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Pablo López Raso

Director de los Grados de Diseño y Bellas Artes de la Universidad Francisco de Vitoria y catedrático de la Facultad de Ciencias de la Comunicación.

Además de libro sagrado que inspira fe, la Biblia es también un escrito que recoge la apasionante historia de las vicisitudes del hombre que busca respuestas al misterio de la existencia más allá de sí mismo. Es el compendio histórico de unos testimonios humanos tocados por lo sobrenatural, un reflejo de la identidad de un hombre que no se resigna a ser accidente, que intuye la cercanía de lo sagrado y persevera en comunicarse con lo transcendente.

Este libro invita a reflexionar sobre las formas y los formatos en los que la civilización audiovisual contemporánea hace visible en la actualidad lo narrado en la Biblia.

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Colección DigitalSerie Experiencias

Director:

Francisco J. Bueno Pimenta

Comité científico asesor:

Javier Barraca Mairal

Mauro Jiménez Martínez

M.ª Antonia Labrada Rubio

Belén Mainer Blanco

Wilfredo Rincón García

editorial@ufv.es

www.editorialufv.es

Primera edición: diciembre de 2019

Preimpresión: MCF Textos, S. A.

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Impreso en España - Printed in Spain

Índice

Introducción

Pablo López Raso

Mitos bíblicos: ¿contradictio in terminis?

José Manuel Losada

Hermenéutica de las historias bíblicas de hermanos

Ángel Barahona Plaza

Mito, revelación y arte actual

Luis Melis Reverte

La influencia de la religión cristiana en el diseño de personajes de videojuegos

Eduardo Arroyo Vega

Stand Inside Your Love: la trascendencia del mito de Salomé en la cultura pop contemporánea

Nathalie Ortiz Olivares

Arquetipos y símbolos en los mitos bíblicos

José Antonio Castro Couceiro

La imagen de Dios en La cabaña, de Stuart Hazeldine

María González Escribano

El silencio de Dios en Tierras de penumbra, C. S. Lewis y el Libro de Job

María Redondo Gutiérrez

La representación religiosa naturalista en la pintura de José Garnelo y Alda

María del Carmen Bellido Márquez

El apocalipsis por accidente cósmico en Lars von Trier y Éric Pessan

Pilar Andrade Boué

The Bread of Angels (and the Cream Cheese): the Afterlife in Food and Drink Commercials

Daniela Cavallaro

A Century of Golems in Cinema: A Typological Sketch

Eva Voldřichová Beránková

Arte, naturaleza y trascendencia. Reflexiones con Chris Drury

Macarena Moreno Moreno

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Introducción

Además de libro sagrado que inspira fe, la Biblia es también un escrito que recoge la apasionante historia de las vicisitudes del hombre que busca respuestas al misterio de la existencia más allá de sí mismo. Es el compendio histórico de unos testimonios humanos tocados por lo sobrenatural, un reflejo de la identidad de un hombre que no se resigna a ser accidente, que intuye la cercanía de lo sagrado y persevera en comunicarse con lo transcendente.

Relacionar la Biblia con el mito no implica calificar lo allí narrado como ficción o fábula. En ella encontramos la sabiduría condensada de los hombres que respondieron de manera coherente y comprometida al origen y sentido de sus vidas. En relación con la naturaleza del mito, Bronislav Malinowski afirma que «el mito es un elemento esencial de la civilización humana; lejos de ser una vana fábula, es, por el contrario, una realidad viviente a la que no se deja de recurrir; no es en modo alguno una teoría abstracta o un desfile de imágenes, sino una verdadera codificación de la religión primitiva y de la sabiduría práctica».1

En este milenario libro se recogen todas las inquietudes espirituales que aún hoy afectan al hombre, y se hace desde sucesos que acontecieron en un lugar y un tiempo concretos, ante los que los hombres reaccionaron exhibiendo lo mejor y lo peor de su naturaleza. Y, aun siendo pasado, es también presente, pues retrata a aquel que se interna en el relato: el lector se convierte en un pasmado Abraham contemplando las estrellas, pero también en Pedro negando a quien más amaba. Más allá de cuestiones de fe o religión, la Biblia nos sigue enfrentando hoy en día a cuestiones de carácter existencial que a ninguna persona dejan indiferente.

La Biblia es la crónica de un pueblo elegido al que se le revela un Dios único, personal y cercano, que habla mediante profetas. No es indiferente al sufrimiento de sus hijos y baja al polvoriento terreno para cerrar una comprometida Alianza con Moisés. Dios entra así en una historia llena de vicisitudes que pondrá continuamente a prueba la fe de Israel. Los hebreos pasarán por destinos opuestos en su cambiante respuesta, ora amante, ora insumisa: «Mediante su fidelidad a Dios, […] los hijos de Israel llegaron a concebir este dios que era el suyo […]. Emmanuel Dios con nosotros».2

El pueblo judío encontró a Dios en el sufrimiento y la soledad, un Dios misterioso pero no lejano; un Dios exigente pero paternal. Y, en su cercanía, en su diálogo con la persona, acabó por forjar una conciencia individual de la que somos herederos. En este sentido, la influencia de la Biblia en la cultura occidental es evidente: «Se trata de una formidable impregnación del campo de la cultura por una historia sagrada —por el libro del Génesis especialmente, […] paradigma y sustrato ideológico del complejo técnico-cultural de occidente—, que suministra a la psique europea arquetipos y mitos dotados de sentido y dadores de lecciones»:3 el mito de la creación, de la caída original, del diluvio…

En el Nuevo Testamento, Dios se hace hombre y, mediante su sacrificio en la cruz, propone una nueva Alianza en la que se revela que el padre de todas las cosas es amor y es perdón. Es el relato cristiano de la llegada de un mesías anunciada por los profetas en el Antiguo Testamento.4 En los Evangelios nos encontramos unos hechos que acontecieron hace dos mil años, pero cuyo mensaje de victoria contra el pecado y la muerte quiere ser intemporal. Un mensaje con vocación de ser universal, y no solo para los judíos: habla de salvación a todos los hombres.

La rica experiencia recogida por la tradición oral acabó registrándose por escrito, al ser entendida como patrimonio que debía ser conservado y transmitido para que las generaciones venideras no perdieran esa valiosa información. Pero preservar no significa congelar en su literalidad lo narrado, sino adaptarlo al nuevo momento, respetando su intención, aportando enfoques para una sociedad que precisa comprender un mensaje en relación con su propia realidad.

Tal y como Eliade explica, el tesoro de la tradición cobra vida en manos de la imaginación y creatividad que despliegan los creadores a través de los siglos: «Las experiencias religiosas privilegiadas, cuando se comunican por medio de una escenografía fantástica e impresionante, logran imponer a toda la comunidad modelos o fuentes de inspiración. En las sociedades arcaicas como en cualquier otro lugar, la cultura se constituye y se renueva gracias a las experiencias creadoras de algunos individuos».5

Los artistas han tenido la responsabilidad a través del tiempo de dar forma en imagen y música a la historia sagrada que relata la Biblia. Y es precisamente en su recorrido histórico donde nos damos cuenta no solo de la genialidad artística que acerca al espectador al hecho sagrado mediante la belleza, también de que las formas y los canales empleados son radicalmente distintos dependiendo de la época en la que se generaron y del contexto en el que tuvieron que ser transmitidos. Diversos historiadores, como Gombrich, o incluso reconocidos expertos en iconografía cristiana, como Grabar, asumen que la imagen cristiana en sus orígenes necesariamente tuvo que tomar modelos existentes de la cultura del Imperio romano para poder comunicar eficazmente su mensaje.

Para Eliade, la influencia también se ha dado en sentido inverso: las creencias paganas populares en Occidente acabaron siendo impregnadas por el espíritu cristiano, que llega hasta nuestros días con su mensaje de vencer al mal y a la muerte:

Todo gira alrededor de la salvación del hombre por Cristo; de la fe, de la esperanza y de la caridad; de un Mundo que es «bueno» porque ha sido creado por Dios Padre y ha sido redimido por el Hijo; de una existencia humana que no se repetirá y que no está desprovista de significación; el hombre es libre de escoger el bien o el mal, pero no será juzgado únicamente por esta elección. […] Es una rebelión pasiva contra la tragedia y la injusticia de la Historia; en suma, contra el hecho de que el mal no se revele tan solo como decisión individual, sino sobre todo como una estructura transpersonal del mundo histórico. […] Este cristianismo popular ha prolongado manifiestamente hasta nuestros días ciertas categorías del pensamiento mítico.6

La larga historia del cristianismo exhibe una iconografía común, pero unos estilos y enfoques artísticos que son ejemplo de pluralidad en la interpretación de los hechos acontecidos en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. De la emotiva ingenuidad del prerrománico al recargado verismo del Barroco; de la austeridad del canto gregoriano a la espectacularidad de la polifonía. En torno a la fe de los hechos recogidos en la Biblia, la comunidad artística occidental ha demostrado una desbordante inspiración y una inagotable capacidad de regeneración del mensaje a través del tiempo bajo diversos y sugerentes enfoques.

La capacidad que posee el hombre para mantener vivo el mensaje intemporal de un libro sagrado como la Biblia mediante su creatividad protagoniza la propuesta de la Universidad Francisco de Vitoria en el V Congreso Internacional de Mitocrítica «Mito y creación audiovisual» (2018). Invitamos a la comunidad científica universitaria a reflexionar sobre las formas y los formatos en los que la civilización audiovisual contemporánea hace visible en la actualidad lo narrado en la Biblia. Cómo la creatividad artística interpreta, desde 1900 hasta la actualidad, lo relacionado con el Antiguo y el Nuevo Testamento.

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Proponemos no solo profundizar en lo que serían artes tradicionales, sino y sobre todo en el análisis del tratamiento que reciben estas Sagradas Escrituras por parte de las nuevas formas de creación audiovisual que protagonizan la escena de la sociedad digital del ocio-entretenimiento y la información —cine, TV, videojuegos, música— y cómo estas nuevas expresiones artísticas han condicionado lo narrado.

Ejemplos notables que nos invitan a revisar esa interpretación podemos encontrarlos en recientes producciones realizadas en realidad virtual, como Jesús VR. La historia de Cristo7 (Hansen, 2016). Respecto a los videojuegos, podemos citar la impresionante base de datos de Vincent González sobre videojuegos relacionados con la religión Religious Games;8 buen ejemplo de esta temática es el proyecto The Game Bible, de los Tornado Twins, en desarrollo actualmente. En el ámbito del arte contemporáneo, encontramos la aspiración de recoger la trascendencia de la iconografía cristiana en Bill Viola y sus retablos en pantalla HD expuestos en la catedral de San Pablo, en Londres. Dentro de la música, el grupo U2 nos brinda ejemplos de éxito mundial.9 Y, en el ámbito de las series televisivas, tenemos AD. Kingdom and Empire (Netflix, 2015).

1 Malinowski, B. (1926). Myth in Primitive Psychology (reproducido en el volumen Magic, Science and Religion, Nueva York, 1955, pp. 101-108).

2 Braudel, F. (1997). El mediterráneo. Madrid: Austral, p. 170.

3 Carbonell, Ch. (2000). Una historia europea de Europa. Mitos y fundamentos (De los orígenes al siglo XV). Barcelona: Idea Books, p. 57.

4 El anuncio de la llegada de un mesías es un mito presente en todas las culturas como expresión del deseo universal de redención.

5 Eliade, M. (1991). Mito y realidad. Barcelona: Labor, p. 78.

6 Ibid., p. 82.

7 Disponible en: http://hoycinema.abc.es/noticias/20160902/abci-venecia-cine-viernes-201609022041. html

8 Disponible en: http://www.religiousgames.org

9 Disponible en: https://u2fanlife.com/u2-y-la-influencia-de-la-biblia/

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Mitos bíblicos: ¿contradictio in terminis?

El mito es uno de los relatos más evocadores de la condición misteriosa del ser humano. La mitocrítica cultural propone una hermenéutica propia —estudio de las relaciones entre el auténtico relato mítico y los factores configuradores de la sociedad contemporánea—, encaminada a ampliar el conocimiento profundo del mundo actual, plural y desconcertante, a través de la recepción de los mitos en la literatura y las artes. Quizá el mito —donde se concentran in nuce nuestro pasado y nuestro futuro— contenga la clave interpretativa válida de la nueva conciencia individual y colectiva.

No hay, tal vez no puede haber, una definición universalmente válida del mito. Espectadores, lectores y críticos coinciden, a lo sumo, en la existencia de una mitología antigua, de otra medieval y de otra, en fin, moderna; pero apenas alcanzan un acuerdo unánime sobre lo que sea un mito. El mismo desacuerdo generalizado en torno a los elementos que interactúan con el mito (imagen, símbolo, motivo, tema, mitema, personaje, figura, tipo, forma, estructura) está en la base de las disensiones. A esta disconformidad generalizada se suman la ambigüedad, el impresionismo crítico e incluso los presupuestos ideológicos. En tales circunstancias, alcanzar un consenso sobre la definición del mito forma parte de las quimeras del investigador. El intento es, no obstante, ineludible.

Valga, a modo de hipótesis de trabajo, esta definición:

El mito es un relato de carácter funcional, simbólico y emotivo, compuesto de una serie de elementos —invariantes (reducibles a temas) y variantes (reducibles a motivos)— sometidos a crisis, de uno o varios acontecimientos extraordinarios con referente trascendente (personal o universal), carentes —en principio— de testimonio histórico, que remite siempre a una cosmogonía o a una escatología individuales o colectivas, pero siempre absolutas.

No es un relato cualquiera, sino un tipo particular de relato: con sus inconfundibles características, su singular estructura, su objeto específico y su referente absoluto. General, fría y programática, esta definición sale al paso de innumerables análisis autocalificados de mitocríticos en los que se echa en falta una fundamentación epistemológica, una coherencia hermenéutica y una voluntad heurística. También aspira a ser pragmática y generalizable. Pretende responder a la pregunta clave que todo investigador debe plantearse ante cualquier producción mitológica: ¿dónde está el mito?

¿Dónde, por ejemplo, en la Biblia?, ¿acaso la expresión mito bíblico no es oximorónica?, ¿no es una contradictio in terminis, piedra de escándalo para quienes asimilan la Biblia como texto sagrado, transmisor de una verdad intocable?

En primer lugar, se impone una serie de observaciones precisas sobre la relación entre mito y religión.

1.ª Ambos conviven de manera íntima, de modo semejante a como el mito comparte su ámbito con la literatura o las artes. En las disciplinas correspondientes, ni la mitocrítica ni la ciencia de la religión coinciden en el objeto, el método o el contenido. La mitocrítica solo se ocupa de mitos (de su referente cultural a quo o ad quem), utiliza protocolos identificativos y persigue una comprensión del mundo y del hombre mediante sus propios procedimientos.

2.ª Conviene remachar que sin religión no hay mito; podrá haber proyecciones deformantes, sublimatorias y viscerales (Barthes, Sontag, Haraway), pero no habrá mito. Religión, literatura, bellas artes, psicología, lógica o sociología son cimientos sobre los que se asienta el edificio mítico. Ahora bien, la contribución de cada una es dispar: prioritaria en religión, literatura y bellas artes, y secundaria en psicología, lógica y sociología; indispensables en mitocrítica, estas últimas se tornarían nocivas si sofocaran aquellas.

3.ª Salta a la vista que quizá no haya un ámbito humano tan sensible como el de la religión. Esta hipersensibilidad procede, a menudo, del valor sentimental que fieles y opositores confieren, erróneamente, a la religión. Toda religión deja de serlo apenas se reduce a mero sentimiento; es decir, a sentimentalismo. Y, ahí, la mitocrítica tiene vedada la palabra.

En segundo lugar, compete diferenciar religiones muertas y religiones vivas. Sobre aquellas, poco hay que decir: los dioses helénicos y sajones hoy carecen de fieles. Maticemos: ciertamente asistimos a un renacer de la creencia en divinidades nórdicas, revitalizadas a partir de retazos medievales transmitidos por sagas y monjes cristianos, sobre todo a nivel de consignación cultural; no hay, sin embargo, constancia histórica alguna de los sucesos narrados en los relatos nórdicos. Se trata del caso específico donde religión y mitología coexisten, de modo semejante a como ocurriera en tiempos de la mitología grecorromana.

Sobre las religiones vivas, se requieren dos observaciones, una epistemológica y otra metodológica.

La primera, suele decirse que cualquier investigador de cualquier ciencia debe andar como sobre ascuas al abordar las relaciones entre su objeto de estudio y la religión. No ha de ser así en nuestra disciplina: si religión y mitocrítica se ciñen a su ámbito y quehacer respectivos, ninguna debería sobrepasar la linde. La contención intelectual forma parte del rigor académico.

La segunda, de orden metodológico, versa sobre la enunciación formal de los mitos. Valga el ejemplo de los diversísimos relatos (egipcios, sumerios, griegos…) sobre los orígenes del mundo; todos ellos, hoy, son considerados míticos. ¿Cabría aplicar idéntica calificación a los judíos, cristianos y musulmanes? Sí y no. Aun siendo científica, la mitocrítica no es matemática. En puridad, sería preciso diferenciar, en cada caso y situación, el tipo de enunciado del contenido, la cualidad del narrador de la del narratario, las coordenadas espaciotemporales del acontecimiento de su interpretación, etc. La hermenéutica mitológica no es idéntica a la hermenéutica religiosa. Ahora bien, desde un punto de vista exclusivamente formal, todos esos textos son míticos; reflejo particular de las formas de nuestra vida, todo mito es formulado como fuente originaria de nuestra misma vida. Quiere esto decir que el relato considerado como mítico existe, primordialmente, en las formas discursivas dirigidas a circunstancias enunciativas y públicos precisos;1 premisa formal que en nada invalida —gracias a la hermenéutica de la mitocrítica cultural— la referencial trascendente —el contenido verídico, el mito como veridicción—. De lo contrario, caeríamos en el error, habitual pero lamentable, de orillar el mito hacia el terreno de la falsedad, en cuyo caso nos convertiríamos, con razón, en los destinatarios de la Mitopoética, de Tolkien.2 En el caso que nos concierne, el acto de la creación mitológica presupone la existencia de un sujeto, un material o una fuente y un objeto; tanto es así que sujeto, fuente y objeto componen el esquema triádico de toda formulación creativa.3

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Estamos así en condiciones de abordar, con mayor solidez, la dimensión mítica de los relatos bíblicos. A continuación, abordaremos una serie de mitos, todos ellos extraídos del Antiguo Testamento y relativos a tres momentos fundamentales: el origen del mundo (en particular, de la especie humana), la caída del ser humano y la regeneración del mundo (y, con ella, la del ser humano).

EL ORIGEN DEL MUNDO

El relato de la creación resulta de la yuxtaposición de otros dos redactados con posterioridad a la ruina de los reinos de Israel y Judá por los asirios, probablemente al regreso de la cautividad en Babilonia (587-538 a. C.).4 El primero (Génesis I, 1-II, 4a) es de redacción cronológicamente posterior al segundo. Utiliza la palabra Elohim para referirse a Dios y ha sido redactado por escribas pertenecientes a la clase sacerdotal, de ahí que reciba el nombre de relato elohísta o sacerdotal. Tras la creación del cosmos, la vegetación y los animales, Dios acomete la del hombre:

26 Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra». 27 Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó (Gen 1:26-27).5

Tres notas de este pasaje caracterizan a Dios: 1) un Dios único; 2) un Dios creador; 3) un Dios señor de la naturaleza.

Otras tres caracterizan al hombre: 1) directamente creado por Dios; 2) creado a imagen de Dios; 3) comprehensivo de dos sexos, masculino y femenino.

Tras una experiencia política y existencial desgraciada (pérdida de la patria, prisión del rey, muerte de su descendencia, destrucción del templo e incendio de la ciudad), los hijos de Israel se interrogan sobre el significado de las contradicciones: la victoria de las divinidades y la prosperidad de los idólatras. Frente a la humillación del pueblo y la tentación del culto pagano, el texto puede leerse como una respuesta plausible por cuanto integra la historia presente de Israel en una visión más amplia de la historia: el poder creador de Dios. Sin duda, el texto hebreo se inspira en los relatos mesopotámicos de creación, como el Enûma Elish, escrito para justificar la supremacía de Marduk, dios de Babilonia, sobre los demás dioses del panteón babilónico; todo sea por preservar la creencia identitaria de la religión judía de la contaminación de las religiones vecinas en un momento crítico de su desarrollo.6 Frente al politeísmo circundante, el judaísmo propone la existencia de un único Dios, trascendente al mundo, que crea a su criatura y establece con ella estrechos lazos de amistad.

El segundo relato (Génesis II, 4b II, 25) es conocido como yavista debido al nombre aplicado a Dios: Yahveh Elohim ‘Señor Dios’. Da mayor relieve a la formación del hombre, que precede aquí a la del resto de las criaturas. Dios modela el cuerpo del hombre del polvo del suelo o de la tierra (Image hā-’ă-d-ā-māh, ‘tierra’, de ahí Adán), de modo semejante a como lo haría un artesano con una figurilla de arcilla:

4 El día en que hizo Yahveh Dios la tierra y los cielos, 5 no había aún en la tierra arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues Yahveh Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo. […] 7 Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.

Dios crea de manera directa y trascendente (sin partición ni emanación) a ese hombre, que pasa a ser viviente (Image la-ne-p-esˇ); es decir, un ser animado por el soplo vital divino. Creación de la materia, pero sobre todo del espíritu, hecho de la nada (significado de la expresión «insufló […] aliento de vida»), tanto para el hombre como para la mujer (si bien este relato yavista presenta el cuerpo de la mujer como procedente de una costilla —del flanco— del hombre). Esta insuflación, de importancia capital, encuentra correspondencias poéticas en otros relatos.7 En todos ellos se diviniza, por metonimia, el hálito: surgido de Dios, posee una virtud capaz de animar formalmente la hechura divina; esto es, transmitir al ser humano una semejanza con su creador. La proposición mitológica es evidente.

LA CAÍDA DEL SER HUMANO

Procedamos ahora con otro relato judío: la caída del hombre. Cuentan los textos mesopotámicos, y con ellos el Génesis, que el ser humano tenía la felicidad y la inmortalidad al alcance de la mano, pero perdió ambas:

Plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado. Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. […] Y Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gen 2:8-17).

Sigue la creación de la mujer,8 la encomienda de poner nombre a todos los animales (poseerlos y cuidarlos) y la mutua atracción de Adán y Eva, desnudos pero no avergonzados. Al poco, sobreviene la tentación:

La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yahveh Dios había hecho. Y dijo a la mujer: «¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?». Respondió la mujer a la serpiente: «Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Más del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte». Replicó la serpiente a la mujer: «De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal». Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió. Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores (Gen 3:1-7).

A esta consecuencia inmediata, se añaden las maldiciones divinas:

Entonces Yahveh Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho esto, maldita seas entre todas las bestias y entre todos los animales del campo». […] A la mujer le dijo: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos». […] Al hombre le dijo: «[…] Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás» (Gen 3:14-19).

A diferencia de otro tipo de relatos (histórico, científico, gnómico, etc.), el Génesis articula el fenómeno en un tiempo y un espacio dispares de los de la historia y la geografía definidas de modo crítico. Así, cuando la Biblia cuenta el exilio de Adán y Eva, en ningún momento precisa el tiempo de la expulsión. ¿Cuándo comen ambos del fruto prohibido? La precisión «día sexto» (Gen 1:31) es retórica; este cómputo remite a un momento impreciso, al menos para la mente humana: en el principio, en la creación de los cielos y la tierra. Simple y llanamente, no hay parangón entre el tiempo del relato y el tiempo de la caída. Otro tanto cabe decir de la localización: solo sabemos que Dios colocó al hombre en «un jardín en Edén, al oriente» (Gen 2:8); ausencia absoluta de coordenadas. Esta ausencia de restricción de tiempo y espacio se extiende a la especie: afecta a toda la humanidad globalmente considerada.

Tampoco nos ubican más las coordenadas relativas al pecado de Caín: tras el asesinato de Abel, «se estableció en el país de Nod, al oriente del Edén» (Gen 4:16), lugar altamente simbólico, pues Nod (Nâd) significa ‘errante’. Steinbeck replica esta simbología en Al este del Edén (1952): Salinas Walley y las primeras décadas del siglo xx designan, en última instancia, la facultad humana de elegir el bien sobre el mal, como resume la palabra hebrea timshel, que concluye la novela.9

La razón de esta ausencia de referentes mínimos, según nuestra historia y geografía críticas, radica en la dimensión mítica del relato. Aquí, más que en otro lugar, se observa la diferencia con la dimensión estrictamente religiosa. Según la tradición judeocristiana, el hombre histórico está arraigado en su prehistoria teológica, y esta prehistoria se da como revelada; es decir, imposible de inducción ni deducción, tanto a partir del genio analítico como del genio poético.10 Sin embargo —y en este punto convergen de nuevo religión, literatura y mito—, existe una singular concordancia entre la revelación y la experiencia individual en orden al fundamento constitutivo de la existencia humana: en circunstancias mentales sanas, cualquier ser humano se percata (por su experiencia existencial, y no por epiqueya) de su condición de criatura caída.

Ricœur ve en el episodio bíblico de la primera caída una ilustración analógica de la alienación humana: sin espacio ni tiempo determinados, «la alienación suscita una historia fantástica, el exilio del Edén, que, como historia ocurrida in illo tempore, es un mito» explicativo de una realidad.11 El relato mítico de la caída humana es un símbolo del desencuentro del hombre consigo mismo y con Dios. El relato del primer pecado y de la consiguiente expulsión articula personajes, lugares, tiempos y episodios tan simbólicos como reales, aunque no precisos y constatables, como los anunciados por los meteorólogos de televisión.

Es de sobra conocida la propuesta estructural de Lévi-Strauss a propósito de la distinción saussureana entre lengua (propia del tiempo reversible) y habla (propia del tiempo irreversible). Aplicada a la temporalidad del acontecimiento mítico, sostiene el antropólogo, permite descubrir una estructura permanente referida simultáneamente al pasado, al presente y al futuro; una estructura no solo histórica y ahistórica (relativa al habla y a la lengua), sino perteneciente a un tercer nivel temporal que combina ambos y presenta, de manera simultánea, «el carácter propio de un objeto absoluto» (Lévi-Strauss, 1973, p. 240).

Ciertamente, esta teoría estructuralista y existencialista no puede desentrañar el sentido último de los mentados pasajes bíblicos; su método solo permite la plasmación de combinaciones de elementos míticos fundamentales o, cuando más, el escéptico preludio de una búsqueda infructuosa: «Si los mitos tienen un sentido…».12 No obstante esta imposibilidad, la teoría del antropólogo arroja una luz sobre la temporalidad del relato mítico. La narración de ese objeto absoluto —tercer nivel del mito respecto a la lengua y al habla, a los respectivos tiempos reversible e irreversible— evoca un tiempo absoluto. La razón científica que abomina del lugar vacío (privado de materia) es la misma que abomina del tiempo incondicionado (privado de movimiento). Tan importante es resaltar que el relato mítico incluye un lugar y un tiempo imposibles de circunscribir (el sexto día, al oriente del Edén) como asentar que el tiempo del acontecimiento mítico es absoluto. No remite a un pasado, a un presente o a un futuro relativos, sino a una cosmogonía o a una escatología absolutas, incondicionadas e independientes de nuestras coordenadas limitadas; es decir, a un illo tempore que implica un curioso nunc: un semper que explica, en sentido mítico, la esencia última del ser humano.

LA REGENERACIÓN DEL MUNDO

El último relato hebraico que veremos aquí versa sobre la regeneración del mundo. Mediante una afirmación categórica («El fin del mundo ya ha tenido lugar»), uno de los grandes historiadores de las religiones refleja con acierto el mundo imaginario de los pueblos primitivos, para quienes el nacimiento y la muerte universales son incesantes (Eliade, 1963, p. 74).13 Esas sociedades no conciben el transcurso de la vida y las épocas de manera autónoma, ligado a un tiempo profano, continuo, como el nuestro, sino regulado según un modelo transhistórico por una serie de arquetipos que dan todo su valor metafísico a la existencia humana.14 Desde esta perspectiva presocrática, todo término ad quem es solo aparente, como lo es cualquier valor que se quiera dar a los objetos del mundo exterior: todos dependen fundamentalmente de su participación en una realidad trascendente. Una piedra vulgar puede, en virtud de su forma simbólica o de su origen (celeste o marino), adquirir un carácter sagrado (un aerolito, una perla). Otro tanto cabe decir de los actos humanos. La nutrición o el matrimonio no son meras operaciones fisiológicas, sino que reproducen un acto primordial, repiten un ejemplo mítico: la comunión con la naturaleza o con otro ser humano. Hablando en propiedad, «el hombre arcaico no conoce ningún acto que no haya sido previamente hecho y vivido por otro, otro que no era un hombre»;15 es decir, por alguien con el que establece una comunión transhistórica y, en cierto modo, sagrada.

Tomemos el caso del diluvio. Todos los cataclismos cósmicos cuentan la destrucción del mundo y la aniquilación de la especie humana, salvo unos pocos supervivientes: fin de una humanidad y aparición de otra. Tras esta escatología, una tierra virgen surge, símbolo de una cosmogonía, que conduce a otra escatología, y así sucesivamente. Este conocimiento del transcurrir universal se perdería sin una representación: los rituales del nuevo año en la civilización semita establecen libaciones que simbolizan la venida de la lluvia vivificadora y, sobre todo, la recreación del mundo. Pero cuidemos de no limitarnos a una interpretación material. Estas ceremonias sobrepasan con creces un sentido meramente físico; simbolizan otro metafísico y cósmico: el diluvio significa el fin de un mundo marcado por el mal, la victoria sobre el enemigo marino —encarnación del caos— y el surgimiento de un nuevo mundo.16 La lección es patente: el diluvio realza la omnipotencia divina y la debilidad humana.

Qué duda cabe, el relato bíblico del diluvio contiene aspectos desemejantes respecto a otros relatos orientales y precolombinos. No solamente en las derivadas morales (en el relato del Génesis, el hombre acepta la prohibición divina del asesinato),17 sino también en las representaciones imaginarias del tiempo. La versión judía solo es cíclica en apariencia; en realidad, propone un desarrollo diacrónico. Al salir del arca, Noé construye un altar y ofrece un sacrificio a Yavé. Apenas Dios aspira el aroma de los holocaustos, dice en su corazón: «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre» (Gen 8:21). A la bendición de Noé y sus hijos, a la prohibición de alimentarse con sangre de animales y derramar sangre humana, sucede la Alianza entre Dios y Noé, sellada mediante el arcoíris, símbolo y señal de que «no habrá más aguas diluviales para exterminar toda carne» (Gen 9:15). El nuevo mundo, ahora reorganizado, parece destinado a perdurar.

La razón de estas diferencias con otras versiones diluvianas estriba en el carácter monoteísta de la religión judía y, consiguientemente, en una de sus invencionesprincipio