© 2012 María Martoccia

© 2012 Javiera Gutiérrez

© De las ilustraciones: Federico Porfiri, Sole Martínez, Ale Firszt, Ana Dulce Collados

© 2012 La Bestia Equilátera S.R.L.

Aguilar 2023

Buenos Aires, Argentina

www.labestiaequilatera.com

info@labestiaequilatera.com

eISBN: 978-987-1739-33-2

Diseño de cubierta: Alfi Baldo

Conversión a formato digital: Cecilia Espósito

Gutiérrez, Javiera

Jataka : cuatro fábulas budistas  / Javiera Gutiérrez y María Martoccia ; ilustrado por Federico Porfiri ... [et.al.]. - 1a ed. - Buenos Aires : La Bestia Equilátera, 2012.

EBook

ISBN 978-987-1739-33-2

1. Narrativa Infantil y Juvenil. I. Martoccia, María  II. Porfiri, Federico, ilus. III. Título

CDD 863.928 2 

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.

Portada El ciervo goloso

Rocío estaba juntando dinero porque quería ir al Sur a limpiar los pingüinos que llegaban a las costas con el cuerpo manchado de petróleo: desde los cinco años sabía aplicar inyeccio­nes y vendar patas, orejas y alas. Ricky, el hermano mayor que estudiaba veterinaria, los visitaba los fines de semana; vivía con un amigo en la ciudad, en un departamentito chico como una nuez. Pensaba especiali­zar­se en equinos, entrar a trabajar en el hipódromo de la capital y ampliar el Centro que había fundado su mamá, creando un serpentario. Pero sabía que antes necesitaba co­laborar con los gastos del Centro. ¡Cuánta plata se precisa para alimentar y curar a los animales! A la casa de la doctora Cintia no paraban de llegar cuentas: la carne para el puma, las frutas para el mono, los fardos de alfalfa y las bolsas de maíz... Y eso sin contar los antibióticos, las va­cunas, las vendas y el curabichero, que sirve para desinfectar las heridas que se cubren de gusanos. Por suerte, una panadería del pueblo le regalaba al Cen­tro las sobras para que las cocinaran con la polenta y alimentaran a los perros porque, claro, tenían unos cuantos; y también le daban pan y facturas al mono, un macaco que se pasaba la mayor parte del día subido a un jacarandá desde donde controlaba to­dos los movimientos de la casa y lanzaba unos chillidos agudos y penetrantes que pare­cían órdenes; de ahí su nombre, Jefe.

Hacía unos tres o cuatro veranos, en una estancia de la zona habían empezado a prac­ticar tiro al pichón. Traían unas camionetas con vidrios polarizados llenas de gente que durante horas disparaba a palomas en el cielo. El césped quedaba cubierto de plumas, como si alguien hubiera reventado una al­mohada. Los tres hermanos redactaron un folleto en contra de esta práctica, fueron al pueblo y, puerta por puerta, informaron a los vecinos lo que ocurría. El intendente mismo se presentó en la estancia y la clausuró. A par­tir de entonces, la familia Moreno se hizo res­petar. Todos comentaban el carácter de esta mujer y de sus hijos, y elogiaban la educación de los mellizos y los conocimientos de Ricky. 

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A los mellizos los acompañaba siem­pre una liebre renga que se llamaba Tres y tenía los ojos húmedos y brillantes como las pie­dras del fondo de un lago. Tres había aparecido una mañana de invierno dentro de una caja de zapatos. Nadie sabía quién la había deja­do o qué le había pasado para aparecer de este modo: una pata rota, respirando agitada como si se hubiera llevado un gran susto. Miguel sostenía que la había atropellado un auto y que el mismo conductor, o alguien que pasó y la encontró, la había llevado hasta el Centro. 

La idea del Centro era recuperar los animales y devolverlos a su hábitat natural, pero muchas veces era imposible porque al­gunos, como el caso de Tres, con una pata menos, no estaban en condiciones de regresar; a veces ya no podían cazar y otras se habían acostumbrado tanto al trato humano que dormían sobre un almohadón o comían de tanto en tanto un chocolate. Por esta causa, la familia Moreno tenía de huéspedes permanentes a un puma sin uñas que había vivido durante años en un de­partamento; a Jefe, a quien habían en­contrado encadena­do en un circo y que no podían devolver al África; a un pony malhumorado de crines rubias, y a dos tor­tugas a las que no había manera de con­vencer de que se fueran al monte. Cada vez que las llevaban y se despedían de ellas, las muy pícaras escondían las cabezas, se quedaban quietas como piedras y a las dos o tres horas las tenían de vuelta en la casa. ¿Cómo hacían para encontrar el camino? Rocío aseguraba que dejaban mi­guitas de pan, como en el cuento de Hansel y Gretel. 

Al final, los mellizos desistieron y permi­tie­­ron que las tortugas se quedaran. Por su­puesto, tenían perros y gatos, y los pája­ros entraban con confianza para protegerse de la tormenta, el granizo o el viento. 

De todos modos, la doctora Cintia y sus hijos habían devuelto al monte decenas de animales. El último mes, sin ir más lejos, habían llevado cerca del río una tímida corzuela traída por una señora que la encontró enganchada en un alambrado, y una coral delgada como un bambú, que unos nenes tenían en un frasco.

A lo largo de tantos años —ya iba pa­ra diez la cosa—, por el Centro habían des­filado zorros, cóndores, mulitas y hasta un elefante que necesitó hospedaje unos días. Para albergar tanto visitante habían cons­truido jaulas, corrales y cuevas pa­re­cidas a las vizcacheras, estanques y pe­ceras improvisadas con los vidrios de una ventana. Todos los integrantes de la familia conocían una felicidad muy especial: la de devolverle la libertad a un ser vivo. Durante las primeras semanas era frecuente que el animalito liberado volviera a visitarlos, hasta que un día de­saparecía por completo. Ricky llamaba a este día “el día de olvido de los hombres” y lo marcaba en un almanaque. Pero a veces Cintia y los chicos se preguntaban si realmente los animales se olvidaban de ellos o si en las noches despejadas los zo­rros levantarían sus hocicos puntiagudos al cielo y extrañarían un poco, poquito, a quienes los habían curado.

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Pero lo mejor de todo para Cintia no era lo que ellos hacían por los animales sino lo que los animales hacían por ella y por sus hijos. Los pájaros heridos, las comadrejas atropelladas no necesitaban hablar; bastaba con un aleteo o el roce de una pata, para que uno comprendiera que la comunicación no precisa pala­bras; porque los animales hablan cuando es estrictamente necesario, es decir casi nunca.