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Para Cris, que me acompañó en esta y otras aventuras desde el principio… ¡Y las que nos quedan!

1

Creo que una parte de nosotros permanece en algunos de los lugares por los que hemos pasado y en ciertas personas a las que vamos conociendo. Algo de mí se quedó aquel día en esa calle, cuando lancé un último vistazo a mi alrededor mientras el taxista colocaba mi equipaje en el maletero de su Škoda blanco. Sí, una parte de mí estará para siempre en aquel suspiro antes de entrar en el coche, en ese trayecto hasta la estación de tren que entonces me pareció interminable. Recuerdo que intenté grabar en mi mente cada imagen, cada detalle de los edificios y de las aceras. Era curioso, pensé, que aquellas personas que se movían en las calles siguiendo su rutina continuarían con sus vidas mientras yo me precipitaba hacia lo desconocido. Tratando de ser fuerte y de no llorar, inspiraba el aire yodado por la ventanilla, el aire de Fuenterrabía, lugar al que sabía que no volvería.

Suponía que, si no hubiera tomado las decisiones que había ido escogiendo a lo largo de mi corta existencia, jamás habría llegado al punto en el que estaba entonces. A pesar de todas las circunstancias y los infortunios con los que me había topado, siempre conseguía salir adelante. Es verdad que en ese camino había sufrido alegrías y penurias. Había dejado gente atrás. Algunos tal vez ya me hubiesen olvidado, pero estaba segura de que aún conocería a personas que formarían parte de mi paso por este mundo.

—¿Aquí va bien? —preguntó el taxista, lo que me sacó de mis pensamientos.

—Sí. ¿Cuánto le debo?

—Son treinta y siete euros —dijo mirando el taxímetro.

Rebusqué en mi bandolera de tela azul hasta dar con la cartera, y le tendí dos billetes de veinte euros. Esperé a que me diera los tres euros de vuelta y salí al mismo tiempo que él. Nos dirigimos a la parte posterior del coche. Me sentía algo torpe mientras el taxista sacaba mis dos maletas y la bolsa de deporte, que depositó en el suelo. El golpe del maletero al cerrarse hizo que el nudo en mi garganta me dejase tomar una bocanada de aire, como si necesitara absorber la escena que estaba viviendo. Más recuerdos. Me colgué la bolsa en el lado opuesto a mi bandolera y agarré una maleta con cada mano, caminando con dificultad hasta la doble puerta enmarcada por un gran cartel con el nombre de la estación de Irún, la más cercana al pueblo del que me marchaba. Una vez dentro, miré la pantalla de llegadas y solté mis maletas para poder sacar del bolso el billete de tren. Estaba tan nerviosa que comprobé la fecha y la hora una vez más.

Al subir al tren, fue un alivio no tener un compañero de viaje en el asiento contiguo. Necesitaba llorar en silencio. No sé cuánto rato permanecí así, pero en algún momento me quedé dormida y, al despertar, un hombre se había sentado a mi lado, con auriculares y un libro forrado en papel marrón. Tenía la sensación de llevar años en ese tren. Volví a tragar saliva, esperando que el nudo de mi garganta desapareciera, pero seguía como en las últimas horas. Suspiré y decidí imitar al otro pasajero sacando yo también un libro de mi bandolera. Los amigos de papel son los únicos que consiguen calmarme y aliviar mi dolor, haciendo que me sumerja en páginas de aventuras y mundos creados a base de tinta.

—Señores viajeros, próxima parada: Madrid, estación de Atocha. Renfe les agradece la confianza depositada en nosotros para realizar su viaje…

Desconecté mi mente y no escuché el resto del mensaje después de saber que estaba llegando a mi destino. Tenía miedo. Tenía mucho miedo, pero supongo que es el sentimiento normal ante lo desconocido.

Cuando el tren entró en la estación, volví a colocarme la bandolera y cogí mis maletas, andando, arrastrando los pies, sintiéndome como un caracol por los andenes hacia la salida. No sabía si sería el cansancio acumulado, el viaje, las emociones de los últimos días o el conjunto de todo eso lo que hacía que me costara un esfuerzo supremo seguir hacia delante. Tenía la sensación de que en cualquier momento se abriría un boquete en el suelo y la tierra me tragaría. En parte, deseaba que ocurriese y así poder terminar rápido. Estaba cansada de todo, y para ser más específica, del último año de mi vida, que había devorado todas mis esperanzas, se había tragado mis sueños y había destruido todo lo que encontraba a su paso de forma violenta y dolorosa hasta dejarme a la deriva. Como si un tiburón hubiera atacado con sus afiladas fauces una humilde barca de madera y se hubiera obcecado con ella hasta reducirla a unas cuantas virutas. Pero una parte de mí me decía que siguiera adelante, que no podía rendirme, y que esto solo era otra piedra en el camino. Aunque a mí más bien me parecía una montaña cuya cima no veía.

Atocha resultó increíblemente grande. No me la imaginaba así para nada. Me quedé parada en medio de un pasillo con tiendas, viendo cómo cientos de personas, de todas las clases y edades, pasaban a mi lado, ajenas a todo. Un aroma a bollería recién horneada consiguió que mi estómago rugiera, recordándome que llevaba más de un día sin comer. Reemprendí la marcha siguiendo aquel olor, sintiéndome como un sabueso, hasta dar con una cafetería con taburetes altos. Un sitio sencillo, moderno y de paso. Una camarera con el pelo negro, recogido en un moño, sacó de un horno unas napolitanas, y se me hizo la boca agua. Aturdida y con la bolsa y la bandolera colgando, tomé asiento en uno de esos taburetes de color rojo, y coloqué mis maletas al lado. La camarera se giró y me dedicó una preciosa sonrisa pintada con esmero en un escarlata mate. Me sorprendió lo guapa que era, con esa tez pálida, lisa y perfecta. Se acercó mientras yo sentía cómo sus ojos, rasgados y perfilados en negro, me observaban con interés. No estaba acostumbrada a las facciones asiáticas, pero ella me pareció especialmente agraciada.

—¿Qué te pongo?

—Una de esas napolitanas, por favor —dije, sin importarme el relleno que tuvieran y señalando la bandeja que acababa de sacar.

—¿Algo para beber?

—Un vaso de leche templada. Grande.

Pedí algo que me gustaba tomar de pequeña antes de ir a dormir, cuando era feliz y sin duda las cosas parecían mucho más sencillas. Enseguida la camarera regresó con la napolitana en un plato, un cuchillo y un tenedor. Lo dejó delante de mí y se volvió hacia la cafetera profesional, donde calentó la leche en una jarra. Mientras yo la miraba, corté un trozo de la napolitana y me lo llevé a la boca. Estaba deliciosa. Era de jamón y queso. No sé si fue por el tiempo que llevaba sin comer o por el cansancio, pero me pareció la mejor napolitana que había probado jamás.

—Aquí tienes. —Me sirvió el vaso de leche y volvió a mirarme—. ¿Quieres azúcar, miel o algo para acompañarlo? Tenemos ColaCao.

—No, gracias, así está bien.

Devoré el resto de mi napolitana en tiempo récord y la camarera puso delante de mí un trozo de tarta de chocolate.

—Invita la casa.

Nos miramos la una a la otra. Ella parecía incómoda por su ofrecimiento y yo estaba confusa al recibir aquel gesto de amabilidad.

—¿Por qué? —me atreví a preguntar con un hilo de voz.

—Pareces necesitarlo. —Se encogió de hombros—. Además, nadie me había pedido nunca un vaso tan grande de leche sola. Creo que algo de chocolate es un buen acompañamiento. —Intentó quitarle hierro al asunto.

—Gracias —dije mostrando una sonrisa por primera vez en muchos meses.

Ella se giró a atender a un cliente que acababa de llegar, pero regresó antes de que me terminase el trozo de tarta.

—¿Está rica?

—Tenías razón. Creo que la necesitaba.

Se mostró satisfecha con mi respuesta.

—El chocolate siempre es buena idea. Hace una semana me dejó mi novio, y me habría gustado que alguien me hubiera ofrecido un pedazo de tarta. —Suspiró—. Llevábamos juntos seis meses, y ese cabrón me puso los cuernos con mi prima. La dejó embarazada, ¿te lo puedes creer? —añadió alzando con delicadeza sus cejas perfiladas.

—Oh… Vaya. —Fruncí el entrecejo—. Ha debido de ser horrible.

—¿Y a ti qué te han hecho? —Se cruzó de brazos esperando a que yo hablase.

Su pregunta me incomodó un poco. No la conocía de nada, aunque parecía agradable.

—Perdona, no debería haberte preguntado —se excusó al ver que no contestaba.

—Mi abuela ha muerto después de pasar por un cáncer durante casi un año. Me he quedado sin un sitio donde vivir, porque ella era la única familia que tenía. He venido a Madrid, no sé muy bien por qué… Bueno, sí. Porque en Fuenterrabía no tenía trabajo, no quería sufrir la compasión de los demás y ya no me quedaba nada.

Me sorprendió sentirme mejor después de soltar aquello. La miré. Estaba boquiabierta, paralizada.

—Lo… lo siento —susurró.

—Son cosas que pasan. —Sonreí amargamente y pinché un nuevo trozo de tarta con el tenedor.

—¿Dónde está Fuenterrabía?

—En el País Vasco. Justo en la frontera con Francia.

—¿Y eres de allí?

—Sí, bueno…, en realidad yo nací en Hendaya, que está al lado, así que a efectos legales soy francesa, aunque no recuerdo nada de mi vida allí.

—Te entiendo. Yo nací en China, pero cuando tenía un año mis padres vinieron a España. Así que técnicamente soy china, pero en realidad soy igual de española que todos estos —dijo haciendo un ademán con la mano en dirección a la gente que pasaba por delante del local.

Me gustó esa chica. Parecía simpática y, sin duda, con su gesto, demostró que tenía un buen corazón. Volví a sonreír antes de llevarme otro trozo de tarta a la boca.

—¿Y conoces a alguien en Madrid? —me preguntó. Yo negué con la cabeza—. ¿Has encontrado ya trabajo?

—No. —Dudé antes de continuar, pero me lancé a seguir hablando—: Ni siquiera tengo piso. Me alojaré en un hostal hasta que encuentre algo.

—¿Cuántos años tienes? —Achinó aún más sus ojos marrones.

—Diecinueve.

—Eres muy joven —comentó—. Y muy valiente.

—No seré mucho más joven que tú.

—Las asiáticas solemos parecer más jóvenes, o eso dicen, pero tengo ya veintitrés. —Sonrió, observando cómo tomaba el último trozo de tarta antes de continuar—: ¿Qué tal es tu inglés?

—¿Me preguntas por mis idiomas? —Me confundió el giro de la conversación.

—Verás, algunas noches trabajo en un bar de copas y mi jefe está buscando otra camarera. Sería para los jueves, viernes, sábados y alguna que otra noche víspera de festivo. Sé que no es mucho, pero se gana bastante bien y los guiris suelen dejar buenas propinas.

—¿Harías eso por mí? —Me tembló la voz—. Ni siquiera me conoces.

—Bueno, te estoy preguntando por tu inglés.

—Hablo un inglés fluido, y también francés —me apresuré a responder—. En el instituto nunca bajé del notable alto en ninguna de las dos asignaturas.

—Lo imaginaba, tienes pinta de empollona, y además eres muy mona. —De su delantal sacó una libreta con un bolígrafo pinzado en la espiral. Anotó algo y arrancó la hoja—. Este es mi número de teléfono —dijo dándome el papel—. Me llamo Anna. —Sonrió antes de echar un vistazo hacia el otro extremo de la barra, donde ya había dos clientes esperando—. Tengo que seguir atendiendo, pero llámame, ¿vale?

—Muchísimas gracias —respondí emocionada, observando cómo se alejaba.

2

Siete años después

Un repiqueteo empieza a taladrarme los oídos hasta sacarme del sueño en el que estaba metida. Trato de amortiguarlo girándome para quedar boca abajo y escondiendo la cabeza bajo la almohada, pero no funciona. Deben de ser esos malditos pájaros otra vez, que no entienden que, debajo de su tejado, una humilde humana como yo necesita descansar. Vuelvo a girarme para poner la cabeza sobre la almohada y miro hacia el techo inclinado de mi habitación, intentando recordar lo que estaba soñando, y, como de costumbre, no me acuerdo de nada. Me revuelvo entre mis sábanas azules con la intención de remolonear un poco más, pero el despertador de mi móvil no es tan benevolente y me recuerda que son las once de la mañana. Debo levantarme si quiero hacer la colada y limpiar un poco la casa antes de ir a trabajar a la tienda.

Con pereza, me arrodillo sobre la cama y alzo el brazo para subir las cortinas opacas que cubren las dos ventanas del tejado. Inmediatamente mi habitación se ilumina por completo. Parpadeo y vislumbro un precioso cielo azul, sin ninguna nube. Parece mentira que mañana el verano toque a su fin, y que, con él, yo cumpla veintiséis años e inicie mis deseadas vacaciones de otoño. En teoría son las que debía disfrutar en verano, pero como yo de eso nunca tengo, finjo adorar el otoño y engañarme a mí misma. Ante todo, ¡positividad!

Compruebo que mi pijama está en su sitio y salgo de la habitación.

La casa no es muy grande, pero es acogedora y generalmente la mantenemos organizada. Al salir de mi dormitorio, rodeo la barra americana que separa el salón de la cocina y voy directa a la cafetera. ¡Genial! Hay café hecho, aunque no está caliente. Imagino que Anna ha debido de prepararlo muy temprano, así que me sirvo bastante en una taza que encuentro limpia en el escurreplatos que hay sobre la encimera y la meto en el microondas. Estoy tan atontada por las mañanas que parte de mi rutina consiste en quedarme observando cómo gira la taza durante todo el minuto que programo el pequeño electrodoméstico. Por fin suena la campanita y se apaga la luz. Saco mi café y me acerco con él en la mano hasta la nevera para rebajarlo con leche. ¡Ahora sí que está perfecto! Me siento en un taburete de la barra y lo pruebo.

—¡Puaj! —Me lo trago a duras penas y miro el líquido marrón con asco justo cuando sale Rai del dormitorio al lado del mío.

—¡Buenos días!

—Buenos días. —Le devuelvo el saludo de mala gana.

El tío, de dos metros, va vestido con una camiseta negra y unos pantalones cortos de color rojo. Se para en medio del salón y me observa mientras se despereza, levantando los brazos hasta tocar el techo con las manos. Odio que haga eso, pero después de vivir con este morenazo durante cuatro años, sé que de nada sirve regañarlo, y, además, las sombras amarillentas que ha ido dibujando poco a poco en el techo solo se pueden quitar ya con paciencia y una buena mano de pintura.

—Te saldrán arrugas feas si pones esa cara de asco tan a menudo —me dice mostrándome su sonrisa de anuncio.

—Este mejunje es asqueroso. ¿Cuántas veces os he dicho que con el café no se racanea? Necesito empezar la mañana con buen pie —gruño.

Se rasca la cabeza, haciendo que los rizos negros que le sobrepasan los hombros se revuelvan con cada movimiento.

—Habrá sido Anna. La última vez yo compré el que su majestad me indicó. —Parpadea dos veces, haciendo que sus pestañas aleteen sobre sus grandes ojos marrones—. En fin, voy a entrar al baño, y, créeme, no querrás ir después de mí, así que, si tienes que hacer cosas, te recomiendo que pases tú primero.

—Gracias por el aviso. —Dejo la taza en el fregadero y voy hacia la puerta que se esconde detrás de la cocina.

El baño es cuadrado, funcional y de baldosas blancas. Tiene lo básico: un lavabo, una bañera con ducha y un retrete, eso sí, sin tapa. Era de plástico endeble y no soportó aquel fatídico día en el que Rai se sentó para contemplar ensimismado cómo Anna se cepillaba su larguísimo cabello negro. Es lo que tiene ser un brasileño gigante, corpulento y bien definido.

Cierro la ventana que hay sobre el retrete y corro el colorido visillo que nos cosió la madre de Anna, aunque más bien parece que hayamos puesto la bandera del orgullo gay en el baño. Abro el grifo del agua caliente de la bañera y espero a que coja temperatura mientras me miro al espejo. Mi pelo, castaño cobrizo y ondulado, ahora tiene aspecto de matojo, donde bien podrían anidar los pájaros que habitan sobre mi dormitorio. Me estudio más a fondo. Todavía tengo algún resto de maquillaje rodeando mis ojos grises. Anoche tocaba hacer inventario, pues ahora trabajo en una tienda de ropa, y nos quedamos hasta tan tarde que cuando llegué no me apetecía dedicarle mucho tiempo a la tarea de desmaquillarme. Solo quería tirarme encima de la cama y dormir.

Tomo un coletero abandonado sobre el lavabo y recojo la maraña de ondas que baja hasta la mitad de mi espalda. Con un par de movimientos lo convierto en un moño desenfadado para no mojarme el pelo en la ducha.

Una regla no escrita de la casa es que los coleteros son de todos, ya que los tres inquilinos tenemos pelo largo. En el fondo, esto resulta un asco, porque más de una vez nos ha llevado a discusiones por quién ha atascado la bañera, pero supongo que es parte de la convivencia.

Me quito la camiseta de florecillas que uso como pijama y entonces llama mi atención el agradable vapor que sale de la bañera. Me termino de desvestir rápido y cojo mi toalla azul, que estaba colgada en uno de los tres ganchos del baño, para dejarla sobre el lavabo. Así la tendré a mano cuando termine de ducharme. Entro a la bañera y corro la cortinilla decorada con lunares azules sobre un fondo blanco. La elegí yo, y supongo que es ya fácil de adivinar que el color azul es mi favorito.

Me entretengo más de lo normal bajo el agua caliente, que tan relajante me resulta. Estoy cansada… Llevo diez días de trabajo seguidos y siento mis pies hinchados por todas las horas que paso de pie en la tienda. Antes de salir de la ducha, abro el grifo del agua fría a tope y me rocío las piernas y los pies intentando aliviarme un poco. Cuando salgo, me rebujo en la toalla y me doy cuenta de que no me he traído ropa interior limpia para cambiarme. ¡Siempre me pasa lo mismo!

Aseguro bien la toalla alrededor de mi cuerpo y recojo la ropa que me he quitado minutos atrás formando una bola que sujeto en mis brazos. Abro la puerta del baño y lanzo una mirada furtiva para asegurarme de que Rai no está merodeando por el salón. Correteo de puntillas hasta mi dormitorio y me encierro en él. Lanzo la bola de ropa a un cesto de mimbre blanco y me tiro encima de la cama aún con la toalla puesta. Miro el cielo, tan azul, tan relajante. Me quedo embelesada, fantaseando con volar entre las pocas nubes que hay. Sí, a veces se me va la pinza un poco, lo reconozco. Pero es en lo único en lo que me permito soñar. Volar, viajar algún día a cualquier parte, pero en avión. Me apetece tanto… Tuerzo el cuello hacia la mesita de noche y cojo el libro que descansa sobre ella. No me declaro fan de Shakespeare, pero vi Romeo y Julieta en el escaparate de la librería que hay al lado de mi trabajo, un día al salir, y me lo compré. Al fin y al cabo, hace unos años leí Hamlet y me gustó, así que ¿por qué no darle una oportunidad a este clásico?

En algún momento, me da por mirar el reloj y me sobresalto al ver que marca las doce y media.

—Mierda, mierda, ¡mierda!

Brinco de la cama y recojo los pantalones negros del uniforme, que dejé tirados en el suelo ayer. A saltitos, mientras me los pongo, voy hacia el armario y saco una camiseta limpia, también de color negro. Me calzo las zapatillas con los cordones por dentro, sin atar. Tengo tanta prisa que ahora no puedo perder tiempo en eso. Cojo el libro, salgo de la habitación con el bolso en la mano y corro hasta el baño. Meto el maquillaje como si fuera un ladrón robando joyas y me voy pitando de aquí.

—Alguien llega tarde —comenta Rai, que está zapeando tirado en el sofá.

—¿Tú no trabajas hoy? —pregunto rodeando la barra de la cocina para coger una manzana de la nevera.

—No —responde distraído y sin apartar la mirada del televisor—. ¿Sigue en pie lo de las siete?

—A mí me apetece. —Pienso en el pícnic—. Además, hay que aprovechar las horas de luz que nos quedan. —Agarro las llaves del cuenco de la entrada y me despido de él alzando la mano—. ¡Hasta luego!

A toda prisa, bajo las escaleras del edificio, saltando de dos en dos los escalones, y una vez en la calle, camino lo más rápido que puedo hasta el metro de Noviciado. Justo cuando llego, el tren está ahí, y consigo entrar en el último vagón antes de que se cierren las puertas. Al encontrar un sitio libre, me lanzo a por él. Suspiro apoyando la cabeza en el cristal. ¡Menuda carrera acabo de pegarme!

Lo primero que hago es atarme bien los cordones de las zapatillas y, después, saco un espejo y el maquillaje para comenzar a pintarme. Soy consciente de que alguna mirada indiscreta se posa en mí, pero me da igual. Termino justo a tiempo de llegar a la estación de Goya y me como la manzana de camino a la tienda, que no queda lejos. Increíblemente, llego cinco minutos antes de que comience mi turno, por lo que estoy bastante satisfecha.

La jornada no se da mal. La clientela resulta bastante simpática. Cero impertinencias y reclamaciones. Además, pensar que es mi último día y que mañana estaré de vacaciones hace que se me pase más rápido, y la insoportable de la encargada no asoma el hocico en toda la tarde, por lo que el día es redondo.

La tienda no parece muy grande cuando entras. El local hace esquina y tiene tres plantas. Una es el sótano; otra es la planta baja, por la que se accede desde la calle, y por último hay un piso arriba. Vendemos ropa casual tanto de hombre como de mujer.

Lo que más me gusta de mi trabajo es cuando se renueva la colección y me dejan colocarla a mi gusto en los expositores, o cuando me toca vestir a los maniquíes. Las veces en que Anna viene a recogerme y ve el escaparate, siempre sabe si he sido yo quien lo ha hecho. Dice que los visto de una forma demasiado pija.

Odio tratar con clientes maleducados, pero lo que menos me gusta de todo es cuando los martes y los jueves viene el camión, porque tenemos que llevar las cajas escaleras abajo hasta el almacén. Sí, yo también me pregunto mil veces a quién se le ocurrió poner el almacén en el sótano, sin ascensor ni nada que pueda facilitar la tarea. El punto positivo es que no necesito ir al gimnasio, aunque me dejo la espalda en el trabajo. Sinceramente, no me veo ejerciendo esta profesión muchos años más, al menos a este nivel de estrés y cansancio. Anna pensaba lo mismo, y este año se armó de valor y cambió a un sitio más tranquilo. Ahora está en Louis Vuitton, pero, claro, ella habla chino y yo, no. Se lleva unas comisiones con las que yo solo puedo soñar, y su uniforme de trabajo es bonito.

Supongo que dentro de poco me tendré que plantear lo mismo que ella, aunque la seguridad que me aporta un contrato indefinido con una antigüedad de cuatro años es notable, y más en mi situación: mi salario es bajo y apenas me permite ahorrar. Seré sincera: la vida en Madrid no es fácil. El alquiler es caro, la vida en la ciudad es cara y las distancias son largas. Pero Madrid engancha. Tiene algo que enamora, que atrae, y la calidad que ofrece una gran ciudad en cuanto a servicios y ocio no la puedes encontrar en cualquier parte. Nosotros tenemos suerte. Cuando Anna y Rai decidieron irse a vivir juntos, el compañero de piso de Rai se mudaba a Oslo, así que yo me quedé su habitación y el alquiler lo dividimos entre los tres. Esto, al ser una casa de dos habitaciones, hace que nos salga más barato.

Por fin dan las siete y salgo corriendo hasta la zona de las taquillas para recoger mi bolso. Sí, mi encargada me asigna turnos raros solo para putearme. Creo que me tiene manía porque soy de las que más venden y porque tengo clientela fija. Por lo general, las chicas no le duran más de un año, y yo llevo cuatro tragando esta situación. Cuando me cabreo o me rebelo con respecto a los turnos, suele darme tregua durante dos o tres semanas, con horarios más normales que me permitan comer caliente en mi casa, y no una manzana antes de entrar o unos ganchitos a escondidas en el almacén.

3

Hoy es un día especial. Rai ha quedado en pasar a buscarme con la bici, y vamos a ir al Retiro a hacer un pícnic hasta que llegue Anna, que tenía que hacer algo cerca de Atocha antes de venir. Después iremos a un bar por Malasaña para escuchar a La Cabra Filósofa, el grupo en el que Rai toca la batería.

—¡Paula! —Una compañera llama a la puerta del vestuario y me devuelve a la Tierra—. ¡Rai está fuera con la bici!

—¡Ya salgo! —grito en dirección a la puerta.

Me cambio la camiseta por una blanca con un poco de escote, me aplico desodorante y me rocío con el espray de agua de colonia con aroma a frambuesa que guardo en la taquilla. Me miro en el espejo que tengo pegado en el interior de la puerta y me cepillo el pelo. ¡Perfecta para una noche de fiesta! Me despido de mis compañeras y, una vez en la calle, diviso a Rai, con una guitarra enfundada a la espalda y dos bolsas de la compra, una al lado de la otra, en el manillar.

—¿Qué tal se ha dado, princesa?

—Bien.

—Sonríe más, que ya estás de vacaciones —me dice mientras se despoja de la guitarra—. Necesito que la lleves tú.

—Vale.

Me ayuda a ajustar las correas antes de que me siente en la parrilla trasera de la bici, con las piernas a un lado. Me agarro a su cintura y ponemos rumbo al Retiro.

Me encanta sentir el aire en la cara mientras despeina mi pelo hacia atrás. No puedo evitar cerrar los ojos e inhalar ese olor a verano, con una sonrisa tonta que no se me borra de la cara. Adoro el paseo que damos por Madrid, bajando todo recto desde el metro de Goya hasta la Puerta de Alcalá. Rai se mete en la rotonda y me agarro más a él, riendo a causa de la felicidad y el vértigo que me produce la sensación de girar tan rápido.

—¡Eres un suicida! No pienso volver a montar contigo en la bici.

—Eso lo dices siempre y al final repites —ríe también él.

Por fin accedemos al parque por la puerta que da a la plaza de la Independencia. Me encanta el paseo que se abre tras esa entrada. Avanzamos hasta el estanque y vuelvo la cabeza para poder observar a la gente que se divierte dando una vuelta en las barcas. Es algo que nunca he hecho, y me encantaría. Siempre decimos, Anna, Rai y yo, que algún día lo haremos, pero luego vemos la cola que hay para alquilar una embarcación y se nos quitan las ganas.

Seguimos adelante y torcemos a la derecha, hacia la puerta más cercana a Atocha. Así, a Anna no le será tan complicado localizarnos.

—¿Establecemos ahí el campamento? —Rai señala una zona de césped entre los árboles con sol y sombra.

—Es perfecto. No pensé que encontraríamos un sitio tan bueno.

Me bajo de la bici. Rai la deja en el suelo y yo le doy la guitarra antes de extender nuestro mantel gigantesco de cuadros azules y blancos.

—Traigo toda clase de comida basura, Coca-Cola Zero y unos bocadillos de jamón con queso.

—Suena muy bien —digo husmeando una bolsa—. Propongo ir abriendo las patatas fritas.

—¡Se aprueba la moción! —exclama mientras saca la guitarra de la funda.

No sé cuánto rato permanecemos ahí. Yo comiendo patatas mientras Rai afina su instrumento, con alguna pausa en la que también coge patatas, aunque yo voy de una en una y él puede con un puñado entero de golpe. Al final, termino tumbándome en el césped. Siento las irregularidades del terreno y la frescura de la hierba en mi espalda, pero, aun así, me encuentro genial. Me incorporo de nuevo y saco de mi bandolera una chaqueta de punto que coloco debajo de la cabeza a modo de almohada. Ahora sí que estoy en la gloria. Observo cómo pasan las nubes por encima de las copas de los árboles que apuntan hacia el cielo en silencio, con una quietud tranquilizadora en ausencia de viento. Sí…, es perfecto. Rai comienza a tocar algunos acordes suaves con la guitarra. Parece que está intentando recordar alguna canción, o tal vez solo está improvisando. Entonces reconozco la melodía de Across the universe mientras lo escucho cantar muy bajito, como si lo hiciera solo para sí.

—Me encanta esa canción —susurro acariciando la hierba con las palmas de mis manos—. Aunque prefiero la versión de los Scorpions.

—Eres muy rara.

Nothing’s gonna change my world. —Me lanzo a cantar el estribillo—. Nothing’s gonna change my world…

—Algún día algo cambiará tu mundo.

—No lo creo —digo distraída, jugueteando con las puntas de mi pelo—. Ahora que mi vida está ordenada y en completa armonía, nada va a alterarla.

—¿Ni siquiera Leo? —Deja de tocar y me mira.

—Ni siquiera Leo. —Suspiro, cansada—. Sabes que no busco nada con nadie.

—¡Venga, Paula! Es un tío legal. Lo conozco desde que llegué a España y confío en él. Además, sé que a ti no te propondría salir de no querer algo serio, así que, si es por eso, puedes estar tranquila.

—¿Ha hablado contigo para que tuviéramos esta conversación?

—Puede que un poco —ríe—. Al chaval le gustas de forma considerable. Es algo nerd, y creo que haríais buena pareja. ¿Cuánto hace que lo conoces tú?

—Lo mismo que a ti. Él estaba con aquella novia.

—¿Y no crees que igual alguien a quien conoces desde hace tanto tiempo puede ser la clave para que salga bien?

—Creo que eso es una tontería. —Suspiro—. Además, no he pensado nunca en Leo de ese modo, y no estoy preparada para tener una relación.

—¿Y si un día le concedes un café a solas?

—¿Por qué insistes tanto? Es el guitarrista de un grupo de música. Eso vuelve locas a las mujeres. ¡Podría estar con cualquiera! ¿Qué demonios tengo yo que no tenga otra chica?

—Eso podrías preguntárselo a él. Venga, solo un café y, si no funciona, podrás darle puerta.

—¡No me lo creo! —Me siento de golpe para poder mirarlo a la cara—. Raimundo, ¿le has prometido a Leo un café conmigo?

—Le dije que se lo conseguiría, sí. —Frunce el ceño—. Y no emplees mi nombre completo, no me mola oírtelo decir con ese tono.

—Te odio por momentos. —Cierro los puños con fuerza intentando contener mi ira.

—¡Paula! —escucho detrás de mí.

Esa voz me deja paralizada. Me recuerda a… ¡No puede ser! Giro la cabeza y la veo. Una chica alta y esbelta, de pelo liso, rubio y ojos marrones, me sonríe al lado de Anna, que parece divertida.

—¡Adela!

Me levanto y voy corriendo a abrazar a mi amiga de la infancia, con la que crecí, y que resultó ser como mi hermana. Sigue usando el mismo perfume de siempre. Uno con olor a zarzamoras, flores y sándalo que, aunque pueda sonar empalagoso, no resulta nada pesado, o tal vez es porque yo estoy acostumbrada y asocio ese aroma con ella. Mi amiga, que con su gran sonrisa transmite calidez y confianza; que hasta en invierno huele a verano.

—¿Qué haces aquí? —le pregunto apartándome para mirarla mejor—. ¡No me creo que hayas venido!

—¡Sorpresa! —exclama comenzando a llorar.

En realidad, lloramos las dos. No me lo puedo creer. Mi camarada de toda la vida, mi compañera de juegos, de clases, pero también de momentos felices y de otros no tan agradables. La persona con la que crecí y a la que conozco desde que iba en pañales, con la que compartí cuna y con la que fui a la escuela. Mantenemos esa clase de relación en la que yo lo sé todo de ella y ella lo sabe todo de mí. Ese tipo de amistad en la que da igual si hablamos todos los días o estamos un mes sin saber nada la una de la otra. Seguimos siendo amigas. Seguimos siendo hermanas, aunque no compartamos sangre, y ambas sabemos que ni el tiempo ni la distancia podrán separarnos jamás, porque lo que nos une es mucho más fuerte que todo eso. Lo que nos ata es una vida en común en ese periodo de tiempo en el que lo descubres todo, en el que aprendes a vivir y en el que empiezas a forjarte a ti misma.

Más de un año ha transcurrido sin que hayamos podido vernos, y es que Adela es la que suele venir a Madrid para visitarme, porque yo no me puedo permitir un billete a Londres, que es donde vive ahora.

Aún recuerdo aquel día en que ella se mudó a la capital inglesa para asistir a la universidad. Ese día también lloramos. Nos prometimos mil cosas, entre las que figuraba el vernos cada tres meses como mínimo, pero ninguna de las dos pudo cumplirlo. Bendito Skype, que salva todas las circunstancias. En ocasiones, me sentía como Jane Austen, escribiendo cartas desde la lejanía. Qué bonito era y qué triste es que hayamos perdido la buena costumbre de escribirnos en papel, algunos sacando su alma de escritor y otros convirtiendo los acontecimientos del día a día en bonitos poemas. Nosotras nos escribíamos de todo y esperábamos con ilusión las cartas en el buzón, aunque al día siguiente fuéramos a vernos por la cámara del portátil. Ahora recordamos como únicos esos momentos en los que la pantalla se quedaba paralizada y pixelada mientras el sonido continuaba. Vaya gestos, qué ojos, y qué pena daban algunos de esos pantallazos congelados en el ordenador.

El primer año, Adela tenía previsto vivir a tope el inicio de su vida universitaria en la residencia, hasta que conoció a Edward y todas aquellas palabras se las llevó el viento. Al principio se odiaban, pues ella solo me contaba lo mucho que él la desquiciaba. Pero era demasiado sospechosa la frecuencia con la que el inglés protagonizaba nuestras conversaciones, y es que, en el fondo, ella estaba enamorada. Él cursaba tercero de Ingeniería industrial, la misma carrera por la que mi amiga se había decantado, y terminó por conquistarla, hasta el punto de que llevan ya siete años juntos, dos de los cuales, casados.

Sí, mi amiga se casó joven y llena de ilusión. El día que me dio la noticia de su compromiso, no me lo podía creer. Y sí, él se lo pidió en plan romántico. Por lo visto, alquilaron una barca de remos en Hyde Park y allí le propuso matrimonio, con un pedrusco de Cartier, nada más y nada menos. Pero es lo que tiene ser ingenieros industriales y gozar de un buen trabajo en las oficinas de una aerolínea. Reconozco que me dio bastante envidia, pero de la buena, no de la de morirte de amargura. También confieso que no pude alegrarme más por la única persona que me queda, y que es lo más parecido a una familia. Claro que Rai y Anna son como una familia, y los siento así, pero no es lo mismo que con Adela. Me dolió no poder ser más partícipe en la elección del vestido de novia, como ella quería. Nuestros horarios de trabajo, los kilómetros que nos separan y el factor económico son tres puntos que siempre juegan en nuestra contra. Adela se esforzaba por hacerme llegar fotografías, audios, vídeos, y que así formara parte de aquellos momentos tan importantes para ella, mientras yo me escondía en el baño o en el almacén de la tienda para poder compartir su emoción y felicidad. Pero lo que más me dolió de todo fue no poder asistir a su boda, la cual se celebró en Nottingham, la ciudad natal del novio. ¡Incluso me saqué el pasaporte para poder asistir! Ellos se ofrecieron a pagarme los billetes, pero el problema fue la bruja de mi encargada. El enlace se celebró a principios de julio, fecha que coincidía con el inicio de las rebajas de verano, y, por tanto, en el trabajo me denegaron el permiso de tres días de vacaciones. Luché tanto por conseguirlo que hasta me amenazaron con despedirme si seguía insistiendo.

Pero, bueno, qué vamos a hacerle… C’est la vie! A veces, solo queda resignarnos.

Dos años después, aquí estamos. Hablamos hace solo dos días y la muy granuja no me dijo nada sobre su visita. Ahora estamos montando un espectáculo, abrazándonos y secándonos las lágrimas la una a la otra, pero nos da igual atraer miradas inquisidoras, risas o desconcierto. Nadie que no conozca nuestra historia podría comprendernos en este momento.

—Deja de llorar —me pide frotando mis mejillas.

—Lo mismo te digo. —La imito—. ¿Qué haces aquí?

—Soy una de tus sorpresas de cumpleaños.

—¿Qué?

—Y prepárate, amiga, porque yo soy solo el comienzo.

Parpadeo, perpleja, y me giro hacia mis otros dos amigos. Anna está sentada entre las piernas de Rai, que la abraza desde atrás, y me miran, contentos de verme feliz.

—Tranquila, prometo no pronunciar las palabras hasta mañana —asegura Adela.

Esas palabras impronunciables son las de «feliz cumpleaños». Por alguna extraña razón que se escapa a lo racional, no soporto que nadie me felicite antes del día de mi cumpleaños. Pueden hacerlo después. Días después, si lo prefieren, pero jamás antes. Eso no debe ocurrir nunca. Bajo ningún concepto.

Vuelvo a mirarla con una sonrisa y la estrecho entre mis brazos antes de lanzarme a abrazar también a Rai y Anna.

—Sois la mejor familia nec sanguinem que puedo tener.

—¡Por Buda! Ya está con sus terminologías raras. ¡Sabes que odio que nos llames así! —se queja Anna para quitarle sentimentalismo al momento.

—Y tú eres nuestra friki favorita —apostilla Rai.

—Ven aquí, hermanita nec sanguinem.

Adela me vuelve a abrazar, estrujándome tanto que casi no me deja respirar. Caemos al césped riendo y Rai enseguida cambia a Anna por la guitarra, mientras esta aprovecha para comer algo de lo que hemos esparcido por el mantel.

Yo, que no tengo ningún familiar de sangre vivo, pero sí tres grandes amigos, acuñé esa expresión de «familia nec sanguinem», que en latín significa algo así como «no sanguínea», ya que «amigos» es un término que se queda corto.

—Espero que no estés muy cansada, porque va a ser una noche muy larga —comenta Anna—. Lo siento, pero ya me ha costado demasiado callarme durante estas últimas semanas. —Mira a su novio y a Adela.

—¿Qué me estoy perdiendo?

—Yo te he planchado la colada. —Rai levanta una mano al decir eso—. Así que ya tienes ropa limpia para meter en la maleta.

—¿Cómo? —pregunto sin entender una sola palabra.

—Tranquila, las bragas no.

—¿Qué está diciendo? —Miro a Anna, esperando que alguien me explique algo.

—Anna y yo necesitábamos más intimidad y la casa para nosotros solos, así que te mandamos unos días a Londres con tu amiga —añade Rai, divertido.

—Es tu regalo —explica Adela—. Uno de tus deseos es montar en avión, ¿no? Pues lo cumplirás mañana por ser el día de tu cumpleaños.

—Te alojarás en casa de Adela, y aunque ella tiene que trabajar, intentará salir antes y te hará de guía para que visites la ciudad.

—Y tras cuatro años de convivencia, por fin podré amar a Anna en cada rincón de la casa sin preocuparme de que puedas sorprendernos —interviene Rai, que se gana una colleja por parte de su novia—. ¡Auch!

—Tienes la cabeza llena de semen.

—Y tú eres una bruta —se queja él.

—Lo siento. —Ella se arrepiente—. ¿Te he hecho mucho daño?

—¡Nah! Sabes que me gusta exagerar, amor. —La acerca a él para besarla.

—¿En serio me habéis regalado un viaje?

—Sí —responde Adela—. Salimos mañana a las once y media.

—Pero… esto es… demasiado caro.

—Tenía descuentos del trabajo, y nos hemos unido los tres para comprarlo —dice Adela.

Los miro a todos, emocionada, sin saber qué decir o cómo reaccionar. Mis amigos me han regalado un viaje. ¡Un viaje, nada más y nada menos!

—Adela también se ha encargado de comprar esto. —Anna saca un sobre azul de su bolso y me lo entrega.

—«A la mejor amiga del mundo» —leo en voz alta antes de abrirlo y sacar una tarjeta azul y blanca con el rótulo de «Oyster».

—Es una tarjeta para que puedas usar el metro. Te irán descontando saldo según las zonas y los trayectos. Tiene treinta libras, que deberían ser más que suficientes para una semana —explica Adela.

La tarde se nos pasa volando, o al menos es la sensación que me da a mí. Nos quedamos en el Retiro hasta tarde, y al final ponemos rumbo al bar donde actúa esta noche La Cabra Filósofa.

Adela y yo bebemos cerveza. Anna se dedica a los refrescos de limón, pues ella no bebe alcohol casi nunca. El tiempo pasa y las tres bailamos al ritmo de las canciones del grupo; sin estar segura de si son imaginaciones mías, me percato de que el guitarrista me mira, y no me siento tan cómoda después de lo que Rai me ha contado en el parque. Es ese mismo chico quien se acerca al micrófono del cantante y revela a todo el local que es mi cumpleaños. Rai hace un solo con la batería y, después, me dedican una versión del Cumpleaños feliz bastante roquera que entusiasma a todos los presentes.

Adoro estos ratos, todos juntos, y en especial, trato de disfrutar todo lo que puedo de esta noche en la que las personas a las que más quiero están a mi lado, celebrando mi día, ese año más que sumo al conjunto de mis experiencias e historias.

—¡Cumpleañera!

Un chico de pelo negro bien cortado y peinado, con ojos risueños de color caramelo y una sonrisa cargada de felicidad, me abraza por detrás.

—Hola, Leo —saludo. Me pongo un mechón de pelo detrás de la oreja, nerviosa, pero tratando de parecer normal.

—No había tenido ocasión hasta ahora de acercarme —dice sonriendo.

—¡Hoy el concierto va genial! —Anna acude en mi ayuda al notarme tensa.

—Gracias. Me gusta pensar que cada día va mejor.

—¿Conoces a Adela? —le presento a mi otra amiga.

—¡Un placer! —dice él sin mostrarle el menor interés.

Para mi sorpresa, pasa un brazo por encima de mis hombros y me aproxima a él al mismo tiempo que susurra en mi oído:

—¿Podemos hablar en privado?

Lo miro y luego observo a mis amigas, que no saben muy bien qué hacer o decir para salvarme de esta situación. «Mataré a Rai», me repito una y otra vez. Al final, asiento y lo sigo detrás del escenario, donde hay algunos cables y un par de amplificadores enormes. Ojeo las cosas que encuentro a mi alrededor mientras hago tamborilear mis dedos en el botellín de cerveza.

—Hace ya unos cuantos años que nos conocemos, y no he podido evitar apreciar ciertas cualidades que me gustan de ti. —Leo parece nervioso mientras se dirige a mí—. No puedes negar que ambos tenemos muchas cosas en común.

—Eso es cierto.

Ambos leemos con frecuencia y hemos comentado más de un clásico, incluso hemos hecho lecturas al mismo tiempo, pero sin ninguna intención, por supuesto. Me mira y sonríe, como si mi comentario le hubiera proporcionado valor para continuar, y me arrepiento por momentos de haber abierto mi enorme bocaza.

—¿Te apetecería ir conmigo al cine mañana?

—Pues mañana me voy a Londres. Pero seguro que Rai y los demás pueden acompañarte. —Bendito viaje, que me ha servido como excusa. Sonrío; él trata de mantener su sonrisa, pero le cuesta.

—Es verdad, ¡el viaje! Había olvidado que era mañana… —dice pensativo. Está claro que todos estaban enterados menos yo—. De todas formas, no me refiero a ir al cine con La Cabra y los demás… Eh… —Duda, pero siento que ahí viene el gran golpe—. Pensaba en hacer algo solos, tú y yo, ¿sabes? En plan… una cita.

—¡Ah! —exclamo, fingiendo no tener ni idea—. Pues… —¿Qué le digo? No quiero hacerle daño, pero ni me interesa ni me atrae, y tampoco estoy buscando nada—. En realidad, yo no quiero… no puedo… empezar nada. —Veo la desilusión en sus ojos—. No es por ti, es que… No me veo capaz de tener nada con nadie, de momento. Creo que no estoy preparada, lo siento.

—Puedo darte el tiempo que necesites. Quedamos y…

—Leo, por favor —le corto, odiándolo por insistir y ponerme las cosas más complicadas—. No puedo, y no quiero hacerte daño. Lo siento.

Decido salir de aquí. Él se queda en el mismo sitio, y yo huyo en busca de mis amigas, que, en cuanto me ven, comienzan a hacerme señas con la mano.

—¿Cómo ha ido? —pregunta Anna.

—Me siento como la mala del cuento, pero no estoy preparada para tener una relación, y a él tampoco lo veo de esa forma.

—No te preocupes. —Adela me abraza—. Cuando llegue el indicado, lo sabrás.