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Fernando Aínsa

Palabras nómadas

Nueva cartografía de la pertenencia

La Crítica Practicante, 6

LA CRÍTICA PRACTICANTE

Ensayos latinoamericanos

Vol. 6

«LA CRÍTICA PRACTICANTE», como crítica imaginativa y descifradora, aspira a unir creación y crítica, sobre todo en el campo del ensayo.

Desde que en 1890 Wilde hablara del «crítico como artista», desde que T. S. Eliot apelara a un poeta crítico, consecuente y consciente de la racionalidad de su obra, la exégesis literaria ha intentado acortar las distancias con el texto mismo que comenta. Dentro de la producción ensayística hispanoamericana no faltan ejemplos de esa proximidad; entre ellos, piezas fundamentales para lo que es ya una historia nutrida y variada de la crítica literaria.

La presente colección desea recuperar y publicar libros que subrayen la continuidad y coherencia del pensamiento crítico, y no sólo en torno a la literatura; también aquellos que, en sentido amplio, aborden creativamente la cultura latinoamericana.

Fernando Aínsa

PALABRAS NÓMADAS

Nueva cartografía de la pertenencia

Iberoamericana • Vervuert • 2012

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Iberoamericana, 2012
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ISBN 978 84-8489-663-0 (Iberoamericana)
ISBN 978 3-86527-714-5 (Vervuert)
ISBN 978-3-95487-004-2 (e-book)

Depósito Legal:
Cubierta: Carlos Zamora

Fotografía de cubierta: David Francisco

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

Índice

INTERDEPENDENCIAS EN LA NARRATIVA LATINOAMERICANA (A MODO DE INTRODUCCIÓN)

I  El desgaste de la literatura política

Los nuevos realismos

La violencia gratuita irrumpe en la ficción

Un género policial para una realidad policíaca

II  La voracidad antropológica del nuevo realismo

Composición musical y estructura narrativa

Del melodrama y lo cursi como expresión popular

Máquinas musicales y notas imposibles

Héroes y antihéroes del deporte y la ficción

III  Formas breves y estilos discrepantes

El elogio de la sombra

El humor como arma

La narrativa y el ensayo

IV  Voces femeninas irrumpen con fuerza

El travestismo de la escritura

Lejos de la castración masculina

V  Entre el repliegue nacionalista y el nuevo cosmopolitismo

La fecundación continua

Esta obra

PRIMERA PARTE. PALABRAS NÓMADAS

Pasajeros en tránsito

Las figuras de afuera

Todos somos extranjeros

Todos somos contemporáneos

El nomadismo y la vida errante

Ser fugitivo en una lengua extranjera

Las buhardillas del fin del mundo

En el centro de la nada

La vida errante

Capitales de la diáspora

El prestigio degradado de París

La esperanza de un viaje redentor

“I am american…”

Escribir en inglés sobre América Latina

Los tópicos de la universidad norteamericana

La pérdida de los referentes nacionales

Los nuevos repertorios de la identidad

Las lealtades múltiples

El deber de representar un país

La geografía alternativa de la pertenencia

La mirada cosmopolita

La mirada desde la periferia

Los nuevos centros de la periferia

La implosión del Tercer Mundo en el Primero

El universalismo enraizado

SEGUNDA PARTE. CARTOGRAFÍAS DE LA PERTENENCIA

La patria a la distancia

Vivir a la intemperie

“El arte no tiene patria, pero el artista sí”

La Zona, un espacio mítico en la distancia

El diálogo en la distancia con la propia lengua

De la patria de origen al lugar en que se vive

Viajar de espaldas

El regreso a la infancia

El imposible regreso

La nostálgica evocación lejana

La evocación insoportable

El regreso al país donde no se ha nacido

Un extraño en su propia ciudad

TERCERA PARTE. EL VIAJE INCONCLUSO

El viaje iniciático en la tradición literaria latinoamericana

El viaje iniciático a Europa

¿Peregrinación cultural o viaje de prestigio social?

El tópico del argentino en París

El viaje como sistema de fuga

Los caminos del cielo

La vuelta como auténtica ida

Ser es más importante que estar aquí o allá

El viaje continúa

De la marginalidad a la exclusión

El sentimiento de “no estar del todo”

Salirse del gran cauce

Huir hacia una remota periferia

El confín como periferia extrema

La pesadilla geográfica

BIBLIOGRAFIA

Interdependencias en la narrativa latinoamericana
(A modo de introducción)

En el momento de abordar la narrativa latinoamericana de las últimas décadas (1980-2012), una comprobación que puede parecer obvia se impone: los años no han pasado en vano. Éste ha sido un período clave en el que la narrativa ha cambiado en sus formas, preocupaciones, temáticas y posturas frente al mundo y la sociedad. El relevo generacional ha sido radical. El escritor practica, más allá de la adscripción a una literatura nacional, el cruzamiento de géneros, una apertura regida por la curiosidad y la falta de solemnidad y una intensa vocación transnacional que lo aleja de los debates de las décadas precedentes alrededor de la identidad o el compromiso político. Es como si en el momento en que los gobiernos latinoamericanos festejan doscientos años de independencia, los escritores se dijeran: “Tras la independencia, las interdependencias; en doscientos años de independencia, son felizmente muchas las interdependencias creadas”.

Por otra parte, es evidente que cincuenta años después de la eclosión de los años sesenta, estamos lejos de esas novelas que aspiraban ser verdaderas summas existenciales. Se ha perdido la ambición de escribir la “novela total” o de hacer alarde de un catálogo de técnicas novelescas manejadas con soltura que caracterizara a los grandes “proyectos ficcionales” de esos años1. Esa gran novela “totalizante” —como la llamó Carlos Fuentes afirmando que “la novela es mito, lenguaje y estructura”— aspiraba a terminar con los falsos dilemas de cuño escolástico que la dividían en géneros social, psicológico, histórico, costumbrista, objetivo o ideológico, enfrentándolas entre sí, como si los caracteres de las novelas tradicionales no pudieran coexistir simultánea, contradictoria y en forma enriquecedora en una misma obra. En nombre de esa ambición, Ernesto Sábato propuso, no sin cierta presunción, la “gran novela neo-romántica-fenomenológica, con algo de poema metafísico”, en la que debían reconocerse los atributos de la narración, de la epopeya y de la poesía.

Los despliegues de estructuras y técnicas narrativas de las que Cambio de piel (1967) y Terra Nostra (1975) de Fuentes y La casa verde (1965) de Mario Vargas Llosa fueran ejemplo paradigmático, se han desmantelado en aras de un estilo más sencillo, menos barroco y donde prima la narratividad. Es evidente que lejos de haberse agotado en los nombres y en las obras de los años sesenta (siempre presentes con Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa y sus novedades anuales), gracias a los cuales la literatura se proyectó en su dimensión universal actual; lejos de haberse quedado en el quejoso lamento de la memoria diezmada de los setenta, la nueva narrativa profundiza y amplía los que han sido los caracteres fundacionales de su originalidad a lo largo de la historia: la vital y humana expresión de una polifonía de voces en un continente tan apasionante como variado y contradictorio, un espejo deformante reflejando la realidad social en un fantástico (pero no por ello menos terrible) calidoscopio.

El cambio operado fue explicado por uno de los protagonistas consagrados por el boom, el misántropo Juan Carlos Onetti: “En la primera etapa de aquel tiempo —decía con ironía el autor de El astillero— adoptamos una posición, un estado de espíritu que se resumía en la frase o lema: aquel que no entienda es un idiota. Años después, una forma de la serenidad —que tal vez pueda llamarse decadencia— nos obligó a modificar la fe, el lema que sintetiza, aquél que no logre hacerse entender es un idiota” (Chao 1994: 31). La nueva ficción ha renunciado abiertamente al afán totalizador de construir novelas omnicomprensivas de una época. En síntesis: los “grandes relatos” políticos y utópicos se han devaluado.

Devaluados, pero sustituidos por una ficción que vale la pena presentar en su polivalente variedad temática antes de abordar el tema de este ensayo: la literatura transnacional donde se refleja la importancia de las figuras del éxodo y el exilio, la exaltación de la condición nomádica, las nociones de desarraigo y del “artista migratorio”, como componentes de la identidad plural y de “lealtades múltiples” en el marco de los procesos de globalización.

 

 

Notas al pie

1A título de ejemplo de novelas que pretendieron ser totales: Cambio de piel y Terra Nostra de Carlos Fuentes; Sobre héroes y tumbas y Abbadón el extermi nador de Ernesto Sábato; La casa verde y Conversación en la catedral de Mario Vargas Llosa; Cien años de soledad de Gabriel García Máquez; Palinuro de México de Fernando del Paso.

I
El desgaste de la literatura política

Lo primero que se comprueba es que a partir de los ochenta se han ido atenuando los extremos inaugurados por las vanguardias experimentales en lo estético y los radicalismos revolucionarios en lo político de las décadas precedentes, aunque hayan sobrevivido escritores del mal llamado boom que opinan de todo y escriben sobre todo con seguridad y pocas dudas: léase, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes.

El proceso es ahora más sutil y se caracteriza por la irónica desconfianza con la que se recapitulan las proclamas inauguradas con entusiasmo y rotundidad en los años sesenta. Muchos mitos se han desacralizado, cuando no degradado, la simplificación maniquea y el maximalismo voluntarista han cedido a una mayor ambigüedad y a un revisionismo de posiciones y actitudes propias y ajenas, a una deliberada fragmentación de la unidad textual y a un entrecruzamiento de géneros de insospechadas derivaciones. Se anuncia así la emergencia de una nueva ficción en ruptura con los esquemas de “verdugos, héroes y víctimas” de décadas anteriores que declaran un abierto parricidio por las armas de la irrisión, el humor, la ironía, la parodia y lo grotesco.

El intenso revisionismo anuncia, al mismo tiempo, una desprejuiciada apertura al mundo: la ruptura del modelo de escritor nacional y la recomposición de su papel en la sociedad, lejos del debate “identitario” o sobre el “compromiso” de décadas anteriores. Se reivindica así, sin excesivo entusiasmo, el exclusivo compromiso con la literatura. En efecto, el desgaste de la literatura política que había enfatizado el compromiso, la heroicidad y las posiciones radicales, derivó hacia un recapitular de actitudes y posturas del pasado y a un devaneo entre amor y puro sexo, suerte de ese “reposo del guerrero” con que Christine Rochefort tituló la novela luego consagrada por Brigitte Bardot en la adaptación cinematográfica de Roger Vadim.

Han quedado atrás los años de la crónica de la guerrilla urbana de País portátil (1968) de Adriano González León; los relatos crudos y directos sobre la violencia urbana de La canción de nosotros (1975) y Días y noches de amor y de guerra (1978) de Eduardo Galeano; las dicotomías de Las raíces de la ira (1975) de Carlos Bastidas Padilla; las denuncias de Caballos por el fondo de los ojos (1976) de Mario Goloboff; la crónica politizada de No habrá más penas ni olvido (1978) de Osvaldo Soriano y buena parte de la obra de Antonio Skarmeta, desde la intensa Soñé que la nieve ardía (1975), hasta La insurrección (1983) sobre la revolución sandinista.

También quedó atrás, aunque siga estremeciendo su descarnado relato, Caperucita en la zona roja (1978) de Manlio Argueta, sobre la guerrilla salvadoreña, donde se trata de “hacerse bandolero de la liberación” y donde se puede afirmar que “una pistola en la cabeza y la sangre tuya, es la salvación de otros”; o la atmósfera enrarecida que refleja la realidad fragmentada por la violencia que impregna Jesús Marchena (1975) de Pedro Joaquín Chamorro y buena parte de la obra narrativa de Sergio Ramírez sobre la dictadura de Somoza.

Es el “Réquiem por el guerrillero bueno” del que habla Santiago Roncagliolo (Roncagliolo 2008: 22) —autor de Abril rojo (2006), La cuarta espada, La historia de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso (2007) para referirse al fin de una literatura que tuvo en la citada obra del venezolano Adriano González León y en Los fundadores del alba (1969) del boliviano Renato Prada Oropeza sus textos emblemáticos. Ahora, lejos de aquella épica, Horacio Castellanos narra en El arma en el hombro (2001) cómo los guerrilleros salvadoreños se han reciclado en “paramilitares” y luego en integrantes de bandas criminales al servicio de un político o Edmundo Paz Soldán, en La materia del deseo (2001), descubre —a través de un profesor boliviano radicado en los Estados Unidos que investiga el pasado revolucionario de su padre— cómo, detrás de un aura presuntamente heroica, se escondía un ser intransigente, autoritario y sin escrúpulos, capaz de engañar y traicionar a su causa y a sus propios familiares.

Los nuevos realismos

A nuevas realidades socioculturales se responde con “nuevos realismos”, incluso el llamado “realismo sucio” de la trilogía habanera de Pedro Juan Gutiérrez2 o el de las “narco novelas” del colombiano Jorge Franco, autor de la exitosa Rosario tijeras (1999), o la inmersión de Santiago Gamboa en un mundo de paramilitares, narcos y guerrillas en la novela Perder es cuestión de método (2001), donde se narran las desventuras del periodista Silampa, de El Observador, solitario, depresivo y que sufre de hemorroides. Violencia real y latente, perceptible en la sensación que resume la protagonista de Satanás (2002) de Mario Mendoza cuando vaga por la ciudad de “calle en calle, confundida entre la multitud de indigentes y alucinados que recorren la ciudad durante horas interminables y que suelen pernoctar en potreros baldíos, en caserones abandonados, en parques poco concurridos o debajo de los puentes en guaridas improvisadas y malolientes” (Mendoza 2002: 283).

El fenómeno es evidente entre los autores más jóvenes, menos trascendentes y categóricos en sus afirmaciones que los autores de los años 60. Ello ha sucedido, incluso, en países de cultura asediada como Cuba, donde la narrativa expresa una sugerente polifonía temática y estilística. Basta pensar en la evolución de Jesús Díaz entre Los años duros (1967) y Las iniciales de la tierra (1987). Veinte años después, Díaz repasa la vida transcurrida con la excusa de tenerla que contar en una Asamblea de Trabajadores. “La gente se ha quitado la careta —afirma por su parte Pedro Juan Gutiérrez en Carne de perro (2005)—. Nada de apariencias. Ahora es la época del caos y el vértigo. Garras y colmillos, al borde del precipicio”. Por su parte, Abilio Estévez hace el inventario de las ruinas urbanas en Los palacios distantes (2002) y Leonardo Padura recorre una Habana nocturna provisto de la linterna de la literatura policial de su detective Mario Conde, tras la que se adivina un ineludible trasfondo social. Ronaldo Menéndez, en Las bestias (2006) y en Río Quibú (2008), aborda una Habana que se “cae a pedazos” y lo hace con una apasionante mezcla de amor y rabia.

Un cierto resentimiento ante tanta derrota, trasunta el realismo crudo y “prostibulario” de Enrique Medina en El secreto (1989) y El escritor, el amor y la muerte (1998). Otros, como el peruano José B. Adolph, han comprobado que algo habían “dejado” en el “cuarto de siglo de profesión revolucionaria” y reivindican el derecho a dedicarse a “las amenidades de la vida”. Porque, en definitiva, “no es fácil llegar a los cuarenta”, como ya había observado con resignación en Cuentos del relojero abominable (1974).

La violencia gratuita irrumpe en la ficción

Sin embargo, aunque ha desaparecido el abierto planteo ideológico y político, la violencia social ha irrumpido con fuerza en una literatura que no escatima descarnados relatos sobre las “asimetrías” que caracterizan a la sociedad y sigue reflejando una polarizada visión de la realidad. No puede olvidarse en esta perspectiva, la incidencia de las desigualdades que aquejan a la región, la violencia omnipresente, muchas veces gratuita —en todo caso banalizada por los medios de comunicación— y su gravitación directa en la vida de escritores y simples ciudadanos. Por esta razón, la literatura maniquea sigue explicándose en nombre de una realidad que no ha dejado de serlo. La literatura se convierte en ejercicio práctico de la propia consigna que ensalza. Una consigna que debe entenderse en algunos casos no como simple ficción simplificadora y esquemática, sino como reflejo de una realidad que, por desgracia, está signada por antinomias irreductibles.

Dos países son buen ejemplo de ello: Colombia y México

La narrativa colombiana reciente sobre la violencia, especialmente en el medio rural, pertenece en buena parte al género del testimonio, donde el sociólogo, cuando no el reportero, se combina con el escritor. Autores como Arturo Alape (autor de El cadáver insepulto, 2005, donde remonta el origen de la violencia en Colombia al asesinato de Jorge Eliecer Gaitán en abril de 1948) y Alfredo Molano han recopilado relatos de combatientes campesinos, muchos de ellos sobrevivientes de la época de la guerrilla más cruenta y lo hacen con un eficaz estilo narrativo. Molano es quizás quien ha recogido en forma más directa este tipo de historias, en más de diez libros que ofrecen un mapa sobre la manera como practican y viven la violencia los habitantes del campo colombiano. Sociólogo de formación, su método es el del científico social que hace trabajo de campo, toma notas, recoge testimonios y luego conforma un texto a partir de lo observado. En Trochas y fusiles (1994) reúne las historias de varios combatientes de las FARC y las razones que los llevaron a esta opción violenta. Su aproximación resulta más cultural que política, una cultura que comprende las razones histórico-sociales de la rebeldía, las formas comunitarias de su mantenimiento y la conciencia sobre la forma particular de reconstrucción del tejido social que procura. Su libertad creativa le permite que los personajes puedan ser síntesis de varios reales y sus relatos, recogidos como testimonios, reelaborados con técnicas narrativas donde hay un principio, un desarrollo y un final como en un cuento o una novela.

Por el contrario, la violencia generada por el narcotráfico se ha centrado en el medio urbano, especialmente durante el “reinado” de Pablo Escobar y ha generado un subgénero ingeniosamente llamado la “picaresca”. Tres novelas son representativas de ese período: La Virgen de los sicarios (1994), de Fernando Vallejo, sobre la relación de un filólogo homosexual con un joven sicario de Medellín, donde no imperan las leyes y el orden social se va descomponiendo; Noticia de un secuestro (1996), crónica de hechos reales en la que Gabriel García Márquez relata la historia del secuestro de tres periodistas, capturados por Pablo Escobar para presionar al gobierno en su lucha contra la extradición. En tercer lugar, Rosario Tijeras (1999), de Jorge Franco, un relato construido en torno a una historia de amor cuyos protagonistas tienen su vida marcada por el orden de Pablo Escobar, cuyo éxito editorial fue fulminante. Adaptaciones al cine y a una telenovela, convirtieron a Rosario en el paradigma del sicariato.

En el caso de México, la diversificación de la violencia descontrolada ha enriquecido la gama del vocablo asesino en sicario, zeta, paramilitar, asesino a sueldo y un sinfín de matices marcados por la realidad cotidiana. Los temas de la corrupción política, el poder del narcotráfico, la violencia y los feminicidios (especialmente en Ciudad Juárez) son el Leitmotiv que sostiene buena parte de las narraciones contemporáneas. Con Un asesino solitario (1999), Élmer Mendoza se posicionó como el renovador del género policíaco en México y se reafirmó con El amante de Janis Joplin (2001), El efecto tequila (2004), Cóbreselo caro (2005) y Balas de plata (2008) textos que van reflejando los progresivos contextos de la violencia, el poder y la corrupción política y empresarial cada vez más intrusivos. Mendoza retrata, sin ahorrar detalles repugnantes, el salvajismo y la venalidad de sus procedimientos. Como ha destacado Francisca Noguerol —estudiosa del neopolicial mexicano (Noguerol 2009, 169-200)—, Mendoza, como otros narradores del norte de México, incorpora el punto de vista del asesino y de las víctimas al género, generalmente centrado en la figura del detective. Esta presunta complicidad ha llevado a que Mendoza fuera criticado y debiera aclarar frente a sus detractores: “Estamos intentando crear un arte, con voluntad de estilo, sin que ello signifique que hagamos apología al narcotráfico y a la violencia”.

Como Mendoza, Eduardo Antonio Parra, en Nostalgia de la sombra (2002), al narrar la vida de Ramiro Mendoza, gatillero a sueldo, nos lleva a Tijuana, Monterrey, Sinaloa y el Río Bravo, esos espacios asfixiantes de peligro y disputa. Ingresar al mundo de los gatilleros significa renunciar a una identidad, ser un sujeto clandestino en donde la ley predominante es la de la violencia, aunque Ramiro intuye que puede sucumbir, pues el poder también significa traición. En la obra hay alusiones a la música de los narcocorridos, épica con reminiscencias de los corridos del período de la Revolución mexicana de 1910, a través de la cual se dan valor los que ingresan a la delincuencia, pues se cuentan sus hazañas, pasiones y traiciones.

De Sergio González se ha dicho que en Huesos en el desierto (2002) y El hombre sin cabeza (2009) ha investigado los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez mejor que las autoridades competentes. Datos de sus pesquisas iniciales fueron recogidos por Roberto Bolaño en “La parte de los crímenes” de la novela 2666, y el propio González terminó inspirando uno de los personajes de la novela póstuma del chileno. La representación del mal en Huesos en el desierto no pierde de vista el inveterado contexto de machismo, pobreza, migración, contrabando y caciquismo propio de una zona dominada por la abrumadora presencia del desierto. La impunidad que rodea a un centenar de homicidios con aberrantes signos de violencia sexual permite deducir un laberinto de complicidades entre el crimen organizado y las autoridades políticas, aunque el poder judicial intente aplacar el escándalo con la condena de chivos expiatorios.

Otras novelas se inscriben en este panorama: Bajo el disfraz (2003), de Jesús Alvarado, sobre los medios a los que los narcotraficantes recurren para seguir dominando el mercado de la droga; La Mara (2004), de Rafael Ramírez Heredia, narra la tragedia de hombres y mujeres anónimos centroamericanos en su esfuerzo por llegar a Estados Unidos. La novela testimonia la voz de mujeres violadas, de hombres mutilados, de jóvenes robados, secuestrados y extorsionados por los mareros y la policía. La trama se conecta con episodios traumáticos de la historia centroamericana reciente, como la guerrilla salvadoreña y las guerras civiles en Honduras y Guatemala. Conflictos que dejaron cientos de niños huérfanos que al llegar a la edad adulta la única opción que tenían era la de enrolarse en el crimen, trágico destino sin escapatoria que se traduce en el encono social de los mareros, el estatus de parias criminales como forma de vida.

Esta nueva generación de jóvenes escritores mexicanos parece decidida a romper con los “padres” de la literatura de su país. Se sienten mucho más cerca del terror de Stephen King, el humor de los hermanos Cohen y la tenebrosidad de Frank Miller que de Juan Rulfo, Octavio Paz o Carlos Fuentes. Así, Bernardo Fernández Bef, autor de Hielo negro (2011), define algunas de sus características comunes a esta literatura: “Compartimos un gusto por los subgéneros, la novela policiaca, la de terror, el thriller, la ciencia-ficción… Sentimos cercanía con los autores anglosajones, integramos referentes mediáticos en nuestras novelas como el cine, la televisión y el cómic y tenemos una vocación narrativa que busca la amenidad y la diversión”.

Un género policial para una realidad policíaca

En las variadas expresiones de la intertextualidad en la que se mueven con soltura los nuevos autores, las novelas policiales ocupan un lugar preponderante, junto a las clásicas películas de la “serie negra” de Hollywood con las que se intercambian signos nostálgicos. Vicente Leñero, en su relato ¿Quién mató a Agatha Christie?, incluido en el volumen Cajón de sastre (1981), imagina el asesinato de Agatha Christie investigado por el propio Hércules Poirot. Osvaldo Soriano, en Triste, solitario y final (1973), recrea a Philip Marlowe, el detective protagonista de las novelas de Raymond Chandler, para integrarlo en la corte de los héroes cinematográficos preferidos de su generación –Charles Chaplin, Laurel y Hardy, John Wayne y Jane Fonda–, personajes no sólo parodiados, sino transformados en sus propios interlocutores. En El ojo de la patria (1992) es el agente secreto Julio Carré el encargado de una “rocambolesca” historia de repatriación de los restos de un héroe nacional el que permite una transcodificación de las novelas del género en una reflexión farsesca sobre la dicotomía del ser argentino.

El mexicano Pablo Ignacio Taibo II ha popularizado el género policial con una vasta producción que va desde Días de combate (1976) a Cuatro manos (1994) y tras sus huellas se incorporan entusiastas discípulos en todo el continente. Los signos de atentas lecturas de los clásicos del género no sólo se reconocen en la intertextualidad, sino en el propio estilo y estructura novelesca que practica con singular eficacia. Pero sobre todo en su transposición hispanoamericana se comprueba que el género negro conviene a una realidad que es, en sí misma, “negra”. Dictadura, represión, desapariciones llevadas a cabo por regímenes policíacos, el miedo como sistema, encuentran en el género un obligado referente.

En Luna caliente (1986), de Mempo Giardinelli, novela signada por el carácter policial de la dictadura argentina instaurada en 1976, se adaptan al escenario húmedo y caluroso de Resistencia, en el Chaco, los ingredientes de violencia e intriga de las mejores páginas de las novelas negras, desgraciadamente no muy ajenas a las de la triste historia contemporánea. Fugitivos, perseguidos y desaparecidos, desguazados patrulleros Ford Falcon circulando en la impunidad y el anonimato de noches donde impera el terror, acumulan notas sombrías a una trama construida a partir de una crónica que podría ser real, pese al calculado ingenio de su intriga.

El miedo, ese comprobar que “aquí pasan cosas raras”, es descubierto y diseccionado con un acerado escalpelo por la argentina Luisa Valenzuela en cuentos entre alegóricos y testimoniales, entre realistas y fantásticos, titulados justamente Aquí pasan cosas raras (1975). Idéntico frenesí está detrás de El gato eficaz (1972) y se decanta en la angustiosa tensión de Cambio de armas (1982), pero debatiéndose siempre entre los extremos de una palabra detonadora, corruptora, pero en definitiva liberadora inspirada en un género policial de triste verosimilitud, como anunció en Novela negra con argentinos (1990).

En algún caso, el género policial se cruza con el humor. Tal es el caso de la portorriqueña Ana Lydia Vega en Pasión de historia (1987), cuyos relatos pseudopoliciales están atravesados por un humor negro y corrosivo donde, con ironía, parodiza títulos canónicos de la literatura hispanoamericana como en la nouvelle “Sobre tumbas y héroes”, que define como “folletín de caballería boricua”. Guiñadas de ojos que buscan la complicidad del lector y donde, más allá de la parodia, se sospecha una secreta nostalgia.

 

 

Notas al pie

2La trilogía sucia de La Habana(1998) está integrada por Anclado en tierra de nadie, Nada que hacer y Sabor a mí.