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ISABEL II DE BORBÓN

LA REINA DE LOS TRISTES DESTINOS

ISABEL II DE BORBÓN

LA REINA DE LOS TRISTES DESTINOS

Reina a los 30 años fervorosamente amada en su niñez
y repudiadapor todos a los 38 años, su historia es la
crónica de una vida apasionada, desgarrada
y extravagante. Retrato fiel del ocaso de la monarquía en
España y el inicio del liberalismo

SILVIA MIGUENS

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Colección: Novela Histórica
www.nowtilus.com

Título: Isabel II de Borbón, la reina de los tristes destinos
Autor: Silvia Miguens

Copyright de la presente edición © 2007 Ediciones Nowtilus S. L. Doña Juana I de Castilla 44, 3o C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com

Editor: Santos Rodríguez
Coordinador editorial: José Luis Torres Vitolas
Proyecto editorial: Contenidos Editoriales s.r.l.

Diseño y realización de cubiertas: Florencia Gutman
Diseño y realización de interiores: JLTV

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN 13: 978-84-9763-304-8

libro electrónico: primera edición

Í N D I C E

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

A modo de epílogo

Que habría de hacer yo, reina a los catorce años no viendo al lado mío más que personas que se doblan como cañas, ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían.

ISABEL II

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación. Otros, con esta idea, tal vez hubieran hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo, he escrito esta leyenda quelos que nada ven en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

París, 10 de octubre de 1868.

Hoy es mi cumpleaños número 38 y he vuelto a nacer. Acaban de darme a luz al temido infierno del exilio. Me dicen que el gran atenuante, además de habitar París, es que una vez más un varón, y Borbón, Alfonso XII, ocupará el trono de España. Mi pobre hijo, ha nacido con una suerte no menos cruel que la de su abuelo y la de su madre. Tal vez, no mejor que la de su padre. Aunque claro está que Alfonso nunca sabrá mucho de aquel que lo engendró en mí, Isabel Borbón Borbón y Borbón que, por esos días era ni más ni menos que la reina del Imperio Español, cuando a mi paso vivaban: “¡Erreguiña!”. Aunque ahora sé que esos gritos no siempre eran de veneración.

Pero, qué sentido tendría ahondar en lo irremediable y en esta otra cuestión de la paternidad. Soy su madre y con eso basta. Para qué inquietar al pobre Alfonso con estas cuestiones. Nada sabrá hoy ni nunca el rey, de su padre y de su condición de Borbón y Borbón. No por mí. Al fin y al cabo, qué importa saber. ¿Acaso cambió mi destino conocer desde siempre a mi padre, Fernando VII, nuestro sino y su empecinado reconocimiento de mi persona?

Nada cambió para mí por conocer la verdadera historia, o aquello que me fue contado de la historia familiar. Tampoco cambia nada poder recordar esos primeros días con sus perfumes iniciales, especialmente aquel aroma que me llegó con la muerte de mi padre, perfume antiguo como el de las abuelas, una fragancia que nunca dejé de buscar y más que buscar de percibir, que cada tanto me alcanza y me embriaga sin poder identificar a qué huele exactamente o de dónde proviene ese perfume que subyuga. Tantas veces lo percibí… pero cuando lo intenté esclarecer se atenuó y desapareció. Desde tan atrás nos llegan las cosas que cuando las creemos a la mano se desvanecen o se transforman en recuerdos de dudosa fidelidad. Sin embargo parecen ser aquellas primeras lidias en ruedo tan vasto y ajeno, las que forjaron la historia de España, y perturbaron la mía.

 

I

Saeta que voladora cruza, arrojada al azar, sin adivinarse dónde temblando se clavará

G. A. Bécquer

En la tarde de hoy a las cuatro y cuarto, la reina, mi augusta esposa, ha dado a luz con felicidad a una robusta infanta. El cielo ha bendecido nuestra venturosa unión y colmado los ardientes deseos de todos mis amados vasallos que suspiraban por la sucesión directa de la corona. Daréis conocimiento de ello a las autoridades y corporaciones de toda la monarquía, según corresponda, para su satisfacción, y que se tribute al Señor la más rendida acción de gracias por tan inestimable beneficio, rogando al mismo tiempo por la salud de la Reina y que ampare con su divina omnipotencia el primer fruto de nuestro matrimonio.

En palacio, a 10 de octubre de 1830.

Luego de escribir y entregar el parte, Fernando regresó al cuarto real. Según dijera más tarde María Cristina, la expresión de Fernando fisgoneando la mirada aún lejana de la recién nacida no mostró decepción. El rey apenas atinó a alzar a la niña y a considerar con la voz más firme que la emoción le permitió que solo bastarían algunos ajustes. Según él una vez implementados nada podrían refutarle. No por la vía legal.

María Cristina no respondió a los comentarios de su esposo. El cansancio del parto le había quitado fuerzas hasta para murmurar un sí o un quizá. Aunque puede que esa falta de respuesta fuese solo cierto temor a contradecirle con unas pocas palabras de dudoso optimismo. Bien claro vislumbró, la parturienta, esa imprevista y desconocida paz en su hombre, o por lo menos cierta armonía en el semblante mientras observaba a su primogénita. Gloria que por cierto le había sido negada en los tres matrimonios anteriores. Por el momento, nada de aquello importaba a María Cristina. Paladeaba con gusto el candeal de yemas con vino oporto que le acababa de traer la marquesa de Santa Cruz y nada la preocupaba, a no ser ese futuro inmediato, presente en realidad. María Cristina agradeció ser liberada de los berridos de la niña y luego de un prolongado bostezo, se apoltronó en la amable somnolencia que provoca el deber cumplido.

También Fernando disfrutaba ese instante en que, una vez más, todo le parecía posible. Estaba un poco aburrido, harto de pesares, de sí mismo y de las fundadas recriminaciones de un mundo que parecía estar creado a imagen y semejanza del hombre, bajo pretexto de que el hombre solo ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, un mundo que al parecer no deja de rodar en medio de la pólvora y la codicia, igual a uno de esos entreveros de pasto seco que va creciendo mientras se deja llevar por los tantos vientos que pululan el universo. Después de todo, se dijo el rey, esa ceñuda bola de rizos era su hija legítima, sangre de su propia sangre y eso, es algo de lo que no muchos, en circunstancias similares, podrían dar fe. Más vale una hembra legítima o una legítima hembra en el poder, murmuró el rey, que un varón ilegítimo o de dudosa legitimidad.

Fernando se acercó a la ventana con la niña en brazos y se detuvo en ese rayo de sol que partía el salón en dos. Volvió a alzar a la pequeña por encima de su cabeza, como queriendo observarla en lo alto, muy por encima de sus padres y de todo, o sencillamente mostrándola a través de la ventana para ser vista por los que afuera, en su honor, echaban a sonar laúdes y tamboriles. La niña se enfrentó con absoluta serenidad a esa luz candente a la que era sometida a pocos minutos de haber nacido. Ni siquiera el reflejo la obligó a pestañear; con entereza, enfrentó el reflejo del sol en mitad de los ojos y, con indiferencia o resignación, el vértigo a la que la acababan de someter. Cómo traicionaría Isabel, con un mohín o un berrido de hembra recién parida, aquel gesto de orgullo paterno, o pedido de auxilio del rey de España.

Fernando sonrió viendo de qué manera la niña husmeaba el aire como añorando el olor a madre o algún otro aroma, lo cierto es que la niña fruncía el hocico como un cachorro.

Cuando Fernando arrimó a su hija a la ventana, pudo ver que no eran pocos los que esperaban noticias en los alrededores de la Puerta del Sol. Al fin, en medio de tanta escaramuza y persecución, por un rato, Madrid relucía. Las gentes de los teatros y los cafés habían esperado en la calle desde la noche anterior. Algunos preparándose de antemano para festejar el nacimiento real, aun si fuese una hembra; otros, igual de optimistas, celebraban por anticipado lo que consideraban resultaría el alumbramiento de un varón, del futuro rey de España. Pero eran muchos más los que alimentaban su odio regodeándose entre conjuros.

Bien sabían Fernando y María Cristina, que apenas soltada al vuelo la inminente noticia del alumbramiento, don Carlos y doña Francisquita, y Francisco de Paula con su esposa Luisa Carlota, ordenarían las próximas tareas a como diese lugar. Todos se mostraban inquietos y pendientes.

Los seminaristas de San Felipe esperaban la noticia al pie de los badajos para echar a sonar las campanas.

Se armaron toldos en las calles y la plaza con dulces y refrescos para la vigilia. También en la Casa de Correos; a lo largo de la Carrera de San Jerónimo y en el convento de la Victoria. En las escaleras del Buen Suceso los fieles habían encendido cientos de candelas en cada escalón, para cuando la luna y el lucero del alba comenzaran a mezquinar la luz.

Olía a esperma y a incienso, a castañas asadas y al perfume de las flores con que colmaron la fuente de la Venus Mariblanca. En las covachas de bisutería y baratijas, las mujeres apuraban el bordado de pañuelos y recuerdos. Unos harapientos discutían, a veces a empellones, alrededor de una fogata. Otros, de levita, también discutían e intercambiaban tabaco, petacas de licor y sobrias palabras filosas.

Fernando, alcanzó a ver que Joaquín Francisco Pacheco, redactor de “La Abeja”, salía de los jardines de palacio con el poeta Rementería y que éste leía alguna cosa, probablemente unos versos escritos en honor de la niña.

Periodista y poeta fueron interceptados apenas salieron; el corrillo a su alrededor creció a igual velocidad que esos círculos que en el agua provocan la caída de una piedra o un pájaro muerto. Al momento en que periodista y poeta lograron salir del círculo de curiosos para correr a la redacción del “Diario de Madrid”, la noticia y las campanas del buen Suceso echaron a tronar.

Para Fernando VII, aquella tarde del 10 de octubre del 1830, el otoño estaba en su esplendor. Bajó los brazos y dejó a la niña en el lecho real, junto a su esposa. María Cristina abrió los ojos y dijo algo por lo bajo. De inmediato, Fernando vio desaparecer a su hija, en los abundosos brazos de la marquesa de Santa Cruz.

El rey puso en orden un bucle de María Cristina, y le acarició los pómulos con el dorso de la mano, pero ella sin abrir los ojos giró la cabeza en sentido opuesto. Sin embargo sonrió. Su hija era el comienzo de algo importante para el marido real y para ella misma, pero sobre todo para España.

El año anterior y recién enviudado de su tercera esposa, María Josefa de Sajonia, el rey Fernando contrajo matrimonio con María Cristina de Borbón; por el momento, una vez nacida Isabel, buena parte de sus enemigos, en la familia o en la corte y fuera de ella, pondrían en duda los derechos dinásticos de la infanta por ser mujer. Fernando y María Cristina conocían las reglas del juego.

Fernando se sentía eufórico ese día, también muy cansado. Pese a todo, continuaba siendo el más implacable de sus jueces. Nunca olvidó sus fallos porque, aunque todos errores humanos, cómo quitarse de encima la frustración de haber sido engañado con tanta sencillez nada menos que por Napoleón Bonaparte. La ambición de poder pone ciegos a los hombres, solía decir a quien le preguntaba: ¡cómo pudo, Su Majestad, ser tan crédulo y confiado! La ambición, decía además, vuelve más inocentes aún a los idealistas y más furibundos a los otros; la ambición, finalmente, es un sino que en tanto hombre, o mujer, se hereda de los ancestros. Quién mejor que Fernando para dar fe de los tantos errores cometidos a lo largo de su polémica existencia. ¿Pero cuál existencia no es polémica al fin y al cabo? se preguntaba a diario el hombre y también lo preguntó a su esposa, en ese instante preciso cuando acunaba a la pequeña Isabel que, con las manitas en alto, parecía aprisionar entre sus puños el tibio aliento de su padre.

Ojalá toquen tiempos mejores a la pequeña Isabel, advirtió a su esposa y sobrina carnal, que tratando de sobreponerse a los dolores de parto apenas si atinaba a arrebujarse entre las sábanas recién mudadas por esas mujeres que de inmediato borraron todo rastro de las aguas y la sangre real derramada.

Nada era fácil para Fernando, pero nada sabía ni sabría aun Isabel de aquellas historias ni de la mala reputación de su padre que, entre otras circunstancias, había dejado caer por la borda todo el poderío español en las más valiosas tierras al sur de su imperio.

Hasta el momento de nacida Isabel, se barajaba aún la posibilidad de que su tío Carlos Isidro heredara el trono. Solo él, según el mismo Carlos, debería suceder a Fernando. El rey sabía que su hermano no se contentaría con seguir en segundo lugar. Cauteloso y artero, poco antes del nacimiento de Isabel, durante el mes de marzo, el rey publicó la Pragmática Sanción de Carlos IV aprobada por las Cortes de 1789, que dejaba sin efecto el Auto Acordado de 1713 y emulando la Ley Sálica francesa, excluía a las mujeres de la sucesión al trono. De ese modo quedó restablecido el derecho sucesorio tradicional castellano recogido en “Las Partidas”, según el cual las mujeres podían acceder al trono en caso de que el monarca muriese sin haber dejado descendiente varón. Las cartas fueron echadas y puesto en marcha el pleito sucesorio.

El 14 de octubre de 1830, a cuatro días del nacimiento de Isabel, una carroza recorría las calles, con una troupe por delante que danzando al son de tamboriles, laúdes y panderos cantaban loas a la princesa de Asturias. Al fin, mediante un real decreto, Fernando VII hizo pública su voluntad: por ser mi heredera –manifestó– y legítima sucesora a mi corona mientras Dios no me conceda un hijo varón.

París, 10 de octubre de 1869.

Hoy cumplo años, un año más en realidad. Apenas cumplo un año de vida en este país del exilio. Es como haber nacido de nuevo y al fin ocupar mi verdadera patria, la madre paria. Es verdad que a veces París es una fiesta de colores y otras voluptuosidades. Pero en ocasiones me habita una profunda melancolía. Sin embargo, disfruto la ópera y su mundo porque es lo que más me acerca a una vida de ensueño. Anoche fue maravilloso, la música, ese paisito en el pequeño escenario y las voces estallando entre sus paisajes de cartón pintado. Qué goce mayor se puede pedir.

Más tarde en la comida, en casa de don Marcial Piñera, representante de los artistas que cantaron en esa función, conocí a una escritora cubana. No pude resistirme a su atractivo tan familiar, gracias a la presencia de Luzmarina en mi infancia, con toda su galanura y salero. La señora Gertrudis Gómez de Avellaneda, aunque nacida en una de nuestras colonias, igual que Luzmarina insiste en haber nacido en Cuba. Yo me limité a sonreír porque sin dudas pronto habrán de darse con el gusto y será verdad. Tocará a mi pobre hijo perder la isla. Y estará bien así, la historia nunca se está quieta, ni los pueblos que la garabatean y la conforman.

Con Gertrudis de inmediato nos reconocimos hermanadas en estas cosas del ser paria y del destierro. Una mujer escritora que desatino, dice que dijeron en su entorno y debió irse. Aunque acabo de conocerla en persona, tuve noticias de ella hace unos quince años, cuando la Real Academia de la Lengua vetó su ingreso a la entidad por ser mujer, sin embargo, casi a la par del rechazo se la reconoció como “uno de los más grandes escritores” de nuestros tiempos. Uno de los más grandes escritores, dijeron. Ninguna duda cabe de que es “una gran escritora”. Aunque cómo abrirle puertas a su tarea si, además de ser una mujer bella, es capaz de escribir: "Ah!, sí, es cruel espectáculo la vista de la humanidad degradada, de hombres convertidos en brutos, que llevan en su frente la marca de la esclavitud y en su alma la desesperación del infierno". Pero la temeraria no se conformó con poner en tela de juicio a los hombres sino que, con igual sencillez, entre las perdices marinadas en miel y el gateau de fresas, ha sido capaz de sostener su copa de champagne y exclamar en voz alta: "¡Oh, las mujeres! ¡Pobres y ciegas víctimas!”.

Yo fui de las pocas en reír. Gertrudis, entonces, asomó su cara entre los comensales que la rodeaban y me invitó a otro brindis pero sin palabras. Más tarde, nos sentamos junto al hogar y bebiendo roncito de una pequeña petaca que sacó de su bolso, nos contamos los pesares y las alegrías del ser mujer y del exilio. Luego recitó alguno de sus poemas. No sé si fue el roncito o sus palabras pero anoche la nostalgia trajo a mis sueños mucha gente de visita. Luzmarina la primera. Qué será de ella debatiéndose hoy en Cuba, entre sus inevitables antepasados y esta nueva patria de sus afectos posteriores. Cómo no comprenderlas a ambas. Cómo no habrían de comprenderme esas dos mujeres en nuestro breve paso por la vida.

También a mí me han obligado las circunstancias y los hombres que las acuñan, a rehacerme cada día. A renacer. Y yo que pensaba que nacer era de una vez y para siempre. No fue así. Pero nadie o muy pocos, saben y sabrán que escribo. Escribir no es sino una manera de mirar la vida cotidiana para no morir de miedo. Exilio y extrañamiento van a la par. Temo que la vida se me vuelva hoy tan extraña que no pueda reconocerme a mí misma en ella. Tiemblo de incertidumbre. No de manera cotidiana pero sí con frecuencia.

 

II

Hoja que del árbol seca arrebata el vendaval, sin que nadie acierte el surco donde a caer volverá.

G. A. Bécquer

Todo sucedía demasiado rápido en palacio, escribiría Joaquín Pacheco en La Abeja, además de publicar la voluntad del rey… y sucedería más aún. Imposible evitar la conmoción desde el instante mismo en que la reina se despertó bendecida e imbuida de sus propias aguas. Las voces de las comadronas, los criados, todas las voces eran mucho más que rumores por los pasillos que humeaban el paso de las criadas con caldos, cocoa y otros líquidos imprescindibles, no solo los reconfortantes sino también aquellos otros necesarios para la higiene y las mantas para la parturienta, las toallas para la recién nacida y las sábanas limpias para las dos.

Carlos Isidro y su esposa esperaban. Ni bien recibieron la noticia del nacimiento de su sobrina Isabel, Carlos Isidro se desplomó en su sillón. De ese modo, y sin poder saberlo, la niña Isabel desplazaba oficialmente a su tío de la línea de sucesión, ganándose el odio no solo de Carlos Isidro sino también de sus seguidores que continuaron apoyando los derechos al trono del que ya se nombraba a sí mismo Carlos V, y consideraron que la Pragmática Sanción era ilegal. Por lo tanto las intrigas estallaron en cada rincón del imperio.

Sin embargo, por esos días cercanos al nacimiento, Carlos pareció acatar la voluntad del hermano. Frente a la ventana de la sala y sin dificultad pudo ver que en la Puerta del Sol había una multitud festejando. Festejos que él, inquieto y confuso percibía de soslayo, festejos en los que por largos días los leales a su hermano Fernando continuarían dando vítores.

Carlos Isidro se sentía abatido, no había podido quebrar la obstinación de Fernando VII en hacer heredar el trono a su hija mujer y no a él mismo, como anheló siempre y correspondía por ser el mayor de sus hermanos. El ansia de poder y su entorno, no menos ambicioso, lo obligaban a mostrarse erguido y dispuesto a dar pelea a capa y espada.

Aquel día apenas recibió la noticia del nacimiento, su esposa Francisca, en silencio, se sujetó el pelo con un broche y cubrió sus hombros con un rebozo de encaje rosa, atenta a la vehemencia con que su marido abría la ventana y fastidiado por el alboroto la cerraba de un golpe desplomándose una vez más en el sofá. No obstante, como desentendida, doña Francisquita se lanzó en su andar veloz por el corredor y atravesó los jardines que la separaban de la alcoba real. Sea como fueren las controversias y el futuro, eran tiempos poco convenientes para ausentarse de la comitiva de mujeres que rodeaban a María Cristina y su hija Isabel.

Así, corriendo por delante de su propio resentimiento aunque sin poder evitar la alegría natural de su especie, doña Francisquita se encontró al pie de la escalera con su cuñada Luisa Carlota que en igual estado de zozobra y a paso ligero intentaba deshacerse de la muchacha que en medio del apuro le acomodaba la mantilla. Anduvieron en silencio el trayecto que las separaba del cuarto real. Se detuvieron ante la puerta y antes de entrar se miraron la una a la otra coincidiendo en el gesto de olvidar, solo por el momento, que también ellas, y entre sí, iban por veredas opuestas.

Al mismo tiempo don Francisco de Paula bajó la escalera principal, atravesó salones y subió los peldaños de otra escalera más pequeña. Iba a encontrarse con su hermano Carlos Isidro. Don Francisco cargaba una botella de brandy. Al rato, después de aclarar el garguero con unos tragos, ordenaron los pensamientos y los pasos a seguir según su prioridad, único orden posible. Cuando terminaron de beber el brandy y creyeron logrado el objetivo, dejaron las copas encima de la mesa y se pusieron de pie. Mientras dejaba su copa, Carlos Isidro tomó todavía un dulce y ofreció otro a su hermano. De inmediato marcharon hacia la antesala de la recámara real. Se sonrieron con cierta pleitesía. No debían eludir el intento, ni la ilusión, de que acorde se fuesen sucediendo los días, pudieran convencer a Fernando, por las buenas o por las no tan buenas, de los inconvenientes que provocaría si fuese sucedido por una mujer.

Sin embargo, no era solo cuestión a debatir entre hombres, ninguna duda de que además se establecería, y por mucho tiempo, una larga lucha entre mujeres: la madre real María Cristina; el aya, marquesa de Santa Cruz y otras, todas en nombre de la pequeña Isabel y, por otro lado, Luisa Carlota y Francisquita con sus respectivos séquitos.

Cómo podía suponer Fernando, ni muchos otros por esos días, que esas eran las primeras fintas de las guerras civiles que por largos años serían alimentadas por las innumerables estocadas de los hermanos del rey y, muy especialmente, entre las cuñadas. Curiosos seres a quienes no solo por pertenecer a la realeza sino también por pertenecer a la raza de las mujeres, igual que en otros ámbitos y sitios del mundo, se consideraba débiles, de gran frivolidad, y por lo tanto impropias para gobernar ó cualquier otra tarea de relevancia.

Demasiados años duraría esa cuestión de las faldas reales, tres largos períodos en guerras que habrían de perdurar aún mucho más allá de que el cuerpo de Fernando fuese presa definitivamente de la impotencia y el olvido a que lo sometería esa otra mujer irrefrenable y bravía a la que apodan Muerte.

Sin embargo, bajo la influencia del alumbramiento de su hija y con tanta vida entre las manos, cómo podría Fernando pensar en la parca ni en la guerra o ninguna otra cosa.

Por otro lado, mientras los tíos y las tías Borbones se debatían íntimamente entre la guerra y la paz, Isabel, habiendo recibido los favores de su nodriza y en brazos de la marquesa de Santa Cruz, volvía a ocupar la cuna real. Muy bien puesta por sus nanas que la vistieron y acicalaron para enfrentar los compromisos reales, abría grandes los ojos y echaba sus manitas a volar ante los ojos de la princesa Luisa Carlota y doña Francisquita, que se inclinaban ante su sobrina, evidenciando gran emoción, una emoción difícil de sopesar para María Cristina.

Dos años más tarde, en 1832, la familia real pasaba su temporada estival en la residencia veraniega de La Granja.

Una mañana, el rey Fernando despertó del sopor de una convalecencia de varios días; inspiró profundo y ordenó a su ayuda de cámara que le incorporarse en la cama. Había llegado la hora de restablecer la Pragmática. Tiempo antes, Carlos Isidro, en aras de la paz, le había aconsejado echarse atrás con esa historia de ser sucedido por una mujer, y algo debilitado a consecuencia de su escasa salud, Fernando se dejó convencer. Pero su convencimiento no duró mucho.

Un buen día, ante el estupor y el resentimiento de muchos a su alrededor, restableció los derechos sucesorios de su hija Isabel. La historia recién comenzaba para la infanta. Para colmo de males, o de bienes, según quien lo considere, para entonces María Cristina había parido a Luisa Fernanda, la segunda hembra real.

Sospechado de ciertas intrigas, y en vista de la obstinación de Carlos Isidro, el rey Fernando ordenó a su hermano abandonar España y fijar su residencia en los Estados Pontificios. Se le sugirió embarcarse en Cádiz pero la epidemia de cólera que asolaba la ciudad no lo permitió, por lo tanto viajó a Lisboa. Una vez en Portugal, apoyado en sus vínculos familiares con la dinastía reinante, retrasó una y otra vez su salida, negándose a volver a Madrid y jurar fidelidad a su sobrina Isabel, tampoco aceptó hacerlo ante el embajador Luis Fernández de Córdoba.

Fernando VII acabó por confiscarle sus bienes y le envió una fragata, ordenando a su capitán que entregase a su hermano 400.000 reales pero solo cuando el navío hubiese zarpado. Carlos se negó a embarcar y envió un comunicado a los principales gobiernos europeos con su resolución de no renunciar al trono de España, decisión que ratificaría el obispo de León, Joaquín Abarca, que permanecía desterrado en Portugal.

Isabel, ajena a todo, solo estaba atenta a sus nanas y sus juegos, había sido ratificada como princesa de Asturias un 20 de junio de 1833. Días más tarde, corriendo con su cachorro por el parque, vio a su padre sentado bajo un parasol de encaje. El rey la observaba desde hacía rato. La niña se le acercó, sin dejar de vigilar al cachorro que chapoteaba y bebía agua del estanque. Fernando tendió la mano a su hija. Isabel empezó a trepársele por las piernas y en eso estaba cuando se sobresaltó a causa de un quejido descomunal de su padre.

Azorada, la niña observó que la cabeza del padre caía sobre su pecho. Aun encima de su regazo, alargó su bracito como queriendo quitar ese animal furioso que parecía haberse metido en boca de Fernando.

Deja niña, aléjate de tu padre que le oprimes y necesita aire.

Isabel alzó la nariz, parecía olfatear a su alrededor como un sabueso más de la jauría que en ese momento aullaban en sus caniles.

–Y haz que guarden a los perros… o que los silencien, por lo menos…

–Me ocuparé de las princesas, Su Majestad… –dijo la marquesa de Santa Cruz.

–Y de los perros… No dejes solas a las niñas –sugirió la reina María Cristina y, alejándose un poco del rey, a quien los médicos efectuaban la atención del caso, a modo de caricia apenas si puso orden en el flequillo de la infanta, mientras ordenaba– y procura que descanse lo que queda del día, y toda la noche… nos espera mucha tarea de aquí en más.

María Cristina murmuró aun unas palabras a su hija, que, observando a su padre, intentaba unas palabras infantiles tan incomprensibles como sus sentimientos. La marquesa de Santa Cruz la alzó en brazos y se alejaron de inmediato, Isabel no dejaba aquel gesto de husmear el aire.

Por entre el velo que cubría el cabello renegrido de su preceptora y la brisa levantaba de a ratos, Isabel alcanzó a ver el hilo de baba que caía de la boca de su padre. Cómo podría imaginar, pequeña y azorada, en brazos de su aya, que en el instante preciso que su padre moría y los cañones empezaban a tronar, se convertía en la reina de toda España y lo que aun quedaba de sus colonias.

París, 26 de junio de 1870.

Ahora, hoy, en París, habiendo pasado los primeros extrañamientos del exilio, luego de habitar dos años esta ciudad, acabo de abdicar en favor de mi hijo Alfonso. Los interesados a gobernar son muchos y lo fueron aun antes de obligarme a salir de España. Nada cambia. Primero se impuso un gobierno provisional presidido por el general Francisco Serrano, que asumió la dirección del partido cuando Leopoldo O’Donnell murió. Circunstancia particular para mí que Francisco suceda a Leopoldo. Aunque no tan raro al fin de cuentas, pues siempre se han disputado sus bien ganados derechos con respecto a la Corona y a mí. Por qué no habrían de hacerlo sin estar yo en el medio.

Igual actitud parecen tener el general Prim que apoya para la próxima candidatura a Amadeo I de Saboya; mi cuñado el duque de Montpensier; Espartero, sin dudas; también don Luis y don Fernando de Portugal. Por el momento, se ha dispuesto que Alfonso XII me suceda en el trono del Imperio Español. Del mismo modo que mi abuelo fue incitado a abdicar en favor de mi padre, yo, Isabel II de España, debo abdicar en favor de mi hijo. Dios nos ampare y nos proteja de esta historia que aunque parezca avanzar solo se repite.

Desde el primer día de mi exilio en París, he asistido a mejores y más fabulosos espectáculos y mascaradas. París es un buen sitio para vivir. Dicen que el mejor. Pero no me hace del todo feliz. Cómo podría, con esta sensación de estar desempeñando ahora el papel de una camarera real de la corte francesa, para agasajar a María Eugenia de Montijo.

Las Montijo, de algún modo, también habían formado parte del cuerpo de camareras reales de la corte de España, aunque desde los ocho años María Eugenia vive en París. Hoy, María Eugenia, del brazo de Napoléon III, se ha convertido, definitivamente, en lo que siempre quiso ser, una verdadera reina. Pero por aquellos días primeros el querido Merimée, tan cercano a la madre de María Eugenia, la introdujo en la cultura, en la literatura. Por eso hoy, sus reuniones son un placer que me compensan cualquier exilio.

Sobre todo en la Ópera. Hace unos días se dio una nueva función de La dama de las camelias. Me provocó gran ternura ver representada, y nada menos que con música de Verdi, acerca de aquella historia que los Dumas me habían contado en Madrid.

Al parecer, a Alejandro Dumas, hijo, se le había muerto en los brazos la pobre Alfonsine, conocida ahora como Margarita Gautier o Marie Duplessis. Luego de su breve y penosa vida, a causa del abandono paterno, el abandono materno y su posterior venta a un septuagenario que terminó preso por la osadía de haber pagado por ella; cumplidos los 16, a la pobre Alfonsine no le quedó sino seguir el camino de su madre y la prostitución. Alejandro Dumas se enamoró de ella. A pesar de su vida precaria, la Duplessis ostentaba una gran belleza y un marcado interés por las letras y la cultura; la muchacha enfermó de tisis y, con apenas 23 años, murió lánguidamente ante los lánguidos ojos de Alejandro que, con esa pena a cuestas, días más tarde se recluyó en una pensión de Santin-Germain-en-Laye a escribir aquella experiencia y dio con La dama de las camelias.

Cuando reviví esa historia, que supe de boca del mismo Alejandro cuando joven, y la vi representada en el escenario y con tales músicas, la emoción me embargó de tal modo que lloré desconsoladamente. Hasta creí haber olvidado que era una pieza de teatro, fue como si pudiese espiar a Alejandro por una ventanita y así comprobar la magnitud de su pena. Lloré sí. Y María Eugenia, un poco por delante de mí alargó su brazo por lo bajo y hacia atrás hasta tomarme de la mano. He de reconocer que siempre he sido de llanto fácil confundiendo a veces a mis interlocutores, porque los verdaderos motivos de nuestras lágrimas no siempre son los que los demás suponen.

Por suerte, al menos Francisco se ha ido a vivir a otra parte con su favorito de turno. Que no moleste más. Que nada más pida ni pueda exigir. Mientras no vivamos bajo el mismo techo todo estará bien, para los dos. Que al fin pueda vivir él con quien quiera y yo con quien pueda hasta que mejores vientos soplen en mi favor. En estos parajes del destierro todo da igual. Solo cuenta que reine cierta paz a mi alrededor, algunas otras cosas que iré viendo por acá y poder capear a la muerte unos años más.

Pero la muerte siempre está ocupada, tiene mucha tarea, no solo en guerras y atentados pues, para colmo de males, los hombres no dejan de batirse a duelo. Enrique, mi primo y hermano de Francisco, se ha batido con mi cuñado, el duque de Montpensier. Pensar que en algún momento ambos fueron vistos con buenos ojos para casarse conmigo. Ahora me dicen que se han batido por mi culpa, en realidad por culpa de este destierro que me fue impuesto y sus ambiciones de poder.

Dicen que Enrique había acusado al duque de sus muchas intrigas para hacerse del trono, y Montpensier, ni lerdo ni perezoso, le mandó los padrinos. El combate se llevó a cabo en Los Carabencheles donde, con esta vieja moda de matarse bajo pretexto del honor, Enrique encontró la muerte y dadas las circunstancias también quedó fuera del ruedo mi cuñado, el duque. De todos modos, la muerte en concordancia con las ambiciones de poder de los hombres, y de las mujeres, nunca fue novedad para mí. Desde muy pronto en la infancia y de muy cerca la pude percibir, como al perfume que aun no encuentro. A veces he creído olerlo más allá de mis recuerdos. Yendo por las veredas o paseos, a veces me parece que alguien lo lleva, tal vez sea alguna flor, alguna planta. María Eugenia me ha dicho que me llevará donde un perfumista, él trae sus esencias desde lejos me prometió ayudarme a encontrarlo.

Pobre María Eugenia, no sabe cómo halagarme en el exilio. Dice que si bien su emigración no ha sido a causa del exilio ni del destierro, igual añora los aromas de la infancia. El de la natillas, el del pan recién horneado, la ralladura de limón del budín, la vainilla del flan, los jazmines, los nardos… Por lo menos tu, le dije entonces, sabes cuáles son los aromas que extrañas. Yo nunca supe cuál es ese olor, qué cosa huele con ese aroma que me trae añoranzas del pasado. Y del futuro. Por lo tanto heme aquí en París husmeándolo todo por las calles, por sus jardines y terrazas, en las plazas de mercado, siempre con la inquietud de reconocer aquel perfume.

 

III

Gigante ola que el viento riza y empuja en el mar, y rueda y pasa, y no sabe qué playa buscando va.

G. A. Bécquer

Cómo podía saber, Isabel, apenas cumplidos los tres años, que ese hedor de muerte no era solo a causa de la agonía de su padre sino que con ese último suspiro, estallaría también definitivamente la ira familiar y, a la par, la ira de buena parte de sus súbditos. Todo a causa del fallecimiento de su padre, Fernando VII y el rencor del tío Carlos Isidro. No pocos enarbolaron este pretexto para dar curso a un nuevo conflicto armado.

Isabel prorrumpió en llanto a los pies del muerto, y al mismo tiempo que la reina dejó oír sus berridos, el funcionario de correos Manuel María González, en Talavera de la Reina, lanzó el primer “¡Viva don Carlos!”.

Más o menos de este modo acabaron de dispararse las guerras carlistas y con ellas una serie de acontecimientos que convirtieron a la pequeña Isabel en el oscuro objeto del deseo de poder de todos y en el centro de las miradas de un imperio o dos y sus alrededores, perdiendo de una sola vez y para siempre, de una sola estocada, el calor de su infancia real y breve. Isabel no comprendería aun, y por mucho tiempo, su infeliz situación. Por el momento, tampoco sabría de la no menos afortunada infancia y adolescencia de su padre.

Fernando, “El Deseado”, nacido el 14 de octubre de 1784, en El Escorial, era el tercer hijo de Carlos IV y de María Luisa de Parma. En 1788 cuando su padre subió al trono, Fernando fue reconocido por las Cortes como príncipe de Asturias. Por años el canónigo Escoiquiz, principal artífice de la “Conspiración de El Escorial”, su preceptor, le inculcó extrema prudencia, desconfianza y un odio feroz hacia sus padres, aún hacia Godoy que no solo manipulaba a los reyes a su antojo sino que también se movía por la corte bajo la sospecha de ser, en realidad, el verdadero padre de Fernando.

Así fue como el pobre creció distante, reservado e impasible.

En el año de 1802 contrajo matrimonio con María Antonia de Nápoles. Pese a ser un matrimonio de conveniencia, su esposa le tomó afecto y le ayudó en muchos rasgos de su personalidad, pero aquel afecto y la ternura no le duraron mucho, pues en 1806 la princesa murió. Rápidamente Escoiquiz retomó la influencia sobre Fernando y volvió a alentarlo en sus conspiraciones. Sin embargo, fue descubierto y procesado.

Dos meses más tarde, el “Motín de Aranjuez” provocó la destitución de Godoy, y Carlos IV abdicó a favor de su hijo.

El 19 de marzo de 1808, Fernando VII empezó su reinado con la aclamación popular, que no veía en él a un mal hijo sino otra víctima de Godoy. Poco después, Napoleón Bonaparte convocó a Fernando a Bayona, donde estaba exiliado su Carlos IV, y le sugirió a Fernando que lo más conveniente era renunciar a la corona española en favor de su padre. Fernando aceptó pero de inmediato Napoleón nombró rey de España a su hermano José.

Al año siguiente, la Junta Central de Sevilla inició la lucha por la reconquista del territorio español en mano de los franceses y por establecer la igualdad en la España toda, aun en aquellas lejanas colonias del sur de América. En el 1810 en Cádiz, un consejo de regencia tomó el poder de la Junta Central, al tiempo que los franceses ocuparon Andalucía.

En octubre del 1813, Napoleón fue vencido en Leipzig por las fuerzas aliadas de Inglaterra, Prusia y Rusia, y abdicó al año siguiente, un 6 de abril. Muchos habían sido los acontecimientos durante los años previos y el caldo de cultivo era siempre propicio; muchos eran los avances y retrocesos de Fernando VII desde aquel 19 de marzo de 1808 en que su propio padre, Carlos IV, abdicara en su favor.

A partir de entonces, Fernando VII desarrolló su actividad, que creció en consideración por la expedición enviada al sur de América, que se esperaba en el Río de la Plata pero no llegó sino hasta Venezuela porque desde el año diez muchas de las colonias se consideraban independientes del Imperio; con ese objetivo marchaban sin dejar de lado las inevitables diferencias entre los mismos españoles, y aun entre los mismos revolucionarios.

Durante esos primeros años de gobierno tuvo lugar una depuración de afrancesados y liberales. Sin embargo, el pronunciamiento liberal del Ejército obligó a Fernando a jurar la Constitución, poniendo en marcha el llamado Trienio Liberal o Constitucional, entre 1820 y 1823 continuando la obra reformista que se había iniciado en el 10, la abolición de los privilegios de clase, señoríos, mayorazgos y la Inquisición, se preparó el Código Penal y volvió a ponerse en vigencia la Constitución de 1812.

Pero toda esa política reformista dio lugar a una contrarrevolución surgida en la Corte; la Regencia de Urgell, apoyada por elementos campesinos y, en el exterior, por la Santa Alianza que desde la Europa Central, defendía los derechos de los monarcas absolutos.

Al año siguiente se inició lo que dio en llamarse Década Ominosa en la que se consolidó el absolutismo como forma de gobierno circunstancial que para colmo de males, o tal vez como causa, coincidió con la independencia de la mayor parte de las colonias americanas.

Más adelante, el 7 de abril de 1823, entraban en España las tropas francesas que envió el duque de Angulema, conocidas como los “Cien mil hijos de San Luis”, a las que se sumaron las tropas realistas españolas, una vez más casi sin resistencia fue restaurado el absolutismo y último período del reinado de Fernando, en que su pensamiento y circunstancias se centraron en los conflictos sucesorios y su deseo de perpetuar a los Borbones.

Entre tanto, durante esos días del 1833, la pequeña Isabel, en los brazos de su aya, ignoraba estas historias, y su propio destino. También ignoraba y, por años, no supo que la revolución, el cólera y otras pestes irrumpían en España al mismo tiempo que Fernando daba forma y ponía su firma al pie de su último documento:

Sorprendido en mi real ánimo, en los momentos de agonía a que me condujo la gran enfermedad de que me ha salvado prodigiosamente la divina misericordia, firmé un decreto derogando la Pragmática Sanción de 19 de marzo de 1830, decretada por mi augusto padre a petición de las Cortes de 1789 para restablecer la sucesión regular en la corona de España.

La turbación y congoja de un estado en que por instantes se me iba acabando la vida indicarían sobradamente la indeliberación de aquel acto, si no la manifestasen su naturaleza y sus efectos. No como rey pudiera yo destruir las leyes fundamentales del reino y cuyo restablecimiento había publicado; ni como padre pudiera yo con voluntad libre despojar de tan augustos y legítimos derechos a mi descendencia. Hombres desleales e ilusos cercaron mi lecho, y abusando de mi amor y del de mi muy cara esposa a los españoles, aumentaron su aflicción y la amargura de mi estado, asegurando que el reino entero estaba contra la observancia de la Pragmática, y ponderando los torrentes de sangre y desolación universal que habría de producir si no quedase derogada.