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Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma

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Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma

Estoy citada. El jueves a las diez en punto.

Cada vez me citan más a menudo. El martes a las diez en punto. El sábado a las diez en punto. Miércoles o lunes. Como si los años fueran una semana. Ya me sorprende que, después del verano tardío, pronto sea otra vez invierno.

En el camino al tranvía cuelgan otra vez los arbustos con las bayas blancas entre las vallas. Como botones de nácar que estuvieran cosidos por debajo, quizás hasta dentro de la tierra. O como diminutos panecillos. Para las cabezas blancas de pájaros de pico curvo son demasiado pequeñas esas bayas blancas. Pese a lo cual debo pensar en cabezas blancas de pájaros, y eso produce vértigo. Mejor pienso en manchas de nieve en la hierba, aunque ahí uno se pierde, y pensar en tiza adormece.

El tranvía no tiene horarios fijos.

Me parece que está llegando, si no es el susurro de los álamos de hojas duras. Ya está aquí, hoy quiere llevarme enseguida. Me he propuesto dejar que suba primero el anciano del sombrero de paja; cuando llegué, él ya estaba en la parada, quién sabe desde hace cuánto tiempo, achacoso no está, pero es delgado como su sombra, giboso y opaco. En el pantalón no hay posaderas ni caderas, sólo las rodillas están abombadas. Aunque si justamente ahora, cuando se abre la puerta del vagón, se le ocurre escupir en el suelo, subiré yo antes que él. Casi todos los asientos están libres. Él los recorre detenidamente con la mirada y se queda de pie. Por qué la gente mayor no se cansa ni se reserva el quedarse de pie para cuando no pueda sentarse. A veces uno oye decir a la gente mayor: En el cementerio habrá tiempo más que suficiente para yacer. Y al decirlo no piensan en absoluto en morirse, además tienen razón. La gente no se va por turnos, también se mueren los jóvenes. Yo siempre tomo asiento cuando no tengo que ir de pie. Viajar en un asiento es como caminar sentada. El hombre me examina con detenimiento, en ese vagón vacío una lo siente de inmediato. Para hablar no tengo la cabeza despejada, si no, le preguntaría qué hay que ver en mí. Le tiene sin cuidado que sus miradas me incomoden. Fuera va pasando media ciudad, los árboles alternan con las casas. Dicen que la gente mayor intuye más que los jóvenes. Quizás incluso que hoy llevo en el bolso una toalla pequeña, un cepillo de dientes y dentífrico. Y ningún pañuelo, porque llorar no quiero. Paul no intuyó cuánto miedo tengo de que Albu pueda llevarme hoy a la celda que hay debajo de su despacho. No le dije nada, si ocurriera, él ya se enterará muy pronto. El tranvía avanza lentamente. El sombrero de paja del anciano tiene la cinta manchada, probablemente por el sudor o la lluvia. Al saludarme, Albu me besará la mano dejando en ella saliva, como siempre.

El mayor Albu me levanta la mano por las puntas de los dedos y me aprieta tanto las uñas que podría gritar. Con el labio inferior me besa los dedos, el superior lo mantiene libre, para poder hablar. Siempre me besa la mano del mismo modo, aunque al hablar dice siempre algo distinto.

Vaya, vaya, hoy tienes los ojos inflamados.

Me parece que te está creciendo bigote, a tu edad es un poquito precoz.

Ah, esta manita está hoy helada, ojalá que no sea la circulación.

Huy. Se te han reducido las encías, como si fueras una abuela.

Mi abuela no llegó a vieja, le dije, no le quedó tiempo para perder los dientes.

Qué tendrían los dientes de mi abuela lo sabrá Albu, por eso los menciona.

Como mujer, una sabe qué aspecto tiene hoy. Y que un beso en la mano en primer lugar no duele, en segundo lugar no es húmedo, y en tercer lugar se debe dar en el dorso de la mano. Qué aspecto debe tener un beso en la mano lo saben los hombres mejor que las mujeres, seguro que Albu también. Toda su cabeza huele a Avril, un perfume francés que también usaba mi suegro, el comunista de los perfumes. Toda la demás gente que conozco no lo compraría, en el mercado negro cuesta más que un traje en la tienda. Quizá se llame también September, aunque yo no confundo ese olor a humo, amargo, del follaje quemado.

Cuando me he sentado a la mesita, Albu ve que me froto los dedos en la falda, no sólo para sentirlos de nuevo, sino también para limpiarme la saliva. Él gira su anillo de sello y sonríe satisfecho. Qué más da. Pues sí, la saliva se puede limpiar frotándola, incluso se seca por sí misma y no es venenosa. Saliva tiene todo el mundo en la boca. Otros escupen en la acera y trituran el esputo con el zapato, porque ni en la acera se debe escupir. Seguro que Albu no escupe en la acera; en la ciudad, donde no lo conocen, se da aires de gran señor. Las uñas me duelen, aunque él nunca me las ha apretado hasta dejarlas azules, vuelven a deshelarse, como si las manos heladas recuperasen de pronto el calor. Lo venenoso es que yo crea que el cerebro se me resbala hasta la cara. Humillación, cómo decirlo de otro modo cuando una se siente descalza en todo el cuerpo, qué hacer cuando con la palabra no puede decirse mucho, cuando la mejor palabra es mala.

Desde las tres de la mañana estuve escuchando hoy cómo el tictac del despertador repetía: citada, citada, citada... Dormido, Paul estira las piernas por encima de la cama en diagonal, luego las recoge tan bruscamente que, sin despertarse, él mismo se asusta. Es un hábito. Se me va el sueño. Me quedo despierta y sé que tendría que cerrar los ojos para volver a dormirme. Pero no los cierro. Con frecuencia se me ha olvidado qué es preciso hacer para dormirse y he tenido que aprenderlo de nuevo. O funciona de manera muy simple o no funciona en absoluto. Todo duerme por la mañana. También los gatos y los perros merodean sólo la mitad de la noche en torno a los cubos de basura. Cuando uno sabe que no va a poder dormirse, en la habitación oscura, es más fácil pensar en algo claro que apretar en vano los párpados. Pensar en nieve, troncos de árboles blanqueados, habitaciones blancas, mucha arena; de ese modo he matado el tiempo con mucha mayor frecuencia de lo que hubiera deseado, hasta que amanecía. Esta mañana hubiera podido pensar en girasoles, y lo hice, pero no podía olvidar que estaba citada a las diez en punto. Desde que el tictac del despertador empezó a repetir: citada, citada, citada, no pude dejar de pensar en el mayor Albu, aún antes de pensar en mí y en Paul. Hoy estaba ya despierta cuando Paul flexionó bruscamente las piernas. Cuando la ventana se puso gris, yo ya había visto en el techo de la habitación la boca de Albu, muy grande, la punta de la lengua rosada detrás de la hilera inferior de dientes, y había escuchado la voz burlona:

Para qué perder los nervios, sólo estamos empezando.

Únicamente cuando no estoy citada durante dos o tres semanas me despiertan las piernas de Paul. Entonces me pongo contenta, es una señal de que he vuelto a aprender cómo funciona eso de dormirse.

Cuando he vuelto a aprender a dormirme y le pregunto a Paul por la mañana: Qué has soñado, no puede acordarse de nada. Le muestro cómo estira las piernas con los dedos del pie estirados y luego las vuelve a flexionar rápidamente y curva los dedos. Llevo la silla de la mesa al centro de la cocina, me siento, levanto las piernas e imito todos sus movimientos. Paul se ríe y yo le digo:

Te estás riendo de ti.

Bueno, tal vez soñé que iba en la moto y te llevaba conmigo, dice.

Ese estirar bruscamente las piernas y flexionarlas es como precipitarse hacia delante y de pronto retroceder. Me imagino que es por la bebida. No se lo digo. Ni tampoco que la noche se lleva el tambaleo de sus piernas. Tiene que ser eso. Lo aferra a la altura de las rodillas, lo arrastra primero hasta los dedos del pie y luego a la oscuridad de la habitación; y en la madrugada, cuando la ciudad duerme toda para sí, lo saca fuera, a la negrura de la calle. Si no fuese así, Paul no podría mantenerse erguido al despertarse. Si la noche se llevara la borrachera de todos, por la mañana tendría que estar llena hasta las estrellas, son muchos los que beben en esta ciudad.

Poco después de las cuatro van llegando abajo, a la calle de las tiendas, las furgonetas de reparto. Desgarran el silencio, gruñen mucho y reparten poco. Unas cuantas cajas de pan, leche y verduras, y muchas de aguardiente. Cuando allá abajo se acaba la comida, las mujeres y los niños se dan por satisfechos, las colas se dispersan y los caminos conducen a casa. Pero cuando se acaban las botellas, los hombres maldicen su vida y sacan la navaja. Los vendedores tratan de calmarlos, pero lo consiguen sólo mientras sus clientes permanecen dentro de las tiendas; luego se lanzan a recorrer la ciudad en busca de un trago. Las primeras riñas se producen porque no encuentran aguardiente, las siguientes, porque ya están borrachos como una cuba.

El aguardiente crece entre los Cárpatos y la árida llanura de la región montañosa. Allí hay tantos ciruelos que apenas dejan ver las minúsculas aldeas. Bosques enteros que en el verano tardío se tiñen de una lluvia azul, las ramas se curvan bajo la carga. El aguardiente se llama como la región montañosa, pero nadie usa el nombre de la etiqueta, y de hecho no necesitaría ningún nombre, aguardiente sólo hay uno en el país, y la gente lo llama por el dibujo que hay en la etiqueta: Dos ciruelas. Las dos ciruelas, cuyas mejillas se apoyan una en la otra, les resultan tan familiares a los hombres como a las mujeres la Virgen María con el Niño. Se dice que las ciruelas representan el amor entre el bebedor y la botella. A mis ojos, esas ciruelas con las mejillas apoyadas una en la otra se asemejan más a las fotografías de bodas que a la Virgen María con el Niño. En ninguna imagen de la iglesia la cabeza del Niño es tan grande como la de su madre. El Niño apoya su frente en la mejilla de la Virgen, su mejilla en el cuello y su barbilla sobre el seno de ella. Además, entre el bebedor y la botella ocurre lo mismo que entre las parejas en las fotos de bodas, se destruyen mutuamente y no se sueltan.

En la foto de mi boda con Paul no llevo flores ni velo. El amor me brilla nuevo en los ojos, aunque me esté casando por segunda vez en esa foto. Nuestras mejillas se apoyan una en la otra como dos ciruelas. Desde que Paul bebe tanto, la foto de nuestra boda resulta profética. Cuando Paul inicia su recorrido por los bares de la ciudad hasta que acaba la noche, tengo miedo de que nunca más vuelva a casa y me quedo mirando la foto de la boda en la pared hasta que la mirada se desvía, entonces nadan nuestras caras, la posición de nuestras mejillas cambia y entre ellas asoma un poco de aire. La mayoría de las veces, la mejilla de Paul se aleja nadando de la mía como si quisiera volver tarde a casa. Pero regresa. Paul ha regresado siempre a casa, incluso después del accidente.

A veces traen el vodka polaco Büffelgras, el amarillo, de sabor dulce y amargo. Se vende primero. En cada botella hay un tallito largo, ebrio, que tiembla cuando sirven el vodka, pero nunca se cae ni sale con él. Los borrachos dicen:

El tallito se queda en la botella como el alma en el cuerpo, por eso protege el alma.

Esta creencia forma parte del sabor que arde en la boca y de la curda tambaleante en la cabeza. Los borrachos abren la botella, lo que vierten suena como una risa en la copa, el primer trago baja por el gaznate, y el alma, que siempre tiembla y nunca se cae ni abandona al cuerpo, empieza a ser protegida. También Paul protege su alma y no tiene que decirse ningún día que no va a ser capaz de vivir. Tal vez ésta sería buena sin mí, pero estamos a gusto juntos. El aguardiente se lleva el día; y la noche, la borrachera. Desde la época en que aún tenía que ir muy de mañana a la fábrica de ropa donde trabajaba sé que los obreros decían:

El rodaje de las máquinas de coser se lubrica por las ruedecillas; el aparato locomotor de los hombres, por el gaznate.

En aquel entonces Paul y yo íbamos todos los días a las cinco en punto al trabajo en la motocicleta. Veíamos las furgonetas frente a las tiendas, los chóferes, los cargadores de cajas, los vendedores y la luna. Ahora sólo escucho el ruido y no me asomo a la ventana, tampoco miro la luna. Todavía sé que, como un huevo de oca, se va de la ciudad por un lado del cielo y por el otro llega el sol. Esto no ha cambiado nada. Ya era así cuando aún no conocía a Paul y tenía que ir andando hasta el tranvía. En el camino me resultaba sospechoso que arriba, en el cielo, hubiera algo hermoso y en la tierra, abajo, no hubiera ninguna ley que prohibiese mirar a lo alto. Estaba, pues, permitido robarle con engaños algo al día, antes de que en la fábrica se convirtiera en miseria. Sentía frío porque no me hartaba de mirar, no porque me hubiera puesto ropa demasiado delgada. La luna está carcomida a esa hora, no sabe adónde ir en un extremo de la ciudad. El cielo debe dejar el suelo cuando clarea. Las calles corren empinadas hacia abajo y hacia arriba. Los vagones de los tranvías van y vienen como habitaciones iluminadas.

También conozco los tranvías desde dentro. Quien sube a esas horas usa manga corta, tiene una cartera de cuero raída y carne de gallina en ambos brazos. Es juzgado con miradas perezosas. Uno está entre los suyos, la clase obrera. La gente acomodada va al trabajo en coche. Y entre nosotros se hacen comparaciones: a aquél le va mejor, a ese otro, peor; exactamente como a uno mismo no le va a nadie, eso no existe. Se tiene poco tiempo, pronto llegan las fábricas. Los evaluados bajan uno detrás del otro. Zapatos lustrados o polvorientos, tacones torcidos o rectos, un cuello de camisa recién planchado o arrugado, uñas de los dedos, correas del reloj, hebillas del cinturón, crenchas, todo despierta o desprecio. A las miradas apáticas nada se les escapa, ni siquiera entre la multitud. La clase obrera busca diferencias. No hay ninguna igualdad por la mañana. El sol también viaja dentro, y fuera va tirando hacia arriba de las nubes blancas y rojas hasta el ardor del mediodía. Nadie lleva puesta una cazadora. Pasar frío por la mañana se llama aire fresco, porque al mediodía llegan el polvo espeso y el calor infernal.

Ahora, cuando no estoy citada nos quedamos muchas horas más durmiendo. En vez de ser negro azabache, el sueño diurno es liso y amarillo. Dormimos inquietos, el sol nos cae sobre la almohada. Sin embargo, aún se puede acortar el día. Somos observados ya bastante temprano, el día no se nos escapa. Siempre se nos puede reprochar algo, aunque durmamos casi hasta el mediodía. De todas formas, siempre nos reprochan algo que ya no puede cambiarse. Dormimos, pero el día aguarda, y una cama tampoco es otro país. En paz nos dejarán sólo cuando podamos yacer junto a Lilli.

Por supuesto que Paul también tiene que dormir la mona. Sólo al mediodía la cabeza se le asienta firme en la nuca, su boca puede hablar de nuevo sin sorber las palabras con una voz tomada por la borrachera. Únicamente su aliento huele aún, como si yo tuviera que pasar, abajo, ante la puerta del bar abierta cuando Paul entra en la cocina. Desde la primavera una ley regula las horas para beber, sólo está permitido beber después de las once. Pero el bar sigue abriendo a las seis, y hasta las once el aguardiente está en las tazas de café, después hay copas.

Paul bebe y ya no es el mismo, duerme su mona y vuelve a ser el mismo. Al mediodía todo estaría otra vez bien y vuelve a estropearse. Paul protege su alma hasta que la hierba de búfalo está de nuevo en un espacio seco, y me pongo a pensar quiénes somos, yo y él, hasta que ya no sé nada. Cuando al mediodía estamos sentados a la mesa de la cocina, resulta falso hablar de la curda de la víspera. No obstante, digo una vez esto y otra aquello:

El aguardiente no cambia nada.

Por qué me complicas la vida.

Tu curda de ayer fue más grande que esta cocina.

Sí, el apartamento es pequeño y no quiero evitar a Paul, pero cuando nos quedamos en casa, de día nos sentamos demasiado a menudo en la cocina, por la tarde ya está borracho y por la noche todavía más. Yo aplazo la conversación, porque él se pone de mal humor. Espero toda la noche hasta que esté otra vez sobrio en la cocina, con ojos de cebolla en la frente. Lo que digo entonces pasa a su lado sin que él lo escuche. Quisiera que alguna vez Paul me dé la razón. Pero los borrachos no hacen ninguna confesión, ni una muda para ellos mismos, ni mucho menos una arrancada a la fuerza, para quienes la están esperando. Ya al despertarse Paul piensa en la bebida y lo niega. Por eso no hay ninguna verdad. Cuando, sin callar, no escucha lo que le digo, me dice para todo el día:

No te preocupes, yo no bebo por desesperación, sino porque me gusta el sabor.

Puede ser, le digo, tú piensas con la lengua.

Paul mira el cielo por la ventana de la cocina, o la taza. Toca ligeramente unas gotas de café sobre la mesa, como si tuviera que convencerse de que son húmedas y se expanden cuando uno las emborrona. Me coge la mano, yo miro por la ventana de la cocina el cielo, la taza, también toco ligeramente una y otra de las gotas de café sobre la mesa. El bote pintado con esmalte rojo nos mira, yo retiro la mirada. Paul no, de lo contrario hoy tendría que proponerse algo distinto de ayer, será débil o fuerte cuando calla, en vez de decir: Hoy no voy a beber. Ayer Paul volvió a decir:

No te preocupes, tu hombre bebe porque le gusta el sabor.

Las piernas lo llevaron por el vestíbulo, demasiado pesadas, demasiado ligeras, como si dentro hubiese arena y aire mezclados. Le puse mi mano en el cuello, le acaricié los cañones de la barba, que por la mañana me encanta tocar porque le han crecido mientras duerme. Él subió mi mano hasta debajo de su ojo, la mano se deslizó por la mejilla hasta su barbilla. No retiré los dedos, solamente pensé:

No hay que apoyar nada en la mejilla cuando se conoce el dibujo de las dos ciruelas.

Me gusta escuchar cuando Paul habla así al final de la mañana, y a la vez no me agrada. Justo cuando me aparto de él me envía su amor, que se acerca tan desnudo que él ya no necesita seguir hablando sobre sí mismo. No tiene que esperar nada. Mi conformidad está lista. Ya no tengo ningún reproche en la lengua. Y el de la cabeza desaparece velozmente. Por suerte no puedo verme, mi cara se pone torpe y clara. Ayer por la mañana también se deslizó inesperadamente del gato de Paul un morro gatuno que camina sobre patas mullidas. TU HOMBRE, así habla sólo quien es liso en la cabeza y muy orgulloso en las comisuras de los labios. Aunque la ternura al mediodía allana los caminos para la borrachera de la noche, dependo de ella y no me gusta cómo la necesito.

El mayor Albu dice:

Uno ve lo que piensas, no tiene ningún sentido negarlo, sólo perdemos tiempo.

Yo, no nosotros, él está trabajando. Se remanga la camisa y mira el reloj, ahí está la hora, pero no lo que yo pienso. Si Paul no ve lo que yo pienso, mucho menos lo verá él.

Paul duerme pegado a la pared, y yo en el mismo borde de la cama, porque muy a menudo no puedo dormir. Sin embargo, al despertarse él dice siempre:

Has dormido en el centro y me has empujado contra la pared.

A lo cual respondo:

No puede ser. En el borde mi espacio era tan estrecho como el cordel de tender ropa. En el centro estabas tú.

Uno de los dos podría dormir en la cama y el otro en el sofá. Lo hemos intentado. Una noche me acosté yo en el sofá, y la noche siguiente lo hizo Paul. Ambas noches me las pasé girando de un lado para otro. Mi cabeza molía pensamientos, y de madrugada, en duermevela, tuve pesadillas. Dos noches llenas de pesadillas que, enhebradas una tras otra, todo el día intentaban aferrarme. Cuando dormí en el sofá, mi primer marido puso la maleta en el puente del río, me agarró por la nuca y soltó una carcajada estruendosa. Luego miró el agua y silbó la canción en la que el amor se rompe y el agua del río se pone negra como tinta. No era como tinta, yo la vi, y dentro, la cara de él, empinada e invertida, hasta el fondo, donde había guijarros. Luego un caballo blanco empezó a comer albaricoques entre una densa arboleda. Con cada albaricoque alzaba la cabeza y escupía el carozo como un hombre. Y cuando dormí sola en la cama, alguien me cogió el hombro por detrás y dijo: No mires a tu alrededor, no estoy aquí. Yo no había girado la cabeza, sólo atisbé por el rabillo del ojo. Los dedos de Lilli me tocaron, su voz era una voz de hombre, de modo que no era ella. Levanté mi mano para tocarla. Y la voz dijo entonces: Lo que no se ve, no se toca.

Yo había visto los dedos, eran los suyos, sólo que otra persona los había cogido. A ésta no la veía. Y en el sueño siguiente mi abuelo estaba atusando un corimbo de hortensia nevado y me llamó a su lado: Ven aquí, que tengo un cordero.

La nieve le caía sobre los pantalones. Las tijeras atusaban la inflorescencia manchada de color pardo por la helada. Le dije:

Eso no es un cordero. Un hombre tampoco es, dijo él.

Sus dedos estaban rígidos y sólo podían abrir y cerrar las tijeras lentamente. Yo no estaba segura de si lo que chirriaba eran las tijeras o la mano. Tiré las tijeras a la nieve. Se hundieron, no se notaba dónde habían caído. Él se puso a buscarlas por todo el patio con la nariz muy pegada a la nieve. Junto a la cancela le pisé las manos para que levantara la nariz y no saliera y siguiera buscando por toda la calle blanca. Le dije:

Déjalo ya. El cordero se ha congelado y la lana se ha quemado con la helada.

En la valla del jardín aún quedaba una hortensia totalmente atusada. Se la señalé.

Qué pasa con ése.

Eso es lo peor, dijo, en primavera tendrá crías, y eso no puede ser.

Tras la segunda noche, Paul me dijo por la mañana: Si nos incordiamos uno al otro, es que hay alguien. Únicamente en el ataúd duerme uno solo. Y eso no tarda demasiado en llegar. Quién sabe qué habrá soñado y olvidado enseguida.

Habló de dormir, no de sueños. Esta mañana a las cuatro y media vi en la luz gris a Paul dormido, una cara deforme, con papada. Y en la calle de las tiendas, abajo, se oían maldiciones y carcajadas estentóreas a una hora muy temprana. Lilli dijo:

Las maldiciones alejan el mal.

Idiota, quita el pie. Agáchate, o tienes mierda en los zapatos, abre las orejotas y escucharás, pero con ese viento no eches a volar. Deja el peinado, todavía estamos descargando.

Una mujer cloqueó sonidos breves, roncos, como una gallina. La puerta de un coche retumbó. Agarra fuerte, imbécil, si quieres descansar, vete al sanatorio.

La ropa de Paul yace tirada en el suelo. En el espejo de la puerta del armario está el día de hoy, el día en que estoy citada. Entonces me levanté, primero puse el pie derecho en el suelo, como siempre que estoy citada. No sé si creo en eso, aunque falso no puede ser.

Me gustaría saber si en otras personas el cerebro es competente para el juicio y para la felicidad. En mí el cerebro alcanza sólo para hacer una felicidad. Para hacer una vida no alcanza. En cualquier caso no para la mía. Con la felicidad me he conformado, aunque Paul dice que no es tal. De vez en cuando digo: Me va bien.

La cabeza de Paul, inmóvil y recta frente a mí, me mira asombrada, como si el hecho de vivir juntos no significase nada. Dice:

Te va bien porque has olvidado lo que eso significa para otros.

Puede que otros se refieran a la vida cuando dicen: Me va bien.

Yo me refiero sólo a la felicidad. Paul sabe que con la vida no me he conformado, tampoco quisiera decir no, no todavía.

Míranos, dice Paul, y no hables vanamente de la felicidad.

La luz en el cuarto de baño proyectó una imagen en el espejo. Fue algo tan rápido como una mano llena de harina que volara ante el cristal de una ventana. Luego se convirtió en una imagen con arrugas de rana ahí donde están los ojos, y se me parecía. El agua me corría caliente sobre las manos, en la cara era fría. Para mí no es una novedad que, cuando me lavo los dientes, me salga espuma de dentífrico por los ojos. Me siento mal, escupo y lo dejo.

Desde que estoy citada, separo la vida de la felicidad. Cuando voy al interrogatorio, de entrada tengo que dejar en casa la felicidad. La dejo en la cara de Paul, en torno a sus ojos, a su boca, en los cañones de su barba. Si alguien la viese, la cara de Paul estaría recubierta de algo transparente. Cada vez que debo irme, quisiera quedarme en el apartamento como se queda el miedo que no puedo quitarle a Paul. Como mi felicidad, que dejo ahí cuando me voy. Él no lo sabe, no podría soportar que mi felicidad se confiara en su miedo. Pero sabe lo que se ve, que me pongo siempre la blusa verde y me como una nuez cuando estoy citada. La blusa es una herencia de Lilli, pero su nombre es mío: la blusa que aún crece. Cuando me llevo la felicidad, tengo los nervios demasiado débiles. Albu dice:

Para qué perder los nervios, sólo estamos empezando.

Y es que yo no pierdo los nervios, no es que sean menos, sino demasiados. Y todos susurran como el tranvía al pasar.

Se dice que, en el estómago vacío, las nueces son buenas para los nervios y el juicio. Eso lo sabe cualquier crío, pero yo lo había olvidado. No se me ha vuelto a ocurrir porque esté citada tan a menudo, sino sólo por casualidad. Como hoy tenía que estar a las diez en punto donde Albu, a las siete y media ya estaba lista para salir. El trayecto dura a lo sumo una hora y media. Yo me tomo dos horas, y cuando llego demasiado pronto, prefiero dar unas cuantas vueltas por los alrededores. Nunca he llegado demasiado tarde. No puedo imaginarme que la indolencia sea tolerada.

Comerme la nuez se me ocurrió porque a las siete y media ya estaba lista. Antes también era así cuando estaba citada, pero esta mañana había una nuez en la mesa de la cocina. Paul la había encontrado el día anterior en el ascensor y se la había guardado, porque una nuez no es algo que se deja. Era la primera del año, aún tenía pegados los hilillos húmedos de su envoltura verde. La sopesé en la mano, para ser una nuez nueva era demasiado ligera, como si por dentro estuviera vacía. No encontré el martillo y la golpeé con la piedra que antes estaba en el vestíbulo, pero ahora está en un rincón de la cocina. Tenía el cerebro suelto. Sabía a nata agria. Ese día el interrogatorio fue más breve que de costumbre. No perdí los nervios y pensé, cuando estuve otra vez en la calle:

Se lo debo a la nuez.

Desde entonces creo que las nueces ayudan. No lo creo de verdad, pero quiero haber hecho todo cuanto sea posible, todo cuanto pueda ayudar. Por eso me quedo con la piedra como herramienta y con la mañana como hora. Si la nuez pasa la noche abierta, su ayuda se consume. No sólo para los vecinos y para Paul, también para mí sería más fácilmente soportable golpearla de noche, pero no puedo dejarme inducir a hacerlo a esas horas.

Esa piedra la traje de los Cárpatos. Mi primer marido estuvo desde marzo en el ejército. Me escribía cada semana una carta lacrimosa y yo respondía con una postal consoladora. Había llegado el verano y se podía calcular exactamente cuántas cartas y postales tendrían que ir y venir hasta que él regresara. Como mi suegro quería sustituirlo y dormir conmigo, me harté del jardín y de la casa. Llené mi mochila y, cuando él se marchó a trabajar muy de mañana, la escondí en un matorral ante un agujero de la valla. Con las manos vacías salí a la calle a eso del mediodía.

Mi suegra estaba colgando ropa recién lavada y no se percató de mis intenciones. No dije una sola palabra, saqué la mochila a través de la valla y me encaminé a la estación del ferrocarril. Viajé a las montañas y me uní a un grupo de estudiantes recién graduados del Conservatorio. Caminábamos todos los días hasta que oscurecía, de un lago a otro entre los glaciares. En cada orilla se alzaban, entre los pedregales, unas cruces de madera con las fechas de muerte de los ahogados. Cementerios bajo el agua y cruces alrededor como advertencias ante días peligrosos. Como si esos lagos redondos estuvieran hambrientos y necesitaran carne cada año en las fechas que figuraban en las cruces. En busca de muertos no se sumergía allí nadie. El agua cortaba la vida de un tajo, uno se congelaba al instante. Los estudiantes cantaban pese a que, estando ellos de pie, el lago los reflejaba cabeza abajo para probar si serían buenos cadáveres. Al caminar, descansar y comer cantaban a coro. No me habría asombrado si, al dormir de noche, hubieran cantado a varias voces como en las cumbres más peladas, donde el cielo le echaba a uno el aliento en la boca. Tenía que permanecer unida al grupo, porque la muerte no devuelve a ningún paseante que se extravíe solo. Los lagos hacían crecer los ojos a diario, los bajaban hasta las mejillas. Yo lo veía en todas las caras, y las piernas se acortaban de día en día. Sin embargo, el último día quise llevarme algo a casa y cogí en un pedregal una piedra que parecía un pie de niño. Los estudiantes escogieron piedras lisas y pequeñas para la mano, piedras de la aflicción. Sus piedras de mano parecían botones de abrigo, de esos que yo tenía a diario en cantidad más que suficiente en la fábrica de ropa. Pero esos estudiantes creían entonces en las piedras de la aflicción como yo creo ahora en las nueces.

No puedo cambiarlo: me he puesto la blusa verde que aún crece y he golpeado dos veces con la piedra, en la cocina tiembla la vajilla, y la nuez queda abierta. Y mientras me la como llega Paul en pijama, asustado por los golpes, y se bebe uno o dos vasos de agua. Cuando, como ayer, ha estado borracho como una cuba, dos. No necesito comprender las palabras por separado, también así sé lo que dice al beber el agua:

Tú no crees realmente que la nuez sirva para algo.

Por supuesto que no lo creo realmente, como tampoco creo de verdad en todas las cosas a las que me he ido acostumbrando. Y soy tanto más testaruda.

Déjame creer lo que quiera.

Paul ya no añade nada más, porque ambos sabemos que antes del interrogatorio hay que tener la cabeza despejada y no debemos reñir. La mayoría de los interrogatorios son, pese a la nuez, atrozmente largos. Pero cómo puedo saber si no serían peores sin la nuez. Paul no comprende que soy aún más dependiente de las cosas a las que me he acostumbrado cuando él las menosprecia con su boca húmeda y su vaso vacío antes de ponerlo sobre la mesa.

Cuando una está citada, se acostumbra a cosas que sirven para algo. Si realmente o no, eso no importa. No una, yo me he acostumbrado a esas cosas, que van llegando una tras otra, deslizándose.

Paul dice:

Con eso te entretienes.

En vez de eso él se preocupa por las preguntas que me aguardan cuando estoy citada. Es necesario, opina, y lo que yo hago, insensato. Necesario sería si las preguntas para las que él me prepara me aguardasen realmente. Hasta ahora siempre me han hecho preguntas totalmente distintas.

Sería demasiado pedir que las cosas a las que me he acostumbrado me sirvan para algo. Sirven para algo, no me sirven a mí. Algo significa a lo sumo la vida de día en día. De eso no debe uno prometerse la felicidad en la cabeza. Sobre la vida hay mucho que decir. Sobre la felicidad, nada. De lo contrario ya no lo sería. Ni siquiera la felicidad que se nos ha escapado tolera los comentarios. En las cosas a las que me he ido acostumbrando se trata de los días, no de la felicidad.

Seguro que Paul tiene razón, la nuez y la blusa que aún crece sólo aumentan el miedo.

Y qué. Por qué uno debe desear hacer su felicidad si sólo consigue hacer su miedo. A eso me dedico tranquilamente y no pretendo tanto como otras personas. Y nadie codicia el miedo que otro se hace. Con la felicidad ocurre lo contrario. Por eso no es un buen objetivo, para ningún día.

La blusa verde que aún crece tiene un gran botón de nácar, que una vez elegí entre muchos otros y me llevé de la fábrica para Lilli.

Durante el interrogatorio estoy sentada a la mesita, giro el botón y respondo con calma, aunque todos los nervios me zumben. Albu camina de un lado para otro; el hecho de tener que preguntar como es debido devora su calma tanto como el hecho de tener que responder como es debido devora la mía. Mientras yo permanezca tranquila, él hará algo mal, o quizás todo. Cuando vuelvo a casa después del interrogatorio, me pongo la blusa gris. Se llama: la blusa que aún espera. Es de Paul. Seguro que ese nombre me hace sentir a menudo escrúpulos que, sin embargo, aún no me han perjudicado. Ni siquiera los días en que estaba citada. La blusa que aún crece me ayuda, y la blusa que aún espera quizás ayuda a Paul. Su miedo por mí llega hasta el techo, así como el mío por él cuando está en el apartamento y bebe y espera o se va a recorrer bares en la ciudad. Todo resulta más fácil cuando uno mismo tiene que salir, se lleva consigo el miedo, deja allí la felicidad y es esperado por el otro. Quedarse en casa y esperar estira el tiempo hasta desgarrarlo y lleva el miedo al extremo.

Lo que espero de las cosas a las que me he ido acostumbrando no puede hacerlo nadie.

Albu exclama:

Ya ves, ahora las cosas concuerdan.

Y yo giro el gran botón de mi blusa y le digo: Para usted, para mí no.

El anciano del sombrero de paja aparta de mí sus ojos acuosos poco antes de bajar. En el asiento de enfrente se ha sentado ahora un padre con un crío en su regazo y las piernas estiradas en el pasillo. No muestra el menor interés en ver cómo la ciudad va pasando fuera. El crío le mete el índice en la nariz en busca de mocos. Curvar el dedo y hurgarse la nariz es algo que se aprende a edad temprana. Y más tarde se nos dice que sólo debemos hurgar en nuestra propia nariz y únicamente cuando no nos ve nadie. Para el padre aún no es más tarde, sonríe, tal vez le hace bien. El tranvía se detiene sin que haya una parada. El conductor baja. Quién sabe cuánto tiempo nos quedaremos aquí plantados. La mañana es todavía joven, y el tío se toma una pausa en medio del trayecto. Aquí cada cual hace lo que le da la gana. Se dirige a las tiendas de enfrente, se arregla la camisa y el pantalón para que no se vea que ha dejado su tranvía en pleno centro de la calzada. Se da pisto, como si de puro aburrimiento por estar sentado en un sofá, sacara a pasear al sol la nariz. Si quiere comprar algo en la tienda, tendrá que decir quién es, si no, tendrá que hacer cola. Si sólo se toma un café, ojalá lo haga de pie. Aguardiente no puede permitirse, aunque su ventanilla esté abierta. Todos los que estamos aquí sentados tendríamos derecho a oler a aguardiente, excepto él. Pero hace como si fuera al revés. Donde tengo que estar a las diez en punto me pone en su situación en lo que respecta al aguardiente. Preferiría renunciar al aguardiente por sus motivos que por los míos. Quién sabe cuándo regresará.

Desde que dejo en casa mi felicidad, no me paralizo tanto como antes durante el besamanos. Curvo los dedos hacia arriba para que Albu ya no pueda hablar sin tropiezos. Paul y yo hemos practicado el besamanos. Como queríamos saber si el anillo de sello que Albu lleva en el dedo medio es importante para apretar los dedos durante el besamanos, cosí un anillo con un trozo de goma de borrar y el botón de un abrigo. Nos lo poníamos alternadamente y nos reíamos tanto que se nos olvidó el motivo por el que practicábamos aquello. Desde entonces sé que no debo alzar de golpe mi mano curvada, sino un poquito más cada vez. Así los nudillos rozarán sus encías y le impedirán hablar. A veces, durante el besamanos de Albu me acuerdo de las prácticas con Paul. Y entonces ya no pueden humillarme tanto los dolores en las uñas y la saliva. Eso se aprende, pero no debo mostrarlo, y reírme no debo en ningún caso.

Desde la calle, al pasear, o desde un coche sólo pueden observarse con precisión la entrada y los pisos inferiores de la torre de pisos donde vivimos Paul y yo. A partir del quinto piso hacia arriba, los apartamentos quedan demasiado altos. Seguro que se necesitarían aparatos técnicamente sofisticados para ver detalles. Además, aproximadamente a la mitad de su altura la torre de pisos se inclina hacia fuera. Cuando uno mira hacia arriba mucho rato, los ojos se le hunden en la frente. La torre de pisos ya estaba así hace doce años, desde el principio, dice Paul. Cuando quiero explicarle a alguien dónde vivo, sólo tengo que decir: En la torre de pisos que se inclina hacia fuera. Todo el mundo en la ciudad sabe dónde queda y pregunta:

No tienes miedo de que se caiga.