LA FUNCIÓN PERDIDA

MARÍA GARCÍA-LLIBERÓS

LA FUNCIÓN PERDIDA

MARÍA GARCÍA-LLIBERÓS

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© Del texto: María García-Lliberós

© De esta edición: Editorial Sargantana 2017

© Diseño fotografía portada: Basconsaura.com

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Primera edición: Noviembre 2017

Segunda Edición: Noviembre 2017

Tercera edición: Diciembre 2017

Impreso en España

Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bosques gestionados de manera eficiente

ISBN: 978-84-17731-88-5

Depósito legal: V-2530-2017

A Rodri, el primer lector de esta novela,

con agradecimiento y amor

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ÚLTIMA ETAPA

Hoy es mi cumpleaños. Trini me lo ha recordado con un desayuno especial: unos churros calentitos y en su punto, y un tazón de chocolate espeso.

—Felicidades, cariño. Y recuerda: nunca es tarde para ser joven —me ha dicho con un beso.

La sutileza de esta mujer ha conseguido ahogar el mal humor que la fecha solía provocarme. Su lugar lo ocupa una actitud de reconciliación hacia el mundo tan sorpren-dente, y de aparición nada espontánea, que me he propuesto analizarla. Es el motivo por el cual me he puesto a escribir.

Mi vida cambió hace cinco años, cuando cumplí los 70 y empecé la jubilación que, como funcionario, postergué al máximo. Fue el primero de febrero de 2010, un maldito lunes en el que el despertador no sonó a las seis y media, como había sido habitual durante los últimos cuarenta y dos años, ni a ninguna otra hora posterior, porque en mi desconcierto optimista del novato ocioso, había decidido levantarme cuando el cuerpo me lo pidiera. Lo hice, cansa-do y mal dormido, a las siete y cuarto, e inicié una jornada demasiado larga para su escasa sustancia. Debo ser un bi-cho raro porque a mí, a diferencia de muchos, la idea de ju-bilarme me jodía. ¡Me jodía un montón! Enseguida caí en lo que me esperaba. Me senté en la cama, con los pies bus-

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qué las pantuflas, me las calcé, estiré el brazo para pulsar el elevador de la persiana que dejé entreabierta, y quedé ensi-mismado. Debía estar oscuro afuera porque apenas se filtró algo de luz. ¿Para qué levantarme?, me pregunté, con lo calentitas que estaban las sábanas. Nadie me esperaba en la oficina. Nada reclamaba mi presencia. Disponía de tiempo ilimitado —es un decir, porque si algo tenemos tasado des-de que nacemos es el tiempo y, sin duda, a mi edad, me que-daba poco— para reflexionar sobre lo que iba a ser el resto de mi vida, un período de decadencia en todos los sentidos hasta rematarlo con el punto final. El sarcasmo despectivo hacia un colectivo difuso causante de mi desgracia se había adueñado de mí. Y por si fuera poco, perdía mi función en la sociedad en medio de una crisis acojonante, con la bolsa en caída libre dilapidando mis ahorros, el paro subiendo sin freno y la amenaza de recortes en gastos sociales y en las pensiones para cuadrar las cuentas públicas, más real que nunca. Cualquiera que en mis circunstancias lo vie-ra de otra manera, estaría engañándose como un chorlito, y nada más lejos que incluirme entre ese grupo. Acerté, pues lo que vino en los años siguientes superó con creces las previsiones efectuadas por los más agoreros. Agucé el oído, que aún se mantenía bastante fino, y escuché un silen-cio perfecto e inquietante que necesité romper. El silencio absoluto aterroriza. Sentí miedo. Encendí la radio que de buena mañana vomitaba malas noticias sin parar, y ense-guida me tranquilicé. Reconocí lo normal. España entera estaba perdiendo la alegría. La agresividad se masticaba en el ambiente. Por aquel entonces nadie, a excepción del Gobierno, negaba que nuestra economía había entrado en recesión, tras constatar la caída del producto interno bruto

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durante varios trimestres consecutivos, el paro rozando el 20% de la población activa y el déficit público disparándo-se. Unas cifras espeluznantes. Me levanté impulsado por la inercia más que por la voluntad. Me sentía un extraño, solo en casa y sin ninguna tarea por hacer. Fui al cuarto de baño, oriné con fuerza y de un color rosáceo tirando a pardo mos-queante. Me dije: «Uno empieza a ser viejo para los demás cuando se jubila»; y, en verdad, en ese instante, me vi como un abuelo. Me observé en el espejo con calma, endurecí la mirada para estudiar las arrugas de la frente, las cejas blan-quecinas y de pelos largos que decidí recortar, las pestañas escasas, las bolsas bajo los ojos, el cráneo despejado, una forma lírica de referirme a la calva, y con manchas oscuras salpicando la piel, los dientes amarillentos a excepción de las muelas implantadas, los pelos blancos del pecho, los brazos fofos. Desistí de proseguir para evitar hundirme. De mi atractivo varonil quedaba poco, y he sido un hombre apuesto, ¡lo juro! La imagen que me devolvía el espejo me era odiosa. Si ese era yo, pocas posibilidades me quedaban en este mundo cruel. Fue entonces, en ese instante de lu-cidez matutina, cuando comprendí la opresión despiadada de la soledad, del auténtico sinsentido de la vida, y que algo en mi interior funcionaba mal. Un rencor profundo, sin destinatario concreto, iba tomando forma, como si de un roedor se tratara, o mejor, un topo que escarbaba en la memoria rastreando agravios que luego vomitaba con ra-bia. Y ahora, después de llegar hasta aquí, ¿qué, Emilio?, me pregunté, ¿qué te queda? ¿Te atreverías a hacer un ba-lance? ¿Ha valido la pena? ¿La vida es bella solo si eres joven, tienes salud, estás en activo y te sientes capaz de conquistar una mujer?

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Ni siquiera cuando falleció Ana, en una fría madrugada de 2002, cuyo recuerdo todavía me generaba sentimien-tos encontrados –tal vez por eso me apresuré a meter su retrato en un cajón de la cómoda—, había permitido que se aposentara este aturdimiento intelectual devastador. La conciencia de la desolación invadía, sin defensas que lo impidieran, nuevos dominios en mi mente. Al contrario, entonces, aquel día en que murió mi esposa, en algún mo-mento hasta llegué a disfrutar de una libertad nueva tras aquellos meses de una agonía que parecía eternizarse, do-lorosa y sin posibilidad de cura. Se fue cuando habíamos dejado de ser amigos. Lamenté que lo hiciera sin cruzar entre nosotros palabras de perdón. Tampoco lo puse fácil. El rencor es mal consejero. Tuvimos gestos, sí, cargados de reproches mudos. De vez en cuando he echado de me-nos sus cuidados y sus miradas interrogantes de los pri-meros años, cuando ambos, inocentes, nos amábamos sin condiciones, incluso nuestras discusiones, en algunas épo-cas posteriores llenas de acritud. Tuve que adaptarme a su ausencia, menos traumática al principio de lo que suponía. Lo extraño en ha sido que, con el paso de los meses, fui añorándola más. Mi memoria, por su cuenta, ha decidido recuperar momentos tiernos y me encuentro de pronto con el recuerdo de su hermoso rostro ovalado o su encantadora sonrisa de la joven que me enamoró. Así que el tiempo no cura todo, como dicen algunos ingenuos, sino que juega con nosotros, y en mi caso, lo empeora.

Con la jubilación me enfrentaba a un reto diferente. Me estremecí, como si estuviera ante un precipicio. Lo estaba. El trabajo había acaparado mi atención durante años. Se había convertido en mis muletas, la excusa que minimiza-

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ba cualquier conflicto doméstico, el asidero al que agarrar-me y que ahora me quitaban de un plumazo. Me faltaba preparación para un cambio tan brusco. Vislumbré mi fu-turo como una sucesión de enfermedades y de pérdidas: de memoria, de oído, la de la vista había empezado y pronto me intervendrían de cataratas, de capacidad mental, de mo-vilidad, de autonomía, de amigos y compañeros, e incluso de riqueza. Decrepitud, en definitiva. Y si volvía al pasado en busca de un refugio, solo encontraba una fuente para la nostalgia. ¿Cómo evitar la tristeza y no desesperarse? Se lo preguntaría a Guillermo la próxima vez que lo viera, que parece siempre tan animoso a pesar de sus circunstancias, peores que las mías, aunque en mi fuero interno lo atribu-yera a una inconsciencia vocacional propia de su naturale-za. Guillermo nunca abandonó por completo la infancia. Siempre me he burlado de su temperamento que calificaba de pueril, otro ejemplo de mi mala leche, cuando puede que lo envidie por ello. Resumí la situación. Yo, un adicto al trabajo, estaba sin nada que hacer, desconcertado por com-pleto, con la necesidad de buscar ocupaciones que distraje-ran las horas. Ninguna imprescindible, por supuesto. ¡Qué situación más irritante!, hacerse cargo del poco tiempo dis-ponible —la vida es demasiado corta—, y no saber en qué emplearlo. Por mucho dinamismo que desarrollara no deja-rían las estadísticas de contabilizarme entre los integrantes de las clases pasivas. ¡Emilio Ferrer Fontana, miembro de la clase pasiva! ¿Cómo no vislumbré que todo mi esfuerzo acabaría en esta mierda? He estado cuarenta y dos años co-tizando a la seguridad social y dudo que en menos de tres alguna huella permanezca de mi quehacer como ingenie-ro y funcionario. Ante esa perspectiva, me deshice de las

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chanclas y me volví a meter en la cama para aprender a ser holgazán. Reivindiqué mi derecho a la pereza. No funcionó porque el cerebro se disparó a mil por hora y al poco rato, harto de un creciente desasosiego, me levanté. Me dirigí a la cocina y tomé un café con leche sin siquiera sentarme. Esta tarea constituyó otra novedad porque he sido un asi-duo de la cafetería. Incluso los fines de semana, desde que faltó Ana y los chicos no vivían en casa, salía a desayunar fuera. Me gustaba comprar el periódico y acodarme en la barra de un bar, con un café con leche y un cruasán recién salido del horno, dispuesto a tomarle el pulso al mundo. En esos momentos me molestaba que alguien me dirigiera la palabra, ni para darme los buenos días, de concentrado que estaba en deglutir las noticias. Insatisfecho, me vestí y salí a la calle con la impresión de que los pies pesaban más que de costumbre o que los arrastraba con la actitud del hombre derrotado. Guillermo, que había iniciado con cierta irreflexión la senda de la chochez, me apremiaba a que me sacara el bono bus oro de la EMT para ir gratis por toda la ciudad, como si tuviera que hacerme ilusión eso de ir subido a un maloliente autobús, a mí, que he disfrutado de coche oficial, o como si no conociera esta ciudad como la palma de mi mano.

Cuando aún no existía la ley antitabaco me fumaba un ci-garrito en la cafetería inspirando el humo a fondo, antes de subir a mi planta, si se trataba de un día laborable. Atravesa-ba las distintas dependencias saludando a los subordinados hasta llegar a mi despacho, llamaba a Trini, una mujer feliz de tenerme como jefe que venía presurosa, sonriente y bien arreglada a recordarme la agenda. Juntos decidíamos sobre los asuntos de la mañana. Fue una lástima y una injusticia

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que tuviera que prescindir de Trini. He sido un hombre con exceso de trabajo: reuniones, viajes, conferencias, visitas y llamadas de teléfono, atendiendo varios frentes a la vez, con capacidad de organización, de mando y buena salud. Jamás me he quejado porque lo disfrutaba. A mí, lo del estrés siempre me ha parecido un cuento de débiles. ¡Con qué ganas volvería al despacho! Me sentí, en ese primer día de jubilado, como si me hubieran arrojado a un basurero, igual que se hace con los efectos inservibles.

Durante mis últimos veinte años en la Administración fui el jefe del Área de Proyectos de la Dirección General de In-fraestructuras, y por pasaron las principales inversiones públicas que dieron lugar a un cambio para bien en las po-sibilidades de crecimiento de la región, digan lo que digan esos mala sombras de ecologistas, porque algún precio hay que pagar por el confort, digo yo, y que se sepa, ninguno de esos iluminados ha vuelto a vivir en una cueva. Se come-tieron excesos, desde luego, ¡nos inflamos a calificar suelo como urbanizable!, y claro, los precios se multiplicaban sin responder a una inversión productiva y desde que pinchó la burbuja inmobiliaria, como nadie promueve ni construye, se están desinflando como si bajaran por un tobogán. Lo vamos a pagar, sí, lo estamos pagando caro. Aunque no de forma equitativa. Los jóvenes que nada han tenido que ver, son los que más van a sufrir. Tanto despilfarro y corrupción no pueden quedar impunes, aunque apuesto lo que sea a que los tiburones se saldrán de rositas, como siempre. Ahí está Eduardo Palacios para demostrarlo. Lo tenía bien calado, no en vano habíamos sido compañeros de bachiller. Un pijo desde pequeño, listo y pérfido. El más rico de un colegio para niños ricos, siempre el primero en poseer los jugue-

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tes nuevos, y de mayor, un empresario que no se paraba en chiquitas para conseguir lo que se propusiera, un auténtico lobo y un delincuente. Al menos me evité tener que lidiar con lo peor de la crisis que se avecinaba. Presentaba mala pinta. Me fui cuando las vacas gordas daban los últimos mugidos. He sido un hombre importante, respetado, temi-do, con influencia en los ámbitos económicos y políticos de los socialistas y de los populares, ninguno se atrevió a cesarme, y es que no todos los políticos son iguales, desde luego, pero en la distancia corta se parecen mucho. Supe adoptar un perfil de técnico bien informado que no se casa con nadie y al mismo tiempo, de fiar, es decir, flexible ante los deseos del político de turno, y discreto. Una flexibilidad digna, sin aparentar que doblegas la cerviz. El funcionario que necesitan a su lado porque sabe vestir el expediente y dar cobertura legal a sus tejemanejes, el que siempre tiene a mano el argumento con el que acudir pertrechado a una rueda de prensa, aquel que les proporciona seguridad. Y con el que no conviene indisponerse porque sabe demasiado, e incluso puede poseer documentos comprometedores. ¡Ay, si me decidiera a tirar de la manta, cuántas cabezas podrían ro-dar todavía! He actuado con eficacia, egoísmo y psicología. Eduardo Palacios es como yo, lo sé, pero se encontraba, y allí sigue, al otro lado de la frontera, en el del sector privado. Requería contratos públicos, cuanto más gordos mejor, para engrasar su enorme tinglado empresarial. Sabía ganarse a los políticos con adulaciones inteligentes y untarlos si era preciso, o amenazarlos, a ellos, a las personas de su entorno o a sus partidos, o calumniarlos. Lo hacía con elegancia y estaba metido hasta las cejas en esa estructura fantasmal de la financiación irregular de los mismos. Me llegaron ecos

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de que apoquinaba su cinco por ciento sin rechistar. Luego lo recuperaba con creces a través del procedimiento de re-visión de precios que, por cierto, en algunos casos me tocó conformar a mí. Supe, sin embargo, que jamás lo pillarían, a Eduardo, porque era escurridizo como una serpiente y ca-paz de engatusar a idiotas que por poco dinero se presta-ban a hacer de testaferros. Poseía un caudal de información comprometedora que lo hacía temible. Cómo conseguía enterarse el primero de todo, siempre fue un misterio. Al menos, nunca supe, de entre los de mi entorno, quién era el espía, aunque estuve convencido de su existencia. En una ocasión me puso en apuros, presionó en exceso. Había in-vertido demasiado en unos eriales próximos a un futuro, y absurdo, campo de golf que requerían la recalificación ur-gente para que el negocio especulativo fuera de escándalo, y simultáneamente, una de sus empresas aspiraba a adju-dicarse el concurso del plan de vertederos de la zona cen-tro. Me opuse a la urbanización de los eriales por falta de agua, y lo hice con firmeza, contando con el respaldo de la Confederación Hidrográfica. El muy hijo de puta inició una campaña para desprestigiarme y casi consiguió mi cese. No se lo he perdonado. Jugó sucio conmigo. Me juré que pa-garía por ello. Maniobré a tiempo de neutralizarlo. Palacios se quedó aquella vez, porque hubo otra más tarde en que operó con más suerte, sin el contrato del siglo, el de los ver-tederos, aunque consiguió la recalificación del suelo, con mi oposición expresa, para la urbanización de los terrenos colindantes al golf. El que cayó fue el director general. Le sucedió un inexperto, quiero decir, uno aún más inexperto, perdido y acojonado, recién salido de las juventudes popu-lares, que se puso en seguida en mis manos. ¡He tenido po-

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der efectivo!, y he sabido mantenerlo, porque jamás se me ha visto alardear de él ni haciendo sombra al jefe político. No hay nada que les guste más a esos manirrotos que poner-se medallas y salir en los medios, incluso con trajes pagados por contratistas, ¡pandilla de majaderos!, ni siquiera tienen categoría para corromperse a lo grande. Aunque intuyo que alguno lo ha hecho. Son insaciables en su ridiculez. Si supieran cuánto los desprecio, se asombrarían.

Unos meses antes de mi retiro pensaba que era indispen-sable y que mi jubilación les iba a suponer un problema enorme de reemplazo. La arrogancia es síntoma de estupi-dez, admito mi falta. Ni una sola vez mi sucesora, una mujer llamativa cercana a los cuarenta, que tomó posesión el mis-mo día en que me hicieron la cena homenaje de despedida —¡Cuánta hipocresía tuve que tragar esa noche!, palmadi-tas en la espalda y risitas de satisfacción—, ni una sola vez, repito, la muñequita rubia artificial con tacones altos, falda estrecha cuatro dedos por encima de las rodillas, piernas lar-gas y buen culo de Isabel Abad, que no me extrañaría nada que se estuviera acostando con el Consejero, algún rumor en ese sentido, me ha llamado para pedirme una opinión y apuesto que no tenía ni pajolera idea de lo que le esperaba. ¡Eso significa estar jubilado!, señor, pasar de un plumazo a no contar para nadie, casi a no existir.

De niño jugaba con mi hermano a hacernos invisibles. Ignorábamos que solo hacía falta tener paciencia para con-seguirlo y que el tiempo nos fuera consumiendo. El telé-fono de casa dejó de importunar a la hora de la cena y a cualquier otra. El móvil, igual. Al principio, apenas un par de llamadas semanales de Elena, mi hija, otra que tal baila, desde Barcelona, para comprobar que seguía vivo, escu-

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char que estaba bien y aplacar su conciencia de ausente. Ninguna objeción por mi parte. Al contrario, bien orgullo-so he de estar de su carrera en el poder judicial. Es magis-trada del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y tiene dos hijos. Estuvo casada con un catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona, algo agilipollado, por cierto, como muchos economistas que, cuando se ponen a hacer previsiones, no dan una en el cla-vo. ¡Me río de sus diagnósticos económicos, de sus regula-ciones del mercado y de sus supervisiones bancarias! Los peores son los asesores bursátiles. Hablan como pontífi-ces, pero ¡no tienen ni idea! Si les haces caso, te arruinas. Elena se divorció hace poco, y para mí, que no le vendría mal encontrar nueva pareja. La humanizaría. ¿Cómo iba a pretender que se ocupara de su padre? Prefiero que no lo haga, la verdad. Nunca nos hemos llevado demasiado bien. La frecuencia de las llamadas fue decayendo, sobre todo después de un encontronazo que tuvimos, y ahora lo hace con carácter mensual. Odio esa rutina útil para constatar lo poco que tenemos que decirnos. Nada bueno espero de ella. Con su sentido práctico, en cuanto me considere de-pendiente, querrá encerrarme en una residencia. No podrá porque he dejado instrucciones claras por escrito para im-pedirlo. Tengo otro hijo, Nacho, dos años mayor que Elena, que reside en Nueva York. Un vivales ambicioso y listo que se desenvuelve en el sector financiero, en los aledaños de Wall Street. Al menos ha sabido mantener su puesto de trabajo, de momento, pese a los estragos de la crisis, y es-toy convencido de que no regresará a España nunca. Sigue soltero, aunque vive con Harry Goldsmith, un arquitecto de origen judío de porte aristocrático y de éxito. Al parecer,

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sus padres, ricos austríacos, consiguieron huir a tiempo de los nazis e instalarse en Nueva York. Salvaron el pellejo y el dinero. Un auténtico triunfo. Reconozco que el tal Harry es un hombre atractivo que evoca al mítico Cary Grant, un actor que Ana adoraba. Me lo presentó cuando decidió, hace cuatro o cinco años, de cara a la familia, salir del ar-mario, una expresión que al principio ni siquiera entendí. «¿En qué armario estabas metido, hijo?», le pregunté de buena fe y se carcajeó en mis narices. Jamás antes lo había visto reírse con tantas ganas. «¿En qué mundo vives, papá? Es el mejor chiste que he oído en años», contestó dejándo-me tan ignorante como al principio. En Nueva York nunca ocultó su orientación sexual, según me explicó entonces. Allí no era necesario, los homosexuales como ellos eran respetados y tenían prestigio. Tal vez se hayan casado y no me lo ha dicho. Cuando decidió sincerarse, su madre había muerto, menos mal porque a la pobre le habría dado un soponcio al saber que su hijito del alma era un marica, y yo decidí tomarlo con deportividad, de acuerdo con los ai-res de este siglo que parece haber nacido desorientado. Me ayudó que viviera en Nueva York, por supuesto. ¿Qué otra cosa podía hacer? Son pareja desde entonces, o quizás an-tes, Nacho es poco comunicativo, o se limita a comunicar lo que le conviene. Harry le ha introducido en los selectos ambientes culturales de Manhattan por los que se mueve como pez en el agua. Sus amigos son artistas, músicos, es-critores, psiquiatras, mecenas de la belleza, coleccionistas de arte, anticuarios, gays y heterosexuales (palabrejas que he incorporado a mi vocabulario), como les gusta decir. Pertenecen a la comunidad de personas exquisitas y ricas que apoyaron a Obama con entusiasmo desde su primera

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nominación a la Presidencia. Se le pidió tanto a Obama nada más tomar posesión del cargo, en su primer mandato, que era imposible que no decepcionara. A pesar de ello, sigue contando con el favor incondicional de mi hijo y su pareja. Lo consideran el mejor presidente, el más elegante y honesto, el que ha sabido colocar a los EE.UU. de nuevo en la senda correcta, tras el desastre de la era Bush. Con la deriva extremista del Partido Republicano, hasta a mí, reacio a dar mi voto a la izquierda, me parece sensato. Na-cho viene siempre en navidades a visitar a su padre, las últimas en compañía de su inseparable Harry. Se horroriza de la atmósfera de crispación de la sociedad española, de la falta de ironía y compostura, comprueba, igual que hace su hermana Elena pero con un encanto que a esta le falta, que aún no soy un dependiente terminal y regresa aliviado a su verdadero hogar, el neoyorquino, del brazo de su amante. Llama cada semana, una costumbre establecida desde que me quedé viudo, los sábados al mediodía, cordial, con al-guna noticia sobre la última ópera en el Metropolitan, ex-posición en el MOMA o en la Hispanic Society, o algún cotilleo malicioso del mundo de la política o de las finan-zas. De vez en cuando me sale con una recomendación so-bre compra o venta de activos financieros, a pesar de saber que no le hago caso porque prefiero equivocarme solo. Me desea una feliz semana, insiste en que efectúe largas cami-natas para activar la circulación y que no abuse de la sal en las comidas. Al principio, hasta que intimó con Guillermo, me recomendaba que jugara al golf con mi amigo, lo que me daba risa. Se notaba que lo conocía poco, otro jubilado penoso empeñado entonces, el muy palurdo, en que nos aficionásemos a la petanca. Termina rogándome en que no

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dude en llamarle si necesito algo, como si viviera al doblar la esquina, pienso. Se despide contento de que no lo haya hecho nunca.

De mis problemas médicos procuro no hablar con mis hijos. ¿Para qué?, son los propios de la edad. Cuando me falle la salud de forma irremediable, pienso solucionarlo a mi manera, si soy capaz de ello. Tengo planes al respecto. Esto se acaba, Emilio, me digo a veces. Cada cumplea-ños, por supuesto, y cada vez que pesco la gripe también. Me refiero a mi tiempo y nada puedo hacer por impedir-lo. Mi abuelo me dijo una vez, viudo y vislumbrando las orejas al lobo, que nadie quiere morirse. No le hice caso, era pequeño, aún no tenía miedo a la muerte y la vida me parecía tan larga que anhelaba que corriera deprisa. Ahora que vivo con la impresión de que marcha acelerada, me propongo hacerlo intensamente hasta ese final. Me parece una actitud inteligente. He cambiado en estos seis años y me niego a convertirme en un viejo cascarrabias, aunque la impotencia y la no comprensión del porqué te han traído a este mundo sin pedirte permiso y por qué te obligan a abandonarlo después de malas maneras, lo justifique. No hay muertes dulces. Como mucho, y con ayuda de algún narcótico, puede haberlas inconscientes. Me apunto a esas.

El año pasado hice testamento vital. Me indujo la lec-tura de una noticia en relación a una mujer de noventa años, sorda y ciega, en estado terminal, que los médicos mantenían en una residencia en cama y atada para evitar que, sin darse cuenta, se quitara la sonda gástrica con la que la alimentaban. Una tortura que ningún juez ni médico se decidía a acabar, por si luego les exigían responsabi-lidades. ¡Qué mierda de sociedad! Cobarde y cruel. Son

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los mismos, o somos los mismos que nos apresuramos a llevar nuestras mascotas al veterinario para sacrificarlas al primer síntoma de agonía. Para que no sufra, decimos. Lo que preocupa a cada cual es cubrirse las espaldas en lugar de hacer las cosas bien. Me propuse no darles la oportuni-dad a esa panda de meapilas de que se ensañaran conmigo.

En fin, estaba solo ante la fatalidad y a diferencia de otros, con dinero suficiente, así que tenía, y sigo teniendo, dónde caerme muerto, ¡qué bien! pero desde que me habían retirado temí el aburrimiento. Por suerte, este temor duró poco, hasta que descubrí las andanzas de mi vecinita Mercedes Boscá. Bajo su fachada de ama de casa perfecta ocultaba una doble vida. Un asunto que me ha mantenido al acecho. Diría que, casi, como si estuviera en activo.

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LA TENTACIÓN VIVE AL LADO

Resido en una vivienda de mi propiedad del grupo Jardi-nes, una promoción de alto nivel de comienzos de los años ochenta. Su diseño sigue la pauta de formar semicírculos de casas unifamiliares de dos plantas y sótano, con garaje para un par de vehículos y algo de jardín a su alrededor, dispuestas de forma que los vecinos nos molestemos lo mínimo posible. De hecho, desconozco a la mayoría. ¡Ni se me ocurre acercarme por las reuniones de la comuni-dad de propietarios! Acepto lo que dispongan sin rechistar. Las casas se ubican en torno a un amplio parque, cuida-do con esmero, y algo más apartada, disponemos de una zona deportiva con piscina, gimnasio, pistas de tenis y de paddle. Aunque la promoción, llevada a cabo por una de las empresas del sinvergüenza de Eduardo Palacios —que obligó a un cambio de calificación urbanística exprés un tanto turbio—, está bien delimitada por un seto verde de altos cipreses, se encuentra integrada en un barrio de la ciudad, con buena comunicación con el centro por metro y autobuses y próxima a calles comerciales. En su momento nos pareció que con esa inversión aunábamos el amor de Ana, una idealista, hacia los ambientes bucólicos que pro-porciona la naturaleza, con la necesidad mía, de animal urbano, de pisar asfalto.

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Mercedes Boscá, Merche, vive cuatro casas más hacia el norte que la mía, en la misma hilera, y desde la ventana del salón, y mucho mejor desde el balcón de mi dormito-rio, podía ver, apostado tras los visillos y provisto de unos prismáticos, las personas que entraban y salían de su casa y los coches aparcados frente a su puerta. A eso me dediqué a partir del momento en que empecé a interesarme por ella. Las veía y tomaba nota en una hoja de cálculo, de los nom-bres de los que conocía, o de las características en cuanto a sexo y edad según mi parecer, de los modelos, color y matrículas de los coches, de las horas de llegada y partida, y hasta de la ropa que llevaban los visitantes. Las entra-das y salidas de Eduardo Palacios eran abundantes, siempre en día laborable, siempre por las mañanas y cuando Mer-che estaba sola. ¿Por qué recogía esa información? Porque me gustaba Merche, eso era obvio, despreciaba a Simó, su marido, el abogado de los poderosos, y odiaba a Palacios. Además, me divertía o me hacía creer que desarrollaba un trabajo. Y por lo que pudiera ocurrir en un futuro inmediato. Tramaba algo, urdía un plan, llevaba un asunto entre manos, lo que traduje por el equivalente a seguir en el tajo. Entien-do porqué los jubilados se convierten en cotillas. Que en mi caso, además, me hubiera transmutado en justiciero, debe tener raíces hondas que estoy dispuesto a rastrear.

Cuando salí de casa aquella mañana de febrero, vestido más informal que de costumbre, me encontré con un tiem-po desapacible, nubarrones negros sobre el parque, viento y una temperatura heladora. No habría andado ni diez metros cuando me cayó una gota de lluvia en el ojo derecho, un goterón gordo y aislado que hizo que lo cerrara, para des-cender después por la mejilla como una lágrima. Me vino la

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imagen de un día lejano, porque el pasado se abre camino a zarpazos y no es posible enterrarlo, y menos este episodio que me resultaba tan grato. Sería de 1962 o 1963, cuando a la salida de la Escuela Superior de Ingeniería Industrial me acerqué a Ana, que me esperaba en la acera y al ir a darle un beso, un goterón idéntico se metió en uno de sus preciosos ojos, los cerró y la gota, como otra lágrima, recorrió su meji-lla hasta que yo la recogí con mi lengua cerca de la comisura de sus labios. Me supo a gloria. El beso que nos dimos a continuación lo guardo en mi cabeza como uno de los más dulces entre nosotros. Estaba bellísima, con falda escocesa bastante corta, medias negras (que ella llamaba leotardos), mocasines y trenca oscura con capucha. Parecía una cole-giala traviesa, y la besé hasta que la lluvia arreció y tuve que separarme para abrir el paraguas. Ana tendría 18 o 19 años, llevaba el pelo suelto y se reía de mí, ignorante de lo feliz que me hacía su risa, así como ser su pareja. Nos queríamos. Ha sido la única mujer a la que he amado de verdad. Las demás, que las ha habido, aunque pocas, nunca han con-tado. Ni siquiera las recuerdo, con excepción de Trini, una relación desequilibrada al principio que va enderezándose, y de Scarlett, una aventura reciente que ha tenido influencia en la forma de juzgar algunos hechos. Yo debía estar a pun-to de acabar la carrera, a falta de aprobar algunas asignatu-ras y del proyecto final, poseía esperanza y confianza en el futuro. Estaba enamorado y dispuesto a, por Ana, hacer lo que fuera. ¿Qué pasó luego para distanciarnos tanto? ¿Por qué no supimos conservar entre nosotros esa capacidad de hacernos reír? La risa entre una pareja es el mejor síntoma de la vitalidad de sus sentimientos. Regresé al presente, un escenario sin Ana y sin esperanza, vacío de sombras. Volví

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sobre mis pasos para entrar en casa, ponerme el chubasque-ro acolchado gris marengo, que es una prenda práctica que siempre he llevado a gusto, comprada en Bruselas, recuer-do, con ocasión de un congreso de esos que solo sirven para que figure en el currículum, y proveerme de un paraguas. Me acerqué al quiosco, adquirí el periódico y con él bajo el brazo, acudí a la cafetería de una plaza del barrio contiguo a tomar otro desayuno, este como Dios manda, y planificar la jorna-da. Me senté a una mesa cerca de la ventana y estuve leyen-do más de una hora, mientras notaba un gusano de ansiedad retorciéndose por mis tripas. Hasta hice el crucigrama en un santiamén, era una bobada, y cuando de forma autómata iba a ponerme con el jeroglífico o el sudoku, reaccioné de pronto como si despertara de un mal sueño. ¡Idiota!, ¿no se te ocurre nada mejor que hacer? Conecté el móvil y Guillermo, deseoso de alegrarme la vida, ¡mira qué bien!, me había dejado varios mensajes. Insistía, entre otras cosas, en lo del bonobús oro, el muy cretino, como si fuera necesario para transitar por la ciu-dad colgarte una placa de viejo en la frente. No me apetecía su encuentro, sería como verme en otro espejo, pensé, me de-primiría. Apagué el móvil y opté por acudir al supermercado a hacer la compra, una tarea que decidí asumir a partir de en-tonces, en sustitución de Sara, la asistenta chilena, inmigrante huida de la época de Pinochet, que venía tres mañanas a la semana. Me aprecia porque le ayudé a regularizar su situación en España. Soy bastante borde pero no con los inmigrantes que carecen de culpa por haber nacido en un país equivocado, y detesto a los españolitos que se creen superiores a ellos. Tal vez debiera apuntarme a una ONG, pensé, hacerme voluntario y dedicar parte de mi tiempo a ayudar en algo. Comprar, pagar, consumir, son palabras alegres. Incluso me propuse aprender a

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cocinar, influido quizás por los programas de Arguiñano en la tele. Me divierte ese tipo, parece pasarlo de maravilla y gana una pasta gansa. Cocinar tiene el aliciente de que luego puedes comerte lo que haces, razoné. Cogí el carrito e inicié una ronda ordenada por los pasillos de estanterías atiborradas de tenta-ciones. Allí, husmeando en la de los quesos, por los que tengo debilidad, me encontré con Merche.

—¡Buenos días, vecino! Qué raro se me hace verle por aquí a estas horas.

—Buenos días —contesté con una timidez nueva.

—¿No debería estar en la oficina?

—Me he quedado sin trabajo.

—¿Usted, en el paro? —preguntó incrédula.

—¡No!, me he explicado mal. Me han jubilado —dije echándole las culpas al sistema—. ¿Qué le parece? Han decidido que soy inservible —añadí.

—Emilio, ¡alegre esa cara, hombre! El mundo no se hun-de, ni siquiera con estos políticos que hemos elegido y que parecen habérselo propuesto. Ahora tendrá tiempo para ha-cer aquello que nunca pudo. ¿Se da cuenta? Está usted bien de salud, con un aspecto magnífico, así que empieza una etapa que si quiere, puede ser la mejor de su vida.

—Solo que es la última, Mercedes. No le encuentro la gracia y desde luego, no me encuentro magnífico.

—Si se empeña en verlo de esa manera, malo. Debe en-contrar los aspectos positivos e, incluso, los fantásticos.

—Habla así porque usted es joven. ¿Qué edad tiene?, si no es una indiscreción.

—Tengo 42 —dijo bajando la voz, acercándose y permi-tiéndome aspirar un delicioso perfume—, pero no lo diga.

—Como mi hija Elena. Podría ser su padre.

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—Tampoco soy una jovencita. ¡Ah!, prefiero que me llame Merche.

—¿Y su marido? Perdone, no por qué le pregunto.

No se preocupe, la edad de mi marido intriga a mucha gente —dijo riéndose—. Dimos mucho que hablar cuando nos casamos. José Luís es más o menos de su quinta, Emilio, pero el pobre, a su lado, da pena de lo gastadito que está —comentó maliciosa—. La ventaja es que como no es funcionario y tiene su propio negocio —añadió irónica—, ha decidido no jubilarse.

—¡Qué afortunado!

—¿Usted cree? El trabajo es lo único que le divierte. Me irrita esa cortedad de miras.

—Yo era igual.

—Cuando nos conocimos hacíamos buena pareja, de verdad, tengo fotos que lo demuestran, pero el tiempo jue-ga en su contra. Ahora se percibe más la diferencia de años entre nosotros. No es por falta de modestia, pero todavía estoy de buen ver, ¿no cree?

—Por supuesto, mejor que eso.

—Gracias, mi esfuerzo me cuesta. José Luís, de cuidar-se, nada, y piensa trabajar hasta que el cuerpo aguante, le gusta decir. Por mí, que haga lo que quiera, como si quiere morirse con las botas puestas.

—Le envidio.

—¡No diga tonterías! La vida tiene alicientes fuera del trabajo. Nuestra obligación es descubrirlos y disfrutarlos.

—¿Y si nos tuteáramos?

—Encantada, ¿por qué no?

—Estás en la edad perfecta, Merche, y guapa —dije sin salir de mi asombro respondiendo al sutil coqueteo, no he sido un hombre galante por sistema con las damas.

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—Gracias.

—Cuando te conocí, trabajabas. ¿Lo has dejado?

—Sí. Era profesora de inglés en el instituto Azorín. Lo hablo muy bien, ¿sabes? Me gusta y sigo leyendo novelas en inglés, viendo las películas en versión original cuando puedo, y reuniéndome cada semana con un grupo de pro-fesores nativos del British para practicar.

—¿Por qué lo dejaste?

—Hace unos años José Luis y yo, en unas vacaciones por Portugal, tuvimos un accidente de automóvil. Condu-cía yo, así que imagínate la que me armó mi marido, don Perfecto, que presume de no haber sido multado nunca. Un descuido lo tiene cualquiera menos él, ¿entiendes?

—¿Fue grave?

—¡No!, fue aparatoso. Quedé con una lesión en las cervicales.

—Entonces tuvo consecuencias.

—Hasta cierto punto. La verdad es que lo convertí en una oportunidad.

—¿Cómo?

—Conseguí una baja permanente. Me vino de perlas porque los niños estaban en una edad en que me necesi-taban, y aguantar a adolescentes quinceañeros, cada curso peor educados que el anterior, es duro.

—¿Te molestan las cervicales? —pregunté interesado.

—Al principio me incordiaban. Dolores de nuca y de ca-beza, no encontrar postura cómoda ni en la cama. Después de meses de rehabilitación, casi no me limitan en nada. Me vigilo, no dejo de hacer los ejercicios, voy a nadar, incluso en invierno. Nado de espaldas, prohibido el crawl y ma-riposa. Me encuentro bien, aunque no he hecho la prueba

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de volver a dar clases, ni creo que la haga. No me apetece. José Luís prefiere que no trabaje fuera de casa. Está cha-pado a la antigua. Y como la baja permanente conlleva una paga, me considero una jubilada prematura —dijo riéndo-se—. Y a diferencia de ti, estoy encantada.

Mientras hablaba observé lo deseable que era. Jamás la había considerado desde esa perspectiva. Tal vez fuera la consecuencia de haber pasado de ser la señora de Simó a Merche, un cambio enorme, o ¿se trataba de haber iniciado mi transformación hacia un viejo verde? Puede que la jubi-lación o el ocio tuvieran ese tipo de consecuencias. Merche estaba buena. Era una mujer presumida, sin duda, el pelo rubio limpio y peinado en una melena corta lacia y unas gre-ñas a modo de flequillo, las uñas perfectas de esmalte rojo, los ojos verdes bordeados de largas pestañas y maquillados. Vestía una gabardina marrón reversible forrada de piel sua-ve ceñida con un cinturón ancho. Por debajo asomaba un cuello cisne de lana beige. Calzaba botas altas de tacón. Era obvio que cuidaba su aspecto incluso para acudir al super-mercado. Deseé desnudarla y me sorprendí de que mi libido pudiera desentumecerse a mi edad. Traté de imaginarme sus pechos, redondos y bien puestos, cubiertos con un sujetador de encaje negro, a juego con las braguitas. Recordé a su marido, José Luís Simó, de aspecto gastadito, como había dicho ella, ¡menuda pieza estaba hecha! Un hombre carga-do de dinero, lo de las habladurías estaba más que justifica-do, robusto, de uno setenta como mucho, cabeza redonda y calva, con ojos quisquillosos, como de hurón, pequeños e inquietos, director de un importante bufete, y con suerte. Cualquier marido de Merche se convertía a mis ojos en un hombre con suerte. Merche era su segunda mujer y recuer-

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do que pensé que la alegría que irradiaba no podía tener su origen en el mustio del marido. Acerté, aunque entonces no lo sabía. En seguida me reprendí porque, ¿con qué derecho me metía con su marido, cuando aquella mañana el hombre más mustio del vecindario era yo?

—Deberías hacer ejercicio, Emilio.

—¿Tú crees?

—Ayuda a mantener el cuerpo ágil y la cabeza despeja-da. Proporciona equilibrio mental. Piénsalo.

—Me da pereza.

—Lo mejor es apuntarse a un gimnasio, porque te obli-gas y en compañía de otros se pasa fenomenal. Puedes consolarte —dijo con una mirada divertida—, siempre hay alguien que está peor. Aquí cerca hay uno estupendo.

—Tendré antes que hacerme a la idea. La última vez que jugué al tenis fue hace siete años por lo menos, y me hice un esguince. Desde entonces mi ejercicio ha sido ir pa-seando a la oficina y volver. Ahora que dispongo de tiem-po, haré caminatas largas y recuperaré la ciudad.

—No es suficiente, Emilio, y la ciudad está imposible con tanto tráfico.

—Aún quedan zonas agradables. Quiero explorar los márgenes del río y los nuevos parques, y visitar los mu-seos. He de ponerme al día.

—Eso está mejor.

—Y quiero aprender a cocinar —dije resuelto.

—¡Una idea estupenda! Puedo echarte una mano si quieres, se me da bien.

—¡Claro que quiero! —dije vislumbrando un terreno de juego.

—Te pasaré recetas.

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—De acuerdo. Han de ser sencillitas, al principio. Te invitaré a probarlas. ¿Aceptarás?

—¡Claro! ¿Por qué no? Te puntuaré de uno a diez.

—Prefiero que no me examines.

—Veremos, Emilio, debes esforzarte para que me guste –dijo en un tono que me sugirió algo más.

Lo tendré en cuenta, Merche, haré lo que pueda. Aho-ra voy a seguir con la compra. Ha sido un placer saludarte.

—Lo mismo digo, vecino. Espero verte con frecuencia, nuestro barrio es pequeño, y que la próxima vez que coin-cidamos estés más orientado.

—¿Tanto se nota mi desconcierto?

Afirmó con un gesto gamberro, me guiñó uno de sus ojos verdes, agarró el carrito con brío y desapareció por la calle paralela dedicada a las pastas y conservas. Mientras se alejaba, la observé con gesto de aprobación hacia su movimiento de caderas. Deliberado y dedicado a mí, pen-un tanto engreído.

Compré distintos tipos de quesos, unos artesanos de Al-medíjar de sabores fuertes, media docena de huevos gran-des de gallinas camperas. Lo de camperas me sonó bien, aunque no creí nada de lo que decía la etiqueta respecto a la sana alimentación, con auténticas legumbres, de las gallinas. Adquirí jamón serrano, pan de pueblo, patatas y cervezas. Empezaría mi nuevo régimen con un par de huevos con jamón y patatas fritas, todo hecho en abun-dante aceite de oliva, con suficiente colesterol para garan-tizar una bronca del doctor Piqueras, mi médico y amigo, a quién iba a ver en unas semanas. Puede que invitase a Guillermo, por escandalizarlo y regocijarme a su costa, para que aprendiera a disfrutar de la vida, de la poca que

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nos resta y dejase de darme la murga con la maldita pe-tanca. Mojar el pan cogido con los dedos en la yema de los huevos de gallina campera debe ser uno de los pocos placeres prohibidos al alcance de nuestras manos. ¡Joder!, qué mierda de vida me queda, refunfuñé.

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SOMOS NUESTRO PASADO

Aquel primero de febrero de 2010 terminó como empe-zó, en un estado de resignación malsano al que se sumó un sentimiento de fracaso vital que presagiaba algo funesto. Me resistía a aceptar una realidad inevitable. Me negué a comu-nicarme con nadie, ni siquiera invité a Guillermo, esto por desidia o por empecinamiento, o porque no quería que me viera derrotado. Al fin y al cabo, para él siempre he sido su héroe. Me encerré en casa, descolgué el teléfono fijo y apa-gué el móvil aunque seguramente no hubiera hecho falta para mantenerlos silenciosos. Freí los huevos camperos —uno se me despanzurró al echarlo en la sartén desde demasiada altura, provocando que me salpicara el aceite hirviendo, me hiciera una quemadura en la mano izquierda y la cocina que-dara hecha un asco—, me los comí sentado a la mesa de la cocina, mojando el pan en las yemas y rebañando el plato con unos modales que mi madre, si viviera, me reprendería. Pero mi madre llevaba años bajo tierra y a mi lado no había nadie a quien guardar respeto, así que, añorando una buena bronca, decidí comportarme como me diera la gana. Descubrí que estando solo disfrutaba menos de lo que había imaginado, a pesar de chuparme los dedos, que también lo hice. Dejé los restos de la batalla en el fregadero que para algo pagaba a Sara, la chilena, que se llevaba un pico de mi congelada pen-

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sión, una cuestión a considerar, viuda de un represaliado de la dictadura de su país. Me contó en una excepcional ocasión en que estaba parlanchina, que los militares fueron a buscar-lo por la noche a su casa, se lo llevaron de malas maneras y nunca más supo de él. Madre de cuatro hijos, se vinieron a España a mediados de los ochenta. Conserva la voz melosa y un cuerpo atractivo. Durante las últimas semanas no paraba de darme la murga con la memoria histórica, indignada por la apertura del proceso al juez Baltasar Garzón. Algo de razón llevaba, la verdad, pues el Tribunal Supremo pare-cía que no daba una, o lo más probable, que sus señorías se sintieran aún bajo el juramento de fidelidad franquista. Incluso yo, que de izquierdoso nada de nada, los taché de retrógrados. Pero el problema de Garzón no era creer en la Ley de la Memoria Histórica y ser el único en España que se la tomaba en serio, a parte de otro señor, un tal Enric Marco, de profesión impostor, que se inventó su biogra-fía de superviviente de un campo de concentración nazi, consiguió presidir una asociación, recibir un montón de subvenciones y ser recibido con honores por el presidente del Gobierno, sino haber metido las narices en las finanzas del Partido Popular. Ahí es donde lo tenía jodido y don-de residía la causa genuina por la que iban a buscarle las cosquillas como sabuesos, sin contar con la envidia que generaba entre sus compañeros togados. Se había creado enemigos demasiado poderosos.

—Eso le pasa por hacerse ilusiones, Sara, —le expliqué—, y confiar en la justicia, cuando esta es imposible entre los humanos. Solo hay que observarlos con detenimiento un rato y reflexionar. Y de la divina, ¿qué le puedo decir? Ni existe ni se la espera, pura fe producto del miedo.

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