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Jaime Balmes

El criterio

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-550-0.

ISBN ebook: 978-84-9816-901-0.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 13

La vida 13

Entre la religión y las matemáticas 13

Capítulo I. Consideraciones preliminares 15

§ I. En qué consiste el pensar bien. Qué es la verdad 15

§ II. Diferentes modos de conocer la verdad 15

§ III. Variedad de ingenios 16

§ IV. La perfección de profesiones depende de la perfección con que se conocen los objetos de ellas 17

§ V. A todos interesa el pensar bien 17

§ VI. Cómo se debe enseñar a pensar bien 18

Capítulo II. La atención 19

§ I. Definición de la atención. Su necesidad 19

§ II. Ventajas de la atención e inconvenientes de su falta 20

§ III. Cómo debe ser la atención. Atolondrados y ensimismados 20

§ IV. Las interrupciones 21

Capítulo III. Elección de carrera 22

§ I. Vago significado de la palabra «talento» 22

§ II. Instinto que nos indica la carrera que mejor se nos adapta 23

§ III. Experimento para discernir el talento peculiar de cada niño 23

Capítulo IV. Cuestiones de posibilidad 26

§ I. Una clasificación de los actos de nuestro entendimiento y de las cuestiones que se le pueden ofrecer 26

§ II. Ideas de posibilidad e imposibilidad. Sus clasificaciones 27

§ III. En qué consiste la imposibilidad metafísica o absoluta 27

§ IV. La imposibilidad absoluta y la omnipotencia divina 28

§ V. La imposibilidad absoluta y los dogmas 28

§ VI. Idea de la imposibilidad física o natural 29

§ VII. Modo de juzgar de la imposibilidad natural 29

§ VIII. Se deshace una dificultad sobre los milagros de Jesucristo 30

§ IX. La imposibilidad moral u ordinaria 31

§ X. Imposibilidad de sentido común, impropiamente contenida en la imposibilidad moral 32

Capítulo V. Cuestiones de existencia. Conocimiento adquirido por el testimonio inmediato de los sentidos 35

§ I. Necesidad del testimonio de los sentidos, y los diferentes modos con que nos proporcionan el conocimiento de las cosas 35

§ II. Errores en que incurrimos por ocasión de los sentidos. Su remedio. Ejemplos 36

§ III. Necesidad de emplear en algunos casos más de un sentido para la debida comparación 37

§ IV. Los sanos de cuerpo y enfermos de espíritu 38

§ V. Sensaciones reales, pero sin objeto externo. Explicación de este fenómeno 39

§ VI. Maniáticos y ensimismados 40

Capítulo VI. Conocimiento de la existencia de las cosas adquirido mediatamente por los sentidos 42

§ I. Transición de lo sentido a lo no sentido 42

§ II. Coexistencia y sucesión 43

§ III. Dos reglas sobre la coexistencia y la sucesión 44

§ IV. Observaciones sobre la relación de causalidad. Una regla de los dialécticos 46

§ V. Un ejemplo 46

§ VI. Reflexiones sobre el ejemplo anterior 48

§ VII. La razón de un acto que parece instintivo 49

Capítulo VII. La lógica acorde con la claridad 50

§ I. Sabiduría de la ley que prohíbe los juicios temerarios 50

§ II. Examen de la máxima «Piensa mal y no errarás» 50

§ III. Algunas reglas para juzgar de la conducta de los hombres 51

Capítulo VIII. De la autoridad humana en general 56

§ I. Dos condiciones necesarias para que sea valedero un testimonio 56

§ II. Examen y aplicaciones de la primera condición 56

§ III. Examen y aplicaciones de la segunda condición 59

§ IV. Una observación sobre el interés en engañar 61

§ V. Dificultades para alcanzar la verdad en mediando mucha distancia de lugar o tiempo 62

Capítulo IX. Los periódicos 64

§ I. Una ilusión 64

§ II. Los periódicos no lo dicen todo sobre las personas 64

§ III. Los periódicos no lo dicen todo sobre las cosas 66

Capítulo X. Relaciones de viaje 67

§ I. Dos partes muy diferentes en las relaciones de viajes 67

§ II. Origen y formación de algunas relaciones de viajes 67

§ III. Modo de estudiar un país 70

Capítulo XI. Historia 72

§ I. Medio para ahorrar tiempo, ayudar la memoria y evitar errores en los estudios históricos 72

§ II. Distinción entre el fondo del hecho y sus circunstancias. Aplicaciones 72

§ III. Algunas reglas para el estudio de la Historia 74

Capítulo XII. Consideraciones generales sobre el modo de conocer la naturaleza, propiedades y relaciones de los seres 80

§ I. Una clasificación de las ciencias 80

§ II. Prudencia científica y observaciones para alcanzarla 81

§ III. Los sabios resucitados 84

Capítulo XIII. La buena percepción 89

§ I. La idea 89

§ II. Regla para percibir bien 90

§ III. Escollo del análisis 94

§ IV. El tintorero y el filósofo 95

§ V. Objetos vistos por una sola cara 96

§ VI. Inconvenientes de una percepción demasiado rápida 97

Capítulo XIV. El juicio 98

§ I. Qué es el juicio. Manantiales de error 98

§ II. Axiomas falsos 98

§ III. Proposiciones demasiado generales 99

§ IV. Las definiciones inexactas 100

§ V. Palabras mal definidas. Examen de la palabra «igualdad» 101

§ VI. Suposiciones gratuitas. El despeñado 105

§ VII. Preocupación en favor de una doctrina 108

Capítulo XV. El raciocinio 111

§ I. Lo que valen los principios y las reglas de la dialéctica 111

§ II. El silogismo. Observaciones sobre este instrumento dialéctico 111

§ III. El entimema 114

§ IV. Reflexiones sobre el término medio 114

§ V. Utilidad de las formas dialécticas 115

Capítulo XVI. No todo lo hace el discurso 118

§ I. La inspiración 120

§ II. La meditación 121

§ III. Invención y enseñanza 122

§ IV. La intuición 123

§ V. No está la dificultad en comprender, sino en atinar. El jugador de ajedrez. Sobiezk. Las víboras de Aníbal 123

§ VI. Regla para meditar 125

§ VII. Carácter de las inteligencias elevadas. Notable doctrina de Santo Tomás de Aquino 126

§ VIII. Necesidad del trabajo 127

Capítulo XVII. La enseñanza 129

§ I. Dos objetos de la enseñanza. Diferentes clases de profesores 129

§ II. Genios ignorados de los demás y de sí mismos 130

§ III. Medios para descubrir los talentos ocultos y apreciarlos en su valor 130

§ IV. Necesidad de los estudios elementales 133

Capítulo XVIII. La invención 136

§ I. Lo que debe hacer quien carezca del talento de invención 136

§ II. La autoridad científica 136

§ III. Modificaciones que ha sufrido en nuestra época la autoridad científica 137

§ IV. El talento de invención. Carrera del genio 139

Capítulo XIX. El entendimiento, el corazón y la imaginación 140

§ I. Discreción en el uso de las facultades del alma. La reina Dido. Alejandro 140

§ II. Influencia del corazón sobre la cabeza. Causas y efectos 141

§ III. Eugenio: sus transformaciones en veinticuatro horas 143

§ IV. Don Marcelino: sus cambios políticos 147

§ V. Anselmo: sus variaciones sobre la pena de muerte 150

§ VI. Algunas observaciones para precaverse del mal influjo del corazón 151

§ VII. El amigo convertido en monstruo 152

§ VIII. Cavilosas variaciones de los juicios políticos 154

§ IX. Peligro de la mucha sensibilidad. Los grandes talentos. Los poetas 155

§ X. El poeta y el monasterio 156

§ XI. Necesidad de tener ideas fijas 157

§ XII. Deberes de la oratoria, de la poesía y de las bellas artes 158

§ XIII. Ilusión causada por los pensamientos revestidos de imágenes 160

Capítulo XX. Filosofía de la Historia 161

§ I. En qué consiste la filosofía de la Historia. Dificultad de adquirirla 161

§ II. Se indica un medio para adelantar en la filosofía de la Historia 162

§ III. Aplicación a la Historia del espíritu humano 162

§ IV. Ejemplo sacado de las fisonomías que aclara lo dicho sobre el modo de adelantar en la filosofía de la Historia 163

Capítulo XXI. Religión 165

§ I. Insensato discurrir de los indiferentes en materia de religión 165

§ II. El indiferente y el género humano 166

§ III. Tránsito del indiferentismo al examen. Existencia de Dios 167

§ IV. No es posible que todas las religiones sean verdaderas 167

§ V. Es imposible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios 168

§ VI. Es imposible que todas las religiones sean una invención humana 168

§ VII. La revelación es posible 169

§ VIII. Solución de una dificultad contra la revelación 169

§ IX. Consecuencia de los párrafos anteriores 170

§ X. Existencia de la revelación 170

§ XI. Pruebas históricas de la existencia de la revelación 171

§ XII. Los protestantes y la Iglesia católica 173

§ XIII. Errado método de algunos impugnadores de la religión 174

§ XIV. La más alta filosofía, acorde con la fe 175

§ XV. Quien abandona la religión católica no sabe dónde refugiarse 176

Capítulo XXII. El entendimiento práctico 178

§ I. Una clasificación de acciones 178

§ II. Dificultad de proponerse el debido fin 178

§ III. Examen del proverbio «Cada cual es hijo de sus obras» 179

§ IV. El aborrecido 180

§ V. El arruinado 181

§ VI. El instruido quebrado y el ignorante rico 181

§ VII. Observaciones. La cavilación y el buen sentido 184

§ VIII. Delicadeza de ciertos fenómenos intelectuales en sus relaciones con la práctica 185

§ IX. Los despropósitos 185

§ X. Entendimientos torcidos 186

§ XI. Inhabilidad de dichos hombres para los negocios 186

§ XII. Este defecto intelectual suele nacer de una causa moral 187

§ XIII. La humildad cristiana en sus relaciones con los negocios mundanos 188

§ XIV. Daños acarreados por la vanidad y la soberbia 189

§ XV. El orgullo 191

§ XVI. La vanidad 192

§ XVII. La influencia del orgullo es peor para los negocios que la de la vanidad 193

§ XVIII. Cotejo entre el orgullo y la vanidad 193

§ XIX. Cuán general es dicha pasión 194

§ XX. Necesidad de una lucha continua 195

§ XXI. No es solo la soberbia lo que nos induce a error al proponernos un fin 196

§ XXII. Desarrollo de fuerzas latentes 197

§ XXIII. Al proponernos un fin debemos guardarnos de la presunción y de la excesiva desconfianza 198

§ XXIV. La pereza 198

§ XXV. Una ventaja de la pereza sobre las demás pasiones 199

§ XXVI. Origen de la pereza 199

§ XXVII. Pereza del espíritu 199

§ XXVIII. Razones que confirman lo dicho sobre el origen de la pereza 200

§ XXIX. La inconstancia: su naturaleza y origen 200

§ XXX. Pruebas y aplicaciones 201

§ XXXI. El justo medio entre dichos extremos 202

§ XXXII. La moral es la mejor guía del entendimiento práctico 202

§ XXXIII. La armonía del universo defendida con el castigo 203

§ XXXIV. Observaciones sobre las ventajas y desventajas de la virtud en los negocios 204

§ XXXV. Defensa de la virtud contra una inculpación injusta 205

§ XXXVI. Defensa de la sabiduría contra una inculpación infundada 205

§ XXXVII. Las pasiones son buenos instrumentos, pero malos consejeros 207

§ XXXVIII. La hipocresía de las pasiones 207

§ XXXIX. Ejemplo: la venganza bajo dos formas 208

§ XL. Precauciones 211

§ XLI. Hipocresía del hombre consigo mismo 212

§ XLII. El conocimiento de sí mismo 213

§ XLIII. El hombre huye de sí mismo 213

§ XLIV. Buenos resultados del reflexionar sobre las pasiones 214

§ XLV. Sabiduría de la religión cristiana en la dirección de la conducta 214

§ XLVI. Los sentimientos morales auxilian la virtud 216

§ XLVII. Una regla para los juicios prácticos 216

§ XLVIII. Otra regla 218

§ XLIX. El hombre riéndose de sí mismo 219

§ L. Perpetua niñez del hombre 220

§ LI. Mudanza de don Nicasio en breves horas 221

§ LII. Los sentimientos, por sí solos, son mala regla de conducta 223

§ LIII. No impresiones sensibles, sino moral y razón 224

§ LIV. Un sentimiento bueno, la exageración lo hace malo 225

§ LV. La ciencia es muy útil a la práctica 229

§ LVI. Inconvenientes de la universalidad 230

§ LVII. Fuerza de la voluntad 232

§ LVIII. Firmeza de voluntad 233

§ LIX. Firmeza, energía, ímpetu 235

§ LX. Conclusión y resumen 238

Libros a la carta 241

Brevísima presentación

La vida

Jaime Luciano Balmes Urpià (1810-1848). España.

Estudió en el Seminario de Vic filosofía y teología, y continuó su formación en la Universidad de Barcelona, en teología y derecho. Se licenció en 1833 y fue profesor auxiliar y más tarde profesor titular, tras ser doctor en leyes y cánones. En 1834 estudió física y matemáticas, siendo profesor de esta asignatura en el seminario de Vic. En 1840, tras vivir consagrado al estudio, comenzó a publicar sus obras, entre las que destacan: El Criterio, El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (1844), Filosofía fundamental (1846) y la Filosofía elemental (1847).

Entre la religión y las matemáticas

El pensamiento de Balmes oscila entre sus reflexiones en torno a conceptos clásicos de la teología occidental, como el bien, y las nociones científicas que aparecen a lo largo de su obra. Resulta sorprendente su voluntad de construir una teología positiva en diálogo con la ciencia más avanzada de su época:

Es de notar que aquí no hay imposibilidad metafísica o absoluta, porque no hay en la naturaleza de los caracteres una repugnancia esencial a colocarse de dicha manera, pues que un cajista, en breve rato, los dispondría así muy fácilmente; tampoco hay imposibilidad natural, porque ninguna ley de la Naturaleza obsta a que caigan por esta o aquella cara, ni el uno al lado del otro del modo conveniente al efecto; hay, pues, una imposibilidad de otro orden, que nada tiene de común con las otras dos y que tampoco se parece a la que se llama moral, por solo estar fuera del curso regular de los acontecimientos.

La teoría de las probabilidades, auxiliada por la de las combinaciones pone de manifiesto esta imposibilidad, calculando, por decirlo así, la inmensa distancia en que este fenómeno se halla con respecto a la existencia. El Autor de la Naturaleza no ha querido que una convicción que nos es muy importante dependiese del raciocinio y, por consiguiente, careciesen de ella muchos hombres; así es que nos la ha dado a todos a manera de instinto, como lo ha hecho con otras que nos son igualmente necesarias.

Capítulo I. Consideraciones preliminares

§ I. En qué consiste el pensar bien. Qué es la verdad

El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error. Conociendo que hay Dios conocemos una verdad, porque realmente Dios existe; conociendo que la variedad de las estaciones depende del Sol, conocemos una verdad, porque, en efecto, es así; conociendo que el respeto a los padres, la obediencia a las leyes, la buena fe en los contratos, la fidelidad con los amigos, son virtudes, conocemos la verdad; así como caeríamos en error pensando que la perfidia, la ingratitud, la injusticia, la destemplanza, son cosas buenas y laudables.

Si deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir, la realidad de las cosas. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad? Un sencillo labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo, que en encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones sobre lo que no entiende.

§ II. Diferentes modos de conocer la verdad

A veces conocemos la verdad, pero de un modo grosero; la realidad no se presenta a nuestros ojos tal como es, sino con alguna falta, añadidura o mudanza. Si desfila a cierta distancia una columna de hombres, de tal manera que veamos brillar los fusiles, pero sin distinguir los trajes, sabemos que hay gente armada, pero ignoramos si es de paisanos, de tropa o de algún otro cuerpo; el conocimiento es imperfecto, porque nos falta distinguir el uniforme para saber la pertenencia. Mas si por la distancia u otro motivo nos equivocamos, y les atribuimos una prenda de vestuario que no llevan, el conocimiento será imperfecto, porque añadiremos lo que en realidad no hay. Por fin, si tomamos una cosa por otra, como, por ejemplo, si creemos que son blancas unas vueltas que en realidad son amarillas, mudamos lo que hay, pues hacemos de ello una cosa diferente.

Cuando conocemos perfectamente la verdad, nuestro entendimiento se parece a un espejo en el cual vemos retratados, con toda fidelidad, los objetos como son en sí; cuando caemos en error, se asemeja a uno de aquellos vidrios de ilusión que nos presentan lo que realmente no existe; pero cuando conocemos la verdad a medias, podría compararse a un espejo mal azogado, o colocado en tal disposición que, si bien nos muestra objetos reales, sin embargo, nos los ofrece demudados, alterando los tamaños y figuras.

§ III. Variedad de ingenios

El buen pensador procura ver en los objetos todo lo que hay, pero no más de lo que hay. Ciertos hombres tienen el talento de ver mucho en todo; pero les cabe la desgracia de ver lo que no hay, y nada de lo que hay. Una noticia, una ocurrencia cualquiera, les suministran abundante materia para discurrir con profusión, formando, como suele decirse, castillos en el aire. Estos suelen ser grandes proyectistas y charlatanes.

Otros adolecen del defecto contrario: ven bien, pero poco; el objeto no se les ofrece sino por un lado; si éste desaparece, ya no ven nada. Éstos se inclinan a ser sentenciosos y aferrados en sus temas. Se parecen a los que no han salido nunca de su país: fuera del horizonte a que están acostumbrados, se imaginan que no hay más mundo.

Un entendimiento claro, capaz y exacto, abarca el objeto entero; le mira por todos sus lados, en todas sus relaciones con lo que le rodea. La conversación y los escritos de estos hombres privilegiados se distinguen por su claridad, precisión y exactitud. En cada palabra encontráis una idea, y esta idea veis que corresponde a la realidad de las cosas. Os ilustran, os convencen, os dejan plenamente satisfecho; decís con entero asentimiento: «Sí, es verdad, tiene razón». Para seguirlos en sus discursos no necesitáis esforzaros; parece que andáis por un camino llano, y que el que habla solo se ocupa de haceros notar, con oportunidad, los objetos que encontráis a vuestro paso. Si explican una materia difícil y abstrusa, también os ahorran mucho tiempo y fatiga. El sendero es tenebroso porque está en las entrañas de la tierra; pero os precede un guía muy práctico, llevando en la mano una antorcha que resplandece con vivísima luz.

§ IV. La perfección de profesiones depende de la perfección con que se conocen los objetos de ellas

El perfecto conocimiento de las cosas en el orden científico forma los verdaderos sabios; en el orden práctico, para el arreglo de la conducta de los asuntos de la vida, forma los prudentes; en el manejo de los negocios del Estado, forma los grandes políticos; y en todas las profesiones es cada cual más o menos aventajado, a proporción del mayor o menor conocimiento de los objetos que trata o maneja. Pero este conocimiento ha de ser práctico, ha de abrazar también los pormenores de la ejecución, que son pequeñas verdades, por decirlo así, de las cuales no se puede prescindir, si se quiere lograr el objeto. Estas pequeñas verdades son muchas en todas las profesiones; bastando para convencerse de ello el oír a los que se ocupan aun en los oficios más sencillos. ¿Cuál será, pues, el mejor agricultor? El que mejor conozca las calidades de los terrenos, climas, simientes y plantas; el que sepa cuáles son los mejores métodos e instrumentos de labranza y que mejor acierte en la oportunidad de emplearlos; en una palabra: el que conozca los medios más a propósito para hacer que la tierra produzca, con poco coste, mucho, pronto y bueno. El mejor agricultor será, pues, el que conozca más verdades relativas a la practicada su profesión. ¿Cuál es el mejor carpintero? El que mejor conoce la naturaleza y calidades de las maderas, el modo particular de trabajarlas y el arte de disponerlas del modo más adaptado al uso a que se destinan. Es decir, que el mejor carpintero será aquel que sabe más verdades sobre su arte. ¿Cuál será el mejor comerciante? El que mejor conozca los géneros de su tráfico, los puntos de donde es más ventajoso traerlos, los medios más a propósito para conducirlos sin deterioro, con presteza y baratura, los mercados más convenientes para expenderlos con celeridad y ganancia; es decir, aquel que posea más verdades sobre los objetos de comercio, el que conozca más a fondo la realidad de las cosas en que se ocupa.

§ V. A todos interesa el pensar bien

Échase, pues, de ver que el arte de pensar bien no interesa solamente a los filósofos, sino también a las gentes más sencillas. El entendimiento es un don precioso que nos ha otorgado el Creador, es la luz que se nos ha dado para guiarnos en nuestras acciones; y claro es que uno de los primeros cuidados que debe ocupar al hombre es tener bien arreglada esta luz. Si ella falta, nos quedamos a oscuras, andamos a tientas, y por este motivo es necesario no dejarla que se apague. No debemos tener el entendimiento en inacción, con peligro de que se ponga obtuso y estúpido, y, por otra parte, cuando nos proponemos ejercitarle y avivarle, conviene que su luz sea buena para que no nos deslumbre, bien dirigida para que no nos extravíe.

§ VI. Cómo se debe enseñar a pensar bien

El arte de pensar bien no se aprende tanto con reglas como con modelos. A los que se empeñan en enseñarle a fuerza de preceptos y de observaciones analíticas se los podría comparar con quien emplease un método semejante para enseñar a los niños a hablar o andar. No por esto condeno todas las reglas; pero sí sostengo que deben darse con más parsimonia, con menos pretensiones filosóficas y, sobre todo, de una manera sencilla, práctica: al lado de la regla, el ejemplo. Un niño pronuncia mal ciertas palabras; para corregirle, ¿qué hacen sus padres o maestros? Las pronuncian ellos bien y hacen que enseguida las pronuncie el niño: «Escucha bien como yo lo digo; a ver, ahora tú; mira, no pongas los labios de esta manera, no hagas tanto esfuerzo con la lengua», y otras cosas por este tenor. He aquí el precepto al lado del ejemplo, la regla y el modo de practicarla.1


1 Verum est id quod est, dice San Agustín (Libro 2. «Solil.», cap. 5). Puede distinguirse entre la verdad de la cosa y la verdad del entendimiento; la primera, que es la cosa misma, se podrá llamar objetiva; la segunda, que es la conformidad del entendimiento con la cosa, se apellidará formal o subjetiva. El oro es metal, independientemente de nuestro conocimiento: he aquí una verdad objetiva. El entendimiento conoce que el oro es metal: he aquí una verdad formal o subjetiva.

Mucha presunción sería el despreciar las reglas para pensar bien. Nullam dicere mavimarum rerum esse artem, cum minimarum sine arte nulla sit, hominum est parum considerate loquentium. «Es de hombres ligeros —decía Cicerón— el afirmar que para las grandes cosas no hay arte, cuando de él no carecen ni las más pequeñas.» (Lib. 2. «De Offic.».) En la utilidad de las reglas han estado acordes los sabios antiguos y modernos; la dificultad, pues, está en saber cuáles son éstas, cuál es el mejor modo de enseñar a practicarlas. «Don de los dioses» llamó Sócrates a la lógica; mas, por desgracia, no nos aprovechamos lo bastante de este don precioso y las cavilaciones de los hombres le hacen inútil para muchos. Los aristotélicos han sido acusados de embrollar el entendimiento de los principiantes con la abundancia de las reglas y el fárrago de discusiones abstractas; en cambio, las escuelas que les han sucedido, y particularmente los ideólogos más modernos, no están libres del todo de un cargo semejante. Algunos reducen la lógica a un análisis de las operaciones del entendimiento y de los medios con que se adquieren las ideas, lo que encierra las más altas y difíciles cuestiones que ofrecerse puedan a la humana filosofía.

Quisiéramos un poco menos de ciencia y un poco más de práctica, recordando lo que dice Bacon de Verulamio sobre el arte de observación, cuando le llama una especie de sagacidad, de olfato cazador, más bien que una ciencia: Ars experimentatis sagacitas potius est et adoratio quædain venatica quam scientia. («De Augm. scient.», lib. 5, c. 2.)

Capítulo II. La atención

Hay medios que nos conducen al conocimiento de la verdad y obstáculos que nos impiden llegar a él; enseñar a emplear los primeros y a remover los segundos es el objeto del arte de pensar bien.

§ I. Definición de la atención. Su necesidad

La atención es la aplicación de la mente a un objeto. El primer medio para pensar bien es atender. La segur no corta si no es aplicada al árbol; la hoz no siega si no es aplicada al tallo. Algunas veces se le ofrecen los objetos al espíritu sin que atienda; como sucede ver sin mirar y oír sin escuchar; pero el conocimiento que de esta suerte se adquiere es siempre ligero, superficial, a menudo inexacto o totalmente errado. Sin la atención estamos distraídos, nuestro espíritu se halla, por decirlo así, en otra parte, y por lo mismo no ve aquello que se le muestra. Es de la mayor importancia adquirir un hábito de atender a lo que se estudia o se hace, porque, si bien se observa, lo que nos falta a menudo no es la capacidad para entender lo que vemos, leemos u oímos, sino la aplicación del ánimo a aquello de que se trata.

Se nos refiere un suceso, pero escuchamos la narración con atención floja, intercalando mil observaciones y preguntas, manoseando o mirando objetos que nos distraen; de lo que resulta que se nos escapan circunstancias interesantes, que se nos pasan por alto cosas esenciales, y que al tratar de contarle a otros o de meditarle nosotros mismos para formar juicio, se nos presenta el hecho desfigurado, incompleto, y así caemos en errores que no proceden de falta de capacidad, sino de no haber prestado al narrador la atención debida.

§ II. Ventajas de la atención e inconvenientes de su falta

Un espíritu atento multiplica sus fuerzas de una manera increíble; aprovecha el tiempo atesorando siempre caudal de ideas; las percibe con más claridad y exactitud, y, finalmente, las recuerda con más facilidad, a causa de que con la continua atención éstas se van colocando naturalmente en la cabeza de una manera ordenada.

Los que no atiendan sino flojamente, pasean su entendimiento por distintos lugares a un mismo tiempo; aquí, reciben una impresión; allí, otra muy diferente; acumulan cien cosas inconexas que, lejos de ayudarse mutuamente para la aclaración y retención, se confunden, se embrollan y se borran unas a otras. No hay lectura, no hay conversación, no hay espectáculo, por insignificantes que parezcan, que no nos puedan instruir en algo. Con la atención notamos las preciosidades y las recogemos; con la distracción dejamos, quizá, caer al suelo el oro y las perlas como cosa baladí.

§ III. Cómo debe ser la atención. Atolondrados y ensimismados

Creerán algunos que semejante atención fatiga mucho, pero se equivocan. Cuando hablo de atención no me refiero a aquella fijeza de espíritu con que éste se clava, por decirlo así sobre los objetos, sino de una aplicación suave y reposada que permite hacerse cargo de cada coma, dejándonos, empero, con la agilidad necesaria para pasar sin esfuerzo de unas ocupaciones a otras. Esta atención no es incompatible ni con la misma diversión y recreo, pues es claro que el esparcimiento del ánimo no consiste en no pensar sino en no ocuparse de cosas trabajosas y en entregarse a otras más llanas y ligeras. El sabio que interrumpe sus estudios profundos saliendo a solazarse un rato con la amenidad de la campiña, no se fatiga, antes se distrae cuando atiende al estado de las mieses, a las faenas de los labradores, al murmullo de los arroyos o al canto de las aves.

Tan lejos estoy de considerar la atención como abstracción severa y continuada, que, muy al contrario, cuento en el número de los distraídos no solo a los atolondrados, sino también a los ensimismados. Aquéllos se derraman por la parte de afuera; éstos divagan por las tenebrosas regiones de adentro; unos y otros carecen de la conveniente atención que es la que se emplea en aquello de que se trata.

El hombre atento posee la ventaja de ser más urbano y cortés, porque el amor propio de los demás se siente lastimado, si notan que no atendemos a lo que ellos dicen. Es bien notable que la urbanidad o su falta se apelliden también atención o desatención.

§ IV. Las interrupciones

Además son pocos los casos, aun en los estudios serios, que requieren atención tan profunda que no pueda interrumpirse sin grave daño. Ciertas personas se quejan amargamente si una visita a deshora o un ruido inesperado les cortan, como suele decirse, el hilo del discurso; esas cabezas se parecen a los daguerrotipos, en los cuales el menor movimiento del objeto o la interposición de otro extraño bastan para echar a perder el retrato o paisaje. En algunas será tal vez un defecto natural; en otras, una afectación vanidosa por hacerse pensador, y en no pocas, falta de hábito de concentrarse. Como quiera, es preciso acostumbrarse a tener la atención fuerte y flexible a un mismo tiempo y procurar que la formación de nuestros conceptos no se asemeje a la de los cuadros daguerrotipados, sino de los comunes; si el pintor es interrumpido suspende sus tareas, y al volver a proseguirlas no encuentra malbaratada su obra; si un cuerpo le hace importuna sombra, removiéndole lo deja todo remediado.2


2 Los hombres más insignes en el mundo científico se han distinguido por una gran fuerza de atención y algunos de ellos por una abstracción que raya en lo increíble. Arquímedes ocupado en sus meditaciones y operaciones geométricas, no advierte el estrépito de la ciudad tomada por los enemigos; Vieta pasa sin interrupción días y noches absorto en sus combinaciones algebraicas y no se acuerda de sí propio hasta que le arrancan de tamaña enajenación sus domésticos amigos; Leibnitz malbarata lastimosamente su salud, estando muchos días sin levantarse de la silla. Esta abstracción extraordinaria es respetable en hombres que de tal suerte han enriquecido las ciencias con admirables inventos; ellos tenían verdaderamente una misión que cumplir y, en cierto modo, era excusable que a tan alto objeto sacrificaran su salud y su vida. Pero, aun en los genios más eminentes, no ha estado reñida la intensidad de la atención con su flexibilidad. Descartes estaba elaborando sus colosales concepciones entre el estruendo de los combates, y cuando, cansado de la vida militar, se retiró del servicio en que se había alistado voluntariamente continuó viajando por los principales países de Europa. Con semejante tenor de vida es muy probable que el ilustre filósofo había sabido enlazar la intensidad con la flexibilidad de la atención y que no sería tan delicado en la materia como Kant, de quien se dice que el solo desarreglo o cambio de un botón en uno de sus oyentes era capaz de hacerle perder el hilo del discurso. Esto no es tan extraño si se considera que el filósofo alemán jamás salió de su patria y que, por tanto, no debió de acostumbrarse a meditar sino en el retiro de su gabinete. Pero, sea lo que fuere de las rarezas de algunos hombres célebres, importa sobremanera esforzarse en adquirir esa flexibilidad de atención que puede muy bien aliarse con su intensidad. En esto, como en todas las cosas, puede mucho el trabajo, la repetición de actos que llegan a engendrar un hábito que no se pierde en toda la vida. Acostumbrándose a pensar sobre cuantos objetos se ofrezcan y a dar constantemente al espíritu una dirección seria, se consigue lentamente y sin esfuerzo la conveniente disposición de ánimo, ya sea para fijarse largas horas sobre un punto, ya para hacer suavemente la transición de unas ocupaciones a otras. Cuando no se posee esta flexibilidad el espíritu se fatiga y enerva con la concentración excesiva o se desvanece con cualquiera distracción; lo primero, a más de ser nocivo a la salud, tampoco suele servir mucho para progresar en la ciencia, y lo segundo inutiliza el entendimiento para los estudios serios. El espíritu como el cuerpo, ha menester un buen régimen, y en ese régimen hay una condición indispensable: la templanza.

Capítulo III. Elección de carrera

§ I. Vago significado de la palabra «talento»

Cada cual ha de dedicarse a la profesión para la que se siente con más aptitud. Juzgo de mucha importancia esta regla y abrigo la profunda convicción de que a su olvido se debe el que no hayan adelantado mucho más las ciencias y las artes. La palabra talento expresa para algunos una capacidad absoluta, creyendo, equivocadamente, que quien está dotado de felices disposiciones para una cosa lo estará igualmente para todas. Nada más falso; un hombre puede ser sobresaliente, extraordinario, de una capacidad monstruosa para un ramo, y ser muy mediano, y hasta negado, con respecto a otros. Napoleón y Descartes son dos genios y, sin embargo, en nada se parecen. El genio de la guerra no hubiese comprendido el genio de la filosofía, y si hubiesen conversado un rato es probable que ambos habrían quedado poco satisfechos. Napoleón no le habría exceptuado entre los que con aire desdeñoso apellidaba ideólogos.

Podría escribirse una obra de los talentos comparados, manifestando las profundas diferencias que median aun entre los más extraordinarios. Pero la experiencia de cada día nos manifiesta esta verdad de una manera palpable. Hombres oímos que discurren y obran sobre una materia con acierto admirable, al paso que en otra se muestran muy vulgares y hasta torpes y desatentados. Pocos serán los que alcancen una capacidad igual para todo, y tal vez pudiérase afirmar que nadie, pues la observación enseña que hay disposiciones que se embarazan y se dañan recíprocamente. Quien tiene el talento generalizador no es fácil que posea el de la exactitud minuciosa; el poeta, que vive de inspiraciones bellas y sublimes, no se avendrá sin trabajo con la acompasada regularidad de los estudios geométricos.

§ II. Instinto que nos indica la carrera que mejor se nos adapta

El Criador, que distribuye a los hombres las facultades en diferentes grados, les comunica un instinto precioso que les muestra su destino; la inclinación muy duradera y constante hacia una ocupación es indicio bastante seguro de que nacimos con aptitud para ella, así como el desvío y repugnancia, que no puede superarse con facilidad, es señal de que el Autor de la Naturaleza no nos ha dotado de felices disposiciones para aquello que nos desagrada. Los alimentos que nos convienen se adaptan bien a un paladar y olfato, no viciados por malos hábitos o alterados por enfermedad, y el sabor y olor ingratos nos advierten cuáles son los manjares y bebidas que, por su corrupción u otras calidades, podrían dañarnos. Dios no ha tenido menos cuidado del alma que del cuerpo.

Los padres, los maestros, los directores de los establecimientos de educación y enseñanza deben fijar mucho la atención en este punto para precaver la pérdida de un talento que, bien empleado, podría dar los más preciosos frutos, y evitar que no se le haga consumir en una tarea para la cual no ha nacido.

El mismo interesado ha de ocuparse también en este examen; el niño de doce años tiene, por lo común, reflexión bastante para notar a qué se siente inclinado, qué es lo que le cuesta menos trabajo, cuáles son los estudios en que adelanta con más facilidad, cuáles la faenas en que experimenta más ingenio y destreza.

§ III. Experimento para discernir el talento peculiar de cada niño

Sería muy conveniente que se ofreciesen a la vista de los niños objetos muy variados, conduciéndolos a visitar establecimientos donde la disposición particular de cada uno pudiese ser excitada con la presencia de lo que mejor se le adapta. Entonces, dejándolos abandonados a sus instintos, un observador inteligente formaría, desde luego, diferentes clasificaciones. Exponed la máquina de un reloj a la vista de una reunión de niños de diez a doce años, y es bien seguro que si entre ellos hay alguno de genio mecánico muy aventajado se dará a conocer, desde luego, por la curiosidad de examinar, por la discreción de las preguntas y la facilidad en comprender la construcción que está contemplando. Leedles un trozo poético, y si hay entre ellos algún Garcilaso, Lope de Vega, Ercilla, Calderón o Meléndez, veréis chispear sus ojos, conoceréis que su corazón late, que su mente se agita, que su fantasía se inflama bajo una impresión que él mismo no comprende.

Cuidado con trocar los papeles: de dos niños extraordinarios es muy posible que forméis dos hombres muy comunes. La golondrina y el águila se distinguen por la fuerza y ligereza de sus alas, y, sin embargo, jamás el águila pudiera volar a la manera de la golondrina, ni ésta imitar a la reina de las aves.

El tentate diu quid ferre recusent, quid valeant humeri que Horacio inculca a los escritores, puede igualmente aplicarse a cuantos tratan de escoger una profesión cualquiera.3


3 Un hombre dedicado a una profesión para la cual no ha nacido es una pieza dislocada: sirve de poco y muchas veces no hace más que sufrir y embarazar. Quizá trabaja con celo, con ardor; pero sus esfuerzos o son impotentes o no corresponden ni con mucho a sus deseos. Quien haya observado algún tanto sobre este particular habrá notado fácilmente los malos efectos de semejante dislocación. Hombres muy bien dotados para un objeto se muestran con una inferioridad lastimosa cuando se ocupan de otro. Uno de las talentos más sobresalientes que he conocido en lo tocante a ciencias morales y políticas le considero mucho menos que mediano con respecto a las exactas, y, al contrario, he visto a otros de feliz disposición para adelantar en éstas y muy poco capaces para aquéllas.

Y lo singular en la diferencia de los talentos es que, aun tratándose de una misma ciencia, los unos son más a propósito que los otros para determinadas partes. Así se puede experimentar en la enseñanza de las matemáticas que la disposición de un mismo alumno no es igual con respecto a la aritmética, álgebra y geometría. En el cálculo, unos se adiestran con facilidad en la parte de aplicación, mientras no adelantan igualmente, ni con mucho, en la de generalización; unos adelantan en la geometría más de lo que habían hecho esperar en el estudio de álgebra y aritmética. En la demostración de los teoremas, en la resolución de los problemas, se echan de ver diferencias muy señaladas: unos se aventajan en la facilidad de aplicar, de construir, pero deteniéndose, por decirlo así, en la superficie, sin penetrar en el fondo de las cosas; al paso que otros, no tan diestros, en lo primero, se distinguen por el talento de demostración, por la facilidad, en generalizar, en ver resultados, en deducir consecuencias lejanas. Estos últimos son de ciencia, los primeros son hombres de práctica; a aquéllos les conviene el estudio, a éstos el trabajo de aplicación.

Si estas diferencias se notan en los límites de una misma ciencia, ¿qué será cuando se trate de las que versan sobre objetos los más distantes entre sí? Y, sin embargo, ¿quién cuida de observarlas y mucho menos de dirigir a los niños y a los jóvenes por el camino que les conviene? A todos se nos arroja, por decirlo así, en un mismo molde; para la elección de las profesiones suele atenderse a todo menos a la disposición particular de los destinados a ellas. ¡Cuánto y cuánto falta que observar en materia de educación e instrucción!

En la acertada elección de la carrera no solo se interesa el adelanto del individuo, sino la felicidad de toda su vida. El hombre que se dedica a la ocupación que se le adapta disfruta mucho, aun entre las fatigas del trabajo; pero el infeliz que se halla condenado a tareas para las cuales no ha nacido ha de estar violentándose continuamente, ya para contrariar sus inclinaciones, ya para suplir con esfuerzo lo que le falta en habilidad.

Algunos de los hombres que se han distinguido en la respectiva profesión habrían sido probablemente muy medianos si se hubiesen dedicado a otra que no les conviniera. Malebranche se ocupaba en el estudio de las lengua y de la historia, y no daba muestras de ninguna disposición muy aventajada, cuando acertó a entrar en la tienda de un librero donde le cayó en manos el Tratado del hombre, de Descartes. Causóle tanta impresión aquella lectura, que se cuenta haber tenido que interrumpirla más de una vez para calmar los fuertes latidos de su corazón. Desde aquel día Malebranche se dedicó al estudio que tan perfectamente se le adaptaba, y diez años después publicaba ya su famosa obra de la Investigación de la verdad. Y es que la palabra de Descartes despertó el genio filosófico adormecido en el joven bajo la balumba de las lenguas y de la historia; sintióse otro, conoció que él era capaz de comprender aquellas altas doctrinas y, como el poeta al leer a otro poeta, exclamó: «También yo soy filósofo».

Una cosa semejante le sucedió a Lafontaine. Había cumplido veintidós años sin dar muestras de abrigar genio poético. No lo conoció él mismo hasta que leyó la oda de Malherbe sobre el asesinato de Enrique IV. Y este mismo Lafontaine, que tan alto rayó en la poesía, ¿qué hubiera sido como nombre de negocios? Sus inocentadas, que tanto daban que reír a sus amigos, no son muy buen indicio de felices disposiciones para este género.

He dicho que convenía observar el talento particular de cada niño para dedicarle a la carrera que mejor se le adapta y que sería bueno observar lo que dice o hace cuando se encuentra con ciertos objetos. Madame Perier, en la Vida de su hermano Pascal, refiere que siendo niño le llamó un día la atención el fenómeno del diverso sonido de un plato herido con un cuchillo, según se le aplicaba el dedo o se le retiraba, y que después de reflexionar mucho sobre la causa de ésta diferencia escribió un pequeño tratado sobre ella. Este espíritu observador en tan tierna edad, ¿no anunciaba ya al ilustre físico del experimento de Puy-de-Dome confirmando las ideas de Torricelli y Galileo?

El padre de Pascal, deseoso de formar el espíritu de su hijo, fortaleciéndole con otra clase de estudios antes de pasar al de las matemáticas, hasta evitaba el hablar de geometría en presencia del niño; pero éste, encerrado en su cuarto, traza figuras y más figuras con un carbón, y desenvolviendo la definición de la geometría que había oído demuestra hasta la proposición 32 de Euclides. El genio del eminente geómetra se debatía bajo una inspiración poderosa que todavía no era él capaz de comprender.

El célebre Vaucanson se ocupa en examinar atentamente la construcción de un reloj de una antesala donde estaba esperando a su madre; en vez de juguetear, acecha por las hendiduras de la caja por si puede descubrir el mecanismo, y luego, después, se ensaya en construir uno de madera que revela el asombroso genio del ilustre constructor del «flautista» y del «áspid de Cleopatra».

Bossuet, a la edad de dieciséis años, improvisaba en el palacio de Rambouillet un sermón que, por la copia de pensamientos y facilidad de expresión y de estilo, admiraba al concurso, compuesto de los talentos más escogidos que a la sazón contaba la Francia.