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ficha del libro

 

BENEDICTO XVI

LUZ DEL MUNDO

El papa, la Iglesia

y los signos de los tiempos

Una conversación con Peter Seewald

Traducción de ROBERTO H. BERNET

Título original: Licht der Welt

 

Traducción: Roberto H. Bernet

Edición digital: Conver Books

 

 

Edición original © 2010, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano

Edición en español © 2010, Herder Editorial, S.L., Barcelona

Todos los derechos reservados

ISBN EPUB:  978-84-254-2760-2

www.herdereditorial.com

Dios observa desde el cielo

a los hijos de los hombres,

para ver si hay quien comprenda,

quien pregunte por Dios. […]

¿Comen el pan de Dios,

y no invocan a Dios?

 

Salmo 53,3-5

 

 

 

 

Prefacio

 

 

 

Castelgandolfo, en verano. El camino hacia la residencia del papa llevaba por carreteras solitarias. En los campos la brisa mecía las espigas, y en el hotel en el que había reservado una habitación bailaban, alegres, los convidados de una fiesta de bodas. Sólo el lago, bien abajo, en la hondonada, parecía sereno y sosegado, grande y azul como el mar.

Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger me había brindado ya dos veces la ocasión de entrevistarlo durante varios días. Su posición era que la Iglesia no debe esconderse, la fe debe y puede ser explicada, porque es racional. Me daba la impresión de ser alguien joven y moderno, para nada cicatero, sino un hombre que arriesga con coraje, que mantiene viva su curiosidad. Un maestro de superioridad soberana y, además, incómodo, porque ve que estamos perdiendo cosas a las que, en realidad, no se puede renunciar.

En Castelgandolfo habían cambiado algunas cosas. Un cardenal es un cardenal, y un papa es un papa. Nunca antes en la historia de la Iglesia un pontífice había respondido preguntas en la forma de una entrevista directa y personal. Ya el solo hecho de esta conversación coloca un acento nuevo e importante. Benedicto XVI había aceptado poner a mi disposición, durante sus vacaciones, una hora diaria desde el lunes hasta el sábado de la última semana de julio. Pero ¿qué tan abiertas serán sus respuestas?, me preguntaba yo. ¿Cómo juzgará la labor que ha realizado hasta ahora? ¿Qué otras cosas se habrá propuesto emprender aún?

Oscuras nubes se habían cernido sobre la Iglesia católica. El escándalo del abuso arrojaba su sombra también sobre el pontificado de Benedicto. A mí me interesaban las causas de estas cuestiones, el trato que se les daba, pero al mismo tiempo las acuciantes preocupaciones del papa en una década que según los científicos es absolutamente decisiva para el futuro entero del planeta.

La crisis de la Iglesia es un punto, y la crisis de la sociedad, el otro. Estas crisis no están desconectadas entre sí. Se ha acusado a los cristianos de que su religión es un mundo ficticio. Pero ¿no reconocemos hoy otros muy distintos y auténticos mundos ficticios: los mundos ficticios de los mercados financieros, de los medios, del lujo y de las modas? ¿No tenemos que contemplar dolorosamente cómo una modernidad que pierde los parámetros de sus valores corre peligro de hundirse en el abismo? Vemos allí un sistema bancario que aniquila enormes patrimonios del pueblo. Vemos una vida a alta velocidad que literalmente nos enferma. Vemos el universo de Internet, para el que todavía no tenemos respuestas. ¿Hacia dónde nos dirigimos, en realidad? ¿Nos está realmente permitido hacer todo lo que podamos hacer?

Y si miramos hacia el futuro: ¿cómo superará la próxima generación los problemas que le dejamos en herencia? ¿La hemos preparado y entrenado suficientemente? ¿Posee un fundamento que le dé seguridad y fuerza para resistir también tiempos tormentosos?

La pregunta es, asimismo: si el cristianismo pierde su fuerza plasmadora en la sociedad occidental, ¿quién o qué pasará a ocupar su lugar? ¿Una «sociedad civil» arreligiosa, que no tolere más relación alguna con Dios en su estructura? ¿Un ateísmo radical que combata con vehemencia los valores de la cultura judeocristiana?

En cada época ha existido el afán de declarar muerto a Dios, de orientarse hacia lo supuestamente tangible, aunque fuesen becerros de oro. La Biblia está llena de tales historias. Éstas tienen menos que ver con una falta de atractivo de la fe que con las fuerzas de la tentación. Pero ¿hacia dónde se dirige una sociedad alejada de Dios, sin Dios? ¿No acaba de hacer ya ese experimento el siglo xx en Oriente y Occidente, con sus tremendas consecuencias en pueblos arrasados, con las chimeneas de los campos de concentración, con los Gulag asesinos?

 

El director de la residencia papal, un señor de cierta edad y muy amable, me condujo a través de interminables salas. Según me decía en susurros, había conocido a Juan XXIII y a todos sus sucesores. Éste, me confió, es un papa inusualmente fino e inconcebiblemente laborioso.

Esperamos en una antesala grande como un picadero cubierto. Poco después se abrió una puerta. Y allí estaba la figura no precisamente gigantesca del papa, que me extendía la mano. Sus fuerzas habían disminuido, me dijo al saludarme, casi como disculpándose. Pero después no se notó en absoluto que las fatigas del ministerio hubiesen hecho mella en la energía de este hombre o, menos aún, en su carisma. Todo lo contrario.

Como cardenal, Joseph Ratzinger previno contra la pérdida de identidad, de orientación, de verdad, si un nuevo paganismo asumiera el dominio sobre el pensamiento y la acción de los hombres. Criticó la estrechez de miras de una «sociedad de la codicia», que cada vez se atreve a esperar menos y ya no se atreve a creer en nada. Según él, hay que desarrollar una nueva sensibilidad para la creación amenazada, oponerse de forma decidida a las fuerzas de la destrucción.

En esa línea no se ha modificado nada. El papa actual quiere que su Iglesia, después de los terribles casos de abuso y extravíos, se someta a una suerte de limpieza a fondo. Según él, después de discusiones tan infructuosas y de ocuparse de forma paralizante consigo misma, es indispensable conocer por fin de nuevo el misterio del evangelio en toda su grandeza cósmica. En la crisis de la Iglesia se cifra para él una enorme oportunidad, la de redescubrir lo auténticamente católico. Para él la tarea es mostrar a las personas a Dios y decirles la verdad: la verdad sobre los misterios de la creación; la verdad sobre la existencia humana; y la verdad sobre nuestra esperanza, que va más allá de lo puramente terreno.

¿Acaso no nos estremece ya hace mucho tiempo lo que nosotros mismos hemos ocasionado? La catástrofe ecológica prosigue sin frenos. El ocaso de la cultura adquiere formas amenazantes. Con la manipulación médico-técnica de la vida, que en otro tiempo se consideraba sagrada, se están violando las fronteras últimas.

Al mismo tiempo, nuestro anhelo se orienta hacia un mundo que sea fiable y creíble, que sea cercano, humano, que nos proteja en lo pequeño y nos dé acceso a lo grande. ¿No nos vemos hasta obligados a reflexionar de nuevo, frente a una situación de visos a menudo tan escatológicos, sobre algunas cosas fundamentales —de dónde venimos, a dónde vamos—?, ¿no debemos plantearnos tales preguntas, esas que, aparentemente banales, sin embargo arden en los corazones de forma tan inextinguible que ninguna generación puede eludirlas? Se trata de las preguntas por el sentido de la vida, por el fin del mundo, por el regreso de Cristo, tal como está anunciado en el evangelio.

 

Seis horas de entrevista con el papa son mucho tiempo, y seis horas son, por otra parte, demasiado poco. En el marco de esta conversación sólo pudieron tratarse unas pocas preguntas, y no fue posible profundizar en muchas de ellas. En la autorización del texto el papa no modificó las palabras tal como las había pronunciado, sino que sólo introdujo correcciones de menor importancia donde consideró necesarias precisiones de contenido.

Al final, el mensaje de Benedicto XVI es un dramático llamamiento a la Iglesia y al mundo, a cada individuo: no podemos seguir adelante como hasta ahora, exclama. La humanidad está ante una bifurcación. Es tiempo de entrar en razones, de cambiar, de convertirse. Y sostiene, imperturbable: «Se podrían enumerar muchos problemas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos sólo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el mundo».

En la pregunta acerca «de si Dios, el Dios de Jesucristo, está presente y si es reconocido como tal, o si desaparece» se decide hoy «el destino del mundo en esta situación dramática».

Para el estilo de vida actual, posiciones como las que sostiene la Iglesia católica se han convertido en una tremenda provocación. Nos hemos acostumbrado a considerar los puntos de vista y las formas de comportamiento tradicionales y probados como algo que sería mejor neutralizar a favor de tendencias más baratas. Pero, así cree el papa, la era del relativismo, de una cosmovisión «que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos», se acerca a su fin. En todo caso, hoy crece el número de los que valoran en esta Iglesia no sólo su liturgia, sino también su resistencia. Y entretanto, después de actuar muchas veces guardando meramente las apariencias, se va perfilando con claridad un cambio de la consciencia en el sentido de tomar más en serio el testimonio cristiano y de vivir también con autenticidad la propia religión.

En lo tocante al papa en cuanto tal, se me ha preguntado: «¿Cómo es cuando se está de pronto sentado tan cerca frente a él?». Yo me vi llevado a pensar en Émile Zola, que en una de sus novelas describe a un sacerdote que espera, temblando y casi paralizado, el inicio de una audiencia con León XIII. Pues, ante Benedicto XVI, nadie tiene por qué temblar. Él se lo hace francamente fácil a sus visitas. No las espera un príncipe de la Iglesia, sino un servidor de la Iglesia, un gran hombre que da, que se vacía totalmente en su acto de don.

A veces lo mira a uno de forma un poco escéptica. Por encima de las gafas. Serio, atento. Y cuando se lo escucha de ese modo y se está sentado frente a él, se percibe no sólo la precisión de su pensamiento y la esperanza que proviene de la fe, sino que se hace visible de forma especial un resplandor de la Luz del mundo, del rostro de Jesucristo, que quiere salir al encuentro de cada ser humano y no excluye a nadie.

 

Múnich, 15 de octubre de 2010

Peter Seewald

 

I

 

SIGNOS DE LOS TIEMPOS

 
 

1

 

Los papas no caen del cielo

 

 

 

Santo Padre, el 16 de abril de 2005, al cumplir sus 78 años, anunció usted a sus colaboradores cuánto se alegraba por su próxima jubilación. Tres días después era usted el jefe supremo de la Iglesia universal, con mil doscientos millones de fieles. No es precisamente una tarea que uno vaya a reservarse para los días de la vejez.

 

En realidad, yo había esperado tener por fin paz y tranquilidad. El hecho de que me viera de pronto frente a esa formidable tarea fue, como todos saben, un shock para mí. La responsabilidad es realmente gigantesca.

 

 

Hubo un minuto en el que, según dijo después, sintió propiamente como si una «guillotina» cayera sobre usted.

 

Sí, me vino a la cabeza la idea de la guillotina: ¡ahora cae y te da! Yo había estado totalmente seguro de que ese ministerio no era mi destino, sino que entonces, después de años de gran esfuerzo, Dios me iba a conceder algo de paz y tranquilidad. En ese momento sólo pude decirme y ponerme en claro: al parecer, la voluntad de Dios es otra, y comienza algo totalmente distinto, nuevo para mí. Él estará conmigo.

 

 

En la llamada «habitación de las lágrimas», durante el cónclave se hallan ya preparadas tres vestiduras talares para el futuro papa. Una es larga, otra corta, y la tercera de talla intermedia. ¿Qué le pasó por la mente en esa habitación, en la que, según se cuenta, más de un pontífice recién elegido rompió a llorar? ¿Se pregunta uno al menos una vez más, allí, por qué a mí, qué quiere Dios de mí?

 

En realidad, en ese momento se está requerido por asuntos totalmente prácticos, exteriores. Hay que mirar cómo se las arregla uno con las vestiduras papales, y cosas semejantes. Además, yo ya sabía que enseguida tendría que pronunciar algunas palabras en el balcón; de modo que comencé a pensar qué podía decir. Por lo demás, ya en el momento en que fui elegido había podido decirle al Señor con sencillez: «¿Qué estás haciendo conmigo? Ahora, la responsabilidad la tienes Tú. ¡Tú tienes que conducirme! Yo no puedo. Si Tú me has querido a mí, entonces también tienes que ayudarme». Digamos, pues, que en ese sentido yo me encontraba en una relación de urgido diálogo con el Señor, diciéndole que, si Él hace lo uno, tiene que hacer también lo otro.

 

 

¿Quería Juan Pablo II que usted fuese su sucesor?

 

No lo sé. Creo que lo dejó enteramente en manos de Dios.

 

 

De todos modos, no lo relevó de su cargo. Eso podría entenderse como argumentum e silentio, como un argumento tácito a favor del candidato predilecto.

 

Él quiso que yo permaneciera en mi cargo. Eso es evidente. Cuando se acercaban mis 75 años, la edad en que se presenta la dimisión, me dijo: «No es preciso que escriba la carta, pues yo quiero seguir teniéndolo hasta el final». Era la gran benevolencia inmerecida que tuvo hacia mí desde el comienzo. Había leído mi Introducción al cristianismo. Al parecer, era una lectura importante para él. Inmediatamente después de llegar a papa se había propuesto llamarme a Roma como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Había depositado una gran confianza, una confianza muy cordial y profunda en mi persona. Por así decirlo, era como la garantía de que seguiríamos el curso correcto en la fe.

 

 

Usted alcanzó a visitar a Juan Pablo II en el lecho de muerte. Aquella tarde regresó aprisa de una conferencia en Subiaco, donde había hablado sobre «La Europa de Benedicto en la crisis de las culturas». ¿Qué le dijo el papa moribundo?

 

Estaba sufriendo mucho, pero aun así se hallaba muy presente. Pero ya no dijo más nada. Le pedí la bendición, y me la dio. De ese modo, nos separamos con un cordial apretón de manos, conscientes de que era el último encuentro.

 

 

Usted no quería ser obispo, no quería ser prefecto, no quería ser papa... ¿No se estremece uno ante lo que le sucede una y otra vez en contra de la propia voluntad?

 

Así es, justamente. Cuando se dice «sí» en la ordenación sacerdotal, es posible que uno tenga su idea de cuál podría ser el propio carisma, pero también sabe: me he puesto en manos del obispo y, en última instancia, del Señor. No puedo buscar para mí lo que quiero. Al final tengo que dejarme conducir.

De hecho yo tenía la idea de que mi carisma era ser profesor de Teología, y estaba muy feliz cuando mi idea se hizo realidad. Pero también tenía claro que siempre me encuentro en las manos del Señor y que debo contar también con cosas que no haya querido. En ese sentido, sin duda fueron sorpresas para mí el ser arrebatado de improviso y no poder seguir más el propio camino. Pero, como he dicho, el sí fundamental implicaba también: estoy a disposición del Señor y, tal vez, un día tendré que hacer cosas que yo mismo no quiera.

 

 

Usted es ahora el papa más poderoso de todos los tiempos. La Iglesia católica no ha tenido nunca más fieles que ahora, nunca una extensión semejante, literalmente hasta los confines del mundo.

 

Por supuesto, esas estadísticas son importantes. Ellas señalan cuán extendida está la Iglesia y qué grande es realmente esta comunidad que abarca razas y naciones, continentes, culturas, hombres de todo tipo. Pero el papa no tiene poder en virtud de esas cifras.

 

 

¿Por qué no?

 

El tipo de comunidad que se tiene con el papa es diferente, y el tipo de pertenencia a la Iglesia también, por supuesto. De los mil doscientos millones hay muchos que no acompañan interiormente su condición. San Agustín lo dijo ya en su tiempo: hay muchos fuera que parecen estar dentro; y hay muchos dentro que parecen estar fuera. En una cuestión como la fe, o la pertenencia a la Iglesia católica, el «dentro» y el «fuera» están misteriosamente entretejidos. En eso tenía razón Stalin al decir que el papa no tiene divisiones ni puede comandar. Tampoco posee una gran empresa en la que todos los fieles de la Iglesia fuesen sus empleados o subordinados.

En tal sentido, el papa es, por un lado, un hombre totalmente impotente. Por otro lado, tiene una gran responsabilidad. En cierta medida es el jefe, el representante, y al mismo tiempo el responsable de que la fe que mantiene unidos a los hombres sea creída, que siga estando viva y que permanezca intacta en su identidad. Pero sólo el mismo Señor tiene el poder de mantener a los hombres también en la fe.

 

 

Para la Iglesia católica el papa es el Vicarius Christi, el representante de Cristo en la Tierra. ¿Puede usted hablar realmente por Jesús?

 

En el anuncio de la fe y en la celebración de los sacramentos, cada sacerdote habla por encargo de Jesucristo, por Jesucristo. Cristo confió a la Iglesia su palabra. Esa palabra vive en la Iglesia. Y si asumo interiormente y vivo la fe de esa Iglesia, si hablo y pienso a través de ella, si lo anuncio a Él, entonces hablo por Él, aun cuando en detalles siempre puede haber debilidades, por supuesto. Lo importante es que no exponga mis ideas, sino que procure pensar y vivir la fe de la Iglesia, actuar con obediencia en virtud de la misión que Él me ha confiado.

 

 

¿Es el papa realmente «infalible», en el sentido en que se transmite a veces por los medios? ¿Es un soberano absoluto cuyo pensamiento y voluntad son la ley?

 

Eso es erróneo. El concepto de infalibilidad se ha desarrollado a lo largo de los siglos. Surgió frente a la pregunta acerca de si hay en alguna parte una instancia última que decida. El Concilio Vaticano I sostuvo, por fin, siguiendo una larga tradición que provenía desde los tiempos de la cristiandad primitiva, que existe una decisión última. No queda todo en la indefinición. En determinadas circunstancias y dadas ciertas condiciones, el papa puede tomar decisiones vinculantes últimas por las cuales queda claro cuál es la fe de la Iglesia y cuál no lo es.

Lo que no significa que el papa pueda producir permanentemente afirmaciones «infalibles». Por lo común, el obispo de Roma actúa como cualquier otro obispo que confiesa su fe, que la anuncia, que es fiel en el seno de la Iglesia. Sólo cuando se dan determinadas condiciones, cuando la tradición ha sido aclarada y sabe que no actúa de forma arbitraria puede el papa decir: ésta es la fe de la Iglesia, y una negativa al respecto no es la fe de la Iglesia. En tal sentido, el Concilio Vaticano I definió la capacidad de decisión última para que la fe conserve su carácter vinculante.

 

 

Según explicó usted, el ministerio de Pedro garantiza la coincidencia con la verdad y con la tradición auténtica, y la comunión con el papa es condición para la ortodoxia y la libertad. San Agustín lo expresó con la frase: «Donde está Pedro, está la Iglesia, y allí está también Dios». Pero ese dicho proviene de otra época y no es preciso que tenga validez también en la actualidad.

 

Esa frase no reza así y no fue formulada por Agustín, pero ese punto podemos dejarlo aquí en suspenso. De todos modos, es un antiguo axioma de la Iglesia católica. Donde está Pedro, está la Iglesia. Por supuesto, el papa puede tener también opiniones privadas erróneas. Pero, como decíamos antes, cuando habla como pastor supremo de la Iglesia en la consciencia de su responsabilidad, no dice ya algo propio que se le acaba de ocurrir. En ese caso sabe que tiene esa gran responsabilidad y que, al mismo tiempo, está bajo el amparo del Señor, de modo que, en una decisión semejante, no conduce a la Iglesia por el camino del error sino que asegura su unidad con el pasado, en el presente y en el futuro, y sobre todo con el Señor. De esto se trata, y esto es también lo que sienten otras comunidades de fe cristiana.

 

 

En un simposio celebrado con ocasión del 80.º cumpleaños de Pablo VI, en 1977, disertó usted acerca de qué y cómo debe ser un papa. Citando al cardenal inglés Reginald Pole, dijo que el papa debía «considerarse y comportarse como el más pequeño entre todos», que debía confesar que no sabe otra cosa más que lo que le «ha sido enseñado por Dios Padre mediante Cristo». Que ser Vicarius Christi es mantener la «presencia de su poder como contrapoder respecto al poder del mundo», y no en la forma de dominación alguna, sino llevando la carga sobrehumana sobre hombros humanos. En tal sentido, decía usted, el auténtico lugar del Vicarius Christi es la cruz.

 

Así es, y también hoy lo considero correcto. El primado se desarrolló desde el comienzo como primado del martirio. En los primeros tres siglos, Roma era el lugar precedente y principal de las persecuciones de cristianos. Mantenerse firme ante esas persecuciones y dar testimonio de Cristo era la misión especial de la sede episcopal romana.

Se puede considerar como un hecho de la Providencia el que, en el momento en que el cristianismo alcanzó la paz con el Estado, la sede imperial se haya trasladado a Constantinopla, junto al Bósforo. Roma pasó así a una situación como de provincia. De ese modo, el obispo de Roma podía poner más fácilmente de relieve la autonomía de la Iglesia, su diferenciación respecto del Estado. No hay que buscar expresamente el conflicto, claro está, sino, en el fondo, el consenso, la comprensión. Pero la Iglesia, el cristiano, y sobre todo el papa, debe contar con que el testimonio que tiene que dar se convierta en escándalo, no sea aceptado, y que, entonces, sea puesto en la situación de testigo, en la situación de Cristo sufriente.

Es significativo que todos los papas de la temprana Iglesia fueran mártires. Ser papa no implica poseer un señorío glorioso, sino dar testimonio de Aquel que fue crucificado y estar dispuesto a ejercer también el propio ministerio de esa misma forma, en vinculación a Él.

 

 

Sin embargo, también ha habido papas que se dijeron: el Señor nos ha dado el ministerio, ahora, disfrutémoslo.

 

Sí, eso también forma parte del misterio de la historia de los papas.

 

 

La disposición cristiana a la contradicción atraviesa toda su biografía como el dibujo constante de un tejido. Comienza ya en su casa paterna, donde la resistencia a un sistema ateo se comprendía como signo característico de una existencia cristiana. En el seminario lo acompañó un rector que estuvo preso en el campo de concentración de Dachau. Como sacerdote comenzó su labor en una comunidad parroquial de Múnich en la que sus dos predecesores habían sido ejecutados por estar enrolados en la resistencia contra los nazis. Durante el concilio se opuso a las indicaciones demasiado estrechas de la conducción eclesial. Como obispo advirtió acerca de los peligros de una sociedad del bienestar. Como cardenal se opuso a la reforma del núcleo de la fe cristiana por corrientes ajenas a ella.

Esas líneas fundamentales ¿influyen ahora en el modo como configura su pontificado?

 

Naturalmente, una experiencia tan larga implica también una formación del carácter, deja su impronta en el pensamiento y en la acción. Desde luego que no he estado siempre en contra por principio. Ha habido muchas hermosas situaciones de entendimiento. Cuando pienso en mi tiempo como vicario, si bien se percibía ya la eclosión del mundo secular en las familias, había sin embargo tanta alegría en la fe compartida, en la escuela, con los niños, con los jóvenes, que yo me sentía verdaderamente impulsado por esa alegría. Y así fue también en el tiempo en que fui profesor.

Mi vida entera ha estado atravesada siempre también por esta línea de que el cristianismo brinda alegría, da amplitud. En definitiva, la vida se haría insoportable siendo alguien que está siempre y sólo en contra.

Pero al mismo tiempo estuvo siempre presente, aunque en diferentes dosis, el hecho de que el evangelio se opone a constelaciones de poder. Como es natural, esto fue especialmente drástico en mi infancia y juventud, hasta el fin de la guerra. A partir de 1968, la fe cristiana entró cada vez más en contraposición con respecto a un nuevo proyecto de sociedad, de modo que tuvo que hacer frente una y otra vez a opiniones que luchaban poderosamente por imponerse. Por tanto, soportar hostilidad y ofrecer resistencia —aunque una resistencia que sirva para sacar a luz lo positivo— son cosas que pertenecen a la vida cristiana.

 

 

Según el Annuario Pontificio, el anuario de la Iglesia católica, sólo en el año 2009 erigió usted nueve sedes episcopales, una prefectura apostólica, dos nuevas sedes metropolitanas y tres vicariatos apostólicos. El número de los católicos se incrementó nuevamente en 17 millones, tantos como la suma de los habitantes de Grecia y Suiza. En las casi tres mil diócesis nombró usted 169 obispos. Además, están todas las audiencias, las homilías, los viajes, la multitud de decisiones; y a la par de todo ello ha escrito usted una gran obra sobre Jesús cuyo segundo tomo será publicado en breve. Usted tiene hoy 83 años. ¿De dónde saca la fuerza?

 

Ante todo debo decir que lo que acaba usted de enumerar es un signo de que la Iglesia vive. Contemplada sólo desde Europa pareciera que se encuentra en decadencia. Pero ésta es sólo una parte del conjunto. En otros continentes crece y vive, está llena de dinamismo. La cantidad de nuevos sacerdotes ha crecido en los últimos años a nivel mundial, así como también el número de seminaristas. En el continente europeo experimentamos sólo un lado concreto, y no todo el gran dinamismo del despertar que hay realmente en otras partes y con el que yo me encuentro en mis viajes y a través de las visitas de los obispos.

Es cierto que, en realidad, todo eso sobreexige a una persona de 83 años. Gracias a Dios hay muchos buenos colaboradores. Todo se elabora y se lleva a cabo en un esfuerzo común. Yo confío en que Dios me dará toda la fuerza que me hace falta para hacer lo necesario. Pero noto también que las fuerzas decaen.

 

 

De todos modos, se tiene la impresión de que el papa podría enseñar algunas cosas también como entrenador de estado físico.

 

(El papa ríe.) No lo creo. Naturalmente, hay que organizar bien el tiempo y reparar bien en contar con suficiente descanso, de modo que, en las ocasiones en que a uno lo necesitan, esté presente de forma adecuada. En síntesis, hay que atenerse con disciplina al ritmo del día y saber para cuándo se necesita la energía.

¿Utiliza la bicicleta estática que le regaló su anterior médico personal, el Dr. Buzzonetti?

 

No, no me alcanza el tiempo para hacerlo, y por el momento no lo necesito tampoco, gracias a Dios.

 

 

O sea que el papa hace como Churchill: nada de deporte.

 

¡Así es!

 

 

Habitualmente, usted se retira de la Seconda Loggia, el piso de audiencias del Palacio Apostólico, a las 18 horas, para recibir todavía en su apartamento papal a los colaboradores más importantes en las visitas programadas de forma fija. A partir de las 20.45, así se dice, el papa pasa a su vida privada. ¿Qué hace un papa en su tiempo libre, suponiendo que lo tenga?

 

¿Qué hace? Por supuesto, también en su tiempo libre tiene que leer y estudiar actas. Siempre queda mucho trabajo por hacer. Pero también están las comidas en común con la familia papal, las cuatro mujeres de la comunidad Memores Domini y los dos secretarios. Es un momento de distensión.

 

 

¿Ven juntos televisión?

 

Veo las noticias con los secretarios, pero a veces vemos también en común algún DVD.

 

 

¿Qué películas le gustan?

Hay una película muy bonita que hemos visto hace poco sobre la santa africana Josefina Bakhita. Y también nos gusta ver a Don Camilo y Peppone...

 

 

Seguramente se conoce usted de memoria cada capítulo.

 

(El papa ríe.) No del todo.

 

 

O sea que también se experimenta al papa en su vida totalmente privada.

 

Naturalmente. Celebramos juntos la Navidad, en los días festivos escuchamos música y conversamos. Se celebran los onomásticos y, en ocasiones, cantamos también Vísperas en común. O sea que las fiestas las celebramos juntos. Y después, aparte de las comidas en común, están las misas comunitarias por la mañana. Ése es un momento especialmente importante, en el que, desde el Señor, estamos juntos de forma particularmente concentrada.

 

 

El papa viste siempre de blanco. ¿Se pone alguna vez, en lugar de la sotana, un jersey informal?

 

No. Es una herencia que me dejó el antiguo segundo secretario del papa Juan Pablo II, Mons. Mieczysław Mokrzycki, quien me dijo: «El papa llevaba siempre la sotana; usted también debe hacerlo».

 

 

Los romanos se quedaron muy asombrados cuando vieron en el camión de mudanzas las pertenencias con las que se trasladó de su casa al Vaticano después de su elección como el 264.º sucesor de Pedro. ¿Amobló usted el apartamento papal con sus muebles usados?

 

Así lo hice con mi estudio. Para mí era importante tener mi estudio del mismo modo como había crecido a lo largo de muchas décadas. En 1954 compré mi escritorio y las primeras librerías. Después, fue creciendo poco a poco. Allí están todos mis libros, conozco cada rincón, y todo tiene su historia. Por eso, el estudio lo traje conmigo íntegramente. Las demás habitaciones fueron amobladas con los muebles papales.

 

 

Alguien descubrió que, al parecer, tiene usted apego a los relojes durables. Lleva un reloj de pulsera de los años sesenta o setenta, de la marca Junghans.

 

Ese reloj pertenecía a mi hermana, que me lo dejó. Cuando ella murió, el reloj pasó a mi propiedad.

 

 

Un papa no tiene siquiera una cartera propia, y ni hablar de una cuenta corriente. ¿Es correcto, verdad?

 

Sí, es correcto.

 

 

¿Recibe el papa por lo menos más ayudas y consuelos «de lo alto» que, digamos, un común mortal?

 

Y no sólo de lo alto. Recibo muchas cartas de gente sencilla, de religiosas, madres, padres, niños, en las que me dan aliento. Me dicen: «Rezamos por ti, no tengas miedo, te queremos». Y adjuntan también regalos de dinero y otros pequeños obsequios...

 

 

¿El papa recibe regalos de dinero?

 

No para mí personalmente, sino para poder ayudar a otros. Y me emociona mucho que gente sencilla me adjunte algo y me diga: «Sé que usted tiene mucho que ayudar; yo también quiero hacer algo por ello». En ese sentido me llegan consuelos de la índole más variada. También están las audiencias de los miércoles, con los diferentes encuentros. Me llegan cartas de viejos amigos, en ocasiones también visitas, aunque, como es natural, eso se ha hecho cada vez más difícil. Como siempre siento también el consuelo «de lo alto», experimento al orar la cercanía del Señor en la oración, o en la lectura de los Padres de la Iglesia veo el resplandor de la belleza de la fe, hay todo un concierto de consuelos.

 

 

¿Se ha modificado su fe desde que, como pastor supremo, es responsable del rebaño de Cristo? A veces se tiene la impresión de que, ahora, esa fe se hubiese vuelto de alguna manera más misteriosa, más mística...

 

Místico no soy. Pero es verdad que, como papa, se tienen muchas más ocasiones para orar y abandonarse por completo a Dios. Pues veo que casi todo lo que tengo que hacer es algo que yo mismo no puedo hacer en absoluto. Ya por ese solo hecho me veo por así decirlo forzado a ponerme en manos del Señor y a decirle: «Hazlo Tú, si Tú lo quieres». En este sentido, la oración y el contacto con Dios son ahora más necesarios y también más naturales y evidentes que antes.

 

 

Dicho de forma profana: ¿hay ahora «mejores conexiones» con el cielo, o algo así como una gracia del oficio?

 

Sí, a veces se percibe eso. Por ejemplo, en el sentido de: acabo de hacer algo que no puedo en absoluto por mí mismo. Ahora me abandono al Señor y noto que cuento con una ayuda, que se realiza algo que no proviene de mí mismo. En ese sentido se da sin duda la experiencia de la gracia del oficio.

 

 

Juan Pablo II contó una vez que su padre le puso un día en las manos un oracional con la «Oración al Espíritu Santo» y le dijo que debía rezarla diariamente. Y que, después, se fue dando cuenta poco a poco de lo que se quiere significar cuando Jesús dice que los verdaderos adoradores de Dios son los que adoran a Dios «en Espíritu y en verdad». ¿Qué significa eso?

 

Ese pasaje del Evangelio de san Juan, capítulo 4, es la profecía de una adoración en la que ya no habrá templo, sino que, sin templo exterior, se rezará en la comunión del Espíritu Santo y en la verdad del evangelio, en la comunión con Cristo; donde ya no se necesita más templo, sino la nueva comunión con el Señor resucitado. Esto sigue siendo siempre algo importante, porque representa un gran giro también desde el punto de vista de la historia de las religiones.

 

 

¿Y cómo reza el papa Benedicto?

 

En lo que toca al papa, también él es un simple mendigo frente a Dios, y más que todas las demás personas. Por supuesto que rezo siempre en primerísimo lugar a nuestro Señor, con el que tengo una relación de tantos años. Pero también invoco al Espíritu Santo. Tengo amistad con Agustín, con Buenaventura, con Tomás de Aquino. A esos santos se les dice: «¡Ayudadme!». Y la Santísima Virgen es de todos modos siempre un gran punto de referencia. En este sentido me interno en la comunión de los santos. Con ellos, fortalecido por ellos, hablo entonces también con Dios, sobre todo mendigando, pero también dando gracias, o simplemente con alegría.