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Ricardo Güiraldes

Cuentos de muerte y sangre. Seguidos de aventuras grotescas y una trilogía cristiana

Créditos

ISBN rústica: 978-84-96290-00-6.

ISBN ebook: 978-84-9897-033-3.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

Los cuentos 9

Advertencia 10

Facundo 11

Don Juan Manuel 13

Justo José 17

El capitán Funes 19

Venganza 21

El Zurdo 23

Puchero de soldao 25

De mala bebida 27

El remanso 29

De un cuento conocido 33

Trenzador 35

Al rescoldo 39

El pozo 47

Nocturno 49

La deuda mutua 51

Compasión 53

La donna è mobile 55

Primera parte 55

Segunda parte 55

Antítesis 59

La estancia vieja 59

La estancia nueva 65

Aventuras grotescas 69

Arrabalera 69

Máscaras 73

Ferroviaria 77

Sexto 79

Trilogía cristiana 81

El juicio de Dios 83

Guele 87

San Antonio 95

Libros a la carta 101

Brevísima presentación

La vida

Ricardo Güiraldes nació en una acaudalada familia en la Argentina que se fue a Francia cuando él cumplió un año. Pasó los primeros cuatros años de su vida en Europa y aprendió a hablar francés y alemán.

Más tarde vivió en Argentina, en una casa en la ciudad y en la estancia La Porteña, en San Antonio de Areco. Su infancia en el campo lo acercó el ambiente gauchesco.

Estudió arquitectura y derecho pero no terminó su formación universitaria. Tuvo entonces una vida de dandy en Europa hasta que se casó con Adelina del Carril en 1913.

Fue amigo de Jorge Luis Borges con quien fundó las revistas Martín Fierro y Proa.

Los cuentos

Estos relatos están llenos de personajes «duros»:

Traspuestas las penurias del viaje cayó al campamento una noche de invierno agudo.

Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.

Aquí el lector encontrará relatos descarnados, de una intensidad que se anticipa a los mejores textos de la novela negra americana.

En 1915 se publican los primeros libros de Güiraldes: El cencerro de cristal y Cuentos de muerte y de sangre. Fueron despreciados por la crítica de la Argentina y el público los ignoró.

Solo Leopoldo Lugones reconoció su talento.

Advertencia

Son en realidad anécdotas oídas y escritas por cariño a las cosas nuestras.

He intitulado Cuentos no teniendo pretensión de exactitud histórica.

R. G.

Facundo

Traspuestas las penurias del viaje cayó al campamento una noche de invierno agudo.

Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.

Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.

Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre. Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el monte.

El Tigre pareció de pronto hostil:

—¡Jugará con sonsos!

Insolente, el mocito respondía:

—No siempre, general... y pa probarle, le jugaría una partidita a trampa limpia.

Quiroga accedió.

Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos de barajar.

Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.

—Bueno, amigo, me ha ganao todo.

Recién el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que plateaba delante suyo.

El general se retiraba.

Entonces, un horrible terror desvencijó la audacia del ganador. Las leyendas brutales ensoberbecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.

—¡General, le doy desquite!

—Vaya, amigo, vaya, que podría perder lo ganao y algo encima...

—No le hace, general, es justo que también usted talle.

—¿Se empeña?

—¿Cómo ha de ser?

Las mandíbulas le castañeteaban de miedo.

Quiroga arremangó la baraja, que chasqueó entre sus dedos toscos.

—¡Bueno, mis estribos contra cien pesos!

Y mandó al asistente traer las prendas.

Facundo comenzó a recuperar; cuando igualaron pesos, sonrió diciendo al huésped:

—Bueno, amigo, a recoger, y hasta mañana.

Pero el mocito, queriendo apaciguar al que creía herido, había de cinchar hacia su desgracia. Balbuceó estúpidas excusas de terror.

Facundo volvió a sentarse, con esta advertencia:

—No culpe sino a su empeño lo que suceda... al hombre sonso la espina’el peje... voy a jugarle hasta lo último, ya que así quiere... Si gana, ensille al amanecer, y no cruce más mi camino... si pierde, ha de ser más de lo que usted cree.

—¿Y es, mi general?

—¡Bah!, cualquier cosa.

Volvió a fallar el naipe inconsciente.

Quiroga trampeaba con descaro ante la pasividad del contrario, que miraba, como al través del delirio, la figura irreal, agrandada de leyenda.

Cuando el último peso fue suyo, llamó al asistente, ordenándole con una seña explicativa:

—Llévelo a dormir al mocito... y que descanse mucho, ¿no?

El muchacho quiso arrojarse de rodillas e intentar súplicas, pero Quiroga, indiferente, juntaba las barajas, y el asistente era más fuerte.

Don Juan Manuel

Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.

Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.

Regocijabas con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs, las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.

Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.

Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueaba al viento sin que su fisonomía exteriorizara placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más precisos los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía marcadora.

Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los caballos tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y desconocida.

—Buenos días.

—Buenos días.

Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente aperado de plata tintinante, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.

El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.

Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.

—Yo he sido amigo e su padre. Compañero e política también.

Y prosiguió, afable:

—¿Va a lo de Z...? Es mi camino y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.

—Es un honor que usted me hace.

El peón venía a distancia respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasialo interesados en sus diálogos para pensar en el camino.

El hombre averiguaba mucho, y Nicanor respondía, halagado por las atenciones del que adivinaba personaje.

—¿Entonces viene a pasar una temporadita? Ya se divertirá. Aquí hay campos para correr todo el día y también avestruces para ejercitar el pulso, y vizcacheras pa probar los paradores, ¿no?

Nicanor no se atrevía a interrumpirle. El tenor de parecer un pobrecito pueblero incapaz de hazaña ecuestre alguna, le impedía protestar con decisión.

—Yo no soy de a caballo...

—¡Qué no ha e ser! Lo mismo es si me dijera que es lerdo el zaino.

—Presumo que es solo un mancarrón manso, elegido para un maturrango como yo.

—¡Bah!... Ya se desengañaría si hiciéramos una partidita.

En sus ojos claros brillaban todas las malicias gauchas.

—Una partidita corta, aunque sea —insistía— como hasta aquel albardón, a la derecha de la vizcachera que blanquea... dos cerradas, cuanto más... ¿Eh?

Nicanor, no sabiendo ya cómo negarse, objetó, mientras el deseo de ganar le golpeaba en las arterias.

—Como quiera, entonces. Pero estoy, desde ahora, seguro que el colorao me va a cortar a luz.

El semblante de su interlocutor había adquirido un singular poder de brillo. Las facciones parecían más nítidas y los ojos reían, en la promesa de un intenso placer de chico travieso.

—Bueno, cuando diga ¡vamos! Ahora... Atráquese pie con pie... así... galopemos a la par hasta la voz de mando.

Achicábanse los caballos sobre sus garrones, temblorosos de empuje. Veinte metros irían golpeando rodilla con rodilla, sujetando las monturas, que roncaban de impaciencia.

—Bueno... ahora... ¡Vamos!

—¡¡Vamos!!

Y el tropel de la carrera repiqueteó como agudo redoble de tambor.

Tras los desacomodadores sacudones de la partida, corrían serenos par a par. Los vasos crepitaban o se ensordecían en las variaciones de la cancha; redondeles de barro seco saltaban como pedradas del molde de los vasos.

Nicanor animaba al zaino y parecía ganar terreno, cuando el peso del colorado le chocó con vigor inexplicable. Pensó en una desbocada; pero al mismo tiempo, sin lógica alguna, su caballo, con un quejido y la cabeza abrazada entre las manos, corcoveó furiosamente.

Se defendió como pudo. Sus dedos, al azar, arrancaban mechones del cojinillo.

—¡Cuidao! ¡Cuidao... la vizcachera! —le gritaron en una risotada.

Toda noción precisa desapareció para Nicanor. La tierra se le vino encima. Vio un pedazo de cielo, la mole del caballo que amenazó aplastarle, e, inseguro aún, se levantó con un pesado dolor en las espaldas.

Volvió a subir. A lo lejos por un bañado, corría el compañero de hoy, y un hornero cantaba, o alguien reía.

Cuando llegó a destino, el atolondramiento había cesado.

Casi sin contestar a la efervescente recepción, contó su aventura.

Carlos, su amigo, le interrogó al fin:

—¿Cómo era el hombre? ¿Alto, rubio? ¿Muy buen mozo? ¿De ojos claros y sonriente como una dama?

—Sí, sí —contestaba Nicanor viendo a su hombre.

—Ya sé quién es.

—¿Quién? —preguntó el mozo con secreta idea de venganza.

—Don Juan Manuel.

Justo José

La estancia quedó, obsequiosamente, entregada a la tropa. Eran patrones los jefes. El gauchaje, amontonado en el galpón de los peones, pululaba felinamente entre el soguerío de arreos y recados. Los caballos se revolcaban en el corral, para borrar la mancha oscura que en sus lomos dejaran las sudaderas; los que no pudieron entrar atorraban en rosario por el monte, y los perros, intimados por aquella toma de posesión, se acercaban temblorosos y gachos, golpeándose los garrones en precipitados colazos. La misma noche hubo comilona, vicio y hembras, que cayeron quién sabe de dónde.

Temprano comenzó a voltearlos el sueño, la borrachera, y toda esa carne maciza se desvencijó sobre las matras, coloreadas de ponchaje.

Una conversación rala perduraba en torno al fogón.

Dos mamaos seguían chupando, en fraternal comentario de puñaladas. Sobre las rodillas del hosco sargento, una china cebaba mate, con sumiso ofrecimiento de esclava en celo, mientras unos diez entrerrianos comentaban, en guaraní, las clavadas de dos taberos de lay.

Pero todo hubo de interrumpirse por la entrada brusca del jefe; el general Urquiza. La taba quedó en manos de uno de los jugadores; los borrachos lograron enderezarse, y el sargento, sorprendido, o tal vez por no voltear la prenda, se levantó como a disgusto.

A la justa increpación del superior, agachó la cabeza refunfuñando. Entonces Urquiza, pálido, el arriador alzado, avanza. El sargento manotea la cintura y su puño arremanga la hoja recta.