Nueces robadas. Todos son sospechosos.

—¡Miserables ladrones! —gritó un animalillo que se escurría nervioso por la nieve—. ¡Ladrones Miserables!

Era noche cerrada y todo el bosque dormía. Caía una ligera nieve muy hermosa.

—¡Saqueadores codiciosos! —maldijo el pequeño animal con una voz temblorosa y sibilante—. ¡Codiciosos saquea-dores!

4

El animal llegó a un sendero; un sendero que conducía a una casita; una casita que era una comisaría. Y como de costumbre en la comisaría, la ventana estaba iluminada.

El animal se quitó la nieve del pelaje, también se sacudió la larga y peluda cola de tal forma que los copos se arremo-linaron a su alrededor. Se trataba de una ardilla que justo estaba limpiándose las patas antes de entrar.

—¡Puf! ¡Qué desastre y qué tristeza! —exclamó—. Qué desastroso y triste...

La ardilla miró a su alrededor. Aquella era una comisaría bastante normal. Primero se accedía a la gran sala policial. Junto a la puerta había una vitrina de cristal. En el interior de la vitrina se guardaban una pistola y una porra. El cristal era muy grueso y la vitrina estaba cerrada con un robusto candado.

En medio de la gran sala había una chimenea donde chis-porroteaban los últimos rescoldos. Detrás de la chimenea había una cocinita donde podía prepararse el té.

La comisaría tenía tantos útiles modernos que la ardilla no sabía ni qué eran. Le parecía que estaba en una casa extraña con objetos raros por todas partes. Ella vivía en un agujero de árbol. No tenía sillas ni mesa ni nada por el estilo. Allí solo había espacio para ella y sus nueces. Así se sentía a gusto y era más que suficiente.

Poco después la ardilla vio tres grandes latas de galletas. Notó un delicioso aroma y las observó con interés.

5

Entonces la ardilla se giró hacia la derecha. Allí se encon-traba el calabozo con una puerta de barrotes que estaba abierta. En su interior había un catre con un grueso edre-dón y dos almohadas. Al parecer, en ese momento no había ladrones.

Luego se giró hacia la izquierda. Allí vio otro pequeño cuarto, el dormitorio del jefe de policía. La ardilla echó un vistazo a través de una rendija en la puerta. Encima de la cama había imágenes de diferentes sapos, sapos viejos y crías muy pequeñas y bastante feas, pensó la ardilla.

De inmediato entró, siguió recto y se encontró delante de un gran escritorio. Tras él un grueso sapo estaba sentado ante un importante papel con un bolígrafo en la mano. Ese sapo era el famoso inspector Gordon, el jefe de la Policía y de los detectives de aquel bosque. El famoso inspector Gor-don, el más temido por todos los malhechores.

Pero el inspector Gordon estaba durmiendo. Dormía encima del importante papel, con el rostro rodeado de un pequeño montón de migas de bizcocho.

6

Tenía la boca abierta y roncaba. Por la comisura de la boca le bajaba un hilo de saliva que caía sobre el importante papel.

—¡Puf! —se quejó la ardilla en voz baja una vez más.

El inspector se sobresaltó, gruñó un poco y se lamió los labios aún dormido.

Entonces se restregó sus grandes ojos redondeados y, de pronto, pareció totalmente despierto.

7

—¡No dormía! —dijo de repente—. Estaba sentado escribiendo algo importante.

Observó la hoja de papel. Todo lo que había escrito estaba ahora mojado y apenas era un borrón. Con migas de biz-cocho.

—Pero no ha quedado muy bien —añadió apenado, y estrujó el papel—. Querida ardilla, por favor siéntate en la banqueta para las visitas. ¿Qué puedo hacer por ti?

La ardilla se sentó con cuidado en una pequeña banqueta y comenzó su relato. Se trataba de una historia larga y con-fusa, cuyo inicio tardó mucho en llegar aunque después pareció no tener fin. Cada vez más personajes se sumaban al relato, no aportaban nada y desaparecían sin más de la historia. Los sospechosos del crimen eran muchí-simos. Pero ¿cuál era el crimen exactamente? Nadie hubiera podido entender de qué iba la historia.

Sin embargo el inspector Gordon lo entendió.

8

La ardilla estaba tan indignada que rompió a llorar. El inspector le dio un pañuelo pero no la interrumpió. Nunca lo hacía. A veces pronunciaba un escueto «Vaya, vaya» para ayudar a la ardilla a no perder el hilo. Después de tres cuar-tos de hora, el inspector Gordon escribió en una nueva hoja de papel seca:

Por fin, la ardilla acabó su relato y permaneció sentada hipando un poco y acariciándose la nariz con la cola para consolarse. Tenía una nariz suave y unos ojos tiernos y sen-sibles. El inspector se puso un poco celoso.

9

El escritorio del inspector tenía dos cajones. Uno era para las anotaciones importantes. El otro para el sello. El inspector sacó su gran sello anticuado, lo colocó encima del papel, lo movió primero un poco hacia la derecha y después un poco hacia la izquierda. Entonces presionó. ¡Cata-plán!, sonó.

De pronto la ardilla parecía tranquila y satisfecha.

«Un sello muy bueno», pensó el inspector Gordon.

La ardilla juntó las manos y apretó el pañuelo.

—¿Recuperaré mis nueces? —preguntó, preocupada.

—Me ocuparé del caso.

Salieron juntos fuera, a la nieve. Todavía nevaba, pero la luna llena lucía esparciendo su luz por encima de las copas de los árboles. La ardilla dijo que podía mostrarle el camino. El inspector Gordon negó con la cabeza.

Vio de dónde procedían las huellas. Él sabía seguirlas. ¡Para eso era un inspector!

Vigilando el agujero.Sin novedad. ¿O sí?

El inspector Gordon sabía seguir el rastro en la nieve. Pudo ver que una ardilla había caminado en dirección a la comisaría hacía nada, quizá tres cuartos de hora. También pudo ver que la ardilla estaba nerviosa y había saltado de un lado a otro.

El inspector resoplaba y jadeaba mientras caminaba por la nieve. Al respirar formaba nubes de vaho que salían de su ancha boca.

Las huellas lo condujeron hasta un gran pino con un agu-jero. Un pequeño agujero por el que se entraba arrastrándose hasta llegar a un gran agujero interior. Allí la ardilla había ido acumulando nueces durante todo el otoño.

Y pensaba comérselas en invierno.