El despertar de la bruja de hielo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

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© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

 

© Sara Maher 2020

© Editorial LxL 2020

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

 

Primera edición: abril 2020

Composición: Editorial LxL

 

ISBN: 978-84-17763-59-6

 

 

 

 

el despertar

de la

Bruja de hielo

 

 

cazadores de leyenda

vol.1

 

 

Sara Maher

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para Anabel, durante muchos años cazamos a nuestros

particulares monstruos del armario.

 

Indice

 

Agradecimientos

1

Niebla

2

Sombra

3

Huida

4

Cazadores

5

Iris

6

Espiritus

7

Simbolo

8

Demonio

9

Pureza

10

Astral

11

Sangre

12

Feromonas

13

Trampa

14

Rescate

15

Serpientes

16

Enemigo

17

Colores

18

Maldicion

19

Plan

20

Chiave

21

Cuatro

22

Bestia

23

Despedida

Continuara...

Biografia de la autora


Agradecimientos

 

 

Son tantas las personas a las que me gustaría agradecer su apoyo constante e incondicional, que me faltarían palabras para poder expresar todo lo que siento.

Pero en este momento, en el día en que escribo estas frases, en mi pensamiento están todos esos trabajadores que salen a la calle para librar una batalla, una guerra contra un enemigo invisible que jamás imaginamos que nos golpearía tan fuerte. Confinada, y desde mi ventana, observo la lluvia caer deseando que sea una señal de tregua, y que tras esta aparezca un brillante arcoíris para indicarnos que todo ha acabado.

Gracias a todos los sanitarios del mundo, quienes se han convertido en nuestros ángeles de blanco, por ser valientes, por no renunciar a pesar de terminar exhaustos cada jornada, en especial a mis compis de la promoción XVI de enfermería, con los que compartí nervios, experiencias inolvidables y muchas alegrías. Gracias Mariluz, Nuria y Mili.

Mi gran aplauso a quienes se encuentran detrás de los teléfonos, gestionando el torrente de llamadas en esta crisis, entre ellos, el personal del 112 de Canarias. Antes de salir de casa, mi hermana Anabel, siempre nos dice «Me voy a salvar el mundo», hoy más que nunca esas palabras cobran sentido para mí. Gracias Verónica, Bety y Nacho.

También mi agradecimiento va para todos esos psicólogos que de manera gratuita, han ofrecido sus servicios, dedicando frases de aliento y ahuyentando esas emociones negativas que nos invaden con crueldad, y llegan a quebrar nuestra esencia. Gracias Luca, Ana y Lorena.

No me olvido de mis compañeros del aire, quienes con entrega e ilusión, han facilitado el regreso a casa de miles de turistas atrapados. Gracias Elsa, y a todo mi equipo de Tenerife Norte.

En mis pensamientos también están todo el cuerpo y las fuerzas de seguridad, quienes velan por nosotros en estos meses de incertidumbre. Agricultores, ganaderos, repartidores, dependientes, y a todos los que no han cesado de trabajar para que a los demás no nos falte de nada en casa. Gracias Carolina.

Gracias a mi familia y amigos, nos mantenemos distantes en el confinamiento, pero cerca en nuestros corazones. Después de esto, todos mis cafés pendientes tienen que celebrarse más que nunca.

Gracias a todos los niños, que se están portando como campeones, y dibujan grandes arcoíris iluminando nuestros días grises. Gracias Sam, Ariadne, Daniela, Hugo y Eric.

Y a todos aquellos que con responsabilidad y sensatez han decidido quedarse en casa.

Este enemigo no conoce fronteras, ni lenguas ni razas. Nos ataca a todos por igual. Nos ha mostrado lo débiles que somos, pero también lo fuertes que podemos llegar a ser. Ya es hora de que reflexionemos y entendamos que no necesitamos armas biológicas, ni de ningún tipo. No se trata de combatir a nuestros hermanos, quienes poseen iguales derechos porque todos hemos nacido en el mismo mundo, bajo el mismo sol. Se trata de salvar juntos nuestro hogar, un lugar llamado Tierra.

«Y aunque el miedo tenga más argumentos, elige siempre la esperanza», Séneca.

Finalmente, gracias a toda mi familia de Lxl por hacer posible la edición de este libro, y a todos los lectores que cada día me brindan sus muestras de afecto. Espero que esta trilogía cale tan hondo como lo ha hecho el mundo mágico de Silbriar.

 

1

Niebla

 

El calor era sofocante, casi abrasador, tanto que percibía cómo la sangre borboteaba bajo su piel. Además, la nauseabunda mezcla de un asfalto interminable, con el inconfundible olor a carburante, no ayudaba a aligerar el ambiente cargado dentro del vehículo. Sofía bajó aún más la ventanilla trasera, esperando recibir una bocanada de aire fresco. En lugar de ello, el intenso perfume a romero la hizo marearse ligeramente y apoyarse en el respaldar. Odiaba ese viaje. Pasar unas «increíbles» vacaciones de verano en un castillo medieval junto a sus padres y su hermano pequeño no entraba en su concepto de diversión. Habría preferido tumbarse al sol en la espléndida playa de San Juan con sus inseparables amigas. ¡Tenía diecisiete años! ¡Derecho a decidir! Y por eso había protestado, vociferado y amenazado a sus padres con no volver a hablarles en la vida. Sin embargo, allí estaba, en esa carretera desértica, camino a Dios sabía qué lugar inhóspito de La Mancha.

Trató de distraerse contando los innumerables arbustos que adornaban la carretera. Pensaba que así podría calmarse, olvidar el creciente malestar que bullía en su interior y que impedía que se adormentase durante el trayecto, pero incluso ese juego estúpido la aburría. El paisaje era árido y endiabladamente tedioso. De vez en cuando, alguna encina solitaria trataba de rellenar una estampa seca y poco coloreada, en la que únicamente el violeta pálido de unas flores casi moribundas se atrevía a desafiar al dorado de las pequeñas colinas. Sofía contempló de nuevo el azul inmaculado de un cielo desértico, sin nubes, y volvió a sumirse en un profundo desasosiego.

Con los párpados entornados, observó los cabellos morenos de su madre que asomaban tras el respaldo. Ella, siempre tan seria, tan protectora… Se aferró al talismán que le pendía del cuello y recordó las palabras con las que la había agredido antes de salir: «¡Tú no eres mi madre!». Ella no le había respondido. Se había limitado a encajar el golpe y a continuar doblando las camisetas de su hermano.

Sofía era consciente de que había sido injusta con ella y de que la había herido con crueldad. Sus padres nunca le habían ocultado la verdad: la habían adoptado cuando apenas contaba con un año, desconociendo su verdadera procedencia. El único vestigio que poseía de sus padres biológicos era aquel talismán, una especie de cruz con dos brazos horizontales, el primero más corto que el segundo, grabada a fuego en una esfera metálica. Su padre, intuyendo la importancia que este albergaría para ella, había estado alargando el sencillo cordón marrón del que pendía al mismo tiempo que crecía.

—Papá, ¿falta mucho? Tengo ganas de ir al baño.

—Ya estamos llegando, Cris.

—Más vale que sea pronto, si no, vas a tener que parar el coche —le contestó, arrugando la nariz—. No creo que aguante tanto.

La impertinencia de su hermano hizo que esbozara una sonrisa de medio lado, y él la obsequió con una mirada cómplice. Entonces, reflexionó con lo irónico que podía resultar el destino a veces. Ocho años después de su adopción, su madre había descubierto que estaba embarazada. Después de tantos abortos y de someterse a numerosos tratamientos de fertilidad, había aceptado con amargura que nunca podría engendrar un hijo. Estuvo años sumida en una profunda depresión, la tristeza había llenado su alma vacía y la culpa revoloteaba incesante sobre sus pensamientos, hasta que su padre le propuso la adopción. Al principio, ella descartó esa descabellada idea; no podría querer a un hijo que no naciera de su vientre. Pero hablaba la rabia y el resentimiento, porque en cuanto tuvo a Sofía en sus brazos, supo que iba a amarla toda la vida sin ningún tipo de condición. Y así, cuando menos lo esperaba, sucedió el milagro y llegó su hermano. «Un angelito caído del cielo», había dicho.

El parecido de Cris con su madre era innegable: labios finos, pómulos resaltados y ojos almendrados. Ella, en cambio, ignoraba el origen de sus particulares ojos añiles y de los graciosos bucles que adornaban sus cabellos ondulados.

—Ahí está el hotel —les anunció su padre con satisfacción.

El grandioso castillo se erguía solemne sobre una colina. Sus muros homogéneos le donaban el aspecto de una fortaleza impenetrable, recia, que lo obligaba a adoptar la firmeza de un guardián custodio oteando el horizonte con soberbia e interés. Desde la lejanía, Sofía pudo distinguir los seis torreones que coronaban el fuerte: seis imponentes estructuras con coloridos estandartes que desafiaban al mismísimo cielo. A medida que se acercaban al castillo, el pueblo que descendía dispar sobre una de sus laderas se hacía más visible. Los tejados eran rojizos, a dos aguas, rematados con anchas chimeneas de piedra caliza, y las gruesas paredes presumían de un blanco casi impoluto, roto únicamente por el inescrutable paso del tiempo. Parecía una villa arrebatada de un cuento infantil y ubicada en aquellas tierras solitarias con el único propósito de embellecer el paisaje.

El vehículo inició por fin el ascenso por el serpenteado camino de tierra. Al primer bache, Sofía no pudo evitar refunfuñar. Se lamentó de que las torpes ruedas no supieran esquivar las piedras. Su madre la recriminó con una mirada de soslayo, y ella, resignada, apoyó la cabeza sobre el brazo que volaba libre en el exterior de la ventanilla. Contempló entristecida la desoladora estampa, y sintió lástima de un pequeño bosque de encinas que luchaba por sobrevivir en aquel tosco paraje.

Alzó la vista al llegar, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. La monumental fachada proyectaba su sombra tenebrosa sobre ellos como si quisiera atraparlos, engullirlos hasta hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra. Tras un suspiro de resignación, subió la escalinata del hotel y, siguiendo a sus padres, se adentró en él. Esperaba encontrarse con muros grises y con fotografías tétricas colgadas sin ningún orden en sus toscas estancias. En cambio, se llevó una sorpresa grata al descubrir un espacioso y luminoso vestíbulo. Los amplios ventanales permitían la entrada a un torrente de luz que desbordaba hasta a los más recónditos rincones. Las ligeras cortinas verdes nada podían hacer para contener los rayos de un sol estival. Sofía recibió el aire acondicionado del hotel como una brizna fresca y relajante después de tantas horas de bochorno pegajoso.

Mientras su padre charlaba animosamente con el recepcionista, ella observaba a una pareja de turistas situados bajo un grandioso arco de medio punto que daba acceso al restaurante. Vestían ropa y calzado cómodos. A su lado se encontraba un chico de unos quince años, con los cabellos despeinados y cara de pocos amigos, que se limitaba a vagar con la mirada, aferrado a unos auriculares. Era evidente que tampoco quería estar allí. Como si adivinara que ella lo examinaba, posó sus ojos en Sofía. Ella le sonrió con solidaridad; al fin y al cabo, se encontraban en la misma situación. Pero él le respondió con un gesto obsceno: alzando su dedo corazón. Apartó la mirada, molesta, y atendió a las aburridas indicaciones del recepcionista.

Una vez en la tercera planta, abrió la puerta de la habitación. Debía quedarse con Cris, y por eso se sorprendió al descubrir una única cama de matrimonio con un ridículo dosel que le otorgaba un porte señorial a la estancia. El tul blanco caía a los lados del lecho como el agua fresca en un delicado manantial. Los cojines, también inmaculados, adornaban el fino edredón azul turquesa. A ambos lados había una mesa de noche con una lámpara original: la pantalla de tela era un paraguas de encajes abierto que sujetaba la figura de una dama. Volvió la vista hacia la cama, mostrando su desagrado.

—¿Y se supone que yo tengo que dormir aquí con Cris? —preguntó a regañadientes.

—¿Cuándo vas a dejar de quejarte por todo? —le reprochó su madre—. Ya nos has dejado claro que no quieres estar aquí. En esta cama pueden dormir tres personas. No creo que tu hermano ocupe tanto espacio.

Sofía no quiso seguir discutiendo. Su madre era como un muro de acero inaccesible, y siempre tenía la última palabra. Comenzó a deshacer la maleta y a colocar varios vestidos en el armario sin ningún entusiasmo. Sí, aquellas iban a ser unas vacaciones de ensueño, en medio de la nada y compartiendo cama con su hermano. Soltó una larga exhalación. Al menos había una tele de pantalla plana con la que podría distraerse si el enano comenzaba a darle la lata.

—Ahora, mejor que todos nos demos una ducha y bajemos a cenar —les ordenó su madre—. Y vigila a tu hermano. Voy a deshacer el equipaje.

Cris entró en el baño y ella se dejó caer sobre el cómodo colchón. El viaje por carretera había sido interminable, estaba agotada y sudada, y si fuera por ella, pasaría de la cena y se metería directamente bajo las sábanas. Pero arrastró los pies hasta el tocador y observó su rostro en el pomposo espejo ovalado. Su piel blanca parecía más seca que nunca, y su larga melena castaña clara había perdido su brillo, ambas reflejo del estado de ánimo en el que estaba sumida. Se recogió el cabello ondulado en una improvisada castaña, liberando su nuca del constante sofoco. El sudor se había adueñado de todo su cuerpo. ¡Necesitaba esa ducha ya!

—Cris, ¿ya has terminado? —Atisbó el flequillo alborotado de su hermano asomar por la puerta del baño—. Ponte la ropa que te ha dejado preparada mamá sobre la cama. ¡Y después vas a dar con ellos!

—¿Puedo jugar luego a la consola?

—Después de cenar, puedes jugar todo lo que quieras. Estamos solos tú y yo en el cuarto —dijo riendo mientras le secaba la cabeza—, así que nadie va a regañarnos por no acostarnos temprano.

Cuando bajó al restaurante, sus padres ya se habían encargado de escoger mesa. Cris jugaba a los soldados con los cubiertos mientras su madre, ensimismada, leía una guía de viajes. Fue su padre quien la vio llegar a través de sus gafas de pasta, y le hizo señas con la mano. Ella se acercó y tomó asiento. Echó un vistazo a su alrededor y comprobó encantada que el restaurante era un bufé. Muchos clientes caminaban de un lado para otro con los platos a rebosar, haciendo equilibrios para llegar a sus respectivas mesas, y otros se agolpaban en la sección de cocina caliente. Sin embargo, ella, inevitablemente, clavó la mirada en la extensa selección de postres. No sabía cómo hacer hueco en el estómago para tanto dulce. Entonces observó a una curiosa camarera que contaba los trozos de tarta con detenimiento. Llevaba un sencillo vestido negro con cuello blanco y un discreto delantal, y en la cabeza portaba una cofia impoluta que le ocultaba parte de su cabello negro. Sofía permaneció atenta a sus movimientos. Iba de un lado para otro, haciendo recuento de platos y cubiertos e ignorando a los clientes, hasta que desapareció tras la puerta que llevaba a la cocina.

—¿Ya has pensado qué quieres comer? —Su padre se levantó con el plato en la mano—. Yo voy a echar un vistazo.

—Creo que empezaré por un poco de ensalada. Hace mucho calor.

—Pues yo voy a comerme un plato lleno de patatas fritas. —Cris corrió hacia su padre—. ¿Puedo, mamá?

—Sí, pero no comas mucho, que luego tienes pesadillas.

Después de una cena ligera, Sofía regresó a la habitación. Al entrar, una brisa gélida la sobresaltó, y un repentino escalofrío volvió a adueñarse de su espina dorsal.

—Cris, ¿has estado jugando con el aire acondicionado? ¡Esto parece un congelador! —Su hermano negó con la cabeza mientras ella manipulaba la ruedecilla del aire, sin ningún éxito—. Vamos a tener que esperar a mañana para que nos resuelvan el problema.

Los dos estaban tan agotados que resistieron con los ojos abiertos pocos minutos. Ella soñó que caminaba descalza, con un largo camisón, por la orilla de un lago cristalino. Se acercó al agua e introdujo los pies; estaba fría, casi congelada. Reparó entonces en una figura enigmática que la espiaba desde el otro lado del lago. Era una mujer rubia, con el cabello largo y ondulado y unos profundos ojos azules. La disuadía de jugar con el agua y la advertía de que era muy peligroso acercarse demasiado. De improviso, su inseparable talismán comenzó a emitir destellos azulados. Sofía lo observó perpleja, ya que nunca había hecho nada parecido. Extrañada, comenzó a tiritar. Tenía mucho frío, todo su cuerpo temblaba, y por mucho que se frotara los brazos con las palmas de las manos, no conseguía entrar en calor.

Se despertó, y descubrió sorprendida que tenía la piel de gallina. Se aferró al edredón y se cubrió hasta la barbilla. «Maldito aire acondicionado», pensó. Trató de conciliar el sueño de nuevo, pero el improvisado invierno que reinaba en la estancia se lo impedía. De repente, el edredón empezó a retirarse de su cuerpo, plegándose hacia atrás sin que nadie lo tocara. Lo agarró con fuerza y tiró de él, maldiciendo a la camarera de piso que había preparado la cama. Pese a sus esfuerzos, Sofía no logró que se mantuviese quieto. Desconcertada, se sentó cruzando las piernas. La colcha continuó retirándose sola, y esa vez, al llegar al final, cayó lentamente y rodó por el suelo. Miró a su izquierda y comprobó que su hermano seguía durmiendo. Se levantó y, molesta, la recogió. Cubrió a Cris y volvió a meterse bajo las sábanas. No había pasado ni un minuto cuando el edredón repitió la misma operación. Observó esa vez cómo las sábanas lo acompañaban en una extraña maniobra de complicidad para dejarla sin cobijo.

De pronto, divisó perpleja cómo una densa neblina comenzaba a formarse alrededor de la lámpara del techo. Aquello ya era demasiado. ¿Qué demonios estaba pasando? La insólita bruma descendía caprichosa inundando la estancia, y ella, visiblemente inquieta, ahogó un grito cubriendo su boca con la mano.

—¡Cris, despierta! —Sacudió el hombro de su hermano incesantemente—. ¡Por favor, Cris, levanta!

Estaba aterrada. Bajó de la cama sin apartar la mirada de la inquietante niebla, y entonces, tal y como había sucedido en su sueño, la esfera del colgante comenzó a girar alocadamente y a emitir destellos inauditos. Se aferró a la bola metálica, intentando frenarla, y al comprobar que era una tarea imposible, trató de recordar los rezos con los que su madre solía arroparla cuando era pequeña. Aunque no sirvieran de nada, al menos conseguirían tranquilizarla, pero a duras penas balbuceaba frases inconexas. De repente, la neblina se abalanzó sobre ella. Saltó de nuevo a la cama y retrocedió hasta que su espinilla chocó contra el espaldar. Gritó.

Desesperada, llamó a Cris una y otra vez, pero él no respondía. No comprendía cómo podía seguir durmiendo en tales circunstancias; algo estaba atacándola y él parecía ajeno a todo lo que estaba sucediendo. Tenía que salir de allí. Buscar ayuda. Divisó la puerta a pocos metros. El corazón le bombeaba tan rápido que pensó que se le saldría por la boca. Insufló aire hasta hinchar sus pulmones, cogió impulso para llegar hasta ella y corrió como si le fuera la vida. Sujetó el pomo con fuerza y lo giró varias veces, pero descubrió atemorizada que no conseguía abrirla. Estaba atascada. De reojo, comprobó cómo la neblina se precipitaba de nuevo hacia ella. Con las dos manos, manipuló una y otra vez el tirador de la puerta, sin éxito. En ese momento, la bruma llegó, rozándole la cara, y por un instante, los segundos se alargaron hasta parecer días enteros. La gélida nube acarició lentamente su piel, y percibió estupefacta cómo sus labios se tornaban violáceos casi al mismo tiempo que observaba paralizada cómo el aliento que salía de su boca entreabierta quedaba suspendido en el aire. No podía chillar, ni siquiera moverse, y cuando pensó que la extraña niebla penetraría en sus huesos hasta congelar sus órganos, la puerta se abrió.

Corrió frenética hasta la habitación de sus padres y aporreó la robusta madera con saña a la vez que pedía ayuda. Finalmente, su padre la abrió. Ella atisbó su rostro confuso mientras terminaba de colocarse las gafas. Sus ojos marrones parecieron agrandarse al verla pálida y temblando de frío en el pasillo.

—Sofía, ¿qué pasa? —le preguntó, todavía adormilado—. ¿Qué hora es? ¿Qué estás haciendo aquí?

Oyó a su madre murmurar algo desde la cama.

—No lo sé, Elena… Sofía está aquí… —le contestó él.

—Hay algo en mi habitación… —dijo por fin.

—¡¿Qué?! ¡¿Quién ha entrado?! —Su rostro sonrosado perdió el color de un plumazo.

Antes de que pudiera contestar, su madre ya abandonaba la habitación y se dirigía desesperada hacia la de ella.

¡¿Dónde está Cris?! ¡¿Lo has dejado solo?! —gritó histérica.

Ambos se precipitaron en la estancia llamando angustiados a su hermano. Sofía entró tras ellos, sollozando. Cris continuaba durmiendo a pierna suelta, y se despertó al escuchar la voz de su madre.

—¿Qué pasa? ¿Ya es de día? —Se restregó los ojos y miró a sus padres, buscando una respuesta.

Ninguno dijo nada. Reprimiendo las lágrimas, Elena lo abrazó mientras su padre inspeccionaba el baño y las dos ventanas del cuarto. Recorrió hasta el último milímetro de la estancia sin pronunciar palabra alguna. Finalmente, rompió el silencio:

—Aquí no hay nadie —dijo, y se encogió de hombros—. ¿Qué es lo que has visto exactamente?

—No estoy segura… Había algo…, y quería atacarme —logró musitar.

Su madre se incorporó de un salto y se encaró con la chica:

—¡¿No será otra de tus tretas para fastidiarnos las vacaciones?! ¡Porque estoy empezando a cansarme! ¡Nos has dado un susto de muerte! Pensé que a tu hermano…

—¡Déjalo, Elena! Lo importante es que no ha pasado nada grave y que los chicos están bien. —La sujetó con ternura por los hombros—. Ahora, será mejor que todos volvamos a la cama.

—No pienso dormir aquí, papá… Estoy asustada… —Sofía seguía temblando.

Antes de que su madre interviniera, su padre contestó:

—Bien, entonces yo dormiré aquí con Cris. Y tú puedes ir a nuestra habitación.

Le costó conciliar el sueño de nuevo. No podía apartar de su mente la imagen de aquella misteriosa niebla, tan repentina y aterradora, mientras intentaba elaborar una explicación razonable a todo lo sucedido. El frío, las sábanas, la nube densa… ¡Era todo tan irreal! ¿Habría sido una pesadilla? ¿La habría traicionado su imaginación? Cris no se había inmutado; ni siquiera cuando ella gritó desgañitada llegó a percatarse de lo que estaba ocurriendo. ¡¿Por qué?! ¿Acaso no la habría escuchado? ¿O es que todo había sucedido en un sueño?

Le dolía la cabeza. Su madre ya dormía, mientras que ella se revolvía en la cama, incapaz de mantener los ojos cerrados dos segundos seguidos. Finalmente, tras varias horas de lucha consigo misma, el sueño la venció.

 

 

Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para despegar los párpados. Le pesaban como dos yunques de hierro depositados a propósito sobre la cuenca de los ojos, y sentía un martilleo continuo en las sienes que le impedía pensar con claridad. Atisbó a su madre sentada junto a ella. Tenía sus lacios cabellos morenos recogidos en una larga coleta.

—¿Qué tal estás? ¿Te encuentras mejor? —Sonreía mientras posaba la mano en su frente—. Anoche tuviste algo de fiebre.

—Solo estoy algo cansada —murmuró, incorporándose.

—Sofía, perdona… Fui algo brusca contigo. Estaba enfadada porque sabía que no querías venir aquí —le confesó consternada—. Y, en parte, tenía miedo de que ya no quisieras pasar tiempo con nosotros… Has crecido tan rápido que me parece increíble que te hayas convertido ya en una mujercita.

Su madre se levantó y continuó hablando mientras descorría las cortinas. La luz de la mañana inundó la habitación. Sofía parpadeó varias veces para adaptarse a la incómoda claridad.

—¿Tienes hambre? Nosotros hemos desayunado ya. No he querido despertarte tan temprano. Has pasado mala noche y prefería que descansaras. Pero puedes bajar a la cafetería y pedirte algo.

—Vale, me doy una ducha y bajo.

—¿Necesitas ayuda? —Ella le contestó negando con la cabeza—. De acuerdo… Tu padre y tu hermano van a bajar al pueblo y visitar la catedral. Imagino que no tienes ganas de acompañarlos. Yo me quedaré aquí contigo. Ya iremos a la catedral otro día. Voy a buscar algo de ropa a tu habitación. ¿Tienes alguna preferencia?

—Lo primero que encuentres estará bien.

—Vale, te la dejo en la cama. Estaré esperándote en la cafetería. ¡No tardes mucho!

Cuando estuvo lista, Sofía prefirió bajar los escalones anchos de piedra del castillo antes que usar el ascensor. Su madre le había preparado un vestido ligero azul celeste y unas sandalias marrones. Volvía a hacer un calor espantoso, y ni siquiera el aire acondicionado lograba mitigar esa constante sensación de asfixia. La divisó cerca de la cafetería, sentada en uno de los lujosos sofás de cuero y leyendo un libro. Al contrario que ella, Elena era una gran aficionada a la lectura. Podía pasarse horas y horas leyendo, abstraída de todo lo que sucedía a su alrededor. Sofía debía admitir que no era una gran apasionada de las letras. Prefería la música y cantar, aunque desafinase a pleno pulmón bajo la ducha.

—¿Ya estás aquí? —le preguntó, colocando cuidadosamente el marcador por la página que leía—. Será mejor que comas algo.

Pidió un café con leche y unas tostadas. Mientras escuchaba los planes de su madre para los próximos diez días, divisó a la curiosa camarera del día anterior al fondo de la sala. Pasaba el plumero por un impresionante piano de cola. La mujer reparó en que la joven la observaba y le dedicó una sonrisa amable. Sofía seguía preguntándose por qué insistía en llevar esa cofia tan ridícula en la cabeza cuando era evidente que las demás pasaban de ella.

Devoró el desayuno y acompañó a su madre hasta el patio interior del castillo. Era enorme. Había un pozo colosal en el centro, engarzado con hierro negro y ladrillo rojo. Alrededor de él, setos de metro y medio de altura cuidadosamente podados formaban figuras concéntricas. Se abrían en los laterales, creando varios senderos estrechos. Así, todos los caminos conducían hasta el asombroso epicentro. A lo largo de aquel laberinto artificial, podías disfrutar de sus bancos de madera y sumergirte en el bello jardín que habían creado.

La joven paseaba junto a su madre, quien continuaba enumerándole los increíbles parajes naturales de la zona, impresionada por su riqueza ambiental. Sofía alzó la barbilla y observó el cielo inmaculado. El brillo del sol la cegó por un instante. A pesar del grueso muro medieval que rodeaba el patio, pudo divisar la cadena de colinas a su izquierda. Mientras, a su derecha, asomaba el esbelto campanario de la catedral.

Continuaba ensimismada en el camino hacia el pozo sin prestar mucha atención al discurso de su madre. Reparó entonces en una mujer de mediana edad que estaba sentada en el banco más próximo al pozo. Sollozaba. Vestía un largo traje blanco de mangas estrechas, con un cuello excesivamente alto y sobrecargado de encajes. Una pamela de enormes dimensiones con adornos florales violetas cubría parte de su rostro afilado. La señora secaba sus lágrimas con un delicado pañuelo de seda.

Sofía llegó al pozo sin apartar la vista de aquella mujer singular.

—¿Hay una fiesta de disfraces o algo parecido en el hotel? —le preguntó a su madre, que continuaba absorta ideando sus nuevos planes de viaje.

—No que yo sepa. ¿Por qué lo preguntas?

—Esa mujer del banco viste como si fuera del siglo pasado.

—¿Qué mujer, cariño? —Arrugó el rostro a la vez que dirigía la mirada al lugar que le señalaba su hija.

—La señora de blanco…, la que está llorando.

Elena examinó el banco que le indicó. Estaba vacío. No había nadie sentado en él. De inmediato y alarmada, posó su mano sobre la frente de Sofía para comprobar si volvía a tener fiebre. Ella la apartó con brusquedad y la miró de forma interrogante.

—Sofía, en ese banco no hay ninguna mujer… No sé qué es lo que estás viendo, pero tu mente te está jugando una mala pasada. —Se aclaró la voz, dejando entrever su preocupación—. Cariño, ahí no hay nadie.

Sofía depositó de nuevo la mirada sobre él, y allí continuaba la mujer, sujetando el pañuelo con sus largos y finos dedos. De repente, alzó elegantemente la cabeza y la miró. Sofía sintió que se mareaba. Esa mujer le suplicaba con ojos compasivos, como si quisiera que la ayudara. ¡Existía! ¡Ella la veía! ¿Qué demonios estaba pasando?

Corrió hacia el interior del castillo sin volver la vista atrás. Podía escuchar el ritmo acelerado de su corazón. Bum, bum, bum… Apenas podía respirar; la laringe se le estrechaba y el pecho la oprimía. Escuchaba a su madre llamarla con insistencia, pero no se detuvo. Entró en el salón y buscó la salida. Tenía que escapar del castillo. Ese sitio estaba volviéndola loca.

De repente, una figura apareció ante ella y Sofía frenó su carrera. Era la misteriosa camarera de la cofia blanca. Al examinarla de cerca, reparó en su extrema palidez. Sus labios apenas tenían color y sus ojos eran opacos, como dos piedras negras carentes de brillo colocadas en su rostro a la fuerza.

La camarera acercó su boca a la oreja de la chica y le susurró:

—¡Algo oscuro se acerca! ¡Vete de aquí!

2

Sombra

 

 

Sofía abrió lentamente sus ojos índigos y, para su sorpresa, descubrió que se encontraba en la habitación. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Trató de incorporarse y se presionó las sienes con las yemas de los dedos. Le dolía de nuevo la cabeza y le costaba mantener los párpados abiertos. Ignoraba cuánto tiempo llevaba acostada en la cama, pero imaginó que debía ser demasiado, ya que tenía el cuerpo molido y la espalda entumecida. Divisó a su padre caminando de un lado a otro mientras hablaba por el móvil. En cuanto la vio incorporarse, corrió hacia ella.

—Hola, dormilona, ¿cómo te encuentras? —Su tono cariñoso la hizo sentir todavía más vulnerable—. Te has desmayado.

—No recuerdo mucho… —contestó, todavía confusa.

—He hablado con un médico del pueblo y lo he convencido para que venga a verte al hotel. Me ha dicho que la fiebre puede haberte causado el desmayo.

—Papá, no me gusta este sitio —le confesó con apenas un hilo de voz—. ¡Quiero irme! ¡Pasan cosas raras!

Él le lanzó una mirada compasiva que la hizo sumirse aún más en un profundo pesar. A continuación, apretó los labios y aguantó la respiración unos segundos. Tras un largo suspiro, habló con un nudo que le oprimía la garganta:

—Tu madre me ha contado que has tenido alguna que otra alucinación. No debemos preocuparnos por ello. —Hizo una pausa mientras meditaba sus palabras—. Puede que se deba al mismo estado febril de las últimas horas o algún tipo de estrés. Si tenemos en cuenta que tú no querías venir con nosotros…

—¡No, no, no! —Trató de ponerse de pie; tenía que convencerlo—. Papá, había una mujer de blanco en el patio. Y la camarera me dijo que algo maligno se acercaba.

—¿Qué camarera? ¿De qué estás hablando?

—Tienes que creerme. —Comenzaba a alterarse—. Tenemos que irnos de aquí. ¡Quiero irme!

—Tranquila, no va a pasar nada. El médico vendrá a verte. —La devolvió a la cama y la arropó de nuevo—. Seguro que no es nada grave. Si nos dice cualquier cosa a tener en consideración, volveremos a casa. —Arqueó las cejas, esperando a que respondiera, pero ella guardó silencio; no le quedaban fuerzas para discutir—. Volveremos. Te lo prometo. Ahora tienes que descansar.

Lo miró con ojos suplicantes, pero él se limitó a regalarle un beso en la frente, acariciar sus mejillas y jurarle que regresaría enseguida. En cuanto su padre salió, apoyó los pies en el suelo. Llevaba el mismo vestido azul con el que había bajado a la cafetería. Se acercó a la puerta y escuchó la voz de su madre en el pasillo. Giró entonces con mucho cuidado el pomo y la abrió unos pocos centímetros. No podía ver el rostro de su padre, que se encontraba de espaldas a ella, pero su madre sacudía la cabeza mientras contenía las lágrimas.

—Puede que esté fingiendo, intentando llamar nuestra atención… —se lamentaba con voz entrecortada—. No me malinterpretes, Roberto. Prefiero que sea eso a que tenga una enfermedad rara. ¡Dice que ve cosas!

—No vale la pena pensar en esto ahora; no hasta que le hagan las pruebas oportunas.

Sofía cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, percibiendo el amargo frío de la madera que la separaba de sus padres. No podía evitar sentirse culpable, ni siquiera ella misma sabía lo que le estaba pasando. La niebla, la mujer de blanco, la camarera… ¿Podría ser todo producto de la fiebre? Tenía que ser eso, porque no estaba loca. Contuvo las lágrimas que querían escapar furiosas al considerar semejante insinuación. ¡Estaba cuerda! Quizá fuese el castillo, que estaba embrujado. Debía ser eso. Lo había visto en las películas. Esas cosas podían ser reales. ¡Porque a ella no le sucedía nada malo! Apretó los puños con decisión, convencida de que, si volvía a casa, toda esa pesadilla acabaría.

Su madre irrumpió en la habitación visiblemente nerviosa. Se había secado las lágrimas, pero sus ojos continuaban enrojecidos.

—¿Qué haces levantada y caminando descalza? —la increpó, dejando escapar una cansina exhalación—. Anda, vuelve a la cama. —Obedeció sin rechistar—. ¿Quieres ponerte algo más cómodo? ¿Algo más abrigado?

Elena había abierto el armario y rebuscaba entre su ropa con las manos temblorosas mientras procuraba mantener un semblante firme. Sofía había olvidado lo enérgica y protectora que se volvía su madre ante una situación estresante.

—No te preocupes, mamá, ya buscaré yo algo que ponerme —le dijo al comprobar que prácticamente había desmantelado todo el armario—. ¿Dónde está Cris?

—Jugando a ese chisme en nuestra habitación. —Ella sonrió para sus adentros. Su madre seguía siendo incapaz de usar la palabra «consola»—. Tu padre ha ido a buscarte algo de comer. Le he dicho que fuera algo ligero. Así tu estómago no se resentirá.

—No tengo mucho apetito —le confesó, a sabiendas de que ignoraría su petición.

—Son ya las tres de la tarde. Tienes que intentar probar algo, aunque sea una sopa caliente —insistió—. Si no estás fuerte, no podrás recuperarte, ¿lo entiendes? —Ella asintió varias veces—. Ahora voy a echarle un vistazo a tu hermano.

Se encaminó hacia la puerta, bajo la atenta mirada de Sofía.

—Mamá, yo no quería arruinar las vacaciones…

Ella se volvió y le sonrió con dulzura.

—Lo sé, cariño, lo sé…

En cuanto desapareció, Sofía volvió a levantarse e investigó en el armario. Buscaba algo cómodo que ponerse, y al final se decidió por unos pantalones piratas marrones y una camiseta verde. Continuaba el calor, y se encontraba mejor, ni mareada ni extremadamente cansada. Aun así, no quería disgustar más a su madre, por lo que volvió a la cama. Se cubrió las piernas con una manta ligera, dejando libre las caderas, y encendió la televisión, decidida a entretenerse con cualquier programa que estuvieran emitiendo en ese momento.

Estaba jugando con el mando a distancia cuando notó una pequeña quemazón en el pecho. Curioseó por debajo de la camiseta y descubrió alarmada que el talismán centelleaba alterado. Brincando, intentaba desprenderse del cordón que lo mantenía sujeto. Sofía se situó rápidamente delante del espejo del tocador. Se quitó la camisa y confirmó que tenía toda la zona del tórax enrojecida. Tanto el cordón como la esfera ardían, y el brillo del metal era cada vez más intenso. Entonces, examinó espantada su rostro en el espejo. Una aureola comenzaba a perfilarse alrededor de sus cabellos, y sus ojos añiles parecieron aclararse tanto que pensó que llegaría a perderse en ellos. De repente, atisbó por encima del hombro derecho una silueta tan oscura como el carbón más puro. Tragó saliva varias veces. Luego entornó los párpados, repitiéndose a sí misma que aquello no era real. «Eres una alucinación… Nada más que una alucinación». Después se giró y, desconcertada, comprobó que la sombra inquietante había desaparecido. Debería sentirse aliviada, pero no lo estaba. ¿Y si no se trataba de una visión? ¿Y si el castillo estaba poblado de fantasmas?

Recelosa, decidió abandonar la habitación; no quería estar sola por si esa cosa regresaba. Porque algo en su interior le repetía que lo haría y que no se desvanecería la próxima vez únicamente cerrando los ojos. Sin embargo, al cruzar el umbral, volvió a sentir un ligero mareo. «Otra vez no —se dijo—. No puede estar ocurriendo de nuevo». Luchó por mantenerse erguida. La cabeza le daba vueltas y comenzaba a tener la visión borrosa. El pasillo se le antojó más largo y estrecho que nunca; no llegaría a cruzarlo en el estado en el que se encontraba. Así que se dirigió hacia la habitación de sus padres y aporreó la puerta, esperando que alguien respondiera, pero nadie contestó. Se apoyó en el muro y aferró sus manos a la pared. No podía desmayarse, no podía desplomarse en ese pasillo, sin nadie a su lado, por lo que intentó controlar la respiración realizando inspiraciones y exhalaciones profundas y pausadas.

Caminó arrastrando la espalda por el muro. Tenía que llegar hasta los ascensores. Allí siempre había huéspedes que se aglomeraban, ansiosos por llegar antes al restaurante renegando de las escaleras, y entonces podría pedir auxilio. Solo tenía que hacer un pequeño esfuerzo: alcanzar el fondo del pasillo y doblar a la izquierda.

La alfombra roja que decoraba el pavimento le resultó molesta; brillaba con una intensidad que empequeñecía todo lo que se encontraba a su alrededor. Aun así, divisó a un niño con una impoluta camisa blanca y unos pantalones marinos hasta la rodilla saltando a la pata coja en mitad del corredor. «Quizá él pueda pedir ayuda», pensó. Abandonó la pared y, tambaleándose, llegó hasta él, quien continuaba jugando de espaldas a ella sin ni siquiera percatarse de su presencia. Sofía intentó hablar, pero entonces descubrió aterrada que su voz estaba apagada, no conseguía pronunciar ningún sonido. Se llevó la mano a la garganta en un desafortunado intento por despejar las palabras que se agolpaban en su laringe, provocándole un inoportuno embudo. De repente, el niño se dio la vuelta y ella retrocedió espantada. Su rostro acusaba la misma palidez extrema que la camarera. Tenía los labios violáceos, y sus ojos marrones eran dos rocas inertes carentes de brillo.

—¿Puedes verme? ¿Quieres jugar conmigo?

Ella quiso gritar, pero no pudo. Corrió hacia atrás sin apartar la vista del niño, y entonces alguien la frenó. Giró la cabeza lentamente mientras tragaba saliva, y descubrió a su espalda el rostro de una anciana desdentada, con los cabellos revueltos y los ojos en blanco. La vieja sonreía mientras sus dedos huesudos trataban de acariciar su larga melena.

Se retiró aterrada. Desesperada, no sabía hacia dónde huir. Estaba atrapada en un interminable pasillo con seres fantasmales. Pensó en volver a su habitación y refugiarse allí, pero desechó esa idea de inmediato. No quería recluirse sola dentro de aquellas espeluznantes cuatro paredes. Tenía que salir, volver a la realidad, porque todo aquello debía ser un mal sueño, no había otra explicación posible. Y si fuera cierto y ese castillo estaba encantado, tenía que alejarse de él, donde ninguno de sus espectros lograra alcanzarla.

Se hinchó de coraje y continuó su camino. Pero le costaba despegar los pies del suelo, parecían de plomo, y la anclaban al corredor, que ahora comenzaba a fluctuar ante ella impidiéndole avanzar. ¡Ya no tenía ni idea de cuántos metros la separaban de los ascensores! Estaba perdiendo visión, las piernas le flaqueaban y las manos le sudaban. ¿Tendría fiebre de nuevo?

De pronto, percibió un susurro gélido que consiguió estremecerla hasta desear morir en ese instante. Se extendía invisible como el eco de las montañas, ligero y veloz. Viajaba enérgico, con un itinerario presumiblemente marcado y cuyo destino final era ella. No pudo comprender el mensaje que portaba, ya que las palabras, que resonaban lejanas, solo lograron acariciar sus oídos envueltas en un engañoso terciopelo. Asustada, apretó los ojos. Alguien la buscaba. Permaneció anclada al suelo unos segundos que se le antojaron eternos mientras escuchaba esa voz espeluznante recorrer incesante los pasillos. Cogió aire. Se atrevió a abrir un ojo y luego el otro. Entonces, espantada, atisbó la silueta de una mujer a su derecha que pronto reconoció. La camarera se aproximó a ella como si flotara; sus pies no llegaban a rozar el pavimento. Sofía observó las profundas ojeras que marcaban su rostro. Le pareció más lívida que nunca. Tenía las mejillas agrietadas, y los labios eran dos tabiques mortecinos que no dejaban pasar el aire.

—¡Ya viene! ¡Tienes que salir de aquí! —le advirtió—. ¡Corre! ¡Corre!

Un miedo descomunal recorrió todas las venas y arterias de su cuerpo, obligándola a avanzar. Desconocía quién se acercaba, pero percibía una oscuridad glacial que se propagaba como un enemigo sigiloso por todo el hotel. Corrió, deseando que sus fuerzas no volvieran a traicionarla, sin mirar atrás, con la certeza de que la enigmática camarera la acompañaba en su huida. De improviso, justo cuando estaba a punto de girar para tomar el pasillo de los ascensores, una neblina negra surgió súbita ante ella. Sofía frenó en seco, pero perdió el equilibrio y terminó cayendo al suelo. A cuatro patas, alzó la barbilla y contempló horrorizada cómo ese humo negruzco se retorcía en el aire componiendo figuras que no lograba descifrar. Poco a poco, comenzó a definirse frente a ella una silueta alargada y esbelta, con extremidades desproporcionadas y una cabeza ovalada. Buscó desesperada ayuda en la camarera, que había permanecido junto a ella, pero se desvaneció sin más.

—Sofía, ¿qué te ha pasado? ¿Qué haces aquí? —La inconfundible voz de su padre alivió de inmediato su pavor. ¡Por fin alguien aparecía para rescatarla!

Se dio la vuelta y trató de alertarlo al comprobar que él no se había percatado de la extraña presencia, pero fue demasiado tarde. La sombra se abalanzó sobre ella, le agarró las muñecas y la arrastró sin compasión. Perplejo, Roberto contempló cómo su hija se deslizaba sobre la alfombra del pasillo a gran velocidad. Dejó caer al suelo la bandeja que portaba la comida y corrió detrás. Logró sujetarla por las piernas, frenando su avance. Tiraba de ella con el corazón agitado y sin comprender qué estaba sucediendo.

—¡Sofía, aguanta! ¡Aguanta, cariño!

—¡Papá! —Ella se sorprendió al constatar que había recuperado la voz—. ¡Papá, ayúdame! ¡No me sueltes! ¡Por favor, papá!

—¡No voy a soltarte! ¡Aguanta! —gritó desesperado.

—¡No puedo más! ¡Me tiene agarrada!

—¡¿El qué?! ¡¿Qué demonios está arrastrándote?! —le preguntó sin comprender lo que ocurría.

Atónito, inspeccionó el entorno, pero no consiguió discernir nada que pudiera estar provocando aquella situación. Algo invisible quería llevarse a su hija, y él no podría sujetarla mucho más. Esa cosa tenía una fuerza descomunal, imparable. Decidido, mantenía los labios apretados y el ceño fruncido mientras se percataba de que tenía las manos enrojecidas por el esfuerzo. Las piernas comenzaron a flaquearle sin que pudiera controlarlas. No era un hombre atlético; era un tipo alto, pero más bien delgado. Aun así, no podía rendirse, no podía abandonar a su hija, y no desistió en la lucha.

Sofía observó amedrentada cómo lianas de humo negro la sujetaban por las manos e iniciaban un ascenso vertiginoso por ambos brazos. Era consciente de que su padre no resistiría mucho, y por eso, cuando advirtió que su arrastre la abandonaba, se dejó llevar. De improviso, recuperó una verticalidad prodigiosa, y pronto cayó en la cuenta de que sus pies no tocaban el suelo, sino que levitaba a varios centímetros de él. La sombra la envolvió en su halo oscuro y el pasillo entero se ensombreció. Las tinieblas invadieron el lugar, impidiendo que pudiera distinguir a su padre. No obstante, descubrió impresionada a decenas de almas que gritaban suplicando auxilio. ¿Dónde estaba? No había abandonado el hotel, ni siquiera la planta donde se encontraba. Y, sin embargo, aquel lugar era diferente. Lúgubre. Sombrío. Había surgido de la nada como un espejismo gris de la realidad. Las paredes, las puertas de las habitaciones, incluso la alfombra, habían perdido su color. Todo poseía un aspecto plomizo. A pesar de encontrarse paralizada, desafió con la mirada a su agresor. No podía mover ningún músculo del cuerpo, estaba a merced de su sobrenatural enemigo, aun así, quiso descubrir quién iba a poner fin a su corta vida.

Vestía una túnica oscura que ocultaba la forma de su cuerpo. Era etéreo y a la vez espeso, era hielo y al mismo tiempo fuego. Quiso examinar su rostro, lo escudriñó con ojos temblorosos, y quedó horrorizada al comprobar que carecía de él, sin nariz ni boca apreciable; únicamente, un humo negruzco que deformaba sus facciones. No obstante, bajo la capucha divisó dos guijarros negros como un pozo sin fin que parecían ser sus ojos. No había vida en ellos. Solo muerte. Así que era ella, la propia Muerte había estado atemorizándola y ahora la reclamaba.

La sombra estiró uno de los dedos, que pronto tomó la forma de una aguja alargada, y acarició su frente. El dolor que experimentó fue tan intenso que pensó que le estaba arrebatando el alma. Se retorció como pudo, intentando escapar de las garras de la Muerte, pero todo lo que hacía resultaba inútil. Y, en ese preciso momento, sin saber cómo, el talismán comenzó a brillar de nuevo, saltando enérgico sobre su pecho, hasta que una ingravidez total pareció asaltarlo, para luego detenerse y colocarse en posición horizontal. Ondeaba vigoroso mientras emitía sus inconfundibles destellos azulados. Sofía se percató de que una energía misteriosa se apoderaba de todo su cuerpo: sus ojos se tornaron más claros y su larga melena castaña clara parecía más dorada. Entornó los párpados, empujada por las decenas de palabras que se agolpaban en su mente. Y de sus labios, como un susurro melodioso, nacieron frases dinámicas y resueltas, aunque incoherentes para ella:

—Polvo al polvo, tierra a la tierra, ceniza a la ceniza… —se escuchaba a sí misma, perpleja—, te expulso de este lugar y te prohíbo regresar.

Repitió metódica, sin entender el porqué, tres veces los vocablos que florecían en su cabeza y cobraban vida en su boca. Dibujó una sonrisa instintiva en su rostro al descubrir que la sombra, poco a poco, iba retirándose y se desvanecía en el aire, sorprendida, hasta que se transformó de nuevo en una neblina indefensa.

Sofía levitaba a medio metro sobre el suelo. Tenía los brazos extendidos y la cabeza hacia atrás. En cuanto cesaron de brotar las frases de sus labios, se precipitó al suelo como una muñeca de trapo, frágil y desvalida.

—¡Sofía, Sofía! —Su padre la sostenía, abrazándola—. Despierta, mi niña… ¡Despierta!

Ella abrió con lentitud los ojos y observó su rostro angustiado.

—¿Qué ha pasado?

Roberto retiró la sangre que emanaba de su frente y, consternado, descubrió una herida en forma de triángulo que resaltaba sobre su piel con inquina.