El oficio más antiguo del mundo
Secretos, mentiras y belleza de la política

Andrés Malamud

Malamud, Andrés
El oficio más antiguo del mundo : secretos, mentiras y belleza de la política / Andrés Malamud ; dirigido por José Natanson. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Capital Intelectual, 2020.

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ISBN 978-987-614-602-9

1. Análisis Político. 2. Política Argentina. I. Natanson, José, dir. II. Título.

CDD 320.82

© de la presente edición, Capital Intelectual S.A., 2018

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ISBN edición digital (ePub): 978-987-614-602-9

Prefacio

“La política es tan sucia”, bromeaba el tío Alfredo, “que cuando se junta con la palabra más linda la transforma en la más fea”. Y después de unos segundos de suspenso, remataba: “madre política”.

No fue esa mi experiencia: tuve suegras fantásticas. Y me apasioné por la política en la secundaria, cuando tres fenómenos se cruzaron en mi vida: la Guerra Fría, Malvinas y Alfonsín.

La Guerra Fría me atrapó primero, quizás porque la política doméstica, en la superficie, aburría. Almirante, general y brigadier eran figuras grises. La cacería de submarinos rusos en las costas suecas, en cambio, me hacía devorar los diarios, que llegaban a Olavarría recién a las once de la mañana.

El 2 de abril de 1982 fue la prueba de fuego. En 1978 papá no había celebrado el Mundial, pero se abstuvo de transmitirme sus objeciones. Así, con 10 años grité el gol de Bertoni contra Holanda viendo a papá disfrutar mi alegría sin hacerla suya. Pero a mis 14 años ya hablábamos de política y escuchábamos juntos las radios uruguayas para saber lo que pasaba en Argentina. Con él me opuse a la guerra en sí y para sí: porque la guerra es mala y porque íbamos a perderla. En la escuela rechacé las escarapelas que repartieron el día del desembarco, aduciendo que yo era patriota todos los días y no solo cuando hacíamos burradas. Mis compañeros me esperaron a la salida; recién pude retirarme después de hora y con escolta. Nobleza obliga, unos meses más tarde el promotor del frustrado linchamiento me pidió disculpas.

Raúl Alfonsín fue el moño. Hacia el fin de la dictadura el pastor Aldo Etchegoyen, miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, pasó por Olavarría a visitar unos parientes. Recuerdo a mis padres, amigos de la familia, volver lívidos de una reunión. Hasta entonces creíamos que sabíamos, pero solo entonces entendimos la magnitud de la tragedia. Militantes del pequeño Partido Socialista Democrático, mis padres decidieron comprometerse con un partido que hiciera diferencia. Se afiliaron a la UCR para votar a Alfonsín en la interna, porque se había opuesto a la aventura malvinera y porque encarnaba a la socialdemocracia que ellos anhelaban. Helios Eseverri, caudillo radical de Olavarría y futuro intendente, hizo lo demás: abrió el partido a gente nueva y trajo a Alfonsín para coronar la campaña. El 27 de octubre de 1983, un día después del “Alfonsinazo” en el Obelisco y tres antes de las elecciones en que volvió la democracia, troté por una cuadra al lado del auto que lo traía, sin animarme a tocar la mano que él me extendía por la ventana. Movilicé, eso sí, a la Escuela Normal para que mis compañeros participasen masivamente en el acto, que presencié en la primera fila de una plaza repleta. El primer día de clases después del 30 de octubre, el profesor de contabilidad, conspicuo militante peronista, atravesó el salón para felicitarme. Dignísimo él, exultante yo.

A lo largo de la vida conocí líderes políticos de todo calibre, y nunca dejé de estudiarlos y aprender de ellos. Pero ninguno me marcó tanto, y ninguno me despertó tantos “ajá” mientras leía a Nicolás Maquiavelo o a Max Weber, como Alfonsín y Eseverri. Sería peor académico si estos gigantes no me hubieran abierto las puertas, o al menos la ventana, hacia el interior de la política. Años después, Philippe Schmitter me enseñó a ordenar y transmitir lo que sigo aprendiendo.

A todos ellos y a mis viejos, gracias totales.

Este libro surge de esas experiencias y las que siguieron. No es un manual. No es un texto académico. Es un conjunto de reflexiones inspiradas por observaciones cotidianas y eventos inesperados. Refiero, de vez en cuando, lecturas que ayudan a encuadrar los temas y sugieren dónde profundizarlos. Pero lo primero es no aburrir, así que las dos o tres secciones más densas están precedidas por una advertencia y se pueden saltear. El que avisa no es traidor.

Agradezco de corazón a Boni Radonjic, Esteban Lopresti, Fabián Bosoer, Analía Roffo, Eduardo Fidanza, Carlos Pagni, Héctor Guyot, Martín “Tintalimon” Rodríguez, Raquel San Martín y Carolina Arenes, que me impulsaron a escribir y me ofrecieron donde hacerlo. Le debo un monolito a José Natanson, que me editó con paciencia y sapiencia infinitas.

A Julio Pinto y Delia Ferreira Rubio debo mi ingreso en la academia; a Mario “Pinocho” Lázaro y Melchor Cruchaga, mi incursión en la administración pública.

Julián Messina, Pablo Castro y Carlos Quenan guiaron mi aprendizaje económico. Pablo Gerchunoff y Mario Wainfeld me hicieron entender que gobernar es emparchar porque, como decía Mike Tyson, todos tienen un plan hasta que les pegan la primera piña en la cara.

Con Fernando Guarnieri, Octavio Amorim Neto, Eduardo Viola, Miriam Saraiva, Matías Spektor, Júlio Rodriguez y Silvia Mergulhão aprendí a entender a Brasil —o a creer que lo entiendo.

En Gustavo Teuly, soldado y amigo, conocí la cara humana de Malvinas.

Con Miguel De Luca y Horacio Barreiro pienso la política desde que éramos chicos; Aníbal Pérez Liñán y Ernesto Calvo me ayudan a pensarla también de grande. Sin Helena Carreiras sería igual de estructurado pero menos abierto, y peor persona.

Pedro y Carolina son inocentes de todo lo malo y culpables de todo lo bueno. Que no se enteren.

Lisboa, febrero de 2018

1. La política: ¿arte o ciencia?

El 15 de abril de 2009, en una capital europea, ocho politólogos se reunieron con un jefe de Estado. Dos de los ocho lo habían tenido como alumno, el resto era más joven. El encuentro duró una hora y media y fue a agenda abierta, pero un tema acaparó la atención: la crisis global que estaba disolviendo al capitalismo. Las anécdotas más jugosas provinieron de la cumbre del G20, que se había reunido en Londres la semana anterior.

Los ocho académicos representaban a la asociación europea de ciencia política (ECPR, por sus siglas en inglés), que realizaba en esa capital su encuentro anual. El G20, por su parte, agrupa a diecinueve de las mayores economías del mundo más la Unión Europea, y el anfitrión gobernaba uno de los veinte miembros. Los académicos lo ametrallaron con preguntas sobre el impacto de la crisis para la Unión Europea y le cuestionaron las respuestas vacilantes de Occidente. Pero también hubo tiempo para temas importantes, como América Latina.

Según nos contó, Estados Unidos y Europa estaban mucho más cerca de lo que salía en los diarios. No era verdad que EE.UU. solo defendiera mayores estímulos económicos y la Unión Europea solo mayor regulación, afirmando que Obama también quería regulaciones y fue él, y no los europeos, quien forzó a los suizos a resignar el secreto bancario. En la visión de nuestro interlocutor, los acuerdos logrados eran importantes y se habían logrado por consenso, según dijo, “incluso de parte del país más conflictivo”. Sentí en ese momento risas ahogadas y siete miradas que se clavaban en mí, pero supe disimular. El anfitrión no se apercibió.

Cuando llegó mi turno, le pregunté por el estado de las negociaciones interregionales. Quería saber, sobre todo, cuál era su percepción sobre los bloques latinoamericanos. El problema, respondió, es la falta de interlocutores. Contó que la Comunidad Andina no funcionaba —creo recordar que dijo “no existe”— porque Colombia y Bolivia no se soportaban. Después relató cómo los representantes de Uruguay y Paraguay despellejaban a Argentina cada vez que lo encontraban, y que Lula le había confesado en privado lo difícil que resultaba trabajar con sus vecinos. Y puso un ejemplo: en la reunión del G20, una presidenta sudamericana había hecho uso de la palabra en dos ocasiones, y en ambas para criticar el secreto bancario... en Uruguay. En ese momento los murmullos coparon la escena y las miradas volvieron a converger. Entre sorprendido y divertido, nuestro narrador me preguntó si era argentino. Ya era tarde para esconderlo, tanto como para él hacer silencio.

Me llevé lecciones de ese encuentro que desarrollaré más adelante. Aquí cito tres en particular y esbozo una conclusión general.

Primero, el G20 es un foro útil pero ni se aproxima a un gobierno mundial. Funciona como una arena en la cual las potencias, cuando se ponen de acuerdo, pueden coordinar políticas y ejercer presión sobre países menores. Pero no toma decisiones obligatorias y no sirve para resolver conflictos entre países grandes.

Segundo, la coordinación internacional de los países latinoamericanos es nula – y eso que en el G20 solo participan tres. Esto puede cambiar en el futuro, y la realización de la cumbre 2018 en Argentina será una buena oportunidad para intentarlo. Hasta ahora, sin embargo, la región brilla por sus peleas.

Tercero, Argentina siempre es noticia.

Conflicto y cooperación, líderes y organizaciones, el mundo y América Latina: de eso trata este libro. Y lo hace con espíritu de popularización del conocimiento a partir de una disciplina académica —la ciencia política— que estudia un arte: la política. El objetivo es mostrar la trastienda de ese arte, entender el teatro de la política poniendo el foco detrás del telón y, siempre que sea posible, dentro de los camarines. Porque al Titanic lo hundió un témpano del cual el 90% estaba bajo el agua, tenemos que cuidarnos de tomar lo visible por el todo. Para entender el mundo, y para cambiarlo, hay que aprender a mirar debajo de la superficie. Tomen aire, ahí vamos.

¿Qué es la ciencia política y a qué se dedica?

La ciencia política no es matemática. Ni literatura. Ni filosofía.

La matemática es una ciencia abstracta cuyos modelos ayudan a describir, explicar y predecir la realidad. Para aplicarlos, sin embargo, hacen falta otros conocimientos: físicos, químicos, sociológicos o económicos. La matemática resulta útil como herramienta de otras disciplinas, pero no debe confundirse con ellas.

La literatura es un arte que emplea como instrumento la palabra. Una obra literaria puede describir, sugerir e iluminar hechos o argumentos, pero no puede probarlos o refutarlos. Ciertamente, una buena calidad expresiva permite una mejor divulgación del conocimiento. Pero este objetivo se limita a la transmisión de saberes, no a su creación o constatación.

La filosofía es considerada la madre de las ciencias, pero no constituye exactamente una ciencia. Trata de la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales y sociales, pero lo hace mediante juicios normativos o de valor. En síntesis, su objeto no es tanto el ser como el deber ser.

En cambio, la ciencia política indaga y sistematiza conocimientos sobre actividades relacionadas con el poder en organizaciones sociales. A diferencia de la matemática, trabaja con hechos (sociales) y no solo con conceptos. A diferencia de la literatura, es ciencia que aspira a la universalidad y no arte que se ennoblece en lo particular. A diferencia de la filosofía, tiene un objetivo empírico antes que normativo. En síntesis, es una ciencia social.

La interdisciplinariedad y la transdisciplinariedad son prácticas de trabajo académico que parten del reconocimiento de disciplinas científicas preexistentes. Cruzamos las fronteras porque ellas existen, pero no las disolvemos por el hecho de cruzarlas. En tiempos de confusión posmoderna conviene no subestimar la realidad.

La ciencia política tampoco es astrología ni sus cultores son pitonisas. Las corrientes que creyeron encontrar un sentido a la historia han sido refutadas una y otra vez por los acontecimientos. Para bien y para mal, el futuro está abierto tanto para la ciencia como para la política.

La ciencia política contemporánea se desarrolló sobre todo en Estados Unidos y Europa occidental. En 2004, de los 50 departamentos de ciencia política mejor ranqueados del mundo 36 eran estadounidenses y 13 europeos, de los cuales 10 eran británicos (Hix, 2004). Las revistas académicas más reputadas están escritas en inglés y tienen base en Estados Unidos o Gran Bretaña. Sin embargo, hay centros y publicaciones de excelencia en otros países: Australia, Irlanda, Suiza, Noruega, Holanda, Israel, Alemania, Dinamarca, Italia, Canadá y Japón están entre los más destacados. En América Latina los centros más reconocidos se encontraban tradicionalmente en Argentina, Brasil y México (Altman, 2006), aunque el desarrollo de la ciencia política en otros países es vertiginoso y Chile se ha sumado recientemente a los tres grandes (Altman, 2011). Las áreas subdisciplinarias, temas de interés y estilos académicos varían de una sociedad a otra, pero lo fundamental no cambia: la concepción de la ciencia política como una ciencia social encarnada en una práctica profesional.

Es cierto que existen discusiones importantes en el interior de la disciplina. Las más conocidas se relacionan con la orientación política de sus cultores y con su elección metodológica (Almond, 1999). Sin embargo, el debate generado alrededor del manual de ciencia política patrocinado por la IPSA (Asociación Internacional de Ciencia Política) en 1996 demostró que, pese a los desacuerdos, existe un campo común —tanto sustantivo como institucional— en el que éstos son procesados (véase Goodin y Klingemann, 1996; Schmitter, 2003; Goodin y Klingemann, 2002).

Hoy, la ciencia política es:

• Positiva: su objeto es la realidad tal como es (considérese objetiva o construida) y no como nos gustaría que fuese. Su objetivo es entender; transformar es misión del militante. Cuando un politólogo es también militante debe tener el cuidado de no confundir, contaminándolas, ambas funciones: ello atentaría contra la comprensión tanto como sobre la acción.

• Sistemática: utiliza métodos rigurosos de diseño, recolección y análisis que son seleccionados en función del problema de investigación, y por eso son plurales. Razona a través de la inferencia lógica (deducción e inducción), no de la voluntad o el dogma. Se diferencia entonces de dos casos extremos: la carencia de método y la sacralización de un método.

• Profesional: se vive de ella y para ella, en vez de practicarla como hobby o aficionados. Hay requisitos de carrera que es preciso satisfacer: publicar bajo arbitraje científico y concursar para obtener posiciones académicas son dos de ellos, aunque no los únicos.

“Hacer” ciencia política implica tres tareas: producir conocimiento, formar politólogos y ejercer la profesión. La primera, ya mencionada, se relaciona con la investigación y difusión. La formación, por su parte, está cambiando: cada vez más se pone el acento en ciclos cortos y continuos, antes que largos y definitivos. Por ejemplo, el Proceso de Bolonia transformó a Europa en un espacio académico en el cual la formación curricular se provee en tres ciclos: tres años de licenciatura, dos de maestría y tres de doctorado. Quien estudia en una universidad europea obtiene un diploma de maestría al cabo de cinco años. En ese contexto, exigir cinco años para recibir un título de licenciado (como se hace en algunas universidades argentinas) genera una desventaja competitiva. La modernización curricular resulta imprescindible.

El ejercicio profesional merece las reflexiones postreras. Solo un pequeño porcentaje de los graduados argentinos en ciencia política se consagra full time a la actividad académica, y a veces lo hace en el exterior (Freidenberg y Malamud, 2013). Aunque otro pequeño grupo cumpla tareas docentes o de formación, éstas no constituyen su ocupación principal. Un tercer grupo cuelga el diploma y trabaja en áreas no relacionadas con la disciplina. Pero la mayoría ejercerá profesionalmente la ciencia política de una variedad de maneras: como consultores en empresas, como asesores en instituciones públicas o privadas, como periodistas, como analistas o como dirigentes. Los tres mecanismos de funcionamiento de la profesión (evidencia, inferencia, responsabilidad) permiten la supervivencia y la adaptación a casi cualquier medio. Incluso a la realidad.

¿Qué es la política? De díadas, tríadas y referís bomberos

En la historia contemporánea, la distinción política fundamental no es entre izquierda y derecha sino entre díada y tríada. ¿Los conflictos sociales se resuelven por correlación de fuerzas o hay un tercero imparcial que los arbitre? La cuestión es si puede existir un referí aceptado por los jugadores. Los triádicos dicen que sí; los diádicos, que no: para ellos todos los referís son bomberos.

La política es la lucha por establecer unos valores sobre otros. Esos valores pueden ser simbólicos o materiales. Los simbólicos establecen lo que está bien y lo que está mal: ¿corresponde matar a los asesinos? ¿Cortarle la mano a los ladrones? ¿Y tener sexo entre hermanos? En algunas civilizaciones decidieron que sí, en otras creemos haber evolucionado. Los valores materiales definen quién se lleva qué: ¿es admisible la propiedad privada de playas y ríos? ¿Debe tributar el salario? ¿El Estado tiene que garantizar educación y salud? Recién acá la izquierda y la derecha tienen algo para decir.

Cada pregunta de las anteriores tiene dos respuestas. Y cada respuesta tiene defensores. Pero la cuestión central no es qué respuesta preferimos sino cómo decidimos entre ellas. Hay tres maneras: tirar la moneda, arreglarlo entre las partes o recurrir a un tercero.

Tirar la moneda es confiar el resultado a la suerte. No es tan loco: la primera democracia funcionaba de ese modo. Es cierto que el pueblo, o sea la minoría de atenienses hombres y libres, se reunía en la plaza para tomar algunas decisiones. Pero los cargos públicos se decidían por sorteo. Pocas cosas hay tan igualitarias y democratizantes como eso; sin embargo, las sociedades contemporáneas son demasiado complejas. Por ende, requieren especialización y profesionalización. Quedan entonces dos opciones.

La primera es diádica. Arreglar un asunto entre las partes constituye la forma tradicional de tomar decisiones y hacer justicia. En las comunidades de mamíferos, los machos luchan por las hembras y el que gana no necesita consultar a un cura o un escribano. Y a lo largo de las civilizaciones humanas, la justicia se definió mediante variaciones de la ley del Talión: ojo por ojo, diente por diente. La víctima, o sus familiares, tenían derecho a la represalia y eran sus ejecutores. La violencia interna y la guerra externa no eran permanentes pero sí inminentes: podían desatarse en cualquier momento. Circunstancialmente aparecían jueces que mediaban en los conflictos, pero aún así lo hacían dividiendo más que arbitrando, como Salomón.

Llegaron entonces el comercio y el Estado y surgió la opción triádica. El comercio requería reglas, como la garantía de la propiedad y el cumplimiento de los contratos, y el Estado las ofrecía. O mejor dicho, las aplicaba. Es cierto que el Estado fue, en un principio, la expresión de la nobleza concentrada y, más tarde, el instrumento de la burguesía: no era universalmente imparcial. Pero sí lo era entre iguales, por ejemplo entre burgueses. La expansión del sufragio y de los derechos sociales fueron extendiendo la imparcialidad estatal a sectores más numerosos. Gradualmente, jugar sin referí se fue volviendo costoso. Hoy no quedan en el planeta sociedades complejas que sobrevivan sin Estado.

Y sin embargo, para la visión diádica, el Estado está siempre al servicio de algún interés sectorial: es el comité de negocios de la burguesía, el lacayo de una potencia colonial o la máscara que encubre la dominación del más fuerte. Es un referí, sí, pero vendido. No es juez sino parte. El corolario es que hay que comprarlo o capturarlo.

Para la versión triádica el Estado constituye, a pesar de todas sus imperfecciones, lo más cercano a un juez imparcial. Claro que no es neutral: también los referís son hinchas de algún club. Pero sea por un código de honor interno o por controles externos, deben eximirse de pitar a favor del equipo de su corazón —o de su grupo social. Si manifiestan parcialidad serán suspendidos, sancionados y eventualmente despedidos.

En política, los diádicos son populistas y apelan a la acción directa. Descreen de la imparcialidad: quien no utiliza al Estado a su favor lo sufrirá en contra. Consideran a los actores más importantes que las políticas. Ven la acción directa como válida y hasta necesaria, porque lo que unos ganan otros lo pierden. El particularismo y la vitalidad mandan. Marx, Laclau y Mussolini son expresiones de esta cosmovisión.

Los triádicos son institucionalistas y apelan a la mediación de los conflictos. Promueven el establecimiento de un tercero imparcial, aunque sea por aproximación. Buscan que las reglas prevalezcan sobre los jugadores. El Estado de derecho debe domesticar la acción directa, para que todos puedan ganar pero no puedan ganar todo. El universalismo y la racionalidad mandan. Weber, Huntington y Churchill encarnan esta concepción.

En este repaso analítico no hace falta tomar posición: ambas visiones tienen virtudes y defectos. Y ambas tienen sus cultores históricos en Argentina.

El poder contra los límites, el peronismo contra el radicalismo. ¿Dónde está parado el PRO y qué futuro espera a nuestros referís sociales, los jueces? Esto es historia abierta, porque las identidades políticas evolucionan y, aunque a algunos le disguste, las identidades individuales también.

Identidades que construyen individuos y sociedades

Fija y otorgada, así era la identidad individual en las sociedades tradicionales. Uno nacía en una familia y estaba condenado a ella. La movilidad social no asomaba en el horizonte. De preferencias sexuales mejor ni hablar. La biología nos ponía en un lugar del que la sociedad no nos permitía escapar.

Las comunidades tradicionales prosperaron en el pasado de Occidente y en el presente de varios Orientes. En Japón, la India y los países árabes, el nacimiento determina el destino de la mayoría de la población. En Europa y sus retoños no es así. Podemos elegir nuestra religión, divorciarnos sin que nos apedreen, cambiarnos el apellido, casarnos con alguien del mismo sexo y adoptar hijos nacidos de otros vientres. A pesar de múltiples restricciones, somos libres para (re)construir nuestra propia identidad. No nos la otorgan. No nos la devuelven. La modernidad, con todas sus rémoras, nos permite elegir quiénes somos.

Hoy Argentina está a mitad del río. En una costa asoma el progresismo: el casamiento es igualitario, el divorcio es legal, planificamos la cantidad de hijos que deseamos. En la otra costa aflora la reacción: las adversarias son atorrantas o bataclanas, algunos hijos adoptados son obligados a hacerse el test genético, los nietos recuperados son tironeados entre identidades excluyentes. Una identidad recuperada requiere la eliminación de otra, “la falsa”, la otorgada por la apropiación. Pero muchachos de 30 años no se sacan la identidad vieja para ponerse una nueva; ni ellos ni nadie. Las identidades, hoy lo sabemos, son múltiples. Podemos ser argentinos, judíos y tener un pasaporte europeo. Podemos nacer huérfanos o ser abandonados por nuestro padre biológico y llegar a presidentes de los EE.UU., como Clinton y Obama. La biología, en esos casos, no cooperó. A veces fue un obstáculo. Pero las sociedades modernas no nos condenan a la identidad genética: nos permiten complementarla con otras y, si hace falta, superarla.

Por eso, cada nieto recuperado gana el derecho de conocer sus raíces, enriquecer su identidad y adoptar las familias de sus progenitores. Pero no pierde su identidad anterior porque ya era una persona formada, con ideas, valores, recuerdos y amores. Aunque repudie a sus apropiadores, que no siempre es el caso, es producto de su propia historia y no solo de la de sus papás.

Criar es tan importante como parir, y a veces más. Es muy cierto que apropiación no es lo mismo que adopción, pero la reivindicación de la sangre como única fuente de identidad las pone a la par. Flaco favor le hacemos a la humanidad si dejamos que la dictadura, además de los hijos, nos robe el valor de la adopción, un acto supremo de amor paternal o maternal.

Porque la identidad individual también se elige o, mejor dicho, se construye. Tal como se construyen las identidades colectivas, aunque esto requiere más organización.

Organicémonos…

“La organización es la base del poder político, pero es también la base de la estabilidad política, y por consiguiente, la condición previa a la libertad política. El vacío de poder y autoridad que existe en tantos países en modernización puede ser llenado temporariamente por un liderazgo carismático o por la fuerza militar. Pero solo la organización política puede llenarlo en forma permanente. O bien las élites establecidas compiten entre sí para organizar a las masas por medio del sistema político existente, o las élites disidentes las organizan para derrumbar ese sistema. En el mundo modernizado, el que organiza su política es el que controla el futuro”. Este párrafo corresponde a Samuel Huntington (1927-2008), uno de los más brillantes y controvertidos politólogos del siglo XX.

En resumen, la organización es un medio. Pero un medio indispensable y, por lo tanto, algo más que un medio.

En principio, las estructuras políticas no son un fin en sí mismas, sino herramientas para conseguir objetivos más trascendentes. No obstante, sucede a menudo que aquello que surgió como instrumento de altos ideales se transforma, con el tiempo, en algo que se autojustifica, relegando el objetivo original a un segundo plano.

Esto, que ocurre tanto con los Estados-naciones como con los partidos políticos y los clubes de fútbol, responde a una causa natural: los seres humanos no somos engranajes de una maquinaria, ni siquiera de una creada por nosotros mismos, sino individuos con sentimientos y solidaridades. Por lo tanto, la comunidad de personas en que nos integramos cobra para nosotros un valor que excede al de su utilidad, porque el hecho de pertenecer a ella se constituye en una parte fundamental de nuestra propia identidad.

Es eso lo que permite que las organizaciones sobrevivan, inclusive, mucho tiempo después de que la razón de su fundación haya desaparecido. Ello se torna claro en el caso de los dos partidos tradicionales argentinos, el radicalismo y el justicialismo.

La UCR reconoce como bandera de su nacimiento la lucha por el Estado de derecho y la vigencia irrestricta de la Constitución. Pese a que el gobierno de la transición democrática liderado por Raúl Alfonsín completó con éxito esta tarea, y la posterior alternancia constitucional consolidó la estabilidad institucional, el partido se mantuvo por algunos años como segunda fuerza por su inserción institucional. Sus lealtades internas recién comenzaron a diluirse como consecuencia de la debacle política y económica de 2001.

El justicialismo, por su parte, lideró eficazmente la integración de las masas trabajadoras y de las mujeres en la arena político-electoral. Sin embargo, la influencia que tienen los líderes surgidos de este movimiento en el escenario político argentino no se ha reducido un ápice: aunque los postulados de independencia económica, justicia social y soberanía política no resuenen con la misma magnitud que en el pasado, el justicialismo ha sido capaz de liderar tanto el proceso de apertura y liberalización de la década de 1990 como el de estabilización política con superávit fiscal de la década siguiente —y su degradación posterior.

El motivo por el cual las estructuras sobreviven luego de que las causas que les dieron origen dejaron de existir es fundamentalmente la reorientación de sus metas como modo de adaptación al ambiente externo. Tal reorientación no se produce por equilibrio homeostático, de modo espontáneo, sino como producto de las tensiones interactuantes dentro de cada institución. Estas tensiones, provocadas por la puja entre intereses sectoriales y particulares, determinan como resultante un nuevo equilibrio que, si resuelve los desafíos planteados, favorece la continuidad de la organización.

En el mundo contemporáneo la organización es inevitable. Las sociedades complejas, caracterizadas por la masividad demográfica, la extensión territorial y la innovación tecnológica, exigen que para lograr resultados efectivos —ya sea a favor del cambio o de la continuidad de una situación dada— se coordinen múltiples voluntades y esfuerzos individuales.

La organización no es una necesidad privativa de los actores públicos sino también de los privados. Empresarios, sindicatos y ciudadanos en general también necesitan organizarse colectivamente para alcanzar objetivos en sociedades complejas. Esto habla de la imposibilidad de prescindir de la agregación de demandas, la coordinación de esfuerzos y la cooperación colectiva: los individuos hacen la historia, pero no la hacen individualmente sino organizándose en formas cada vez más sofisticadas. Algunos autores describen la complejidad creciente de las organizaciones como una tendencia que puede ser controlada, pero no detenida.

Pero si la organización es una herramienta de poder, puesto que permite efectuar tareas y conseguir objetivos que de otro modo serían mucho más desgastantes o directamente imposibles, también es una fuente importante de restricciones. En primer lugar restringe la libertad de acción, limitando las opciones individuales a las aprobadas por la organización (en ámbitos legislativos, por ejemplo, este fenómeno es conocido como disciplina partidaria). En segundo término, acota el márgen de opciones de los que están fuera de la organización, ya que si alguien pretende actuar para obtener resultados debe incorporarse a alguna ya existente —o bien crear otra, la que a su debido tiempo también se convertiría en limitante.

En síntesis, las ventajas de la organización consisten en hacer posible lo imposible, en el sentido de potenciar los recursos individuales para ponerlos en acción a través de una estrategia coordinada, permitiendo el logro de objetivos inalcanzables para una sola, o unas pocas, personas. Los riesgos, en tanto, son la dilución de los fines individuales y el acotamiento del margen de autonomía personal, concesiones necesarias para posibilitar la mancomunión de varios sujetos tras un fin compartido.

La forma contemporánea en que se manifiesta el fenómeno organizativo es la burocracia. Más allá de la connotación peyorativa que el término tiene en algunas sociedades, el concepto designa una forma de administración típica de las sociedades de masas.

La definición original del vocablo no hace referencia a una camarilla de empleados públicos que pierden tiempo en sus oficinas mientras los ciudadanos comunes hacen horas de cola antes de ser atendidos, sino a un cuerpo de funcionarios profesionales que, poseedores de un saber técnico específico, le dan continuidad a la gestión organizativa en el marco de un estatuto formal, sancionado en base a procedimientos establecidos y previsibles, que regula su accionar. Cuando esta forma de organización funciona bien previene tanto contra la arbitrariedad del poder como contra la ineficacia de una administración descoordinada o amateur; consecuentemente, ofrece una previsibilidad que permite el planeamiento de objetivos a largo plazo.

Para analizar el modo en que toda organización se desempeña puede concebírsela como compuesta por seis áreas de poder, definidas por los recursos indispensables para resolver los problemas que afectan su supervivencia (Panebianco, 1990). Estos recursos son acumulativos, es decir que quien controla algunos de ellos está en mejores condiciones de controlar los demás.

Los recursos del poder organizativo son: 1) la competencia (en el sentido de idoneidad y no de competición), entendida como la capacidad técnica para realizar diagnóstico, propuesta de tratamiento y evaluación de distintos temas; 2) las relaciones con el entorno, en cuanto definen parte de la capacidad de la organización para dominar sobre el ambiente o, al menos, para adaptarse a él; 3) la comunicación, tanto de los canales internos de información como de los de recepción y divulgación externa; 4) las reglas formales, ya que toda norma jurídica está expuesta a interpretación, y quien dice qué es lo que la ley dice tiene el poder que ella confiere; 5) el financiamiento, recurso básico tanto para adquirir recursos materiales como para sostener recursos humanos; y 6) el reclutamiento y control de la carrera política, que en una organización democrática determinan no solo el margen de maniobra sino, sobre todo, el resultado electoral.

1) La competencia se ha convertido, a partir de la complejización de las sociedades modernas, en un capital imprescindible tanto para el posicionamiento de la organización como alternativa de poder cuanto para el efectivo ejercicio del mismo. Tanto es así que en las últimas décadas se ha asistido a la demanda de un elemento novedoso en la política occidental: el equipo de gobierno, condición requerida a los candidatos ejecutivos por la opinión pública y los medios de comunicación como atributo de seriedad. Del mismo modo, el prestigio de figuras con perfil político no tradicional sino basado en la capacidad intelectual o técnica como Fernando Henrique Cardoso en Brasil, Ricardo Lagos en Chile o Roberto Lavagna en Argentina marcan un contrapeso a otra tendencia contemporánea de reclutamiento político, basada en la celebridad de personajes provenientes del deporte y la farándula.

2) Las relaciones con el entorno abarcan cada día más actores, ya que el escenario mismo de la política se ha transformado a partir de la diversificación y dilución de las fronteras de clase, por un lado, y de la aparición de la tecnología de comunicación masiva, por el otro. Además, las sociedades contemporáneas funcionan de manera creciente como un producto de la acción simultánea de múltiples organizaciones, en vez de hacerlo como resultado de las simples acciones individuales. Por lo tanto los partidos, que se contaron entre las primeras asociaciones (y entre las más poderosas), han debido adecuar sus estrategias a un ambiente cada vez menos manipulable, revalorizando en consecuencia la cooperación y el apoyo que pueden brindarle otras organizaciones. Entre las de mayor relevancia se cuentan los grupos económicos, los medios de comunicación y los sindicatos, pero también influyen decisivamente otras instituciones como las religiones organizadas y las Fuerzas Armadas.

3) La comunicación es un elemento fundamental de control, tanto para adentro de la organización como hacia fuera. Esto se debe a que la información no es ingenua ni unívoca sino interpretable: todo mensaje implica una cantidad variada de significados posibles, que acentúan o cambian su sentido. Y, sobre todo, contribuyen a fortalecer o debilitar tanto las posiciones dentro de la organización como su misma identidad.

4) Las reglas formales, como bien sabe el más novato de los estudiantes de Derecho, no son pasibles de una lectura objetiva: cualquier postura puede encontrar, como se dice en el ambiente jurídico, media biblioteca a favor y media biblioteca en contra. Ante este margen de incertidumbre y ambigüedad que presenta toda normativa legal, el órgano que interpreta y aplica la ley goza de un poder que roza los límites mismos de la soberanía. De hecho, la ley no dice lo que a un observador cualquiera le resulta evidente sino lo que el juez de un determinado caso interpreta en función de elementos tales como el espíritu del legislador, el clima de época y su propio arbitrio. Esto fue visible en el caso de la Corte Suprema de Justicia, donde durante la década de 1990 cinco magistrados solían votar a favor de una posición y los otros cuatro en contra: ¿cuál era la que se ajustaba a la ley? El Caso Muiña (2x1), más recientemente, reavivó esta discusión.

5) El financiamiento constituye un recurso indispensable para las organizaciones contemporáneas, caracterizadas por moverse en un escenario capitalista de masas en el cual la principal motivación para la acción individual es de índole material. La provisión y regularidad en el flujo de fondos es un área siempre candente en toda asociación, y aquellas personas o grupos que logren garantizarlas gozarán de un diferencial de poder en su favor por sobre quienes no tengan acceso a las fuentes de ingreso. En los partidos modernos, las tres grandes modalidades de financiamiento son: a) interno, por pago de cuotas o donaciones de los afiliados; b) externo público, por subsidios o franquicias estatales; y c) externo privado, por contribución de empresas, sindicatos u otras asociaciones no gubernamentales.

6) El reclutamiento y el control de la carrera política, finalmente, son la base de la constitución y formación de los recursos humanos. El poder de fijar criterios de admisión y ascenso (y, al mismo tiempo, también de expulsión) permite la regulación predemocrática de la ciudadanía, ya que el sistema de toma de decisiones implica a los que están adentro pero no a los que quieren entrar. A su vez, hay varias formas de incorporación, y las principales pueden definirse como: a) reclutamiento masivo por la base, sobre todo a nivel juvenil y local; y b) cooptación individual, realizada sobre personalidades notables que ingresan en posiciones de jerarquía (muchas veces en cargos técnicos). También pueden presentarse situaciones de afiliación conjunta o pase de militantes de otro partido, que ante la crisis se demuestre incapaz de retener a su gente.

La posesión de los recursos de poder enumerados determina tanto la capacidad de acción de una organización como su distribución del poder interno, ya que quienes tengan mayor acceso a ellos estarán en condiciones de imponer sus objetivos y estrategias.

La organización es un medio

Lo sustantivo son los principios y las ideas que sostienen los que se organizan. Y el medio es el camino elegido para llegar a los fines, que no son otra cosa que la realización de los principios.

Principios, medios y fines son, a la vez, objetos y etapas: un principio es simultáneamente un valor y el lugar desde donde se empieza, un fin es un objetivo y el lugar donde se termina. Y un medio es una herramienta y la fase intermedia entre el principio y el fin. Por lo tanto, toda organización debe considerar el hecho de que entre los ideales y su concreción hay dos elementos esenciales: los recursos instrumentales (de los que ya se habló) y la variable tiempo.

La planificación es, en resumidas cuentas, la actividad de disponer los recursos en función del tiempo para lograr el cumplimiento de las metas de la manera más efectiva posible.

Cabe una digresión. Al referirnos a efectividad debemos diferenciar dos niveles: por un lado se puede asimilar el término a eficacia, es decir,el logro de los objetivos sin importar los costos. Pero otro modo de evaluar resultados de un programa de acción es incorporando esta última variable al análisis, lo que definiría el éxito como la consecución de las metas al menor costo posible. Este es el sentido de la expresión eficiencia, que implica una mayor cuota de racionalidad. Recordemos que la racionalidad es el ajuste de medios a fines; cuanto más ajustado, más racional. Como ejemplo, valga el caso de la persona que se propone matar una colonia de hormigas con un martillo: sin duda el remedio será efectivo, pero con un buen insecticida se habría ahorrado tiempo y esfuerzo.

Una labor efectiva de planificación contempla, analíticamente, cuatro etapas: diagnóstico de situación, formulación del plan de acción, implementación y evaluación. Pero en la práctica, y sobre todo en las actividades de mediano o largo plazo, estas fases se superponen y retroalimentan continuamente.

En la primera fase de la planificación, el diagnóstico implica la identificación de los problemas que enfrenta la organización, ya sean de subsistencia (desafío existencial) o de objetivos (desafío de logro). La realización de un diagnóstico defectuoso invalida casi por completo las posibilidades de éxito del programa a trazar.

El segundo paso consiste en diseñar el camino a seguir para solucionar los problemas detectados en el diagnóstico. Se plantean entonces tres subetapas: la primera, que no es tan obvia como parece, es la definición de objetivos. Muchas veces se saltea esta instancia al dársela por sentada en el planteo de los problemas, pero la ecuación objetivo = resolución del problema no es automática sino que exige un orden de prioridades (y hasta cierta resignación parcial de aspiraciones). Para ello, debe procederse a la fijación de metas globales y sectoriales medibles, tales que pueda constatarse durante le ejecución si se está cumpliendo con el plan esbozado. La segunda subetapa es la determinación de los recursos disponibles, tanto humanos como materiales y políticos. Los humanos hacen referencia a la gente con que se cuenta para enfrentar la labor, los materiales a los elementos instrumentales y de infraestructura (incluso económicos) de que se dispone, y los políticos a los espacios institucionales y contactos estratégicos que puedan ser aprovechados para el eficaz desenvolvimiento del plan. Por último, la ordenación sistemática de la implementación debe establecer los tiempos de desarrollo de la tarea en un cronograma viable, simultáneamente con la asignación de responsabilidades y funciones a los participantes en la misión. Esto último debe quedar especificado de la manera más clara y precisa posible, aunque también debe contemplarse un margen de flexibilidad para adaptarse a los imprevistos.

El tercer momento es el de la ejecución. En realidad, las tareas planificadas suelen estar sujetas a revisión en función de los obstáculos que encuentren, por lo que la dirección general del proyecto y los responsables intermedios deben tener capacidad de reacción para enfrentar y resolver inconvenientes no esperados. Esta etapa está en relación permanente con la anterior y con la que le sigue.

Finalmente, la evaluación cumple dos funciones igualmente relevantes. Por un lado, el análisis del resultado del plan de acción permite apreciar los aciertos y errores de la planificación y la acción, para mejorar el desenlace la próxima ocasión. Por el otro, la evaluación es una herramienta permanente de corrección de rumbos y estilos dentro del mismo plan, ya que la mirada autorreflexiva permanente es la única que permite percibir los defectos de diseño antes de sufrir sus perjudiciales consecuencias. Contra toda idea de sentido común esta etapa es generalmente olvidada, con lo que cada nueva tarea que debe desarrollar una organización implica empezar de cero, perdiendo así una experiencia valiosísima que ahorraría dinero, tiempo y fracasos reiterados.

Hay quien sostiene que no hay aprendizaje colectivo. Si así fuera, la democracia no sería posible. El hecho de que a algunos pueblos les haya costado más sangre y más años que a otros conseguirla solo prueba una cosa: que cuanto antes aprenda uno de sus errores, más pronto dejará de cometerlos. Y ello exige organización y planificación de la vida colectiva. ¡Pero cuidado con creerle a los que dicen que saben del tema!

¿Se puede creer en los expertos?

¿Es posible pronosticar quién será el próximo presidente? ¿Y quién el campeón del Mundial de 2018? ¿O cuánto aumentará la temperatura global en los próximos cincuenta años? Cualquiera sea la respuesta, tendemos a creer que hay expertos en cada área que “saben más” que la gente común. Por ende, esperamos que sus respuestas se acerquen a la realidad más que las de Don José, el verdulero del barrio. Craso error.

Estudios recientes demuestran que la posibilidad promedio de que un experto acierte un pronóstico relativo a su disciplina no es superior a la de cualquier lego medianamente informado. Esto acontece en áreas tan disímiles como la meteorología, la política y el fútbol.

Comencemos por el caso más prosaico. En 2003, tres científicos suecos divulgaron los resultados de un trabajo sorprendente. En él, preguntaron a expertos en fútbol y a personas comunes qué equipos superarían la primera ronda del Mundial 2002. La conclusión fue que la capacidad predictiva de ambos grupos es idéntica: años de ver videos y estudiar partidos no lograron que los especialistas acertaran más —o, lo que es lo mismo, se equivocaran menos— que las personas de a pie.

En un libro recientemente traducido al castellano, El juicio político de los expertos, Philip Tetlock analiza el desempeño de las personas que viven de hacer predicciones. Tetlock es psicólogo y profesor en la Universidad de Berkeley. Su estudio muestra que las personas que los medios de comunicación, las empresas y los gobiernos contratan por su condición de expertos no son más hábiles que cualquiera de nosotros en predecir eventos. Y cuando se equivocan, o no lo admiten o construyen excusas ad hoc (“yo tenía razón, lo que pasa es que tal cosa interfirió en el proceso y modificó el resultado”). Exactamente como cualquiera de nosotros. Los expertos tienen el mismo repertorio de autojustificaciones que el resto de la gente, y no son más proclives a revisar sus creencias acerca de cómo funciona el mundo solo porque cometieron un error.

El ejemplo más hilarante narrado por Tetlock acontece en la Universidad de Yale. Un ratón es colocado en una jaula con forma de T. A continuación, se echan trozos de queso alternadamente en uno y otro extremo de la T, pero con una distribución aleatoria tal que el 60% de las veces el queso aparece a la izquierda y el restante 40% a la derecha. Luego de algunos intentos, el ratón comienza a ir siempre a la izquierda. Mientras tanto, un grupo de estudiantes debe decidir en cada oportunidad hacia qué lado irían si fueran el ratón. Con miedo a fallar, los estudiantes eligen razonadamente una u otra opción de tal modo que, al finalizar el experimento, su tasa de aciertos es de 52%. La del ratón, en cambio, ¡fue del 60%! Los estudiantes, con una reputación que mantener, no osaron asumir un margen de error del 40% (el del ratón) y terminaron con uno cercano al 50%.

La conclusión de estos estudios es que, para bien o para mal, los expertos no producen pronósticos más precisos que la gente común. ¿Esto significa que la especialización y el análisis no sirven para nada? O, en términos de Discépolo, ¿es lo mismo un burro que un gran profesor?

No. Es posible encontrar, en cada área de especialización, una minoría de expertos cuya tasa de aciertos es superior a la del resto. Lo que sucede es que, en promedio, quienes son considerados expertos son tan (in)hábiles como el promedio de la población. Hay, sin embargo, unos pocos cuya perspicacia les permite analizar información con una eficacia superior a la mayoría de sus congéneres. La dificultad consiste en identificarlos. Distinguir a esta minoría entre la maraña de autodenominados expertos es la fórmula del éxito para empresas, gobiernos y ciudadanos que aspiren a una comprensión lúcida de escenarios futuros.