Cubierta

ANDRÉS THOMPSON

OJOS CELESTES

Memorias de un subversivo

Editorial Biblos

No tengo motivos para rechazar mi idea fija de que cuanto le ocurre a un hombre está condicionado por todo su pasado; en suma, es merecido.

Evidentemente, buenas las he hecho para encontrarme en este punto.

Cesare Pavese, El oficio de vivir

OJOS CELESTES

El secuestro y la desaparición. La huida y el exilio. Brasil y Holanda. Y el retorno a la Argentina.

Andrés Thompson relata con tono humano, a veces escéptico y con humor, su juventud subversiva. Y al hacerlo, retrata a toda una generación que se formó antes, durante y después de la última dictadura militar. A la manera de una autobiografía novelada, la vida de los afectos y la de los camaradas se mezclan en una historia que se lee sin pausa de principio a fin.

Sus reflexiones sobre la época y cómo estas se traducen al presente aportan una nueva mirada, fresca y crítica, a un momento de la Argentina y del mundo en el que los aires de libertad y emancipación dejaron huellas que aún perduran.

ANDRÉS THOMPSON

Andrés Thompson nació en Rosario en 1955. Vivió en Holanda, Brasil, Estados Unidos y en Colonia, Uruguay, donde reside en su chacra desde 2002. Egresado del Instituto de Estudios Sociales (ISS) de La Haya, ha publicado numerosos artículos y libros sobre temas del desarrollo social, juventud, filantropía y sociedad civil. Actuó junto a movimientos sociales y de derechos humanos. Trabajó como Director de Programas en la Fundación W.K. Kellogg (Estados Unidos) y como coordinador de la Red de Filantropía para la Justicia Social (Brasil) y Streetfootballworld (Brasil). También ha sido voluntario y es consultor para varias organizaciones nacionales e internacionales. Actualmente coordina el Programa ELLAS-Mujeres y Filantropía.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

… porque la lucha contra los “subversivos”, con la tendencia que tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión demencialmente generalizada, porque el epíteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como “marxismo-leninismo”, “apátridas”, “materialistas y ateos”, “enemigos de los valores occidentales y cristianos”, todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura.

Conadep, Prólogo, en Nunca Más, 1995

Prólogo

Graciela Fernández Meijide

En 1978 tuve que pasar varios meses en Montreal, Canadá. Ahí había un puñado de exiliados que, en su mayoría, se habían adaptado a esa sociedad y a un clima hostil con tormentas en invierno que podían llevar el termómetro a -30°.

Me referí a una mayoría instalada porque había dos exiliados –una muchacha y su hermano mucho más jóvenes que el resto– cuyas experiencias en Argentina, militancia, detención violenta, espera ansiosa de la posibilidad de opción para salir del país y, por fin, viaje a una tierra de acogida pero desconocida, habían sido una secuencia demasiado traumática para sus pocos años. Estupefactos, a pesar de la posibilidad de hacer los cursos gratuitos de aprendizaje de inglés y/o francés, no atinaban a aprovecharlos. Esta actitud les impedía aspirar a un empleo más o menos calificado y, por lo tanto, aumentaba su depresión.

El resto de los que vivían en Canadá, todos profesionales, o enseñaban castellano a canadienses en forma particular o lo hacían en escuelas y hasta en una universidad. Hasta donde supe, ninguno vivía un “exilio dorado”, es decir, nadie se beneficiaba de los dólares de Montoneros, a pesar de que la mayoría de ellos había pertenecido a esa organización. Todos habían padecido aterrizar en tierra extraña con lengua y costumbres diferentes, a buscar domicilio primero y trabajo después para mantenerse, a leer los diarios intentando comprender cómo se organizaba su entorno y, más de una vez, ante el espectáculo de la política local, a preguntarse: y esto conmigo ¿qué tiene que ver? ¿Alguna vez me importará? Viviendo todos pendientes del correo o las comunicaciones telefónicas –caras para bolsillos ajustados– para poder sonreír con las novedades felices de la familia, aunque no abandonara a ninguno la angustia de pensar en la muerte de los mayores que habían quedado atrás.

Predominaban en este grupo aquellos que describe Andrés en este libro como los “exiliados” diferenciados de los “emigrantes”. Estaban pendientes de lo que ocurría en la Argentina, sobre todo en Buenos Aires. Llegada a Montreal, me instalé en el amplio departamento de una amiga que era inmigrante y trabajaba como profesora en un colegio y alojaba también a una exiliada con la que compartía gastos, a los que sumé mi aporte. Pronto fui conociendo al resto de argentinos que frecuentaba mi anfitriona y estos me pidieron una reunión más amplia para que contara qué pasaba en Argentina.

Para mi sorpresa, en el grupo no me creyeron cuando dije que la dictadura estaba en pleno uso del poder, que lo único que se expresaba como resistencia, con bastante poca visibilidad por cierto, eran las demandas de los organismos de derechos humanos –yo misma estaba en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos– y, en cambio, afirmaban saber que en la planta Ford los autos salían con la inscripción “montoneros”.

Me convencí de que era inútil discutir porque no querían oír. La esperanza de la revolución aún viva persistía y era alimentada desde, a mi criterio, el dolor de tanta frustración, tanta lejanía, tanta pérdida, tanto dolor.

Mucho tiempo después, ya en democracia y a suficiente distancia geográfica y temporal, estudiando el porqué del envío de las dos “contraofensivas” montoneras, me enteré de que enviados de la cúpula dirigida por Mario Firmenich en Europa habían ofrecido a los exiliados en Canadá, como en otros países, volver para integrar “grupos de tareas tácticas”. De los que conocí en Montreal ninguno se subió al “tren de la victoria”, esa delirante y mesiánica idea de que con un grupo de cien militantes aguerridos más algunas “células dormidas” en el territorio se podía reiniciar la lucha y echar a los militares. En cambio, esto llevó a más desapariciones y muertes como resultado.

Cuando se recuperó la democracia, buena parte de los exiliados volvió al país y algunos, los menos, se quedaron. Se sentían bien en un país organizado, que los había acogido amablemente y en el que su grupo familiar se había podido integrar.

Durante la dictadura y aun después, ya recuperada la democracia, los organismos de derechos humanos y buena parte de la sociedad estaban sumidos en el proceso novedoso de asistir a los esfuerzos de un gobierno por investigar en todo el país cuál era la realidad de la situación de los desaparecidos víctimas de aquello que, más tarde, se catalogaría como terrorismo de Estado. La consideración por el exilio de miles de personas fue débil. En todo caso muy limitada a sus familiares, excompañeros y amigos. Toda la energía se concentraba en los procedimientos que desarrollaba la Conadep, a la que no se le había encomendado que tuviera en cuenta ni a los presos políticos ni a los que habían sido impelidos a abandonar el país para salvar sus vidas.

Peor aún, en una Argentina que se había sacudido de encima a la dictadura, tal como Andrés describe que ocurría con aquel que llegaba al exilio, no faltaba quien dejara chorrear la desconfianza con respecto al que volvía ligando el hecho de haber salvado su vida después de una detención con la entrega de información o delación. Lo increíble era que esto ocurría a veces en los propios organismos que proclamaban la defensa de los derechos humanos al tiempo que algunos de sus miembros no dudaban en discriminar, no sobre conductas concretas sino sobre elucubraciones de supuestos comportamientos.

En este libro, que recomiendo leer, el autor describe su sensación de estar y no estar cuando, de vuelta ya con su familia, ve desfilar por delante suyo, a la cabeza de una manifestación, a las agrupaciones Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, gritando sus consignas en libertad y sin mirarlo, aunque se sumara a ellas. Era uno más de los que acompañaban sus reclamos, nada lo diferenciaba del resto.

Sin embargo, en ese momento estaba ahí, había sido un desaparecido, con su familia había partido muy joven, habían sobrevivido y vuelto a su tierra y estupefacto sentía que a “ese cuerpo que había llegado primero y que estaba esperando que llegara su alma” le sería exigida una nueva adaptación. Ni en el Buenos Aires ruidoso ni en la natal Rosario después, el exilio concluiría rápidamente. Sería todo un proceso que, tal vez, haya concluido con la última página de este libro.

4
La noche

Era octubre, más precisamente el 17, para el peronismo el “día de la lealtad”. Ese día nos fuimos juntos con María a un motel alejado ya que no teníamos donde estar juntos. Después de muchas noches amorosas y peligrosas de moteles y hoteles, de casas prestadas, de taxis y encuentros marcados “sin celular ni redes sociales” conseguimos, no sé cómo, alquilar un departamento e irnos a vivir juntos. Calle Rioja casi esquina con Italia, centro de Rosario, cerca de todo, lejos del lodo. Un pequeño avance de confort, un tremendo desafío para la vida. Apenas nos conocíamos y empezábamos una vida en común. El departamento era pequeño, de un dormitorio, típico de esos edificios feos y sin gracia que hay en todas las grandes ciudades de Argentina. Rejuntamos algunos muebles, incluyendo una cama en el living para Paula, quien vendría a vivir con nosotros y dejaría “por poco tiempo” a sus abuelos. Colgamos también una pequeña biblioteca con algunos libros. En todas mis casas, pequeñas o grandes, propias o prestadas, siempre tuve una pequeña o grande biblioteca. Sana costumbre. La cocina era pequeña y daba a un tragaluz interior donde se amalgamaban los aromas de todas las cocinas del edificio.

Nuestra vida, aún bajo el clima de la dictadura, seguía más o menos como hasta entonces, aunque con un perfil más bajo. María partía temprano a trabajar al frigorífico, yo a mi fábrica. Caminaba unas ocho cuadras hasta la plaza Santa Rosa donde tomaba el ómnibus hasta San Lorenzo. Antes, hacía una breve parada en un barcito para tomar de pie y apurado un café con medialunas recién hechas. Las reuniones de célula se espaciaron y algunas se hacían en casa. Por ahora, era segura. Yo era el responsable de la célula, lo que no dejaba de despertar cierta molestia en mis compañeros mayores. Organizaba el trabajo, asignaba tareas, pedía rendición de cuentas y hasta establecía reglas éticas como, por ejemplo, que no había que robarse cosas del lugar de trabajo, como solía hacerlo el Negro Luis en la fábrica textil donde trabajaba. Yo tenía solo veintiún años, pero ya había demostrado ampliamente mi compromiso político.

El Partido Obrero era en ese momento un partido muy pequeño y nuevo que no figuraba casi en el espectro político. Nuestro trabajo principal era hacerlo crecer a través de la concientización política y, si alguna oportunidad lo permitía, ocupar alguna posición de destaque en un centro de estudiantes, en una comisión barrial o en alguna comisión interna de algún sindicato. Ni más ni menos que lo que hace hoy cualquier militante político en democracia. Siempre pienso que el castigo posterior que vino por eso fue desmedidamente superior al peligro que significábamos. Cada tanto, venían los dirigentes nacionales, los de Buenos Aires, a actualizarnos sobre la situación política y las decisiones del Partido. Generalmente había tensión en estas conversaciones. Éramos muy orgullosos los rosarinos y sabíamos cómo hacer las cosas, no precisábamos que nadie viniera de Capital a explicarnos nada. Si bien había muchos conflictos sociales, principalmente laborales, estos no eran ninguna amenaza para el sistema. Pero ERP y Montoneros habían tensado la cuerda al pasarse a la clandestinidad, realizar secuestros de empresarios, ocupar regimientos y colocar bombas. Parecía que buscaban que la cuerda se rompiera y que los guiaba la idea de que “cuanto peor, mejor”. No teníamos ninguna capacidad para impedir ese curso de los acontecimientos por más que lo denunciáramos a viva voz.

Dentro de la fábrica, seguía moviéndome como pez en el agua. Creía que gozaba de cierta impunidad dada la amistad de mi padre con el gerente. Habían detenido a varios miembros de la Comisión Interna, los más combativos. El activismo se había aplacado, todos trabajaban calladitos, menos yo que, con la arrogancia de la edad, el apellido, los ojos celestes y toda aquella historia que antes relaté, continuaba distribuyendo volantes convocando a la resistencia contra la dictadura. Tenía conversaciones cortas con los trabajadores más combativos ya que no podíamos levantar sospechas. Había miedo. Todas las tardes al salir del trabajo yo iba a la casa de algunos de ellos a tomar mate y conversar. Los quería entusiasmar para la lucha, que había que hacer algo, pero todos me recomendaban quedarme “piola” por un tiempo. Les mostraba nuestro periódico, que reportaba núcleos de resistencia en otras fábricas del país, pero ni así lograba entusiasmarlos. No era la primera dictadura militar que había habido en el país y ellos lo sabían muy bien. Querían conservar su trabajo. Me respetaban y hasta me tenían cierto cariño. Yo les tenía paciencia. A mí no me importaban mucho sus recomendaciones. Aún más, pensaba que se habían acobardado. Pero llegó el día en que me mandaron a llamar desde la oficina de Personal (aún no existía el concepto de “recursos humanos”, y mucho menos el actual de “talentos”). Muy tranquilamente, el señor Laporte, jefe de Personal, me dijo que sabían muy bien que yo era activista político y que esos tiempos se habían terminado. Antes de que me denunciaran al Ejército, me ofreció la alternativa de presentar mi renuncia e irme silbando bajito.

–Vaya al vestuario, tome sus cosas, y retírese ya –me advirtió.

Creyendo tener algún margen de maniobra, le respondí que iba a bajar a la planta y que lo iba a pensar.

–Lo piensa aquí, y decida rápido –me insistió.

Viendo que la cosa iba en serio, le hice caso. Había renunciado, estaba despedido. Pero seguía pensando que la revolución se gestaba en las fábricas. El fuerte olor a ácido sulfúrico que flotaba en el ambiente y la sirena que llamaba a la hora del almuerzo fueron el último suvenir que me llevé de allí.

No tuve mejor idea que buscar trabajo en la zona y, a través de un amigo de la fábrica, fui a parar a una empresa contratista que prestaba servicios en una enorme planta de celulosa, una pastera, vecina de la química. Me hice pasar por medio oficial mecánico, y tras firmar unos papeles, ya estaba trabajando nuevamente. Ahora, más proletario que antes. Entraba a las seis de la mañana, por lo que tenía que levantarme a las cuatro, viajar más de una hora, tomarme una grapa y un café en un bar cercano antes de entrar y marcar la tarjeta. Olía a cloro por todas partes y había secciones donde había que contener la respiración. Las altas chimeneas siempre fumando el mismo olor irrespirable, y la basura por vía directa al río Paraná.

El primer día me asignaron a un mecánico experimentado, el Turco, cuya tarea era colocar y mantener motores en varias partes de la planta. Bajo un gran galpón abierto, con frío o calor, nos cambiábamos la ropa y preparábamos los instrumentos de trabajo. Mientras eso se hacía, todos conversaban, tomaban mate, comían algún bizcocho, se hacían bromas de hombres. Me presenté al Turco y le dije que estaba a sus órdenes. Me miró con cara poco simpática. Era un hombre de pocas palabras, con un gran bigote y generalmente andaba de mal humor. Me dijo que fuera a preparar el mate. Que tome ese tubo de acero con manija que el había hecho con sus hábiles manos y que calentara el agua con el fuego del soplete, el que se usaba mucho para soldar. Todos lo hacían así, aunque yo no sabía manejar el soplete, regular los tubos de gas y hacer la llama justa para calentar. Pero no iba a reconocerlo, así que con total impunidad agarré el soplete, prendí la llama con el encendedor y me puse a calentar el agua. Los sopletes pueden servir tanto para calentar algo como para perforarlo. Sin saberlo, opté por la segunda, es solo un hilito fino de gas azul, y rápidamente había agujereado el jarro calentador. Todos reían mientras el chorro de agua salía por la base y se perdía en el suelo.

Con cara de pocos amigos, el Turco me llamó y me dijo:

–En tu vida trabajaste de mecánico, ¿no, pendejo?

Respondí positivamente, agregando que precisaba el trabajo y que por favor me ayudara. A disgusto, me dio una oportunidad.

–Andá al pañol y buscá la caja de herramientas.

Mi trabajo era acompañarlo, cargar la caja que pesaba unos cuantos kilos y alcanzarle las herramientas cuando me lo pidiera, como si fuera la secretaria de un dentista o de un cirujano. Por suerte había jugado mucho al rugby y me había entrenado fuerte, por lo que pude, al menos, cargar la caja de herramientas sin problema.

El Turco fue generoso conmigo. Me enseñó a usar el soplete, a identificar qué pinzas y llaves se precisaban en cada ocasión, cómo usar el nivel para ver si un motor estaba bien colocado, a aceitar las tuercas y tornillos y otros menesteres de un obrero mecánico. Me gustaba aprender todas esas cosas que eran un nuevo mundo para mí. Ahora podía hablar de igual a igual con todos. Ya era un proletario, al menos en las formas. Incluso, había aprendido a hacer asado, ya que era el ritual del mediodía. Nadie debía saber que vivía en un departamento en el centro de Rosario; todos los operarios vivían en humildes casas de la zona. Pero yo estaba allí no solo para trabajar –había trabajos mejores–, sino para continuar con mi activismo. A pesar del enorme esfuerzo físico que me costaban esas jornadas de 14 horas entre trabajo y viajes, estaba feliz en ese momento. Volver a casa y encontrar a María y Paula era un lujo extra.

El domingo 13 de febrero de 1977 fue uno de esos insoportables días de calor en Rosario. Como siempre, la humedad chorreaba por las paredes y las veredas estaban mojadas. Al haberme ido de la casa de mis padres había perdido los privilegios del pasado: el acceso a las piscinas del Club Rosarino de Pelota y del Jockey Club. Las playas de La Florida en un día domingo no eran muy aconsejables, quedaban lejos y estaban saturadas de gente, además del barro de la costa y de las palometas que esperaban a los bañistas. En la tardecita, luego de varias sangrías y cervezas, a los muchachos les gustaba agarrarse a las trompadas en peleas entre bandas y grupos. Las calles estaban desiertas y seguramente la gente estaba escondida detrás de un ventilador.

Salimos a almorzar con María y dos compañeros, Ricardo “responsable del Partido Obrero en Rosario” y Pacu “uruguayo de Fraile Muerto, en la frontera con Brasil”. Ricardo era flaco y alto, siempre de barba y con olor a tabaco. Sus dedos estaban siempre amarillos y usaba permanentemente mocasines, hasta en la nieve. Como jefe partidario era autoritario, aunque a veces afectuoso, y en las discusiones políticas siempre tenía razón. Era imposible ganarle siquiera una sola. Pacu era bajito y cabezón, y su voz era casi inaudible, difícil de entender. Era un firme y leal militante. Cuando terminamos, María, cansada, volvió a casa a dormir la siesta. Nosotros, los varones, nos tomamos una licencia insólita en la vida militante y nos fuimos al hipódromo. Yo había acompañado algunas veces a mi padre a los “burros”, pero esta era la primera vez que iba por mi cuenta y dispuesto a jugar.

Se suponía que todos éramos inexpertos, pero Ricardo mostró saber algo del asunto cuando todos apostamos a sus pálpitos. Ganamos cinco carreras al hilo y embolsamos cada uno una buena cantidad de dinero, luego de pactar que nadie debía enterarse de esto ya que habíamos quebrado todas las reglas de seguridad. Volví a casa a festejar ese secreto. Habíamos tenido una tarde de amistad y de humanidad, fuera de programa. Hoy pagaría por tener una foto de ese momento, los tres sentados esperando, con un cigarrillo en la boca y una cerveza, y luego saltando de alegría en esas inmensas tribunas del parque Independencia.

Cenamos a las ocho de la noche junto con Paula, ya que la vida fabril comenzaba nuevamente muy temprano la mañana siguiente y había que dormir bien para arrancar el lunes en buen estado. Para festejar, María había hecho milanesas con puré de papas, en ese momento la comida preferida de Paula. Yo apenas había comenzado a entablar una relación de cierta confianza con ella y trataba de prestarle toda la atención que podía. Durante la cena, me preguntó quién era Capitán Piluso, un personaje infantil que hacía el cómico rosarino Alberto Olmedo en la televisión. Al responderle, escribí “Capitán Piluso” en un papel. Cuando Paula se fue a dormir, hice un bollo con el papel y lo dejé en un cenicero. Error fatal.

Eran casi las dos de la mañana cuando María se levantó de la cama porque escuchó muchos ruidos y gritos en el palier del edificio, donde estaban los ascensores. Al ir hacia la sala, donde dormía Paula, golpearon fuertemente la puerta de entrada. “¡Abran!”. Mientras pedía que esperaran un momento, tomé de la biblioteca un paquete con documentos políticos y me los llevé al dormitorio. “¡Tiralos por la ventana!”, me dijo María. Dormido como estaba y sin dudarlo, los arrojé y fui, así desnudo como estaba, a ver qué pasaba. La mujer que vivía en la planta baja nunca debe haber entendido esa lluvia de papeles que le cayó en su patio en la madrugada. Vecinos maleducados, habrá pensado.

Anteojos oscuros, pañuelos que tapaban las caras, gorros y boinas en las cabezas y pistolas en las manos que temblaban, me gritaban que me tirara al suelo. Eran muchos, cinco o seis o nueve, y me apuntaban con miedo de que yo, a pesar de mi desnudez, respondiera. Y así, desde el piso, vi y sentí como comenzaban a destrozar la casa, revisar todo, abrir roperos y cajones, abrir con cuchillos las muñecas. También preguntaban cosas estúpidas, tales como qué hacíamos allí. Enseguida se alzaron con los primeros trofeos del combate: ropa, artefactos eléctricos, algunos libros y el dinero del hipódromo.

Uno de ellos, el Tano (sí, hay mucho “Tanos” en Rosario), se sentó a la mesa y desde allí dirigía el operativo. Encendió un cigarrillo y dejó el fósforo en el cenicero. Tomó el bollo de papel y lo abrió. Solo decía “Capitán Piluso”. Lo suficiente para presumir que yo era de alguna organización guerrillera y que, por lo tanto, usábamos rangos militares y, en consecuencia, el Capitán Piluso era alguien importante en la organización. Y que yo los podía llevar a él.

–¿Quién es y dónde vive? –me preguntó el Tano, y así comenzó la tortura y el castigo, ya que no cuento las varias patadas previas que me dieron mientras estaba en el suelo.

Se quedaron cerca de media hora allí, preguntando y aterrorizando. Nos ordenaron vestirnos y entre varios nos sacaron a empujones por los ascensores. Abajo nos esperaba el Falcon verde y otros autos. La banda era de más de diez y habían ocupado toda la vereda. Nos metieron a los tres en el Falcon y preguntaron qué hacer con Paula, con quién la dejaban. Con la abuela, dijo María inmediatamente. Salimos en caravana en la madrugada vacía del centro. Nos detuvimos en lo de la Tata y uno de ellos se bajó del coche, tocó el portero eléctrico de un edificio y dijo que bajaran. En solo unos minutos, la abuela Tata bajó. Le entregaron a Paula sin mediar palabra. Se volvió a subir al auto y seguimos viaje. Desde ese momento, Paula se quedó prácticamente muda durante más de un año. Si las palabras pueden dañar, los silencios también.

Nuestro destino final: unos galpones en el fondo del patio de la sede de la Policía Federal Argentina en Rosario, en la calle 9 de Julio 233. En su frente un gran cartel reza “Al servicio de la comunidad”. En el edificio de al lado, perteneciente al Opus Dei, vivía mi hermano Max, quien ya había comenzado su carrera hacia el sacerdocio. Quien quiera ver el lugar, basta solo con poner la dirección en Google Street View, y tendrá todos los detalles del portón por donde entramos y las puertas que daban a nuestro lugar de cautiverio.

María reconoció rápidamente el edificio y a dos de nuestros captores ya que había estado presa en ese mismo lugar, y logró avisarme. No la vi más, nos separaron en lugares distintos. Inmediatamente me sacaron la ropa, me vendaron los ojos y me ataron el cuello, las muñecas y los tobillos contra un resto de cama. Había dos personas más donde estaba. A uno se lo llevaron rápido y el otro, que se fue un día después, me contó que era un padre salesiano de Chile. No supe si creerle, pero en mi cabeza comenzó a surgir la idea de que quizás Dios existía y ese era el momento en que me lo tenía que probar.

Luego de unas horas, me desataron y me llevaron a otro lugar, y volvieron a atarme, esta vez desnudo. La primera pregunta del interrogatorio es nuevamente por Piluso. Repito que se trata de Olmedo y piensan que les estoy tomando el pelo. Siento por primera vez en mis piernas lo que es ese gran invento argentino: la picana eléctrica. Y luego en mis brazos, mis testículos, mis tetillas y mis mejillas. Grito de dolor y porque precisaba gritar. Suben y bajan la carga eléctrica, comentan cosas, se ríen. Olía a quemado y a humo de cigarrillos y como música de fondo el ronroneo del generador de electricidad. Siguen así no sé cuánto tiempo y me voy dando cuenta de que no me muero. Y que de eso se trata la tortura, de llevarte a un límite, de instalarte en la dimensión del miedo, en sentir el terror, como lo había leído en tantas historias de héroes y mártires. Los malos solamente me gritaban, me preguntaban y me picaneaban. Los buenos, me preguntaban por nombres, cargos, responsables, direcciones y me advertían que mejor que se los dijera a ellos, porque las otras bestias se podían descontrolar en el interrogatorio. Yo insistía en que no sabía nada, que era un simple estudiante y laburante, que no los podía ayudar. No me creyeron, y para corroborarlo me mostraron aquellas fotos mías arengando desde el balcón de la Bolsa de Comercio. Y las bestias seguían haciendo su tarea eléctrica con cada vez mayor ahínco.

En un momento, luego de algunas horas allí, no sé cuantas, me iluminé. Percibí que la cama era de hierro y que los bordes estaban al descubierto. En la próxima sesión de picana, al doblarse el cuerpo por la reacción a la electricidad, aprovecho y me doy fuerte con la cabeza contra el borde, pensé. Muerto no me van a seguir torturando, y quiero terminar con este miedo profundo. Y esperé hasta que llegó el momento. Pero ellos sabían su oficio. Al fin y al cabo, habían sido entrenados para eso. Hasta un médico los acompañaba y les advertía cuándo parar de modo que no tuviera un paro cardíaco. Por eso, cuando levanté mi cabeza para darme el golpazo final, una mano en mi nuca me frenó el movimiento.

–Acá decidimos nosotros cuándo te matamos, no vos. Ni eso podés –dijo el dueño de la mano.