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LA CIMA INALCANZABLE

Gabriel R. Cañizares

1. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Bolivia, en algún lugar de una montaña. 19:00 h

«Todo fue por un sueño», le dije a mi madre poco antes de que expirase aquel miércoles de ceniza. El sosiego había regresado a la casa para entonces y su quejosa mirada parecía haberse disipado entre suspiros y musitadas alabanzas al Altísimo. Ella ni siquiera contestó; cerró los ojos, sonrió y apagó la luz. Digerido el susto y atemperados los sofocos, mejor que todo siga su camino, debió pensar. Así fue como cesaron las reprimendas y el silencio acabó imponiéndose en el dormitorio, mientras dormía la ciudad y la salina humedad de otra fría y desangelada noche de marzo resbalaba por la ventana.

Sin embargo, yo sabía que nunca podría olvidarme ya de aquella tarde, la misma en la que una bendita casualidad me había librado de bajar a la sepultura a mi tierna edad. Allí debió gastarse buena parte de mi suerte, al disponer la providencia que don Zenón, el inquilino del segundo izquierda, cruzara el viejo puente camino de la pineda para verme caer de cabeza al canal de riego de la huerta. Sin duda que aquel pudo haber sido un final a la altura de mi incipiente osadía, pero al destino debió resultarle mucha paradoja que en pleno sepelio sardinero fuera yo quien acabase enterrado.

Luego la vida, que quita y dispensa mercedes sin reparar en equilibrios, obró para que la fortuna de uno tensara las desgracias del otro, y que los honores que el bueno de don Zenón había ganado con tan noble gesta, más todas las súplicas y juramentos que salieron por su boca, no bastaran para convencer a doña Juliana de las sanas intenciones de un paseo que ella atribuyó, con buen olfato y mejor tino, a sus instintos pecadores. «A ti solo te interesaba encontrar el atajo y profanar la Cuaresma en el prostíbulo de la Florita», le dijo. Dos días después, mientras jugaba al mocho en el patio del colegio como si nada hubiese ocurrido, le vi bajar por la calle del mercado camino de la estación de Francia con una maleta en cada mano, mudo, cabizbajo y con el alma apaleada. Ese fue el día en que aprendí a odiar, en el que urdí mis primeras venganzas. Desde entonces, solía agazaparme en las escaleras cada vez que la sabía haciendo el portal, y luego, al verla recoger la fregona, corría y pataleaba para decorarle el embaldosado con el barro de medio parque. La Juliana, que era ruda y basta como un rucio de campo, salía despotricando tras de mí como una posesa, y luego se volvía para hacer corrillo y chafardear sin recato: «¡Más pena la suya, que lo habrá parido una santa, pero siempre le deberá la vida a una puta!». La mañana en que tuvo noticia de aquellas lindezas se armó la de San Quintín, y ya a la tarde, viéndola suspirar con un sentimiento que le aguaba los ojos, llegué a comprender cuánto podían sufrir las madres por sus vástagos, en especial cuando estos salían tan ligeros de seso. Se estremecía al recordarlo, y años le duraron aquellas pesadillas en las que me veía boca arriba, con los ojos dados la vuelta y la tripa crecida, regurgitando agua como un surtidor de Montjuïc: «Pero hijo mío… ¡cómo se te ocurrió andorrear por el borde de la acequia sin saber nadar!», voceaba nerviosa. «No lo sé, madre; soñé que podría hacerlo», respondía yo, licencioso. Quién me iba a decir tantos años después que aquella no habría de ser la peor tesitura en que me viera, ni este de ahora el último sueño que me resultase inalcanzable.

Estas últimas horas han ido cargando mi mente con razones que el corazón ya no puede combatir, y temo que la evocación de un pasado tan distante me traiga más turbaciones que consuelos. Vuelvo a quedar en manos de la providencia y, como antaño, todo ha acontecido por un sueño: el sueño que nos trajo a este lugar, un sueño transmutado en una pesadilla que presumo larga y cruenta. Es lo menos que puede pasar cuando llegas a ninguna parte sin saber cómo lo has hecho y descubres que te has quedado sin tiempo cuando más lo necesitas. En honor a la verdad, comenzó a escabullírsenos entre los dedos en el momento en que dimos la vuelta y esta maldita montaña nos echó las zarpas encima. Desde entonces hemos tragado quina a mansalva y es ahora que se frenan nuestras correrías ante nuevas e inexpugnables murallas cuando regresa a mi cabeza la imaginaria musiquilla del segundero, siniestra, como un preludio de la oscura y terrible noche que se avecina.

Calculo que hemos empleado algo más de tres horas. Ese tiempo era todo cuanto nos quedaba, y lo hemos destinado a escudriñar cada palmo del terreno e inventarnos una ruta de escape entre los inmensos bloques de hielo que nos acorralaban, un caótico derrotero que solo nuestra necesidad podía dar por válido. Muy lejos queda la ruta por la que debimos regresar, la misma en la que aguarda nuestro compañero, abatido, exhausto. Ahora comprendo que el desnivel descontado en la huida solo ha servido para hacernos perder el tiempo, las fuerzas, las esperanzas. Sí, es cierto: estamos perdidos. Varados en una lengua de hielo que se precipita entre morrenas rocosas, asediados por los amenazantes seracs1 que hemos «rapelado» doscientos metros más arriba y haciendo equilibrios para no despeñarnos por el insondable cortado que nos cierra el paso. Ya apenas puede verse la nube de polvo que flota sobre el lejano valle y las tinieblas no tardarán en adueñarse del territorio para dejarnos a oscuras, sitiados entre precipicios.

Y no es por no haberle dado mil vueltas al tablero que no seamos capaces de ver el siguiente movimiento. Sucede que ya no hay salida posible de esta ratonera. No podemos seguir descendiendo, y de existir alguna opción esta pasa por retomar la ascensión y encontrar algún punto por el que descolgarnos con cierta garantía. Es esa una estrategia que demanda tiempo; un tiempo del que ya no disponemos y un sobresfuerzo para el que ninguno se siente capaz. Tras catorce horas de frenética actividad somos presa de un atroz agotamiento; lo dicen el temblor de las piernas y los cavernosos rugidos que devuelven los estómagos. De ahí la espesura de ideas y esta sensación de desmoronamiento que nos atenaza. Vivimos en silencio, acuciados por pensamientos que ya no son de fiar, vigilados por un miedo atávico que envenena las emociones y nos devora por dentro. Y lo hacemos clavados en el hielo, oteando el paisaje en todas las direcciones posibles, inundados por una insoportable sensación de nimiedad, de abusiva impotencia, angustiados por la luz que se desvanece por el horizonte. Esa enorme bola de gas huye como si se avergonzara del desolador panorama que ha dejado a su paso: un ocaso aterrador que disuelve nuestras esperanzas. Sin ellas, apenas somos dos caricaturas de lo que éramos, apocados y hostigados a seis mil metros de altitud, mendigando abrigo en las gélidas entrañas de una montaña rabiosa.

Todo ha ocurrido demasiado deprisa. Seis horas atrás la cordada permanecía unida, impulsada por la terca idea de alcanzar otra cumbre desconocida, empujados por unos enigmáticos sueños que nos animaban a despreciar los consejos de la razón. Y ahora, maltrechos y abandonados a nuestra suerte, no puedo sino cuestionarme la lógica de esta extraña obsesión que nos lleva a divisar el mundo desde el último peldaño. A ella, tantas veces adulada en otros tiempos, culpo de nuestros males; ella nos trajo hasta aquí para que el caos, con su asombrosa pericia para desarrollarse en estos mundos verticales, se ensañase con nosotros.

El frío ha comenzado a repartir espasmos y las glándulas salivales siquiera alcanzan a humedecer la espartosa garganta. De un bolsillo de la mochila ha surgido un puñado de frutos secos y media chocolatina, y aprovechamos los pedazos de hielo que salpican la superficie del glaciar para facilitar la deglución y paliar la intensa sed. No es gran cosa, pero al menos, entretenidos con el modesto ágape, damos una puntada de normalidad a este desgarrado futuro nuestro y dejamos de pensar en lo que nos aguarda. Este ya no es momento para maldecir tan mala estrella, y menos lo es para torturarse por las decisiones que nunca debimos tomar; lo es para elevar la frente y salvaguardar la entereza a toda costa. Solo ella puede pertrecharnos ante el perverso envite.

Al inspeccionar el terreno hemos localizado una pequeña brecha despejada de hielo. Corre junto a la escarpada arista de roca que flanquea el glaciar por uno de sus costados y, con apenas medio metro de anchura, aflora cubierta por un colchón de piedras desmenuzadas. Es cuanto nos queda a mano y donde intentaremos acoplarnos para retener algo de calor con la fricción de los cuerpos. A partir de ahí, el frío y el agotamiento serán nuestros dos grandes enemigos; una combinación letal que puede pasaportarnos en un suspiro. También decidimos anclar los piolets al hielo y montar una reunión de seguridad. No resulta agradable pasar la noche encordados, pero menos lo sería despeñarse por el cortado al que nos asomamos. Después solo quedará embutirse en las mochilas y esperar. Esperar que la noche sea larga, que los ojos no se cierren, que las ganas de vivir no nos abandonen. Ni mucho menos es una garantía de salvación, pero estirar la esperanza durante otra jornada exige atravesar las próximas doce horas de oscuridad.

Es esta una encarnizada lucha por la supervivencia, una guerra que aún se me hace inabordable, y he llegado a preguntarme si es lo que en verdad deseo, si no habría sido preferible un final rotundo, sin agonías. Resultaba más sencillo filosofar en muerte ajena; en la propia, las cosas se vuelven más complejas, más inmanejables. Cuesta aceptar su visita y acatar el inminente punto final. En esos asuntos me hallo mientras el cielo se tiñe de negro. Y es que, despojados del ornamento de la vida mundana y de toda nuestra fanfarria, poco más nos queda que este trémulo latir que tanto cuesta alimentar. Antes o después, la montaña dictará su sentencia, y dado que no encuentro peor castigo para mi vanidad, me digo si no habrá llegado el momento de verla arder junto a todas las estupideces a las que he dado importancia a lo largo de los años. Duele acabar aquí arriba, con tanto por contemplar, por sentir, por amar… He vivido demasiado deprisa, desgastándome en tramas insustanciales, extraviado por la ceguera común y la superficialidad de un mundo artificial. Sin tiempo para sacar tiempo, aceptando obligaciones que rara vez llegaba a comprender, cedí mis sueños al futuro y me puse al servicio de sueños foráneos. Y es ahora, con los ojos inyectados en muerte, cuando todo se torna simple y transparente. Quizás el balance de mi vida arroje un pésimo resultado y quizá todo el arrepentimiento del mundo no pueda pagar ya tanta estulticia.

Constreñidos entre el hielo y la roca, fatigosos, famélicos, sobrecogidos y amarrados a un hilo de vida, Nano y yo nos dedicamos una última mirada cómplice. Contemplar este impertérrito cielo es todo cuanto se nos concede. El nudo en las gargantas ahoga las palabras y da paso a un cálido apretón de manos. Con él nos despedimos y nos conjuramos para luchar: todo a un tiempo, todo a una carta. Cuando todo parece perdido y la recompensa huele a inalcanzable, solo el orgullo te recuerda quién eres. Por ello, ahora que se recrudece la batalla y el enemigo despliega su inmenso poder, aquí lo aguardamos, dispuestos a cobrarnos el precio que merecen nuestras vidas. Llegado el momento, para bien o para mal, lo vivido, vivido queda.


1 Grandes bloques de hielo inestable. El movimiento glaciar provoca la fragmentación de la masa de hielo y la aparición de grietas en su faz, y las fuerzas de arrastre y compresión provocan desprendimientos que suelen desencadenar peligrosos acarreos y avalanchas.

2. Del azul al blanco

Norte de Chile. Doce días atrás.

La pequeña asomó la cabeza por encima del respaldo delantero, con dos lacitos de color rosa rematando las puntas de las trenzas y una pompa de mocos bajo la nariz amenazando estallido y, con una habilidad impropia de su edad, resistió el zarandeo y se dedicó a escrutar el mundo que discurría tras los cristales con sus vivarachos ojillos negros. Poco después, satisfecha con algún descubrimiento, la vi soplar el beso plantado en la yema de los dedos y agitar la mano en señal de despedida antes de regresar al regazo materno. No tardé en incorporarme para otear el paisaje y buscar en él los motivos de su añoranza, entre un bosquejo de cabezas que se mecían al son del asfalto. Así hasta que, tras otro recodo del camino, volví a encontrármela sobre el árido paisaje, encajonada entre lomas y empequeñecida por la distancia. La ciudad iba quedando atrás, arrullada por la eterna primavera que florecía entre desierto y océano, desdibujándose sobre el lienzo azul del Pacífico. Yo también la hubiese echado de menos de haber sabido que era la última vez que nos veíamos, justo en el instante en que desaparecía bajo el horizonte, acicalada por los reflejos de un sol imberbe que comenzaba a despuntar sobre la vieja carretera que se adentraba en el corazón de los Andes.

Aún padecía los efectos del mal sueño, pero estos no eran desajustes del ritmo circadiano sino producto de una confusa noche que había transcurrido con mucha pena y poca gloria, arengada por la incombustible algarabía de los burdeles que rodeaban el aposento. Claro teníamos que nada bueno podríamos sacarle al canallesco ambiente que infestaba el barrio marinero de la ciudad, pero el palmito de aquel hostal costeño nos encandiló a primera vista con su semblante de vieja corrala, sus pasillos colgantes, la colada pinzada sobre vetustas balaustradas de madera y una decena de puertas que miraban al patio vestidas de azul marino. Luego el flechazo duró lo que dura un decir amén, cuando al ruido hubo que sumarle la intensa humedad de una ratonera sin ventanas, el moho rancio que devoraba las paredes y el agobio de un equipaje que se amontonaba entre el inservible mobiliario, todo él cubierto por una tanda de ropa que hubo de regresar al petate tan mojada como había salido del pilón. Al menos aguardábamos a tiro de piedra de la parada de autobuses –un triunfo menor que no paliaba los desvelos pero tomaba su relevancia en días madrugadores–. Aquel, que lo había sido en demasía para divisar una aurora que ya prendía tras la serranía, resultó cabal para tomar el primer autobús de línea de la jornada. Quizá no fuera el comienzo más digno para tan significada ocasión, pero, aun imaginándolos mucho peores, cualquiera de ellos se hubiera diluido en el fresco aroma de la aventura antes de que la sobrecogedora belleza de aquellos paisajes nos devolviera a los placeres de la contemplación.

Tomé asiento tras la fugaz despedida, recliné la butaca e intenté sacudirme el aturdimiento con las imágenes que desfilaban por la ventanilla. La tarea resultó menos gratificante de lo esperado. Aquella ruta secular, que culebreaba por las estribaciones del altiplano en pos de la frontera boliviana, no estaba hecha para dar facilidades. Rugía el motor con estrépito batiéndose contra la dura pendiente, botaba la carrocería sobre el agujereado asfalto y nos columpiábamos, una curva tras otra, con las sienes taladradas por el galimatías musical que aullaban los altavoces. Fue cosa natural que el desasosiego no tardara en asomar y que se enquistase a medida que se reviraba el trazado y se estrechaba la carretera. Durante largos tramos no quedó espacio ni para el aire que circulaba en sentido contrario y más tarde, cuando los desprendimientos de los taludes comenzaron a prodigarse y un escorial de tierra y piedras cubriera buena parte de la vía, llegué a pensar cuánto más seguro no habría resultado caminar que rodar sobre ella.

Aquel contradiós debía ser costumbre para buena parte del pasaje, pero pocos eran los que aguantaban sin persignarse cuando el vehículo asomaba el costado a los despeñaderos y crujía en las curvas como si fuera a partirse en dos. Así, el viaje acabó convertido en un continuo vaivén, un ir de acá para allá que habría mantenido en vilo al más avezado marino. A nosotros, en cambio, la monótona aridez del desierto preandino y la lozanía del nuevo día nos invitaron a tomarlo con recogimiento y cierto grado de abandono. Tal vez por ello nadie echó de menos las palabras durante muchos kilómetros. El ansiado éxodo hacia las montañas requería de aquel reconfortante silencio.

De esa guisa, surcando la tortuosa arteria andina, fundimos las cuatro primeras horas de la mañana y tres mil quinientos metros de desnivel antes de alcanzar nuestro nuevo destino. Putre, capital de la otrora disputada provincia de Parinacota2, nos recibió el día en que aquel mes de julio cumplía su primer tercio de vida con la fría y racheada brisa que merodeaba por sus callejuelas y una sequedad que lijaba las gargantas. El horizonte se había vuelto transparente y de él nos llegaban mil detalles con una nitidez casi irreal. El cielo del litoral, ya desecho de sus velos, resplandecía con un vigor irreprochable, apenas manchado por los penachos de nubes que se adherían a las crestas nevadas de los primeros gigantes andinos, y reverdecían las colinas bajo un sol de mediodía que reverberaba con fuerza contra las fachadas encaladas de la aldea. Era un mundo nuevo, un Olimpo plagado de gallardas montañas que casi podían tocarse con los dedos.

Siguiendo la vieja carretera internacional que nos había llevado hasta aquel recóndito confín, se alcanzaban las estribaciones del Parque Nacional Lauca3, puerta de entrada al afamado altiplano andino. Putre lo precedía por su vertiente noroeste y la proximidad a un paraje de tan inhóspita y singular belleza le confería algunas ventajas. Además de un excelente lugar de retiro para honorables viajeros en busca de paz y armonía, ya era punto de encuentro para guías, curiosos y trotamundos, y a pesar de su reducido tamaño disponía de un razonable surtido de modestos establecimientos donde uno podía alimentarse y descansar con suficiencia. Sin duda que el incipiente despertar turístico había llegado para quedarse, con sus beneficios e inconvenientes, pero al atisbarlo supuse que no quedaría lejano el día en que fuera pasto de infestos insensatos. «Los buitres de asfalto harán de ella otro San Pedro de Atacama4», dijo alguien imaginando el futuro que le aguardaba a la añeja y solariega aldea. A mi modo de ver, si algo le sobraba al mundo era la gente que nunca se cuestionaba su comportamiento; esa turba huérfana de respeto que no apreciaba diferencias entre el monte y un parque de atracciones. Nada los detenía con tal de vivir un puñado de emociones de papel tisú, y a un servidor, que los había visto y padecido en muchas partes del globo, le deprimía una dosis excesiva de memos con ínfulas de explorador. La naturaleza es una cosa muy seria, solía sentenciar con rotundas formas, sabedor de que el compromiso y la responsabilidad que requería el medio natural resultaban incompatibles con la masificación que alentaban los promotores menos escrupulosos.

Por ello, al avistar los caminos que discurrían por la serranía pude imaginarlos surcados por vehículos atestados de gente, empolvando el paisaje y masacrando el silencio del valle, fotografiando rebaños de alpacas en sus apriscos y alterando la vida de los sufridos lugareños. «Cualquier cosa con tal de alardear de singularidad ante incautos como ellos», pensé al figurarme los anocheceres y vislumbrar un atosigante gentío por aquellas callejuelas empedradas, colmando los comedores y contaminando la bendita quietud de una noche entre montañas. Esa insolente manera de explorar el mundo a rebufo de un libreto de la sección de viajes del supermercado apestaba a futuro ineludible, y se me revolvía la bilis pensando qué sería de nosotros cuando la era digital en ciernes afilara sus colmillos. Quizá por comprender que aquel hermoso rincón, que aún conservaba un grado de pureza suficiente, no podría escapar del designio de la modernidad y quedaría desfigurado para siempre a manos de las modas y modos que descollaban con el recién estrenado milenio.

De no haber sido por la palmada de Héctor me habría perdido en mi desconsuelo, pero esta sirvió para que aferrásemos los bultos y nos dispusiéramos a buscar alojamiento, víctimas ya de un aturdimiento irrevocable. La cristalina atmósfera de aquellos valles debía purgar la salinidad adherida a los bronquios durante el periplo oceánico, pero, lejos de aliviarnos, el chorro de aire que descendía desde el altiplano nos sentó a cuerno quemado. La altitud solía presentarse como un díscolo anfitrión de fatigoso trato en los primeros encuentros, y tal vez por esa razón nadie imputó trascendencia alguna al generalizado atolondramiento. Pero cargar el equipaje, recorrer los cincuenta metros del primer callejón y encontrarnos con el mondongo revuelto, fue todo uno.

No habían pasado ni diez minutos cuando cerramos trato con la casera que había salido al encuentro en el primer cruce del pueblo. Nuestro nuevo hogar era una modesta edificación de tejado bajo y porche ajardinado que, concebida en su tiempo como establo para las bestias, lucía rehabilitada para alquilarse por habitaciones. Dos enormes caserones se adosaban a cada lado de la vivienda, con grietas en sus fachadas de piedra y balcones de forja torneada que se vencían peligrosamente sobre la acera. Por encima de los dinteles resaltaban los blasones de la extinta nobleza que un día albergaron, y por debajo, escoltados por columnas imperfectas, viejos portones de madera desprovistos de aldabas y con los goznes colmados de herrumbre, humillados por la carcoma y el olvido. Unas huellas que proliferaban por doquier, como restos fosilizados del esplendor ganado en siglos pretéritos.

Aquellos fueron tiempos de parada y fonda para las caravanas de plata que paría el Cerro Rico de Potosí, tiempos en los que el poblado fulguró con luz propia hasta convertirse en un pudiente oasis en mitad del tortuoso camino que conducía al Morro de Arica, frente al mismo puerto que habíamos abandonado al alba. Uno podía imaginar el consuelo que debieron sentir aquellos hombres al dejar atrás la ruda estepa boliviana, y hasta verlos bullir entre tugurios embriagados por el pisco y las remembranzas de las bellas mujeres costeñas, restañando heridas, diluyendo ingratitudes, recuperando el gusto por la buena vida. Delirios y quimeras que retoñaban tras largos e infructuosos períodos de postración, y que una mísera almorzá de doblones habría de extinguir al final del viaje entre naipes, alcohol barato y los manoseados encantos de las meretrices portuarias. Y es que en aquellas tierras –como en todas de las que escapó Dios al séptimo día de su obra– riesgos y réditos viajaron por separado, malogrando vidas y fabricando hidalguías de nuevo cuño, alimentando la infame codicia que habría de cambiar el sino del continente para los restos.

Lo cierto es que no hubo dudas ni regates a la hora de quedarnos con una habitación por ocho dólares al día, locos ya por acuartelarnos y abandonarnos para el resto de la jornada. En tan solo día y medio habíamos dejado atrás Santiago de Chile para recorrer un tercio de la espina dorsal de Sudamérica; dos mil kilómetros largos de autobús entre pecho y espalda que animaban a instalarse y echar raíces por unos días. Quería pensar en todo lo que nos había empujado a realizar aquel viaje, en la extraña e inesperada manera en que habíamos llegado hasta allí; disfrutar del momento y aprovechar aquel suspiro de libertad que me resultaba tan gratificante. Desprendido de la rutina cotidiana, sentía una inexplicable sensación de trascendencia. Algo me decía que no iba a salir de aquella aventura tal y como había entrado en ella; un cambio que aún no podía explicar pero que percibía cercano. No sabía lo que se ocultaba al otro lado, ni el significado que adoptarían las emociones que estaban por llegar, pero tenía mimbres suficientes para tejer el viaje interior que debía acompañarme por esa otra odisea de caminos y cumbres que aguardaba en el horizonte.

Un sueño, tan solo eso, nos había arrastrado hasta aquella región del planeta junto a los mares del sur: escalar el nevado Sajama, el techo de Bolivia, y divisar desde los casi 6.600 metros de su cumbre un mundo ignoto que se nos antojaba de insuperable belleza. Pero antes de que tan feliz momento cobrase vida, debíamos sacar provecho a una larga semana de aclimatación. Aquella pequeña villa andina procuraba un cómodo y accesible refugio para descansar y recuperarse tras el ejercicio diario, y aunque nos faltaban mil metros para igualar la altitud que esperaba en el poblado de Sajama, a doscientos kilómetros de nuestra actual ubicación, su orografía ofrecía un generoso muestrario de cuestas y colinas donde probar y afinar la preparación sin complejidades logísticas. Una fase de adaptación a la altitud que debía concluir con la ascensión al nevado Taapacá5, el elegante macizo montañoso que sobresalía por el sureste del pueblo.

Y a ello nos pusimos, aprovechando los días para caminar durante varias horas y adaptarnos así a un ritmo cardíaco más acelerado. Al principio costaba respirar, se anticipaba el cansancio y aparecían los achaques de un organismo mal acostumbrado, pero día a día extendíamos la duración de las marchas e intensificábamos el nivel de esfuerzo, buscando los signos de una mejoría que progresaba sin sobresaltos. Entre medias gozábamos de largos periodos de descanso que llenábamos con siestas, charlas banales y buena lectura. Incluso sobraba tiempo para perderse por el mundo urbano y rastrear calles y rincones en busca de sus leyendas, admirando la belleza de su fisonomía o contemplando desde un altozano aquel mar de tejados irregulares, ya combados bajo la centenaria carga de sus artesanas tejas de barro. Aquello llenaba las horas muertas del día, y cuando el sol se apagaba regresábamos al bar de nuestro amigo Pedrito, un afable lugareño aimara que nos conminaba a disfrutar de la anochecida delante de sus revitalizantes mates de coca6. Pegados a los ventanucos del local, entre sorbo y sorbo al ambarino líquido, atendíamos al ir y venir de los aldeanos por un viejo callejón de adoquines destartalados. Seres que albergaban una desmedida capacidad para la supervivencia, casi inconcebible para sus pequeños y enjutos cuerpos. Hombres y mujeres cincelados a imagen y semejanza de una naturaleza indómita, que aligeraban el paso ante las miradas curiosas de los contados turistas y se escabullían por las esquinas con entrañable timidez.

Quizá entonces no fuésemos plenamente conscientes, pero lo cierto es que aquellos fueron unos días felices. El tiempo transcurría con despacioso son y los momentos se confundían unos con otros sin pasado ni futuro, pero dulces y sabrosos como uvas maduras tomadas de la parra. La vida parecía vagar por un vasto espacio vacío que escapaba a los sentidos, y pronto no quedó mayor pretensión que gozar de las perlas que regalaba aquel mundo inédito y buscarles un honroso espacio en la memoria, lejos de la morralla cosechada en ese mundo disoluto del que procedíamos. Sabíamos que algún día necesitaríamos de ellas para afrontar el juego de penas y reveses que la vida acaba echándote encima. Fue aquella quietud un lujo que disfrutamos gracias al momento y al lugar y pensé en las veces que había tenido que sacrificarla por culpa de las obligaciones, las prisas o la maldita eficacia. Allí todo eso estaba de más. Bastaba con dejarse llevar, mimetizarse con el entorno, con sus gentes; rendir culto a la serenidad y acoplarse a las rugosidades del tiempo. Una paz tan tentadora como el último placer prohibido y de la que solo cabía esperar un nuevo día que poder derrochar, sin justificaciones. Una profunda e infrecuente calma que no tardaría en esfumarse.


2 La provincia de Parinacota se halla en extremo norte de Chile, aunque geográficamente sus límites también se extienden por Perú y Bolivia. Perteneciente al antiguo Virreinato del Perú, fue anexionada por Chile tras su victoria en la guerra del Pacífico (1879) sobre el Ejército peruano-boliviano. Su población conserva el aimara como herencia lingüística ancestral, previa a la dominación incaica y española.

3 El Parque Nacional Lauca está declarado Reserva Mundial de la Biosfera y su interior alberga el bello lago de Chungará, uno de los más elevados del mundo. Da cobijo a numerosas especies de aves, vicuñas, vizcachas, zorros y pumas, y su cota sobrepasa los 4.500 m de altitud. Entre las cercanas cumbres que rodean el parque aún puede contemplarse el majestuoso vuelo del cóndor.

4 San Pedro de Atacama (Chile) se ha convertido en un foco turístico de envergadura, y un motivo de discordia entre los promotores, que apuestan por un desaforado desarrollo turístico, a menudo incontrolado, y los conservacionistas, que desean proteger la riqueza del entorno a toda costa. Sus extraordinarios paisajes arrastran a miles de turistas a la zona, fortaleciendo un modelo de desarrollo de inquietantes consecuencias sociales y medioambientales.

5 El cerro Taapacá o «nevado Putre» (5.825 m), es la mayor elevación que se encuentra en las proximidades del pueblo de Putre. El nevado es un macizo bicéfalo unido por un amplio collado que enlaza la menor de sus cumbres, el Ancoma, con la más elevada, el Taapacá.

6 Infusión preparada a base de hoja de coca, agua caliente y azúcar. La hoja de coca era utilizada por los indígenas desde la era prehispánica como elemento fundamental de los actos religiosos y las ofrendas a los dioses. Masticar la hoja de coca provoca un efecto vasodilatador en las arterias que estimula el riego sanguíneo, aumentando así el nivel de oxigenación de la sangre y disminuyendo el cansancio y los efectos del mal de altura (soroche).

3. De nuevo en la batalla

El sendero desaparecía de la vista a pocos metros de distancia entre las compactas masas de nubes negras que tocaban la superficie. Un viento sublevado remontaba las laderas arrastrando consigo un mar de polvo y arenisca que los feroces remolinos habrían de batir más tarde, sobre el cresterío. Los colores se habían disuelto en aquella espesa sopa de partículas que se tornaba cada vez más irrespirable, todos menos el gris plomizo que ensuciaba el paisaje y nos dejaba sin horizontes. De repente, tomé conciencia de lo fácil que resultaría extraviarse en la densa bruma sin puntos de referencia y a tientas por un terreno desconocido, y opté por detenerme y provocar un reagrupamiento. Recuerdo cómo, en mitad de aquel plasma crepitante, un extraño escalofrío me recorrió el espinazo, y ya con la piel erizada, y encrespado hasta el pelo de las cejas, pude captar un familiar siseo que se filtraba entre los aullidos del viento, en todas las direcciones, como si una columna de avispas bullera a mi alrededor. Giré al instante y encontré la figura de Héctor ladera abajo, difuminada a una veintena de metros de distancia. Iba a levantar los brazos para señalarle mi posición cuando una colosal descarga de luz y sonido reventó en el vientre del cielo y cayó a plomo, iluminando el valle y congelándonos la sangre.

Nadie contaba con aquella visita, inesperada y más falsa que un duro de seis pesetas. Pareciese que al día le hubieran entrado las ganas de morirse antes de su hora, y tenía que ser ahora, después de habernos regalado la más esplendorosa y rutilante mañana de cuantas habíamos vivido en el viejo poblado andino. «Hay que joderse, nunca te puedes fiar de ella», susurré cariacontecido. Tras varias semanas de calma chicha la naturaleza había entrado en erupción y a esa noche prematura, que se cernía sobre nosotros preñada de inquina y maldad, le acompañaba una profusa nevada que amenazaba con quedarse hasta más allá de los postres. Eran malas noticias: los caprichos de la climatología podían complicarnos la vida en mayor grado de lo imaginado, y lo hacían justo en el peor momento, ante el primer hito relevante de la expedición.

En el exterior, las laderas del valle no tardaron en vestirse de blanco, barridas por un viento endemoniado que crecía en intensidad y lanzaba feroces sacudidas contra la tienda de campaña. Dentro, la linterna frontal que colgaba de la bóveda sintética se balanceaba violentamente al ritmo que imponía el temporal, diluyendo en sus reflejos los últimos rescoldos de un día desahuciado. A las cinco de la tarde, bajo una tenue cortina de luz artificial yacíamos arremolinados junto a la llama del viejo hornillo, calentando agua para una infusión de urgencia y aguardando a que el incremento de la temperatura aplacara las tiritonas.

Hubo de pasar casi una hora para que el obligado sosiego ofreciera sus primeros frutos. Por entonces, un reconfortante hormigueo recorría las extremidades, y los miembros del cuerpo, templados bajo los sacos de plumas, parecían recuperar el tono sin que traslucieran secuelas dignas de preocupación. Regresábamos a la normalidad y la mejoría física frenaba el deterioro anímico brindándonos una falsa sensación de control sobre la situación. Sin embargo, todo cuanto acontecía al otro lado de las telas parecía ir de mal en peor. La ventisca rugía con una furia creciente, acumulando nieve y desplomando la temperatura, y ya nadie se atrevía a conjeturar dónde podría hallarse el límite a tanta ferocidad. Y mucho menos fijar la hora de caducidad de aquel infierno. Las corrosivas premoniciones deshacían las certezas –todas salvo aquella que revoloteaba por las cabezas recordándonos cuan larga y trabada se nos iba a hacer la noche–. Con tantos tiros pegados por esos cerros de Dios, habíamos aprendido a conocer las reacciones del organismo, propio y ajeno, con una precisión casi científica, y ahora, tras varios días de marchas y caminatas por los alrededores de Putre, con nutridas ingestas y dulces sueños de alcoba, dábamos por sentado que nadie iba a salir indemne de la primera noche a cinco mil metros de altitud. La experiencia permitía predecir ese futuro inmediato y nos preparaba para soportar el sufrimiento venidero, pero no por ello el panorama resultaba menos desalentador. Quizá por ese motivo valorábamos tanto las buenas sensaciones, por insignificantes que se mostrasen, paladeándolas con un deleite que en ocasiones resultaba antinatural.

Intentábamos mantenernos con la mente en blanco, pero los sonidos que ululaban alrededor lo impedían. El viento se rasgaba contra las rocas y sus bramidos se sumaban a las atronadoras descargas de nieve granizada que restallaban contra los trapos. Las paredes de la tienda, incapaces de resistir semejante agresividad, se hundían ante las acometidas de aquellas enérgicas ráfagas, aplastándonos contra el suelo e impidiendo que el fútil letargo pasase a mayores. Lejos de prosperar, las escasas treguas que ofrecía aquel cañón de aire enloquecido no tardaron en desaparecer, y pronto un terco y estruendoso rugido se apoderó del lugar para ahogar definitivamente nuestro fugaz respiro.

La inquietud comenzaba a ser más que notoria. El aleteo de las lonas crecía como si no conociese límites, alcanzando un grado de violencia que conseguía exasperarnos. Aquel problema pasó a encabezar la lista de preocupaciones antes de lo previsto, momento en el cual decidimos distribuirnos por las esquinas y tratar de afianzar la tienda con el peso de nuestros cuerpos. A nuestra reacción, aun siendo instintiva, le sobraban fundadas razones. La premura con la que habíamos tenido que instalar la tienda de campaña impidió que esta quedase firmemente anclada, y el doble techo, sin puntos fiables a los que asirse, no tardó en flamear a empellones, inflándose y desinflándose como un fuelle. Era un asedio total. La humedad comenzaba a invadir el interior y ya nadie descartaba la posibilidad de que aquel huracán nos arrancara de cuajo para zarandearnos valle abajo como a globo sin retén. En los Andes, en las laderas y cumbres de sus montañas, en las lagunas y en la puna7, el viento es el auténtico señor. Tenaz y lacerante, nunca duerme; soliviantado o aplacado, mora dentro de ti para recordarte tu humana condición. Todos somos huairapamushcas8. Si no aceptas su dominio y aprendes a convivir con él, nada parece posible.

Nos preguntábamos si habíamos obrado bien, si la apuesta había sido la acertada. Era el tiempo de las dudas y las desconfianzas. Pero lo cierto es que, salvo la opción de regresar, ninguna otra estrategia hubiese modificado sustancialmente nuestra incómoda situación. Todo se había precipitado vertiginosamente durante la última media hora de marcha. Aún no habíamos alcanzado nuestro destino, un punto indefinido al pie del glaciar que cubría la cara norte de la gran montaña bicéfala y desde el que pretendíamos lanzar el ataque a su cumbre, cuando nos vimos obligados a abortar el plan y buscar una zona medianamente aceptable donde acampar. Cualquier lugar que permitiera capear las inclemencias con dignidad. Sorprendidos por la rapidez y el ímpetu del temporal, buscamos la protección de una pequeña rimaya rocosa que se adivinaba a un centenar de metros y, próxima a un arroyuelo de aguas cristalinas que comenzaba a cuajar sus orillas con un hielo joven y quebradizo, localizamos una pequeña planicie inclinada donde instalarnos definitivamente.

El helador vendaval complicó enormemente los movimientos. La torpeza de nuestras manos, paralizadas por el intenso frío, nos impedía maniobrar con la destreza necesaria, y el suelo, duro y atestado de cantos, no facilitó el trabajo. Hubo que luchar lo indecible para extender la tienda y fijarla al suelo, asidos a las lonas con la desesperación del que se aferra a su último aliento, y aún más para desplegarla y que no se volara junto a las mochilas que habíamos arrojado a su interior para hacer lastre. Al final, obligados por las circunstancias y urgidos por las duras condiciones de la tormenta, optamos por una faena de aliño, y así, entre gritos y aspavientos, dejamos un puñado de piquetas a medio clavar, colocamos algunas piedras pesadas sobre los faldones y nos colamos al interior sin siquiera sacudirnos la costra de nieve que nos envolvía, ateridos de frío y echando pestes por la boca. Hasta allí habíamos apostado a que el brusco cambio de tiempo no pasaría de ser un enfurruñamiento vespertino, una razia climatológica que disiparía la noche, y fieles a esa intuición optamos por no recrearnos en una suerte que podía ocasionar algún ingrato accidente o dejarnos hipotérmicos.

Al menos disponíamos de una ubicación ligeramente protegida de los vientos que ascendían por el norte del valle; quizás algo alejada del objetivo del día pero a no más de una hora de camino de la base del nevado. Entre nosotros y la montaña apenas quedaban obstáculos de relumbrón, pero ahora, bajo la perspectiva que ofrecía la distancia, su aspecto imponía de manera escalofriante. La mirábamos de reojo y con la respiración entrecortada mientras luchábamos contra los trapos, varillas y piquetas. Y sin embargo, a pesar de tanto elemento revuelto y tanto quehacer, nadie se quedó sin recrear la larga ruta de ascensión: un gran canal de hielo que desembocaba sobre el collado que enlazaba ambas cumbres. Poco antes de que la ventisca lo envolviera todo entre jirones de nubes y oleadas de nieve, pude observarla con algún detenimiento y oír su reclamo. Sentí cómo prendía la llama interior, y cómo esta atizaba unas emociones que me resultaban tan adictivas como inexplicables. Pero también me sentí extrañamente contrariado. Por primera vez después de muchos años aquel estímulo se me hacía insuficiente.

Lo hecho hecho estaba, y ya no merecía la pena evaluar nuestra diligencia, y dado que el viaje al sueño siempre me había resultado más placentero que su presencia, cedí a sus carantoñas y me dejé arrullar por Morfeo mientras atendía los chispazos del fogón y vigilaba los vaivenes de las paredes. Así, cada uno a su estilo y manera, agrupados en la cueva tras el fiero combate, nos dejamos ir y fuimos ausentándonos de un mundo que no podíamos dominar, cuidando de aquel fuego que hacía de la insípida nieve un precioso tesoro. Era como si la evolución hubiese retrocedido cuarenta mil años de un plumazo. Pensar en ello me hizo comprender lo genuino y veraz del momento. La vida resultaba extremadamente sencilla cuando aceptabas la rotunda soledad de las montañas: bastaba con ocuparse de la supervivencia. No es porque no le tuviésemos respeto al medio, que lo había a raudales; o que ese temor racional y sobrio que nos acompañaba en las alturas, y que en más de una ocasión nos había librado de males mayores, hubiese desaparecido por arte de magia. Ocurría que nadie recelaba de unos enemigos que, con los nombres y apellidos de siempre, llegaban con las intenciones al descubierto. Una lucha descarnada pero honesta que ya hubiésemos firmado para otros avatares de la vida.

Más de seis horas nos separaban ahora de un pequeño reducto de civilización escondido tras las estribaciones de la cordillera occidental de los Andes mientras aguardábamos, frente a una mole de roca y hielo de casi seis mil metros de altitud y a una enorme distancia de nuestros hogares, el momento apropiado para encaramarnos a sus lomos y volver a jugar con el destino. Por suerte, a las cosas que hacíamos en aquella vida no les buscábamos las mismas explicaciones que a esas otras de la vida convencional. Sus leyes obligaban a otros comportamientos, a otras actitudes, y presumíamos de conocer sus códigos y aceptarlos sin reservas. Ahora, una vez llegado el momento de afrontar los desafíos y asumir la incertidumbre que llevaban a cuestas, volvíamos a vivir el lance con la intensidad que merecía. Al fin y al cabo, la amargura de aquel trago prestigiaba nuestra apuesta, y las dificultades, en vez de arredrarnos, volvían a estimular esa vena heroica que se apolillaba al calor de las rutinas cotidianas. Al menos hasta allí, lejos todavía de sospechar lo cerca que estábamos de nuestra catarsis, esa romántica idea seguía dominando nuestro pensamiento y nos alentaba en la resistencia.


7 Término con el que se hace referencia a la altiplanicie andina. La puna es una región natural caracterizada por su elevada altitud y su extrema sequedad. Un duro ecosistema en el que se alcanzan variaciones de temperatura diarias superiores a los 35 o 40 grados centígrados, y que proporciona inviernos muy severos y altas dosis de radiación solar.

8 Vocablo quechua que significa «hijos del viento». Los quechuas denominaban así a aquellos que transitaban por las tierras sin afán de establecerse. Así llamaron a los conquistadores durante mucho tiempo, y también se decía de los hijos que nacían con una tonalidad de piel más clara de lo habitual, los cuales, engendrados por el viento, estaban condenados a marchar de sus tierras.