Agradecimientos

A Edurne, mi hermana, por sus necesarias correcciones e impías críticas que han conseguido que este trabajo se gane el nombre de ensayo histórico.

A todos los que me habéis animado a seguir por la senda de la historia y la investigación.

El Imperio
del Sol Naciente:
la aventura comercial

El Imperio
del Sol Naciente:
la aventura comercial

JAVIER YUSTE GONZÁLEZ

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Colección:Historia Incógnita
www.historiaincognita.com

Título: El Imperio del Sol Naciente: la aventura comercial
Autor: © Javier Yuste González
Copyright de la presente edición: © 2015 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos Rodríguez
Revisión y Adaptación literaria: Teresa Escarpenter

Responsable editorial: Isabel López-Ayllón Martínez
Conversión a e-book: Paula García Arizcun
Diseño y realización de cubierta: Reyes Muñoz de la Sierra

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición impresa 978-84-9967-689-0
ISBN impresión bajo demanda 978-84-9967-690-6
ISBN edición digital 978-84-9967-691-3
Fecha de edición: Marzo 2015

Depósito legal: M-4966-2015

Dedico esta obra a Francisco Javier, mi padre, quien, al ser oriundo de tierra de conquistadores, siempre ha seguido los pasos de estos hombres a través de los mapas y sus memorias.

Y, como en todo lo que he hecho y haré de bien en mi vida, a Rosa, mi querida madre.

Prólogo

Hace unos cuantos años paseaba por la ribera del Guadalquivir, por un pueblo de casas blancas y sol andaluz con el curioso nombre de Coria del Río, un lugar que era y es huella de la historia y testimonio de nuestro pasado. Coria del Río fue amarradero de los barcos de Castilla allá por los años en los que España era un imperio allende los océanos.

Así que yo caminaba por la orilla imaginando bosques de mástiles, esperando cruzarme con algún estibador que bajase corachas de pimienta de uno de los galeones de Manila, o con rudos hombres de los Tercios, de esos con capas terciadas y la vizcaína afilada, que protegiesen la descarga de un cofre con plata de Potosí. Quizás con suerte, vería algún piloto que hubiera conocido al mismo Juan de la Cosa, incluso podía toparme con algún buscavidas malcarado que marchase a las Indias para hacer fortuna siguiendo los pasos de Ojeda o Cortés, aun pese a que la porquería de la última piara a su cuidado todavía le solase las botas.

Ese es el vicio de cualquier novelista, soñar despierto con los relatos que revolotean a su alrededor, esperando terminar atrapados en cárceles de tinta y papel.

Y entonces, y he de reconocer que casi me caigo, topé de bruces con la estatua de un samurái. ¡Sí, un samurái! Con su armadura, con sus sables, con toda la parafernalia de los hombres de los señoríos feudales que pueblan las películas de Kurosawa.

Tan extravagante como pueda parecer, pero tan real como la Giralda. A unos kilómetros al sur de Sevilla, en la ribera del Guadalquivir: una estatua de un samurái. Y fue tal la impresión que no pude evitar interesarme en la historia de aquel guerrero, porque ese es el pecado del novelista, robar historias a la historia.

Así fue como conocí la embajada Keichō y su apasionante viaje desde el mítico Cipango de Marco Polo hasta esa Sevilla imperial de Felipe III. Con lo cual tuve elementos para construir un relato; no solo tenía el escenario adecuado, samuráis en Sevilla, tenía también elementos fantásticos para aderezarlo: los Tercios, el comercio en las Indias, la vida en las Filipinas, la unificación del Japón, el recordado asedio de Fushimi.

Y el país del sol naciente me quedaba relativamente cerca (al menos espiritualmente) porque llevaba años cultivando bonsáis y dedicándole mucho tiempo al arte de las piedras para contemplar, así que el veneno se extendió rápido y pronto descubrí que tenía una novela en ciernes, sin embargo, ahí empezaron las dificultades.

En Occidente es muy poco lo que sabíamos y sabemos sobre esas relaciones de la Europa en ciernes con aquel lejano y convulso Oriente. El trabajo de documentación fue durísimo, apenas encontraba referencias fiables y las que acababan en mis manos no siempre eran fáciles de interpretar. Finalmente Rōnin; la leyenda del samurái azotado por el viento vio la luz, pero esa ha sido, sin duda, la novela que más me ha hecho sufrir.

Por eso mismo lamento profundamente que Javier Yuste haya escrito El Imperio del Sol Naciente con tanto retraso… Porque este es un ensayo completo, riguroso, de fácil lectura, y que cubre, de manera sobresaliente, esa parte de la Historia que tantos pesares me produjo. Javier Yuste ha conseguido elaborar un compendio ecuánime, alejado de la farisea política, justo con los datos históricos susceptibles de corroborarse y, lo que no es menos importante, bien escrito, incluso con detalles novelescos que resultan de lo más sorprendentes.

Me hubiera encantado disponer del trabajo de Javier Yuste hace unos años, cuando no encontraba asideros en mi labor de documentación. Así que, querido lector, usted que puede, no desaproveche la oportunidad que ahora se le brinda.

Francisco Narla
Escritor y comandante de línea aérea

Contextualización geográfica

Para un lector una cosa es lanzarse a lo desconocido y otra, bien distinta, perderse. Y, a la hora de publicar un libro en el que se narran aventuras y viajes, hay pocas faltas más graves que el no adjuntarle el correspondiente apéndice cartográfico.

Sin duda, le resultaría a usted costoso cargar con un atlas cada vez que se adentra en las profundidades de esta obra; así que consideramos que verá con buenos ojos que, con esmero y paciencia, hayamos confeccionado algunos planos o mapas, marcando en los mismos poblaciones de interés y de exótico nombre que se van referenciando; todo ello con el único fin de que siga sin titubeos el recorrido a lo largo de Japón de los personajes que pueblan los capítulos y no se despiste con la confusión que puede provocar la situación de lugares tales como, por ejemplo, Fucheo, Uraga y Hakodatē.

Sin mapas, muchas veces nos perdemos gran parte de la historia.

i1

Mapa del Japón feudal antes de la batalla de Sekigahara, contenido en la obra A history of Japan, during the century of early foreign intercourse (1542-1651).

i2

Carta de Japón con las islas de Honshū, Sikoku y Kyūshū, con parte de la península de Corea (h. 617), según los trabajos ingleses más modernos (E. Pérez la grabó; P. Bacot grabó la letra), sobre la que hemos ido señalando diferentes puntos importantes en el devenir histórico de los contactos entre occidentales y nipones. Fuente: Biblioteca Nacional de España, Madrid

i3

Mapa de la isla de Kyūshū, en el que se indican, además, los puntos capitales en el devenir histórico de los contactos entre occidentales y nipones (elaboración propia).

i4

Mapa de Japón con identificación de las distintas islas (elaboración propia).

Introducción

La curiosidad de aquel escrupuloso nipón llamado Nagazima Saboroske1 comenzaba a rebasar temerariamente el límite. La paciencia del capitán de navío Franklin Buchanan2, comandante de la fragata a vapor USS Susquehanna, en cuyos mástiles ondeaba el gallardetón del comodoro3 Matthew Calbraight Perry, estaba siendo puesta a prueba. Ya había perdido la cuenta de las veces que había insinuado al delegado japonés, por medio de su intérprete, Anton Portman, que abandonara su estudiada retahíla de preguntas impertinentes, que se encontraba en presencia de un oficial de la Marina de guerra de los Estados Unidos de América y que era costumbre a respetar que, haciendo honor a su rango, no se lo sometiera a tal interrogatorio.

A la par, Buchanan insistía una y otra vez en hacerle entender al nipón que aquella expedición norteamericana no era de índole comercial sino militar, por lo que los cuatro navíos que estaban fondeados en la boca de la bahía de Edo, las fragatas Susquehanna y Mississippi y las corbetas Plymouth y Saratoga, no pondrían rumbo a Nagasaki, puerto en el que se «trataban» los asuntos mercantiles con los extranjeros.

Pero aquel delegado, quien se presentó erróneamente como representante de la provincia de Uraga (actual Yokosuka), parecía no comprender lo que se le decía. Es posible que las palabras del comandante de la Susquehanna se perdieran entre el embrollo dialéctico que suponía que Mr. Portman tradujera del inglés al holandés y que el intérprete que acompañaba al oficial nipón hiciera lo mismo del holandés al japonés. Así, bajo la máscara de la cortesía y el cruce de lenguas, la lista de preguntas parecía no tener fin.

—¿Cuándo llegarán otros? –preguntó el oficial japonés en relación con aquellos buques que asemejaban volcanes flotantes. Era la primera vez que en Japón se veían barcos a vapor.

—No lo sé; eso depende de la contestación que se dé a la carta –replicó Buchanan refiriéndose, una vez más durante aquella larga conversación, a la misiva que el presidente Millard Fillmore había dado al comodoro Perry, junto a sus credenciales, para que fuera entregada personalmente a un representante imperial.

—¿Qué contiene la carta? –continuó el nipón, irritando aún más a Buchanan.

El comandante hizo un nuevo esfuerzo para contener su exasperación al dirigirse a Portman.

—Dígale, señor, que la carta es del presidente de los Estados Unidos de América para el emperador del Japón, y que resulta de lo más indecoroso preguntarme sobre su contenido.

Buchanan desvió una vez más la mirada hacia uno de los portillos y frunció el ceño al comprobar que aquellas embarcaciones hostiles, unas quinientas formadas en línea, seguían rodeando a los cuatro buques, prestando especial atención a la Susquehanna, su preciada fragata. Desde su posición podía verlas sin necesidad de catalejo, cargadas con hasta veinticinco soldados provistos de lanzas, arcabuces y mosquetes, los cuales no dejaban de hostigar a la flota recién llegada que debía causarles verdadero pavor, pero tal congoja la sabían ocultar perfectamente tras sus severos semblantes.

Aquella táctica no era desconocida ni para Buchanan ni para ningún otro oficial a bordo de los buques de guerra norteamericanos, ya que era de esperar. Constituía una medida generalizada de repeler los navíos extranjeros que se atreviesen a quebrar la tranquilidad del país de los dioses con su mera presencia en el horizonte.

Sabiéndose poseedor de la fuerza necesaria para torcer la voluntad del representante nipón ante él sentado, cuyas buenas maneras no ocultaban la incomodidad que le causaba estar a bordo de un navío extraño, Buchanan volvió a solicitar que ordenara retirar aquellas amenazadoras embarcaciones. En esta ocasión, supo revestir sus palabras con un claro tono amenazador.

—Hágale saber, Mr. Portman, que, sintiéndolo mucho, aun con nuestros buenos y amistosos deseos, sin el menor ánimo de provocar ningún malestar o malentendido, si no se ordena inmediatamente el repliegue de los barcos, que nos rodean, abriremos fuego contra ellos. Nuestros navíos están preparados y le concedemos no más de quince minutos para dar las órdenes pertinentes. En caso contrario, sufrirán las graves consecuencias.

El representante nipón tragó saliva con dificultad. No le pasó inadvertido que por las bandas de los cuatro navíos extranjeros asomaban casi tantos cañones como todos los que había en lo ancho y largo del Japón.

Aquel extranjero de largas patillas, y que se presentó como el comandante de aquella portentosa nave negra, no parecía estar bromeando. Presintiendo el desastre y la matanza que podría desencadenarse cuando las brigadas comenzaron a apostarse junto a sus cañones, Nakajima Saburosuke ordenó el inmediato repliegue de las molestas embarcaciones que rodeaban a los kurofune4.

Sin embargo, no todo parecía perdido para cumplir con los deseos del sogún.

Lo reconocemos sin rodeos. Nos hemos dejado llevar. La tentación de dar comienzo a la presentación de este ensayo novelizando un momento histórico de tal envergadura, como fue la primera entrevista habida entre el comandante Buchanan y el yoriki Nakajima Saburosuke, ha sido superior a nuestras fuerzas. Pero no fruto de una debilidad. Tan solo albergábamos el ánimo de transportar al lector hasta aquella camareta de oscuros suelos de madera que crujían al son del dulce vaivén de las ondas de la mar. Contemplar broncíneos objetos sobre una mesa cubierta por decenas de cartas náuticas. Sentir el salitre mezclado con la brea y el sudor; el picor en los ojos causado por el humo de unas calderas que dotaban de antinatural vida a aquella fragata a vapor; la expectación y el nerviosismo.

Resulta complicado no hacerlo tras estudiar las cartas que el capitán de navío Buchanan envió a su hogar y que fueron recogidas en diversas publicaciones periódicas de su momento. Resulta complicado no hacerlo tras quedar abrumados con la extensa y exhaustiva transcripción de las conversaciones habidas durante aquellos cruciales días y que se conservan en distintos libros de la época.

Pero, antes de aquel 8 de julio de 1853, tuvieron que transcurrir más de tres siglos de lazos culturales y mercantiles, con sus sombras y sus luces, con abrazos fraternales y odios exacerbados. Una etapa clave de la humanidad, en plena conquista y descubrimiento de todas las tierras ocultas; de afán por saber qué se ocultaba en aquellos espacios en blanco que poblaban los mapas, en los que tan solo se leía la leyenda de «terra incognita» y sinuosos dragones se coronaban como únicos reyes y señores.

El volumen, que el curioso lector tiene ahora entre las manos, trata de seguir los pasos de aquellos hombres que, zarpando desde puertos andaluces y lisboetas, desde Ámsterdam, Londres y otros tantos, quisieron llegar hasta la mítica Cipango que Marco Polo describió. Hasta aquellas islas pobladas por hombres orientales dotados de unos niveles culturales superiores y rodeados de riquezas que solo el sol podría haber concedido.

Era como alcanzar el verdadero «fin de la Tierra».

A lo largo de los diferentes capítulos navegaremos hasta aquellas aguas y desgranaremos multitud de acontecimientos y encuentros. Seremos bien recibidos hasta que la avaricia del hombre blanco destruya la imagen de bondad natural que, según la religión sintoísta5, posee todo ser vivo. Las guerras no serán ajenas a estos avatares, incluso las de religión y las napoleónicas, llegando a presenciar hechos deleznables, pero también otros que fueron claves en nuestro desarrollo histórico durante los siglos XVI y XIX.

Tras largas horas de estudio, sumergidos en viejos volúmenes perdidos en los anaqueles y en periódicos amarillentos, hemos conseguido terminar este libro. En esta recopilación de datos daremos oportuna cuenta de los diferentes contactos que Occidente tuvo con Japón, especialmente aquellos que se centran en el episodio con el que hemos querido iniciar esta presentación y, como no podría ser de otro modo, aquellos en los que intervinieron distintos oficiales españoles, desde los primeros encuentros, pasando por la expulsión hasta, tras dos siglos de silencio y rencor, la restauración de relaciones diplomáticas en 1868.

Más que historia, es una aventura en pos de conocer nuestros vínculos originales con una tierra que, aún hoy, sigue sorprendiéndonos.

Ya está todo preparado. Hemos puesto el barco a son de mar y los hombres están inquietos; quieren zarpar para, algún día, poder decir «Yo he estado allí».

No hay tiempo que perder.

Es hora de soltar amarras.

Capítulo 1
La fascinación por Cipango atrae a aventureros y conquistadores

A pesar de que algunos estudiosos pretendan dar credibilidad a supuestos contactos entre civilizaciones del archipiélago del Japón y del Mediterráneo a través de endebles lazos formados por el paleocristinianismo, la primera vez que Europa tuvo constancia de la existencia de tan extraño país fue de mano de Marco Polo, quien regresaría a su Venecia natal en 1295 tras recorrer China durante veinte años; y lo hizo cargado con relatos más o menos verosímiles sobre aquellas lejanas tierras y sus gentes, muchos de los cuales arrastran el lastre de la pura fantasía y que, en ocasiones, rayan lo absurdo.

Aunque Polo confiesa abiertamente que no llegó a poner un pie en Japón, eso no supuso impedimento alguno para elaborar relatos sobre ese país que, por cuestiones de una malformada fonética, denominó Zipangu cuando en 1298 recopiló en latín sus experiencias y conocimientos. La oportunidad se la brindó el propio Kublai Kan con su fallida invasión en 1281, sufriendo la ira del Viento Divino (o Kami Kaze).

Los habitantes de aquella asombrosa tierra denominaban a su nación Dai Nippon, que se puede traducir como Gran Nipón. Pero ¿qué significa Nippon? Procede de la unión de dos palabras propias relativas al sol, nitsu, y a origen, pon o fon. Obviamente, el lector avispado habrá arqueado las cejas con un «¡Anda! ¡Sol naciente!».

1.1

Detalle del Libro de las maravillas, de Marco Polo.
Fuente: http://www.grandesexploradoresbbva.com/

Los chinos no pronunciaban Nippon, sino Jih-pun, a lo que añadían la palabra «reino» (koue), alcanzándose así un término más que conocido: «Imperio del Sol Naciente» o Jih-pun koue.

Jih-pun, por tanto, es de donde proviene la palabra Japón. Pero, sin creer que erramos, Japón tendrá su origen en la obra Suma Oriental, escrita hacia 1514 por el portugués Tomé Pirés6, donde se refiere al archipiélago como Jampon.

El entendimiento de Marco Polo no abarcaba extremos tales como el de ser capaz de pronunciar correctamente el nombre del país que solo conoció por medio de rumores y leyendas que le narraban en China sobre un imperio al que acabó denominando Zi-pan-gu.

A los europeos nos suena bastante más el nombre de Cipango, forma en la que se asimiló ese Zi-pan-gu, un país insular rebosante de tesoros al que creyó llegar Cristóbal Colón en 14927. Sin embargo, el esquivo almirante se encontraba aún muy lejos de alcanzar las islas del Japón, no digamos ya Catay8 y la propia India.

Quienes realmente alcanzaron Cipango partiendo de Europa fueron los portugueses, en 1542-1543, los cuales sospechaban su posible ubicación desde hacía décadas. De tal acontecimiento tendríamos noticia en el viejo continente gracias a los escritos del oficial español García de Escalante, quien formaba parte de la expedición enviada desde Nueva España a las islas del Poniente entre los años 1542 y 1544.

El año 1453 marca el fin de la Edad Media y la entrada violenta en la Moderna. Constantinopla cae y, con ella, los últimos rescoldos de la gloria del Imperio romano. Occidente se ve privado de su unión con Oriente a través de la Ruta de la Seda y necesita con urgencia hallar vías alternativas para proveerse, principalmente, de sedas y especias, muy necesarias estas últimas para la conservación de los alimentos.

Los portugueses fueron los más arrojados a la hora de lanzarse a la búsqueda de nuevas rutas. Bordeando la costa africana, llegaron a la península Arábiga, controlando el paso de Ormuz y condenando al olvido a la ruta del mar Rojo, que discurría entre Venecia y la India.

1453 da comienzo a una edad prolija. Nuevas ideas, luchas y anhelos mudarán la faz del mundo de forma radical. Una etapa para nacientes imperios y fundaciones de casas, así como para estrepitosos descalabros y olvidos. Un período histórico en el que las guerras de religión tendrán mucho que decir, y que sumirán a Europa en una verdadera revolución gracias a las escisiones protestantes, la Reforma, la Contrarreforma y el papel de la Inquisición.

Llega la edad dorada de la exploración oceánica. Pronto se reunirán suficientes hombres; todos con el sueño de saber dónde se encuentra el paso para circunnavegar la Tierra y qué hay más allá de lo conocido. Y quieren ser los primeros.

1.2

Cristóbal Colón según Sebastiano del Piombo. Fuente: Wikipedia

Por aquel entonces, el reino de Portugal iba ganando la carrera en Oriente como lo haría Castilla en el Nuevo Continente. Bartolomé Díaz descubre en 1488 el cabo de las Tormentas, denominado más tarde de Buena Esperanza; y Vasco de Gama hace lo propio con el océano Índico en 1497 y, al año siguiente, con las costas de Malabar e indostanas. En 1510, la ciudad de Goa, la llamada «Roma de India», era portuguesa y aquellos aventureros se atreven a poner el pie en Siam, Camboya y el sur de China, además de en las islas Molucas, Java, Borneo y Mindanao. A pesar de las desavenencias que ocasionaron los primeros encuentros con el Imperio Celeste9, los lusos consiguen fundar la colonia de Macao.

1.3

Precioso grabado contenido en la publicación La ilustración militar, de 30 de junio de 1907, que trata de representar el momento en el que se descubre el estrecho de Magallanes.

Estos avances levantaron ampollas en el ánimo de los soberanos españoles a pesar del vasto y desconocido territorio que Colón había descubierto en nombre de Castilla. El emperador Carlos I, sucesor de Fernando el Católico, pronto se dio cuenta de que aquello que se alza allende la mar Océana es un nuevo continente que se interpone entre Europa y las Indias. Por ello no escatimó en gastos al sufragar la expedición de Fernão de Magalhães. Había que encontrar otro cabo de Buena Esperanza en el Nuevo Mundo y dar con las islas de la Especiaría antes de que los portugueses se hicieran con todo.

Aún desconociendo la extensión total del orbe y de las tierras por descubrir, a través del instrumento conocido como Tratado de Tordesillas10, de 7 de junio de 1494, los Reyes Católicos y Juan II de Portugal se reparten la soberanía de todos los territorios por descubrir a lo largo del globo, no así el monopolio de explotación y la propiedad sobre los frutos presentes y futuros. No es de extrañar que las cartas náuticas que se fueran dibujando por los pilotos y navegantes de ambos reinos acabasen siendo custodiadas bajo siete llaves.

Magallanes, con la venia y los buenos deseos de la Corte imperial, parte de Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre de 1519 al mando de una escuadra compuesta por cinco naos, de las que, en el momento de su fallecimiento durante la batalla de la isla de Mactán (27 de abril de 1521), solo tres se mantendrían a flote. Durante el año y pico de travesía, Magallanes descubre el paso por el sur que une el Atlántico con el «mar del Zur» de Vasco Núñez de Balboa11, y logra alcanzar las islas de Poniente, que serían renombradas por Ruy López de Villalobos y en 1544 como Filipinas, en honor del futuro monarca Felipe II.

La muerte de Magallanes obliga al maestre Juan Sebastián de Elcano a tomar el mando de la nao Victoria y llevar de nuevo a España a los diecisiete expedicionarios que se resistían a la fatalidad.

El de Guetaria completaría la primera circunnavegación al globo al entrar en el propio Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522. Las cartas dibujadas con la ruta descubierta12 y los territorios visitados que llevaba consigo dieron pie a que Carlos I disputara a los lusos la titularidad de las islas Molucas, autorizando una nueva expedición, que partiría de La Coruña el 24 de julio de 1525, con Elcano como segundo del capitán general fray Jofre de Loaysa13 y con el objetivo de hallar la ruta de tornaviaje o «vuelta a Poniente» que uniera las nuevas posesiones aisladas en el Pacífico con el Nuevo Mundo. La misión fue un completo fracaso precedido por innumerables desgracias y padecimientos.

Las malas nuevas sobre el descalabro de Loaysa no desanimaron al emperador, pero será durante el reinado de su heredero, Felipe II, cuando se producirá el hallazgo de dicha ruta de tornaviaje.

El hombre que encontraría la solución sería un paisano de Elcano: el cosmógrafo Andrés de Urdaneta14. Este, vistiendo ya los hábitos de los agustinos, formula una teoría científica sobre las corrientes marinas en el Pacífico. Decía así: «Si las corrientes de vientos cerca del Ecuador iban de Este a Oeste, en el Norte y en el Sur debía de haber otras en sentido contrario». Y dio en el clavo, aunque Urdaneta, con cincuenta y dos años a sus espaldas, se vio obligado a demostrar personalmente su idea y en la expedición que a tal efecto autoriza Felipe II.

Al mando de la almiranta San Lorenzo estaba Miguel López de Legazpi15. La escuadra zarpa del puerto de Barra de Navidad (Jalisco) el 21 de noviembre de 1564, llegando a Guam (isla de Ladrones) el 22 de enero del año siguiente. Casi un mes después, el 15 de febrero, toca Samar y comienza la consolidación del gobierno de la Corona de España sobre las Filipinas.

1.4

Retrato sobre lienzo de Andrés de Urdaneta, realizado por Víctor Villán de Aza y conservado en el Colegio Alfonso XII, El Escorial. Fuente: andresurdaneta.org

Esta misión acabaría descubriendo el secreto del tornaviaje y, como parece ser algo muy propio de las aventuras y desventuras de los conquistadores y exploradores de los siglos XV y XVI, se duda de la identidad del verdadero descubridor. De forma oficial se le reconoce tal mérito a Andrés de Urdaneta, quien concibió la teoría de las corrientes del norte y sur que los llevarían de regreso a Nueva España y quien la demostró, elaborando el correspondiente portulano que seguiría el Galeón de Manila. Urdaneta zarpó a bordo de la San Miguel el 1 de junio de 1565, con rumbo nordeste, y ascendió hasta el paralelo 40° Norte, a la altura del Japón, topándose con la corriente de Kuroshio16, que empujó a la nao hasta el cabo de Mendocino, en California, alcanzando Acapulco el 8 de octubre tras ciento treinta días de navegación y haber recorrido 7.644 millas náuticas.

Pero aunque Urdaneta se lleva la fama de manera merecida, existe la posibilidad de que Alonso de Arellano, comandante del patache17 San Lucas, que formaba parte de la expedición de López de Legazpi, encontrara antes y por casualidad la corriente de Kuroshio. Ya desde que la escuadra zarpara de Barra de Navidad, Arellano se adelanta a sus compañeros y llega a las Filipinas con varios días de antelación. Fue un error por su parte, ya que le resultó imposible reunirse con las otras cuatro naves. Tras varias jornadas sin que se avistara vela alguna, y convencido por sus hombres y conociendo la teoría de Urdaneta, Arellano decide probar suerte navegando y pone proa rumbo Norte. ¿Podría ser cierto? Fuera como fuese, el patache San Lucas llegó a California el 17 de julio de 1565, aunque aquellos detractores del relato de Arellano lo acusan de no haber llegado nunca a las Filipinas en su patache y de estar rondando California hasta el momento oportuno.

La historia tiene su miga.

Lo cierto es que hasta 1596 se siguió la ruta marcada por Urdaneta, y se dirigían a los paralelos 35-40° Norte para alcanzar la corriente de Kuroshio. La ruta era de por sí muy peligrosa, pero hasta que aconteció el incidente del galeón San Felipe y la posterior respuesta del taikō Toyotomi Hideyoshi, hechos y personaje que trataremos más adelante, no se decidió buscar una corriente paralela al Sudeste, navegando entre los paralelos 11°, 22° y 17° Sur, sucesivamente, hasta alcanzar el continente americano.

Gracias a los posteriores acuerdos con Nueva España, el Galeón de Manila podría volver al Nordeste, tocando incluso territorio nipón en la provincia de Kantō, debido a los permisos de Tokugawa Ieyasu, algo de lo que, también, nos ocuparemos en los siguientes capítulos.

Con el establecimiento en 1566 de la ruta del Galeón de Manila, que no reportará ganancia destacable alguna hasta 1573, comienza la competición directa con Portugal y su Carrera de las Islas de Poniente.

Según el momento histórico del que se trate, entre uno y tres navíos al año tenían el permiso real para realizar la Carrera del Galeón de Manila o Nao de China. Pero pronto se permitieron expediciones de dos mercantes que navegarían en conserva18 con el fin de auxiliarse mutuamente, tanto en caso de averías, naufragio o ataque de mendigos del mar19 de lengua inglesa y holandesa20, lacra que medraba ostensiblemente en el Pacífico.

Los beneficios que comenzaba a generar el comercio entre China y Nueva España a través de Filipinas podían alcanzar el trescientos por cien, lo cual se convirtió en un excelente caldo de cultivo para el contrabando y los «despistes». No era inusual que algunos de los galeones, que hacían la ruta hasta España desde México, «confundieran» su situación en la carta náutica y descargaran ciertas mercancías en puertos distintos a los establecidos en sus manifiestos de carga.

En 1571, Manila recibe de Felipe II el título de «Noble y Leal Ciudad», dando por sentado el control del archipiélago tagalo y estableciendo su señorío, por lo que la ruta española del Pacífico permite un alto intercambio de plata entre América y Asia continental.

La unión comercial entre Oriente y Occidente, ya consolidada en 1573, no solo proporcionaba sedas a buen precio, sino también telas, porcelanas, lacas y un largo etcétera21 que atrajo las miradas y los bolsillos de muchos mercaderes avispados, tantos que amenazaban con ahogar los beneficios de la Corona en tales transacciones.

Los galeones se encontraban en manos privadas y los fletes llegaron a ser escandalosamente desproporcionados. Así que, en 1602, la Corona ofreció la posibilidad de que los navíos fuesen sufragados en su construcción por intereses privados y que, a su llegada a Acapulco desde Manila, no se exigiera a sus propietarios tributo alguno por sus mercancías. Pero, como contraprestación a la Administración, las naos serían entregadas al Estado. Esta medida no obtuvo mucho éxito, pero fue la primera de una larga lista cuyo único fin era frenar el desangrado económico por una Corona eternamente envuelta en conspiraciones y guerras.

Ya en el s. XVIII, el rey Carlos III apoyaría el negocio del Galeón de Manila creando la Compañía Real de Filipinas mediante Real Cédula de 23 de abril de 1785. De este modo se sientan las bases de la organización y fiscalización del flujo de mercancías y dinero entre el archipiélago y España. Adquiriendo el Estado de dicha entidad mercantil acciones por el nominal de un millón de pesos, Madrid cree de esta forma contrarrestar o compensar las ganancias que tan solo iban a parar a manos de la Administración de Nueva España. Gracias a la Compañía, se logra establecer un sistema por el cual las mercancías del Galeón de Manila no tenían que soportar el trámite de desembarcar en Acapulco: iban directas a Veracruz, puerto del México atlántico, donde incluso se adquirían a menor precio para regocijo de los más ladinos. Pero esta nueva Compañía no era, obviamente, del gusto de aquellos que llevaban años engordando sus bolsillos, aunque todo regresó a su cauce tras el fallecimiento del monarca en 1788.

1.5

Sir Francis Drake retratado por Marcus Gheeraerts. Fuente: Wikipedia

Y es que la vida en Filipinas solo giraba en torno al comercio, descuidándose las demás artes y dedicándose por entero a la Carrera hacia el Nuevo Mundo. En el transcurso de dos siglos, hasta ciento ocho navíos de diferentes portes realizaron la travesía, registrándose tan solo veintiséis naufragios; insignificante cifra a la que ayudó una eficaz defensa contra la cada vez más virulenta amenaza pirática y corsaria.

Españoles y portugueses protegían sus secretos de navegación a base de fuerza bruta. No iban a permitir que otras naciones se inmiscuyeran en la conquista y el reparto del mundo. Y mientras que Castilla y Portugal navegaban por separado, no hubo mucho interés en querer saber nada de esas rutas. Tan solo lo intentaron los ingleses Sebastiano Caboto22 y Francis Drake23. Por su parte, los holandeses y los belgas se contentaban con comprar en Lisboa aquellos exóticos productos. Se dejó a los reinos de la península Ibérica hacer a placer hasta que ambas coronas se unieron en 158024, momento en el que los navíos holandeses comienzan a sufrir restricciones en la capital lusa y se les prohíbe el comercio en aquellos puertos para así frenar la economía de las provincias rebeldes.

Entre 1577 y 1580, Drake realiza la circunnavegación al globo, revelando la ubicación del estrecho de Magallanes y el cabo de Buena Esperanza. Su experiencia le permitiría a su compatriota Thomas Cavendish25 encontrar el Índico entre 1586 y 1588, aunque fracasó en el paso al sur de América. Otro tanto le pasaría a sir John Hawkins26, quien sería capturado por los españoles en 1594 cuando buscaba una ruta hacia Cipango.

En 1592, el capitán James Lancaster27 descubre la ruta que une la India con el cabo de Buena Esperanza y, en 1596, durante su segunda expedición, alcanzaría la China.

Entre los holandeses que se hallaban presos en Lisboa por incumplir las leyes que les prohibían comerciar con Portugal, se encontraba Cornelius Houtman28. Este había hablado largo y tendido con marineros lusos y obtuvo de estos el camino hacia el Índico. Tan seguro estaba de su éxito que en 1596 consiguió una flota de ocho naves; cuatro para encontrar el paso del Nordeste y otras cuatro para doblar el cabo de Buena Esperanza. Estas últimas llegarían a la costa occidental de Java, estableciéndose en Bantén.

Los neerlandeses trataron de estimular el comercio en Oriente por medio de cuatro expediciones. La primera la componían dos navíos y estaría al mando de Houtman; la segunda sería la que llevaría a los primeros holandeses y al primer inglés, el piloto William Adams, a Japón; la tercera sería la comandada por Oliver der Noort, quien atacaría Manila en 1600; y la cuarta se compondría por ocho mercantes alistados en Ámsterdam y otros puertos controlados por los protestantes.

En todas estas expediciones se contaba con pilotos ingleses29. Houtman disponía de un tal Davis y Noort de otro marino inglés que respondía al nombre de Thomas Melis, quien ya estuvo navegando con el británico Thomas Cavendish.

El día 31 de diciembre de 1600 se señala como el día en el que se fundó en Londres la East India Company (Compañía de las Indias Orientales), dotada con el privilegio real de explotación en monopolio de las Indias Orientales. Su finalidad principal era la de presentar una fuerte oposición a la poderosa Liga Hanseática alemana, desplegándose en Surta, Madrás, Bombay y Calcuta. En respuesta al desafío británico, los neerlandeses decidieron fusionar las sociedades mercantiles creadas entre 1597 y 1602 para establecer la Vereenigde Oost-Indische Compagnie (Compañía de las Indias Orientales Neerlandesas), que contribuiría a la creación de un imperio colonial en Oriente en detrimento de los portugueses.

Capítulo 2
Notas necesarias para comprender el Japón del primer contacto con Occidente

Resulta capital que el lector comprenda cuál es la diferencia entre emperador o, más correctamente, mikado, y sogún (general de generales) dentro de la estructura de poder supremo vigente en el Japón desde el s. XVI hasta la restauración Meiji en 1868.

Con una dinastía que se remonta al año 660 a. C., los emperadores son soberanos dotados de la misma gracia divina con la que se glorificaron a todos los monarcas europeos hasta tiempos recientes. Se consideran descendientes directos de la diosa del sol, Ama-terasu, y deidades vivientes de forma indiscutible hasta la declaración de Hirohito, en 1946, en la que manifestó su condición humana.

Por su parte, el sogún es un gobernante civil y militar y no una imagen divina a la que venerar. Hasta que Tokugawa Ieyasu funda su dinastía, este cargo no eclipsaba al emperador, quien seguía ejerciendo el poder como un autócrata y rigiendo el país con la ayuda de un eficiente gobernante que encabezaba el sogunado, gobierno sogunal o bakufu, de forma más correcta.

2.1

El emperador Jinmu, fundador de la dinastía imperial, según Yoshitoshi Tsukiota (ukiyo-e, 1880). Fuente: ukiyo-e.org/

El mismo Ieyasu desequilibra el sistema, arrinconando al emperador para que adopte una postura meramente ornamental como figura eclesiástica, aunque manteniéndolo en teoría en el poder soberano. Por ello se entiende que el Japón era un imperio con dos gobernantes, siendo el descendiente de Ama-terasu un monarca de iure y el sogún Tokugawa un emperador de facto.

Esta bicefalia se extenderá incluso a las capitales, pues el mikado residirá en Miaco (Kioto) y el sogún en Edo, además de al sistema político, que seguía siendo feudal para el primero y fuertemente administrativo y militarizado para el segundo30.

Aunque con reticencias en un principio, los emperadores acabaron acostumbrándose a la vida de reclusión indolente, de prisionero del sogún, rodeado de lujos y despreocupaciones.

Resulta muy fácil describir el país con el que se encontraron en primer lugar los portugueses y los jesuitas y, más adelante, los españoles, ingleses y holandeses. Para las fechas de estos contactos, más concretamente si nos ubicamos a finales del s. XVI, el imperio del sol naciente era poco menos que un país de reyezuelos y dictadores militares en eterna disputa por el control supremo.

La etapa histórica de Japón entre los años 1467 y 1602 es conocida como período Sengoku o País en guerra, en el que los habitantes vivían en un estado de guerra permanente, sin que se avistara nunca una resolución al conflicto civil.

En la más pura teoría, el archipiélago seguía los designios del sogún Ashikaga, pero su autoridad apenas llegaba más allá de las lindes de la capital, Kioto. Al otro lado de aquellas débiles fronteras, los diferentes daimio o señores feudales, como buenos señores de la guerra, se enzarzaban en violentos encuentros, siendo el sistema de producción agrícola y fiscal en sus provincias, así como el interés por las armas de fuego de fabricación lusa y española, la base de su creciente poder y el alimento de sus aspiraciones.

Diferentes clanes y señoríos se aliaban, se traicionaban y se disputaban cada centímetro de suelo cultivable de Japón, a lo que ayudaba una sociedad fuertemente jerarquizada en la que los daimio y sus servidores, los samuráis, se aupaban a la cima de la pirámide social, sólo por debajo del emperador.

Con tal panorama y el paso de los años, varios señores se sintieron atraídos por la idea de ocupar un sitial a los pies del trono imperial, pero resultaba complicado imaginarse que, de entre todos ellos, hubiera alguien capaz de salir victorioso e indemne de tal empresa. Es ahora cuando en la historia del Japón aparecen tres nombres propios que resultan claves para este trabajo: Oda Nobunaga (1534-1582), Toyotomi Hideyoshi (1537-1598) y Tokugawa Ieyasu (1543-1616).

Una breve reseña de la vida de estos hombres nos ayudará a una mayor comprensión sobre el mundo en el que nos adentramos.

2.2

El gran Oda Nobunaga a caballo y con su ejército, tal y como lo interpretó el artista Kyodo Risshi en 1879. Fuente: ukiyo-e.org/

Oda Nobunaga ha pasado a los anales de la historia como el arquitecto del Japón unificado y pacificado, para lo cual dedicó toda su vida a la guerra y a una profunda reforma a todos los niveles.

Hijo de uno de los gobernadores militares de la provincia de Owari y hombre de visión, en 1549 y con tan solo quince años, adquiere de los nanbanjin31 unas quinientas armas de fuego portátiles y se le unieron aquellos que supieron apreciar este nuevo modo de hacer la guerra, aunque conculcara las bases del combate con honor del bushido: el enfrentamiento cara a cara.

Aliándose con otros clanes, fortalece su figura, lastrada por un señorío débil; y las sucesivas y arrolladoras victorias en el campo de batalla, como la de Okehazama, derrotando a Imagawa Yoshimoto, señor de Suruga (la actual prefectura de Shizuoka), en mayo de 1560, le permiten erigirse como líder absoluto. En este lance armado, Oda, quien no se arredró al ver que su enemigo contaba con un ejército veinte veces superior, gana con una estrategia en la que combinaba la confusión y el elemento sorpresa.

La gran valía como estratega de Oda atrajo a muchos de los señores que sirvieron a Imagawa, que se vincularon en vasallaje al clan victorioso. Entre ellos sobresaldría el joven Matsudaira Motoyasu, más conocido posteriormente como Tokugawa Ieyasu.

Se aborda una etapa de ambiciosos enfrentamientos armados cuya única meta será el control de todo el país de los dioses. La mejor oportunidad se la brinda Ashikaga Yoshiaki, hermano del recientemente asesinado sogún. Corre el año de 1568 y Oda recibe un correo de Yoshiaki rogándole que lo ayude a conseguir el sogunado. Sabiendo mover a la perfección sus piezas, el nuevo héroe ve cada vez más cerca el sitial que le pertenece por derecho propio, pero la paciencia también es una virtud que siempre cultivó. Ayuda al Yoshiaki a hacerse con el bakufu y quiso este recompensarlo con el puesto de kanrei, que podríamos traducir como vicesogún. Sin embargo, Oda aspira a más y rechaza el ofrecimiento, dedicándose a seguir acumulando poder a golpe de pólvora portuguesa y española, junto con una crueldad sin parangón con la que se ganaría el sobrenombre de Rey Demonio del Sexto Cielo.

Tal es la supremacía militar de Oda que Yoshiaki recurre a varios daimio contrarios a Oda y a las sectas budistas de monjes guerreros, las cuales eran hostigadas continuamente por el vencedor de Okehazama32.

La paciencia de Oda da sus frutos cuando Takeda Shingen, principal apoyo de Yoshiaki, muere en 1573. Ha llegado el momento de la lucha final por el sitial de sogún, el cual logra sin esfuerzo y se autoproclama daijō daijin, o gran ministro de Estado. Tras acumular varios títulos, renuncia a todos ellos en 1578, aunque sigue su galopada hacia el dominio absoluto del Japón, al que aún le quedaba mucho para ser considerado como unido y pacificado.

De este período hay que destacar la batalla de Nagashino en 1575, en la que las armas de fuego inclinan la balanza a favor de Oda con respecto al clan de los Takeda.

La muerte de Oda, por suicidio ritual durante el Incidente del templo Honnō-ji en 158233, no puso fin al plan de unificación y pacificación que sería encabezado, a partir de entonces, por uno de sus principales generales, Toyotomi Hideyoshi.

Toyotomi era un hijo de Yaemon, un ashigaru34 del clan Oda, y, conforme a su condición, sirvió como mozo para distintos señores a lo largo y ancho del país. Con semejante comienzo en la vida, cuesta creer que se convertiría en uno de los hombres más influyentes de su época, alcanzando el generalato y ostentando la regencia del imperio.

A los veinte años ya servía a Oda Nobunaga, quien supo ver en el joven un talento especial. Ganándose la confianza de su señor, Toyotomi demuestra sus cualidades en el campo de batalla, asumiendo el generalato durante la conquista de las provincias de Poniente.

Tras saber de la muerte de su señor y de la traición de Akechi Mitshuhide, dio caza a este último hasta acabar con su vida. Animado por la venganza, se autoproclama sucesor de Oda (algo que sería visto con desagrado por otros generales, como Tokugawa Ieyasu), y aspira a sellar su faraónico proyecto de unificación del Japón, aunque sería recordado, al contrario que su antecesor, por emplear técnicas diplomáticas y no únicamente la maquinaria de guerra, atribuyéndosele la creación de las bases administrativas y legales sobre las que se asentaría el futuro sogunado de Tokugawa.

En 1585 Toyotomi recibe el título de kanpaku (regente imperial), pero abdica el 11 de febrero de 1592 a favor de su heredero, su sobrino Hidetsugu, y pasa a ejercer el poder entre bambalinas como taikō (regente retirado).

2.3

Toyotomi Hideyoshi, por Tsukiota Yoshitoshi (ukiyo-e, 1888). Fuente: ukiyo-e.org/

Los últimos años de vida de Toyotomi están plagados de claroscuros. Junto a la orden que obliga a Hidetsugu y a toda su familia a cometer suicidio ritual una vez que el taikō pudo al fin tener descendencia directa, se encuentran los edictos de persecución del cristianismo o la sentencia a morir en la cruz a los que serían conocidos como Veintiséis Mártires de Nagasaki, hechos que serán comentados más adelante.

Es en este instante cuando Toyotomi quiere alargar la mano y cerrarla sobre China para ahogar a la dinastía Ming. Al no facilitar Corea, protectorado chino, la invasión nipona, el taikō ordena la conquista de ese estado, la cual se estancaría en Seúl durante cuatro largos años a pesar de haber desplegado un contingente de ciento sesenta mil soldados. Tratando de remediar esta desesperada situación, y tras el fracaso de las negociaciones con los Ming, se decretó el envío de nuevas tropas, unos ciento cuarenta mil efectivos más, pero estos últimos sueños de grandeza de Toyotomi se esfumaron, como la vida en sus ojos, en 1598.

2.4

El sogún Tokugawa Ieyoshi según Utagawa Yoshitora (ukiyo-e, 1873). Fuente: ukiyo-e.org/

Con la muerte de Toyotomi Hideyoshi, el testigo lo recogería Tokugawa Ieyasu, hijo de un jefe militar de la provincia de Mikawa. Ieyasu vivió hasta los dieciocho años como rehén del clan Imagawa, pero cuando Imagawa Yoshimoto resulta derrotado por Oda Nobunaga, como ya hemos dicho anteriormente, se une al vencedor.

Para el momento en el que Nobunaga es traicionado y se suicida, Ieyasu ya ejercía su autoridad sobre cinco provincias y era uno de los generales más poderosos del Ejército del clan Oda, pero decidió no plantarle cara a Toyotomi Hideyoshi.

Tras la victoria sobre el clan Hōjō, en 1590, Tokugawa recibe el señorío de la rica región de Kantō y es obligado a levantar una nueva ciudad donde antes tan solo había un humilde pueblo de pescadores. Fundaría Edo, la que conocemos en la actualidad como Tokio35.

A la muerte de Toyotomi, Ieyasu fue escogido para ser uno de los cinco regentes hasta que el hijo del taikō, un niño de seis años de nombre Hideyori, pudiera asumir el poder. No queriendo ser nunca más siervo de nadie, quien estaba llamado a fundar la dinastía de sogunes Tokugawa lideraría al Ejército del Este frente a los partidarios del vástago de Toyotomi, cuyo máximo representante era el general Ishida Mitsurani, del Ejército del Oeste. Ambos bandos chocarían en la batalla más renombrada en los anales de Japón, acontecida en Sekigahara36 el 21 de octubre de 1600.

Vencedor absoluto, Tokugawa Ieyasu se proclamaría «general de generales», iniciando el período Edo, aunque a los dos años cedería el sitial a su hijo, Hidetada, pasando a gobernar en la sombra como ōgosho (sogún retirado).

Siempre angustiado por el peligro de que el cautivo Hideyori acaudillara una rebelión con los rescoldos del Ejército del Oeste, sus desvelos desaparecerían con el aplastamiento de toda oposición y la muerte del heredero de Toyotomi en 1615.

Tokugawa Ieyasu fallecería en 1616 ya consagrado como el artífice final del sueño de Oda Nobunaga de un Japón unido y pacificado.

Capítulo 3
De la apertura al aislamiento a grandes rasgos

El comodoro Perry y los hombres bajo su mando fueron los primeros que alcanzaron el éxito donde otros solo cosecharon un rotundo fracaso. La diosa Fortuna sonrió con más intensidad a aquellos extraños visitantes estadounidenses, en el año 1853, que Ama-terasu a sus propios fieles; sembrándose así el desánimo y el miedo en los corazones de los fudai37.

Japón, para cuando los kurofune de Perry se plantan majestuosos y terribles ante la bahía de Edo, llevaba más de dos siglos de aislamiento total, si exceptuamos los contados buques de bandera holandesa y china que arribaban y zarpaban de la minúscula factoría de Dejima38 y de la bahía de Nagasaki. No podría contarse entre ellos los navíos de otras naciones cuyos comandantes tenían parecida o idéntica misión que la de Perry.