de forros

blanco

El cuerpo del tiempo

Instituto de Investigaciones Estéticas

Iván RuizDirector

Riánsares Lozano de la Pola

Secretaria Académica

Jaime Soler Frost

Coordinador de Publicaciones

Ana Díaz

El cuerpo del tiempo.

Códices, cosmología y tradiciones cronográficas del centro de México

Universidad Nacional Autónoma de México

Instituto de Investigaciones Estéticas

Bonilla Artigas Editores

México, 2019

La presente publicación fue sometida al sistema de dictaminación doble ciego por dos pares académicos avalado por el Comité Editorial del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM,

que ratifica su calidad y pertinencia académica y científica.

Quedan reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de los legítimos titulares de los derechos.

Primera edición, diciembre de 2019

D.R. © 2019

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ISBN 978-607-8636-48-8 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN ePub: 978-607-8636-69-3 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN 978-607-30-2511-9 (unam)

ISBN ePub: 978-607-30-3142-4 (unam)

Responsable de la colección y cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

Diseño editorial: Saúl Marcos Castillejos

Diseño de portada: Jocelyn G. Medina

Realización ePub3: javierelo

Imágenes de portada: Vista lateral del códice Vaticano B cerrado ©Biblioteca Vaticana.

Fragmento del Códice Borgia, lám. 5. Tomado de la edición facsimilar del FCE (Anders y Jansen 1993)

Impreso y hecho en México

az Álvarez, Ana

El cuerpo del tiempo: códices, cosmología y tradiciones cronográficas del centro de México

/ Ana Díaz Álvarez. - Ciudad de México : Universidad Nacional Autónoma de México ; Bonilla

Artigas Editores, 2020

512 p. ; 23 cm.-(Pública histórica : 16)

ISBN ePub: 978-607-8636-69-3 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN ePub: 978-607-30-3142-4 (UNAM)

1. Manuscritos mexicanos precolombinos. 2. Cosmología. 3. México - vida social y costumbres. l. t.

LC: F1219.56 D

DEWEY: 972 D

A Diana Magaloni

mi maestra

Contenido

Agradecimientos 11

Nota sobre la ortografía 13

Introducción 19

Parte I. Tônalli y tônalâmatl

El objeto tônalâmatl 67

La cuenta tônalpôwalli 107

El cuerpo que dio vida al libro: esbozos de la cultura literaria del siglo xvi 151

Parte II. Calendarios y cuentas del tiempo

El calendario mexicano en las fuentes coloniales escritas 183

Huellas de la tradición europeaen los calendarios novohispanos 219

Parte III. La imagen del tiempo y del mundo

El cruce de flores y esferas 265

La bóveda celeste 303

Parte IV. El año y sus divisiones: de astronomía, astrología y calendario

Los signos del tiempo y las figuras

del cielo: de héroes y dioses 341

El año y sus dieciocho meses.

La invención del calendario mexicano 369

La fiesta: el corazón del tiempo 419

Consideraciones finales 449

Glosario 465

Abreviaturas 471

Bibliografía 473

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Agradecimientos

A Alfonso

El día que te fuiste floreció

el único cerezo

de una pequeña ciudad

Este trabajo es resultado de una larga peripecia que me llevó a atravesar geogra-fías reales y ficticias, a cruzar mares, cielos, grutas y cráteres metafísicos. El re-corrido no hubiera sido posible sin el apoyo y la guía de una serie de maestros, colegas, amigos e interlocutores, a quienes debo el descubrimiento de la mejor parte de esta reflexión.

Gracias a Diana Magaloni, mi maestra, la alfarera; a Guilhem Olivier, el ex-perto en la lengua de las aves; a Carlos Mondragón, el conocedor de las rutas estelares; a Federico Navarrete y a Erik Velásquez; la torre y el caballo; a Ma-nuel Hermann y a Michel Oudijk; el escudo y el dardo; a Alfonso Vite por la flor y a Marie Hers por el perfume; a Alfonso Lacadena(†) por la letra y a Polo Valiñas por la palabra; a Maarten Jansen por el canto y a Juanjo Batalla por el verso; a Kenneth Ward por la llave y a Carlos Pallán por el amuleto; a Deborah Dorotinsky por las zapatillas rojas.

Gracias a María Masaguer, la de la sonrisa y a Marta Martín, la de la sorpre-sa; a Berenice Alcántara, la del son y a Clementina Battcock, la de la candela; a Aurelia Valero, la de la magia y a Rosanna Woensdregt, la de la fuerza; a Rocío Gress, la del grito y a Leslie Zubieta, la de la agudeza.

Gracias a Jesper Nielsen por el timón y a Katarzyna Mikulska por la vela; a Thomas Cummins por la brújula y a Claudia Brittenham por el espejo; a Ser-gio Botta por la lámpara y a Eduardo dos Santos por la cesta; a David Tavárez por el huso y a Johannes Neurath por la flecha; a Canek Estrada por los cuar-zos, a Elodie Dupey y Davide Domenici por los colores; a Renato González Mello, por abrir los caminos; a esos otros maestros.

A Erik Boot (†) y Toke Sellner Reunert (†), por su gran generosidad y su inigualable calidez humana.

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El cuerpo del tiempo

Agradezco también a la Biblioteca Apostólica Vaticana, especialmente al doctor Paolo Vian, Director del Departamento de Manuscritos, por su gran ge-nerosidad y su invaluable apoyo y confianza; a la Biblioteca Francisco de Bur-goa en Oaxaca; a la Biblioteca Medicea Laurenziana; a la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia; a la Biblioteca Nacional de México; a la Bibliote-ca Nazionale di Firenze; a la Dousa Leiden University Library; a la Houghton Library; al Ibero-Amerikanisches Institut Preussischer Kulturbesitz; a la John Carter Brown Library; al Museo de América en Madrid (especialmente a Te-resa Mañanes Zamora); a la Nettie Lee Benson Library en Austin; al Palacio Real de Madrid; a la Real Academia de la Historia en Madrid. A las bibliote-cas de los diferentes institutos y facultades que conforman la Universidad Na-cional Autónoma de México. Gracias a todos ustedes por dejarme consultar los tesoros de su acervo.

Agradezco a la Agencia Mexicana de Cooperación Internacional para el Desarrollo por su apoyo con la Cátedra de Estudios Mesoamericanos (2017); a la Comisión México-Estados Unidos para el Intercambio Educativo y Cul-tural (comexus) por la Beca Fulbright García-Robles (2015). Agradezco a la Dirección General de Personal Académico por su invaluable apoyo con los Proyectos: papiit in402213, “Las escrituras jeroglíficas maya y náhuatl: desciframiento, análisis y problemas actuales”; Proyecto papiit in401812, “Historia y memoria de los pueblos indígenas de América”; Proyecto papiit in401209, “La mazorca y el niño Dios. El arte otomí; continuidad histórica y riqueza viva del Mezquital.” Su apoyo fue indispensable para realizar esta inves-tigación, que ahora concluye.

Agradezco al departamento editorial de éste, mi querido instituto y al per-sonal de la Biblioteca Justino Fernández, quienes apoyaron incondicional-mente todas mis más peculiares solicitudes. Gracias a Juan Luis Bonilla, hábil contramaestre.

Mi más sincero agradecimiento a los dictaminadores académicos, quienes supieron encontrar las debilidades y fortalezas de esta obra, señalándolas con toda claridad y generosidad. Sus comentarios permitieron enriquecer de sobre-manera este ejercicio analítico y me hicieron replantear, o reforzar, algunas cer-tezas. Gracias por su cuidadosa lectura.

Gracias a mi familia: Juan José Ignacio Díaz y Ana María Álvarez; a Juanjo, Cats y Wicho, a Karla y Karlis; a Fer y Juan Emilio.

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Nota sobre la ortografía

Uno de los problemas al elaborar este texto consistió en definir la ortografía que se usaría para el registro de las lenguas americanas. La literatura especiali-zada suele utilizar normalizaciones castellanizadas que han estado en uso des-de el siglo xvi para registrar lenguas como el náhuatl, mixteco o zapoteco. Sin embargo, la castellanización del náhuatl lograda al imponerse sus convenciones ortográficas es un acto político.

En principio, este problema parece no tener solución debido a que las len-guas americanas no se registraban con escritura alfabética ni respondían a las convenciones ortográficas y sintácticas del castellano y por lo tanto requerían de una reformulación para poder ser escritas en textos alfabéticos. Así, la escri-tura de estas lenguas resulta un ejercicio que homogeneiza la diferencia y que, en su intento de registrar de modo neutro, construye palabras y sonidos. De modo que ningún ejercicio de escritura de lenguas americanas puede ser im-parcial.

Por este motivo, para la redacción de este texto decidí seguir la propues-ta de normalización del náhuatl (nâwatl) sugerida por Andrea Rodríguez y Leopoldo Valiñas (mecanuscrito),1 cuya solución resulta muy similar a la acep-tada por la Academia de Lenguas Mayas de Guatemala, que hoy es utilizada por los mayistas en el mundo académico y que ha permitido la reconstrucción epigráfica de las lenguas mayas antiguas y la escritura de las contemporáneas.2

1 El presente estudio sigue las convenciones propuestas por estos autores, a excepción del uso de “tl”, que Rodríguez y Valiñas representan con “λ”.

2 El intento por normalizar la ortografía de lenguas originarias en México se ha dado entre distintas co-munidades indígenas y académicas en diferentes momentos, pero su normalización no ha podido con-cretarse porque, entre otras cosas, no es posible imponer una forma autorizada a todos los usuarios de una lengua, como sucede con el español, donde la Real Academia de la Lengua define los criterios de uso y normalización. El presente estudio es una propuesta que se pone a consideración de los hablantes y los especialistas en lenguas americanas, pensada más como un experimento que friccione las fronteras perlocutivas que como un ejercicio universalizante y normativo.

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El cuerpo del tiempo

Esta estrategia tiene por objeto obtener textos fonologizados, no fonetizados. Si bien este ejercicio no constituye un remedio que elimine el problema de raíz, por lo menos genera una mayor sensibilidad y concientiza la selección de una estrategia locutiva.

Con un texto fonologizado se trata de establecer de manera clara la correla-ción biunívoca entre un fonema y su grafema. De este modo, la lectura resulta fonéticamente más transparente, permitiendo distinguir la composición mor-fológica de las palabras –en este caso, no hay necesidad de utilizar signos lin-güísticos especializados, como los grafemas lingüísticos del alfabeto fonético internacional, así las lecturas se hacen más transparentes para todo tipo de lec-tores–. Es decir, lo que nos interesa es reconstruir la morfología, no la pronun-ciación de la lengua escrita. En palabras de Rodríguez y Valiñas, dicho ejercicio permite tomar consciencia de tres aspectos:

primero, que un texto escrito no es para pronunciarse sino para leerse; segundo, que lo que en realidad se escribe son textos (en el sentido discursivo del término) […]; y tercero, que en un texto fonologizado se puede emplear como base de escri-tura el alfabeto fonético (aunque no necesariamente, porque como su nombre lo indica este alfabeto es fonético, no fonológico) (Rodríguez y Valiñas s.f., 3).

Esta práctica permite reconstruir rasgos como la longitud vocálica, que dis-tingue palabras en apariencia homófonas como xiwitl ‘año, yerba, turquesa’ y xîwitl ‘cometa’; metstli ‘pierna’ y mêtstli ‘luna’. Así, se posibilita una mejor tra-ducción y análisis de los términos.

Además de los textos fonologizados (los que reconstruyen la morfología de la lengua escrita en un documento) se utilizan los textos paleografiados (los que se apegan al documento tal como fue escrito) y a medio camino de estos dos se encuentran los textos normalizados. Estos últimos son textos que han sufrido ediciones que implican una transcripción, que sigue reglas ortográficas ajenas, aplicadas con cierta arbitrariedad, aunque naturalizadas por la conven-ción, como sucede con el nâwatl de los textos académicos (Rodríguez y Vali-ñas s.f., 4; véase Parodi 1996). Una vez hecha esta distinción, en este volumen se ha respetado la paleografía de los textos cuando aparecen citados, pero se ha optado por fonologizar el léxico que conforma el objeto de estudio de este li-

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Nota sobre la ortografía

bro. Finalmente, se ha decidido respetar las formas normalizadas de los nom-bres propios (teónimos, topónimos), cuyo análisis no compete a este estudio.

Los lectores estamos acostumbrados a leer el nâwatl normalizado en la lite-ratura especializada, por lo que estoy consciente de que, en principio, el uso de esta ortografía provocará extrañeza y en algunos casos rechazo. Sin embargo, mi elección responde a dos condiciones: mi interés por registrar la morfolo-gía nâwah cronológica con mayor transparencia y mi elección de mostrar gráfi-camente la castellanización de las lenguas mexicanas. Quiero evidenciar que la escritura, y sus convenciones gráficas, se asienta como otra capa más que incide en la configuración de lo indígena, y en ese sentido es otro recurso de represen-tación. Lo que aquí busco es una toma de conciencia. En principio, esta prác-tica intenta un acercamiento más sensible que permita reconocer los rasgos de las lenguas registradas, además de generar cierta autonomía con respecto a los criterios de la escritura del español (ya sea el castellano medieval, el novohispa-no o el mexicano moderno, todos ellos se han configurado en la tradición his-toriográfica).

El vocabulario en lenguas originarias que se utiliza aquí aparece listado en el glosario de este volumen. Las convenciones ortográficas aplicadas para su re-gistro siguen las reglas mencionadas a continuación:

I. Ortografía

a) Se utiliza el alfabeto estandarizado moderno (a, e, i, o, ch, k, kw, l, m, n, p, s, t, tl, ts, w, x, y).

b) Las vocales largas se marcan con acento circunflejo (â, ê, î, ô).3

c) Las aspiradas se marcan con “h”.

d) Las glotales, en caso de poder reconstruirse, se marcan con oclusiva glo-tal (´). Al reconstruir el nâwatl, el problema es que la glotal y la aspirada pue-den confundirse porque su pronunciación depende de la variante empleada.

3 La reconstrucción de la longitud vocálica se realizó a partir del diccionario de Frances Karttunen (1992), quien tomó como fuente el trabajo de Horacio Carochi (1983 [1645]). El trabajo de traduc-ción se realizó en colaboración con Alfonso Vite, tomando como referencia estos trabajos, el Vocabu-lario de Molina (2004) y la herramienta digital Gran Diccionario de Náhuatl (GDN). Los consejos de Leopoldo Valiñas y Erik Velásquez fueron fundamentales para seguir esta estrategia.

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El cuerpo del tiempo

Por tal motivo en lengua nâwatl utilizaré sólo la aspirada y la glotal se empleará en el caso de lenguas cuyo uso esté aceptado y bien documentado, como las va-riantes mayas.

e) Los corchetes indican fonemas reconstruidos.

f) La transcripción se reproduce en itálicas.

g) Las traducciones se indican entre comillas simples.

h) Se utilizan comillas dobles para citas textuales.

II. Nombres propios y topónimos

Éstos pueden aparecer registrados de manera distinta en las fuentes, aunque muchos de ellos ya han sido normalizados y han adquirido autonomía en la li-teratura y en la práctica, como sucede con los topónimos y nombres propios de personajes. Decidir el tipo de ortografía que se emplearía para reconstruir los nombres fue complicado, pues muchos de los sustantivos, especialmente los nombres de algunas deidades o potencias, no parecen tener una traducción sencilla y por consiguiente la reconstrucción morfológica resulta problemáti-ca. Por esta razón, y dado que la identificación de los nombres propios no es el tema central de este trabajo, decidí utilizar los términos normalizados y caste-llanizados. Así, a lo largo del texto el lector encontrará los siguientes criterios:

a) Los topónimos se registran con los nombres estandarizados en castella-no; las citas aparecen entre comillas dobles. Si se genera la reconstrucción mor-fológica, ésta aparecerá en itálicas y su traducción entre comillas simples.

b) Los nombres propios se registran con los nombres estandarizados en castellano; las citas aparecen entre comillas dobles. Si se genera la reconstruc-ción morfológica, ésta aparecerá en itálicas y su traducción entre comillas sim-ples.

c) Los teónimos se registran con los nombres estandarizados en castellano. Esto responde a la dificultad de realizar algunas traducciones. Las citas apare-cen entre comillas dobles. Si se genera la reconstrucción morfológica, ésta apa-recerá en itálicas y su traducción entre comillas simples.

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Nota sobre la ortografía

III. Fechas

a) Las fechas del tônalli han sido traducidas al castellano (1-Lagarto, 2-Casa) para hacer más transparente su lectura. Como no se puede identificar el origen preciso de manufactura de algunos de los tônalâmatl (especialmente los códi-ces del grupo Borgia), no es posible determinar si las fechas registran variantes regionales del nâwatl o del ñudsawi.

b) Para distinguir los dos componentes de las fechas tônalli se han utiliza-do dos registros:

Números arábigos: representan los numerales de las fechas (1-13).

Números romanos: indican la posición del signo-tônalli en la cuenta (I-XX).

Ejemplos: 4-Movimiento (4-XVII); 1-Lagarto (1-I); 2-Flor (2-XX).

IV. Registro de gentilicios y lenguas

La lengua es uno de los criterios que permite identificar a los habitantes de una región. Sin embargo, esta relación no refleja una realidad, sino que responde a una práctica que ha facilitado la designación y agrupación de las sociedades originarias de este continente. Un alto porcentaje de las lenguas y los gentili-cios registrados en el siglo xvi son traducciones y referencias que no coinciden con la manera en que un grupo se identificaba a mismo. Por ejemplo, “mix-teca” es el término con el que los nâwah designaron a los ñudsawi. Siguien-do con la línea planteada en la introducción de este volumen, aquí utilizaré los nombres con los que los grupos se autodenominan y con los que designan a su propia lengua. Esta labor no es sencilla porque el uso de conceptos está deter-minado por fenómenos históricos, contextuales, variantes regionales y cambios lingüísticos –tema que se discute brevemente en la introducción de este volu-men, donde se problematiza el fenómeno de la construcción de las identida-des y las representaciones–. Así, antes de iniciar la exposición es preciso señalar que los etnónimos y gentilicios que aparecen en este libro son conceptos mo-dernos, ya estandarizados, que pudieron haberse utilizado en fechas más tem-pranas, pero cuyo uso no puede aplicarse al pasado de manera indiscriminada porque son conceptos históricos y no siempre se cuenta con suficiente docu-

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El cuerpo del tiempo

mentación para poder hacer una reconstrucción diacrónica que observe con detenimiento los cambios en el uso.4

En consecuencia, los términos que aquí se utilizan corresponden a aquellos con los que se han autodenominado los hablantes de una lengua o descendien-tes de un grupo, en algún momento de su historia. En este sentido son designa-ciones arbitrarias, pero permiten hacer referencia a los sujetos de este estudio en términos de mayor respeto. Es decir, el criterio detrás de esta propuesta es generar un ejercicio de representación más horizontal. No es mi intención apli-car un término que homologue, fije y refleje mejor una supuesta identidad (universal y atemporal) de sus hablantes.

El vocabulario empleado con estos fines aparece en el glosario de este volu-men, en el apartado de etnónimos y gentilicios.

V. Códices y manuscritos

Los nombres de los códices consultados en este estudio fueron modificados por el departamento editorial del Instituto de Investigaciones Estéticas para cumplir sus criterios ortográficos y editoriales.

4 Algunos estudios sobre este tema, con aplicación a casos concretos: Dakin (2017) para el centro de México; Oudijk (s.f.) para los zapotecos o bene ; Terraciano (2013) para los ñudsawi y Ariel de Vi-das (2003) para los tênek.

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Introducción

Hace algunos años, manejando a mi destino vacacional, la voz de una niña in-terrumpió la monotonía del viaje para señalar: “¡Ese señor está manejando tres camiones al mismo tiempo!” Al girar la cabeza para ver a qué se refería pude cerciorarme de que estaba en lo correcto. Pero lo extraordinario de la situación no radicaba en el fenómeno mismo, sino en la manera en la que se había for-mulado la frase, que puso de manifiesto un evento que no tenía lógica. El su-ceso tomó forma en el lenguaje de una niña de cinco años, etapa en la que el lenguaje y el pensamiento se mueven con mayor libertad. Tiempo después de aquel incidente tropecé con un libro que me hizo recordar la anécdota. Como asienta el autor en el prefacio, el detonante de su reflexión fue otro artilugio de la palabra, el fabuloso bestiario de una supuesta enciclopedia China que salió a su encuentro en un texto de Borges. Según Foucault, su libro nació:

De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento –al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía–, trastornando todas las superficies orde-nadas y todos los planos que ajustan la abundancia de los seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro (2008 [1968], 1).

Las palabras y las cosas ofrece a los lectores una arqueología del saber que abarca la reconstrucción de las configuraciones culturales e intelectuales –pa-labras, discursos, géneros– que han dado forma al conocimiento occidental y dan una pista de cómo se ha concebido y reformulado a lo largo de la historia (Foucault 2008). El ejercicio analítico abrió la puerta para repensar viejos pro-blemas y en Arqueología del conocimiento Foucault amplía su reflexión para ob-servar la construcción de prácticas discursivas y las relaciones de componentes

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El cuerpo del tiempo

dentro de sistemas de formación, incluyendo los libros, para entender la gene-ración del conocimiento (Foucault 2010 [1969]).

La referencia a Las palabras y las cosas y a la Arqueología del conocimiento resulta idónea para introducir el presente estudio, no porque me interese apli-car la teoría foucaultiana para abordar los códices prehispánicos sino porque, entre otras cosas, esta obra brinda una reflexión epistemológica similar a la que pretendo realizar aquí, es decir me guiaré por la pregunta en torno a la gene-ración del conocimiento y su registro en cierto tipo de objetos (libros, códi-ces), aunque el análisis pueda llevarnos por otros caminos. Comencemos esta introducción señalando que el tônalâmatl, considerado uno de los principales géneros de libros producidos en el centro de México durante la época prehis-pánica, ha sido objeto de un gran número de estudios desde su “descubrimien-to” en el siglo xvi.5 Sin embargo, aquí me interesa hacer un ejercicio de análisis crítico en torno a la manera en que se ha construido la representación de este artefacto en la tradición historiográfica moderna, además de repensar tanto el tipo de contenido que registra como las implicaciones de su composición ma-terial y formal. ¿Qué es lo que entendemos cuando nos referimos a los códices prehispánicos que presentan cuentas de tiempo?, ¿son astronómicos, astrológi-cos, rituales, adivinatorios, míticos?, ¿podemos pensarlos más allá de estas es-feras temáticas? ¿Y si las posibilidades trascienden nuestro vocabulario? Esta revisión implica cuestionar la clasificación e interpretación de los fenómenos y problemas asociados al tônalâmatl para continuar, a partir del estudio de un objeto, con la revisión de otros temas como la concepción del tiempo, la confi-guración espacial y cosmológica, y la vinculación con ciertas prácticas entre los grupos del México central. En esto puede resumirse la principal contribución del presente trabajo. Y en este sentido lo que se busca es dar un giro a nuestra concepción del paradigma cronológico usado por estas sociedades antes y des-pués del contacto con el viejo continente.

5 La noción de “descubrimiento” a la que me refiero en esta frase nos remite a la idea ingenua de que el continente americano, con sus habitantes y objetos, obtuvieron un lugar en el mundo después de su descubrimiento por parte de los viajeros europeos. Esta idea tiene su antecedente en trabajos como el de O’Gorman (1976). La referencia es importante porque, como se expondrá en los capítulos 1 y 3 de este trabajo, los tônalâmatl se reinventaron a partir de su representación como libros en el imaginario colonial. Esta representación sigue vigente.

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Introducción

A diferencia de otros estudios que toman como fuente primaria las descrip-ciones textuales coloniales que explican qué son y cómo funcionan los códices y luego aplican este conocimiento cuando analizan los ejemplares, el presen-te estudio parte del objeto mismo. Así, se comienza con el análisis material, la composición, los rasgos formales y la estructura del contenido de los tônalâ-matl para posteriormente complementarlo con el estudio del vocabulario en lengua originaria empleado para referirse a estos objetos y a los fenómenos que se registran en ellos. Me interesa especialmente observar las transformaciones de los códigos visuales y la modificación de las técnicas de manufactura pro-ducidas a partir de la introducción de los libros europeos en la Nueva España. Éste es uno de los hilos conductores. Los textos explicativos coloniales se to-man como fuentes secundarias, que permiten ubicar la construcción de los ob-jetos dentro del imaginario y de la discursividad literaria europea del momento.

Parafreaseando a Cummins en su estudio sobre keros –uno de los princi-pales referentes metodológicos de los que abreva este volumen– ésta es una historia de imágenes, objetos [y conceptos], que por medio de su interacción revelan transformaciones históricas radicales (2002, 1). Así, el presente análi-sis tiene por objetivo partir del tônalâmatl, de su materia, sus códigos gráficos y su lenguaje plástico, para rastrear las modificaciones en la manera de concebir y experimentar el tiempo en las sociedades que habitaron el centro de México al-rededor del siglo xvi. Ésta es la historia de un tiempo orgánico, vivo. Un tiem-po que existía a través de un cuerpo, que habitaba una piel.

Palabras, representaciones, discursos, identidades

Comenzar la discusión refiriéndose a la obra de Foucault responde a que el pre-sente volumen trata también el problema de la construcción y transformación del conocimiento, y en ese sentido se genera una reflexión epistemológica. Es decir, partimos de cuestionamientos que buscan entender cómo nos relaciona-mos con los objetos que registran cronologías; cómo se conforman los concep-tos, las teorías, las ciencias, los géneros, los discursos en torno a ellos; cómo se construyen las representaciones del tiempo; qué tipo de representaciones nos han guiado en nuestro abordaje de los códices y calendarios prehispánicos; y, finalmente, si podemos comprender el pasado precolombino de manera direc-

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El cuerpo del tiempo

ta sin que medie una representación. Ser conscientes del proceso de mediación enriquece la comprensión de un fenómeno y aclara la relación de los elementos que intervienen para dar forma a cada construcción, pues no hay descripción neutra. Todo enunciado es un proceso creativo, una invención, y por ello debe-mos tener en cuenta las categorías culturales, los modelos de género, los estilos y categorías discursivas y las condiciones de enunciación orientadas por la dis-ciplina que interviene en su elaboración durante el ejercicio analítico (Foucault 2010 [1969], 71-76; Bois 1990).

La historia antropológica y la literatura etnográfica han mostrado lo fruc-tífero que resulta estar consciente de las ficciones analíticas hegemónicas que aplicamos para universalizar temas como la generación de conocimiento, pues una vez identificadas nuestras fronteras epistemológicas es posible hacer nuevas preguntas para abordar viejos problemas (Cohn 1980; 1990; Sahlins 1976a; 1997[1985]; 2011; Wagner 1986; 1981 [1975]; Strathern 1988; 1990; Thomas 1989; Latour 1993; Basso 1996; Mondragón 2018). Como se obser-va en estos trabajos, el contacto con el otro, el choque con la alteridad, no sólo permite ampliar nuestro campo de conocimiento para incorporar otras posi-bilidades de pensamiento, también estimula un ejercicio crítico sobre los in-tereses y motivaciones que nos llevan a proyectar nuestros paradigmas en “ese otro”, quien se nos revela en la representación como la proyección en un espejo, por analogía. De ahí nuestra fascinación.

Así llegamos al problema de la representación, un tema central para la his-toriografía indígena (Del Val y Zolla, eds. 2014; Battcock y Rubio, eds. 2017). Detrás del término “indígena” está la caracterización de los grupos “otros”, que ha variado a lo largo de la historia, aunque de manera muy general, aquél ope-ra por oposición y complementación con conceptos de un campo semántico: el Occidente, las naciones del noratlántico, etc. West and the rest, en palabras de Sahlins (1976a)–. Esta oposición se materializa en conceptos como indígena y prefijos como prehispánico, precolombino, novohispano, que sólo existen en función de su término complementario. Incluso apelativos como grupos nati-vos o naciones originarias tienden a ubicar a estas sociedades en un tiempo pre-vio, desfasado con respecto al hombre occidental y su presente, negando así su

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Introducción

contemporaneidad (Fabian 1983, 37-70). Esta relación siempre se articula en términos de una asimetría.6

Como han observado varios autores, el no Occidente es una categoría ar-tificial, cuya existencia está atada de manera inextricable a la dicotomía que implica una relación de codependencia, que asume ambos términos como los extremos de una balanza (desequilibrada) en la que se privilegia una ma-nera de ser sobre la otra. Esta caracterización establece una escala de valores que caracteriza a la historia humana de manera lineal, progresiva y unidirec-cional, que va de lo primitivo a lo civilizado, de lo estático a lo dinámico, de lo mítico a lo histórico, de lo irracional a lo racional (Sahlins 1976; Koselleck 1993; Taussig 1993; Barth 1995; Pazstory 1999; Klein 2002). Las últimas dé-cadas del siglo xx vieron surgir una serie de trabajos que intentaba replantear la relación entre el Occidente y el no Occidente, ya no en términos de simple aculturación o dominación y resistencia, sino poniendo el énfasis en la agencia indígena y la complejidad y pluralidad de dinámicas y respuestas que estas so-ciedades produjeron con respecto a las políticas coloniales. Así, los juegos de representación y poder han sido objeto de análisis desde varios frentes (Com-maroff 1985; Stoler 1989; Cooper y Stoler 1989; Commaroff y Commaroff 1991; Taussig 1993; Bhaba 1994; Nicholas 1994; Mignolo 1995; Barth 1995; Matthew y Oudijk 2007; Baber 2010; Ruiz Medrano 2011; Navarrete y Al-cántara 2011; Battcock y Bravo 2017; Aguilar Gil 2017), posicionando tam-bién a las instituciones académicas –y sus prácticas de generación y validación de conocimiento– como uno de los principales actores en este ejercicio de re-presentación (Cohn 1980; Thomas 1989).

La retroalimentación cultural en el México central fue un complejo pro-ceso que se dio de varias maneras. Las sociedades indígenas americanas incor-poraron elementos y prácticas del Viejo Mundo para responder a intereses y necesidades específicos, como la construcción de entidades de orden jurídico y administrativo (Mignolo 1995; Cummins 1994; 2002; Ruiz Medrano 2010a;

6 La misma nomenclatura aplicada para el estudio de los grupos originarios de América –de la era post Bering hasta la precolombina– hace evidente la supeditación del nuevo continente al Viejo Mundo. Su historia abarca más de 15 000 años de desarrollo autónomo, pero seguimos asumiendo que estuvo con-dicionada por los mismos principios de operación de la historia occidental, lo cual hace posible la iden-tificación de los hombres prehispánicos en términos de “no como nosotros, pero todos iguales” (Klein 2002, 131-132).

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Rappaport y Cummins 2011; Castañeda 2013). El ejercicio inverso también ha podido ser rastreado por autores que analizan cómo los europeos incorpora-ron elementos, técnicas y prácticas de los grupos americanos dentro de su uni-verso cultural (Lockhart 1999; Brooks 2002; Matthew y Oudijk 2007; Botta 2013; s. f.; Levin 2014). Así, a partir del estudio de casos específicos –entre los que destacan la incorporación de prácticas discursivas, orales y literarias, y la reconfiguración de narrativas– los habitantes del Nuevo Mundo, de distin-ta filiación étnica y cultural, y de diferentes jerarquías sociales, enriquecían y retroalimentaban su experiencia cotidiana en un mundo cosmopolita y diná-mico por medio de prácticas transculturales.7 Es fundamental comprender la complejidad social que se entretejía en la Nueva España en la segunda mitad del siglo xvi, época a la que pertenecen las fuentes coloniales más antiguas uti-lizadas en este estudio, para darse cuenta de la imposibilidad de tener acceso a visiones puras de sociedades prístinas, precolombinas o europeas (Dean y Leib-sohn 2013). El problema de las identidades puras y excluyentes radica en que esta caracterización no concuerda con la realidad de los sujetos ni en el pasado ni en el presente.8

En consecuencia, lo que el lector encontrará en este volumen no es una ex-plicación perfectamente articulada de los códices y calendarios prehispánicos, sino un seguimiento de casos por medio de los cuales es posible reconstruir los procesos de traducción e interpretación de problemas cronológicos –en el sen-tido más amplio que se puede aplicar el término– a partir del estudio de la cul-tura visual y material. Estos ejemplos permitirán rastrear las transformaciones y

7 A diferencia de la aculturación, que implica la pérdida de una cultura previa que es sustituida por la nueva, el término transculturación se refiere a un proceso que involucra una serie de fases de transición entre diferentes “culturas” y que permite una reinvención creativa que responde a las situaciones espe-cíficas de sus usuarios (Ortiz 1995 [1940]: 102-103). Otra aproximación interesante para pensar en el devenir histórico como una estructura que se va desarrollando a partir del conjunto indefinido de per-mutaciones contextuales (determinadas, por ejemplo, en el momento de los contactos), es planteada por Marshall Sahlins (1997[1985]).

8 Elena Aguilar Gil, autora nacida en una familia mixe (ayûkjâ'ây), nos recuerda que las identidades no son fijas ni estables, por lo que invita a experimentar la flexibilidad. Su texto resulta muy pertinen-te para esta discusión porque en él la autora elabora una sencilla, pero estimulante reflexión, en torno a lo que ha significado para ella descubrir su identidad indígena y sentirse acotada por una caracteriza-ción rígida y artificial que no se corresponde con su realidad plena. El breve texto ejemplifica de ma-nera muy eficaz la dinámica de inclusiones, contrastes y exclusiones que se generan desde el discurso dominante (Aguilar Gil 2017).

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adaptaciones sufridas por objetos, imágenes, conceptos y prácticas en torno al tiempo, tal como fueron concebidas y expresadas por distintos interlocutores en sus obras plásticas y literarias (códices, libros y manuscritos).

En este sentido, resulta necesario revisar las caracterizaciones que utiliza-mos para explicar la composición social, política y étnica de los sujetos de este estudio: los habitantes del centro de México durante el Posclásico tardío y la colonia temprana (groso modo, entre los siglos xiv y xvi). Por esta razón es preciso hacer una pausa para identificar, aunque sea brevemente, cómo se han construido sus representaciones en la literatura. Esto permitirá ubicar mejor a los individuos que dieron vida a objetos y prácticas a los que se referirá este vo-lumen.

Los habitantes del centro de México al momento del contacto

El término “Mesoamérica” facilita la identificación de los grupos que habita-ron parte de los territorios actuales que van de México a Costa Rica. Además, permite la proyección de valores culturales que conforman una tradición mi-lenaria que aparentemente ha sobrevivido desde el Preclásico al presente. Sin embargo, este concepto es una construcción homogeneizante, ajena y artificial, construida por agentes externos a lo largo de un siglo, en un acto equivalen-te al orientalismo analizado por Eduard Said. En este sentido funcionan den-tro de la dinámica asimétrica antes mencionada: Occidente y los otros, altas y bajas culturas americanas.9 Por esta razón, trataré de no emplearlas. En contras-te, la lectura de las fuentes coloniales revela que al momento del contacto en el valle central de México existía una gran pluralidad social y étnica, poniendo en duda la homogeneidad cultural “mesoamericana”. Las tradiciones historio-gráficas locales decriben una organización compleja basada en varios tipos de

9 Mesoamérica es un concepto creado en la primera mitad del siglo XX en un intento de tener un modelo interpretativo que designara a las altas culturas desarrolladoras de la agricultura del maíz ciencias, calendarios y libros– en oposición a las bajas culturas del continente –pobladores de regiones marginales, como cazadores y recolectores de Oasisamérica y Aridoamérica o grupos chichimecas– (Kirchhoff 2009 [1943]). Esta caracterización crea una falsa oposición entre civilizados y primitivos en todo el continente. Para comprender la construcción de este concepto, véase el estudio de Jáuregui (2008).

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relaciones –históricas, sociales, políticas, comerciales, rituales, militares, genea-lógicas– entre grupos autónomos pero que estaban fuertemente vinculados. Si bien varias de estas comunidades compartían la misma lengua y una estructura política y administrativa similar –hablando de los grupos nâwah–, no se con-sideraban parte de un mismo orden étnico, por lo menos en los términos es-tablecidos por la teoría de las áreas culturales (Wissler 1938[1917]; Kroeber 1948[1923]; Kirchhoff 2009[1943]). Como revelan los estudios, esta comple-jidad sociocultural se mantuvo aun después de la llegada de los españoles y se reconfiguró a lo largo del periodo novohispano, lo que originó nuevas alianzas, reajustes y conflictos con agentes de distinta filiación.10 En este sentido, ya para mediados del siglo xvi resulta difícil distinguir entre indios y cristianos, como si fueran dos esferas puras y excluyentes que oponían a nativos y fuereños. Si bien la literatura emplea términos como indios o naturales, éstos responden a motivaciones específicas que se derivan de criterios discursivos –por ejemplo, distinciones jurídicas– condicionados por el tipo de fuente en el que se inser-tan (Levin 2007; Inoue 2007; Nava 2013, Battcock y Bravo 2017).

Las relaciones entre etnias se comprenden mejor al revisar las tradiciones historiográficas locales, en las que los procesos de vinculación y diferencia-ción juegan un papel central. Así, encontramos relaciones significativas entre los grupos que participaron en episodios históricos relevantes, como la migra-ción de Aztlán o el paso por Chicomoztoc. En este caso no son la lengua ni la etnia las que articulan la unidad del grupo (un grupo diferenciado en siete lí-neas de descendencia), sino la historia compartida. Otro tipo de vínculos se es-tablecieron a partir de la transmisión de prácticas y saberes, como es el caso de los tôltêkah y los chîchîmêkah, cuyo prestigioso legado se expandió a través de las “fronteras étnicas”. A los primeros se les atribuye el desarrollo de tecnologías sofisticadas, como el uso de códices y el florecimiento de las artes, aunque las fuentes también se refieren a los ñudsawi (mixtecos) como responsables de esta herencia. Los chîchîmêkah tuvieron una importante participación en la instau-ración de rituales y la configuración de alianzas para obtener derecho a ocu-par nuevos territorios. La importación de objetos y rituales tênek (huastecos)

10 Para el caso de los grupos que habitaron los lagos de México y Tetzcoco, los estudios de Navarrete (2011) y de Castañeda de la Paz (2013) ofrecen un panorama general y completo de la configuración histórica y sociopolítica de la región, desde el Posclásico hasta la época novohispana.

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–como la introducción del pulque y del culto a Quetzalcoatl y Tlazoltéotl–; el reconocimiento de lazos con los antiguos teotihuacanos y los grupos del nor-te provenientes de Aztlán; o las rivalidades históricas de los mêxihkah con los tlaxkaltekah y malînalkah, son sólo algunos fenómenos que permiten com-prender la complejidad histórica y cultural de los grupos del centro de México. Dichos episodios muestran que para los habitantes de la región los contactos con gente de lugares, lenguas y prácticas culturales diferentes era una situación bastante común, por lo que puede identificarse un escenario dinámico previo a la llegada de los españoles –como sucedía en Europa y el Medio Oriente, por donde transitaron objetos, personas e ideas en varias direcciones.

El flujo de grupos xi´ui (pames), hñâhñû (otomíes), nâwah y masâwah que en oleadas llegaron a los valles centrales de México y desplazaron a las comu-nidades asentadas con anterioridad, muestra movilidad muy dinámica y com-pleja en la zona. Estos contrastes no siempre se ven reflejados en las fuentes coloniales escritas, principalmente porque muchas de estas obras tuvieron la intención de unificar en una historia común a los nativos de la Nueva España, tomando como referencia las prácticas discursivas e históricas del Viejo Mun-do y los intereses de los autores indígenas que las dieron a conocer. Sin em-bargo, la circulación de personas, objetos e ideas se refleja claramente en los préstamos lingüísticos y cronológicos, en la dinámica de ocupación y desplaza-miento observada en los asentamientos arqueológicos, y en la pintura rupestre que ha dejado marcas a lo largo del territorio (Manrique Castañeda 1989; Hers 1989; Hers et al. 2000; Carot y Hers 2006; Kaufman y Justeson 2009; Valiñas 2010; Levin 2013, 36-59).

La relación con el pasado y con el territorio ancestral estaba condiciona-da por el énfasis en la movilidad y el desplazamiento, que implicaba un vínculo con el lugar legendario de origen y con los hermanos, aliados o enemigos, con quienes se iba configurando una historia común, aunque sólo fuera para distin-guirse de ellos. Así, se generaron dinámicas operativas que influyeron tanto en la configuración de identidades entre lo propio y lo otro, como en la concep-ción particular del espacio, el tiempo y la historia.

Resumiendo, la organización sociopolítica de la región de los Lagos de Mé-xico –Zumpango, México, Tetzcoco, Chalco y Xochimilco– se configuró a partir de la ocupación de grupos que se asentaron en diferentes momentos y que establecieron relaciones, sin integrarse plenamente, pero que determina-

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ron los conflictos y alianzas que encontraron los españoles a su llegada.11 La geopolítica lacustre estaba conformada por una red de poblaciones articuladas en diversos niveles: la familia, el tlaxilakalli –barrio o grupo corporativo–, el kalpolli –grupos de origen casi filial, que se acompañaron a lo largo de la migra-ciones y que formaron barrios con su propio patrón o kalpolteôtl–, el âltepêtl –entidad política independiente con identidad propia, constituido por las uni-dades anteriores–, el tlahtohkâyôtl –organizaciones político-territoriales prece-didas por un tlahtoâni– y el wei tlahtohkâyôtl –‘gran tlatocáyotl’–. Las fuentes mencionan los principales wei tlahtohkâyôtl que presidían los âltepêtl del Va-lle de México: los tenochkah, tepanekah, akolwakeh, xôchimilkah, kôlwahkeh, châlkah, miskikah, todos vinculados con grupos que pasaron por Chicomoztoc (Castillo Farreras 1972: 29; Carrasco 1988: 174; Obregón Rodríguez 1995). Para 1519, la zona de los lagos se encontraba regulada por los tres âltepêtl que conformaban lo que hoy conocemos como la Triple Alianza: Tlacopan, Méxi-co-Tenochtitlan y Tetzcoco, cuya influencia alcanzó territorios lejanos habita-dos por gente de distintas culturas y lenguas.

Estos conglomerados sociopolíticos seguían un modelo de ordenamien-to y gobierno que implicaba un movimiento coordinado de sus subunidades, que iban de la escala local a la regional en una sucesión de turnos establecidos de manera ordenada. Dicha dinámica de rotación fue identificada por James Lockhart como organización modular, pues implica la conformación de seg-mentos autónomos, pero vinculados, que participan de manera ordenada con-formando unidades mayores perfectamente articuladas (Lockhart 1999: 396). Al analizar fuentes nâwah del siglo xvi, Lockhart pudo observar que esta or-ganización se proyectaba también a otros ámbitos, como el calendario festivo, la rotación del trabajo, la adquisición de cargos, el desempeño de funciones lo-gístico-administrativas y hasta en la composición poética. Este tipo de organi-zación se refleja también en el ordenamiento de los periodos temporales que conforman la cuenta del tiempo, como se verá más adelante.

De las entidades que conformaban la Triple Alianza, México-Tenochtitlan es la que ha tenido mayor peso en la historiografía, por la cual suele designarse como mexicanos o mexicas a los habitantes de esta región –por ejemplo, la len-gua nâwah, que se utilizó como lengua franca en la colonia, fue designada tam-

11 Hay ocupaciones desde el Preclásico, aunque el periodo que nos ocupa abarca del siglo XIV al XVI.

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