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nacho garcía 'nas'

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nacho garcía 'nas'

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión por cualquier procedimiento o medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro o por otros medios, sin permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra».

© Del texto: Nacho García 'Nas'

www.nachogarcianas.es

© Portada: Jorge Lawerta

© Prólogo: Santi Balmes (Love of Lesbian)

© De esta edición: Editorial Sargantana 2018

Email: info@editorialsargantana.com

www.editorialsargantana.com

Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bos-ques gestionados de manera eficiente

Primera edición: Marzo 2018 (Editorial Sargantana)

Impreso en España

ISBN: 978-84-17731-97-8

Depósito legal: V-566-2018

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nacho garcía 'nas'

A mi padre

Equino de blancas crines

que atraviesa el océano al galope,

noble caballo que difumina confines

al perderse en la orilla de la noche.

Latido que reverbera en mi pecho,

raíz que es semilla de mi brote,

sonrisa, mirada, silencio cómplice.

Ven, volvamos juntos al bosque,

todavía tengo un par de secretos

que ahora necesito contarte:

nuevas anécdotas, viejas canciones...

Buscaremos tu sombra en los árboles,

saltaremos sobre riscos imposibles

y seremos, de nuevo, un dulce trote

sin más bridas que ese hilo invisible

que cose nuestras huellas a tu nombre.

PRÓLOGO

Andas desde la explanada mayor del FIB has-ta las afueras de Benicàssim hasta arriba de speed. No puedes controlar el impulso de tus piernas. Actúas, simplemente, movido por un motor que acostumbra a rugir, independiente-mente de si vas más dopado que Amstrong o más puro que un tema de Enya. Soy energía convulsa y anárquicamente gestionada; en definitiva, una república bananera. Mi hormona por sola puede ser la única anabolizante, capaz, al ver un par de culos, de dar positivo en cualquier control, no como deportista sino como corredor vital. A los treinta, uno no se da cuenta de que va corriendo en una pista de atletismo con forma de espiral.

A la mañana siguiente desayuno en un bar ele-gido por la desesperación nutritiva. Todo que-da impune antes de los hijos. Crecer, desarro-llarse (tachar por ahora el «reproducirse»), por lo que, año tras año, centrifugas alre-dedor de ti como único astro rey, en un limbo en el que careces de un reflejo donde compro-

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bar que envejeces. Llegas a estas conclusiones cuando, desde la terraza del bar, observas a un par de niños de 4 años revolotear como un minienjambre alrededor de la mesa de sus pa-dres. Piensas que, a pesar de tener la misma edad, os separan un par de décadas interiores. Encima de sus cabezas revolotea un ramillete de flores, y en sus espaldas puedes visuali-zar una losa. A diferencia de ti, no ha habido prórroga en el partido de esta tierna pareja humana. No los abandonaron justo un minuto antes de plantearse concebir, por lo que todo siguió la lógica de los tiempos de sus padres. Han escapado del viaje circular de muchos en la treintena. Faltan dos años para ser padre, pero aún lo ignoro. Ni siquiera la decisión está tomada. Vuelvo a observar a los infan-tes. Me pregunto por qué diablos la naturale-za nos otorga semejante caudal de energía en nuestra infancia (total, para dar toques a un balón hasta caer exhausto o para follar con alguien que no valía la pena muchas veces al día) en vez de prorratear semejante voltaje y distribuirlo con mesura durante toda la vida. Ser niños moderados, jóvenes pausados, adultos activos y ancianos con un remanente de fuego.

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Treintena, eterno bucle, espiral. Desperdicio de tiempo, década de los autoengaños por ex-celencia. Todo el mundo anhelando lo que no dispone. Monogamia, poliamor, multiorgasmia, desazón, crescendos nocturnos como los últi-mos minutos de Instant Street de Deus. Última década de prueba—error, postreros retoques a nuestra personalidad antes de acabar de mol-dear el monstruo.

Explosions in the sky, el reinado del fuego fatuo, esnobismo, intentos estúpidos de sepa-rarte de la turba mediante todo lo que huela a alternativo, y el aprendizaje a base de em-panadas y tortas que te inmunizan, tanto del dulce como del salado, y así ponerlo todo en un dulce pero deprimente stand by mediante los glóbulos blancos del escepticismo y el saber de qué va «la cosa» esta de crecer, vivir, amar.

Al menos, dichos cambios no afectan mucho a la capacidad de reírse de uno mismo, ni a... leer.

Así que no tenéis excusa. Para ambas cosas.

Santi Balmes

Siempre he pensado que las relaciones son cuerdas porque o te atan o te salvan. Tras muchos años de encuentros y desencuentros con mi primer amor desde la adolescencia, Sara, una soga que no dejaba de apretar a pesar de su ausencia, apareció Lidia como el cabo de una gran cuerda arrojada para salvarme y evitarme la caída. Me aferré a sus ojos y supe que ya nunca podría soltarme, porque, tal y como decía el recientemente fallecido Manolo Tena en Sangre Española: «...cuando estás, tus lazos son mi libertad…».

Llevo todo el día acordándome de esas conversaciones con Li-dia poco después de conocernos, de la primera vez que naufragaron juntas nuestras bocas, de aquella ocasión en que nos perdimos con el coche por un rincón remoto y sudamos durante horas, del primer roce de rodillas en un cine, de los desayunos en que aún aprendía a desperezarse nuestra relación tras madrugadas en la cama sin dor-mir, del delicioso sueño arrastrado de hace unos años, tan diferente al actual, de los rayos de sol avisándonos de que el mar estaba a la temperatura ideal para beberse nuestros cuerpos, de las cenas regadas con vino siempre con una luna llena cerca a la que pedir-le prestada una porción de queso para acompañar, de ese traje de felicidad recién estrenado, de ese siempre que hoy en día es de vez en cuando, de ese nunca que ahora siempre es depende, de dor-mirnos de costado, mirándonos, dejando que se independizaran

INTRO

CUERDAS

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de los labios las palabras más sencillas y dulces para irse a acariciar los oídos del otro, entregándole un pequeño reducto de paz en un mundo siempre en guerra. Pienso muchas veces en que no quiero que nada me arrebate lo que hemos creado juntos desde hace unos años, pero al mismo tiempo una marea de ilusión se esparce empa-pando cada rincón de mi alma. Es un día único en nuestras vidas y solo quiero estar a la altura. Si todo va bien, hoy nacerá nuestro hijo.

De pronto, se dibujan en el lienzo de la mente ligeros trazos de mis hermanos. Ellos ya pasaron por este camino y no qué sin-tieron exactamente cuando nacieron sus hijos, algo que nunca les pregunté. Caigo también en que, de algún modo, para mis sobrinos siempre he sido el tío divertido, un pequeño espacio de recreo entre indicaciones, obligaciones y prohibiciones varias, pero ahora estaré al otro lado. Y no si, acostumbrado a conducir solamente la sec-ción de un programa, tendré tablas para codirigir todo el espacio. Todo ha pasado demasiado deprisa a lo largo de este año. Y la cami-lla de Lidia está entrando en quirófano mientras yo camino rápido sin soltar su mano. Quiero ser su conexión a la vida, darle tranquili-dad y confianza… porque en este mundo no aspiro a otra cosa que no sea a convertirme en la cuerda que siempre la salve. El tiempo se detiene y estamos flotando en el interior de una esfera de luz… los tres. Supongo que es eso que llaman felicidad. Y así, durante casi dos horas, el pequeño se acaracola en el pecho de Lidia mientras yo la beso y le susurro algo bonito al oído. Y ahora, con Marc unido a nuestras vidas, la cuerda se convierte en una trenza que confío en que sea irrompible.

Una chica con la que salí un par de veces hace casi diez años afir-maba que al eyacular se escapaba también, como un documento adjunto en un correo electrónico, un pequeño fragmento del alma, como si fuéramos una madeja de hilo que se deshace y se precipi-ta hacia el techo del cielo. De ahí, trataba de explicarme, nuestro repentino estado de efímera felicidad, la sensación de ingravidez, porque bailan y se desprenden hebras de nuestro tejido espiritual. Cierto que aquella chica acostumbraba a fumar marihuana, pero tenía reflexiones acojonantes. No qué fue de ella, sinceramente. No llego a comprender por qué, pero cuando estoy en el trabajo y tengo mucho lío, de vez en cuando me vienen flashes de otra época, recuerdos que me hacen reír, como si fueran descansos mentales… Uno de mis hermanos me dijo una vez que soy «nostalgicrónico» y creo que tiene razón.

Esa tarde la redacción del diario está caliente como una tosta-dora en celo y el ambiente está especialmente enrarecido. Y es que la convulsa y cambiante actualidad política ha provocado que las páginas de cultura, de las que soy responsable, hayan variado de paginación, fecha y contenido en varias ocasiones. Me jode por-que la entrevista a Santi Balmes, de Love of Lesbian, había queda-do bastante bien y ha estado divertido y ocurrente lanzando, ade-más, alguna interesante primicia. Supongo que la dejarán para el

CAPÍTULO 1

AUTÓMATAS

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fin de semana. Y es que al final nos han puesto a todos a trabajar en especiales sobre la nueva y la vieja política, reportajes sobre el presidente, encuestas sobre quién es la auténtica izquierda y pajas mentales similares para rellenar más y más páginas. Primeras elec-ciones, segundas elecciones, pactos, reuniones, postureo político… En fin, mucha pereza. Además, Lidia y yo llevamos varias semanas, tal vez meses, durmiendo poco. Bostezo y miro el reloj. Estoy harto de hacer favores fuera de mi horario laboral, así que en media hora me escapo sea como sea.

Llego a casa hecho un trapo, me duele la espalda, pero sonrío al ver a Lidia y a Marc, que crece a pasos agigantados desde hace más de diez meses. Le doy un beso fugaz a mi novia al tiempo que detecto ese cansancio en la mirada de batería baja de quien ya lleva unas horas con el crío y trato de sacar fuerzas de flaqueza cuando me entrega al pequeño como si de una mercancía peligrosa se tra-tase. Así que, tras lavarme las manos con rapidez, lo tomo en brazos buscándole el mejor acomodo para la cabeza en mi antebrazo iz-quierdo mientras lo sostengo con la palma de la mano derecha. Me toca dormirlo. Es mi especialidad. Para la hora que llego a casa, lo cierto es que no había más optativas para conseguir doctorarme en dormir a Marc. Comienzo con el clásico columpio 2.0 para pasar al suave balanceo de barca. Después, un leve traqueteo en el tren de los sueños. Si hay problemas lo volteo y recurro a la técnica del tigre en la rama, aunque últimamente no suele ser necesario porque tras estudiarlo con detenimiento en un tutorial de youtube, he desa-rrollado el pleno aprendizaje de una versión infantil de la danza de la lluvia que nunca falla. Y ahí estoy, bailando como un idiota cada noche sin necesidad de perder la vergüenza con el alcohol, como cuando salía de juerga con Jota, Mike y Hugo. De repente, mientras bebo un trago de agua en la cocina como puedo, me viene a la ca-

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beza la inquietante imagen de una discoteca repleta de padres sin hijo bailando como si lo durmieran. Y de fondo suena Yo quiero verte danzar, de Franco Battiato:

Yo quiero verte danzar

como los zíngaros del desierto,

con candelabros encima,

o como los balineses en días de fiesta.

Examino el vaso para asegurarme de que es agua lo que estaba bebiendo. Sí, al parecer sí. Me encojo de hombros algo extrañado y hago acopio de fuerzas para el gran momento: dejar a Marc en la cuna sin que se despierte. Sí, ya me lo habían avisado, me dieron cientos de trucos y hasta moverme con la silenciosa habilidad de un maestro ninja, pero para dejar a un crío en la cuna hay que tener tanto pulso como un artificiero de los TEDAX, porque en cualquier momento puede explotar a gritar y entonces nadie estará a salvo. que el crío debe de tener algo así como un botón en la espalda desde que nació que se activa al contacto con el colchón y por eso he de ser precavido… Cualquier error puede costarme la vida o, lo que es lo mismo, la pérdida de la vida en cómodos plazos de falta de horas de sueño… Sus ojos están cerrados. Respira con normalidad. A lo lejos, algún ladrido, sonido de motos… pero nada está tan cer-ca como para romper el silencio. Tomo aire… ni un solo ruido, pero de pronto, una gota de sudor resbala por mi frente y se precipita hacia el suelo…

Mierda, todo está perdido. Afortunadamente, mis reflejos de la época en que fui portero de fútbol sala aún me dan alguna alegría y extiendo el brazo derecho para evitar que esa gota toque el suelo, sea detectada por los sensores y suenen todas las alarmas. Por fin,

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lentamente, logro dejarlo sano y salvo en la cuna y saco mi mano derecha en modo cuchara inversa con todo cuidado. Entonces, co-mienzo a dar pasos hacia atrás para escapar… pero tropiezo y en-ciendo la luz de la habitación con el hombro.

Marc despierta. Game over. Insert coin to joinCreo que ha per-feccionado su GPS de altura y detecta el descenso desde mis brazos al colchón. Habrá que emplearse a fondo, así que vuelvo a echar una moneda y reanudo el juego y esta vez tan solo veinte minutos des-pués, me paso todas las pantallas y logro cumplir la misión. Enton-ces, miro por la ventana y entorno la vista mientras pienso: «Lo has vuelto a lograr. La ciudad descansa. El mundo está a salvo ahora… Pero ¿por cuánto tiempo?».

Llego a la cama y de pronto, Lidia y yo estamos vivos aún. Ya ha bajado la marea de Marc y aún no nos ha tragado el océano, segui-mos firmes, como dos rocas que permanecen a pesar de la erosión diaria. La cama pide más descanso que fantasía últimamente, pero quedan tantas cosas por hablar, transferencias por hacer, decisio-nes que tomar. Al final, tenemos el tiempo justo para cruzar algunas frases sobre los respectivos trabajos, lamentar todos los virus que ha ido pillando Marc en la guardería, comentar que Apiretal y Dalsy son sus mejores colegas y sugerirle a Lidia que Marc Dalsy se pare-cería sospechosamente a su querido Colin Firth de Bridget Jones. Ella ríe… y me cuenta algunos de los avances de Marc que me he perdido. Los ojos se me van cerrando. Nos abrazamos levemente y noto que, aunque yo estoy dormido, hay algún músculo que em-pieza a despertarse con el contacto… pero estamos tan derrotados que el sueño vence el pulso, una grata brisa que me lleva hasta hace poco más de dos años, al recuerdo de un viaje que hice con Lidia a Formentera. Sueño con su piel barnizada por arena, con ese aroma a crema solar, con las cervecitas, la sandía… Con manipular su bikini y

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hacer el amor en el agua a primera hora de la mañana, con las risas, los desayunos en el hotel con tostadas y tomate, zumo de clementi-na, una ducha para dos, unas siestas eternas con la banda sonora de cigarras, el dulce vaivén de su piel fotocopiando la mía, imprimien-do píxel a píxel cada recóndito espacio de su conocida geografía, un país para habitar, un corazón para entrar a vivir. Solos. Libres. Con la voracidad y el entusiasmo de los besos que siempre saben a nuevos capitaneados por un deseo dispuesto en todo momento a navegar.

No es la rítmica cadencia de las olas la que me despierta, sino la llantina incesante de Marc, que interrumpe mi fantasía remember con una pesadilla. Me levanto y le calmo mientras chasqueo la len-gua con el evidente fastidio de que haya decidido emitir sus anun-cios cortando mi maravillosa película erótica con Lidia. Es curioso cómo, a pesar de que hace unos años lo hacemos todo pensando en Marc, aparecen de pronto esos conatos de egoísmo repentino. Sí, ya que es humano, pero no deja de sorprenderme estar todo el día en el curro muriéndome de ganas de ver a ese pequeñajo para, una vez en casa, estar deseando que se duerma. Misteriosa parado-ja emocional.

Intento conciliar el sueño, pero por mucho que cierro los pár-pados con ganas, lo cierto es que Formentera no vuelve a visitar-me. Me he desvelado. Bebo un trago de agua y miro por la ventana. Estoy deseando que lleguen las vacaciones, sobre todo por el asfi-xiante calor que encorbata la garganta. Regreso a la cama y decido seleccionar en el iVoox del móvil uno de los últimos programas de radio de La Parroquia. Monaguillo, Arturo y Gemma consiguen que el atajo de la risa me conduzca directo hasta el sueño.

Amanezco con un dolor de cabeza parecido al de las resacas que tenía en otros tiempos. Preparo el desayuno y Lidia se queda con Marc mientras camino versión Walking Dead hasta el baño. Allí,

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mientras me afeito una barba cada vez más salpicada de canas, me da por recordar que cuando era más joven y conocíamos a algún grupo de chicas había una parte de que había logrado desarro-llar cierta capacidad hasta estar convencida de que podía gustar-le a alguna de ellas. Mike, el gran seductor de la pandilla y uno de mis mejores amigos de entonces, junto a Jota y Hugo, lo hubiese definido en nueve palabras que hubiesen ensombrecido hasta las técnicas del propio Valmont: «Autoconfianza y sentido del humor, esas son las claves». Yo nunca llegué a ser Mike, pero durante una época sentí esa magia de quien sabe que gusta, de quien detecta que al otro lado de la línea hay una voz que desea que tiren del cable y encontrar una brújula para sus llamadas perdidas. En eso estoy pensando mientras me siento en la taza del váter con el mó-vil en la mano y examino unas fotos que está enviando un amigo del colegio al grupo de Whatsapp. Alguien está comentando que estamos casi iguales, pero la verdad es que la maleza de los años me impide encontrarme en esas imágenes. Supongo que al resto le pasa igual, que considera que todos están prácticamente idénticos salvo ellos, pero es que trato de seguir el rastro hasta encontrarme y nada. Nunca me he sentido gran cosa físicamente, pero la verdad es que el espejo me devuelve un «yo» cansado y echo de menos cier-tas cosas: perder unos kilos, ponerme en forma, caminar despreocu-pado sin mirar con lupa cada movimiento de la cuenta para llegar a fin de mes, ordenar los papeles de asuntos prioritarios, urgentes e importantes en el archivador del cerebro y poder respirar dentro de esta rutina que nos dispara del trabajo a casa y viceversa y nos deja convertidos en casquillos vacíos, sin más pólvora que la felicidad de pequeños instantes que idealizamos para que nos sirvan de motor para afrontar cada jornada. Y los fines de semana vuelan… Nunca hay tiempo para nada…

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La ciudad está repleta de coches. Leí que el Ayuntamiento iba a fomentar el carril bici por temas de contaminación y que, ade-más, iba a convertir muchas de las vías principales en peatonales, iniciativa que te encanta cuando eres peatón y lamentas en un día como el de hoy, donde todos acabamos pareciendo un perdido banco de peces que acabará devorado por cualquier ballena azul, en concreto la zona azul de la O.R.A. Nos acostumbramos a pagar por todo, nos dejamos asaetear de comisiones hasta por respirar. Nunca comprenderé por qué hemos de pagar por estacionar en la calle enviando a la basura la esencia de expresiones tan populares como «la calle es de todos». Finalmente, claudico y pago mientras reflexiono acerca de cuándo nos cobrarán un porcentaje por gastar la vía pública con nuestras suelas o una tasa de permanencia por es-tar parados en la calle durante un período que estimen desde el Go-bierno que excede lo reglamentario. No me extrañaría, en tiempos de crisis acostumbran a recortarnos las piernas mientras nos exigen grandes pasos en la carrera hacia la recuperación.

Saludo a Leo, mi colega de curro, un compañero que en estos tiempos, sin duda, hace que el día a día sea más llevadero. Necesito conversaciones diarias sobre series, música, películas, televisión, li-bros, anécdotas y Leo tiene un punto de ironía y una vis cómica que siempre me hacen reír. En cierto modo, tiene rasgos que me recuer-dan a mis tres amigos: es buena gente, como Hugo; un poco friki, como Jota, y es algo así como la versión gay de Mike, bueno, casi, en realidad jamás he conocido a nadie que triunfe más que Mike.

La verdad es que ahora que lo pienso echo de menos a Mike, Hugo y Jota, amigos desde la infancia. A Mike hace más de dos años que le tengo perdida la pista. Lo último que es que sedujo a una concejala del PP y que solo con eso ya parece que pasó el casting para ser colocado como experto en marketing, consultoría y co-

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municación política del partido. Jota había sido desde que éramos pequeños el más especial de los cuatro y a pesar de su particular universo, él y yo siempre nos habíamos entendido bien, tal vez por su cinefilia, quizá por ser objetivamente gracioso, diferente, único, y ofrecerme siempre una visión realista de la vida… Jota había triun-fado a raíz de unos cortometrajes de éxito con miles de visitas en Youtube y finalmente había dado el salto a la gran pantalla con un par de películas tan extrañas como aplaudidas por la crítica y segui-das por sus fieles en taquilla. Tras la comedia sobre un travesti en la movida madrileña, que bautizó con extraña osadía como Transfor-mers, leí que ahora estaba metido de lleno en la preproducción de otro arriesgado proyecto, Disneyland Hachís, una comedia musical de animación ambientada en la Corea del Norte de Kim Jong—Il sobre un ratón drogadicto que hacía demasiadas preguntas. Por lo que respecta al bueno de Hugo, mi fiel escudero, el único con el que siempre estaba en contacto, con quien había hecho viajes de parejas, quedadas de piscina con los niños, cumpleaños y demás… la verdad es que estaba algo desaparecido.

Sí, los echaba de menos muchas veces y nuestra única vía de co-municación en los últimos tiempos había sido un grupo de Whats-app que, bajo el título El Equipo A, se había convertido en el último año en una descafeinada sucesión de envíos de tías en pelotas, me-mes repetidos hasta la saciedad en grupos, chistes y demás, con lo que esa despersonalización nos había llevado a que nuestra rela-ción se hubiera enfriado bastante. Sí, estábamos más congelados que el viejo Walt y hacía ya muchos meses que ni siquiera llegaban mensajitos de ese estilo.

En otro tiempo habíamos sido inseparables, portadores de grandes banderas de amistad a la conquista de las madrugadas, compañeros infatigables en viajes repletos de risas y diversión,

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necesarias muletas anímicas para los arañazos sentimentales de la vida. En mi caso, por ejemplo, jamás hubiera superado mis encuen-tros y desencuentros con Sara, esa chica que fue mi primer amor, por cursi y pueril que suene la expresión, esa por la que luché, que alguna vez tuve y que quizá no supe retener. Jota siempre me dijo que era dañina, pero la verdad es que estuve bastante pillado en aquellos años de adolescencia y juventud. Sara, dulce Sara, como aquella vieja canción de Como la cabeza al sombrero de El último de la fila, una relación que, como ese disco, había acabado con un «Llanto de pasión, no recuerdo quién fue a la que tanto amé, ahora mejor es olvidar...».

De unas cosas y otras estoy hablando con Leo, que me está re-comendando encarecidamente Stranger things, una serie ochentera que está convencido de que me va a flipar. Le digo que me toca ver-la en breve porque tengo que escribir sobre ella para el suplemento de tendencias de dentro de dos fines de semana, pero que cada vez tengo menos tiempo en casa.

—Deberías apuntarte a una juerga con la peña del diario algún día, tío, aunque sea para desengrasar. Tengo entendido que antes no te perdías una…

—¿Tengo entendido? Ja, ja… Joder, macho, si pareces del FBI. Imagino que no puedes revelar tu fuente, que es información cla-sificada.

—Por supuesto, trabajo para un gran grupo y hay muchos inte-reses en juego… Pero, en serio, ¿por qué no te das un respiro y nos vamos todos a tomar algo al Barton’s?

—No, por favor, ahí nos torturan siempre con reggaeton.

—¿Y a ti no te mola perrear?

—Solo en la intimidad... y con Lidia, claro... Pero, vamos, que no creo que toque ahora hablar de nuestras posturas contigo.

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—¡Qué capullo! Ya volveremos sobre eso más tarde. Disfruta un poco y relájate, las letras del reggaeton son muy divertidas, ¿no?

—Bueno, que se hable de sexo constantemente como una agresi-va batalla y que las mujeres sean pedazos de carne que piden guerra y a las que hay que dar lo suyo, pues resulta algo ofensivo, ¿no te parece?

—Vaya, pero qué correcto te has vuelto, ¿no? Te recuerdo que me leí tu novela y en ella apareces como un experto en películas porno… y tus tres colegas tampoco parecían ángeles...

—Nos ha jodido, teníamos 15 años, éramos puro agosto todo el año, es lo normal, pero no compares las películas porno con cancio-nes que denigran a la mujer y que…

—Ah, claro, es verdad, que el negocio del porno es todo pureza, per-dona, no hay redes ni mujeres sometidas… De hecho, creo que es un género subvencionado por unicornios en el que los actores cobran con piruletas y hay un largo camino de baldosas amarillas y golosinas que…

—Ja, ja, vale, ya lo pillo, de acuerdo… Ya sabía yo que publicar esa novela acabaría volviéndose contra mí, pero no vas a conven-cerme, esas letras me siguen pareciendo veneno para el cerebro...

—¡Te pillan unas manías! De todos modos, tienes varios estilos: la cumbia, el vallenato, la salsa…

—A ver, ¿qué está pasando aquí? Algo no cuadra. ¿Y cómo flipas tanto con esa música? Pensaba que eras más de música alternativa…

—A me la trae al pairo, pero quiero entrar como pretendiente en Mujeres, Hombres y Viceversa y ya sabes que esa música es la BSO de todo Tele 5 y que…

—¿Qué estás diciendo?

—Sí, he de familiarizarme con esa música porque la ponen en...

—No, Leo, en serio, ¿de verdad vas a ir a pretender a un pavo de esos del programa?

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—Bueno, sí, no sé, a todo lo que sea ligotear, ya sabes… A ver, es que tengo un amigo íntimo de los directivos del programa y ya me están preparando el guión y todo…

—Me has dejado flipado… Pero ahí vas a parecer académico de la lengua…

—Hombre, no se me da mal, ja, ja, ja… Es que me dejas los chis-tes a huevo, tío.

—Ja, ja… No, joder, me refiero a que a poco que te sepas el abe-cedario ya eres el puto amo ahí, ¿no?

—Qué va, es un programa donde se aprende más que en Saber y ganar, es la escuela de la calle y de hecho, le dan no qué becas del Ministerio de Educación…

—Ja, ja, ja... Claro, claro, Leo, tienes toda la razón, serán becas para mandarlos al extranjero, ¿no? Lo que se dice una fuga de cereb...

—Bueno, es pasta gansa y pienso dar la campanada…

—¿Darás las campanadas en Tele 5?

—No, aunque tiempo al tiempo… Y sí, tranquilo, que voy a in-terpretar bien, en el montaje que me están escribiendo tengo que hacer de exnovio tonto de uno de los que más avanzado está con el tronista de ahora.

—¿Pero de verdad te mola esa peña ciclada que está más tatua-da que el protagonista de Prision Break?

—Bueno, yo voy a divertirme y ya está, es una atracción de feria más a la que montarse y así quizá acaben fichándome en Tele 5…

—Desde luego das el perfil…

—¿Y eso por qué?

—Pues porque eres unas de las personas con más agilidad men-tal para discutir que conozco, serías perfecto para enfrentarte a toda una jauría y vencer a todos tus enemigos sin despeinarte.

—La verdad es que nunca se está del todo preparado para eso.

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—Venga, Leo, hace años estuviste cubriendo la guerra de Afga-nistán, después de aquello seguro que puedes con todo.

—Bueno, era más joven, no tenía nada que perder. Pero los tiempos de reportero de guerra ya pasaron, por eso me fui especia-lizando en cultura.

—Y yo encantado, en principio ahora llevas una vida menos pe-ligrosa, pero cuidado, en esos programas atacan a la yugular.

—Vaya, agradezco que te preocupes tanto por mí, ¿seguro que no me amas en secreto?

—Solo cuando me llevas al cine, ja, ja… Y ya no me sacas nada, has cambiado, ja, ja; además, no quisiera interponerme entre y mi novia porque a Lidia la tienes enamorada.

—Adoro a Lidia. No puedo creerme que la conocieras en una de las aburridas fiestas que monta el diario.

—Ya ves, en ese tiempo era un joven atractivo, irresistible… Ahora estoy asomándome al abismo de los 40.

—Bueno, me voy a cubrir el preestreno de la nueva de Leonardo Sbaraglia… Y, oye, que si se dejase cubrir él, tampoco me importaría.

—Ja, ja... Joder, ¿es que esa mente no descansa? Y, por cierto, a tu propuesta de ayer, no, no nos dejarán hacer media página sobre el ranking de culos de actores españoles que propusiste en la reunión.

—¿Pero de qué van? Es que nos cortan todos los temas intere-santes. Coño, un reportaje de culos en la contraportada de un suple-mento es lo suyo, es su lugar… Para poner grandes delanteras en las revistas siempre hay sitio, ¿verdad?

—Pero es que no somos Interviú, somos un diario que…

—Sí, ¿pero a ti te apetecería ver a los políticos en portada min-tiéndonos o una noticia con cierta gracia?

—Mi voto ya sabes que lo tienes, Leo, acepto sugerencias…

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—Encuestas demoscópicas sobre intenciones para el fin de se-mana, hombres con bañadores turbo o no, la nueva política es de Tinder o de Grindr...

—Estás muy colgado, en serio, sueles tener grandes ideas pero algo raro te pasa hoy, te veo desatadísimo.

—Es verdad, hoy se me va la chola, ya te contaré. He quedado para cenar con un amigo después del cine. Un tío muy interesante.

—Qué cabrón, no paras, tío, qué envidia, ya me cuentas, ya, disfruta.

—Por cierto, mañana es la cena con el director, no te olvides.

—Joder, no me acordaba, hablaré con Lidia a ver cómo está la cosa…

Tras la dura semana, lo que menos me apetece es una cena con el resto de colegas del diario, así que la aguanto como puedo in-tentando superar las barreras del cansancio y el sueño, riendo los mismos chistes de siempre y poco más. Finalmente, la cena acaba y pasamos al pub que está a unos metros de allí. Me temo lo peor y me han pillado dos veces quedándome rezagado del grupo para escaquearme. Le dije a Lidia que intentaría escabullirme en cuanto pudiera, pero no hay manera. Aprovecho el jaleo del pub—karaoke en el que estamos mientras van pidiendo cubatas y me colocan uno de tubo cutre en la mano, como si yo fuera un click de Playmobil.

Ahora están distraídos, así que doy un par de tragos y decido que es el momento justo de irme hacia casa. Me dispongo a hacerlo cuando, de pronto, me atropella una serpenteante conga de compa-ñeros de trabajo, conducida por mi jefe, que no deja de reír como un pirata que se baña en doblones tras encontrar un tesoro... Y la conga fluye hasta desembocar a los pies del karaoke. «Tengo que salir de aquí», me escucho balbucear... pero mi jefe clava su etílica mirada en y, muy orgulloso, me rodea con su brazo por los hombros:

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—¿He oído bien? ¿Ha dicho «Tengo que salir ahí»? Celebro su entusiasmo, a todos nos cuesta un poco arrancarnos con el karaoke, pero alabo su valentía, será usted el primero en cantar...

Tras la frase del jefe me rompe una ola de aplausos en plena cara, vítores de los empleados más pelotas y una mirada sonriente de alguien que me graba con su móvil para colgarlo en Facebook. Me deshago en disculpas e intentos de driblar al personal, pero mis fintas sirven de poco, porque de pronto estoy sobre la cutre tarima que hace de escenario intentando que mi voz sea del mismo núme-ro que la que aparece en pantalla... Pero creo que hay un desfase de tallas entre el bailable éxito de Enrique Iglesias y mi estatismo de ahí arriba, bajo el foco, moviendo torpemente la boca al repetir esa letra que parece escrita por preescolares... Tengo mucho sue-ño y la cabeza me da vueltas... no quiero pasar contigo una noche loca y besar tu boca... solo quiero dormir... así que dejo el micrófono apoyado sobre el taburete y salgo de allí tan rápido como puedo, intentando despedirme entre aspavientos...

Allá afuera, en la calle, tomo aire y dejo de sudar. Me pongo a caminar como un autómata. No es que haya bebido gran cosa, pero he hecho bien en no venir en mi coche. Con lo que viajo últimamen-te la verdad es que no me conviene nada que me descosan punto a punto el carnet. Así que tomo un taxi y me esfumo de allí... Le digo al conductor la dirección de mi casa y evito darle conversación. En la radio hablan de no qué fichajes estrella del Real Madrid y del Barcelona. No me puede interesar menos, así que bostezo y mis pár-pados se cierran. Estoy pensando en la vida que he llevado desde la adolescencia, en ese ser feliz de otra manera que me invadió al enamorarme de Lidia e iniciar una vida juntos. Ahora sonrío y pien-so en Marc. Ellos son mi nueva felicidad, los hilos que me sostienen, solamente que a veces me encuentro tan, tan cansado… De repen-

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te, unas interferencias en la emisora hacen que el taxista cambie de dial y me subo de un salto al lomo del estribillo de Copenhage, una de mis canciones favoritas de Vetusta Morla, :

Dejarse llevar

suena demasiado bien.

Jugar al azar,

nunca saber

dónde puedes terminar...

o empezar.

Tengo el recuerdo de este año que casi ha pasado desde que na-ció Marc como de un gran biberón, como una de esas botellas en las que hay un barco dentro. Y a veces me da la sensación de que soy ese barco, sin saber explicar bien cómo he acabado aquí, tan rápido, tan a la deriva y a la vez con tan poca capacidad de movimiento en las entrañas de ese gran biberón. Es una reflexión absurda porque tengo todo lo que he elegido, soy feliz y no puedo estar más satisfe-cho con cada paso que he dado hasta aquí.

La verdad es que tenía cierto miedo, no lo dudo. En esta constan-te batalla aérea que son las parejas, me llegan noticias bien cercanas de muchos buenos pilotos que son abatidos y caen sin remedio. Yo nunca he podido comprender que alguien se lance a tener un hijo sin que la relación esté atravesando un buen momento, porque de pronto, cuando el bebé no ha cumplido ni un año, la pareja decide separarse y casi siempre de malos modos. Para quien trate de resu-citar un sentimiento que empieza a caminar de manera errática y parece herido de muerte, considero que es un gran error, la versión amargamente real de esos culebrones machistas en los que la chica se quedaba embarazada para atar al hombre que amaba. Al parecer, hay parejas que cuando se están hundiendo, en lugar de hacerse con un tablón o un salvavidas, piden que les echen un crío al mar para aferrarse a él y seguir a flote.

CAPÍTULO 2

MENSAJE EN UN BIBERÓN

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Y digo que tenía miedo porque, lejos de esas locas ideas propias de gente que pone corazoncitos en las íes en lugar de puntos y vive en ese mundo de fantasía opinando chorradas en la línea de que «un bebé une mucho»... lo cierto es que un niño es una bomba de relojería dispuesta a poner a prueba cada uno de tus nervios.

Como me dijo una vez Jota hace años cuando Hugo, primero del grupo en estrenarse en eso de la paternidad, tuvo a la niña:

—No sé, creo que si Yoda hubiera tenido un hijo hablaría de puta madre, en serio, no parecería que está siempre a tope de man-zanilla y Valium rollo ralentizado.

—¡Qué va, todo lo contrario, Yoda con sueño acumulado sería aún más jodido de entender!

—¡Coño, es verdad! Uf, solo te digo una cosa: yo no voy a ser pa-dre nunca, y eso que siempre he querido hacer un Vader y soltarle la frasecita a mi hijo, pero me da pereza tener el niño, luego irme de casa para que no me conozca y aparecer en plan sorpresa años más tarde...

—Claro, Jota, demasiado tiempo y dinero invertidos en una pe-queña parodia.

—Bueno, no descartemos nada, aunque no te recomiendo que tengamos hijos…

—¿Tú y yo, Jota? ¿Es que quieres decirme algo?

—No, idiota, pero mi consejo ser que no tener hijos debes si conseguir dormir quieres… El lado oscuro del amor siempre fue poderoso en ti, pero estar alerta debes.

—Gracias, Maestro, lo tendré en cuenta...

—Hostia, es que Hugo está con unas ojeras que parecen un es-croto…y para ir a juego se le están poniendo ojos de huevo, ja, ja... ¿Te acuerdas del chiste aquel del tipo que decía «¡Joder, de pequeño El Coco… de mayor, la coca! ¿Cuándo coño voy a dormir?»? Ja, ja… pues a Jota se le ve igual de estresado, ja, ja…

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En aquellos años era fácil descojonarnos de todo. Cuando éra-mos pequeños y alguien se echaba novia era como una deserción al grupo, pero cuando íbamos cumpliendo años y la cosa llegaba a boda ya era más serio, había que asumirlo. El partido había ter-minado. El bar cerraba la verja metálica y en la terraza ya no habría mesitas y sillas repletas de risas y jarras de cerveza. Una invisible mano gris acartonaba las estampas veraniegas y una fina pátina de escarcha pintaba los recuerdos de juventud con la brocha gorda de la madurez.

Con todo, las risas y los chistes aún podían lanzarse como pie-dras contra el estanque de quien se había casado o se iba a vivir con su pareja, con falsos enfados que reclamaban atención y de-nunciaban las ausencias en lo que era una declaración de amor a los amigos en toda regla. Se echaba de menos a cada uno de los que se iba borrando del mapa, pero era ley de vida, según se decía.

Y sí, tenía miedo de discutir más con Lidia, de que algo no funcionara bien, aunque en el fondo confiaba en que todo iría llegando a buen puerto. Jota siempre me decía que me agobio antes de tiempo. Pero ahora era el momento de saltar otro paso más en la vida, y Lidia y yo estábamos seguros. Vengo a recordar todo esto porque el paso a la edad adulta no aparece cuando un colega se casa ni cuando se va a vivir con su pareja de siempre. Ni siquiera con que ello provoque que cada vez haya menos actores conocidos en el teatro de las madrugadas. No. Eso solamente son pequeños trazos que en mismos no se acercan a constituir un retrato de la madurez. La única manera de comprender bien que ya no estás en el mismo bando es cuando nace tu hijo.

Ni siquiera sirve la larga pista de aterrizaje de nueve meses con un programado sistema de iluminación para que identifi-ques cada paso y seas consciente de que vas a ser padre. No. En

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ese instante la que lo sufre y lo siente es ella, eres solamente un copiloto atento que quiere ser educado, paciente y dar la talla dentro del papel de acompañante.

La vida es una sucesión de papeles: te tocó ser hijo, hermano, amigo, tío, novio… y ahora te toca ser padre. Por fin estará ahí la madurez. Y, de pronto, cuando sostienes a tu hijo por primera vez o le ves la cara, algo se quiebra en el cerebro, se enciende una llama en tu mirada que no se apagará ya mientras vivas y notas un abrumador peso en la espalda: la responsabilidad. Una inexplicable felicidad te aturde y marea… y los nervios sacan a bailar al cansancio, que queda con la risa tonta, que invita a tocar al sueño… Y ahí estaba Marc o, lo que es lo mismo, el principio de la madurez. Y nunca se está preparado para lo que viene a partir de ahí.

Primero fue lo de dar el pecho, que finalmente se lo dio Lidia a Marc tras echarlo a cara o cruz entre ella y yo. Me libré por la cara y ella cargó con esa bendita cruz que hizo que aquellos primeros meses tuviera que ir disimulando mis bostezos por empatía hacia mi novia, que estaba mucho más destrozada y dormida que yo. Así, yo aprovechaba para dormir con los ojos abiertos durante el trabajo mientras cerraba una noticia tras otra para el diario, siempre con la inestimable ayuda de Leo, que en poco tiempo se convirtió en un colega imprescindible en mi vida.

Pedir bajas de maternidad y paternidad, pruebas del talón, registros, papeleos, Seguridad Social, ir a pesar al niño a la farma-cia cada lunes, preocuparse por todo, contar la edad en meses, despertarnos como si llamaran a filas con cada llantina, hacer un máster en las mejores cremas para la piel, geles, champús, los pañales más adecuados, los termómetros para el agua del baño, los bastoncillos para los oídos, por no hablar de todo el negocio

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montado en torno a carros, capazos, Maxi—Cosi, sillas de paseo, sillas para el coche con o sin anclajes Isofix… Y, claro está, tam-bién los edificantes debates a la hora de cenar sobre el color y la solidez de las cacas que ha hecho el bebé a lo largo del día. Des-pués llegó lo de elegir la leche en polvo de biberón que tuviera las máximas garantías nutricionales y nos adentramos en la leche de continuación, y después, de crecimiento, todo ello, cómo no, introduciendo punto por punto las papillas de verdura y fruta así como determinados alimentos en función de lo que iban indi-cando los pediatras. Y, sí, claro, las consabidas visitas a urgencias cada vez que el bebé parecía acercarse un poco a algo que fuera camino de convertirse en el paso previo a una posible fiebre.

La verdad es que el fenómeno de ser padre primerizo es com-plicado de desmenuzar y analizar, y cada cual siente su propio latigazo emocional. Yo, que tanto había frenado en mis labios los «te quiero» desde que empecé a salir con chicas, no tardé un segundo en sorprenderme a mismo susurrándoselo al vientre de mi mujer mientras acercaba mi oreja izquierda a su enorme barriga… Sí, antes de conocerlo, antes de que se descorrieran las cortinas y saliera al escenario, cuando no era ni un pequeño figu-rante con frase... ya lo quería. Era raro, maravillosamente raro.

Y a pesar de casi no vivir durante esa primera etapa, con un año en blanco... de tanta leche, logramos sobrevivir durante 2016 y surfearlo con cierto estilo. Las quedadas con los colegas, cada vez más distantes unas de otras, fueron borrándose con naturali-dad para pasar a convertirse en citas rápidas centradas en tomar un aperitivo, o en cenas a eso de las 20:00 horas, normalmente con amigos que tenían críos, como Hugo, con quien comenza-mos quedando mucho al principio pero de quien no sabía mu-cho desde hacía demasiado tiempo.

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