© 1992, 2012 Luis Chitarroni

© 2012 La Bestia Equilátera S.R.L.

Aguilar 2023

Buenos Aires, Argentina

www.labestiaequilatera.com

info@labestiaequilatera.com

eISBN: 978-987-1739-29-5

Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere

Conversión a formato digital: Cecilia Espósito

Chitarroni, Luis

Siluetas. - 1a ed. - Buenos Aires : La Bestia Equilátera, 2012.

EBook

ISBN 978-987-1739-29-5

1. Ensayo Argentino.

CDD A864

Cubierta Siluetas
Portada Siluetas


Luis ChitarroniLUIS CHITARRONI nació en Buenos Aires en 1958. Es escritor, crítico y editor. Colaboró en diversos medios de la Argentina y el extranjero. Publicó Siluetas, una serie de biografías de escritores reales e imaginarios, la novela El carapálida y los ensayos Los escritores de los escritores y Mil tazas de té. De Peripecias del no Beatriz Sarlo afirmó: “Fue el hecho más destacado de la literatura argentina en 2007”. Está escribiendo su próxima novela, Miopía progresiva.

A Rosa, Quel tapis
Magique vers quel astre t’emporte?
Et quelle marque a-t-elle — Antilope? Okapi?

A esa dialéctica, entre el cuento que atraviesa todos los estilos y el cuento de un estilo, ha obedecido toda la literatura: la renuncia a crear mitos es la condición necesaria para crear el mito personal del escritor. Es como si los únicos cuentos de que dispusiéramos para contarles a nuestros hijos a la noche fueran la “vida y obra” de los escritores que amamos.

CÉSAR AIRA, Copi

Un hombre con pericia y tacto ha hecho de verdad el trabajo duro: <leyendo = previamente>, conquistando y desmalezando mil volúmenes de material anticuado para usted. No hacer un uso agradecido de estas sugerencias significaría que mi propia arrogante falta de pensamiento dejaría de lado las horas preciosas, irreemplazables que un predecesor venerable pasó leyendo por mí.

ARNO SCHMIDTDialoge

Casi veinte años atrás este libro no era exactamente igual; hoy, la falta de modificaciones lo ha hecho muy distinto. El suministro de información parece, a esta altura, un abuso de confianza o una gratuidad. De este modo, las biografías se reducen a lo que son: ejercicios narrativos. Siluetas es un libro de cuentos tímido, del que se desprenden a veces hilachas puntuales de anacronismo. Que estos adopten formas similares, sometidas a la cronología, no es siempre cierto: en varios casos, las alteraciones redundan en beneficio de una novedad (o una novela) improbable. Sin embargo, cualquier acción o reacción <del que escribió> resulta menos penosa que el arrepentimiento. Mi admiración por el elenco de Siluetas sigue intacta; día tras día las posibilidades de partir en busca de otras intrigas, otros argumentos, crecen, dejando los lugares vacantes. Tal vez esa amenaza de ausencia nos anime hoy a volver a convocarlo.

L.CH.

WEEGEE

HABÍA OCURRIDO.

El zapato de taco alto del informe policial, después de interesar el arco superciliar izquierdo de Sidney Carney, quedó dado vuelta, con un rastro imperceptible de sangre, sobre la acera. Cerca de este, su abotinado primo hermano, propiedad del sargento Samuel Murphy, parecía interrogarlo. Poco antes (pero cómo se miden esos lapsos es un secreto que Weegee no ha revelado), el policía lo saludó como siempre, llevándose una mano a la sien. Weegee vio entonces a Sid Carney en la vereda de enfrente. Sid, cronista de deportes, era una verdadera celebridad. Que su humor, una mezcla de lo más fétido de Irlanda y lo más decoroso de las alcantarillas locales, fuera disfrutado por un grupo mayor al que constituían los parroquianos del Anchor constituía un misterio. “Una mujer debe ser como el musgo; nadie habla mal del musgo.” Jude Weekly pasó a su lado, contoneándose y haciendo alarde, acompañada de Big Ben Shaw, un hombre alto del que todos hablaban en voz baja. Ella recomendaba las peores acuarelas a los galeristas y los más fornidos chefs a los peores restaurantes. Una labor simétrica, pareja. Creía que ir a los estrenos era su deporte exclusivo e inventar elencos estrafalarios su manía envidiable. Dios mío. La semana pasada, Sid había sido el depositario de frases tan brillantes como la que Weegee acababa de oír, extraída seguramente de algún guión cinematográfico. De modo que Weegee preparó la cámara.

Todo ocurrió tal como tenía que ocurrir, solo que —podría convenirse ahora, dados los temperamentos de Jude y Sid— un poco después de lo previsto.

La foto decoró el ángulo más luminoso del estudio de Weegee hasta que Sid se la pidió. La anécdota no tenía mayor interés, pero Usher (después Arthur) H. Fellig la atesoraba como una muestra ejemplar del poder de su nombre artístico —Weegee—, dos sílabas de igual duración que implicaban dos acciones rápidas, expertas, asombrosamente sucesivas.

IZUMI SHIKIBU

HACE MÁS DE NOVECIENTOS AÑOS, la emperatriz Akiko recibió en la corte de Heian a una mujer de belleza segura y soberbia caligrafía, que gozaba entonces (pero esto pertenece a la voluble percepción de rumores, a la literatura, no a la historia) de muy mala fama. La mujer hoy tiene nombre gracias en parte a su desempeño en la corte —Shikibu— y gracias en parte a su primer marido, Tachibana Mishisada, gobernador —en épocas de su boda con la calígrafa— de la provincia de Izumi. El hecho de que la emperatriz la recibiera sigue siendo un enigma capaz de desencajar las analogías que el a veces muy veraz Arthur Waley estableció entre la japonesa imperial y la derrotada reina Victoria, aunque involucre también mi ignorancia sin límites acerca de hospitalidades y linajes. Otra Shikibu, Murasaki, autora de La historia de Genji, emitió su veredicto con la impaciencia de quien comparte una intriga, un sosegado Buda, una reputación áulica. “¡Qué modo tan interesante de escribir tiene Izumi Shikibu!”, dijo, y al cabo de un suspiro de nueve siglos, agregó: “¡Pero qué persona tan falta de tacto es!”. La rivalidad inocente se convirtió luego en finanzas de calumniadora y la Murasaki terminó decretando que Izumi estaba “imposibilitada de practicar el verdadero arte de la poesía”.

Quien se asome alguna vez a la diurna tradición de los diarios poéticos japoneses, disentirá, inevitablemente disentirá. El Diario de Izumi Shikibu (Izumi Shikibu Nikki) tiene la transparente belleza de una historia de amor feliz; tiene también sus opacidades y artificios: un lento arrabal de signos que borran, disuaden y niegan las evidencias súbitas que el amor construye. Son los trazos crispados de la pasión en el tiempo, en ese tiempo movedizo o portátil atenuado por estas crispaciones de la historia y su paciencia.

Como el Diario está en tercera persona (la protagonista es una Dama sin nombre), ha corrido el albur de que lo llamaran romance (monogatari), nimio desenlace genérico capaz de despertar la ira de Murasaki en la eternidad. Como la historia del mundo también está en tercera persona, nadie ha podido responder si el Diario pertenece a ciencia cierta a Izumi. Durante algún tiempo se atribuyó a Fujiwara Shunzei (1114-1204), distinguido crítico y poeta que murió dos siglos después del affaire de Izumi Shikibu con el príncipe Atsumichi.

Porque la historia de amor comienza con unos toques muy suaves, casi inaudibles para nuestras estridencias de sístole y diástole. Y si bien el amor se presenta con los atavíos del príncipe Atsumichi, los atavíos son verbales, son poemas que desencadenan el diario en tercera persona, una novela que abarca la intimidad sigilosa de la espera y el humor inesperado del olvido.

El riesgo de los escritores occidentales cuando rememoran es recordar demasiado; el de los orientales, recordar demasiado poco. La rama que oscila, la bocanada de vapor que la madrugada confunde con palabras dichas ayer al viento, el canto frugal de un ruiseñor, no se sublevan a la costumbre del olvido; se someten a esa ley repetitiva y frágil como si un estertor agónico fuese una rima. Por eso los poetas japoneses prescinden también de los signos blandos de la simetría. El poema, podemos sospechar, no pertenece al reino de los desmemoriados, que tienen necesidad de recordar todo, sino a la paciencia fugaz de los memoriosos del instante, que todo lo olvidan.

Izumi Shikibu había adquirido su mala reputación con muy buenas artes. Amante del príncipe Tametaka, fue, cuando Tametaka murió, amante del hermano de este, Atsumichi. El relato de la Dama del Diario comienza precisamente luego de la muerte del primer amante. Lo que se narra es la relación de Izumi Shikibu con Atsumichi agravada por esa conversación de susurros que son los poemas. A partir del murmullo de unas pocas sílabas, la llovizna, el rocío, la escarcha, el gallo que instaura la madrugada y el cuervo que podría matarlo, las mangas que han secado el llanto del amante que extraña y el amante que se presenta para recitar un poema de respuesta, traman la pasión con el revés de la ausencia como templanza. Nada menos desesperado que las razones y argumentos de los amantes; nada más íntimo y plural: “Aunque me impuse: / ‘Debo esperarla sin recelo / y sin amargura’ / No he sido autoridad capaz de disciplinar / Mi corazón pensante y mis deseos”.

El sueño y los cálidos matices de la ilusión afianzan el relato en un territorio próspero. El sueño de Izumi Shikibu, puede decirse, condensa ya su vida en la corte. Más cerca de la débil Sei Shonagon que de Murasaki, la narradora del Diario ahorra la tinta del delirio y produce ideogramas muy sobrios y a la vez sinuosos. Hay una lejanía que encuentra lo próximo sin alardes de delicadeza y una suspensión animista que nos recuerda la importancia de Shinto. Leer el Diario como fragmento de un discurso amoroso escrito hace mil años nos ayuda a vacilar con toda la confianza del mundo. En algún momento, el príncipe o la Dama piensan en los pensamientos del otro y en la luna que han compartido y que ahora los dos ven, sola, y entonces tienen fuerza para llegar a la desolada madrugada llena de esperanza. Todo eso se oye y se siente (como dicen las profesoras de expresión corporal) mediado por una experiencia de vida que no omite ningún riesgo intelectual. Porque el lugar común no es un punto de partida ni un temor que grita amordazado, el Diario de Izumi Shikibu llega.

ERASMUS DARWIN

LA SEÑORA MARY ANNE SCHIMMELPENNINCK cerró el pequeño álbum color damasco que llamaba “diario”. Era noche de luna llena y se oía un viento desalentado que hablaba en voz baja e indistinta con los tramoyistas del tiempo y los apuntadores de la historia. La señora Schimmelpenninck atesoraba cartas y sabía de memoria epitalamios, pero bostezaba en minúscula y rimaba acrósticos dobles sobre el camino de la virtud; no se arrepentía de que sus deseos fueran tan sobrios como sus escrúpulos, pero a veces era visitada (“… es posible que las mujeres jóvenes que tienen mucha sangre experimenten a menudo esta incomodidad”) y tenía sueños que llamaba pesadillas (Füssli andaba por ahí, hablando de Miguel Ángel, amigo de los escenógrafos de la noche). “Este invierno”, había dicho el padre de la señora Schimmelpenninck, “será una cripta sin grietas”, y ella le había creído.

En algún lugar de Europa, Elisabeth Louise Vigée-Lebrun teñía aguas serpentinas con el bermellón suicida de sus pinceles de pelo de marta y Byron posaba ante un esclavo de azogue después de afeminarse para la traición y la guerra. Una última nube llegó a nado hasta el recuadro de la ventana y una línea de plata, cruzando el rostro del retrato del abuelo, se quería firme como el trazo de Apeles. Muy cerca, la señora Mary Anne Schimmelpenninck quiso por su cuenta que el siglo, la época, la posteridad o cualquiera de esas cosas ignoradas y distintas la iluminasen para que pudiera ver de nuevo a los hombres de peluca llegar hasta la finca e inaugurar una charla equivalente a la Revolución Francesa, la Revolución Norteamericana o la Revolución Industrial, cosas, a esa hora de la edad del sueño, ignoradas también y distintas.

La finca se llamaba Great Barr y era propiedad de Samuel Galton, abuelo de Mary Anne, un cuáquero de prosperidad ostentosa que habilitó la casa para recibir a los “mercaderes de luz” el lunes más próximo a la luna llena. Las reuniones de la Sociedad Lunar de Birmingham solían empezar a las dos en punto de la tarde y prolongarse hasta cerca de las ocho de la noche; no había programas, ni actas, ni orden del día, ni resoluciones: todo era obra de la agudeza ocasional y oportuna de los concurrentes, presa propicia de la luna de Ariosto. Lo poco que se sabe de los temas discutidos procede del epistolario de los integrantes del diario de la dama anterior, hija del estadístico y teorizador de la eugenesia Francis Galton. Los fundadores de esta sociedad de lunáticos fueron William Small, profesor de filosofía natural, Matthew Boulton, fabricante de productos metálicos, y el doctor Erasmus Darwin, poeta e inventor, abuelo del tripulante del Beagle.

La biografía enciclopédica de Erasmus Darwin a la que nos acostumbran esos compendios inobjetables y mendaces es tan breve como la de cualquiera que haya sido “eminente”: empieza el 12 de diciembre de 1731 y culmina el 18 de abril de 1802 con el complemento tipográfico de paréntesis, puntos de abreviatura y guiones. La vida, la inasible tragedia de olvido y memoria de la que no tendremos sino sospechas, es una colonia de días fieles, tan aptos para la felicidad que es una pena que la felicidad se borre: las noches diurnas de la Sociedad Lunar de Birmingham deben de haber hecho creer lo contrario. Alguna vez, en su estilo cortés y tartamudo (un recurso: “me da tiempo para reflexionar y me evita responder a preguntas impertinentes”), Erasmus Darwin habrá ensayado la explicación de su Zoonomia, or the Laws of Organic Life (1796), libro en el que aportó razones plausibles para creer que las especies se originaban por transmutación. Con suficiente autoridad, unos cuantos años más tarde, el barbado nieto Charles señaló que su abuelo no lo había madrugado: el punto de vista y las bases erróneas de la Zoonomia eran los de la teoría de Lamarck, no el principio de selección natural. La obra poética de Erasmus Darwin, a su vez, empezó a publicarse en 1789. The Loves of the Plants fue seguido por The Economy of Vegetation en 1792, y ambos poemas reunidos en 1795 bajo el título The Botanic Garden. Pero si Erasmus Darwin fue un precursor frustrado en lo que respecta a la teoría de la evolución, sus poemas (o su largo poema) anticipan oscuramente una escuela poética iracunda y una alarmada curiosidad acerca de la pesadilla.

Los senderos se bifurcan. En 1951, Borges acusó a Erasmus Darwin de prefigurar en el siglo XVIII el imagismo, con la sonriente convicción borgeana de que los pieles rojas traducidos por George Cronyn en 1918 eran imagistas por efecto contrario: Ezra Pound, pariente lejano de Longfellow, operaba esta rara combinación, digna de la máquina de Raimundo Lulio, con la no menos sonriente aprobación de Hiawatha. Contra el espíritu crepuscular, se hacía evidente una teoría estética de las imágenes, abundancia de esa industriosa realidad que iba colgando rostros de una rama oscura y húmeda. En 1974, Jean Starobinski consulta The Loves of the Plants y completa un tramo del escalón pesadillesco que construyó Ernest Jones con una pequeña ayuda de sus amigos.

Se trata de un ensayo de Starobinski sobre la más famosa de las pinturas de Füssli: La pesadilla. Una estrofa del poema de Erasmus Darwin dice en buen inglés esto que yo apenas deletreo en español: “En vano intenta ella gritar con labios afanosos / Y detener los ojos que se mueven con los párpados sellados; / En vano quiere ella andar, correr, volar, nadar, reptar; / Nada es dominio de la voluntad en la enramada del sueño”. Erasmus Darwin ilustra la escena del cuadro de Füssli; la mujer en forma de corazón soñando, con la presencia del íncubo y la cabeza de caballo. De acuerdo con el Doctor Angélico, el íncubo solo puede descargar como íncubo aquello que ha absorbido previamente como súcubo…

Todo se complica: la señora Mary Anne Schimmelpenninck estalla, somnílocua, en la página de un libro de Starobinski; el viento de la noche huye hasta quedarse quieto en el cuadro de Füssli; Erasmus Darwin contempla la luna. La luna sabe que su voz de íncubo solo puede revelar lo que su oído de súcubo ha oído. Pero calla.

BENJAMIN CONSTANT

EN EL RASTRO CINERARIO que la buena literatura confesional deja a los biógrafos apurados, difícilmente pueda hallarse un elemento de combustión: nada arde ya, pero lo ardido es prueba. A Constant le bastó una vida, y esa vida está dispersa en Adolphe, Cécile, Le Cahier Rouge y algunos escritos más, no con la persuasión que su distraído egoísmo haría suponer, sino con una galante debilidad tan sabia, ocurrente y repentina que en ella el coraje póstumo de los hijos del siglo encuentra su adecuado disfraz. Ese hombre entreverado con el olvido tenía la certidumbre de no ser, pese a las reglas mnemotécnicas de la historia de la literatura, la contrapartida de su nombre —chiste constante de prologuistas y exégetas— y enseñó solo a puntuar de una manera distinta el Romanticismo. El sueño inicial pudo estar lleno de brumas heráldicas, pero ese pronombre evasivo que la vida silencia para nuestra eterna alarma interior encuentra al fin una cómoda circunstancia de inscripción: Byron, Pushkin, Heine, Chateaubriand. Todos ellos dictaron órdenes precisas a un siglo de ultratumba que se obstinaba en confundir ruinas sonoras con silentes cenotafios. Benjamin Constant nació en Lausana, hijo de Juste Constant de Rebecque, oficial suizo al servicio de Holanda, y de Henriette de Chandieu. La madre murió cuando él era muy pequeño; una mujer joven, Marianne Magnin, que se hizo cargo de esa orfandad sin hache, pasó a ocuparse también de la viudez protestante de su padre. El modificador directo de su infancia, sin embargo, parece ser el celador Stroelin, un alemán hacendoso que le enseñó griego con la severidad divertida de quien se sabe involucrado, por un salario exiguo, en la Gestación de la Historia. Su método, según explica Constant en Le Cahier Rouge, era implacable y eficaz: Benjamin aprendió esa memoria creyendo que la inventaba. Del malentendido se desprenden muchos otros, que Constant trabajó dichosamente, haciendo creer, por ejemplo, que la inspiración era un instrumento de la pereza, un sopor tartamudo que interrumpe sus frases y las condena a una velocidad errátil, siempre oportuna. Constant es junto a von Kleist el héroe de una escritura vertiginosa, la presa inasible de un jadeo que escande una suma de fugas.

Autor de Adolphe, publicado en Londres en 1816, Constant pareció adquirir el perfil seguro de un retrato de la Fisionotracia; hacia ese contorno avanza el Napoleón ecuestre de cualquier pintura pompier. De Napoleón dice: “Es Atila, es Gengis Khan, más terrible y más odioso que ellos, porque dispone de los recursos de la civilización”. Y también: “Yo no he de ir, tránsfuga miserable, arrastrándome de un poder a otro, cubriendo la infamia con el sofisma, y balbuciendo palabras profanadas para rescatar una vida vergonzosa”. Después de conocerlo, su Grecia inventada es más hospitalaria con los sofistas: “Lo he visto, me ha recibido muy bien y me ha encargado un proyecto de constitución. Debo convenir en que es un hombre asombroso. El porvenir es sombrío. ¡Que se cumpla la voluntad de Dios!”.

Si solo los débiles habitan el lenguaje, como Barthes dice, la a veces hastiada debilidad de Constant no deja nunca de ser significativa para nuestra atención parcial de párvulos edificantes. Adolphe, Cécile, Le Cahier Rouge son joyas evaluadas, devaluadas, por ese desconocido de su costumbre que es Benjamin Constant. Ya viejo, pero sobre todo prematuramente envejecido, murió el 8 de diciembre de 1830, sus exequias fueron declaradas funerales nacionales, y entre los deudos no debe de haber faltado quien musitara: “ese canalla de Constant…”. Asistió con rigor fatídico a todas las ceremonias del siglo XIX; fue duelista, cornudo y cornicante; traductor (tradujo el Wallenstein de Schiller), conspirador asombrado y favorable depositario de consejos; Minna von Cramm, Mme. Johannot, Mme. de Charrière y Mme. de Staël, las mujeres que amó, las mujeres que dejó de amar, las mujeres que lo amaron, atestiguaron también esa precoz disonancia que su escritura registra. Fue maestro en el arte de imitarse sin albedrío. Los antepasados debían de pesarle, pero él supo, además, agrietar el muro de la condena para sonreír inútilmente a su propia sombra. Tenía encanto, después de todo, asomarse a los rencores tardíos sin resignación, porque la justicia hará algún día un pacto con la esperanza. Contra la vehemencia tóxica de los adoradores de una personalidad inmutable, Constant se construyó a sí mismo sin saberse, inventándose como un idioma de claves tan arbitrarias que sobre ellas la incidencia del crítico resulta casi una retórica del abuso. Su volubilidad no podrá considerarse nunca oportunismo; es, sin más, la contracara de Fouché, ese pelele de la psicología que Balzac y Zweig detectaron.

En estos tiempos de amnesia justiciera, es un poco inútil decir que Constant ha sido injustamente olvidado. Vale la pena recorrer los suburbios de ese pensamiento ajeno siempre al soborno cívico de la trascendencia, admirar en Cécile, por ejemplo, la libertad que se concede para reconocerse en un lejano lector que a su vez se niega, por principios, a admirarlo. “Por lo tanto me instalé en la idea de que lo lejano e incierto puede también no ocurrir”, escribió alguna vez, haciéndonos partícipes de su desconsolada alegría.

GEORG BÜCHNER

LA CASA ERA PRÓSPERA y solo un incendio podía hacerla interesante. La familia estaba compuesta por el padre, la madre, las dos hijas y ese huésped incorporado, Herr Muschtag, que se dirigía a él silbando la parte inicial de su apellido, como si quisiera extinguirlo. El dolor había comenzado en Estrasburgo y lo había seguido, martillando sus sienes, con más eficacia que un gendarme. Herr Muschtag carraspeó, lo señaló inocentemente con su pipa, y le preguntó si había visto El bosque musical. Como si supiera de qué se trataba, le contestó que no, que no había tenido oportunidad. Herr Muschtag trajo entonces complacido la jaula de bronce, la puso sobre la mesa despejada, y lo miró por entre las rejas, sonriendo. Adentro había cuatro osos, cada uno con un instrumento: dos violines, una viola y un violoncello. Sobre la cabeza del oso más alto reposaba un cuervo o una corneja. El dolor estaba compuesto por la nostalgia, el desaliento, el débil vértigo de la huida y esos anfitriones difíciles, los nervios del cráneo. Herr Muschtag accionó la palanca insertada en una de las rejas angulares, y en el interior de la jaula se produjo un amago, como si el aire se encogiera de hombros. Después, con dolorosa aptitud, los osos empezaron a desgranar una melodía. La corneja cantaba una canción triste, vacilante, que decía que no había consuelo en esa celda y que duran menos las gencianas que el muérdago. Georg Büchner sonrió. Se podía oír el temblor de la nieve en esa voz. Tenía veinticuatro años e ignoraba si el dolor de la muerte era anterior a la muerte, era la muerte misma, o venía después de la muerte, inspirado y postrero.

Se acordó de Minna, el sonrojo, los pasos, la angosta galería en la que los retratos de los antepasados iban pareciéndose cada vez más a los sirvientes. Indicación escénica. El mayordomo final, que lo confundió con un mensajero, había dicho: “Necesito recuperarlo antes del lunes, si no…”. Y acto seguido hundió las manos en el cuerpo abierto de un conejo. “¿Vio usted antes algo parecido, Herr Büchner?” Era Herr Muschtag ahora, la ceja enarcada, los puños manchados de salsa. La luz de la vela se estremeció al lado de él. No. La boca muy oscura de Minna en la oscuridad, aun en la oscuridad. En la oscuridad, los sapos y los escarabajos de agua. Ditiscos. Oscuros en la oscuridad del agua enfangada. No. Y Ludwig, su hermano, que extrajo uno y lo hizo entrar en la luz. “¿Lo ves?”, dijo: el cuerpo quitinoso dividido, los élitros brillantes. Una fábula cuyas palabras fueran esos animales frágiles, el último animal un susurro agradecido; el anteúltimo, una interjección… el dolor, el verdadero dolor empezaría después de la muerte, y Herr Muschtag tendría que saberlo. Sonrió para agradecer. Un homenaje. Al ingenioso hombre de letras, al Profesor de Anatomía Comparada de la Universidad de Zúrich, que había tenido que huir a causa de ciertos arrebatos juveniles. Herr Muschtag, de nuevo: “Dígame una cosa, joven, ¿qué diría usted que le falta a estos… animales para ser simplemente… humanos?”. Él no sabía. En una carta que escribió, entre una palabra y otra, una tilde, un manchón de tinta: eso era lo que la vida hacía con la verdad. Intercalar un párrafo. ¿Y no era ideal acaso Herr Muschtag, con su retórica capciosa y sus verdades suficientes, para hacer de Camille Desmoulins? Algo faltaba: la continuidad no pertenecía a la naturaleza sino a la historia, pero entre ambas alguien intercalaba un párrafo. ¿Él?

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