Noviembre de 2005, Goa (India)
Eduardo descubrió el Bar de Tom de la misma forma que el resto de cosas durante aquel viaje. Se había dejado arrastrar perezosamente por la marea de sucesos que gustoso aceptaba como parte de la aventura y había terminado allí, sin ningún esfuerzo ni resistencia, siguiendo las indicaciones del italiano loco.
Piero trabajaba en una heladería en Munich durante tres meses, de julio a septiembre, malvivía en la habitación más barata que podía encontrar, trapicheaba un poco y el resto del año se lo pasaba dando vueltas por la India rebuscando en los recovecos del país y buceando, cada vez con más ahínco, en su cultura. Así venía viviendo seis años, aunque tan solo conseguía farfullar algunas palabras comunes de los muchos dialectos indis. Eso sí, dominaba el alemán, el inglés y aproximadamente el español. Llevaba un tatuaje de Shiva en el brazo derecho. Shiva, el Destructor, con una cobra alrededor del cuello, un tridente y un tercer ojo en la frente que tanta risa estulta provocaba a Eduardo. Piero se sentía en verdad hindú, y al intentar explicar a Eduardo el batiburrillo de dioses y sus reencarnaciones, este solo conseguía frustrarse por no encontrar el sentido espiritual de todo aquello, amén de olvidar los nombres de todos ellos a cada minuto.
Piero facilitó a Eduardo (no a Ramona, que dijo no sentirse con ganas) el viaje psicotrópico más salvaje de su vida gracias al banglasee, bebida legal a todos los efectos hasta que se le añadían unos hongos que se encontraban en las montañas cerca de Ninbim. Allí se conocieron y Eduardo decidió seguir su consejo y acudir a Calangute, en el estado de Goa, y preguntar por el Bar de Tom. Si tenía suerte podría conseguir una habitación, la única, que solo alquilaba a conocidos pues carecía de licencia gubernamental. Al acudir de parte de Piero, ya era conocido.
—Es lo mejor para relajarte unos días después de tanto tren y tanta mierda. —Ese era el parecer de Piero.
—Está bien, tenemos que visitar algún sitio más y después... ¿Estarás allí?
—Todo es posible, ma nada e seguro en la India, my friend.
Eduardo y Ramona llegaron a Calangute dos semanas antes de terminar sus vacaciones, con los huesos molidos y llenos de mugre después de pasar casi veinticuatro horas en el trayecto desde algún lugar al norte de Mumbai. Podría haber sido más cómodo, no obstante prefirieron rodearse de autóctonos y viajeros intrépidos durante el trayecto y no aislarse en las cabinas de cuatro camas y aire acondicionado separadas del resto del pasaje. Eligieron sleeper class y todo lo que conllevaba sin quejas... sin demasiadas quejas, comiendo las exquisiteces que los lugareños de cada estación ofrecían al subirse al tren dando voces por los estrechos pasillos, una y otra vez, arriba y abajo, hasta que conseguían vender toda su mercancía o el maquinista decidía poner en marcha el convoy. Sus estómagos no se quejaban y hasta la suciedad de los baños había dejado de asombrarles. Consiguieron no solo viajar a través de la India y sobrevivir, sino recibirla con naturalidad. Y la India les devolvió con creces su buena disposición.
Bajaron del tren y, curiosamente, tuvieron que ir en pos de un rickshaw; nadie se ofreció, al contrario que en la parte norte del país, donde tuvieron que ponerse muchas veces de mal humor para quitarse moscones de encima. El conductor, un chico que no debía pasar de los catorce, se levantó tranquilo y sonriente de la parte de asientos de los pasajeros en la que con placidez practicaba la espera.
—Where are you from? —preguntó mientras cogía la mochila de Ramona.
—Spain —respondió esta.
—Hola, hola, Coca-Cola —dijo Eduardo, adelantándose a su tópica intención.
—De puta madre —respondió el chaval. Y se echó a reír.
Tan solo tuvieron que indicarle que se dirigían al Bar de Tom y preguntarle cuánto costaría la carrera. Subieron, sin regatear, y al llegar, como el precio les pareció bien y no intentó llevarles al hotel de su primo (por ejemplo), recibió unas rupias de propina que se sumaron a las que, a buen seguro, debió obtener del propio Tom. Atravesaron un pueblo atestado y jaranero, como cualquiera del país, eso sí, mucho más limpio. Llegaron al lugar salvando un palmeral que recogía del bullicio aquel insospechado rincón.
Tom era bajito, rechoncho, de aspecto robusto, con un bigotillo salpicado de gris y una sonrisa contagiosa.
—I’m Tom and that’s my restaurant. You’re welcome.
—Piero has told me that you’ve got some rooms. —Eduardo no quería perder demasiado tiempo allí, caso de no ser aceptados. Estaba anocheciendo y los precios, con prisas en la India, podían convertirse en auténticas tomaduras de pelo.
Tom se dio la vuelta y gritó:
—Piero, have you got any room?
A lo que Piero, emergiendo desde el fondo de una hamaca, contestó:
—A fasri fottere gli spagnoli.
Lo primero fue conocer a María, mujer de Tom, a su hijo Tom y su hija María, y por último a Jack, el cocinero, que no dejaba de ser uno más, quizás para cubrir el hueco de su tercer hijo que había emigrado, como muchos, a Kuwait, para formar parte de los ejércitos de mano de obra barata pagados con petrodólares. Eduardo y Ramona quedaron sorprendidos al ver que todos ellos eran católicos practicantes.
El restaurante no era más que un suelo hormigonado, con un árbol de mango en cada esquina y otro en el centro desde los que se extendía un tupido techo de grandes hojas de palmera. Seis mesas para, al menos, cuatro personas, un par de neveras (cerveza y resto de bebidas) y una barra al final desde la que se podían ver las evoluciones del cocinero. Jack tenía el catre debajo de la barra. Detrás estaba la casa de la familia, en la que Piero tenía una habitación. A un lado, unas escaleras metálicas llevaban a la única habitación para clientes como tal, pintada en cal blanca, con una cama inmensa, un pequeño baño particular y un ventanal alargado desde el que se veía la playa. Tan limpia que resultaba chocante. Perfecta.
Los días pasaron plácidos, comiendo pescado fresco y bebiendo zumos naturales recién hechos en cualquier momento; horas de playa y sol. Por las noches, junto a Piero, Tom y algunos vecinos que se acercaban intentaban traducir chistes al inglés con diferente fortuna. Terminaban siempre borrachos alternando King Fisher con un licor aguardentoso de una fruta similar a la pera. No obstante, con lo que más disfrutaba Eduardo era con su caminata matutina, de unos seis kilómetros ida y vuelta, hasta un buque embarrancado a unos cincuenta metros de la línea de costa. Un hotel de lujo con zona exclusiva permitía utilizar sus tumbonas mientras se consumiera a precios astronómicos. No importaba, la visión del cascarón de hierro no tenía precio: cien metros de eslora herrumbrosa, con la proa apuntando a tierra y unos quince metros desde el agua a la cubierta esquelética, vacía. Las autoridades consideraban que era un atractivo más y lo dejaron pudrirse a su antojo. Sin embargo, estaba prohibido acercarse a menos de veinticinco metros. En el hotel podías comprar algún periódico extranjero.
—Eduardo, ¿de verdad que esta vez sí que nos vamos a tomar por el culo?
Espetó Ramona sin miramientos, sacándolo del semiletargo alcohólico en el que llevaba sumido casi toda la semana.
—Es que cada vez que miro la prensa me pongo más nerviosa. Mira, otra vez: «Vicente Fox anuncia un presupuesto de 6.000 millones de pesos para producir y almacenar Tamiflu». ¡Joder, eso es mucho dinero! Bueno, tal vez no tanto, ... Mira: «El gobierno de Lula Da Silva ha manifestado estar dispuesto a ignorar las leyes de patente de la droga antiviral Tamiflu en caso de una epidemia». Esto pinta fatal, dime la verdad —apremió finalmente.
—Puede ser —contestó sin inmutarse y con la voz pastosa.
Eduardo miraba a Ramona a través de las gafas de sol que ocultaban el profundo contraste de sensaciones que le provocaba. A pesar de no ser nada nuevo, de vez en cuando procedía a un chequeo general. Se sentía muy afortunado de caminar al lado de esa larguirucha, inteligente y agitada compañera. Lo alongado de sus facciones y miembros le confería un porte distinguido que de partida reducía las expectativas de cualquier depredador. Ese parapeto aristocrático se venía abajo en cuanto sonreía y su visaje perfecto trasmutaba en una caricatura de niña silvestre. En ese momento, su mirada dura e inteligente desaparecía por efecto de una extrema contracción facial. Sí, era adorable... tanto como deseable. Su larga melena ondulada aterrizaba muy cerca del coxis o tapaba sus pequeños pechos, según la ocasión. Lo primero no tenía por qué significar nada, mas lo segundo contenía una explícita invitación. Perdido en ideaciones lúbricas, Eduardo debía recordar a qué había venido todo aquello: ¿de dónde había sacado esa lengua tan sucia dentro de un conjunto tan armonioso? No importaba. Bien mirado, era parte de su inmenso encanto.
—¿Estás segura que tanto sol es bueno para tus pezones? —continuó ágilmente intentando esquivar la conversación que asomaba.
—No te preocupes tanto por mis pezones y responde cualquier cosa que no me haga pensar que comparto hipoteca con un psicópata.
Intento fallido.
Lo cierto es que Eduardo siempre había tenido la sensación, o más bien la certeza, de que poseía genuinos rasgos psicopáticos. Así lo confirmó durante las prácticas de empresa durante su carrera. Resultó que el químico encargado de que aprendiese algo solo pretendía cubrir el expediente y no le hacía ningún caso. Pensaba que Eduardo era otro zoquete adinerado que solo aspiraba a que le extendiesen un informe favorable para completar créditos. Ni era un zoquete ni adinerado ni tampoco tenía forma normal de reconducir la situación en el escaso periodo de prácticas. Trató de hacerlo entrar en razón con argumentos tipo «Estoy seguro de que puedo aprender mucho de usted» y terminar con «Es su obligación», que no resultaron. Decidió llamar a dos conocidos con los que se sacaba un dinero enseñándoles cómo mezclar productos para el diseño de drogas. Su tutor recibió el recado y un golpe con una barra de hierro en los muslos. Suficiente. Eduardo no se sintió ni avergonzado ni arrepentido; no se sintió, punto. Aprendió mucho. Esa fue la primera vez que escuchó las voces de los habitantes del lugar sangriento, como él mismo los bautizó. No lo consideró motivo de alarma, tan solo un extraño incidente interno.
—No sé si te va a gustar lo que te voy a decir —contestó aparcando las gafas de sol sobre la mesilla playera al mismo tiempo que se incorporaba en la tumbona en ademán un tanto teatral.
—Nunca ha sido un problema para ti. —Ramona sonrió desde su posición reclinada—. Lo prefiero así. Por eso, entre otras cosas, estamos juntos. Bueno, ahora además tienes pasta.
A pesar de su corta edad, obtuvo una beca para completar sus estudios en el Centro Médico Universitario Erasmo de Rotterdam, y más tarde se incorporó como adjunto del virólogo jefe, Ron Fouchier, en un estudio sobre el H5N1 y su potencial evolución, todo ello financiado por el Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos. Bastante dinero para un tipo de veinticinco años que pasó a convertirse en la mano derecha de su mentor.
—Pues... —Eduardo se aclaró la garganta—. Me importa muy poco donde pueda terminar todo esto. Siempre te he comentado que soy partidario de la extinción de la raza humana y siempre ha sonado excéntrico, soy consciente. En realidad es lo que pienso. Me da igual que esto sea un cataclismo... En el fondo así lo espero, desde luego será menos dramático que una guerra. Y ya ves, aquí estamos en nuestras primeras vacaciones decentes desde que nos conocemos. De alguna forma, gracias a este follón que tanto te inquieta.
—¡Ja! Valiente capullo. Sé perfectamente que te gustaría hacer una purga planetaria. A veces, cuando te escucho disertar sobre el tema, hasta me entran ganas a mí. Pues claro que lo sé, aunque sí que es cierto que los demás piensan que se te va un poco la olla. Aunque creen que es culpa de los litros de vino que te bebes.
—No esperaba menos.
—Es que ya llevamos unos años y nos hacemos previsibles. Sé que no te gusta hablar de tu trabajo, no te pido detalles, y sigues sin responder a mi pregunta: ¿nos vamos ya a la mierda?
Eduardo volvió a colocarse las gafas. La arena de la playa quemaba en las plantas, de modo que comenzó a caminar alrededor de su zona exclusiva.
—Podría ser —respondió.
—Podría ser, podría ser, ¡me cago en la hostia! Contéstame algo, ¡pero ya!
—Vale, vale. —Eduardo estaba más que acostumbrado a estos arranques y comenzó a hablar sin darle más importancia—. En realidad, la alarma sobre la pandemia es un invento, un cuento chino. Lo que ocurre es que decir eso suena a teoría de la conspiración y negaré ante cualquiera haberlo dicho. Después de todo... aquí estamos, repito. No me gusta morder la mano que me da de comer.
—Entonces, no hay peligro.
—Sí lo hay, y al mismo tiempo la teoría de la conspiración no es tan descabellada. Para ser más exacto, las dos afirmaciones van de la mano.
—Explícate.
—Según nuestros datos hasta el momento, el virus H5N1 se ha propagado entre aves y animales, además ha infectado, así, por encima, a cien personas de las que han muerto muy pocas y muchas tenían otros problemas de salud asociados.
—La prensa dice que hasta el momento han muerto treinta y seis.
—Pues eso. La cuestión es que todos los virus de la gripe del tipo A (como es el caso) carecen de mecanismos de corrección de pruebas...
—Alto, no empieces con tecnicismos... Para que yo lo entienda...
—Para que tú lo entiendas además me salto alguna parte. El caso es que los virus de la gripe, todos, van cambiando según se contagia, y lo hacen constantemente. Por eso, las vacunas de un año no sirven para el siguiente, ni siquiera para el mismo al cien por cien. De momento, el de la gripe aviar, que es un subtipo hiperpatógeno (jodido, en tus propios términos, querida), solo se transmite de algunos tipos de aves a humanos, y por contacto reiterado y directo, pero no de humanos a humanos. Sin embargo la anárquica replicación podría suponer que, en alguno de los contagios, la composición genética del virus variara y pudiera contagiarse entre mamíferos, incluyendo humanos. Es una fea costumbre adaptativa que tienen los virus. Eso sería el principio de un problema de verdad.
—Entonces, ¿dónde está el cuento chino?
—Pues donde siempre, y esto ya es cosecha propia. —Eduardo tomó asiento de nuevo y se acercó a Ramona en disposición conspirativa—. El dinero, mi amor, el dinero. Veamos, ¿con qué arma se cuenta para luchar contra esta hipotética pandemia?
—Aquí dice Tamiflu —contestó Ramona mostrando una de las noticias relacionadas.
—Todos los gobiernos están haciendo pedidos, como has podido leer, cantidades astronómicas. ¿Cómo es posible que una enfermedad, que desde que la conocemos solo ha matado a treinta y seis personas, según la prensa, haya sido transformada en uno de los mayores peligros para la humanidad? Hay enfermedades infecciosas mucho más dañinas, por ejemplo: el paludismo causa más de dos millones de muertes cada año, sin embargo solo afecta a países pobres. ¿Dónde está el negocio?
—Pero... —A estas alturas de la conversación Ramona se había incorporado.
—Espera, que ahora esto empieza a parecerse a un documental de los de Michael Moore. ¿Te suenan los laboratorios Roche?
—Famosos en el mundo entero... ¿quién coño son esos?
—Son los que tienen la patente del Tamiflu.
—Ah, ¿y?
—Pues si no los conoces, menos conocerás a Gilead Sciences.
—Venga, dale que se enfría.
—Uno de los fármacos utilizados para la gripe, tipos A y B, es el oseltamivir, llamado comercialmente Tamiflu, el cual fue patentado por los laboratorios Gilead Sciences. Hace unos años, esta empresa cede la patente a los otros, después de ciertos flecos legales (que de eso entiendes más que yo) Roche le ha de pagar una pasta a Gilead en concepto de indemnización o lo que sea.
—Royalties, bonito.
—Pues eso. Donald Rumsfeld sí sabes quién es.
Ramona asintió:
—Uno de los graciosos de la guerra de Irak, un tipo con gran imaginación. Lo digo por el invento de las armas de destrucción masiva.
—Caliente, caliente.
—Ahora mismo, no —respondió Ramona con picardía.
—Atiende: Rumsfeld es el principal accionista de Gilead. Vemos que además es un experto en montar mentiras de esas que cuestan dinero... y vidas, si fuera menester. Y ahora la pregunta del millón, que si la aciertas te hago un trabajito fino, fino. Si no, me lo haces tú a mí.
—Pero qué cerdo eres —dijo ella entre risas.
—Ya... ¿hay trato?
—Está bien: la pregunta del millón.
—¿Cuál es el país que más Tamiflu compra en el mundo?
—Es fácil, amigo, te va a tocar: Estados Unidos.
—Te lo haría gratis. La gracia de todo esto es que el Tamiflu ni siquiera es garantía contra el virus, a la vista está.
—Entonces, ¿tu trabajo?
—Sí, paradoja, son los mismos americanos los que me encargan el trabajo porque no confían en el Tamiflu.
—Tú nos salvarás, ¿a que sí?
—Bien, eso es otra paradoja porque, en este caso, para crear una defensa eficaz primero hay que crear el arma. No hay tratamiento eficaz contra la gripe, ni contra los virus en general, solo cabe vacunarse, y para crear la vacuna antes debe existir el virus adecuado. Lo que hacemos, en resumen, es perseverar en las mutaciones del virus para crear el más mortífero de todos. Es la misma insensatez que la escalada armamentística, con matices. Con la salvedad de que ahora el oponente ni tiene estado, ni cara y encima no piensa en el peligro de la represalia, es más, le pone cachondo la reacción... Terrorismo biológico. Si descubrimos pronto el virus total, antes podremos protegernos de quien pueda crearlo, sin embargo... ya estará creado.
—¡Pero bueno! He de entender que lo del tsunami de hace dos años sería una broma. Aunque se me ocurre, como has dicho, que hay virus más mortíferos, no sé, el ántrax, el ébola... Al menos eso se ve en las películas.
—Pues sí. Por otro lado, su propia virulencia los hace morir de éxito. La gripe se ha instalado entre nosotros desde hace muchos años y no hay forma de erradicarla. Un dato que la hace especialmente exitosa es que, por lo que sabemos, el periodo de incubación puede ser superior a los dos o tres días de la fiebre estacional, hasta diecisiete días para la aviar, por lo que el poder de propagación es de un potencial muy amplio y, una vez se manifiesta, puede ser muy letal. Te daré un dato histórico para que te hagas una idea de lo que puede significar una gripe exitosa. Creo que, en 1918, a punto de finalizar la Gran Guerra, se propagó por todo el mundo una cepa de gripe llamada gripe española que afectó a alrededor de quinientos millones de personas y que a la postre supuso unos cincuenta millones de muertos en Francia, Inglaterra, Italia, España y Estados Unidos. Se dice que la cifra podría ser el doble, eran otros tiempos. Si bien existe cierto consenso en que el origen pudo estar en Estados Unidos, el hecho de que España no participase en la Gran Guerra pudo tener algo que ver con el nombre. A pesar de todo... vista y no vista, tal como vino, se fue en dieciocho meses. Ahora, piensa en algo así con la movilidad actual. Sí, tenemos más medicamentos, pero imagínate que aparece en Mumbai. Resulta que hace unos años la cepa fue reconstruida en Estados Unidos, nada que ver con la virulencia de lo que tenemos entre manos si alguien que no sean los buenos consigue mutarlo. Por no hablar de que puede llegar de una forma natural. En opinión de quien me paga, el verdadero peligro es no hacer nada. Hay que adelantarse. Ya ves que hay mucho dinero de por medio y eso siempre es una mala señal.
Ramona se había quedado muda y evidenciaba preocupación. Eduardo no había reparado en el interés creciente de ella al respecto, hasta este momento, y acudió a él como una epifanía. Recapitulando, cayó en la cuenta de que Ramona, desde hacía semanas, le pedía detalles sobre las noticias a las que tenía acceso referidas a la gripe aviar. Él se los había negado escudándose en el secreto profesional. El alcohol y el hecho de no entrar en el tema durante casi un mes le habían hecho bajar las defensas. Es posible que hubiera cometido una indiscreción.
—Por cierto, ¿a qué viene tanto interés? ¿Dónde ha quedado eso de vive deprisa y muere joven?
—Me temo que habrá que irlo olvidando. ¿Cuánto hace que no me ves intoxicarme?
—Nunca has sido una gran...
—Pues hace bastantes meses que ni me acerco —afirmó, rotunda, sin dejarlo terminar.
—¿Y eso? Que no me parece mal, vamos...
—Estoy preñada, ¿me pasas el San Francisco?