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GUILLERMO
FADANELLI

EL HOMBRE
MAL VESTIDO

NARRATIVA

DERECHOS RESERVADOS
© 2020 Guillermo Fadanelli
© 2020 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,
Colonia Escandón II Sección,
Alcaldía Miguel Hidalgo,
Ciudad de México,
C.P. 11800
RFC: AED140909BPA

© Ilustración de forros: Artemio / Patricio Crespo de Lassé

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Primera edición: abril de 2020

ISBN: 978-607-8667-57-4

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GUILLERMO
FADANELLI

EL HOMBRE
MAL VESTIDO

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PRIMERA PARTE

1

–Podrías vestirte un poco mejor.

–¿Para qué? No sé qué significa vestirse mejor.

–Vestirse menos mal, quiero decir. Aliñarse. No lastimar los ojos de quienes te miran.

–Tampoco comprendo qué cosa significa vestirse menos mal.

–Si usas ropa adecuada o más formal te despreciarán menos. Todos juzgan y vomitan apenas te ven, es así…

–Lo harán de todos modos.

–O imagínate que eres como un paisaje… todos mere­cemos que el paisaje sea lindo, ¿no?

–Tienes razón, pero no puedo hacer nada al respecto.

Ángela Benavente, An-ge-lá, se entrometió a la habitación del hombre de quien, murmuraban en aquel vecindario del barrio de Tacubaya, era sospechoso de cometer ocho o quizás más asesinatos en el lapso aproximado de un mes. Rumores de poca monta… ¿solamente ocho crímenes? Una cifra arbitraria e insignificante que podría incrementarse de acuerdo a la imaginación y al temor de cada habitante de la ciudad. Una manada de gañanes descontrolados, de parias armados podía haberse encargado de realizar fecundos tratos con la muerte, ofrecerle a esta muerte glotona el cuerpo de algunos desgraciados, y así mantenerla complacida.

–Toma tu alimento, ciudad.

–Mmmmm.

–¿Está rica la papa? ¿Llica, llica?

–Mmmmm.

–¿Está rico el ejote? ¿Está llico, chabochón?

–Mmmmm.

Se dibuja a la muerte como a un esqueleto, cuando la pura verdad es que su glotonería carece de límites. ¿Por qué no se le dibuja panzona? En Tacubaya el miedo había perdido el rumbo y podía llegar y hospedarse en la casa de quien menos lo esperaba. La muerte es nada menos que esa espera; mirar a través de la ventana y preguntarse: ¿cuándo la veré acercarse desde el final de la calle? ¿Pero de qué carajos se está hablando aquí? ¿De unos cuantos cadáveres sin conexión alguna? ¿Quiénes? ¿Cómo? Pequeño racimo de dolor en una tierra pródiga de bárbaros y maleantes que no provienen de la izquierda o la derecha política, sino de abajo, más abajo y aún más abajo: minucias, migajas, pildoritas para satisfacer el nerviosismo de la muerte, esa muerte a quien le place dormir con la boca, las piernas y los oídos bien abiertos. La muerte, como se sabe, duerme con la boca abierta para que no se le escape ni siquiera una mosca. A diferencia de lo que su­cede en una novela, en cualquier humilde o recatada serie de televisión o película de acción y aventuras “ocho cadáveres” sería considerada una cifra ridícula e ingrata para el ritmo de la necesidad contemporánea. En la pantalla cinematográfica se despachan, como si nada, a cientos de hortalizas humanas y un misil o una ráfaga de metralleta se lleva quebrados a cientos de esqueletos en un solo suspiro. Una tonelada de morcilla no satisface ni a la muerte más humilde. Unas cuantas horas ante la televisión o el cine prueban que allí mueren más personas en un día que las que han perecido físicamente a lo largo de la historia completa de los seres humanos. El ruido de las metralletas y bombas es la música de la fantasía cinematográfica. ¿Son estas palabras una introducción acerca de algo? Espero que no, de lo contrario, habré ya decepcionado a los pocos inocentes que tomaron el libro dotados de buena fe o de alguna esperanza inexplicable.

–Lo primero que hace la gente es mirarte los zapatos. Y los tuyos están gastados –la observación de Angelá incomodaba a Esteban.

–¿Y por qué me miran los zapatos? ¿Por qué ven hacia el suelo? ¿Qué esperan encontrar allí, en el suelo?

–No sé, cómprate un par de zapatos finos. Es más… yo te los compro.

–Si esperan encontrar ratas van a encontrarse ratas. No te preocupes por mí. Imagina tú que mis zapatos son ratas.

Luego de que Ángela Benavente entrara en aquella habitación de la azotea y levantara una tapia en el piso cuya oquedad y telarañas sólo ella y su inquilino, Esteban Arévalo, conocían, encontró una libreta escrita por él. ¡Una libreta en estos tiempos carcomidos por la metástasis digital! ¿Cuándo desaparecerá la última libreta y se llevará consigo su aura de cosa humana? Las tapias formaban el piso de un clóset de pino deteriorado y Ángela había llegado hasta ese cuaderno guiada por una mera intuición mientras revisaba el estado del humilde y algo desolado cuarto de Esteban. ¿Había encontrado Ángela un mensaje cifrado en esas notas? ¿El mensaje del… asesino? Ángela no lo sabía. Tomó el cuaderno con sus dedos esbeltos, desembarazados de joyería y leyó el siguiente texto escrito por medio de una letra desordenada, como si perteneciera a alguien que intentaba recordar palabras que aprendiera en una lejana infancia:

Si algo es absurdo entonces es verdadero. Aprendí esta lección demasiado tarde, pero no me pondré a llorar debido a mi tardanza e ingenuidad. Es posible que jamás haya soltado una lágrima en mi vida, pero que no se me acuse por ello, pues existimos hombres que nacimos secos. Si los hombres quieren salvarse del caos y del desasosiego que los perturba les ofrezco un consejo sencillo de seguir: entren al coño de una mujer, no importa la estatura de ustedes o la de ellas, ni su color de piel, dieta o educación, o si usan iPhone, Instagram o palomas mensajeras para comunicarse. ¡Eso no tiene ninguna jodida importancia! Adéntrense en ese coño a la voz de ¡ya! antes de que sea demasiado tarde y se presente un idiota preñado de poder a terminar de joder las vidas de las señoritas. Y una vez que den el paso y penetren esa hermosa oquedad no se les ocurra salir de allí jamás, mulas pretenciosas, estúpidos servidores del algoritmo y de la definición exacta, bastardos a priori, bestias enredadas en su propio pito. Entren y reposen en la cavidad tibia hasta que finalmente se percaten de que, fuera o más allá de esa madriguera, absolutamente todo es absurdo y que por ello mismo uno debe tomarse la vida con calma y resignación. Cuando me percaté de que durante el transcurso de la vida el absurdo es lo único que contiene algún sentido me encontré de pronto frente a una tranquilidad inesperada; no hay fortuna más grande en este mundo que la tranquilidad de los muertos. La tranquilidad y sosiego de los cadáveres inspira confianza, vida, deseos de viajar inclusive. Fue demasiado tarde, lo sé, pero uno también puede disfrutar de las migajas y las sobras como si fueran un banquete fenomenal. El paraíso a donde yo me dirijo está empedrado de migajas. Sobre ellas caminaré.

Esteban Arévalo: el hombre mal vestido.

Después de leer las anteriores palabras en la primera hoja de una libreta de pasta dura, Ángela Benavente se enterneció y se preocupó como la madre ante el hijo enfermo, apretó un mechón de su cabellera parda con su puño izquierdo y, como si sus labios delgados ensayaran una oración, dijo para sí misma: “Pobrecito Esteban, cuánto debió de haber sufrido. Ponerse a escribir estas tonterías en un cuaderno viejo en vez de hacerlo en mi computadora. Ojalá aparezca pronto por aquí y desmienta tanta basura que se murmura sobre su persona. Si lo conocieran a fondo como he llegado a hacerlo yo sabrían que él es incapaz de matar a nadie. ¿Esteban… un asesino? ¡No chinguen! Antes de que eso fuera verdad comenzaría a nevar en plena Tacubaya; o caerían almorranas rosadas del cielo. Yo pienso que es muy sencillo saber quién es capaz de asesinar; solamente hay que cerrar los ojos, palpar su piel y pasar unos minutos plenos de tranquilidad a su lado. Y entonces su cuerpo te transmitirá una sensación inigualable, una caricia fría, malvada, perversa: un mensaje que no necesita letras. Las letras no presienten el hacha o la bala en tu frente. Yo sé esto porque en mi juventud, hacia los veintitantos, cuando fui una mujer rica, viví al lado de asesinos potenciales que se dedicaban a construir y rentar casas en vez de clavar cuchillos y de cortar las lenguas de sus inquilinos. Rentar y matar lentamente son la misma chingadera. ¿No lo sabré yo que voy enfilándome hacia los cuarenta años? ¿Quién fue el hijo de la chingada que abrió la llave del tiempo? nadie, y eso sí que es una tragedia: ¡nadie! Sólo que hasta ahora me he dado cuenta de que las gotas que antes brotaban huevonas del grifo se han vuelto una cascada. En cuanto Esteban regrese de sus misteriosas ausencias lo enfrentaré. Maldito cabrón, y le pediré que me explique por qué ha escrito estas notas y por qué me esconde sus sentimientos”.

De esta manera algo abrupta expresaba Ángela Benavente sus íntimas tribulaciones y enojo. ¿Qué cosa significaba algoritmo?, se preguntaba ella, y aunque no comprendía del todo el sentido de la nota recién leída y firmada por Esteban, sospechaba el dolor de su autor y le intrigaba el nombre con el que había sido firmada la mi­siva que recién había leído: “El hombre mal vestido”. ¿De dónde había obtenido ese apodo Esteban? ¿Le atormentaba el estado de su vestimenta o estaría, su amado primo e inquilino, escribiendo una novela o alguna tontería parecida? ¿No se hallaba enterado de que las novelas habían dejado de ser interesantes para la gente y que la habitual bandada de pájaros que clavaba el pico en las letras había volado hacia otras direcciones? ¿A quién estaban dirigidas aquellas palabras? ¿Por qué se hallaban, además, en un cuaderno oculto bajo la duela? ¿Seguía él creyendo en el misterio de las cosas? ¡No! ¡Era un hombre aplicado! ¿O habría copiado, Esteban, aquellos actos de una serie de televisión atarantada? Resulta natural que los hombres desdichados, con tal de salvarse de su angustia opresora, se consideren a sí mismos grandes artistas y deseen enderezar de una pincelada el mundo en el que los parieron, mas Esteban no le parecía a Ángela un hombre desgraciado o maltrecho moralmente hasta el momento de leer aquel cuaderno oculto. La Benavente cerró la libreta que había colocado encima de sus muslos firmes y carnosos y la introdujo bajo la tapia astillada que servía de piso al maltrecho clóset de madera. Ángela salió de la habitación, resguardo de Esteban, el salón, como llamaba él a su cuarto, y se dirigió rumbo a su propio hogar ubicado en aquella misma vecindad de ladrillos rojos y dinteles elegantes, la cual conservaba cierta solemnidad clásica de principios del siglo XX. La vecindad de un solo piso se desplazaba sobre un pasillo central y el único cuarto de azotea era el que ocupaba Esteban. A ambos los separaban unos cuantos metros, una escalinata, los deseos de fornicar y de mirarse. Para ir en su busca ella sólo tenía que ascender las escaleras que conducían a la azotea, o él bajar al departamento de su prima. Ojalá todo resultara tan sencillo; ni siquiera se acercan a ser los treinta escalones de san Juan Clímaco: sólo son diecisiete.

–Si te desmayas en la calle no va a recogerte ni el basurero.

–Todavía hay gente buena.

–Pensarán que estás ebrio, o drogado.

–Angelá, no soy yo la clase de persona que se desmaya en las calles. Soy precavido y sabría que algo así sucedería desde un día antes. La cocaína me convirtió en un ser prudente.

–¿En verdad te drogabas?

–No, no me drogaba. Sólo trataba de administrar bien mis pasos. En fin, eso fue hace años. Ahora sólo me tomo unos tragos para soportarme.

Ángela confiaba en que pronto la figura lánguida y fantasmal de Esteban aparecería sorda y nítida en la vecindad, y que el hecho de su sola presencia desmentiría las sospechas de su culpabilidad y los diretes de tanto estúpido boca floja: es decir, su presencia acabaría con las sospechas de ser el asesino de varias personas en apariencia inocentes y comunes. El rumor aumentaba y se extendía, de modo que habría que oponerse a él y contrarrestarlo. “Todos tenemos algún motivo para matar, sí, odios que se curan con un poco de sangre y dolor, pero Esteban no. Ni siquiera logra memorizar el nombre de las personas que lo queremos y soportamos. Nadie lo conoce como yo, mentecatos difamadores, hijos de mierda”, refunfuñaba Ángela y no se cansaba de insultar en silencio a quien ponía en duda la inocencia de su primo. El insulto desde el silencio, qué gran invención o privilegio, se decía Ángela. La acusación es un deporte, una gimnasia humana, y quien no se haya pasado la mitad de su vida acusando o señalando a alguien de sus propias desgracias tiene que ser un dios o un animal. Ángela era consciente de que sus insultos resultarían siempre menores, poca cosa, fruslerías chatas comparadas al castigo que se merecían los que dañaban la reputación del hombre de quien ella se había enamorado, su primo e inquilino, el hombre mal vestido o como quisiera él llamarse. En cambio, defender a alguien, vaya ejercicio; hay que saber elegir bien al defendido, de ello depende la fortaleza o la debilidad de la causa. ¿Había elegido bien y con tiento Ángela Benavente? Habrá que comprobarlo. En último caso si lo que angustiaba a Esteban era vestirse con pura garra y que lo despreciaran, Ángela podía, en el acto, comprarle los trajes, camisas y los zapatos que él eligiera. Que se lo pidiera y ella, tronando los dedos, lo convertiría en un dandy, en un elegante Patrick Bateman oriundo del barrio de Tacubaya.

–A tu edad… y vestirse así…

–¿Vestirme cómo?, ¿cómo?

–Así, así…. si fueras un monje lo entendería. El monje de Tacubaya, ¿no te da pena?

–Cuando me veas cierra los ojos. No sufras.

–¿Acaso eres budista? Dime.

–No, nadie es nada, mujer, excepto tú. ¿Qué idea tienes de los budistas y los monjes? Me haces reír.

–Ríete de tu madre, cabrón.

2

Cuando era un esmirriado y tímido niño de diez años, desgarbado y alto para tal edad, Esteban Arévalo ansiaba convertirse en policía apenas cumpliera los dieciocho. Añadir más superhéroes a este podrido mundo. ¿Para qué? Los superhéroes nos han hundido en el fango más que rescatado de la penuria. Los superhéroes son capaces de destruir una ciudad entera con tal de salvar a una mujer en peligro. Esteban no podía explicar su deseo y menos a esa edad en que los niños quieren serlo todo, un dron o una mascota, una aplicación o un futbolista millonario y aplaudido por incontables admiradores a los que no puede siquiera estrecharles la mano, aunque invirtiera varias vidas tratando de hacerlo. Desconocer e ignorar a quienes te admiran, de eso precisamente se trata la fama: convertirse en un ser invisible, un holograma: ¡Desaparecer! Ignorar a los que te admiran y matarían por ti. Mundo de perros. A los diez años, decía, Esteban daba la impresión de ser un garabato en el aire, un escupitajo que se desparrama en el viento, una simple y majadera intuición, un proyecto sin horizonte que justifica cabal­mente las palabras de Montaigne: “Todo es movimiento irregular y continuo, sin dirección y sin objeto”. Esteban, en aquel momento de su niñez, cuando sus huesos elásticos podían catapultarlo desde la acera percudida hasta las ramas de un árbol, deseaba hacer el bien y defender a su familia de las malas personas, de los hijos de puta que nacieron con el único propósito de morder la carne y los huesos sin que medie para ello ningún motivo. Así era: el niño escuálido que soñaba con enfrentarse a la maldad, pese a que entonces no podía definir la maldad más allá de sentir un dolor profundo en el estómago ante determinados actos, y decirse a sí mismo: “Algún día voy a convertirme en un superpolicía para pelear en contra de los asesinos y de los malvados. No me gusta ver a las personas llorar. No me gusta que les causen daño. Mataré a los que matan”. Pendejo escuincle, payaso.

–Algún día seré policía y aniquilaré a los criminales –espetaba el palurdo Esteban ante el rostro extrañado de sus padres, los tres miembros de la familia sentados a la mesa en la casa de su infancia, en el Edificio Isabel de la avenida Revolución.

–Si matas, tú también serás un criminal –respingaba su madre, bella sí, pero volátil y quizás un poco lunática, como toda mujer que le ha entregado el alma a su cuerpo.

–Me convertiré en un héroe, ¿verdad, papá?

–Serás un maldito criminal igual que ellos. –Su madre no tenía empacho en maldecir. Era, por decirlo así, la esencia de su naturaleza, y si tenía que decidir entre un insulto mordaz y un halago se inclinaba por el primero. Y todavía no cumplía ella los treinta años.

–Esteban será un profesionista; tiene un futuro y nada podrá desviarlo de él, a menos que yo me muera –objetaba su padre, en mangas de camisa, el señor arquitecto. El renombrado cuarentón y funcionario de la compañía de bienes raíces Mier y Pesado.

–El futuro está aquí ya sentado a la mesa –observó la madre–. ¿No te has dado cuenta? Está aquí frente a ti diciendo idioteces.

–Es un niño afortunado y tiene una familia, mañana sabrá que para ser policía en México se requiere tener mala sangre o un poco de santidad –sentenciaba el padre acariciando la cabeza del niño y mirándolo a través de cierta inusitada ternura. Los niños, padre e hijo, unían su esquelético poder frente a las crueles premoniciones y dictámenes de la madre.

–No será afortunado siempre, el futuro no puede comprarse y ya ni siquiera está a la venta. Hoy Esteban es un niño mantenido, y mañana, pues quién sabe, un policía, ¿por qué no? O un criminal, es lo mismo… –añadió la madre, maliciosa, sospechando que esa familia no habría de mantenerse en pie muchos años más.

–Digan lo que quieran… seré policía y ayudaré a la gente. –Esteban alzaba los hombros. Los padres también son un accidente, algo que te sucede, y él lo sospechaba. Y no le importaban sus comentarios. Dos sillas discutiendo a su alrededor, a eso los reducía.

¿Quién en el universo podría culparlo de su inocencia y de sus anhelos samaritanos? Nadie; los niños, aún inmersos en su estúpida sabiduría, no sospechan siquiera la clase de mundo al que han sido lanzados. A su edad, Esteban no poseía la experiencia suficiente para hacerse una idea más amplia de lo que significaba ser policía. No había leído todavía a Chester Himes, el escritor negro que desde la cárcel en Missouri creó a sus dos famosos detectives, Ataúd Ed Johnson y Sepulturero Jones; ni mucho menos tenía noticias de Gilbert K. Chesterton, el escritor inglés cuya estatura sobrepasaba los 1.90 metros y sus ciento treinta kilogramos de peso lo volvían un experto conocedor de la gravedad del mal. Sobra decir que tampoco había leído a Leonardo Sciascia, Rafael Bernal, Walter Mosley, James Ellroy, Ken Bruen o algún otro escritor obsesionado por el crimen, la razón y la violencia. La inocente carne de Esteban palpitaba a su pesar y él se lanzaba de cabeza a un futuro empujado por un contundente propósito proveniente de la nada: hacer justicia. Esteban se veía a sí mismo en un futuro no muy lejano esposando las muñecas de los asesinos y pateando el culo de los maleantes, arrestando a los rateros y a los violadores. Se trataba de un impulso, nada más, ridículo y justiciero, cosa de niños, romanticismo lampiño. Este impulso cosa de niños, ingenuidad ambulante, utopía de mentecatos, era lo único que Esteban poseía y experimentaba como verdadero, lo mero suyo, su propiedad, pues ni siquiera los insultos que llegaba a lanzar al aire nacían o provenían de su boca; venían de otros lares, de la herencia materna, de sangre confundida y cruceros extraviados; de la boca de un antepasado varado en una costa haitiana o de quién sabe quién. Cuando alguien tira un insulto su improperio está respaldado por decenas de generaciones. Esteban intuía lo que significaba el bien, pero los insultos brotaban de su boca sin que él pudiera detenerlos o comprenderlos. Le habría bastado, con el propósito de tranquilizarse y respirar sosegado, vociferar contra los criminales: “¡Hijos de su puta madre, me las van a pagar el día que crezca y sea yo policía! ¡Van a pudrirse en la cárcel, marranos asquerosos, hijos de la chingada! ¡Voy a ponerles sus propios huevos en los talones, y a cada paso se arrepentirán de sus chingaderas!”. Sin embargo, él aún no cultivaba un odio que pudiera expresarse de forma semejante, ni la sinceridad de sus insultos y maldiciones se aproximaba, por ejemplo, a la que Ángela Benavente podía arrojar al rostro de cualquier pelagatos que la acosara.

En resumen: siendo un niño enclenque, Esteban Arévalo imaginaba convertirse en policía e impartir el bien, aunque no sabía en qué consistía tal cosa: el bien. Resultaba paradójico que, cuarenta años después, las personas a quienes supuestamente él quería defender en su infancia lo creyeran un asesino, sospechoso de enviar a la tumba a varios desgraciados, o quizás más y más. Los asesinos siempre tienen un guardadito, una reserva, un hilo de dónde jalar. ¿El tiempo había marchado en contra de los impulsos infantiles de Esteban Arévalo convirtiéndolo en un asesino? Podría ser. Ya vamos viendo.

Andamos a paso de tortuga, como deben hacerlo todos los que saben que algún día morirán y pelarán papas en el cielo, el infierno o la eternidad. Y sé que este es justo el momento más adecuado para confesar que el responsable de contar la historia de Esteban Arévalo, la que ahora ustedes están leyendo, y quien es el verdadero autor de un buen número de citas, desbarres y observaciones que vomitan las páginas siguientes soy en realidad yo, Blaise Rodríguez, pero mi identidad se irá haciendo clara conforme avancen las páginas. ¿Quién soy yo en este momento de la historia? Por lo pronto, sólo un intruso que apenas comienza a asomar el rostro y al que por ahora no debería prestársele ninguna atención; mi nombre es Blaise Rodríguez y me presentaré formalmente más adelante.

3

–¿Y tú, de qué la giras? ¿Quién eres? ¿Un OVNI ? ¿Cagada de paloma? No te había visto nunca antes por aquí.

–¿Qué te importa, pinche güey? A ver, ¿tú qué eres? –Gloria refunfuñó, airada. No perdía el control. Sus cejas pobladas ensombrecían la ira de sus ojos.

–Yo soy el Tarántula, así me conocen en toda Tacubaya, ¿o vienes de otra colonia y andas drogada? Parece que te acaban de quitar los pañales. ¿Sabías que los antiguos pañales eran de tela y había que lavarlos todos los días? Qué chinga para ustedes, las mujeres de esos tiempos. Ahora son unas huevonas, igual que nosotros.

–El Tarántula, o sea que eres un animal. ¿Y qué es “toda Tacubaya” para ti? Unas calles, perros y el olor a carros. Yo soy de ninguna parte, me da igual vivir en Tacubaya que en las Lomas. Somos ratoncitos y nos acomodamos donde sea. ¿Estás orgulloso de vivir en un pedazo de tierra? Mañana tiembla de nuevo y a tu Tacubaya se la va a llevar la chingada.

–No me importa que seas mujer, pinche güeya, te puedo madrear si te pasas de veis, ¿eh? Soy Nicolás, Niko, y vine a Tacubaya porque a algunas tarántulas nos gusta el calor. Pero ¿tú qué vas a saber de eso?

–¿El calor? No mames. Tacubaya no es una playa tropical. ¿Dónde están las palmeras? Veo a los cocos, pero no las palmeras. Veo mierda en el piso, y no veo a las vacas ni a los caballos. –Gloria cerró los puños y después soltó los dedos, como si al hacerlo dejara ir el rencor momentáneo que la embargaba.

–El calor –reaccionó ágil el Tarántula– no tiene nada que ver con el mar y las playas. El calor sólo se siente en la ciudad, en medio de tanta gente y carros, como tú dices.

–Me llamo Gloria, pero no me gusta andar gritando mi nombre, mejor invéntame uno y llámame como quieras. Ser mujer ya no está en mis planes. Mi abuela lavaba pañales, tienes razón, pero yo no. Yo le pongo pañales a los hombres. Les doy su biberón…

–Pues ya lo eres… mujer. Otra machorra que es más mujer que la Diana Cazadora. No me hagas trinquetes a mí, al Tarántula.

–Eso lo decido yo, ser o no mujer, no lo decide una araña como tú… o como mi padre. Todos los hombres se parecen hasta en las cicatrices, y vale madres la edad que tengan o el tamaño de sus puños. Yo también me puedo madrear contigo, güey. Nunca he aplastado a una tarántula con mis botas. Se debe sentir chingón. Búscale y verás…

–Están bonitas tus botas, aunque debes tardarte una hora en quitártelas. ¿Duermes con las botas puestas? ¿Como en la guerra? –la actitud agresiva del Tarántula se desvaneció. Y repentinamente deseó ser amable, aunque no sabía cómo.

–Tienen un cierre escondido en la parte de atrás, mira. Las agujetas son pura mentira, es el look, y además son prácticas. Y sí, a veces me duermo con las botas puestas, si estoy cansada o bien pasada.

–¿Ya ves? Eres mujer. Un hombre no usaría esa clase de botas… ni escondería el cierre como un cobarde. –En fin, he aquí la mayor amabilidad que podía alcanzar el joven Tarántula.

–Esconden cosas peores, ustedes, perros.

–Ya, ya; no te pongas brava. ¿Fumas mota? –condescendió el Tarántula.

–Sí, ¿quién no fuma mota hoy? Y también tengo una buena nariz. ¿Cuántas patas tienen las tarántulas? ¿A ver?

–Ocho… ¿No fuiste a la escuela? –respondió al instante el Tarántula. Nadie pondría en entredicho su conocimiento acerca de las tarántulas.

–Sí, pero me harté. Si ir a la pinche escuela es educarse entonces sólo damos lástima.

–Yo también me harté de la secundaria. ¿Cuántos años tienes? Seguro eres una pinche ruca que quiere hacerse la joven.

–Puta madre, deja de preguntar… tengo dieciocho, casi. Tú tienes unos meses más de veinticinco, se nota que ya puedes ir solo al baño, aunque te mojes un poco. ¿Ya lo ves? No tengo que andar preguntando como una pendeja, la pura intuición me sobra.

–Yo también tengo un instinto cabrón, no necesito leer ni estar pegado a los celulares para saber quién es un hijo de la chingada. O una vieja amargada, aunque tenga diecisiete años, como tú. He vivido mucho.

–No te conozco tanto –añade Gloria–, pero mi instinto me dice que tienes instinto. Y ya había oído hablar de ti en la calle. Me caen bien los güeyes que no están pegados al Facebook y a esas idioteces todo el tiempo. Nací vieja.

–Si no tienes computadora puedes ir al café internet de un amigo, aquí a la vuelta. Le digo que te haga un descuento. No va a pasarte nada, abres una cuenta y la revisas de vez en cuando.

–No quiero entrar a un pinche café internet, me sentiría como una vaca en un establo mientras te ordeñan. ¿Tú crees que obtienes cosas de allí? Es al revés, te chupan, te exprimen la ubre. Haces amigos que no conoces, ves jetas maquilladas y estúpidas de personas que no sabes ni quiénes son. Y no digo esto por ser pobre, si quisiera me compraría una de esas madres, pero prefiero comprar mota.

–Somos iguales, pinche Gloria. Tampoco me late mucho el internet; prefiero las calles y las azoteas. Te cuento esto porque me das confianza, yo conozco una azotea donde puedes fumar y ver la ciudad; no es un edificio, es una vecindad y en la azotea hay un cuarto. Nadie te molesta en ese lugar, pero es mejor si no nos ven. Allí prefiero fumar y estar callado que hablar.

–A mí no me gusta que me vean. Cuando era más chica dibujé una historia en donde todos estaban ciegos, menos yo. ¿Y sabes qué veía? Nada.

–Qué puta cabrona. Eres rara. ¿La única que puede ver y no ve nada? Ahora si que nos chingaste.

–Porque yo no lastimo a nadie cuando lo veo. Estoy en mis asuntos. ¿Me vas a invitar algo?

–Claro, ya estás invitada… aunque luego se me pegan dos compas, como corcholatas… pero si te caen mal los mando a la chingada. Soy el Tarántula y puedo hacer lo que se me da la gana. Puedo matar si quiero.

–¿Quieres matar? –Los ojos de Gloria se agrandaron e iluminaron, esperanzados.

–Puede ser. ¿Y tú?

–Sí, a mi pinche padre, nada más; con eso me conformo.

–¿A tu papá?

–Sí. A mi puto padre… ya te dije. ¿Y tú?

–A ocho cabrones, uno por cada pata de la tarántula. Y luego me retiro a una casa en el bosque, en Michoacán, o de perdida en el Ajusco.

–Pues que una de esas patas sea dedicada a mi padre.

–Si me convences lo pongo en la lista. ¿Qué te hizo el cabrón? Nada más que no sea un simple berrinche de hija encuerada.

–Me caes bien.

–Y tú también a mí, chingona.

–Chingón.

4

¿Quieres destruir a un niño? Dale un poco de autoridad y entonces comenzará a desvariar y a perder el rumbo antes de tiempo. Se tornará antipático y comenzará a roer los huesos de sus compañeros de escuela y demás amigos sin necesidad alguna, morderá rodillas, jalará testículos, ladrará sólo para escuchar sus propios ladridos. Empezará a conocer lo sabrosa que es la carne humana cuando se mastica lentamente.

El disparate de querer convertirse alguna vez en policía se disipó cuando Esteban dejó atrás los quince años, los suéteres pulcros, el cabello perfumado y se adentró en los terrenos de su primera juventud. Así fue; Esteban creció como un árbol precoz; los músculos y la electricidad de su cerebro comenzaron a funcionar de manera diferente y la experiencia le dijo entonces que los policías, sus antiguos héroes, formaban, también, parte del copioso ejército de la maldad, de la penuria y rapiña que ha acosado a la mayoría de los seres humanos a lo largo de la historia. Le dolió percatarse de ello, recapacitar y abandonar sus sueños de niño. La utopía del uniforme marcial quedaba atrás. ¿Hacia qué derrotero y desde cuándo se habían marchado los héroes? ¿Acaso se habían hundido en el eterno retrete nietzscheano del que jamás volverían a emerger? Pinches héroes de pacotilla, pelmazos, palurdos, renacuajos, traidores. La juventud, esa época de perturbación animal y entusiasmo sin gracia, había llevado a Esteban no a una ficción en donde él protegía a sus semejantes; en cambio, lo había trasladado a una realidad de documental ralo, triste, agresiva, franca y sin más aventura que la realidad misma: la cosa en sí, oscura y sin movimiento, atemporal y sin alma. Carecía ya de sentido aspirar a convertirse en un Sherlock Holmes o siquiera en el modesto y sagaz Easy Rawlins, a quien después de un profundo viaje de morfina le gustaba exclamar: “Me siento como si tuviera un gorila dentro de la boca”. Y es que todos los seres sensibles, incluido yo, Blaise Rodríguez –encargado de narrar la historia de Esteban Arévalo– sospechamos que el movimiento culminará tarde o temprano en un agujero negro. Todo camino va derechito para allá, Esteban, yo, las patas de perro, los desencantados, Berlin Alexanderplatz, los miserables, los hermosos y malditos. No hay escapatoria.

Y en el remoto caso de haber cumplido sus sueños infantiles de ser un heroico policía, ¿qué habría hecho Esteban, el superfluo aspirante mexicano a gendarme, cuando encontrara a los supuestos mafiosos y causantes del daño infligido a las buenas personas? ¿Ante quién habría de denunciarlos? ¿Los conduciría atados y cabizbajos frente a Sancho Panza en su ínsula Barataria, para que el gordo chamagoso les dictara sentencia? Hacer algo así, por absurdo que fuera, resultaría menos estúpido y estrafalario que conducirlos ante la presencia de un esmirriado ministerio público mexicano que apenas si sabía leer y que no podría reconocer en el rostro desamparado de Esteban ni siquiera las tristes ojeras de Franz Kafka. ¿Qué cosa hay más triste que las ojeras de Kafka? ¿Alguien lo sabe? Tal vez los cachetes y la trompa roja de Donald Trump podrían ser tan tristes, o más bien pa-té-ti-cos, pero esa grotesca caricatura es pasajera y en unos pocos años se olvidará cuando algo aún más letal ocupe la presidencia de los Estados Unidos. Los presidentes de Estados Unidos… qué runfla de locos y payasos.

Un día cualquiera de su juventud, Esteban Arévalo se enfrentó a una evidencia fulminante: la violencia o desgracia criminal no tenía por qué ser investigada o descubierta por ninguna clase de inteligencia detectivesca. ¡No había que hallar la maldad oculta en el coño de un sapo, en una calle oscura de Ecatepec o en una cueva en Tepito! La maldad y la agresión en México se presentaban por sí solas a la puerta, descaradas y desdentadas, risueñas, divertidas, y le pateaban el culo directamente a las víctimas, sin necesidad de intermediarios ni demás pesquisas; ¿cuántos goles de campo había anotado la muerte y el crimen utilizando como ovoide las nalgas de esas víctimas? Miles, millones… una miríada de goles de campo que los funcionarios de la justicia daban por buenos. ¡Anotación, hijos de la chingada! ¡Anotación! ¡Jódanse! De un acto así de rotundo y cínico no podía filmarse una serie de televisión cuya trama fuera interesante al menos. La violencia no requería de maquillaje ni de presentarse a casting o hacer pasarela; más bien se transformaba al instante en una patada franca y austera que sólo un cadáver sería incapaz de reconocer. La violencia se parecería siempre más a una piedra que a un ave.