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Conflicto armado interno,

derechos humanos e impunidad

BIBLIOTECA JOSÉ MARTÍ

Justicia & Conflicto

Grupo de Estudios de Derecho Penal y Filosofía del Derecho

Coordinadores

Gloria María Gallego García

Juan Oberto Sotomayor Acosta

Consejo Editorial

Perfecto Andrés Ibáñez, Magistrado del Tribunal Supremo Español

Francisco Cortés Rodas, Universidad de Antioquia (Colombia)

José Luis Díez Ripollés, Universidad de Málaga (España)

Luigi Ferrajoli, Università degli Studi Roma Tre (Italia)

María José González Ordovás, Universidad de Zaragoza (España)

Luis Prieto Sanchís, Universidad de Castilla-La Mancha (España)

Jaime Sandoval Fernández, Universidad del Norte (Colombia)

Title

 

Conflicto armado interno, derechos humanos e impunidad / coordinadoras académicas Gloria María Gallego García y María José González Ordovás. – Bogotá: Siglo del Hombre Editores; Universidad EAFIT; Universidad de Zaragoza; AECID, 2011.

320 p.; 21 cm.

1. Derechos humanos 2. Conflicto armado 3. Derecho penal 4. Impunidad 5. Justicia transicional. I. Gallego García, Gloria María, coord. II. González Ordovás, María José, coord.

323.4 cd 21 ed.

A1292420

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

© Gloria María Gallego García

© María José González Ordovás

La presente edición, 2011

© Siglo del Hombre Editores

www.siglodelhombre.com

© Universidad EAFIT

www.eafit.edu.co

© Universidad de Zaragoza

www.unizar.es

© Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (aecid)

www.aecid.es

Diseño de carátula

Alejandro Ospina

Diseño de la colección y armada electrónica

Precolombi, David Reyes

Conversión a libro electrónico

Cesar Puerta

e-ISBN: 978-958-665-321-3

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

 

ÍNDICE

 

Prólogo

María José González Ordovás y Gloria María Gallego García

La verdad no siempre es transparente, o por qué la Filosofía del Derecho debe analizar la ciudad

María José González Ordovás

“Derecho o barbarie”. Apuntes sobre la relegitimación de la guerra

Andrés García Inda

Las restricciones a la guerra. Análisis de sus fundamentos

Gloria María Gallego García

La justicia tras el conflicto. El derecho a la reparación de las víctimas de la desaparición forzada

Natividad Fernández Sola

Amnistías y responsabilidad ante la Corte Penal Internacional. Lecciones del proceso de paz con las AUC

Catalina Uribe Burcher

Las reformas penales en Colombia: entre la ineficacia y el autoritarismo

Juan Oberto Sotomayor Acosta

Ley de Convivencia y Seguridad Ciudadana, o populismo legislativo en nombre de la lucha contra la impunidad y los derechos de las víctimas

Juan Carlos Álvarez Álvarez

El desplazamiento interno de personas y el ACNUR

José Alberto Toro Valencia

 

PRÓLOGO

 

En una sociedad como la colombiana, sacudida por una guerra que se ha prolongado por más de cuatro décadas, con un cuadro agudo de violación de derechos humanos, con niveles de impunidad elevadísimos y una pobreza que aqueja a más de la mitad de la población, la Universidad debe asumir un decidido compromiso con el estudio de los grandes problemas nacionales y las claves de su eventual solución. Ello implica establecer un diálogo permanente y puentes de intercambio entre las instituciones y los distintos sectores sociales dedicados a la búsqueda de la paz y a la causa de los derechos humanos, en un proceso acompañado de manera consistente y decidida por la comunidad internacional.

En este entendido se creó un proyecto de cooperación interuniversitaria y científica de largo alcance entre un grupo de profesores de Derecho de la Universidad eafit y de la Univer­sidad de Zaragoza en las áreas de Filosofía del Derecho, Derecho internacional público y Derecho penal, congregados en el proyecto “Conflicto armado interno, derechos humanos e impunidad”. El Proyecto cuenta con el respaldo de las dos Universidades y el auspicio de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) (Proyecto A/018698/08). En su primera fase trabajaron como investigadores los profesores Natividad Fernández Sola, Andrés García Inda y María José González Ordovás, de la Universidad de Zaragoza, y los profesores Juan Carlos Álvarez Álvarez, Gloria María Gallego García y Juan Oberto Sotomayor Acosta de la Universidad EAFIT.

El objetivo del grupo es aunar conocimientos teóricos y prácticos iluminadores sobre el conflicto social y político, la guerra y las vías de la paz, los mecanismos nacionales e internacionales de protección de los derechos humanos, para asimilar teóricamente los acontecimientos, procesar el impacto de la realidad y acompañar a fondo los procesos sociales orientados al fortalecimiento de las instituciones democráticas y a la búsqueda de la paz y reconciliación nacional. Esto último presupone la puesta en marcha de mecanismos de responsabilidad por las infracciones del derecho internacional humanitario cometidas por las partes del conflicto —grupos insurgentes, grupos paramilitares y Estado— y la reparación a las víctimas de violaciones de los derechos humanos.

El trabajo conjunto ha sido muy enriquecedor para todos los miembros del grupo, y los resultados preliminares fueron presentados en el Seminario Internacional “Conflicto armado interno, derechos humanos e impunidad”, en la Universidad EAFIT, los días 27 y 28 de enero de 2010. Las jornadas del Seminario, dirigido a la comunidad jurídica colombiana y a actores sociales relacionados con la búsqueda de la paz y la defensa de derechos humanos, nos dieron la oportunidad de dar a conocer al público un estudio profundo, interdisciplinar e internacional sobre los temas objeto de análisis, y de interactuar con él en un diálogo fluido y abierto que ayudó a enriquecer los resultados del estudio.

El libro Conflicto armado interno, derechos humanos e impunidad, que aquí presentamos, reúne los resultados de la primera fase de la investigación, fruto del trabajo integrado de los miembros del grupo al que en esta ocasión se suman las colaboraciones de Catalina Uribe Burcher y José Alberto Toro Valencia, cuyos temas de análisis y perspectivas guardan una estrecha relación con nuestro objeto de estudio.

El artículo que abre este libro, “La verdad no siempre es transparente, o por qué la Filosofía del Derecho debe analizar la ciudad”, de María José González Ordovás, trata de profundizar en esa realidad polisémica que es la ciudad y que, en buena medida, se ha convertido en sede de los más variados conflictos. Es bien cierto que de la ciudad se ocupan distintas disciplinas jurídicas, económicas, sociológicas… sin embargo, no es menos cierto que buena parte de lo que es y supone el fenómeno urbano puede quedar sin comprender ni analizar si además de tales doctrinas otras perspectivas, como la iusfilosófica, obvian esa esencia y ese escenario que como un iceberg se presenta ante nosotros y que llamamos ciudad. El fenómeno urbano, entendido en su conjunto, esconde y encumbra el pensamiento jurídico-político, filosófico y estético de cada momento y sociedad. En la recta final del artículo son varios los interrogantes que, a modo de acicate, llaman nuestra atención: “¿Suponen nuestras ciudades actuales un punto y aparte en la larga evolución humana? ¿Son todos esos cambios experimentados por la ciudad derrotas o transformaciones?”. Allí se da cuenta del modo artificioso con que, en ocasiones, se pretende ocultar el conflicto en el espacio urbano, dificultando así las posibilidades de libertad toda vez que, como señala Susan Sontag, “solo siendo completamente consciente puede uno ser libre”.

Andrés García Inda, en su artículo “‘Derecho o barbarie’. Apuntes sobre la legitimación de la guerra”, plantea cómo en los últimos años se ha asistido a un proceso de relegitimación de la guerra. Esta es vista como un recurso ordinario para el tratamiento de los conflictos sociales. El recurso es válido tanto en el ámbito internacional como en el interno y se basa, fundamentalmente, en la falacia de que la guerra es la realización del derecho y por tanto también de los derechos humanos. De forma razonada y crítica, y tomando como ejemplo el discurso del presidente norteamericano Barack Obama en la recepción del premio Nobel de la Paz del año 2009, el profesor García Inda expone algunas ideas sobre ese contexto cultural hegemónico. A su juicio, la apuesta sincera por el derecho implica necesariamente abandonar cualquier forma de justificación de la guerra: dicho de otro modo, luchar contra la guerra exige apostar por el derecho.

“Las restricciones a la guerra. Análisis de sus fundamentos”, de Gloria María Gallego García, estudia por qué es posible y debido imponer límites a la guerra, pues aun teniendo una clara conciencia de lo nefasta que es esta actividad, no admitimos que todo se valga. Puesto que la guerra es tan terrible, nos hemos esforzado por crear un mundo regulado en su interior. Las reglas de la guerra están basadas en consideraciones de dos tipos: la necesidad militar, que autoriza ejercer violencia contra el enemigo en aras de la victoria militar —al menos sirve para excluir el daño innecesario, superfluo o desproporcionado—, y en consideraciones de humanidad basadas en los derechos humanos, consideraciones que imponen límites insalvables a la búsqueda de la victoria militar y que son obligatorias aun cuando aplacen, dificulten o impidan la derrota del enemigo.

Señala la autora que de los distintos tipos de reglas, el más crucial a la hora de considerar la condición moral de la guerra es aquel que obliga a introducir limitaciones respecto de las personas: la distinción entre combatientes y no combatientes, con la consiguiente inmunidad a los ataques de estos últimos (personas civiles, personas que han quedado fuera de combate por enfermedad, herida, naufragio, captura o rendición y personal de asistencia sanitaria y religiosa). Esta distinción traza una línea divisoria en el interior mismo de la guerra, que es muy tenue, pero de cuya importancia no se puede dudar: una línea entre una guerra limitada en la que la muerte deliberada y los daños se circunscriben a los combatientes y una guerra ilimitada en cuanto a sus efectos de muerte y devastación.

En “La justicia tras el conflicto. El derecho a la reparación de las víctimas de la desaparición forzada”, Natividad Fernández Sola centra su aportación en el contenido y en la forma de la obligación de reparar a las víctimas. La especificidad propia de los conflictos armados no internacionales, así como las peculiaridades de las desapariciones forzadas como instrumento de tales conflictos y la violación de los derechos humanos, conducen a afirmar la inadecuación o imposibilidad práctica en la mayoría de los casos de proceder a una restitución, o a su insuficiencia si esta se produce. Lo mismo cabe afirmar de la indemnización, que tiende a suplir o a completar a la anterior pues, genera, de producirse, la impunidad de facto de los autores.

La profesora Fernández subraya que la satisfacción, entendida como fórmula de reparación, ofrece un abanico de matices y posibilidades que la convierten en un método idóneo de reparación ante desapariciones forzadas en contextos de conflicto. En este sentido se inclinan la Convención contra las Desapariciones Forzadas de Personas, los principios y directrices básicos de las Naciones Unidas sobre reparación de las víctimas de violaciones de derechos humanos (2005) y, en particular, la rica jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

En el quinto ensayo del libro, “Amnistías y responsabilidad ante la Corte Penal Internacional. Lecciones del proceso de paz con las AUC”, Catalina Uribe Burcher señala cómo la entrada en funcionamiento de la Corte Penal Internacional representa la culminación de una serie de esfuerzos internacionales por enfrentar la impunidad de los crímenes que afectan de manera más severa los derechos de las personas, pero también supone un nuevo escenario e incorpora nuevos retos a la hora de llevar a cabo negociaciones de paz. Así, la regulación de las amnistías pasa a convertirse en un punto de controversia entre los intereses de paz y justicia. De hecho ésa fue una de las consideraciones que se tuvieron en cuenta antes y después de las negociaciones de paz con los grupos paramilitares en Colombia, caso concreto analizado a la luz del nuevo panorama internacional en relación con la regulación de las amnistías. Todo ello sirve de base al análisis de la ley conocida como Ley de Justicia y Paz (Ley 975), respecto de la cual se concluye que, si bien en términos generales esta cumple con los requerimientos internacionales en materia de justicia y responsabilidad personal, su aplicación, sin embargo, puede conllevar equívocos y problemas concretos, y en ese caso la Corte Penal Internacional podría llegar a juzgar algunas de las violaciones de derechos humanos cometidas a lo largo del conflicto armado colombiano.

En “Las reformas penales en Colombia: entre la ineficacia y el autoritarismo”, Juan Oberto Sotomayor Acosta analiza datos relevantes sobre la criminalidad y la impunidad en Colombia que han conducido a que el sistema de justicia penal haya sido reformado permanentemente. El autor muestra cómo este reformismo legal genera ineficacia y autoritarismo, características que a su vez se asumen como estructurales del Derecho penal en Colombia y que se derivan de dos tipos de prácticas en el país: de la expedición de leyes generales con pretensiones de legitimación política, por un lado, y de leyes autoritarias que se plantean como excepcionales, por otro.

En “Ley de Convivencia y Seguridad Ciudadana, o populismo legislativo en nombre de la lucha contra la impunidad y los derechos de las víctimas”, Juan Carlos Álvarez Álvarez expone cómo la Ley 1142 de 2007 contiene una de las más importantes y ambiciosas reformas de los últimos diez años de la legislación penal sustantiva y procesal en Colombia. Caracterizada por un considerable endurecimiento punitivo, la ley está motivada, según los propios autores del proyecto —Gobierno Nacional y Fiscalía—, por la necesidad de combatir la impunidad, garantizar los derechos de las víctimas —además de neutralizar los delitos de alto impacto social— y llevar a cabo los ajustes necesarios en el sistema penal acusatorio a fin de hacerlo más adecuado y eficiente. Como lo adelanta su título, y una vez analizado el proceso legislativo que culminó con la aprobación de dicha normativa, el autor concluye que se trata de una ley en la que pueden advertirse rasgos muy característicos de la política criminal colombiana, como, por ejemplo, la tendencia marcada al populismo punitivo en nombre de la lucha contra la impunidad, de la verdad, de la justicia y de la reparación como derechos básicos de las víctimas. Y constata, además, la utilización de la legislación penal con fines puramente simbólicos e incluso el recorte de garantías, en especial el debilitamiento de la presunción de inocencia mediante la detención preventiva en un gran número de supuestos delictivos.

“El desplazamiento interno de personas y el ACNUR”, de José Alberto Toro Valencia, cierra este volumen. A su juicio, el concepto y la regulación internacional del desplazamiento interno de las personas, lejos de ser una cuestión estrictamente académica, se ha convertido, cuantitativa y cualitativamente, en un asunto clave en la discusión y el debate sobre la protección de personas en situación de emergencia por parte de las distintas agencias de Naciones Unidas. Y es que el desplazamiento interno de personas constituye una auténtica crisis humanitaria que no hace sino evidenciar las insuficiencias y debilidades del concepto clásico de soberanía sobre el que se ha edificado el derecho internacional clásico. De esto se deriva, lógicamente, otra de las grandes cuestiones de nuestro presente: el alcance de las normas del derecho internacional de los derechos humanos así como del derecho internacional humanitario. Una reflexión sobre un estado de cosas y de la cuestión que clama por un mayor protagonismo de medidas jurídicas internacionales e integrales.

Entregamos pues al público el libro Conflicto armado interno, derechos humanos e impunidad, un hito en la historia del trabajo mancomunado de los investigadores de las universidades de Zaragoza y EAFIT, y un paso importante en el esfuerzo común por ahondar en el análisis del conflicto armado que se vive en Colombia, las violaciones de los derechos humanos y el diseño de mecanismos de protección internacional, todo ello con el compromiso de profundizar en la línea de investigación abierta y de aportar un conocimiento que llegue a los distintos espacios académicos, instituciones y organizaciones relacionadas con la defensa de los derechos humanos y con la búsqueda de una solución negociada del conflicto.

Finalmente, en nuestra calidad de coordinadoras del proyecto, expresamos nuestro más sincero agradecimiento a la Universidad de Zaragoza y a la Universidad EAFIT, pues gracias al apoyo que dio cada cual a sus respectivos docentes, los investigadores han podido desarrollar sus actividades en cada una de sus sedes y a su vez han recibido una magnífica acogida en su estancia como visitantes. Asimismo, nuestro reconocimiento y agradecimiento a AECID, cuyo decidido auspicio hizo posibles las movilizaciones y los encuentros de trabajo y de difusión entre los investigadores de España y Colombia, la realización del Seminario Internacional en Medellín y la publicación de esta obra.

María José González Ordovás Gloria María Gallego García
Profesora titular de Filosofía del Derecho Profesora de Filosofía del Derecho
Universidad de Zaragoza Universidad EAFIT
Zaragoza (España) Medellín (Colombia)

 

“DERECHO O BARBARIE”

Apuntes sobre la relegitimación de la guerra

Andrés García Inda1

 

Inter arma silent leges.

Marco Tulio Cicerón

INTRODUCCIÓN

A lo largo de la historia, la reflexión sobre la guerra ha ido íntimamente vinculada, por no decir totalmente unida, a la reflexión sobre el derecho. Y viceversa. No en vano, desde un principio, el derecho encontraba precisamente su sentido y justificación como una forma de acotar la violencia en los límites de su uso legítimo; de imponer la fuerza de la razón sobre la razón de la fuerza; de expulsar la guerra del orden de la razón práctica. En los últimos años, sin embargo, hemos asistido a un proceso de relegitimación y normalización de la lógica de la guerra como un medio o un recurso ordinario para abordar el tratamiento de los conflictos sociales tanto a nivel internacional como en el orden interno. No es algo nuevo, pero hay sin duda circunstancias que —sea como motivo o como pretexto— parecen haber alimentado ese contexto, como el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Al margen de todos los matices históricos que puedan plantearse, es cierto que el 11-S y lo que vino después constituía algo más que un simple hecho, era un acontecimiento, o un símbolo; y el símbolo, en la conocida expresión de Paul Ricoeur, es lo que invita a pensar.

En las páginas que siguen quisiera plantear algunas ideas sobre ese contexto general hegemónico en relación con la violencia y la resolución de los conflictos en el mundo actual (que es también una reflexión sobre nuestra responsabilidad como juristas y como intelectuales2). Posiblemente, algunos considerarán que el punto de vista adoptado es excesivamente idealista, por contraposición con el realismo político imperante. Puede que sea así. De todas maneras, y para evitar equívocos y acusaciones fáciles de ingenuidad, conviene aclarar que ese pacifismo jurídico radical no excluye la conciencia sobre el conflicto, la violencia o la fuerza. Como decía el poeta y pacifista norteamericano Daniel Berrigan, parafraseando a Camus, lo que buscamos es un mundo en el que la violencia y el crimen no sean legitimados: “No buscamos un mundo en el que el asesinato no ocurra; parece poco realista. Pero no queremos que el asesinato sea visto como algo virtuoso y legítimo. Tal vez ésta es una definición mínima del cambio para el que trabajamos”.3

Hoy día, sin embargo, no corren buenos tiempos para el pacifismo. Las últimas décadas han sido especialmente prolíficas no ya en confrontaciones bélicas, sino en su contribución a la legitimación de la lógica y el discurso de la guerra. No es que no hayan existido guerras hasta entonces. Pero la experiencia de la postguerra y la guerra fría parecía haber encaminado su lógica hacia un contexto de contención jurídica —el de la Organización de Naciones Unidas— que aunque fuera altamente defectuoso, parecía apostar decididamente por articular mecanismos normativos que hicieran realidad el propósito de evitar en el futuro la experiencia padecida: el “nunca más”. No solo no ha sido así, sino que, como decimos, las últimas décadas parecen haber acentuado la dinámica contraria: la Guerra del Golfo en 1990-1991 (tras la invasión de Kuwait por parte de Irak), la intervención en los Balcanes entre 1991 y 2001, la guerra de Afganistán iniciada en 2001 y la guerra desatada con la invasión de Irak en 2003, son seguramente los jalones más llamativos de ese proceso de relegitimación y normalización de la guerra, pero desgraciadamente no son los únicos. A ellos cabe añadir una enorme lista de conflictos en ocasiones menos mediáticos o más silenciados, como los del Congo, Etiopía, Chechenia, Sudán, Líbano, Somalia, y un largo etcétera, en el que cabría incluir también el caso colombiano. Sin embargo, los casos de Afganistán e Irak han sido especialmente importantes por su significado.4 A ellos se refería en su discurso de recepción del premio Nobel de la Paz, el presidente estadounidense Barack Obama. Ese discurso, frente a lo que pueda parecer a primera vista, en mi opinión se inscribe en esa misma línea de justificación de la guerra, a la que ha venido a fortalecer. Su lógica y su retórica, por así decirlo, tienen mucho en común con la Carta de América que reconocidos intelectuales americanos firmaron a favor de la guerra iniciada tras el ataque a las Torres Gemelas5 en la época de Bush. Y pienso que su análisis puede resultar de algún interés para una comprensión del estado actual del discurso sobre la guerra.

Como ya se sabe, en octubre de 2009 el Instituto Nobel de Noruega anunció la concesión del premio Nobel de la Paz al presidente estadounidense Obama, por “crear un nuevo clima para la política internacional”. Ya en ese momento, la noticia despertó todo tipo de reacciones, desde los apoyos más fervientes hasta las posturas más escépticas. Estas últimas consideraban que en realidad a Obama no se le premiaba por lo que había hecho sino por lo que había dicho o, como mucho, por lo que se suponía que iba a hacer: el premio concedido era una especie de “Nobel preventivo”. Es cierto que en muchos sentidos la llegada de Obama al poder suponía una esperanza para la paz. Nuevos gestos presagiaban una alternativa a lo que había sido la postura de los Estados Unidos durante el mandato de George Bush Jr.: anuncio del cierre de la cárcel de Guantánamo, posible retirada de tropas de Irak… ¿Es realmente tal la alternativa? Hay también razones para dudarlo. Y puede que su contribución a la normalización de la guerra como un mecanismo de resolución de conflictos sea mayor ahora que antes, toda vez que su discurso es más sutil, y más grande es el silencio de los otrora críticos.

Tomemos como ejemplo, como decía, el discurso del presidente Obama en Oslo en diciembre de 2009, en el acto en el que se le entregaba el premio Nobel de la Paz,6 y analicemos algunas de las ideas —falacias, en mi opinión— que contribuyen a esa justificación y normalización de la guerra como el mecanismo ordinario en la resolución de los conflictos. De hecho, todo el discurso del presidente norteamericano iba orientado a justificar la concesión del Premio siendo el comandante en jefe, como él mismo decía, del ejército más importante del mundo, y liderando por lo tanto la participación en dos guerras (Irak y Afganistán); a justificar su lugar entre personas como Albert Schwitzer, Nelson Mandela o Martin Luther King (humildemente, pero sin rubor alguno); a justificar, por último, la propia idea de la guerra. ¿Cómo? Veámoslo, pero insisto que es solo un ejemplo, y mi propósito no es hacer una crítica de la política exterior norteamericana sino, como decía anteriormente, apuntar algunas reflexiones sobre el contexto hegemónico de relegitimación y normalización de la lógica bélica como mecanismo de intervención política y resolución de conflictos.

FALACIA: LA GUERRA UNIVERSAL E INEVITABLE

Siempre que se habla o se discute sobre la guerra y el derecho, el primer obstáculo con el que nos encontramos tiene que ver con ciertos argumentos, absolutamente aceptados e internalizados en el discurso común, y que forman parte de esa “suave violencia” a la que se refería el sociólogo Pierre Bourdieu. Argumentos que más que discutir sobre el problema de la justificación o no de la guerra (y del derecho), lo que hacen es deslegitimar cualquier toma de postura crítica al respecto. Argumentos que son absolutamente hegemónicos en el discurso tecnocrático actual, y que no conducen más que a la parálisis. Los más comunes y extendidos son el argumento de la complejidad y el argumento de la inevitabilidad.

Por un lado, cuando discutimos sobre cuestiones como las que nos ocupan, se nos insiste que nuestras respuestas son necesariamente simples, porque no estamos en condiciones de comprender el asunto en toda su extensa y técnica complejidad. Nótese que, en muchas ocasiones, quienes así argumentan, en lugar de proporcionar los elementos de juicio que pudieran permitirnos a nosotros, los legos en cuestiones tan arduas como la política y la economía internacional, caer en la cuenta de semejante complejidad y abordar la discusión sobre esas cuestiones con mayor madurez, simplemente se dedican a subrayar que desde la atalaya del poder, las cosas se ven de diferente manera a como las vemos nosotros desde abajo y que, además, las cosas en realidad son tal como se ven desde allí. Lo que a la postre no es sino una variante de la conocida y antidemocrática idea de que el pueblo es ignorante e irresponsable por naturaleza (salvo cuando vota, claro) y por eso conviene que no se entere de lo que realmente sucede. Supongo que no es necesario apuntar ejemplos. La desinformación con que se ha tratado todas las contiendas bélicas, en general, y las más recientes en particular, podría ser uno de ellos.7 Por otro lado, tiende a subrayarse el carácter inevitable de los conflictos bélicos, tal como se presentan y en la forma que se presentan. Es necesario ser realistas, se insiste: la guerra es inevitable, siempre ha existido y siempre existirá.8

Según ese punto de vista, la guerra sería algo consustancial a la naturaleza humana, y algo por lo tanto “natural”, como una fuerza ineludible, o una catástrofe inevitable, igual que lo sería un terremoto o una inundación. Una potencia irresistible que entroncaría con la también “natural” agresividad del ser humano. Pero es preciso rechazar de entrada esta forma de justificación de la guerra. En primer lugar porque la guerra en realidad es una creación social. Como ha dejado muy bien dicho incluso uno de los defensores de la idea de guerra justa, el norteamericano Michael Walzer:

[…] las guerras no comienzan solas. Pueden “estallar”, como un incendio accidental, en condiciones que son difíciles de analizar y en las que la atribución de responsabilidad parece imposible. Pero, por lo general, se parecen más a un fuego provocado que a uno accidental: en una guerra, tanto los agentes como las víctimas son humanos.9

Pero además, en segundo lugar, la “naturalización” y justificación de la guerra que subyace en la analogía con la violencia individual es profundamente falsa, precisamente porque la guerra es un fenómeno colectivo y profundamente tecnificado.

Pues bien, en su discurso del Nobel, Obama también recurría a su modo a esa idea de la guerra como algo inevitable cuando señalaba que, en realidad, la guerra es un hecho histórico con el que hay que contar:

La guerra, de una forma u otra, surgió con el primer hombre. En los albores de la historia, no se cuestionaba su moralidad; simplemente era un hecho, como la sequía o la enfermedad, la manera en que las tribus y luego las civilizaciones buscaban el poder y resolvían sus discrepancias.

Es un lugar común muy reiterado considerar que la guerra ha existido siempre, y viene a apoyar el punto de vista realista que considera que se trata de un hecho inevitable con el que hay que contar y, por lo tanto, al que hay que recurrir en ocasiones. Sin embargo, como insiste Ferrajoli, se trata de un tópico desmontable:

[…] no es verdad que la guerra, en el sentido moderno de aniquilamiento del adversario, haya existido siempre. Al contrario, este es un fenómeno rigurosamente moderno, incluso contemporáneo, producido con los potentísimos medios destructivos creados por la tecnología militar. Las guerras tradicionales, todavía hasta el siglo [XIX], consistían en enfrentamientos circunscritos, de ejércitos de profesionales que se retaban en campo abierto bajo el mando directo de sus reyes y generales. Eran en suma una especie de duelos o torneos en los que la población civil por lo general no participaba. Y por más que pudieran estar animados por una brutal voluntad de aniquilamiento, encontraban —por intensidad y extensión— los límites objetivos de la naturaleza primitiva de los medios militares. Cosa bien distinta es la guerra contemporánea: no solo la atómica, sino también la convencional, que se desenvuelve con misiles y bombardeos sobre las ciudades y que ha anulado todos los límites naturales que en el pasado habían circunscrito la lógica de destrucción intrínseca de la guerra.10

Las palabras de Ferrajoli podrían llevar al error de inferir que en otros tiempos las guerras hubieran sido “limpias”, exentas de atrocidades. Desgraciadamente, nunca fue así. No son pocos los ejemplos a nuestro alcance que ponen de relieve que los resultados siempre son los mismos: “Cosechas pisoteadas, casas reducidas a cenizas, granjas incendiadas, cabezas de ganado robadas, doncellas violadas, ancianos arrastrados al cautiverio, templos saqueados, latrocinios, pillajes, violencia y caos totales”.11 Ése era el panorama que dibujaba Erasmo de Rotterdam en el siglo XVI y que bien podría servir para caracterizar muchos de los conflictos actuales. Sin embargo, sigue siendo cierta la afirmación de Ferrajoli cuando dice que no es verdad que la guerra haya existido siempre. O no al menos lo que hoy significa la guerra, con todo su despliegue tecnológico, tras la experiencia del siglo XX. Algunos datos pueden servir para caer en la cuenta de esa diferencia:

[…] solamente el 5 por 100 de las víctimas de la Primera Guerra Mundial eran civiles; en la Segunda el porcentaje se elevó hasta el 66 por 100. En la actualidad, la proporción de víctimas civiles de cualquier guerra se sitúa entre el 80 y el 90 por 100 del total, y esta cifra ha aumentado desde el fin de la guerra fría porque muchas de las operaciones militares que se han llevado a cabo desde entonces no han correspondido a ejércitos de soldados de reemplazo sino a tropas regulares o irregulares, las cuales, en muchos casos, disponían de armamento de última generación y se protegían para evitar bajas. Si bien es cierto que este armamento ha hecho posible recuperar, en algunos casos, la distinción entre objetivos civiles y militares, y por extensión entre combatientes y no combatientes, nada nos induce a creer que los civiles hayan dejado de ser las principales víctimas de la guerra.12

Ese incremento continuo del número de víctimas civiles en las últimas guerras (a los que habría que añadir, además, el número de los millones de refugiados y desplazados) está en relación con diversos factores. Uno de ellos es el desarrollo tecnológico, aunque en honor a la verdad hay que decir que este desarrollo formaba parte de un proceso más amplio de “industrialización de la guerra” que evolucionó en paralelo al desarrollo del capitalismo industrial. Como ha puesto de relieve Josetxo Beriain, la “industrialización de la guerra” implicó un proceso de racionalización y reorganización de los recursos y las estrategias al servicio de la guerra que van desde la producción industrial del armamento hasta las metamorfosis de los valores simbólicos propios de la contienda, pasando por la profesionalización y burocratización del ejército.13

Quizás el primer salto cualitativo en ese proceso de industrialización se dio con la Segunda Guerra Mundial y la postguerra. De hecho, la última guerra entre Estados y ejércitos regulares en el sentido clásico fue la Primera Guerra Mundial. En los años de la guerra fría se hablaba de “equilibrio del terror”, o “conciencia atómica”, para referirse a las actitudes ante la amenaza de una posible guerra termonuclear. Esa experiencia, la de la guerra termonuclear o la “guerra total”, se decía, suponía encontrarse frente a “un cambio histórico decisivo” que hacía que la nueva guerra no pudiera ser comparada con las del pasado. Cuando menos por dos razones, tal como señalaba en aquellos años el filósofo italiano Norberto Bobbio. La primera, porque la guerra termonuclear, a diferencia de las guerras del pasado, por más largas y crueles que fueran, implicaba —y sigue implicando, no lo olvidemos— poner en peligro toda la historia de la humanidad. Y aunque respondiéramos de manera cínica o resignada ante esa amenaza posible (y subrayo la palabra “posible”), esa posibilidad de poner un punto final a la historia (al menos en el sentido de que se sabe que la historia sería otra radicalmente distinta) suponía un hecho nuevo y decisivo. En otros términos, decía Norberto Bobbio, “el espectro de la guerra termonuclear provoca la crisis de todo intento hecho hasta ahora de dar un sentido a la historia a través de la imaginación de un telos al que la humanidad tiende o debería tender”.14 Pero, según algunos, además de ésa había otra razón para hablar de un “cambio decisivo”; a saber: la guerra termonuclear implicaba —implica— cuestionar la mayor parte —si no todas— de las infinitas teorías que en el pasado se han inventado para justificar la guerra. No porque no pudieran inventarse nuevas justificaciones para la guerra termonuclear, sino por eso precisamente, por la necesidad de hacerlo.

Justamente la novedad de la guerra —son de nuevo palabras de Bobbio— es la mejor prueba de la novedad del evento. Diciendo que la guerra termonuclear nos sitúa frente a un cambio decisivo, no queremos decir que es injustificable [sino que] […] es preciso abandonar las filosofías de la guerra propuestas.

¿Y cuál es ahora la novedad de la guerra?

El segundo salto cualitativo, según se deduce de las interpretaciones de algunos autores, vendría dado tras lo sucedido el 11 de septiembre de 2001: la guerra contra el terrorismo. En realidad, no es que el discurso sobre la guerra contra el terror sea especialmente novedoso en sus motivaciones y seguramente tampoco lo es en sus estrategias. Como recordó en su momento Noam Chomsky,

[…] la “guerra contra el terror” ni es nueva ni es “guerra contra el terror”. Debemos recordar que la administración Reagan llegó al poder hace veinte años, proclamando que, “el terrorismo internacional” […] era la mayor amenaza que enfrentaba Estados Unidos, principal objetivo del terrorismo, sus aliados y amigos.15

Sin embargo, como decíamos anteriormente, lo sucedido en Afganistán a partir del 7 de octubre de 2001 —como lo sucedido en Nueva York el 11 de septiembre, por qué no decirlo— sí constituía un símbolo. En un doble sentido, que propongo a modo de hipótesis de trabajo: la primera cuestión tiene que ver con la propia definición de lo que es la guerra; de lo que esta significa en la sociedad contemporánea. La segunda afecta directamente a la justificación de la guerra y, por lo mismo, como veremos, a lo que es el derecho, a lo que este significa o puede significar en un mundo organizado para la guerra.

Respecto a la primera cuestión, se nos insiste en que la guerra contra el terror es total, lo que quiere decir que es una guerra global y permanente (o “infinita”). La dinámica histórica de la guerra se presenta hoy día con pretensión de globalidad: por muy locales que puedan parecer los conflictos, en función del escenario en el que se desarrollan, en realidad tienen un carácter de totalidad. Lo que se decide en ellas es la lucha por la hegemonía total: Un solo modelo económico, un solo modelo cultural y un solo sistema político tiene derecho a existir.16 En segundo término, la guerra contra el terrorismo es una guerra permanente o infinita: “Puede durar siempre”, declaró el vicepresidente estadounidense Cheney al poco de iniciarse la guerra de Afganistán. Puesto que los objetivos son indeterminados, también la guerra lo es; y por eso los objetivos pueden ir definiéndose en función de las circunstancias, ampliándose, desplazándose… Y en una situación de guerra permanente, la sociedad ha de organizarse como una sociedad en guerra. Hobbes ya lo había advertido hace siglos: “la naturaleza de la guerra no está en una batalla que de hecho tiene lugar, sino en una disposición a batallar durante todo el tiempo en que no haya garantías de que debe hacerse lo contrario. Todo otro tiempo es tiempo de Paz”.17

Dicho de otro modo:

Cuando no se practican las hostilidades bélicas (lo que sería el tiempo de paz), es igualmente tiempo de guerra y toda guerra no es sino camino a la paz (sometimiento al poder para Hobbes). Todo tiempo extraordinario o excepcional pasa a ser ordinario o normal; y todo tiempo sin hostilidades pasa a ser excepcional.18

Con otras palabras, asistimos a una universalización de la guerra como mecanismo para asegurar la paz y la seguridad, tanto a nivel internacional (o externo), como a nivel interno. Atrás ha quedado “el sueño de una modernidad sin violencia”.19 La existencia de la guerra se ha convertido, en palabras de nuestros líderes políticos, en la condición de la seguridad. Por ello, la sociedad debe vivir en la lógica de la guerra que es, como insistiremos luego, contraria a la lógica del derecho. Hoy día, las transformaciones de la guerra hacen de esta un fenómeno global y difuso en el que el Estado ha perdido su carácter central:

[…] solo entre un 15 y un 20% de las guerras del mundo que han tenido lugar desde 1945 eran guerras entre naciones, mientras que el resto caían dentro del concepto clásico de guerra civil. En estas guerras no participan fuerzas armadas regulares, sino señores de la guerra locales, bandas de salteadores (eufemísticamente llamadas paramilitares), multitudes fanáticas, mercenarios y niños soldados. Naturalmente, no hay campos de batalla o líneas de frente; en vez de eso, ciudades, barrios y torres de viviendas sociales se convierten en nuevos escenarios de masacres.20

Es la privatización de la guerra.

En la sociedad global del riesgo, también la guerra se ha planetarizado y difuminado en sus contornos. La desterritorialización del poder también ha afectado al poder militar, sobre el que los Estados nacionales, ahora fragmentados, antes tenían el monopolio. Así, una de las grandes diferencias de los conflictos bélicos en nuestro siglo XXI respecto al pasado siglo XX es que “la guerra ya no transcurre en un mundo dividido en áreas territoriales bajo la autoridad de gobiernos legítimos que están en posesión del monopolio de los mecanismos del poder público y de la coerción”.21 Actualmente, en cambio, los instrumentos materiales para la guerra están al alcance de grupos privados, lo que hace que asistamos a esa progresiva desnacionalización de la guerra que termina en su progresiva privatización.

¿Cuáles serían algunos de los rasgos de esa privatización de la guerra? El primero, ya apuntado, radica en el carácter difuso de la misma, vinculado precisamente a su desnacionalización y desterritorialización. Como señala Josetxo Beriain,

Los empresarios de la violencia han desplazado a los Estados como actores beligerantes —de los señores de la guerra, que sangran a la población en zonas bajo su control con el recurso a la fuerza militar, a los capos de las redes terroristas interconectadas; de los grupos guerrilleros, para los que el tráfico de drogas y las promesas de emancipación política se han convertido en una amalgama profana, a la extensión del crimen internacional organizado que prefiere construir su retirada y proporcionar asentamientos en donde el orden del Estado haya dejado de existir—. Los aspectos sin precedentes de la condición actual de la violencia colectiva organizada vienen dados por la emergencia de actores no estatales capaces de apostar por la destrucción a un nivel hasta ahora solo pensado dentro de las posibilidades de los Estados y por la emergencia de una visión ideológica supranacional con un contenido político y moral indefinible, que difícilmente puede ser satisfecho por las tácticas y negociaciones políticas habituales. La violencia ha sido privatizada, dispersada, es difusa y capilar, como el capitalismo ha des-regulado la economía, también la violencia colectiva actual es un fenómeno totalmente des-regulado, descentralizado, al salirle al paso al actor tradicional que poseía el monopolio del uso de la violencia, el Estado nacional, otro competidor transnacional, el terrorismo. […] Contrariamente a las “grandes guerras” extensivas, que históricamente construyeron el Estado político unificador, las “pequeñas guerras” intensivas, las guerras de guerrillas y el terrorismo, se oponen al Estado, es decir, a la constitución de una pacificación política duradera.22

Esa oposición viene dada precisamente por el hecho de que la guerra, justamente por esa nueva índole privada, se ha convertido también en un negocio para esos nuevos actores.

Cada vez más, los empresarios de la violencia han desplazado a los Estados como partes beligerantes, desde los señores de la guerra, que sangran a las poblaciones locales mediante el uso de la fuerza militar, a los capos de las redes terroristas interconectadas; desde los grupos guerrilleros, para quienes el tráfico de droga y las promesas de emancipación política se han convertido en una sucia amalgama, a la expansión internacional del crimen organizado que prefiere ubicar sus lugares de retiro y de abastecimiento allí donde el orden del Estado ha dejado de existir. […] Esta nueva privatización de la guerra se basa en una economía en que de nuevo las fronteras entre el uso de la fuerza y la actividad económica se han fusionado, lo que implica que quienes están involucrados en una guerra no tienen ningún interés racional en su conclusión.23

Este es, quizás, el rasgo más dramático de la guerra global y privatizada del siglo XXI: su carácter indefinido. Para los nuevos actores, el éxito no radica tanto en la victoria, cuanto en la prolongación indefinida del conflicto. Para ilustrar esta idea, el politólogo alemán Herfried Münckler recurre a una anécdota de los tiempos de los condottieri que relataba el escritor y diplomático italiano del siglo XIV Franco Sachetti. Según contaba Sachetti, en cierta ocasión el caballero inglés John Hawkwood se encontró con dos franciscanos que le saludaron deseándole la paz, a lo que él respondió mandándoles al diablo. Cuando los sorprendidos monjes le preguntaron el porqué de su reacción, el caballero les respondió: “¿Cómo podéis creer que sea una bendición que me digáis que Dios quiere que me muera de hambre? ¿No veis que vivo de la guerra y que la paz sería mi ruina?”. Münckler concluye que esa lógica del condottieri inglés puede expresar la de los jefes de los cárteles colombianos, la de los paramilitares balcánicos o incluso la de los organizadores de ataques terroristas, para quienes la guerra se ha convertido en un negocio y una forma de vida, incluso cuando se produce un solapamiento con fórmulas religiosas, culturales o etno-nacionalistas o de revolución social con las que se pretende legitimar o enmascarar, a modo de gran relato, las prácticas violentas. “Para todos ellos la guerra no es un infierno del que se quiere escapar, sino más bien un pingüe negocio del que quieren seguir sacando tajada tanto tiempo como sea posible”.24

En tercer lugar, el objetivo de esos nuevos actores es impulsar una guerra absoluta, total,

[…] que apunta a un enemigo absoluto al que se quiere combatir y destruir por todos los medios disponibles. Incluso aunque los ideólogos del terror digan otra cosa, este es el punto en que la política ya no domina la guerra; la trampa más peligrosa que los estrategas del terror dejan para aquéllos a quienes atacan consiste en provocar una reacción que lleva a estos a perder el control sobre la guerra.25

Se trata de transformar o convertir todo en guerra, con el riesgo ya apuntado para la sociedad democrática de responder transformando todo en guerra.26 De hecho, como se insiste habitualmente, el destinatario de la violencia terrorista es toda la sociedad. En ese sentido, la guerra total del terror no puede ser combatida militarmente.

El caso colombiano es uno de los ejemplos paradigmáticos de ese proceso de privatización de la guerra; uno más, entre otros en América Latina, pero especialmente significativo de las transformaciones sociales y políticas de la violencia derivadas de la desaparición de lo que el escritor mexicano Jorge Volpi ha llamado “el típico guerrillero latinoamericano” y la aparición de ese nuevo otro sujeto o actor de la estrategia del terror. En ese sentido, Volpi calificaba a las FARC como “la primera guerrilla posmoderna”:

[…] un grupo armado que, tras el derrumbe del socialismo, se limitó a usar su discurso ideológico como pantalla para ocultar sus actividades comerciales. Más que una panda de fanáticos o criminales, las FARC constituyen un conglomerado empresarial provisto con un sólido aparato militar. […] la topología de las FARC se parece más a la de al-Quaeda o a la de una multinacional que a la de un movimiento armado clásico: una suma de grupúsculos, más o menos independientes, con intereses económicos propios, solo vagamente identificados con la misma ideología. […] Las FARC no se encuentran en un momento de decadencia, sino en una mutación que acaso prefigura la de otras organizaciones criminales. En el peor sentido imaginable, se han adelantado al futuro: esta telaraña dedicada al narcotráfico, acompañada de una sólida estructura militar, se ha convertido en ejemplo para los criminales de otros países. Los cárteles mexicanos, que jamás tuvieron ideales revolucionarios, no han dudado en copiar y extender sus prácticas: maras y zetas son sus criaturas. Triste, tristísimo fin de la heroica guerrilla latinoamericana: reciclarse, desprovista ya de cualquier ideal, en pistoleros y sicarios al servicio de esa variedad extrema del capitalismo que controla el comercio internacional de drogas.27

No es cierto, por lo tanto, que la guerra haya existido siempre. No es un fenómeno natural ni universal. Y apelar a esa supuesta universalidad o naturalidad de la guerra no hace sino esconder las profundas transformaciones y diferencias de la violencia postmoderna que hoy vivimos (y sufrimos).

FALACIA: LA INVERSIÓN DE LOS PACÍFICOS

La universalización de la guerra, critica agudamente también Juan Antonio Senent, supone

[…] una inversión de la condición de los pacíficos. ¿Quiénes son en el fondo los más “pacifistas”? Quienes con más poder y fuerza despliegan la guerra para llegar al sometimiento absoluto del otro. Mientras más guerra se practique, con más ahínco se persigue la paz.28

En alguna medida, algunas de las teorías de la guerra justa en su origen, como las de san Agustín, perseguían esta idea: se trataba de convencer a los pacíficos —las comunidades cristianas del siglo IV— para que se implicaran en la defensa del Imperio, de la civilización amenazada, frente a las invasiones de los bárbaros.29