15

LOS RESCOLDOS DEL FUEGO PARPADEABAN EN EL AIRE RADIANTE DE LA MAÑANA al borde del pozo y el círculo negro de restos de madera quemada brillaba al sol, cenizas limpias y relucientes como el ala de un mirlo. Yo estaba sentado ahí, inclinado sobre las brasas, y recuerdo que me pareció raro que alguien se riera tan temprano y miré alrededor para ver quién era y hasta sospeché que era yo. Me imaginé que sería alguien en las rocas, comiendo un desayuno de minero, como Virginia me había dicho que hacían los turistas en Cripple Creek. Era más un cacareo que una risa. ¿Virginia? ¿Dónde diablos estaba Virginia? Típico de una mujer. Era hora de ir a nadar y ella no estaba. Media docena de veces había bajado hasta el viejo campamento y había limpiado la nieve de la roca hueca. Se había esfumado. Tampoco estaba al pie del pequeño peñasco donde dormíamos siempre.

Batí las palmas y vi que la nieve volaba en una bocanada blanca, pero no sentí el golpe. Típico de una mujer. Llevarse el Packard al pueblo y dejarme al borde de ese extraño agujero en el suelo. Pero conducía el Packard como una diosa. Pegaba el guardabarros izquierdo al centro de la carretera y parecía adherido a un riel. Ella se encargaría del coche y del remolque, podías contar con ello, porque nadie conducía como Virginia. Tal vez se estuviera dando un masaje en el establecimiento de Mamie y al regresar me contaría por qué había decidido dejarme tanto tiempo a solas junto al agujero. Yo deseaba hablar con alguien porque hacía una eternidad que se había ido y no estaba en ninguna parte cuando dejó de nevar y la noche anterior estaba tan ocupada bañándose en los billetes de cien dólares que no estaba enterada de mi existencia. Y luego se bañó en una pila de sombreros de lona verde y Eddie vino a decirle que se los devolviera porque tenía que regresar a Nueva Orleans para comprar unos brazaletes para Loralee. Creo que eso fue lo que dijo. Estaba borracho de bourbon y heavenly hash y Loralee tenía un pegote en el pelo pero no le importaba. Ella siempre se sentía bien. Cielos, qué solo me sentía junto al agujero, tan solo que me arrastré hasta el borde para mirar, pero lo único que había era un agujero rojo y profundo. Sobre una pared, quizá a quince metros, quizá a treinta o sesenta, había un bulto, una especie de arco de roca que sobresalía, y aparte de eso no se veía absolutamente nada.

Me alegró mucho ver a Clell Dooley cuando apareció pavoneándose en la nieve con Wayne Mackin y tres o cuatro hombres más, todos con zapatos para la nieve y haciendo señas con el brazo.

Traté de preguntarles si habían visto a Virginia, pero no parecían saber nada sobre ella y empezaron a golpearme y me pareció que Dooley y uno de los otros me golpeaban muchas veces antes de llevarme.

Para Jane Grigsby,
campeona absoluta

PRIMERA PARTE

1

HABÍA PASADO MÁS DE DIECISÉIS SEMANAS DESLOMÁNDOME en una plataforma petrolera del río Atchafalaya, acomodando los grandes tubos plateados, acarreando bolsas de lodo desde la barcaza hasta la costa, trabajando con la espalda y las tripas y dejando que mi mente divagara. Necesitaba mucha divagación. A los dos mil metros anularon el tubo, abandonaron el pozo, nos pagaron y nos dijeron que regresáramos en un par de meses.

El bizco Benson, operario de perforadora, me dijo que yo había sido un buen peón: la mayoría de los hombres corpulentos eran chapuceros y lerdos en una plataforma, pero yo manejaba mi peso como un hombre menudo. Pensaba que cuando abrieran un nuevo pozo yo estaría preparado para trabajar en la torre. Dijo que yo era demasiado hábil para “que me desperdiciaran en tierra con las mulas”, y que quería verme arriba, con el pelo al viento y mejor salario. Traté de no reírmele en la cara.

Ahora disfrutaba del agua jabonosa en la anticuada bañera del pequeño hotel de Krotz Springs.

Hacía cuatro meses que no me bañaba con agua caliente. El jabón aceitoso y fragante resbalaba por mi pecho formando ceros con las burbujas, que tenían el color verde y lechoso del agua. Me sumergí para que mi barbilla descansara sobre la superficie. Me enjaboné la cabeza, la froté con los dedos y las uñas, me zambullí en el agua profunda y caliente, conteniendo el aliento, sintiendo cómo se aflojaban meses de mugre. Siempre me corto el pelo al rape, y lo uso como cepillo para las uñas cuando me lavo la cabeza. Aprendí este truco en la universidad Washington & Lee. Es lo único que me enseñaron en ese distinguido antro de cultura donde no hay mujeres, donde los estudiantes se tratan de “caballero”, donde los novatos usan gorras repulsivamente llamativas, donde nadie pisa el sagrado césped, y todos son tan deportivos que da asco.

El botones golpeó la puerta del dormitorio mientras yo estaba sumergido.

Me sorprendió que pudiera oírlo. El ruido llegaba a través de la maciza bañera de acero y a través del agua, un retumbo vibrante. Emergí y le dije que lo atendería en cuanto me secara, y él respondió que todo estaba bien con esa voz fatigada y neutra típica de los botones. Mientras yo me secaba, se puso a golpear de nuevo, y yo estaba envuelto en la toalla cuando llegué a la puerta, que daba a un corredor sórdido con paredes color queso.

—Ahí la tienes —dijo.

Y ahí la tenía. Siempre recordaré la primera vez que la vi en la penumbra del corredor, con ese sonriente botones de pueblo vestido como un mono de organillero y casi apoyado en ella.

—¿No es preciosa, amigo?

Concedí que era preciosa. Él lo agradeció con una sonrisa horrible y dientuda. Dijo que le alegraba que me gustara y que ella era lo mejor que había en Krotz Springs y que Dios sabía por qué perdía el tiempo en un pueblo pesquero del Atchafalaya cuando podía estar en Nueva Orleans, Memphis o en cualquier otra parte, con esas piernas y esos modales tan finos.

Ella no dijo nada.

Sus ojos eran gris lavanda y el cabello dorado, claro y cremoso le aureolaba la cabeza con curvas ondeantes que no eran rizos. Usaba una boina azul, como en las películas europeas. Luego venían el pelo y la cara y un impermeable largo y holgado de color metal, muy mojado, y su olor frío se destacaba en el aire rancio. Luego venían las piernas, y el botones no había exagerado al mencionarlas. Luego venían los pies, anchos, rechonchos y cortos como los de un bebé. Los zapatos de gamuza parda, húmedos y lustrosos, parecían caros.

—Por amor de Dios, dale su dólar —dijo ella con voz neutra.

Fui hasta el escritorio, saqué el dólar y se lo di al botones. Él puso su sonrisa horrible y ella entró y cerró la puerta y de golpe nos quedamos a solas en la habitación. Antes no estábamos y ahora estábamos. Después de dieciséis semanas en una plataforma petrolera, es una grata sorpresa sentir las orejas limpias de barro y compartir la habitación con una mujer fina de ojos gris lavanda.

—Hola —dijo con indiferencia.

Creo que sonreí. La actuación Buster Keaton no congeniaba con esa cara adorable, y la sábana almidonada crujió cómicamente cuando ella se tumbó en la cama.

—De haber sabido que eras tan formal, me habría puesto una toalla más elegante —dije.

—Estoy cansada —dijo ella. Apoyaba las manos en el impermeable color aluminio, sobre las rodillas—. No bromees.

—De acuerdo.

—Nunca bromees con una puta cansada —dijo ella—. Nadie se cansa tanto como una puta.

Tiritó y dijo que necesitaba un trago. Le serví un bourbon, usando el vaso del baño y lo que quedaba de hielo. Disfruté de ese lento ritual: en parte porque el bourbon anaranjado se veía bonito contra el hielo, en parte porque quería que el hielo lo diluyera un poco y en parte porque tenía las manos limpias por primera vez en largo tiempo y me gustaba el chillido del vidrio contra las palmas.

—Está bueno —dijo, sin contraer la cara, como la mayoría de las mujeres cuando bebe whisky puro.

—Querrás decir que estaba bueno.

—No me vendría mal otro.

—Por tu cara, no te vendría mal la botella entera.

—En efecto. —Ella cabeceó. Me miró de arriba abajo. No para evaluarme ni insultarme, sino como si viera un edificio, una montaña o un hormiguero. Solo me miraba. La dejé hacer, y sentí que la velluda alfombra me raspaba las plantas de los pies ablandados por el agua mientras yo la miraba a ella. Sentí el ridículo impulso de presentarme y empezar con la clásica cháchara sobre los pueblos natales y los posibles amigos comunes, y de explicar por qué usaba una toalla y decirle que el botones se había equivocado, que yo quería una mujer corpulenta, estúpida y maciza, no una criatura esbelta y aplomada con una piel que tenía el color de una perla derretida en miel.

En cambio serví los tragos, esta vez mezclados con agua tibia.

La lluvia repiqueteaba contra las ventanas y contra el techo de zinc del hotel. Bajaba en rugidos susurrantes, luego en murmullos, luego en chapoteos que parecían papel de lija frotando madera. Ella bebió el segundo vaso, se levantó de la cama y empezó a desvestirse, y luego nos abrazamos bajo la lámpara barata y desnuda.

Al evocarlo, recuerdo las cosas más tontas: el pliegue tenso que ella tenía encima de las caderas, al final de la espalda. Que olía como el aliento de un bebé, un olor dulce y casi imperceptible que se replegaba cada vez más, y se escapaba por mucho que te acercaras. Las motas pardas de sus ojos gris lavanda, flotando muy cerca de la superficie cuando la besé, los ojos abiertos y alerta, pero apáticos: los ojos de un gourmet al que le ofrecen un trozo de pan rancio, y lo acepta por necesidad pero sin saborearlo más de lo necesario. Recuerdo que me levanté y volví hacia ella, y que luego le arrojé un zapato a la lámpara, cuando se terminó el whisky. Recuerdo el olor a lluvia y oscuridad en la habitación, y que ella me advirtió que me lastimaría los pies con el vidrio de la lámpara rota. Y que dijo que yo no era mejor que una mujerzuela, que hacía el amor con la cadencia de las ráfagas de lluvia en el techo, y era verdad que hacía eso, pero entonces parecía lo más natural. Y me sentía tan maravillosamente limpio y enjabonado, y tan en sintonía con el maldito universo que tenía la sensación de que yo mismo era un cielo encapotado y podía hacer pedazos esa habitación color queso con mi lluvia y mis rayos.

La mañana siguiente me levanté temprano para seguir disfrutando del agua y del jabón, y ella entró en el baño mientras yo seguía en la bañera. Estaba vestida. Me dijo que se marchaba y que había sido una noche agradable. Lo dijo con la voz menuda y mecánica de una niña que se va de una fiesta de cumpleaños, ya pensando en otra cosa. Tenía los ojos límpidos, los labios recién pintados de rojo. El hecho de que yo me estuviera bañando le importaba tan poco como las rajaduras de la pared azulejada.

Me levanté de la bañera, la alcé, la llevé de vuelta al dormitorio y no salimos de la habitación en tres días. Dijo que era como la canción que pasaban a cada momento en la radio: “If You’ve Got the Money, Honey, I’ve Got the Time”. Esa melodía y esa letra barata sonaban raras cuando ella las decía con acento del colegio Wellesley, con esa voz cortante y distinguida: “Si tú tienes la plata, amor, yo tengo el tiempo”.

—Pero cuando se vaya la plata —dijo—, yo también me iré. Ya no me encamo para divertirme.

—¿Alguna vez lo hiciste?

Ella se rio.

—No entremos en detalles. Ya no lo hago.

Para mí no era un problema. Después de esos meses en el río, no era quisquilloso con los matices románticos. Solo quería saciarme. En ese momento no pensaba enamorarme de ella, así como no pensaba comer ese gran jabón amarillo que había en el baño victoriano.

—Cuando se vaya la plata —le dije—, quizá esté harto de ti.

—Eso espero.

—¿Por qué?

—Será mejor si estás harto de mí.

Pero cuando nos fuimos del hotel, nos fuimos juntos, y ese viejo botones de cara rara cargó nuestros bultos hasta mi convertible Packard, caminando una cuadra hasta el estacionamiento que había a orillas del río, sonriendo de oreja a oreja.

Le di un dólar, y otros cincuenta centavos cuando acomodó los bultos en el baúl cuadrado del coche.

El tiempo de encierro no había afectado el Packard, y en Alexandria paré en un local de coches usados y compré un par de patentes de Luisiana con el pelícano blanco. Para mayor seguridad. El hombre las vendía a buen precio y su lustre era tranquilizador una vez que las colocó en los marcos niquelados.

Cuando cruzamos el puente del río Rojo, arrojé las patentes de Mississippi por encima de la baranda de hierro y quince metros más abajo chocaron contra el agua con un chapoteo. Ella me miraba, apoyada en el respaldo de cuero, fumando en silencio. Nada parecía sorprenderle: el coche, las patentes, la idea de emprender un viaje a cualquier parte con un desconocido. El viento le agitaba el pelo brillante como en los anuncios de gaseosas, con hermosa naturalidad. Las rayas de brea de la carretera blanca tamborileaban cada vez más rápido bajo las ruedas, hasta que el tamborileo fue un zumbido. El aire estaba quieto, pero no muerto. Ante todo, me agradaba esa sensación de ir a algún lado.

2

EN DALLAS ME DESORIENTÉ Y ENTRÉ EN UN ELEGANTE VECINDARIO RESIDENCIAL donde todas las casas tenían delgadas paredes de ladrillo romano o piedra jaspeada y estaban lejos de la calle, y sus ventanas brillaban como láminas de oro al sol del atardecer. Atravesamos una especie de club donde jóvenes de piernas ágiles en una franja de arcilla fina golpeaban pelotas de tenis blancas y flamantes con agraciada indolencia, con raquetazos insolentes que reflejaban un costoso entrenamiento. Al salir de esa parte de la ciudad, vimos a jóvenes mugrientos bateando una pelota vieja y gris en una cancha de asfalto gris, una cancha pública con vallas de alambre maltrecho. Era un juego agresivo, saltarín y veloz, con movimientos bruscos y resueltos. Golpeaban la pelota como si mataran una serpiente.

—Es raro —me dijo ella—. Aunque jugaran a lo mismo, sería totalmente distinto. Es el dinero.

—Así es.

—Todo apesta sin el dinero.

—Casi todo.

—Un día volveré a revolcarme en él. Voy a desnudarme y bañarme en flamantes billetes de cien dólares.

—Dijiste volveré.

—¿De veras? —preguntó ella con voz provocadora.

—Tú sabrás.

—¿Qué diferencia hay?

—Ninguna —dije—. Ninguna diferencia, pero eres extraña. Con tu calzado fino y tu equipaje de un millón de dólares, tratas de hablar como una puta con esa voz despectiva. Eres cómica.

—No seas tedioso.

—A eso me refiero. Esas palabras. Nunca en mi vida oí que una puta dijera tedioso.

Ella perdió el interés.

—Un día —dijo— pienso revolcarme en billetes de cien dólares, billetes nuevos que nadie haya usado. —Rio entre dientes, un sonido leve contra el enérgico ronroneo del Packard. Respiraba raro, moviendo los hombros como si tuviera los pulmones allí. Usaba una especie de camiseta de tela de toalla color cacao y cuando se reclinaba contra el asiento era espectacular. La camiseta era de franela gris y la ceñía como si se la hubieran pintado, y debajo estaban las piernas. Oyes hablar de piernas, y lees sobre ellas, pero cuando ves piernas de calidad sabes que las cosas que leíste y oíste eran puras patrañas.

Eché la cabeza hacia atrás y viramos a la izquierda, y casi chocamos con un Oldsmobile 98 gris, y el hombre y la mujer que lo ocupaban giraron la cabeza para mirarnos con furia. Ella les sacó la lengua. Parpadearon incrédulos.

—Míralos —dijo ella—, con sus respetables ceños fruncidos de ocho mil dólares anuales.

Dijo que sabía que el hombre ganaba ocho mil por año porque usaba una camisa abotonada blanca y cuando fruncía el ceño lo hacía igual que su tío, que ganaba ocho mil por año. Como si esperase una bonificación por ello.

—No es mal dinero —dije para tantearla.

—No hay dinero malo.

—¿Ah, no?

—Pero, tesoro, hay que tenerlo a raudales. Con montoncitos pequeños, solo te vuelves miserable.

Era la primera vez que me llamaba tesoro y la primera vez que abordaba mi tema favorito. La miré con renovado interés. Dígase lo que se diga, la gente realmente hambrienta de dinero, la gente famélica de dinero, es una especie aparte. Mi plan era hartarme de ella y abandonarla en el baño de una estación de servicio entre Dallas y Denver. Le había dicho que era viajante de comercio, que vendía novedades y afines, y que en los meses de invierno el trabajo mermaba y había aceptado el empleo en la torre petrolera del río para solventar mis gastos. Es raro, pero he descubierto que si uno dice que vende “novedades y afines”, se considera descortés preguntar qué es. Nadie hace más preguntas. Hasta que ella dijo que no había dinero malo, yo estaba dispuesto a plantarla en un par de días. Ahora no estaba seguro, pero aún pensaba que sí, porque una mujer no encajaba en mis planes. La mayoría habla de más y son fáciles de identificar. No sé por qué, pero puedes escoger a cualquier mujer y no se parece a otras mujeres como un hombre se parece a otros hombres. Quizá sean las mil maneras que tienen de arreglarse el pelo y pintarse los labios. No lo sé. Pero a este ejemplar, con su pechuga color cacao y sus piernas perfectas, hasta un ciego podía encontrarlo un viernes al mediodía en el Rockefeller Plaza.

Las señales camineras empezaron a tener sentido y volvimos a atravesar el vecindario elegante y seguimos rumbo al norte hasta que dimos con la carretera que buscaba.

Esa noche paramos en un puesto de barbacoa donde un motor hacía girar los bistecs como una rueda de la fortuna sobre el fuego de carbón. Comimos despacio, bajando esa carne asada y grasosa con cerveza helada, y luego fumamos en silencio. Pedí más ensalada de papas, y cuando la sirvieron decidí dividirla y pedir más cerveza. La cerveza duró más que la ensalada. Mientras la terminábamos, ella se me acercó y besé largo tiempo esos labios frescos y suaves. Ella besaba tal como una bailarina experta que sigue al compañero, dando y recibiendo en el momento preciso, y transmitiendo la idea de que tenía mucho en reserva y esto era solo una muestra. No miento al decir que ese beso duró un cuarto de hora. Pero yo aún planeaba dejarla en el baño de damas de una estación de servicio. No huyes de la cárcel con besos, y yo lo sabía de sobra. Mientras la besaba, el fondo oscuro de mi cerebro recordó cómo era estar en aislamiento permanente en la prisión de Parchman, Mississippi. En aislamiento te pasaban la comida por una ranura de la parte inferior de la puerta, y no veías a nadie. Yo pateaba la bandeja y los insultaba con la esperanza de que entraran a golpearme. Cualquier cosa con tal de romper la monotonía. Pero no entraban. Boxeaba con mi sombra para matar el tiempo. No había ventana, solo esa lámpara amarilla llena de bichos muertos, y nunca sabías si era de día o de noche, si llovía o brillaba el sol, si era domingo o qué. No sales a besos de semejante lugar, y allí no hay barbacoa ni cerveza helada.

Aun así, si ella sabía conducir como besaba… Cuando nos fuimos de ese lugar le cedí el volante y ella salió de la entrada para vehículos con admirable elegancia. Manejaba el cambio automático sin timidez y alimentaba el pesado coche con un torrente continuo de gasolina.

Fumé un cigarrillo más y me dormí. Sentí la grata frescura del cuero contra los hombros, me deslicé por el respaldo, las rodillas contra el tablero, y estuve de vuelta en Parchman. Todo era gris: la piedra, los hombres, el aire. Los presos se paseaban en el gran patio oval después del almuerzo, esperando la hora del trabajo. Tres niveles con balcón rodeaban el óvalo, y Shorty estaba en el tercer nivel, igual que el verano anterior, aferrando la gris baranda de hierro y aullando. Empezaba a golpearse el pecho, tal como yo esperaba, y trepaba a la baranda y se balanceaba un largo segundo y luego se lanzaba en una zambullida perfecta. Veinte metros más abajo, se estrellaba en el pavimento con el pecho y la barbilla. Hacía un ruido inusitado, ni fuerte ni suave. Yo corría hacia él, pero había una multitud y no podía atravesarla porque estaban limpiando y envolviéndolo con una lona, y lo único que veía después del aterrizaje era esa cosa gris y oscura sobre la piedra gris y clara. Era tal como había sido: Jeepie en el linde de la sudorosa muchedumbre, tratando de mangar un cigarrillo, y Thompson gritando que Shorty era clavadista de la AAU y para él era el mejor modo de morir, mientras todos miraban. Thompson decía que Shorty había dado ese salto contra la piedra como si los jueces lo estuvieran calificando con puntos: “¿Ves que tenía los pies juntos y ahuecaba la espalda?”. Tuvieron que llevarse a Thompson, pero al día siguiente en la talabartería era gris como siempre y nunca volvió a mencionar a Shorty.

El sueño se disolvió en lápiz labial frambuesa y ojos gris lavanda con motas y una bocanada de pelo con olor a bebé y la canción de la radio: “If You’ve Got the Money, Honey, I’ve Got the Time”. Y luego regresó a la prisión sin transiciones ni gradaciones. Usábamos los mugrientos uniformes azules de los guardias y había sangre, pegajosa y fresca, en el puño izquierdo de mi chaqueta robada, y caminábamos hacia la pared de cemento con la escalerilla de madera, Jeepie delante, yo en el medio, Thompson detrás. La luz del vigía formaba un tubo largo y claro. Osciló a nuestras espaldas, se curvó, nos enfocó. Casi podía sentir su calor y me picaban los ojos por el resplandor y todo el cuerpo me dolía mientras esperaba el balazo.

—¿Quién va? —preguntaba el vigía con voz coloquial.

—Todo bien, no hay problema —respondía Thompson, saludando con la mano.

Luego apoyábamos la escalerilla en el cemento, y la luz de la torre chispeaba sobre nosotros, en la arena de cuarzo de la pared. Thompson y yo subíamos y cruzábamos la pared, y estaba casi frío en la oscuridad del otro lado, frío y silencioso. Yo miraba arriba y Jeepie estaba encaramado sobre la piedra. La luz lo enfocaba y yo podía verle la cara y la vena bifurcada en lo alto de la frente. Se oía un repiqueteo en la torre, no un tableteo mortífero ni dramático sino un repiqueteo común, como si alguien sacudiera piedras en una cigarrera. Y la cara de Jeepie se transformaba en una maraña negra y oscura, una mezcla modernista de líquido y carne en los sitios donde la desgarraban las balas de la torre. Aún era una cara, pero no se distinguía dónde habían estado los ojos y la boca antes de que el arma comenzara a repiquetear en la torre. Luego dejaba de ser una cara y Thompson y yo echábamos a correr para alejarnos del muro.

Me sobresalté, y cuando abrí los ojos Virginia viraba diestramente a la izquierda para esquivar un camión amarillo. Evitamos el camión por cinco centímetros y nos deslizamos a lo largo de él como si estuviera untado de manteca, y ella llevó el Packard a ciento veinte. Bostecé, me rasqué la cabeza, busqué los cigarrillos.

Me agradaba que ella estuviera al volante. Mantenía el guardabarros frontal izquierdo pegado a la franja central de la carretera, siguiéndola como si fuera un riel. Me dormí antes de encontrar los cigarrillos. Soñé de nuevo y esta vez Jeepie hablaba sin cesar. Su gran plan. Cuántas veces lo había oído. Pero ahora él hablaba por la boca que le había abierto la ametralladora, con palabras húmedas y trituradas. Decía que lo primero y principal era comprar un remolque de aspecto inofensivo, de viga tan ancha como la ley lo permitiera y quizá un poco más. Debía tener por lo menos diez metros de largo, y debía ser uno de esos remolques anodinos que no interesan a nadie. Tenía que ser aburrido, con aspecto de estar muy usado, apestando a domesticidad. Tenía que ser un remolque con abolladuras y acople anticuado. Nada de dispositivos hidráulicos para Jeepie y el gran plan que murió con él en el muro. Y lo más importante, el remolque debía ser como una caja, con una pared trasera recta y resistente. La pared trasera era lo principal, decía Jeepie con su voz húmeda, con esa boca abierta por las balas. Si la pared no servía, nada servía.

En Wichita Falls paramos de veras por primera vez, y nos quedamos tres días en un hotel oscuro y tranquilo con habitaciones de techos altos y baños limpios y azulejados. Me liberé de las medialunas de lodo que tenía bajo las uñas, y entre los dos nos liberamos de tres botellas de I.W. Harper y de muchas otras cosas que no viene al caso mencionar aquí. Después del segundo día me sentía ágil como un ganso y estaba cansado de comer en la habitación y ella también, así que fuimos al centro y comimos un par de bistecs grises en un lugar que tenía un bonito frente esmaltado y anunciaba los bistecs como especialidad de la casa.

Después de la cena nos detuvimos en una joyería y le compré una sencilla sortija de boda de oro blanco. No llevaba esmalte en los dedos largos y redondos y eso los hacía parecer más desnudos, y al empleado de la joyería le costó soltarlos una vez que le puso el anillo. Quizá el anillo fuera ridículo, quizá no. A fin de cuentas, compartiríamos el cuarto, al menos hasta que me librara de ella, y la gente de los hoteles ve con malos ojos los dedos desnudos.

Luego fuimos a una gran tienda y le compré una faja rosada que tenía bandas anchas y era demasiado grande para ella. Las bandas de la faja eran tan importantes, en una escala menor, como la resistente pared trasera del remolque de Jeepie. También compramos jeans. Y era agradable mirarla cuando se probaba los jeans frente al espejo triple. Ella era de una sola pieza, larga, dorada y esbelta, pero también había huecos, como los que vemos en Vogue, donde a las mujeres les basta estirar una pierna de cierta manera para que sientas ganas de comerte un pedazo de tela. Las vendedoras de la tienda ronroneaban, reían y ajustaban, y ella las trataba con cómoda cordialidad.

Con los jeans, compró una chaqueta de denim que en cualquier otra habría parecido ropa de futura mamá. En ella estaba viva, y uno distinguía dónde estaba ella y dónde no bajo esa tela basta. La sonrisa ceñuda y despectiva se disolvió y ella ladeaba los ojos y prácticamente se zambullía en los espejos, y el anillo resplandecía como seis millones de dólares.

Esa noche, la última que pasamos en Wichita Falls, arrancó los hilos cosidos a máquina de la faja y cosió diecisiete billetes de cien dólares en las bandas. Había tres bandas con cuatro billetes cada una, y una cuarta con cinco. El dinero representaba todo lo que yo había ganado en la plataforma del río Atchafalaya, y algo que había ganado aquí y allá antes de trabajar en la petrolera. No era mucho, pero me horrorizaba estar en quiebra. La falta de dinero siempre me causa esa sensación. Y una faja de mujer tiene una ventaja: te hace pensar en muchas cosas, pero nunca en el dinero. Le dije que guardaríamos la faja en la guantera del Packard porque ella no la necesitaba con su silueta. Como he dicho, planeaba dejarla en el lugar y el momento indicados.

Todavía tenía casi cien en mi billetera y calculaba que sería más que suficiente para llegar a Denver. Allá necesitaríamos el resto del dinero. Y si lo usábamos bien (mejor dicho, si yo lo usaba bien), viviría en grande por largo tiempo.

Desde que salimos de Krotz Springs empecé a pensar en “nosotros”. Me irritaba; apestaba a blandura, y no quería saber nada de eso. Pero seguía surgiendo en mis planes y me seguía irritando, así que cuando llegamos a Ratón, Nuevo México, decidí que era hora de deshacerme de mi amiga del pelo color crema.

Fue tan sencillo que casi me decepcionó.

En las afueras de Ratón, al pie del paso de montaña, entramos en el bar de una estación de servicio para tomar café.

Habíamos visto un Greyhound vacío en el frente, y el bar estaba abarrotado de pasajeros del autobús. Comían sándwiches y bebían café con esa rapidez mecánica de la gente que solo cuenta con quince minutos para acicalarse y alimentarse. Había algunas mesas con superficie de plástico negro donde un trapo húmedo había dejado un remolino brilloso. Había un mostrador con taburetes blancos que estaba en ángulo recto con la barra del extremo sur del recinto.

Cuando entramos, el ruido se atenuó. Los hombres la miraron. Los solteros le clavaban la vista y los casados miraban de reojo como si no le dieran mayor importancia. Pero miraban. Era indudable que ella tenía un aura que la rodeaba como una luz giratoria. Y si no la veías, igual sentías su calidez y te preguntabas qué era.

Le tomé el brazo, odiándome por ese gesto tonto y protector.

—Primero bebamos un trago —dije. Había menos gente en la barra que en el mostrador de comidas.

Ella frunció la nariz.

—Creo que estoy bebiendo demasiado. Para disfrutar de la bebida, hay que dejar de beber por un tiempo. Por el contraste.

—Tú dedícate a contrastar. Yo beberé un trago.

Había un sujeto más o menos joven en uno de los taburetes blancos del mostrador, y giró para mirarla mientras hablábamos. Tenía patillas gruesas y oscuras tipo Hollywood y usaba un traje de tweed que era demasiado grueso y demasiado Nueva Inglaterra para el mes de mayo en Nuevo México. También tenía tantos bolsillos con tapa en la chaqueta que parecía un ventilador.