Tela de celular com texto preto sobre fundo branco  Descrição gerada automaticamente

Tabla de Contenido

Título

El Autor

El Mundo Perdido

Estudio en Escarlata

El Signo de los Cuatro

La Guardia Blanca

La Lámpara Roja

El Sabueso de los Baskerville

Las Aventuras de Sherlock Holmes

El Regreso de Sherlock Holmes

Las Memorias de Sherlock Holmes

El Experimento del Dr. Keinplatz

Espanto en las Alturas

Piratas y Mar Azul

About the Publisher

image
image
image

El Autor

image

Arthur Ignatius Conan Doyle (Edimburgo; 22 de mayo de 1859-Crowborough; 7 de julio de 1930) fue un escritor y médico británico, creador del célebre detective de ficción Sherlock Holmes. Fue un autor prolífico cuya obra incluye relatos de ciencia ficción, novela histórica, teatro y poesía.

Arthur Ignatius Conan Doyle nació el 22 de mayo de 1859 en el número 11 de Picardy Place, en la ciudad de Edimburgo, Escocia. Pertenecía a una familia católica irlandesa que había proporcionado una saga de ilustradores y caricaturistas, iniciada por su abuelo John Doyle y que fue continuada por sus tíos el ilustrador Richard Doyle, quien diseñó la portada y cabecera de la revista Punch, el anticuario James Doyle y Henry E. Doyle, director de la Galería Nacional de Irlanda.

Su padre, Charles Altamont Doyle, era el menor de los hijos de John Doyle y creció eclipsado por las brillantes carreras de sus hermanos. Estudió arquitectura y en 1849, cuando cumplió diecinueve años, aceptó un puesto de trabajo en la Oficina de Obras Públicas de Edimburgo. Tenía también una gran afición hacia el dibujo que en sus primeros años en la ciudad escocesa desarrolló con algunas ilustraciones para revistas y libros.8 A lo largo de su vida padeció un grave alcoholismo y profundas depresiones, que le llevaron a ser internado en una institución sanitaria en diversas ocasiones. Charles contrajo matrimonio en 1855 con Mary Foley, perteneciente a una familia irlandesa residente en la ciudad escocesa.

Arthur recordaría a su madre como una mujer como una mezcla de mujer hogareña obligada a ocuparse del mantenimiento de sus hijos y a la vez una mujer de letras, lectora apasionada, profundamente imaginativa y gran narradora y que sería quien despertaría en Arthur la afición por la literatura. Los detalles del nacimiento de Arthur y sus hermanos son poco claros. Algunas fuentes manifiestan que eran nueve hijos, algunas otras que diez aunque parece que tres murieron pequeños. En 1864 la familia se dispersó debido al creciente alcoholismo de Charles y los niños fueron alojados temporalmente en diversas instituciones de Edimburgo. En 1867, la familia se reunió otra vez, para vivir en una sórdida vivienda en Sciennes Place. Arthur fue bautizado en la catedral Metropolitana de Santa María de la Asunción de Edimburgo. Su madre, viendo cómo su marido se gastaba todo su sueldo en la bebida, alquiló las habitaciones de la casa a huéspedes; uno de ellos, el doctor Bryan Waller, al que algunos historiadores adjudican un romance con la madre del escritor.[cita requerida] Charles Doyle ilustraría la primera edición del libro de su hijo, Estudio en escarlata (1888), el primero en el que aparece Sherlock Holmes.

En 1868, Arthur Conan Doyle, con el apoyo económico de sus tíos, ingresó en la Escuela Stonyhurst Saint Mary's Hall de la orden de la Compañía de Jesús, situada en la comarca de Lancashire, que era un centro preparatorio del, prestigioso y selecto colegio, Stonyhurst College, al que accedería dos años después, en 1870, y donde permaneció hasta 1875. Entre 1875 y 1876, continuó su educación en Austria, en otra escuela de la Compañía de Jesús, Stella Matutina, en la ciudad de Feldkirch.

En 1876, comenzó la carrera de Medicina en la Universidad de Edimburgo, donde conoció al médico forense Joseph Bell, este profesor le inspiraría la figura de su famoso personaje, Sherlock Holmes. Allí destacó en los deportes, especialmente rugby,golf y boxeo. En este período también trabajó en Aston (actual distrito de Birmingham) y Sheffield. A principios de 1880 se embarcó, para ejercer como cirujano en sustitución de un amigo suyo, en un ballenero denominado The Hope que durante seis meses navegaría hacia el Ártico. A los 22 años (1881) se graduó como médico y completó su doctorado sobre el Tabes dorsal en 1885. Sin embargo, recibió el doctorado cuatro años después. Fue en estos años cuando hizo una gran amistad con el también escritor escocés J. M. Barrie.

Mientras estudiaba medicina comenzó a escribir historias cortas. La primera que apareció publicada fue «The Mystery of the Sasassa Valley», en 1879 en el Chambers's Edinburgh Journal antes de que cumpliera los 20 años. Ese mismo año también publicó su primer artículo médico «Gelsemium como veneno» en la British Medical Journal.

En 1881, después de terminar su etapa universitaria, volvió a embarcarse como médico del buque SS Mayumba en su viaje a las costas de África Occidental.

En 1882, un antiguo compañero de clase, George Turnavine Budd, le ofreció trabajar con él en Plymouth, pero su relación con Budd fue difícil y terminó por establecerse por su cuenta en junio de 1882, ya con 23 años, en Portsmouth. Debido al poco éxito inicial, mientras no tenía pacientes, comenzó de nuevo a escribir historias como The Mystery of Cloomber, no publicada hasta 1888, la inacabada Narrative of John Smith, The Captain of the Pole-Star y J. Habakuk Jephson's Statement, ambas inspiradas en las expediciones marinas realizadas por Doyle.

Mientras vivió allí también jugó al fútbol como portero en el Portsmouth Association Football Club. Por otra parte, fue un gran aficionado al críquet, y entre 1900 y 1907, jugó 10 partidos para Marylebone Cricket Club (MCC), uno de más antiguos y prestigiosos clubes del mundo. Asimismo, era miembro de un equipo de críquet formado por J. M. Barrie y en el que también jugaron otros celébres escritores de la época. También jugaba al golf.

En 1885 contrajo matrimonio con Louise Hawkins, más conocida como Touie, con la que tuvo dos hijos: Mary Louise (1889-1976) y Alleyne Kingsley (1892-1918). Louise murió de tuberculosis el 4 de julio de 1906, tras la estancia de la familia en Suiza para que la madre se repusiera. Un año más tarde, después de 20 años de amor platónico con una mujer llamada Jean Leckie, Arthur y ella se casaron y tuvieron tres hijos más: Jean Lena Annette (1912-1997), Denis Percy Stewart (1909-1955) y Adrian Malcolm (1910-1970). Su segunda mujer moriría años después que él, el 27 de junio de 1940.

En 1891 se mudó a Londres para ejercer de oftalmólogo. En su biografía aclaró que ningún paciente entró en su clínica. Por lo tanto, esto le dio más tiempo para escribir, muy en especial aventuras del personaje que lo haría inmortal, Sherlock Holmes, pero que Conan Doyle jamás apreció. Tanto es así que en noviembre de ese año le escribió a su madre que quería "matar a Sherlock Holmes, ya que estaba gastando su mente", a lo que su madre respondió: "la gente no lo va a tomar de buena manera". Finalmente, cumpliría su deseo en la historia titulada El problema final. Sucedió, sin embargo, que el público británico se tomó muy mal la muerte del detective, tanto que inundó a Doyle con cartas que iban de las súplicas a las amenazas pasando por los insultos y en las que se pedía que resucitara a Holmes. Tras diez años de resistirse, Doyle cedió y en la historia titulada La casa vacía hacía reaparecer a Holmes (antes ya había publicado con enorme éxito su famosa novela El sabueso de los Baskerville, también protagonizada por Holmes, pero se había cuidado mucho de fecharla antes de la supuesta "muerte" del detective).

A pesar de que El sabueso de los Baskerville consolidó la fama de este escritor, la autoría de dicha novela ha sido sin embargo motivo de controversia. Al comienzo de la década de los 2000, el historiador y escritor Rodger Garrick-Steele acusó a Conan Doyle de haber plagiado el texto. El autor sería, según Garrick-Steele, el periodista y amigo del acusado, Bertram Fletcher Robinson. Además, lo acusó de haber sido amante de la esposa de aquel, y de haber conspirado con ella para envenenarlo con la idea de hacer creer que la muerte de Fletcher había ocurrido por causas naturales. En 2015, se vertieron nuevas acusaciones sobre Conan Doyle, cuando el grafólogo español Jesús Delgado lo postuló como candidato de haber sido Jack el Destripador en el libro de su autoría titulado Informe policial: La verdadera identidad de Jack el Destripador.

El 19 de octubre de 1894, Rudyard Kipling, autor de El libro de la selva, sirvió a Doyle una cena de Acción de Gracias en su casa en Brattleboro. En agradecimiento, Doyle le dio clases de golf durante su visita. Al año siguiente jugaron un partido juntos.

En 1900 escribió su libro más largo, La guerra de los Bóers. Ese mismo año se presentó como candidato para la Unión Liberal, pero a pesar de que era un candidato muy respetado, no fue elegido. Tras la Guerra de los Bóeres escribió un artículo titulado La guerra en el sur de África: causas y desarrollo, justificando la participación del Reino Unido, escrito que fue ampliamente traducido. En su opinión, fue esto lo que provocó que le nombraran caballero de la Orden del Imperio Británico en 1902, otorgándole el tratamiento de sir.

En el transcurso de los años se ha hecho famosa su afirmación acerca de un cuento de Robert Louis Stevenson (El Pabellón de los Links), declarando que era la cima misma de la técnica narrativa. No obstante su renombre, no recibió ningún premio a lo largo de toda su carrera.

Al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914, intentó alistarse, a sus 55 años, como simple soldado raso. En su carta defiende que es fuerte y tiene una voz audible. Lo rechazaron, pero ayudó con la propaganda y con el apoyo de voluntarios civiles desde el Reino Unido. La muerte de uno de sus hijos, Kingsley, por una neumonía que contrajo en la guerra, le hizo estrechar su vínculo con los círculos del Espiritismo fundado por Allan Kardec, doctrina a la que dedicó mucho tiempo y energías, publicando además en 1926 History of spiritualism y defendiéndolo en sus numerosas polémicas, por ejemplo, contra su propio amigo Harry Houdini. También creyó y defendió la veracidad del famoso caso de las hadas de Cottingley, aunque las niñas implicadas admitieron muchas décadas después, ya ancianas, que las fotos mostraban en realidad recortes que habían sacado de sus libros de cuentos.

Murió en Crowborough, East Sussex (Inglaterra), el 7 de julio de 1930, con 71 años de edad, de un ataque al corazón. Una estatua suya se encuentra en esa localidad, donde residió durante 23 años. Fue enterrado en el cementerio de la iglesia de Minstead en New Forest, Hampshire.

Doyle escribió que sus 56 relatos y cuatro novelas sobre Sherlock Holmes opacaron el resto de su obra: “Entre veinte y treinta obras de ficción, libros de historia sobre dos guerras, varios títulos de ciencia paranormal, tres de viajes, uno sobre literatura, varias obras de teatro, dos libros de criminología, dos panfletos políticos, tres poemarios, un libro sobre la infancia y una autobiografía”.

image
image
image

El Mundo Perdido

image

1. Los heroísmos nos rodean por todas partes

Su padre, el señor Hungerton, era verdaderamente la persona menos dotada de tacto que pudiese hallarse en el mundo; una especie de cacatúa pomposa y desaliñada, de excelente carácter pero absolutamente encerrado en su propio y estúpido yo. Si algo podía haberme alejado de Gladys, era el imaginar un suegro como aquél. Estoy convencido de que creía, de todo corazón, que mis tres visitas semanales a Los Nogales se debían al placer que yo hallaba en su compañía y, muy especialmente, al deseo de escuchar sus opiniones sobre el bimetalismo, materia en la que iba camino de convertirse en una autoridad.

Durante una hora o más tuve que oír aquella noche su monótono parloteo acerca de cómo la moneda sin respaldo disipa la seguridad del ahorro, sobre el valor simbólico de la plata, la devaluación de la rupia y los verdaderos patrones de cambio.

––Supóngase ––exclamaba con enfermiza exaltación–– que se reclamasen en forma simultánea todas las deudas del mundo y se insistiese en su pago inmediato. ¿Qué ocurriría entonces, dadas las actuales circunstancias?

Le contesté que eso me convertiría, evidentemente, en un hombre arruinado, ante lo cual saltó de su silla reprochando mi habitual ligereza, que le impedía discutir en mi presencia cualquier tema razonable. Tras decir esto, salió disparado de la habitación para vestirse, porque iba a una reunión de masones.

¡Por fin estaba a solas con Gladys, y había llegado la hora que decidiría mi suerte! Durante toda la velada me había sentido como el soldado que espera la señal que le ha de lanzar a una empresa desesperada, alternándose en su ánimo la esperanza de la victoria y el temor al fracaso.

Ella estaba sentada, y su perfil orgulloso y delicado se recortaba sobre el fondo rojo de la cortina que había detrás de ella. ¡Qué bella era! Y, sin embargo, ¡qué distante! Éramos amigos, muy buenos amigos, pero nunca había podido pasar con ella de una camaradería similar a la que podía unirme a cualquiera de mis colegas periodistas de la Gazette: una camaradería perfectamente franca, afectuosa y asexual.

Todos mis instintos rechazan a la mujer que se muestra demasiado franca y desenvuelta conmigo. Esto no es ningún cumplido para el hombre. Allí donde surgen los verdaderos sentimientos sexuales, la timidez y el recelo son sus compañeros, como herencia de aquellos viejos y crueles días en los que el amor y la violencia iban con frecuencia de la mano. La cabeza inclinada, los ojos bajos, la voz trémula, el estremecido retroceso ante la proximidad de los cuerpos; éstas, y no la mirada atrevida y la respuesta franca, son las auténticas señales de la pasión. Me había alcanzado la corta experiencia de mi vida para aprender todo eso..., o lo había heredado de esa memoria de la raza humana que llamamos instinto.

Gladys poseía todas las cualidades de la feminidad. Algunos la juzgaban fría y dura, pero semejante pensamiento era una traición. Esa piel delicadamente bronceada, casi oriental en su pigmentación, esos cabellos negros como ala de cuervo, los grandes ojos húmedos, los labios gruesos pero exquisitos..., todos los estigmas de la pasión estaban presentes en ella. Pero yo era dolorosamente consciente de que hasta ahora no había descubierto el secreto que haría surgir esa pasión a la superficie. Sin embargo, fuera como fuese, estaba decidido a terminar con la duda y hacer que las cosas se aclarasen definitivamente aquella noche. Lo más que ella podía hacer era rechazarme, y era mejor ser rechazado como amante que aceptado como hermano.

Hasta ahí me habían llevado mis pensamientos y estaba ya a punto de romper aquel largo y molesto silencio cuando dos ojos negros se posaron en mí con expresión de censura, mientras la orgullosa cabeza se sacudía en un gesto de sonriente reproche.

––Tengo el presentimiento de que te vas a declarar, Ned. Preferiría que no lo hicieses, porque las cosas son mucho más agradables tal y como están.

Acerqué un poco más mi silla.

––Pero, ¿cómo has sabido que iba a declararme? ––le pregunté verdaderamente asombrado.

––¿Acaso no lo saben siempre las mujeres? ¿Supones que hubo alguna vez en el mundo mujer a la que una declaración haya cogido de sorpresa? ¡Oh, Ned, nuestra amistad era tan buena y tan placentera! ¡Sería una lástima echarla a perder! ¿No comprendes cuán espléndido resulta que un joven y una muchacha sean capaces de hablar cara a cara, como nosotros lo hacíamos?

––No lo sé, Gladys... Verás, yo puedo hablar cara a cara con... con el jefe de estación.

No puedo imaginar cómo se introdujo este funcionario en la conversación, pero el caso es que apareció, haciéndonos reír a ambos.

––No. Eso no me satisface lo más mínimo. Quiero rodearte con mis brazos, apoyar tu cabeza en mi pecho, y, oh, Gladys, quiero...

Al ver que yo me proponía poner en práctica algunos de mis deseos, ella saltó de su silla.

––Lo has echado todo a perder, Ned ––dijo––. Todo es tan bello y natural hasta que estas cosas ocurren... ¡Qué pena! ¿Por qué no puedes dominarte?

––No he sido yo quien lo ha inventado ––me defendí––. Es la naturaleza. ¡Es el amor!

––Bien, quizá sería diferente si amásemos los dos. Pero yo nunca he sentido amor.

––Pero tú tienes que sentirlo... ¡Tú, con tu belleza, con tu alma! ¡Oh, Gladys, tú has sido hecha para amar! ¡Debes amar!

––Hay que esperar a que el amor llegue.

––¿Y por qué no puedes amarme a mí, Gladys? ¿Es por mi aspecto, o qué?

Ella pareció ablandarse un poco. Extendió la mano ––¡con qué gracia y condescendencia!–– y empujó mi cabeza hacia atrás. Luego contempló mi rostro levantado hacia ella y sonrió pensativamente.

––No, no es eso ––dijo al fin––. Como no eres uno de esos muchachos engreídos por naturaleza, puedo decirte confiadamente que no es por eso. Es por algo más profundo.

––¿Mi carácter?

Asintió severamente.

––¿Qué puedo hacer para enmendarme? Siéntate y discutámoslo. ¡No, no haré nada si te sientas, de verdad!

Me miró con recelo e incertidumbre, algo que me impresionó mucho más en su favor que su habitual y confiada franqueza. ¡Qué bestial y primitivo parece todo esto cuando uno lo pone por escrito! Y quizá, después de todo, sea tan sólo un sentimiento propio de mi naturaleza. De todos modos, ella volvió a sentarse.

––Y ahora, dime que hay de malo en mí.

––Es que estoy enamorada de otro ––dijo ella. Esta vez me tocó a mí saltar de la silla.

––No se trata de nadie en particular ––explicó riéndose ante la expresión de mi rostro––. Sólo es un ideal. Nunca he hallado la clase de hombre a que me refiero.

––Háblame de ese hombre. ¿Cómo es? ¿A quién se parece?

––Oh, podría parecerse mucho a ti.

––¡Bendita seas por decir eso! Bueno. ¿Qué es lo que él hace y yo no pueda hacer? Di una sola palabra: que es abstemio, vegetariano, aeronauta, teósofo, superhombre..., y trataré de serlo yo también. Gladys, si sólo me dieras alguna idea de lo que te agradaría que fuese...

Ella rompió a reír ante la flexibilidad de mi carácter.

––Bien ––dijo––. Ante todo no creo que mi hombre ideal hablase de este modo. Él sería más duro, más severo y no estaría dispuesto a adaptarse tan fácilmente a los caprichos de una muchacha tonta. Pero, por encima de todo, tendría que ser un hombre capaz de hacer cosas, de actuar, de mirar a la muerte cara a cara sin temerla... Un hombre capaz de grandes hazañas y extraordinarias experiencias. No sería al hombre al que yo amaría, sino a las glorias por él ganadas, que se reflejarían en mí. ¡Piensa en Richard Burton! Cuando leo el libro que su esposa escribió acerca de su vida, comprendo el amor que sentía por él. ¡Y el de lady Stanley! ¿Has leído alguna vez ese maravilloso capítulo final del libro que escribió acerca de su marido? Ésa es la clase de hombres que una mujer sería capaz de adorar con toda su alma, engrandeciéndose, en lugar de sentirse más pequeña a causa de su amor, porque todo el mundo la honraría como la inspiradora de nobles hazañas.

Estaba tan bella, exaltada por el entusiasmo, que mis sentidos estuvieron a punto de quebrar el elevado nivel que hasta entonces había mantenido la conversación. Me reprimí con un gran esfuerzo y continué con mis argumentaciones.

––No todos podemos ser Stanleys o Burtons ––dije––. Además, tampoco se nos presentan tales oportunidades; por lo menos, yo nunca las tuve. Si se me presentasen, trataría de aprovecharlas.

––Las ocasiones están a nuestro alrededor, sin embargo. El rasgo característico de esa clase de hombre a que me refiero es que son ellos quienes forjan sus propias oportunidades. No es posible retenerlos. Nunca me encontré con uno de ellos, y, sin embargo, me parece que los conozco perfectamente. Estamos rodeados de heroísmos que esperan que nosotros los concretemos. Son los hombres quienes deben hacerlo y a las mujeres les está reservado darles su amor como recompensa. Fíjate en ese joven francés que ascendió en globo la semana pasada. Soplaba un viento fortísimo, pero, como estaba anunciada su partida, insistió en remontarse. El viento lo arrastró a mil quinientas millas de distancia en veinticuatro horas y cayó en el centro de Rusia. Ésta es la clase de hombre a que me refiero. ¡Piensa en la mujer amada por él, en cómo la habrán envidiado las otras mujeres! Esto es lo que me gustaría: que me envidiasen por mi hombre.

––Yo habría hecho lo mismo para complacerte.

––Pero no deberías hacerlo simplemente para agradarme. Deberías hacerlo porque no puedes evitarlo, porque surge de un impulso interior, inherente a ti mismo; porque el hombre que llevas dentro clama por expresarse de una manera heroica. Por ejemplo, tú me describiste, el mes pasado, la explosión en la mina de carbón de Wigan. ¿Por qué no descendiste para ayudar a esa gente, a pesar de la atmósfera deletérea?

––Lo hice.

––Nunca me lo dijiste.

––No valía la pena alardear de ello.

––No lo sabía.

Ella me miró con mayor interés.

––Fue valeroso de tu parte.

––Tuve que hacerlo. Si uno quiere escribir un buen reportaje, tiene que estar donde las cosas suceden.

––¡Qué móvil tan prosaico! Eso parece quitarle todo romanticismo. Sin embargo, cualquiera que fuese el motivo, me alegro de que bajases a la mina.

Gladys me tendió la mano, pero con tanta gentileza y dignidad que no pude menos de inclinarme y besársela. Luego me dijo:

––Me atrevo a decir que no soy más que una mujer tonta con caprichos de muchacha. Pero es algo tan real para mí, algo que forma parte de mi ser de manera tan completa, que no tengo más remedio que seguir este impulso y obrar así. Si me caso, me casaré con un hombre famoso.

––¿Por qué no? ––exclamé––. Son las mujeres como tú las que impulsan a los hombres. ¡Dame una oportunidad y verás si la aprovecho! Además, como tú has dicho, son los hombres quienes deben crear sus propias oportunidades sin esperar a que les sean dadas. Fíjate en Clive, que no era más que un amanuense y conquistó la India. ¡Por Dios! ¡Aún tengo algo que hacer en el mundo!

Ella rió ante mi súbita efervescencia irlandesa.

––¿Por qué no? ––dijo––. Posees todo lo que un hombre pueda desear: juventud, salud, vigor físico, instrucción, energía. Al principio sentí que hablases de ese modo. Pero ahora me alegro, me alegro mucho, de que con ello hayan despertado en ti esos sentimientos.

––¿Y si llego a...?

Su mano se posó como tibio terciopelo sobre mis labios.

––Ni una palabra más, señor. Ya hace media hora que deberías haber llegado a la redacción para tus tareas de la noche; pero no tuve valor para recordártelo. Algún día, quizá, cuando hayas ganado tu lugar en el mundo, hablaremos de todo esto otra vez.

Y así fue como aquella brumosa noche de noviembre me encontré persiguiendo el tranvía de Camberwell, con el corazón que parecía estallar en mi pecho y con la vehemente determinación de no dejar pasar ni un día más sin procurar alguna hazaña que fuese digna de mi dama. Pero nadie en este ancho mundo habría sido capaz de imaginar la envergadura increíble que iba a adquirir esta hazaña, ni los extraños pasos que habrían de llevarme a su concreción.

Después de todo, el lector podría pensar que este capítulo inicial no tiene nada que ver con mi narración; pero ésta no habría existido sin aquél, porque únicamente cuando el hombre se arroja al mundo pensando que el heroísmo lo rodea por todas partes, y con el deseo siempre vivo en su corazón de salir a conquistar el primero que pueda avizorar, es cuando rompe, como yo lo hice, con la vida acostumbrada y se aventura en el crepúsculo místico de la maravillosa tierra que encierra las grandes aventuras y las grandes recompensas. ¡Heme aquí, pues, en la redacción de la Daily Gazette, de cuyo personal era yo un insignificante número, con la firme determinación de hallar aquella misma noche, si era posible, una empresa digna de mi Gladys! ¿Era crueldad rigurosa de su parte, era egoísmo que ella me pidiese que arriesgara mi vida para su propia glorificación? Tales pensamientos pueden asaltar a un hombre de edad madura, pero nunca a un ardoroso joven de veintitrés años en la fiebre de su primer amor.

––––––––

image

2. Pruebe fortuna con el profesor Challenger

Siempre me inspiró simpatía McArdle, el viejo gruñón, pelirrojo y cargado de espaldas, director de la sección informativa; y estaba casi seguro de que él también me estimaba. Claro está que Beaumont era el verdadero jefe; pero éste vivía en la atmósfera enrarecida de alguna cima olímpica, desde donde no podía distinguir ningún hecho de menor talla que una crisis internacional o un cisma en el Consejo de Ministros. A veces lo veíamos pasar majestuosamente solitario hacia el sanctum privado de su despacho, con sus ojos perdidos en el vacío y el pensamiento sobrevolando los Balcanes o el Golfo Pérsico. Estaba por encima y más allá de nosotros. Pero McArdle era su lugarteniente y nosotros tratábamos directamente con él. El viejo me saludó con una inclinación de cabeza cuando entré en la habitación y se subió los espejuelos de sus gafas bien arriba de su calva frente.

––Bueno, señor Malone; según todo lo que he oído, parece que lo está haciendo usted muy bien ––dijo con su afectuoso acento escocés.

Le di las gracias.

––Lo de la mina de carbón estuvo excelente. Y también lo del incendio en Southwark. Tiene usted estilo para la descripción realista. ¿Y para qué quería verme ahora?

––Para pedirle un favor.

Esto pareció alarmarle y apartó sus ojos de los míos.

––¡Vaya, vaya! ¿Y de qué se trata?

––¿Cree usted, señor, que tendría alguna posibilidad de enviarme en alguna misión para el periódico? Pondría lo mejor de mí mismo para llevarla a cabo con éxito y traerle buenos artículos.

––¿En qué clase de misión está pensando usted, señor Malone?

––Bueno, señor, cualquiera que contenga aventura y peligros. De verdad que pondría en ella lo mejor de mí mismo. Cuanto más difícil sea, mejor me sentiré en ella.

––Parece usted muy deseoso de perder su vida.

––De justificar mi vida, señor.

––Válgame Dios, señor Malone, esto resulta muy... muy enaltecedor. Pero me temo que ya han pasado los tiempos de tales proezas. Los gastos que cuesta el aparato de una «misión especial» rara vez justifican los resultados. En todo caso, como es natural, esa clase de misiones se encargan a hombres experimentados con un renombre que garantiza la confianza del público. Esos grandes espacios en blanco que llenaban los mapas están siendo ocupados rápidamente y ya no queda lugar en ninguna parte para las aventuras románticas. Sin embargo, ¡espere un poco! ––añadió, mientras una repentina sonrisa aparecía en su rostro––. Eso que le decía de los espacios en blanco de los mapas me ha dado una idea. ¿Qué le parecería la idea de poner en descubierto a un farsante ––una especie de moderno Münchhausen–– y ponerle en ridículo? ¡Usted podría demostrar la clase de individuo que realmente es, un embustero! ¡Hombre, esto estaría muy bien! ¿Y bien, le atrae la idea?

––Me atrae cualquier cosa, y en cualquier lugar. Me da igual.

McArdle se sumió por algunos minutos en sus meditaciones.

––Espero que pueda usted entablar un contacto amistoso; o por lo menos dialogar con ese individuo ––dijo por finPosee usted, por lo que puedo apreciar, el don de entablar relaciones con la gente. Supongo que es cuestión de simpatía, de magnetismo animal, de vitalidad juvenil o de algo por el estilo. Yo mismo lo he sentido.

––Es usted muy amable, señor.

––Entonces, ¿por qué no prueba su suerte con el profesor Challenger, de Enmore Park?

Debo reconocer que esto debió producirme un leve sobresalto, porque exclamé:

––¿Challenger? ¡El profesor Challenger, el famoso zoólogo! ¿No fue ése el hombre que le rompió la crisma a Blundell, el cronista del Telegraph?

El redactor jefe de noticias se sonrió ásperamente.

––Qué, ¿le afecta eso? ¿No me dijo que buscaba aventuras?

––En este oficio hay que hacer frente a todo, señor ––le contesté.

––Exacto. Y presumo que no siempre estará en tal ánimo violento. Pienso que Blundell se encontró con él en un mal momento o lo encaró de manera equivocada. Puede que usted tenga mejor suerte o que se maneje con él con mayor tacto. Estoy seguro de que este asunto se ajusta a sus recursos, está en su línea de trabajo. Y a la Gazette le convendría explotarlo.

––La verdad es que no sé nada de ese hombre ––dije. Sólo recuerdo su nombre porque lo relaciono con la vista de la causa ante el tribunal de policía, donde constaba que había golpeado a Blundell.

––Tengo aquí algunas pocas notas que le servirán de guía, señor Malone. Tengo en observación al profesor desde hace tiempo.

Sacó un papel del cajón de su mesa.

––Aquí hay un resumen de sus antecedentes. Voy a leérselo: «Challenger, George Edward. Nació: Largs, N. B., 1863. Estudios: Academia de Largs; Universidad de Edimburgo. Ayudante en el British Museum, 1892. Ayudante––conservador del Departamento de Antropología Comparada, 1893. Dimitió el mismo año después de intercambiar una mordaz correspondencia. Premiado con la Medalla de Crayston por investigaciones zoológicas. Miembro extranjero correspondiente de ...» (bueno, aquí una verdadera ristra de nombres, que ocupa cerca de dos pulgadas en tipografía menuda), aSociété Belge, American Academy of Sciences, La Plata, etc., etc. Expresidente de la Sociedad Paleontológica, Sección H, British Association (¡etc., etc.!). Publicaciones: Algunas observaciones sobre una serie de cráneos de calmucos: esbozos de la evolución vertebrada; y numerosos escritos, entre los cuales se incluye La falacia básica del Weissmannismo, que ocasionó una acalorada discusión en el Congreso Zoológico de Viena. Distracciones: caminatas, alpinismo. Dirección: Enmore Park, Kensington, W.». Aquí tiene. Llévese esto. No tengo nada más para usted esta noche.

Me metí la hoja de papel en el bolsillo.

––Un momento, señor ––le dije, al ver que ya no tenía ante mí una faz rubicunda sino una calva rosada––. Todavía no tengo muy claro acerca de qué vamos a hablar en la entrevista con este caballero. ¿Qué es lo que ha hecho?

La cara apareció otra vez.

––Hace dos años fue a Sudamérica en una expedición solitaria. Regresó el año pasado. Indudablemente estuvo en Sudamérica, pero se negó a revelar el punto exacto. Comenzó a relatar sus aventuras de un modo vago, pero alguien comenzó a señalar contradicciones y entonces cerró la boca como una ostra. Algo extraordinario debió de ocurrirle, a menos que el hombre sea un campeón del embuste, lo cual sería la suposición más probable. Poseía algunas fotografías deterioradas, que fueron juzgadas como fraudulentas. Se tornó tan susceptible que agrede a cuantos le dirigen preguntas y arroja a los periodistas por las escaleras. En mi opinión, se trata simplemente de un megalómano homicida con inclinación por la ciencia. Éste es su hombre, señor Malone. Y ahora lárguese y vea lo que pueda hacer con él. Ya es usted lo bastante grandecito como para cuidar de sí mismo. De todos modos, todos ustedes están asegurados por la Ley de Responsabilidades de los Empresarios, como usted sabe.

Otra vez la sonriente cara rojiza se convirtió en óvalo rosado de calva ornada por una pelusa pelirroja. La entrevista había terminado.

Fui caminando hasta el Savage Club, pero en lugar de entrar me recosté en la barandilla de la Adelphi Terrace y contemplé durante un largo rato, pensativamente, la oscura y aceitosa superficie del río. Siempre pienso con más cordura y claridad al aire libre. Saqué la lista de las proezas del profesor Challenger y la releí a la luz de la bombilla eléctrica. Entonces tuve lo que sólo puedo juzgar como una ráfaga de inspiración. Por todo lo que se me había dicho, estaba seguro de que en calidad de periodista jamás lograría ponerme en contacto con el pendenciero profesor. Pero esas recriminaciones, por dos veces mencionadas en aquel esqueleto de biografía, sólo podían significar que se trataba de un fanático de la ciencia. ¿No era aquélla una brecha abierta, a través de la cual podía hacerse accesible? Lo probaría.

Entré en el club. Acababan de dar las once y ya el gran salón estaba bastante lleno, aunque todavía no había llegado a su máxima concurrencia. Advertí que junto a la chimenea, sentado en un sillón, estaba un hombre alto, enjuto y anguloso. Se volvió al acercar yo mi silla a donde él se hallaba. Entre todos los hombres que hubiera deseado encontrar, era precisamente aquél a quien habría elegido: Tarp Henry, del equipo de redacción de Nature; un ser delgado, seco, correoso, pero lleno de bondad para cuantos le conocían. Entré de inmediato en materia.

––¿Qué sabe usted del profesor Challenger?

––¿Challenger? ––frunció el ceño con un gesto de científica desaprobación––. Challenger es ese hombre que vino de América del Sur contando algunas historias increíbles.

––¿Qué historias?

––Oh, una serie de desatinos sobre que había descubierto unos animales estrafalarios. Creo que después se ha retractado. O, en todo caso, ha suprimido todo comentario sobre ello. Concedió una entrevista a los de la agencia Reuter y se levantó tal clamor que el individuo comprendió que aquello no pasaba. Fue algo oprobioso. Hubo uno o dos que se inclinaron a creerle, pero él se encargó de disuadirlos enseguida.

––¿De qué modo?

––Bien, con su insoportable rudeza y con su conducta abusiva. El pobre Wadley, por ejemplo, del Zoological Institute; Wadley le había enviado el siguiente mensaje: «El presidente del Zoological Institute presenta sus respetos al profesor Challenger y recibiría como un favor personal que le hiciese el honor de asistir a la próxima sesión». La respuesta fue de las que no pueden imprimirse.

––¡Qué me dice!

––Bueno, una versión expurgada de la contestación podría ser como sigue: «El profesor Challenger presenta sus respetos al presidente del Zoological Institute y recibiría como un favor personal que se fuese al demonio».

––¡Santo Dios!

––Sí, creo que eso fue lo que dijo el viejo Wadley. Recuerdo su lamentación durante la reunión, que comenzaba: «En cincuenta años que llevo de experiencia en el intercambio científico...». El pobre viejo quedó destrozado.

––¿Sabe algo más sobre Challenger?

––Bien, usted sabe que yo soybacteriólogo. Vivo en un microscopio de novecientos diámetros. Apenas puedo dar testimonio fehaciente de lo que veo con mis ojos desnudos. Soy un guardián de las fronteras del límite extremo de lo cognoscible y me siento completamente fuera de lugar cuando salgo de mi laboratorio y me pongo en contacto con ustedes, seres de gran tamaño, rudos y pesados. Estoy demasiado apartado de las habladurías, pero con todo he oído algo acerca de Challenger durante conversaciones científicas, porque éste es uno de esos hombres a los que nadie puede ignorar. Es todo lo inteligente que se pueda ser... una batería de energía y vitalidad a plena carga. Pero es también un pendenciero, un chiflado enfermizo y además sin escrúpulos. En ese asunto de Sudamérica llegó hasta falsificar algunas fotografías.

––Dice usted que es un chiflado. ¿Cuál es su chifladura preferida?

––Tiene un millar, pero la más reciente es algo acerca de Weissmann y la evolución. Creo que en Viena armó una trifulca terrible al respecto.

––¿Podría explicarme de qué se trata?

––En este momento no, pero existe una traducción de las actas y la tenemos archivada en la oficina. Si no tiene inconveniente en venir...

––Es precisamente lo que me hace falta. Tengo que hacerle un reportaje a ese individuo y ando buscando algo que me guíe hasta él. Es verdaderamente formidable de su parte que me proporcione una pista. Voy con usted, si no es ya demasiado tarde.

Media hora más tarde me hallaba sentado en la redacción del periódico con un grueso volumen ante mí, abierto en el artículo «Weissmann versus Darwin», que llevaba como subtítulo «Vivas protestas en Viena. Bulliciosas sesiones». Como mi educación científica había sido algo descuidada, no fui capaz de seguir la argumentación en su totalidad, pero era evidente que el profesor inglés había tratado su tema de manera muy agresiva, fastidiando sobremanera a sus colegas continentales. «Protestas», «alboroto» y «llamamiento conjunto a la Presidencia» fueron tres de las primeras frases entrecomilladas que cautivaron mi atención. Pero la mayor parte del texto era para mí como escritura china y carecía de significado preciso para mi inteligencia.

––¿Podría pedirle que me tradujese esto al inglés? ––rogué patéticamente a mi colaborador.

––Bueno, ya es una traducción al inglés.

––Entonces quizá sería mejor que probase suerte con el original.

––Sí, desde luego es demasiado profundo para un lego.

––Si pudiera hallar un solo párrafo, sencillo y sustancioso, que pudiese comunicar alguna clase de idea humana concreta, bastaría para mis propósitos. Ah, sí, ésta puede servir. Casi me parece comprenderla, aunque de manera difusa. La voy a copiar. Éste será mi enganche con el terrible profesor.

––¿Puedo hacer algo más por usted?

––Pues sí; me propongo escribirle. Si pudiera redactar la carta aquí y usar su dirección, le daría un aire más convincente.

––Y ese fulano irrumpirá aquí, para dar un escándalo y romper el mobiliario.

––No, no; ya leerá la carta. Le aseguro que no será irritante.

––Bien, aquí tiene mi sillón y mi mesa. Allí encontrará papel. Me gustaría censurar el contenido antes de que envíe la carta.

Me llevó bastante trabajo redactarla, pero me envanezco de que una vez terminada no resultaba nada mal. Se la leí en voz alta al bacteriólogo censor, con cierto orgullo ante mi labor.

«Querido profesor Challenger (decía la carta). Como humilde estudioso de la Naturaleza, siempre he tenido el más profundo interés en sus especulaciones sobre las diferencias entre Darwin y Weissmann. Recientemente he tenido ocasión de refrescar mis conocimientos al releer...»

––¡Infernal embustero! ––murmuró Tarp Henry.

«... al releer su magistral alocución de Viena. Esta lúcida y admirable exposición parece constituir la última palabra en la materia. Hay un párrafo en la misma, no obstante, que dice: "Protesto enérgicamente contra la aseveración insoportable y completamente dogmática de que cada id aislado es un microcosmos que lleva en sí una arquitectura histórica elaborada lentamente a lo largo de la sucesión de las generaciones". ¿No desea usted, en vista de las investigaciones posteriores, modificar esta aserción? ¿No cree que está demasiado subrayada? Como tengo algunas opiniones muy firmes sobre el tema, me permito solicitar de usted el favor de una entrevista, porque tengo algunas sugerencias que proponerle que sólo podría elaborar a través de una conversación personal. Si usted lo permite, tendré el honor de visitarle pasado mañana (miércoles) a las once de la mañana.

»Asegurándole mi más profundo respeto, quedo de usted, muy atentamente,

Edward D. Malone.»

––¿Qué tal? ––pregunté triunfalmente.

––Bien, si su conciencia lo soporta...

––Hasta ahora nunca me ha fallado.

––Pero, ¿qué se propone hacer?

––Entrar. Una vez que me encuentre en su despacho, tal vez se presente alguna ocasión. Puedo hasta llegar a una confesión amplia. Si tiene alma de deportista, la cosa le hará cosquillas.

––¿Cosquillas, dice usted? Algo más que cosquillas le hará a usted. Una cota de mallas, o un equipo completo de futbolista americano es lo que va a necesitar. Bien, adiós. Si él se digna contestar, tendré la respuesta aquí el miércoles próximo por la mañana y usted podrá pasar a buscarla. Es un carácter violento, peligroso y pendenciero, odiado por todos los que se tropiezan con él; blanco de los estudiantes, hasta donde se atreven a tomarse libertades con él. Quizá sería mucho mejor para usted que no hubiese oído hablar jamás de ese fulano.

––––––––

image

3. Es un hombre totalmente insoportable

El temor o el deseo de mi amigo no estaban destinados a cumplirse. Cuando el miércoles fui a su despacho, había allí una carta con el matasellos de West Kensington en el sobre y mi nombre garrapateado sobre él con una letra que se asemejaba a una cerca de alambre espinoso. El contenido era el siguiente:

«Enmore Park, W

Señor: he recibido puntualmente su carta, en la que pretende respaldar mis puntos de vista, aunque no sabía yo que necesiten del respaldo de usted ni de nadie. Se ha arriesgado usted a emplear la palabra «especulación» refiriéndose a mis declaraciones sobre el tema del darwinismo, y me permito llamar su atención acerca de lo altamente ofensiva que resulta esa palabra aplicada a ese contexto. Sin embargo, deduzco del mismo que usted ha pecado más bien por ignorancia y falta de tacto que por malicia, de modo que paso por alto el asunto. Cita usted un párrafo aislado de mi disertación y parece tener alguna dificultad para comprenderlo. Hubiese creído que sólo una inteligencia infrahumana podría ser incapaz de comprender ese punto, pero si realmente necesita una explicación, consentiré en recibirlo a la hora que me señala, a pesar de todo lo desagradable que me resultan las visitas y los visitantes, de cualquier clase que sean. En cuanto a su sugerencia sobre la posibilidad de que modifique mi opinión, quiero que sepa usted que no tengo por costumbre hacerlo después de haber expresado de manera deliberada mis meditadas opiniones. Tenga la amabilidad de mostrar el sobre de esta carta a mi hombre de confianza, Austin, cuando llegue aquí, ya que éste se ve obligado a tomar toda clase de precauciones para protegerme de esa gentuza entrometida que se autotitulan periodistas.

Atentamente,

George Edward Challenger».

Tal era la carta que leí en voz alta a Tarp Henry, que había llegado temprano para enterarse del resultado de mi aventura. Su único comentario fue: «Creo que hay una nueva sustancia, cuticura, o algo así, que es mejor que el árnica». Algunas personas tienen este peculiar sentido del humor.

Eran casi las diez y media cuando recibí el mensaje, pero un taxicab me llevó al lugar de mi cita con puntualidad. Se detuvo frente a una casa de imponente pórtico y ventanas veladas por pesadas cortinas, que parecían corroborar que el formidable profesor era persona opulenta. Abrió la puerta un extraño individuo de edad incierta; moreno, extremadamente enjuto y vestido con una chaqueta oscura de piloto y polainas de cuero castaño. Más adelante supe que era el chófer, que ocupaba el puesto de mayordomo cuando éste quedaba vacante por las sucesivas huidas de sus servidores. Me miró de arriba abajo con inquisitivos ojos celestes.

––¿Lo esperan?––preguntó.

––Estoy citado.

––¿Ha traído su carta?

Exhibí el sobre.

––¡Está bien!

Parecía hombre de pocas palabras. Cuando lo seguía por el pasillo, me detuvo súbitamente una mujer pequeña que salió de una habitación que luego resultó ser el comedor. Era una dama despejada, vivaz, de ojos negros,.que por su tipo parecía más bien francesa que inglesa.

––Un momento ––dijo––. Puede esperar, Austin. Pase aquí dentró, señor. ¿Puedo preguntarle si se ha encontrado antes de ahora con mi esposo?

––No, señora. No he tenido ese honor.

––Pues entonces le pido disculpas por adelantado. Debo decirle que es una persona totalmente insoportable... absolutamente insoportable. Estando usted advertido, le será más fácil hacerse cargo.

––Es usted sumamente atenta, señora.

––Si observa usted que se siente inclinado a la violencia, salga enseguida del cuarto y no se detenga a discutir con él. Ya son varias las personas que han resultado lesionadas por intentarlo. Luego viene el escándalo público y repercute en mí y en todos nosotros. Presumo que usted quería verlo a propósito de Sudamérica.

Yo no podía mentir a una dama.

––¡Dios mío! Precisamente es ése el tema más peligroso. Usted no creerá una sola palabra de cuanto él diga... y créame que no me extraña. Pero no se lo diga, porque eso le pone furioso. Finja que lo cree y así saldrá del paso sin problemas. Recuerde que él cree que eso es verdad. De esto puede estar seguro. No hubo nunca un hombre más honrado que él. No espere más porque eso podría hacerlo desconfiar. Si ve que se pone peligroso, realmente peligroso, toque el timbre y manténgale a distancia hasta que yo llegue. Yo suelo controlarlo hasta en sus peores momentos.

Tras estas frases tan estimulantes, la dama me puso en manos del taciturno Austin, que durante nuestra breve entrevista había estado esperando como la estatua de bronce de la discreción, y fui conducido hasta el final del pasillo. Un golpecito en la puerta, un mugido de toro en el interior, y me vi cara a cara con el profesor.

Estaba sentado en un sillón giratorio detrás de una ancha mesa cubierta de libros, mapas y diagramas. Cuando entré, hizo girar su asiento para quedar frente a mí. Su aspecto me dejó boquiabierto. Iba preparado para hallar algo extraño, pero no con una personalidad tan abrumadora como aquélla. Lo que dejaba a uno sin aliento era su tamaño... su tamaño y su imponente presencia. Su cabeza era enorme, la más grande que he visto sobre los hombros de ningún ser humano. Estoy seguro de que si me hubiese atrevido a probarme su sombrero de copa, se habría deslizado enteramente hasta descansar en mis propios hombros. Tenía una cara y una barba que yo podía asociar con un toro asirio; la primera de un rojo encarnado, y la segunda, tan negra que arriesgaba convertirse en azul, en forma de azada y cayendo deshilachada sobre su pecho. También su cabello era peculiar, pues tenía pegado sobre su frente maciza una especie de mechón ondulado y largo. Los ojos eran de un azul grisáceo bajo sus cejas tupidas y largas, y miraban en forma directa, rigurosa y dominadora. Unos hombros anchísimos y un pecho como un tonel eran las otras partes de su cuerpo que sobresalían de la mesa, además de unas manos enormes cubiertas de vello largo y negro. Todo esto y una voz retumbante, con ecos de bramido y rugido, constituyeron mis primeras impresiones acerca del renombrado profesor Challenger.

––Bien ––dijo clavándome la mirada con la mayor insolencia––. ¿Y ahora qué?

Yo debía mantener mi impostura al menos durante un breve espacio de tiempo más, pues de lo contrario evidentemente allí habría terminado la entrevista.

––Tuvo usted la gentileza, señor, de concederme una cita ––dije humildemente, sacando el sobre de su carta.

Buscó mi propia carta, que estaba sobre su escritorio y la extendió ante sí.

––Oh, usted es el joven que no puede entender lo que está escrito en inglés sencillo, ¿no es cierto? Según creo, usted se digna conceder su aprobación a mis conclusiones.

––¡Por completo, señor, por completo! ––afirmé con énfasis.

––¡Dios mío! Eso refuerza mucho mi posición, ¿verdad? Su edad y su aspecto hacen su apoyo doblemente valioso. Bien, por lo menos es mejor que esa piara de cerdos de Viena, cuyo gregario gruñido, sin embargo, no resulta más ofensivo que el esfuerzo aislado del puerco británico.

Me miró fijamente, como si yo fuese un ejemplar representativo de dicha bestia.

––Por lo visto se han portado abominablemente ––le dije. ––Le aseguro que me basto solo para entablar mis propias batallas, y que no tengo necesidad de su simpatía, para nada. Déjeme solo, señor, entre la espada y la pared. G. E. C. nunca es tan feliz como en una situación semejante. Bien, señor, abreviemos todo lo posible esta visita, que difícilmente podrá resultar agradable a usted y que es indescriptiblemente fastidiosa para mí. Si no entendí mal, usted tenía algunos comentarios que hacer a la proposición que yo adelantaba en mi tesis.

Sus métodos dialécticos eran de una franqueza tan brutal que se hacía difícil eludirlos. Pero yo tenía que seguir el juego, en espera de una mejor baza. Visto desde lejos, parecía algo sencillo. Oh, ¿será posible que mi imaginación irlandesa no pueda ayudarme ahora, cuando la necesito con tanta urgencia? Me traspasó con sus ojos acerados y penetrantes.

––¡Vamos! ¡Vamos! ––urgió con su voz retumbante.

––Yo, naturalmente, no soy más que un simple estudioso ––dije con fatua sonrisa––, apenas algo más, quiero decir, que un investigador aplicado. Al mismo tiempo, me pareció que usted procedía algo severamente con Weissmann en este asunto. ¿Acaso las pruebas generales aportadas desde aquella fecha no revelan una tendencia, eso es, una tendencia a reforzar su posición?

––¿Qué pruebas?

Hablaba con una calma amenazadora.