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Índice

Portada

Una ciudad entera

Créditos

Prólogo. ¿Podría una persona deprimida escribir este libro?

Primera parte. Disciplina

Los gnomos

Hija de puta oculta en Kuwait

Una habitación propia

El Sardinero

Mi jardín y mis flores

Bio #1

La aventura

Detalles

ducación Física

1980

Ikea

Monolito

Detrás de ti en el Museo del Traje

Goya en Burdeos

Maniobras orquestales en la oscuridad

Un sauce a lo lejos

Cuento del artesano

Destrucción del equilibrio biológico

El dueño

Cazador Conductor

Segunda parte. Equipo

El abismo

Dramaturga

Música industrial para gente industrial

Ritos de primavera

Trífidos

Bracito de mar

Razas de noche

Destacado miembro de la patrulla fluvial

Tío Emilio

Hacer siempre lo mismo y hacerlo siempre distinto

La pecera

Deseo de ser funcionario

La témpera

Todas las criaturas estaban a mi servicio

Sol de justicia

Una nube que la lleva el viento

Monstruos marinos

La vida está bien si no te rindes

Aquelarre

Centauro

Francisco Franco está recogiendo tu pedido

La castaña

Detrás de ti en el Museo del Jamón

l hospital

Los sonidos mágicos de Ecuador

Cúbrelo de luces

La dama y el vagabundo

Khaleesi

Joy

cosistema

Bio #2

El enebro

Tercera parte. Sacrificio

España es mía

Plantas de interior

Warhammer 40k

Todos los colores de la oscuridad

Los donus

Verano invencible

Lydia

Las estrellas

Córneas negras

Al habla

Cómo viajar en el tiempo

Cabeza de gorila

Velociraptor

Luz de agosto

Muerte por mil cortes

Un creciente interés por mirar hacia arriba

La cara oculta de la luna

Bio #3

Algo no va bien

Todos los ojos

La catedrática

Samuel Beckett se abrocha la camisa

Nadie te quiere ya

Ha llegado el tapicero

Tengo algo que contarte

Mirta

En mitad del campo en movimiento

Proporción áurea

Créditos

JORGE DE CASCANTE nació en Madrid en 1983. Lleva desde 1999 colaborando en prensa, revistas y fanzines. Sus artículos, columnas y cuentos han aparecido en publicaciones como La Vanguardia, VICE, El País, Apartamento, ICON, Vanity Fair, GQ o Tentaciones. Su primer libro, una colección de relatos titulada Detrás de ti en el Museo del Traje, fue publicado por la editorial El Butano Popular en 2013. Su segundo libro, otra colección de relatos titulada Hace tiempo que vengo al taller y no sé a lo que vengo, fue publicado en Blackie Books en 2019. Bajo este mismo sello ha editado, entre otros, El Libro de Gloria Fuertes (2017), El Gran Libro de los Perros (2018), El Libro de Gila (2019), El Gran Libro de Satán (2021) y El Libro de Ana María Matute (2022). Aparte, ha traducido al castellano numerosas obras de autores como Quentin Blake, RZA, David Sedaris o William Steig. En la foto de la izquierda se puede admirar a su amiga Yoko (2015-2017). El autor es una persona normal de rostro no desfigurado, pero gusta en todo momento de no aparecer nunca jamás en ninguna parte.

para Lola de Cascante

Toda mi vida,

desde los diez años,

esperé

a estar aquí

en este infierno

contigo;

todo lo que

quise y

aún quiero.

ALICE NOTLEY

Prólogo

¿Podría una persona

deprimida escribir este libro?

Casi todas las noches tengo pesadillas, sueño que alguien viene a matarme y tengo que huir, la persecución se prolonga durante mucho tiempo. A veces me persigue un asesino recién fugado de una cárcel de máxima seguridad y a veces es el mismísimo Cobrador del Frac, que rastrea mi pista a través de un bosque hasta que caigo en una trampa y acabo en un hoyo con mi cuerpo atravesado por estacas de madera. El Cobrador del Frac baja por una cuerda, se coloca cerca de mi cara y dice «ya no podrás esconderte». En todas esas pesadillas mi objetivo es alcanzar una zona segura que suele ser una caja de madera imposible de abrir desde el exterior, una celda de un monasterio al estilo de las del videojuego La Abadía del Crimen en la que siempre hay sábanas limpias y ropa recién lavada, o una habitación del pánico camuflada en un apartamento. Siempre son espacios muy reducidos. Cuando llego a esa zona segura, la pesadilla deja de ser pesadilla y se convierte en un sueño agradable del cual preferiría no despertar.

Una tarde me quedé en casa de unos amigos cuidando de su hija de ocho años y la niña me preguntó cómo era un día normal en la vida de un escritor. Le dije que consistía en estar en una habitación cerrada, en soledad, sentado en una silla, mirando a veces a una libreta, a veces a una pantalla de ordenador y a veces a la nada, escribiendo alguna frase muy de vez en cuando. La niña dijo «es como estar castigado» y yo respondí «es exactamente como estar castigado». Pensé es un castigo que la gente cree que es malo pero que para ti es bueno. Y a continuación pensé quizá estoy perdiendo el norte. Supongo que escribir, para mí, es encontrar esa zona segura que aparece en mis pesadillas. Cuando estoy escribiendo estoy bien, me olvido un poco de los problemas y desilusiones de la vida de afuera y deduzco que voy a lograr salir adelante.

Este libro es una colección de cuentos que giran —algunos más y otros menos— en torno al trabajo, la vida de oficina y el intento por mantener tu dignidad mientras la explotación laboral y la incomunicación te llueven todo el rato como una tormenta de verano. Aprovechando ese tema que va hilando estas historias, he pensado en escribir este humilde prólogo apuntando algunos pensamientos que tengo sobre el oficio de escribir, o al menos sobre mi oficio de escribir.

De pequeño, cuando llegaba el carnaval, o el cumpleaños de alguien de clase, me disfrazaba siempre de ninja cubriéndome entero de negro y rematando el disfraz con unas gafas de sol para que no asomara ni un milímetro de mi piel. Estaba obsesionado con las novelas de Stephen King, con todas las películas de terror del mundo, con los cómics del Juez Dredd y del Motorista Fantasma y con el programa de radio de Juan José Plans, que nos leía cuentos de vampiros de madrugada. Quería ser el Motorista Fantasma para mantener la mirada a mis enemigos y que vieran reflejados en mis ojos vacíos todos los errores que habían cometido. El Motorista Fantasma no quería meter a nadie en la cárcel, solo quería vengarse de la forma más directa posible. Recuerdo inventar historias antes de saber escribir, cambiarle el final a los cuentos, explicar las aventuras de mis muñecos de He-Man a mi abuela como si hubieran sucedido de verdad («Y entonces le arrancó la cabeza y dijo “te está bien empleado, por listo”»). También inventaba episodios de Bola de Dragón durante el verano, cuando no emitían el anime, para llenar esos espacios muertos, y se los contaba a mis amigos del barrio, que luego se enfadaban conmigo porque pensaban que eran episodios reales. Hacía fanzines —entonces no los llamaba fanzines, eran unos folios doblados por la mitad— con esos episodios inventados y los regalaba, recuerdo uno en el que Goku iba a una entrevista de trabajo en Leroy Merlin y no le daban el puesto, claro antecedente de estos ochenta cuentos que tienes en las manos. Por mucho que me haya obsesionado de mayor con Carmen Martín Gaite, Alexander Kluge, Hebe Uhart, César Aira y Cynthia Ozick, diría que estas referencias de la infancia son mis referencias principales porque las llevo arrastrando desde hace tanto tiempo que ya no puedo diferenciarlas de las caras de la gente que conozco.

Doy largas caminatas por Madrid todos los días, paso mucho tiempo fuera. No es que lo busque, pero siempre acabo escuchando frases sueltas o conversaciones en la cafetería o en el mercado que disparan alguna idea y me dan ganas de escribir sobre ello. Procuro visitar espacios en los que hay poco movimiento, como por ejemplo el VIPS, el Rodilla, los parques por la mañana —con buen surtido de personas de la tercera edad—, o las tiendas de segunda mano. Si tuviera que dar un consejo a la gente que escribe, sería que se fijasen al máximo en los ancianos y les siguieran la pista (respetuosos y sin ser detectados): descubres muchas cosas. Me gusta pensar que a estas alturas soy un anciano más.

Cuando vuelvo de la calle y entro en la habitación en la que escribo imagino que soy una urraca que trae artefactos a su nido y los añade a la colección. Una colección llena de tesoros, siendo esos tesoros un lápiz amarillo y negro desgastado, un payaso de escayola, un trozo de mantel con un gladiolo pintado a mano y tres moneditas de cobre por lo que pueda pasar.

Lo que escribo suele venir de un intento mío por hacer foco sobre algo en lo que no se fija mucha gente, así que supongo que busco provocar que la gente se fije más en las cosas que son importantes para mí. O que vean algo nuevo en lo cotidiano, un pequeño giro. Esto que digo es bastante obvio, pero lo digo por si acaso. Me gustan las cosas que no entiendo, me vuelco en ellas por completo. Además, creo que una forma de mirar implica una forma de decir, así que con esta rutina de observación pajarera ya tengo hecha la mitad del trabajo.

Algo que también me impulsa a escribir son las ganas de arreglar la realidad, que a menudo da la impresión de estar algo estropeada. La pongo por escrito y pienso que así puedo darle otra forma, limar lo que no terminó de salir bien. Por desgracia, este plan rara vez funciona. Al parecer lo que uno escribe no influye apenas en la vida, me he ido dando cuenta poco a poco. No hay una entrada en la Wikipedia sobre el efecto que tuvieron las cartas de amor que escribiste, ni un espacio en Televisión Española para comentar la reacción de tu padre cuando leyó aquel cuento en el que le ajustabas las cuentas. Ni siquiera se percató de que trataba sobre él. Sea como sea, pienso que hay que seguir insistiendo. Lo mismo un día te escribe un señor de Mérida diciendo que le cambió la vida tu cuento del erizo florista. A mí, por suerte, no me ha escrito ningún señor de Mérida, pero tal vez acabe sucediendo.

La realidad que he intentado arreglar en este libro es la de tener que trabajar todos los días para seguir teniendo un techo, una cama con nórdico y una nevera llena de mandarinas, salmón y bebida de avena. Tampoco he logrado arreglar esa realidad, se confirma que no soy Dios. También he escrito bastante sobre relaciones personales (de amistad, de amor y de familia) sintiéndome como el muñeco presentador de Historias de la Cripta, el cryptkeeper, ese esqueleto que tenía la sonrisa congelada en la calavera y decía cosas como «a continuación, una historia sobre cuervos y enamorados, dos especies que se entienden con solo mirarse». En fin, otra referencia de mi infancia que prácticamente he trasladado sin alterar.

Once de los ochenta cuentos de este libro estaban incluidos en mi primera colección, Detrás de ti en el Museo del Traje (El Butano Popular, 2013). Los he reescrito bastante, pero el tono seguía funcionándome y cuadraba con lo que aún percibo: esta sensación como de bajar todos los días a por el pan y volver siempre sin el pan.

Alguna vez me han preguntado que por qué pongo fotos de mis perros en las fotos de autor y nunca subo fotos mías a internet. No hay un gran misterio detrás de esto, me gusta estar tranquilo sin más y no veo ningún beneficio en poner mi foto en ninguna parte. Imagínate que los ancianos empiezan a reconocerme, no sé, para mí sería espantoso. Con un solo anciano de Chamberí o de Tetuán que me reconociera se me desmontaría la rutina entera. Escalofríos. Los libros no dan apenas dinero ni nada, lo normal es que te lean muy pocas personas, a nadie le importa la cara de un escritor. Yo no sé qué cara tiene Juan José Millás y una vez leí un libro suyo que traía su foto en la solapa. No me acuerdo. En mi experiencia, la diferencia entre figurar y no figurar es mínima a ojos de la gente, y encima no estar en los sitios solo te trae alegrías.

Tal vez un día recupere el hábito de disfrazarme de ninja y las personas que trabajan en el Carrefour sean incapaces de averiguar quién se acaba de llevar el queso de cabra del estante dieciséis de la sección de lácteos. Para preservar el misterio tendré que pagar en efectivo, pero no es ningún problema, siempre guardo tres moneditas de cobre por lo que pueda pasar.

Otro asunto importante de mis aventuras de escritor es lo lento que soy. Tardo mucho en terminar cualquier texto, el encargo que sea, a pesar de proponerme lo contrario. Quiero ser rápido y eficaz, pero acabo imponiendo un ritmo digno del Oso Bubu, el amigo del Oso Yogui que siempre parecía a punto de quedarse dormido con un sándwich de mantequilla y mermelada en la boca. Me siento a escribir todos los días pero a veces no escribo nada. Me cuesta mucho arrancar, y cuando arranco siempre estoy lleno de dudas. Es complicado porque siempre me tira más no hacer que hacer, hay un algo muy fuerte en mí que me dice que lo mejor sería quedarme tirado en el suelo escuchando el viento mover las hojas de los árboles. En una entrevista a Yohji Yamamoto leí esta declaración que hizo: «Hago lo mismo todos los días, todos los años. No tengo ninguna imaginación para planificar los días festivos, las vacaciones o la vida de jubilado. Soy una persona dispersa, perezosa y lenta que de forma inexplicable logra hacer muchísimas cosas». No podría sentirme más identificado.

Soy un ser humano que está cansado. Bebo mucho café para mantenerme despierto y seguir escribiendo cuentos sobre personas que lo pasan mal, pero a veces el café y los pensamientos me disparan la ansiedad y provoco el efecto contrario. Ser una persona conlleva muchas complicaciones. Tener un cuerpo, desplazar ese cuerpo por según qué zonas de la ciudad, pagar la cuota de autónomos, fregar, tender la ropa, acordarte de comer cada no sé cuántas horas. No morirte es un trabajo agotador. Por suerte, cuando estás escribiendo es como si te hubieras muerto, habitas otro lugar. El libro es el testamento. «Le dejo al perro los doscientos euros de la cuenta y mi colección de vasos de Mickey Mouse, ¡buenas noches!» Espero que tenga sentido algo de lo que estoy diciendo.

Escribo textos breves porque nunca me ha salido bien escribir textos largos. Escribí cuatro novelas muy malas que preferí no publicar, ya me resigné. Quizá algún día escriba otra novela y la saque, pero de momento estoy bien con mis cuentos, no necesito más. Procuro seguir un procedimiento, voy tocando las paredes en completa oscuridad, pero siempre por el mismo pasillo. Escribo mi página y media y me voy a dormir contento. No recuerdo haberme ido a dormir contento desde hace muchísimo tiempo, pero esa es la meta.

Cuando voy por la calle y observo a las personas, a veces siento que todo el mundo me cae bien (la mayor parte del tiempo siento que no soporto a nadie, claro). Pienso que no importa lo mucho que te esfuerces o lo bien que hagas las cosas, todo puede seguir saliéndote mal durante toda la vida, y pienso que esas personas también lo saben, pero siguen con sus cosas, no se rinden. Hay un verso de un poema de Joaquín Giannuzzi que dice la calle está llena de gente inmortal, y es una verdad absoluta. Odiar a la gente sin pensar es lo más fácil que hay, es un sentimiento que me sobreviene a menudo. Intentar ver más allá del horror es mucho más difícil, al menos para mí, pero es mejor tirar por ese camino.

Siempre me he fijado en los porteros y en las porteras. Lo saben todo y a la vez nadie sabe casi nada acerca de ellos. Una vez, hace años, tuve que bajar al apartamento del portero de casa de mi madre, y al entrar descubrí que había ido recopilando pósteres, tebeos y hasta camisetas que yo había ido tirando a la basura a lo largo de los años. Tenía toda la colección de Los Cuatro Fantásticos y mi camiseta de Public Enemy, recuerdos que creía perdidos para siempre. Había construido una vida nueva a partir de mis vidas anteriores. Al principio me dio miedo y pensé que el último paso de su plan sería matarme y arrojar mi cadáver al río Manzanares, pero en fin, ahora me parece bonito.

Otra cosa que me han dicho es que amplifico la realidad, que me fijo mucho en detalles truculentos y los analizo demasiado. Yo creo que es al revés, que lo que hago es rebajar la realidad. La realidad, tal cual nos llega a diario, es insoportable para bien y para mal, no se puede asumir, hay que editarla hasta la extenuación.

Hace unos meses fui al cine y en la sala había una señoras mayores comiendo cocido de unos tápers. No pararon de comer cocido durante la hora y media que duró la película. Al salir del cine entré en un bar para comprarme un donut. El camarero, nada más verme, dijo «¿Ricardo?». Yo dije «¿qué?» y él replicó «nada». De fondo, en la radio, sonaba la cuña de Canalcar que dice: «En Canalcar compramos tu coche, compramos tu coche, compramos tu coche, compramos tu coche, en Canalcar compramos tu coche, compramos tu coche, compramos tu coche, compramos tu coche». Miré al suelo y vi una rata de plástico ahí tirada, pero no era de plástico porque de repente se levantó y salió corriendo. Al segundo, mientras contemplaba a la rata, pensé ¿Ricardo? ¿Eres tú, Ricardo? Creo que te están buscando. Justo entonces, en la radio empezó a sonar Heaven is a place on earth mientras el camarero me acercaba el donut en un platito. Escenas así no son verosímiles, y sin embargo suceden todo el tiempo, en todos los sitios, solo hace falta prestar atención, está en el aire.

A veces se nos escapa la belleza que nos rodea, pero nunca deja de estar presente, por muy mal que nos encontremos. Si no consigues verla, siempre puedes recordar cuando la persona que te gustaba apoyó su cabeza en tu hombro durante un trayecto en metro, o esa vez que estabas desayunando en la terraza de un bar y un pájaro se posó a tu lado y empezó a picotear unas migas como si hubierais quedado para pasar la mañana juntos y pensaste supongo que a partir de ahora eres mi mejor amigo.

La vida y los recuerdos se van mezclando con lo que te inventas. Escribir es eso mismo, y atravesar los días es eso también, es una misma cosa. Hacemos lo que podemos. Mañana tal vez toque un día bonito y te cruces con una ardilla en la parada del autobús, quién sabe, quizá sea una ardilla mágica, te entregue un cheque por valor de cien mil euros y puedas dejar de trabajar durante unos años. Mientras tanto, te mando muchos ánimos. Saldremos adelante. A ratos es una vida espantosa, pero esta curiosidad y la luz que entra por la ventana hacen que merezca la pena.

Jorge de Cascante
Madrid, enero de 2022

Primera parte

Disciplina

Los gnomos

Ayer por la tarde, paseando por el Retiro, me crucé contigo. Tenías buen aspecto, llevabas puesto un abrigo verde, parecía hecho de musgo. No me molestó el encuentro, había pasado tanto tiempo. Nos detuvimos un minuto para desearnos feliz año y dijiste muy alegre «vi la entrevista en la tele, respondiste genial a todo». Te di las gracias y pregunté por Bon Jovi, tu canario anciano. Dijiste que Bon Jovi se encontraba bien. Respiré aliviada y nos dimos un abrazo. Luego retomamos nuestros respectivos andares en direcciones opuestas, sobre los caminos de arena.

Por mi octavo cumpleaños mis padres me regalaron El Libro de los Gnomos. Era un libro terrorífico, esas ilustraciones hiperrealistas quitaban el aliento. Mi amiga Claudia me contó que a los gnomos les costaba mucho tener hijos y por eso, a veces, aprovechaban la protección de la noche para raptar a niñas humanas. Los gnomos medían quince centímetros y vivían cuatrocientos años, iban acompañados de armiños, avispones, zorritos y lechuzas y llevaban siempre adormidera, hinojo y camomila en los bolsillos. El peor de todos era el gnomo siberiano, que conocía todos tus pecados. En una de las páginas del libro había un dibujo del esqueleto de un gnomo, eso era lo que más miedo me daba. Al irme a la cama imaginaba que el esqueleto del gnomo llamaba a mi puerta, o tocaba la ventana por fuera, toc toc, «ábreme, solo quiero jugar contigo». Mi tía se había ido a vivir con su novio y yo había heredado su habitación, que estaba llena de afiches de películas de cine negro pegados por la pared y muñecas con vestidos de época. Me daba mucho miedo apagar la luz y quedarme a oscuras en aquella habitación, esperando a los gnomos y a sus esqueletos. Vivíamos en la Ciudad de Los Ángeles, por Villaverde. Muchas de las calles del barrio tenían nombre de zarzuela. Nuestra calle se llamaba La del Manojo de Rosas, la de Claudia era La Verbena de la Paloma, y el colegio al que íbamos estaba en la calle Pan y Toros. Veía gnomos por todas partes y cuando se hacía de noche no me atrevía a salir a la calle, ni siquiera de adolescente. En el barrio aún vivían los hermanos que fundaron el Museo del Jamón, pensaba en ello todo el rato. El Museo del Jamón era mi templo, me imaginaba saliendo de allí enfundada en mi armadura de plata, como Atenea, preparada para proteger a los míos de las criaturas del bosque.

Al verte por primera vez pensé al segundo que eras el rey de los gnomos, lo pensé en serio. El rey de los gnomos había venido a Villaverde a ponerme a prueba. Éramos de la misma altura y nunca me pareció que tuvieras poderes mágicos, pero había algo esquivo en tu mirada. Cuando me acompañaste a Ciudad Real a presentar el libro te pillé hablando con las plantas.

Recuerdo escuchar A Real Hero en mi habitación del piso de la Colonia Marconi, después de mudarnos. Yo tenía dieciocho años y la escuchaba una y otra vez, imaginando que la canción hablaba sobre mí. Iba a salvar a todo el mundo de una muerte segura, mis padres vivirían para siempre gracias a mi mal humor y a mi fuerza física desproporcionada. Pensaba si quisiera podría atravesar esta pared de un cabezazo.

Años más tarde te conté que aún de mayor me daban miedo los gnomos y te entró la risa. «Pero si los gnomos son buenos», dijiste. «Les preocupa el medioambiente». No te dije que tú eras el único gnomo que me inspiraba confianza por si acaso te ofendía.

Mientras hablabas por teléfono dibujabas pavos reales en tu libreta, eran preciosos. Atravesando el Retiro me pregunté si los estarías dibujando en tu mente en ese instante. Quise llamar a mi nuevo amigo para contarle que te había visto, pero ese pobre hombre ni siquiera sabía quién eras, no le había dicho nada. Compré una botella de agua en un puesto, ya casi era de noche. Aceleré la marcha. ¿Por qué no te portaste mejor conmigo? Yo pedía tan poco.

Cuando escribí Anfibio desquiciado aún vivíamos juntos. Leías mis borradores y anotabas pequeños comentarios en los márgenes. Una vez, estando en casa de tus padres, me quedé mirando a Bon Jovi embobada y pensé que ese canario debía de conocerte mejor que yo, a pesar de nuestras larguísimas conversaciones, porque él te observaba mientras tú no te sentías observado. Bon Jovi me miró a los ojos y percibí un grado de comprensión que jamás había intuido en un ser humano. Mientras recordaba esa imagen salí del camino de arena y empecé a caminar entre los árboles del parque, la noche me envolvió por completo. Durante un rato seguí avanzando a ciegas sin ningún miedo, completamente rodeada de gnomos.

Hija de puta oculta

en Kuwait

Buscando una bufanda en un armario de casa de mi abuela encuentro una bolsa con revistas viejas de mi tía. En la bolsa hay tres copias de un fanzine que hizo mi tía con dieciséis años titulado Hija de puta oculta en Kuwait. El fanzine se compone de tres conversaciones entre ella y tres chicas de su edad, de cuando eran góticas. Llamo por teléfono a mi tía y revelo el hallazgo, leo en voz alta varios pasajes del fanzine. Dice que no recuerda haberlo escrito, apenas le suenan los nombres de las otras chicas. «Aquí pone que eran tus mejores amigas del instituto», le digo. «Increíble lo que una olvida», responde.

Mi tía perdió una mano en un accidente de moto cuando tenía diecinueve años. La mano postiza se la fabricaron en Alemania, las uñas son de porcelana. Me contó que una vez fue a que le hicieran la manicura y la señora que la atendió, al ver su mano alemana, le preguntó si también quería que se la hiciera. Ella dijo que sí, y la señora añadió «podemos ponerte purpurina, se nota que te gusta llamar la atención». De eso sí que se acuerda.