012

Sobre el autor

 

 

 

Bram Stoker.

Forjador de mitos.

 

 

Prólogo

Algeciras, 1901

 

 

El encargado del almacén había recibido con sorna barriobajera, una de las múltiples desviaciones de ese prodigioso humor negro con el que los pueblos latinos barnizan sus aconteceres, la llegada de aquel bulto tan poco habitual por aquellos pagos. No mostraron un sentido del humor tan desarrollado algunos de los empleados de la dársena, sometidos al peso de viejas supersticiones que les inducían a tomarse el asunto muy en serio, y para quienes aquella extraordinaria carga no podía presagiar buenas cosas. Así es que no faltaron, cabía esperarlo, los arredros de lagarto y el continuo santiguarse de los menos letrados —que eran los más— al pasar junto al siniestro cajón que desde su llegada mantuvo en vilo a los vigilantes nocturnos, quienes relataban, en las mañanas, alarmantes misterios nunca antes vistos en la tranquilidad proverbial de aquellas instalaciones portuarias. De tal guisa, la siempre ávida maquinaria del miedo contaba con su ración diaria de combustible.

Lo cierto es que la mercancía macabra esperaba desde hacía tiempo, en el fondo del control aduanero, su salida hacia un destino desconocido. Demasiado tiempo como para favorecer el sostenimiento del buen tono en un trabajo que, jornada tras jornada, por mor de los corrillos constantes de los estibadores, bajaba enteros a golpe de habladuría y leyenda. De hecho, los más aguerridos ya se atrevían a sostener que, de prolongarse la situación anormal, dejarían de ir a trabajar. Y el descontento, que empezaba a extenderse al común de la plantilla, había motivado que las autoridades del puerto tampoco se mostraran satisfechas con el curso de los acontecimientos.

La carga de la discordia, un enigmático féretro procedente de un lugar lejano que los cultos —que siempre hay alguno en todo lugar y hora— sabían situar en el mapa con mediana pericia, y que los papeles de embarque conocían con el legendario y exótico sustantivo de «los Balcanes», había arribado en Algeciras, vía Varna, por cauces no del todo claros. Tanto es así que realmente no era conocido a ciencia cierta el nombre del supuesto inquilino del ataúd, pues no constaba en el registro de aduanas, aunque, según argumentó el capitán del barco de pabellón griego en el que arribó, podría tratarse de un excelso militar esloveno de noble cuna, el almirante Andrea Strajkovic, cuya última voluntad fue la de encontrar reposo en unas tierras españolas de las que se enamoró a lo largo de sus viajes por los siete mares. Cierto que no era una petición descabellada y que tampoco se trataba del primer cadáver que se recibía en los muelles de la ciudad, pero la premura del capitán del mercante por librarse del difunto para zarpar cuanto antes, sus reticencias a la hora de ofrecer unas explicaciones que solo le fueron arrancadas con una gran exhibición de tozudez, y la falta de un reclamante físico de aquellos restos mortales habían terminado por despertar habladurías y recelos. A ello se sumó el dato poco concluyente de que, pese a contener el cuerpo de alguien fallecido hacía al menos dos meses, el ataúd jamás despidió olor alguno a putrefacción o, en su defecto, a sustancias relacionadas con el embalsamado. Tan solo un pesado aroma a tierra mojada que muy pronto predominó sobre el resto de los olores que se acumulaban en las entrañas de aquel viejo almacén acostumbrado a una densa mixtura de olores. Esto, añadido a las fabulaciones de los vigilantes, motivó a la postre que algunos comenzaran a sospechar que en realidad el féretro estaba vacío o, al menos, que no contenía lo que supuestamente debía contener.

Tan grave revuelo formó el dichoso arcón que el asunto llegó a la prensa y, según se supo algo después, al propio juez instructor de Primera Instancia de Algeciras, quien terminó prestando oídos a los relatos que pululaban por la ciudad al punto de mostrarse públicamente interesado en el caso. No obstante, el féretro jamás llegó a ser abierto. Lo impidió la inesperada llegada de una carta remitida desde tierras vascas por un supuesto familiar remoto del tal Strajkovic, en la que, sumariamente, se rogaba el inmediato traslado de los egregios restos. Por supuesto, la petición fue atendida sin demora alguna. Así, la tranquilidad retornó paulatinamente a los muelles en el mismo momento en el que el ataúd se alejó de la costa cimbreándose en la trasera de un carromato, bajo mantas tupidas que lo libraran de las miradas curiosas.

El suceso dejó de ser noticia, los corros del casino retornaron a los chismorreos de costumbre y los periódicos volvieron a su quejumbrosa rutina diaria de cuitas municipales, dimes y diretes parlamentarios, gacetilleros revoltosos y hoja de espectáculos. El señor juez olvidó la causa de sus nuevos desvelos para regresar a sus quehaceres habituales, más prosaicos pero menos complicados, y los barcos siguieron atracando en el puerto como siempre lo habían hecho para ser desventrados por unos estibadores que pudieron reencontrarse, al fin, con el sueño perdido. Y sin embargo, hubo algunos, muy pocos, que se empecinaron en sostener que aquel ataúd misterioso todavía tendría mucha guerra que dar. Pues el Mal, y esto los más viejos siempre lo supieron bien, no tarda en regresar cuando no ha sido debidamente conjurado.

 

 

I


 

Nadie le respondió. Nadie había respondido a sus palabras desde hacía mucho tiempo. Garraty pensó que era como si Olson ya estuviera muerto.

Stephen King, La Larga Marcha

 

 

Cuando nadie solicitaba sus expertos servicios, hecho que era más habitual de lo deseable, y tampoco encontraba mejor ocupación en la que dilapidar su exceso de tiempo libre, Amadeo Pallardó tomaba posiciones frente a un solysombra en la barra de su gran amigo, casi hermano, Gervasio Sola. Allá, en el viejo bar de barrio, de atmósfera tranquila en las tardes pues no abundaban los parroquianos a partir de las cinco, ambos solían matar el tiempo dedicados al vicio común del balompié; elucubrando soluciones para misteriosos problemas tácticos, arreglando vestuarios próximos a la rebelión y ultimando imposibles fichajes internacionales que elevarían sin lugar a dudas el tono general de la competición nacional. Catalogaban pormenorizadamente las habilidades técnicas de cada jugador, empeñados en sostener la hipótesis de que, por sistema —y nunca mejor dicho—, los entrenadores jamás colocaban a los futbolistas en su debido lugar. Y, si se terciaba, cubrían las casillas de una quiniela que siempre cursaba Gervasio, porque a Amadeo se le solía olvidar sin remedio. Jamás habían llegado a obtener siquiera once aciertos pero, como es obvio y todo buen aficionado sabe, las quinielas son cosa de simple azar, poco tienen que ver con la sabiduría, y por ello mismo suelen acertarlas quienes no tienen ni repajolera idea de fútbol. Así pues, estando ellos como estaban en ese grupo tan selecto como desafortunado de los grandes entendidos, y negándose en redondo a jugar apuestas dobles o triples, era impepinable que los dioses de la probabilística jamás les concederían un pleno al quince.

Todo esto, claro está, siempre que el Aleti no jugara en casa.

Cuando eso pasaba, las anochecidas gozaban específica e invariablemente del calificativo de sacrosantas para los menesteres del césped. Porque si el Atlético de Madrid, honroso club fundado para alivio metafísico de románticos empedernidos, amigos de la aventura y partidarios de la desgracia, obraba como local, ya podían conflagrarse todos los astros y dioses del Universo que ellos dos, puros en el bolsillo de la camisa y bufanda rojiblanca al cuello, terminarían ocupando su puesto en el graderío colchonero.

Consecuencia lógica: todo el endiablado embrollo en el que se verían envueltos iba a comenzar en un estadio, porque no podía empezar en otra parte.

El caso es que el partido, pues no siempre iba la hinchada local a sufrir hasta la extenuación emocional, pintaba bien, y a la altura del minuto setenta de la contienda deportiva ya le habían endosado cuatro goles a un modesto conjunto visitante que, habiendo vivido tiempos más gloriosos en la máxima categoría, llevaba años sin superar la mitad de la tabla clasificatoria y, cuajando en aquel curso una temporada particularmente aciaga, olía escandalosamente a descenso. Tanto es así que, frisando el minuto ochenta, cuando todo parecía indicar que no tardaría en llegar el quinto, el personal, excepción hecha de la fanática y colorista humanidad del fondo sur, empezó a ganar las salidas del estadio. De tal suerte, el pitido final fue recibido por un graderío semivacío. El Atleti alcanzaba un ansiado coliderato y se respiraba un comedido ambiente de euforia entre los aficionados colchoneros. Triunfalismo tranquilo porque cuando se es del Atlético de Madrid nunca se puede estar seguro de nada. Y ahí está la gracia.

Comentaban Gervasio y Amadeo, al alimón, las escasas incidencias destacables del encuentro cuando, ya en la boca del vomitorio, el segundo advirtió la poco natural inmovilidad de uno de los espectadores que, solitario, tenía toda la pinta de haberse quedado traspuesto. O algo peor. Desde luego, no iba a ser ni el primero ni el último que se encuentra con la parca a toque de silbato, si bien estas cosas suelen ocurrir en los partidos disputados y el de hoy, para variar, había sido un mero entrenamiento con público. Sea como fuere, guiado por una trágica corazonada —Amadeo Pallardó nunca había llegado a comprender del todo el motivo de que su agudo sexto sentido, inútil para quinielas y loterías varias, le advirtiera siempre con toda certeza de lo peor—, cambio de dirección y puso rumbo, secundado por Sola, hacia aquel hincha congelado en el interior de una gabardina desmañada, de color beige sucio.

No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que estaba muerto y, desde luego, a juzgar por el pálido color de su rostro, hacía ya un buen rato. Sus manos agarrotadas se aferraban todavía a un minúsculo aparato de radio en el que alguien comentaba a grito pelado, sin apenas vocalizar, las incidencias de la jornada balompédica. De todos modos, Amadeo cumplió con el innecesario ritual de buscar un pulso inexistente en la muñeca del cadáver. Un simple formulismo pues, con solo tocarlo y siendo como era un buen conocedor de la materia, comprendió que habían aparecido ya los primeros síntomas del rigor mortis.

—¿Está fiambre? —inquirió con frialdad un Sola al que la dureza de una vida francamente difícil había transformado en individuo poco o nada impresionable.

—Eso me temo —respondió sin mirarle, prosiguiendo con el concienzudo examen.

—Hace falta ser memo. ¡Mira que venirse a palmar al fútbol, y con este frío, con lo ricamente que se muere uno en la cama!

—Hombre, Gervasio, no creo que esa clase de decisiones quede al albedrío del consumidor.

—¡Y que no! Mira, cuando el médico me insinúe que estoy chungo, me meto en la cama y solo me sacan de ella envuelto en pino. Fijo.

Pese a no ser el momento más oportuno, Pallardó no pudo evitar corresponder al comentario con una sonrisilla que trató de borrarse del rostro cuanto antes, haciendo bastante esfuerzo, pues le pareció inapropiada al trance. Se aseguró de dejar el brazo del finado en su posición original y se decidió luego a realizar un nuevo intento a la altura de la arteria carótida, aun a sabiendas de que sería infructuoso. Apartó, pues, la bufanda rojiblanca que se ceñía al cuello del muerto y, contra todo pronóstico, vio algo que le hizo expeler un silbido de sorpresa.

—¿Pasa algo? —Sola, ante la reacción inesperada.

—Pasa que a este buen señor, creo yo, le han echado una buena mano para morirse.

—Pero...

—No hay pero que valga. Ahora mismo vas y le dices a algún portero que llame a la policía porque esto tiene toda la pinta de ser un caso de asesinato, y luego te marchas a casa tranquilamente. Yo a este cadáver no le quito la vista de encima.

Gervasio Sola, ya acostumbrado a las neuras intempestivas del viejo compañero de fatigas, se encogió de hombros antes de perderse en el interior del túnel farfullando algo sobre las nefastas consecuencias que conlleva hacerse amigo de algunos tíos raros.

 

 

II


 

Zabor no podía soportar los defectos y la fealdad del mundo, por lo menos los defectos y la fealdad que él descubría, y quería transformarlos sin tardanza y para siempre en algo que le pareciera más tolerable y lógico

Dieter Eisfeld, El genio

 

 

Solo después de que el cuerpo ingresara definitivamente en el Instituto Anatómico-Forense, a alguien se le ocurrió preguntarse por el interés que aquel hincha atlético, que había seguido durante más de dos horas el periplo del cadáver como la mosca molesta pero inevitable que se atiborra a costa del mantel dominguero, podría tener en aquel asunto. Nadie, aparte de la consabida toma de declaración, le había dicho nada. Nadie le había espantado para que se fuera a zumbar a otra parte y, sorprendentemente, nadie sabía tampoco por qué.

Y era el momento de poner fin a la situación.

Así lo creía el hombre de gesto colicoso y mirada aburrida que había estado dirigiendo las operaciones desde que la policía hiciera acto de presencia en las instalaciones deportivas. Ahora tomaba la decisión de encaminar unos pasos pesadísimos hacia Pallardó. Sus ojos opacos de cansancio le escrutaron hundidos en el fondo del valle que se generaba entre las ojeras crónicas y los párpados hinchados de sueño. Un cigarrillo a medio consumir pendía de los labios entreabiertos, finos, apenas pequeños abultamientos carnosos que daban al conjunto de su boca el aspecto de haber sido practicada en su cara con un cuchillo sin filo por un cirujano chapucero.

—¿Y usted quién es? —La voz sonó ronca, cascada, algo cavernosa, como solo suenan las voces que nacen en gargantas henchidas de madrugones intempestivos, noches en vela, heladas, bochornos, cabreos y nicotina.

—Soy la persona que descubrió el cadáver en el estadio y les avisó a ustedes, me llamo...

—Mire... —El tono más educado que fue capaz de adoptar—. No sé si ha tenido usted poca diversión con el partido de fútbol, las sirenitas, las lucecitas y todas esas emociones posteriores, pero creo que debería marcharse a casa. Llamar a la policía, cosa que le agradezco porque demuestra que es usted un ciudadano cumplidor de sus obligaciones cívicas, no es como comprar entradas para un palco. ¿Me entiende? Estoy seguro de que su mujer y sus hijos le esperan, quizá preocupados, y debo suponer que mis compañeros ya le han tomado la conveniente declaración, por lo que su colaboración...

—... Decía —prosiguió implacable, como si el otro no estuviera plantado delante de sus narices— que me llamo Amadeo Pallardó y soy agente del cuerpo, en la excedencia claro, pues ya ve usted que soy demasiado joven para estar jubilado, y por lo demás me encuentro muy bien de salud. Por cierto, estoy soltero y ruego a Dios todos los días que me deje morir en tan feliz circunstancia civil, de la que no querría salir ni cobrando. —Tendió la mano y el otro, aún estupefacto ante tanto ribete retórico, se la estrechó sin mucha convicción. Acto seguido le mostró su vieja identificación policial, que siempre solía llevar encima porque resultaba útil para salir de ciertos atolladeros y confusiones. Su interlocutor la reconoció de inmediato como auténtica e hizo un mohín de aprobación.

—Imagino que, de vez en cuando, a usted le entra el gusanillo nostálgico y se mete en las cosas de los que estamos en activo. —Con sorna.

—No, para nada. Verá, es que soy investigador a título privado y debo reconocer que me interesaría mucho conocer los resultados de la autopsia que se le está practicando al cadáver.

—¿Le ha contratado alguien de la familia? ¿Puede acreditarse como es debido? ¿O es que sabe usted algo que yo no sé y tendría que saber?

—No soy un investigador corriente. Quiero decir que, para justificar la clase de investigaciones que yo realizo, no existe, por el momento, titulación oficial, licencia o reconocimiento similar.

—¿Y cómo de rarito es usted? —Arqueando las cejas.

Lo cierto es que un locuaz Amadeo Pallardó necesitó hilar un monólogo de más de veinte minutos, dos cafés y un solysombra para hacer entender al comisario Frutos Moreno, de la Brigada Oeste, la verdadera dimensión y el sentido de sus investigaciones y, por ende, el interés que en él había despertado aquel difunto. Y cuando terminó de explicarse con todo lujo de detalles, aún se pasó otros diez sometido a las miradas perplejas, los comentarios absurdos y las preguntas socarronas de su interlocutor, porque Moreno —sinceramente— no podía dejar de especular con la posibilidad de que el estado mental de aquel tipo no fuera el más boyante de los posibles. Por esto nadie que hubiera observado a los dos hombres se habría extrañado de que, al fin, el comisario se decidiera a plantear una cuestión tan escueta como contundente: ¿habla usted en serio? O sea, ¿esto no es una cámara oculta, o algo?

La decidida respuesta afirmativa —a la primera cuestión—, así como la tajante negación posterior —a la segunda— de Pallardó, aderezada con el gesto que exhibe quien está acostumbrado a tener que justificarse con exasperante asiduidad, terminó convenciendo a Moreno de que aquel sujeto tal vez pudiera estar confundido pero, no obstante, tampoco podía caber duda alguna con respecto a la serenidad de su espíritu. Por lo demás, el tío, que le pareció muy leído, se explicaba con la prosa fácil y florida de un académico. No obstante, fueron los cincos minutos solitarios que el comisario pasó en el interior del coche, pegado a la radio, comprobando que existía un agente en la excedencia que respondía a la identidad de aquel sujeto, lo que finalmente le animó a dar el siguiente paso.

—Digamos —Moreno— que, en atención a sus súplicas, yo me salto olímpicamente todas las directrices, normativas, reglamentos, y le dejo escuchar el dictamen preliminar de la forense conmigo. Entonces usted...

—Entonces yo, que sé cómo va esto, pongo oído sin perder ripio y me llevo a la tumba el secreto de cuanto escuche ahí dentro.

—Bueno... —rostro pensativo—, supongo que no pasará nada porque se entere de lo que salga de esa autopsia, pero conviene que nos entendamos: no creo en todos esos rollos que usted se trae, y si le permito acceder a la información es porque, habiendo sido usted policía, cosa que uno no deja de ser nunca, sabrá mantener la boca cerrada. Además, me cae simpático y ha pagado los cafés.

—Y la copita de después.

—Y eso.

—De modo que...

—De modo que usted se viene conmigo, le presento ante la forense como una especie de asesor, colaborador o lo que se me ocurra, escucha lo que nos diga sin despegar el pico y luego no interfiere en la investigación, a menos que yo le dé permiso expreso para ello, porque si se pasa de listo y me jode, le empapelo. ¿Estamos?

—Andando.

 

III


 

Inclínate sobre una barandilla y sentirás el sitio en el que eres mortal.

Karl Kraus, Pro domo et mundo

 

 

La helada golpeó con fiereza sus rostros meditabundos cuando, metidos ya en la madrugada, abandonaban las instalaciones del Anatómico-Forense.

Frutos Moreno, impulsado ya por el resorte automático e inadvertido de la vieja costumbre, encendió el enésimo cigarrillo de otra interminable jornada, entretanto Pallardó se arrebujaba en la inesperadamente útil bufanda atlética.

No abrigaba mucho. Ni poco. Y fuera del estadio, daba el cante.

Caminaban despacio y sumidos, cada cual a su modo, en los extraordinarios datos arrojados por una autopsia ajena a cualquier rutina y que, en opinión de la forense, Marita Robledo, una señora madura, flaca, de lacio cabello negro y aspecto muy digno —a la que Moreno, que por las confianzas que se tomaba tenía pinta de conocerla desde hacía muchos años, no dejó en ningún momento de interpelar con apodos tan cercanos y poco imaginativos como «casquera» o «tripera», lo cual no parecía molestarla en absoluto—, había resultado harto edificante. Lo cierto era, así lo reconoció la especialista, que en su dilatada trayectoria profesional, repleta de mesas de disección ocupadas por cuerpos inertes de todo tipo, sometidos en las postrimerías de la vida a toda clase de avatares, torturas, vejaciones y barbaridades, no había tenido jamás la oportunidad de toparse con un enigma mórbido semejante a aquel. No resultó extraño, pues, que antes de la despedida hiciera prometer al comisario una autorización para publicar el caso una vez cerrada la investigación policial, a lo que el interpelado respondió con un gruñido que solo él comprendió y que a ella no pareció resultarle desconocido.

Resumiendo. Según el informe oral de la doctora Robledo, todavía pendiente de un estudio más exhaustivo y concluyente que tuviera en cuenta ulteriores aportaciones de la Brigada Científica, aquel sujeto había fallecido a causa de una parada cardiorrespiratoria motivada por una hemorragia masiva. A falta de otras heridas, bien internas, bien externas, en el resto de su anatomía, debía entenderse que la sangre le había sido extraída del cuerpo mediante un prolongado proceso de succión, tal y como delataban las muestras de tumefacción necrosa que circundaban las heridas, a través de las dos pequeñas incisiones practicadas con gran pericia en la vena yugular interna, a la altura de la base del cuello, junto al músculo esternocleidomastoideo. De otro lado, la ausencia de manchas, tanto en sus ropas como en el lugar en el que fuera encontrado el cuerpo, manifestaba claramente que el asesino se había llevado la sangre consigo de alguna manera. El hecho de que fuese detectada en el fondo de las cicatrices una mínima porción de algo que bien podría ser sarro dental, aunado a la forma semicónica de las incisiones, hacía pensar, prácticamente sin lugar a dudas, que los instrumentos inciso-punzantes no podían ser otros que un par de caninos extraordinariamente afilados.

—Todo es conjeturable cuando se trabaja con la víctima de un homicidio acaecido en circunstancias tan extrañas, más aún en un caso como el que nos ocupa y habiendo realizado un examen bastante apresurado, y por lo tanto provisional, del cadáver, que además está pendiente de las aportaciones del laboratorio —señaló la forense en tono académico—, pero si quieren mi opinión personal, cosa que no acostumbro a dar ni por prescripción facultativa, yo diría que el asesino se la ha bebido. Y si usted dice por ahí que yo le he dicho esto, antes de que realice más observaciones y presente el informe final, en el que seguramente me voy a pensar mucho si lo digo y cómo lo digo, lo negaré.

Según el criterio de la doctora, al sentir el mordisco en el cuello, practicado desde atrás a juzgar por el modo en que los colmillos se habían abierto paso a través de los tejidos, el interfecto había intentado liberarse, sin el menor éxito, como demostraba el desgarro claramente detectable en la sección longitudinal de ambas incisiones. No se trataba de punciones limpias. La trayectoria de las mismas hacía pensar que el criminal había realizado su tarea desde arriba. Sin embargo, dada la situación, resultaba difícil especular sobre su talla, puesto que bien podría haber estado sentado en el escalón inmediatamente superior de la grada. No obstante, había de ser un individuo extremadamente fuerte, pues asió a la víctima por los hombros con severa brutalidad. Sus manos debían de ser verdaderas tenazas cuya presión produjo graves hematomas, principalmente en los trapecios y deltoides del muerto, llegando incluso a fisurar su clavícula derecha. Citando textualmente la conclusión final de la forense: «Señores, el fútbol perjudica seriamente la salud. Será por eso que me parece un deporte estúpido».

 

 

IV


 

—Eres inteligente, querido John. Razonas bien y tienes un espíritu abierto, pero también estás lleno de prejuicios. No permites que tus oídos oigan y tus ojos vean. Ni crees en las cosas que no forman parte de tu experiencia cotidiana.

Bram Stoker, Drácula

 

 

—¿Le llevo a algún sitio? —preguntó el comisario, rodeado de una espesa nube compuesta de vaho y humo de tabaco a partes iguales.

—Se lo agradezco pero no es necesario. He venido motorizado. —Señalando un solitario Renault 9 blanco, extrañamente limpio de golpes y arañazos, con más años a cuestas que la propia historia del automovilismo—. Seguí a la ambulancia desde el estadio.

—¿Ese trasto anda?

—De lujo. Se lo prometo. —Con cara de no haber entendido el chiste—. Lo malo es que algún chorizo con trastorno obsesivo-compulsivo me abre el capó para robarme la varilla del aceite cada dos semanas, así que me paso la vida en el chatarrero, porque ya no se hacen para ese modelo.

—Claro. Es que son muy buenas, por su flexibilidad y dureza, para desvirgar las cerraduras de otros coches… Debo reconocer —encogiéndose ahora de hombros y cambiando de tema— que, al igual que la Casquera, no había visto en mi vida nada igual. Me sorprende que a usted le parezca tan lógico.

—Yo tampoco he visto jamás nada parecido, no se vaya a creer, pero resulta innegable que los acontecimientos toman un cariz francamente muy interesante —comentó Amadeo Pallardó, no exento de cierta pedantería—. De todos modos, ya me temía algo así. Comprenda que cuando alguien dedicado a asuntos tan, digamos, peculiares como estos se encuentra un cadáver en semejantes condiciones, no puede evitar cierto tipo de especulaciones.

—Hay otras cosas raras. —Le hincha las narices lo marisabidillo del otro, pero mantiene el tipo—. Más que una explicación sobrenatural, que sigue pareciéndome del todo improbable, resulta inaudito que un individuo pueda chupar o extraer toda la sangre del cuerpo a otro, en presencia de cientos de testigos potenciales y sin que nadie parezca darse cuenta alguna de lo que sucede. La norma en nuestra profesión es que siempre hay alguien que ve algo, aunque no se dé cuenta de ello o simplemente carezca de imaginación para comprenderlo… Y más ahora, que hay cámaras en todas partes y hasta los gatos llevan un teléfono móvil que hace fotos y graba películas, por lo que la falta de testimonios concretos no deja de darme vueltas en la cabeza.

—Si alguien advirtió algo anormal, cosa que me parece dudosa si estamos ante lo que creo que estamos, se podría averiguar, porque toda esa zona es de abono. Bastaría, tal vez, con localizar a los tipos que se sientan alrededor del fallecido e ir preguntándoles al respecto… Es cierto, y no es pequeña dificultad, que en los partidos estos de entre semana mucha gente presta el carné a amigos o conocidos y el estadio se llena de no habituales, pero podría intentarse. Además, está usted suponiendo que el asesino es un varón sin tener prueba alguna de ello.

—Me choca que una mujer pueda tener una fuerza tan extraordinaria...

—Evitemos los prejuicios, Moreno. No debemos permitir que el hecho de que el común de los hombres supere en fuerza a la mayor parte de las mujeres nos lleve a generalizaciones inaceptables. Hay señoras por ahí, y se me ocurre ahora el ejemplo de esas que lanzan la jabalina, que podrían arrancarnos a usted y a mí la cabeza de un bofetón. Por otra parte, la experiencia me dice que se debe pensar metódicamente, primero por partes y luego en conjunto. No estamos hablando del desangramiento de una res en un matadero, sino de un mordisco en el cuello y eso simplifica mucho las cosas.

—No veo cómo. —Algo mosca a causa de la verborrea incontinente y aleccionadora del otro.

—Lo que quiero decir es que no podemos pensar siempre como policías. Yo me di cuenta de eso a poco de tomar la excedencia, cuando empecé a dedicarme a estos asuntos. Su duda no me parece ridícula, puesto que en realidad es precisamente el tipo de cuestión que primero afloraría a la mente de un policía porque nos enseñan a razonar de esa manera. El crimen siempre es algo que llama la atención, y cuando se realiza frente a otras personas estas se convierten en testigos, porque no pueden evitar el sentirse atraídas por el hecho inusual que se desarrolla ante ellas. Ya sabe, satisfacción morbosa, algo que contar a los amigos en la reunión de turno para sentirse importante y todos esos rollos de psicología elemental que te largan en la academia. Cierto. Casi siempre es así y por eso los interrogatorios, bien hechos, suelen funcionar. Pero imagínese ahora que pudiéramos cometer un crimen frente a una multitud sin que lo pareciera o, más bien, haciendo que las miradas indiscretas de cientos de pares de ojos creyeran que estamos haciendo otra cosa. Entonces todo resultaría sencillo. Pongámonos en situación: hace cincuenta años, por ejemplo, un hombre o una mujer besando con sádica fruición el cuello del prójimo en mitad de un graderío repleto habría resultado poco común, por no decir extraordinariamente llamativo. Hoy es algo que se da por supuesto. Una figura más del paisaje urbano. La gente va a lo suyo y poco le importan las dedicaciones amorosas de una parejita heterosexual u homosexual, ya sea en público o en privado, a menos que los conozca y pueda luego chismorrearlo... El personal mira pero no ve, y si ve, se siente tan incómodo que pone sus ojos en otra parte para no herir su propio pudor.

—Hasta ahí de acuerdo. Le voy a aceptar la mayor del razonamiento. Pero por lo que no puedo pasar es por su hipótesis de que el, o la, chupasangres sea un vampiro. Un loco, sí. Un sociópata, vale... pero no un vampiro... —meneó la cabeza—. ¡Joder, estamos en el siglo XXI! Además, los anales de la criminología describen cientos de casos que podrían fácilmente colocarse en paralelo a este. Habrá oído usted hablar, por poner el caso, de Peter Kürten...

—En efecto, «el vampiro de Düsseldorf», uno de los asesinos en serie más célebres y sádicos de la historia. Era un sociópata, desde luego, y puede que en el caso que nos ocupa ahora también nos enfrentemos a algo similar, pero no por ello debemos subestimar el problema. Un loco, si es que puede decirse que un sociópata lo está, cosa que dudo, no es un imbécil. Está demostrado que, en un buen porcentaje, este tipo de sujetos suelen ser planificadores, inteligentes y escurridizos. Estudian sus crímenes hasta el último detalle y los ejecutan con toda frialdad, sin dudas, sin nervios, sin conciencia… Si es el caso y nos las vemos con uno, podría eliminar a mucha gente antes de que fuésemos capaces de echarle el guante. Recuerde que, según cuentan, Kürten no fue detenido por la policía alemana, sino que dijo a su mujer a qué dedicaba el tiempo libre para que pudiera cobrar la recompensa que daban por él. Luego está el caso contrario, es decir, que sea desorganizado, un completo alienado… Esto, ya lo sabe, tampoco pone las cosas fáciles, pues su falta de autocontrol y su imprevisibilidad suele hacerlos igualmente difíciles de atrapar.

—Al menos estamos de acuerdo en algo. —Suspirando.

—Yo no cerraría la puerta a cualquier posibilidad. Carecemos de argumentos suficientes para determinarnos en uno u otro sentido. Tiene usted que convenir conmigo que los hechos solo nos dicen una cosa con claridad: el asesino que nos ocupa mata como un vampiro, se comporta como tal, y lo hace porque debe de creer que lo es o porque de ese modo satisface alguna necesidad imperiosa. La mayor parte de los criminales en serie organizados, como usted sabe, sigue determinados modelos de conducta que responden a motivaciones y fantasías que solo ellos conocen. Por esto, en muchos casos, aunque no necesariamente, sus acciones adoptan aspecto ritualizado. Y si es, como puede creerse, un «loco» del montón —haciendo el gesto de las comillas con los dedos—, entonces resultaría que simplemente cree ser un vampiro.

—Yo también me licencié en criminología. —Mirándole de reojo.

—Ya, perdone...

—No irá a venirme ahora con esas monsergas comecocos que estoy harto de escuchar en los juzgados. Ya sabe, lo de que nuestra personalidad no es más que una creencia, una mera construcción subjetiva… Kürten y otros tantos no eran vampiros reales y ni tan siquiera creían serlo. Realmente, se trataba de sujetos con serios problemas en la azotea, porque algo raro te tiene que pasar para ponerte cachondo viendo correr la sangre; sujetos que cometían aquellos crímenes terribles para satisfacerse en el plano sexual. Entendámonos. Soy de los que piensan que incluso en la maldad hay que diferenciar entre lo normal y lo patológico. Porque, digo yo, si todos los malos estuvieran como cencerros entonces el asunto se arreglaría quemando las leyes, cerrando los juzgados y convirtiendo las cárceles en manicomios.

—Creo que lo he expresado mal. —Ojos entrecerrados, con expresión de grave concentración—. Quizá los casos de Kürten, o de Trenton Chase, o de Jeff Dahmer si nos ponemos, sean los de unos psicópatas declarados y resulten un mal ejemplo para sostener mi punto de vista. Sobre todo porque, una vez concluidas sus orgías sangrientas, tenían vidas normalitas e incluso resultaban tipos extraordinarios con los que uno quisiera ver casadas a sus hijas. En realidad, yo voy más lejos. Un demente que se autoproclama Napoleón Bonaparte no cree sin más que es Napoleón y venció en Austerlitz para perder en Waterloo. El hecho es que asume esa personalidad como propia para hacerse a sí mismo Napoleón, mientras se borra paulatinamente su otro yo hasta que termina por desaparecer... —Pallardó se detuvo un momento para tomar aliento mientras se rascaba el mentón, ya azulado por una nueva remesa de barba—. Y de todos modos, siempre nos queda la otra opción, es decir, que estemos realmente frente a un vampiro. Además, en condiciones normales, una criatura de ese tipo tendría siempre una ventaja añadida en el hecho de que nadie creyera en su existencia y, por tanto, no le buscara.

—¡Coño! Eso mismo dicen en las novelas. —Sonriendo de oreja a oreja, con la expresión satisfecha de quien cree haber demostrado algo de forma irrebatible.

—Desde luego, debo asumir que su argumentación tiene coherencia. —Cansino. Empezando a molestarse de que su interlocutor tenga tan poco sentido del humor—. Pero tampoco puedo perder el tiempo en filosofías. En realidad, y usted que ha estado en mi situación debe comprenderlo perfectamente, mis problemas son más bien de índole práctica. El tiempo corre, y se trate de un chalado de Alcobendas o de un energúmeno transilvano, parece que tengo en la calle a un individuo con el insano vicio de chupar la sangre a la gente hasta matarla. No me gustaría que este asunto se me escapara de las manos. Ya sabe, aparece un cadáver aislado y no pasa nada, nadie se inmuta. Pero con el segundo fiambre que se presente en idénticas circunstancias comenzará la rumorología, y con el tercero, si lo hay, alguien filtrará la historia a un amiguete de la prensa a cambio de un favor, o de cuatro céntimos, y tendré a todos los cabrones del micrófono tocándome las pelotas, inventándose películas de terror, haciendo tertulias mediáticas, diciendo gilipolleces indocumentadas y, en general, provocando el pánico. Mi prioridad, por tanto, no es saber a ciencia cierta con qué me enfrento, sino echarle mano.

—En eso tiene toda la razón.

—Casi siempre tengo razón. Excepto cuando discuto con mi señora.

—Si lo que tengo entendido es correcto, puede haber un método que quizá no resulte infalible pero, al menos, nos permitirá ir descartando posibilidades. Siempre, por supuesto, que la autoridad competente no lo considere una interferencia en la investigación. —Miró a Moreno implorante y el silencio del comisario fue rápidamente interpretado como una concesión que empujó a Pallardó hacia un nuevo laberinto argumental—. Es un hecho que, según las más viejas tradiciones del vampirismo, un ser humano atacado o finado por un no-muerto podría convertirse en su semejante a través de métodos todavía no demasiado aclarados. ¿Sabe a qué me refiero?

—He ido al cine alguna vez que otra y, fíjese bien, en ocasiones hasta leo libros. —El policía se llevó la mano a la boca para taponar un bostezo incontrolado que hizo callar a su interlocutor. Moreno comprendió que el acto reflejo disparado por el cansancio había sido malinterpretado—. No sea tan suspicaz y siga hablando. Tengo atrasado el sueño de semanas y, además, todavía no me he negado a nada.

—No es cosa de cine y literatura solamente. Por ejemplo, en Viena existe un documento del Consejo Imperial de la Guerra cuya fecha, indeterminada, puede ubicarse en la década de 1730 y que nos habla de un caso de este tipo. Al parecer, un soldado húngaro que respondía al nombre de Arnold Paole fue atacado por un supuesto vampiro durante una operación militar en la frontera turco-serbia. Sin embargo, el soldado persiguió a su agresor hasta su propio escondrijo para destruirle, cosa que, al parecer, consiguió. Esta insospechada aventura pudo llegar al conocimiento público por la jactancia con la que el propio Paole narraba el suceso a sus compañeros a la menor ocasión. El hecho es que creyó estar curado de los efectos de la mordedura por cuanto había recurrido a los tradicionales métodos de la abuela para evitar la maldición, es decir, comer tierra de la tumba del vampiro y frotarse con su sangre. Todo parece indicar que se equivocó. Tiempo después, y ante un buen número de testigos que certificaron el hecho, Paole murió aplastado por una carreta y fue debidamente enterrado. Sin embargo, parece demostrado por diferentes testimonios que un mes después regresó de su propia muerte para vampirizar a no menos de cuatro personas... Las autoridades de entonces eran, evidentemente, más receptivas a estas cuestiones que hoy y no tardaron en ordenar una exhumación del cadáver para descubrir, con gran sorpresa, que se encontraba en perfecto estado de conservación, con todo el aspecto de un hombre sano y bien alimentado que duerme con placidez. Ni que decir tiene que su corazón fue atravesado con la consiguiente estaca y, posteriormente, se procedió a la quema de su cuerpo. Sus víctimas recibieron un tratamiento idéntico, por el aquel de curarse en salud.

—¿Sabe una cosa, Pallardó? —Sonriendo. Muy mal, pero intentándolo con empeño.

—Sí. Va a decirme que todo esto le parece un cuento chino y que me vaya con la música a otra parte. —Resignado.

—Eso luego. Ahora pensaba en que seguro que nadie le ha dicho nunca que es usted un friki empollón.

—Pues sí. Una novia que tuve en Valladolid, antes de cortar conmigo.

 

 

 

V


 

(...) Sería necesario que se renunciase al prejuicio de que la verdad demostrada es superior a la conocida intuitivamente (...).

Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación

 

 

Las siglas DIAPO —Departamento de Información y Asesoramiento en Parapsicología y Ocultismo— no decían mucho al profano en materia policial y, desde luego, tampoco al versado en la misma. De hecho, ni el acrónimo ni su significado parecían querer decir absolutamente nada a nadie de dentro o fuera del cuerpo. Al parecer, habría que remontarse a principios de la década de los ochenta —y al testimonio legendario de las malas lenguas, puesto que no se conoce historia oficial y debidamente documentada del hecho— para explicarse la existencia de un departamento como aquel.

Se dice que un anónimo subsecretario de algún secretario del viceministro —o del propio ministro— del Ministerio del Interior, sufrió en sus propias carnes la maldición de los fenómenos paranormales en todas sus posibles dimensiones. Por lo visto, compartía vivienda con una serie no identificada de duendes, fantasmas y otras entidades —bien pudieran ser ánimas en pena— que le hacían la vida imposible con sus travesuras a deshora. Ello motivó, prosiguen los relatores, que una de sus hijas sufriera un trastorno psicológico que la indujo a ser captada por una secta de dudosos fines y desapareciera sin que se la volviera a ver nunca jamás. También, por supuesto, se desencadenó la muerte por infarto de miocardio de un allegado que, alojado temporalmente en la casa, desconocía el curso de los extraños acontecimientos que en ella tenían lugar. En resumen, tras un sinfín de pesquisas policiales no se llegó a conclusión alguna , lo cual llevó a este buen señor a imaginar que el problema, más allá de ser inexplicable, y obviando por el camino del certificado psiquiátrico cualquier posibilidad que pudiera dirigirse hacia su propia salud mental, había quedado inexplicado por la incompetencia e ignorancia en la materia de los agentes encargados del caso. De aquella convicción irracional surgió la idea de un departamento de asesoramiento —el DIAPO— que ayudaría a los defensores de la ley en su lucha contra los incumplidores de la misma, ya estuvieran vivos, muertos o todo lo contrario.

El hecho es que el dichoso subsecretario del secretario —y etc.— debía de ser personaje influyente en el partido que detentaba el poder, puesto que su propuesta, similar a otras que se desarrollaban en el resto de los países occidentales por aquellos días, pues la cosa parecía estar de moda, fue tenida en cuenta por las autoridades ministeriales. Así nacería este curioso organismo, con menesteres puramente informativos y nunca vinculantes, al que deberían dirigirse los miembros de la Policía Nacional cuando enfrentaran supuestos delincuentes del más allá o cuentistas y fabuladores del más acá. Ni que decir tiene que los miembros del misterioso DIAPO fueron —y se pretende que lo son aún— seleccionados bajo un riguroso proceso de criba del pelo y la paja, a fin de que el departamento no se convirtiera en un cajón de sastre en el que los mandamases pudieran descargar con total impunidad a los menos competentes, los más frustrados y locos, así como a otros elementos indeseables para el servicio que solían entorpecer las tareas de los agentes tenidos por útiles.

Parece que el DIAPO, al menos en sus orígenes, cosechó a golpe de psicofonía, sesión de ouija, exorcismo recomendado, mediumnismo y santificación por decreto, algunos éxitos relevantes, pero, paulatinamente, fue cayendo en desgracia. Los efectivos policiales renunciaban sistemáticamente a los casos de índole estrafalaria, extraña o con visos sobrenaturales, y de optar por investigarlos, no solían recurrir al testimonio cualificado de los supuestos expertos, que pronto fueron objeto de toda clase de burlas y destinatarios de los más imaginativos apodos. Así, a la vuelta de veinte años, el Departamento de Información y Asesoramiento en Parapsicología y Ocultismo, del que solo se conocían ya tres dependencias abiertas —en secreto— en todo el territorio nacional, estando una de ellas a punto de ser cerrada por falta de trabajo, fue relegado a sótanos mal ventilados y áticos de insufribles temperaturas, tanto en invierno como en verano, con un número reducido de personal y escaso apoyo económico. Todas las precauciones legislativas para evitar que se convirtiera en un suburbio de pseudopolicías habían quedado en nada. Ahora, los desafortunados componentes del DIAPO —recluidos a la fuerza en un destino maloliente— vegetaban durante la mayor parte de su jornada laboral en trámites inútiles, malgastaban su tiempo fumando, tomando cafés, leyendo la prensa deportiva, haciendo sudokus y crucigramas, dándole al solitario del Windows, descargándose música ilegalmente o, con toda sencillez, no rascando bola. Alguno se tomaba en serio su trabajo, desde luego, pero poquitos y cuando lo tenían.

Todo lo relatado hizo que el comisario Moreno dudara un instante antes de abrir la puerta que tenía ante sí. No había bajado a aquella parte del edificio —en el sótano, al final del corredor longilíneo y eterno que se abría frente al ascensor— desde sus tiempos jóvenes, cuando estuvo destinado al archivo que antes había en dicho local. De hecho, el cartelito de plástico que otrora rezaba «Archivo» había sido arrancado y sustituido por un folio arrugado, adherido a la madera con unas tiras de papel celofán amarillento, en el que decía, con toda simpleza, aquello de «DIAPO». Algún graciosillo, a bolígrafo y con letra de imprenta muy pequeña, había dictado sentencia en una esquina del papel: «Negociado de pirados y pringaos».

El comisario suspiró, convencido de que no le quedaba otro remedio que afrontar su ignorancia supina, y armándose de valor, golpeó un par de veces el contrachapado, a fin de advertir a los presentes que debían tomar la actitud simulada de estar haciendo cualquier cosa.

Era cierto.

En aquel preciso momento, se sentía como un completo pringao.

Irrumpió en la habitación y, contra todo pronóstico, se llevó una grata sorpresa al observar que aquella oficina, en la que esperaba encontrar polvo, telarañas, ratas como camellos, desidia extrema y cochambre por doquier, estaba limpia, ordenada y funcionando. Por si esto fuera poco, colmo de gozo, la persona que la ocupaba, lejos del desánimo, trabajaba con completa normalidad y concentración.

El sujeto en cuestión, Rubén Martínez —Rubencito—, licenciado en psicología y máster en criminología, ocultismo y parapsicología por la Universidad de Turín, peleaba entre irreproducibles imprecaciones con unas hojas revoltosas de papel de calco que no se dignaban a ser introducidas en el carro de una máquina de escribir prehistórica. El comisario se sorprendió de que aún existiera ese tipo de material de oficina, que no veía desde hacía lustros.

Al advertir la presencia ajena, Rubencito levantó la vista y, poniéndose en pie, le saludó con efusión. Lo del diminutivo cariñoso tenía su gracia, porque el tal Martínez era una auténtica mole que medía dos metros —ya se le midiera por lo alto o por lo ancho— y pesaría, calculando a ojo, unos ciento treinta kilos en canal. De hecho, Moreno se cimbreó cuando una de sus manazas le golpeó amistosamente en el hombro a fin de corroborar la alegría del hombretón.

—¡Cuánto bueno, señor comisario! ¿Ha venido usted para ver si trabajamos? Pues ya ve. Haciendo patria.

—No exactamente. Bueno, también. ¿Dónde están tus compañeros?