Cubierta

Stascha Rohmer

AMOR, EL PORVENIR DE UNA EMOCIÓN

 

 

Traducción de
Gabriel Menéndez Torrellas

Revisión de
Ana María Rabe

Herder

Portada

La investigación para este libro y la traducción al español fueron financiadas por la Fundación Dr. Meyer-Struckmann, Dusseldorf, Alemania.

 

Título original: Liebe – Zukunft einer Emotion

Traducción: Gabriel Menéndez Torrellas

Revisión: Ana María Rabe

Diseño de la cubierta: Dani Sanchis

Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

 

© 2008, Verlag Karl Alber GmbH, Friburgo/Múnich

© 2012, Herder Editorial, S. L., Barcelona

© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona

 

ISBN DIGITAL: 978-84-254-2900-2

 

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Herder

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Ficha del libro

¿Podemos afirmar hoy, en vista de los avances de la biología y de la ingeniería genética, que el ser humano depende del amor, de amar y de ser amado, del mismo modo en que su naturaleza animal le lleva a depender del alimento físico para poder sobrevivir? ¿Se puede justificar racionalmente la creencia de que, como dijo Erich Fromm, «la humanidad no podría existir ni un solo día sin amor»?

Esta pregunta acerca de la necesidad absoluta de amor, sobre si este es constitutivo de la existencia del ser humano como tal y supone por lo tanto una necesidad ontológica, formará el núcleo del presente ensayo. Partiendo de la tesis de que la vida humana es una consecuencia de la interacción de generaciones sucesivas, y recurriendo a la dialéctica hegeliana, Rohmer busca superar la disociación clásica entre naturaleza y espíritu, por un lado, y entre naturaleza y cultura, por otro, y argumenta que la esencia de la existencia humana es la libertad, enraizada en un tipo de amor que trasciende lo corpóreo y lo sensual.

Stascha Rohmer se doctoró en filosofía por la Universidad Técnica de Berlín en 1999. Fue becario postdoctoral (1999-2002) e investigador contratado del programa Marie Curie (2008-2010) en el Instituto de Filosofía del CSIC en Madrid, y profesor en la Universidad Humboldt de Berlín entre 2003 y 2007, donde actualmente realiza su tesis de habilitación sobre Hegel y Plessner. Sus campos de investigación comprenden la filosofía teorética y la filosofía de la cultura y el pensamiento español (en particular, la Escuela de Madrid). Entre sus diversas publicaciones destacan las ediciones alemanas de textos de Alfred North Whitehead y José Ortega y Gasset.

Otros títulos de interés:

Anna Pagés

Sobre el olvido

Michael Reder

Globalización y filosofía

Gianni Vattimo

Vocación y responsabilidad del filósofo

Joan-Carles Mèlich

Filosofía de la finitud

Lluís Duch y Albert Chillón

Un ser de mediaciones

Byung-Chul Han

La sociedad del cansancio

Índice

Introducción

 

  1. Generatividad e individualidad

  2. El ser humano en la época de su reproductibilidad en la ingeniería genética

  3. Salir más allá de sí mismo

  4. El límite, o el animal que se da ejemplo

  5. Unidad indisponible, centro compartido

  6. El mecanismo de reloj de las generaciones

  7. Imagen especular del mundo

  8. Amor y enamoramiento

  9. Más que una imagen en la piel de un animal

10. Espectro de una llama muerta

11. Eterno retorno

12. Esencia

13. Concepto

14. Más allá de la autonegación y la autoafirmación: la voluntad

15. Balanza del tiempo

16. Playas de la vida

17. Sombra de la muerte

18. Edad de la vida

19. El tiempo del mundo

 

Epílogo: Amor, el porvenir de una emoción

Índice de siglas

Notas

1. Pseudo Aristóteles, Mund. 6, 401a.

2. F. Nietzsche, «Así habló Zaratustra», en Obras completas III, traducción del alemán de P. Simon, Buenos Aires, Ediciones Prestigio, 1970, p. 350.

3. E. Fromm, Die Kunst des Liebens, Stuttgart, 1980, p. 206. (Traduzco las citas directamente del original alemán, salvo en los casos en que se indica explícitamente la fuente de una traducción citada [N. del T.].)

4. V. Gerhardt, Individualität – Das Element der Welt, Múnich, 2000, p. 130.

5. Cf. A. N. Whitehead, Denkweisen (título original: Modes of Thought, Nueva York, 1968), traducido del inglés y con introducción de St. Rohmer (ed.), Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 2001.

6. M. Theunissen, Sein und Schein. Die kritische Funktion der Hegelschen Logik, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1980, p. 46.

7. Cf. J. Rawls, Teoría de la justicia, trad. de M. D. González, México, Fondo de Cultura Económica, 1979.

8. O. Höffe, Gerechtigkeit. Eine philosophische Einführung, Múnich, C. H. Beck, 2001, p. 11.

9. Aquello a lo que el concepto de humanidad responde de forma concreta no es por ello, como mostró Kant en alguna ocasión, otra cosa que un «sentimiento universal de simpatía» (= «allgemeines Teilnehmungsgefühl»), pero uno que se deriva de la capacidad de cada individuo de «poder comunicarse universal e interiormente, propiedades ambas que, unidas, constituyen la sociabilidad propia de la humanidad, por medio de la cual se distingue del aislamiento de los animales», I. Kant, Crítica del Juicio, Madrid, Espasa-Calpe, 1989, § 60, p. 265. En la segunda edición, Kant habló de «felicidad» en lugar de «sociabilidad».

10. Desde esta perspectiva, H. Frankfurt ha tematizado la relevancia del amor para la práctica de la autorrealización humana. Cf. H. Frankfurt, Las razones del amor. El sentido de nuestras vidas, trad. de C. Castells, Barcelona, Buenos Aires, México, Paidós, 2004.

11. Con este concepto de pensar metafísico me refiero a R. Wiehl, «Das Absolute als Ort metaphysischen Denkens. Vorbemerkungen zu einer Kritik der metaphysischen Vernunft», en «Metaphysik und Erfahrung». Philosophische Essays, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1996.

12. M. Theunissen, Sein und Schein, op. cit., p. 49.

13. Homero, Ilíada, 6, 149.

14. Trad. cast. Biblia de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brower, 1975, pp. 914-915.

15. M. Heidegger, «Das Wesen der Technik», en Die Technik und die Kehre, Pfullingen, Neske, 1962, p. 38.

16. M. Heidegger, Sein und Zeit, Tubinga, Max Niemeyer, 1993, p. 63.

17. V. Gerhardt, Die angeborene Würde des Menschen, Berlín, Parerga, 2004, p. 30.

18. Jonas lo expresa con la pregunta: «Pero ¿de quién es este poder, y sobre quién o sobre qué? Según parece, el poder de los contemporáneos sobre los que han de llegar, que son los objetos indefensos de las decisiones anticipadas de los planificadores de hoy. El reverso del poder de hoy es la posterior servidumbre de los vivos hacia los muertos», H. Jonas, «Laßt uns einen Menschen klonieren», en Technik, Medizin und Ethik, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1985, p. 168.

19. J. Habermas, Die Zukunft der menschlichen Natur. Auf dem Weg zu einer liberalen Eugenik?, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 2001, p. 122.

20. Ibíd., p. 49.

21. Ibíd., p. 103.

22. Así es, por ejemplo, la tesis de Richard Dawking en The Selfish Gene, Oxford, Oxford University Press, 1976.

23. Cf. acerca de la precaria relación entre la paternidad y la autorrealización en las condiciones de la modernidad D. Thomä, Eltern, Kleine Philosophie einer riskanten Lebensform, Múnich, C. H. Beck, 1992.

24. G. Simmel, Lebensanschauung, en Werke. Gesamtausgabe, vol. 16, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1999, p. 227.

25. D. Thomä, Eltern, op. cit., p. 27.

26. G. Simmel, Lebensanschauung, op. cit., p. 255.

27. V. Gerhardt, Individualität, op. cit., p. 130.

28. Platón, El Banquete, 206 b/e.

29. J. Ortega y Gasset, «Estudios sobre el amor», en Obras completas, tomo V, 1932-1940, Madrid, Taurus, 2006, pp. 455-536.

30. V. Gerhardt, Individualität, op. cit., p. 203.

31. Cf. en este contexto los artículos ya clásicos de D. Henrich, «Formen der Negation in Hegels Logik», en Hegel-Jahrbuch, Colonia, Pahl-Rugenstein-Verlag, 1974; así como «Hegels Logik der Reflexion» en Hegel-Studien, cuaderno 18, 1978.

32. Los límites concebidos como orígenes, como principios generales, de hecho no son, desde el punto de vista de Hegel, nada más que la estructura dimensional del espacio como tal: la dimensionalidad del espacio es, contemplada dialécticamente, el aspecto espacial de una complejidad y una continuidad mediadas por una autodistinción de lo general; no es otra cosa que la expresión concreta de la presencia de la idealidad en la realidad espacio-temporal. Cf. L I, pp. 138ss.; Enz. II, pp. 44ss.

33. V. Gerhardt, Selbstbestimmung. Das Prinzip der Individualität, Stuttgart, Reclam, 1999, p. 208.

34. El término alemán Lebensmittelpunkt implica un sentido doble: en el lenguaje hablado designa la residencia principal y, literalmente, significa el centro de la vida. (N. del T.)

35. Cf. D. Thomä, Eltern, op. cit., p. 108.

36. «En la periferia del círculo coinciden el principio y el final», Porpyrios ad Hom., II. X 200, pp. 190, 7s., en Diels / Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, op. cit., 22 B 103.

37. De este modo —como reconoció Whitehead—, la concepción de una naturaleza mecanicista, compuesta de átomos autárquicos y autosuficientes, está asociada a la absolutización del espacio y el tiempo en el sentido de Newton.

38. La expresión alemana auf den Punkt bringen significa literalmente «llevar al punto» y en un sentido figurado «puntualizar», concretar», «aclarar», «ir al grano». (N. del T.)

39. S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, trad. al alemán y comentado por L. Richter, Frankfurt del Meno, Syndikat, 1984, p. 28.

40. El término alemán Teilung, que hemos traducido aquí como «división compartida», significa normalmente «división», pero posee también el sentido de «compartir». Leben teilen tiene el doble sentido de «compartir la vida» y «dividir / separar la vida». (N. del T.)

41. En este capítulo, el autor juega con los diferentes sentidos que tiene el verbo alemán verlassen —«abandonar»—, así como con su forma reflexiva sich verlassen, la cual significa, en primer lugar, «fiarse de» / «confiarse» y, en segundo lugar, en un sentido derivado, «abandonarse». En lo que sigue, se intentará reflejar este juego de significados. (N. del T.)

42. E. H. Erikson, Identität und Lebenszyklus: Drei Aufsätze, trad. del inglés al alemán por K. Hügel, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1995, p. 63.

43. Ibíd., p. 63.

44. Juego de palabras del autor entre verlassen («abandonar») y verlässlich («digno de confianza», «fiable»). (N. del T.)

45. Heráclito, Quaest. hom. 24, 5.

46. D. Henrich, Bewußtes Leben, Stuttgart, Reclam, 1999, p. 59.

47. Entre ambos extremos median, en el caso de una vida altamente desarrollada, las simbolizaciones. Cf. A. N. Whitehead, Kulturelle Symbolisierung, trad. del inglés al alemán y con introducción de R. Lachmann, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 2000.

48. J. Ortega y Gasset, «Estudios sobre el amor», op. cit., pp. 478, 480, 482.

49. J. Ortega y Gasset, «Estudios sobre el amor», op. cit., p. 482.

50. Trad. cast. Biblia de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brower, 1975, p. 917.

51. Basándose en el análisis de Max Müller, Ortega subraya también este rasgo dialéctico fundamental de la metáfora poética. Así, en los Vedas por ejemplo, en los cuales la metáfora todavía no ha hallado el término comparativo «como», nos topamos incluso con el elemento de la negación de la identidad en la metáfora: el himno, por ejemplo, es «non suavem cibum» —«es dulce, pero no un manjar»—; la rivera avanza mugiendo, «pero no es un toro», etcétera. Cf. J. Ortega y Gasset, «El ensayo de estética a manera de prólogo», en Obras completas, vol. I, Madrid, Taurus, 2004, pp. 664-680.

52. V. Gerhardt, Selbstbestimmung, op. cit., p. 222.

53. Ibíd., p. 205..

54. H. Plessner, Mit anderen Augen. Aspekte einer philosophischen Anthropologie, Stuttgart, Reclam, 1982, pp. 10ss.

55. Cf. Th. Nagel, The View from Nowhere, Nueva York, Oxford, 1986.

56. La palabra utilizada aquí en alemán, «Ent-sprechungs-verhältnis», que he traducido como «co-respondencia», implica mediante la fragmentación —que hace alusión al verbo alemán sprechen («hablar»)— que la relación de correspondencia tiene a su vez lugar en el seno del lenguaje. (N. del T.)

57. Acerca de la posicionalidad excéntrica y de la vergüenza, véase asimismo H. Plessner, Mit anderen Augen, op. cit., pp. 17ss.

58. M. Theunissen, Sein und Schein, op. cit., p. 313.

59. Ch. Iber, «Übergang zum Begriff: Rekonstruktion der Überführung von Substanzialität, Kausalität und Wechselwirkung in die Verhältnisweise des Begriffs», en A. Koch, A. Overauer y K. Utz (eds.), Der Begriff als die Wahrheit. Zum Anspruch der Hegelschen «Subjektiven Logik», Paderborn, Schöningh, 2003, p. 62.

60. «El punto de vista del juicio», dice Hegel, «es la finitud, y la finitud de las cosas consiste, partiendo del mismo, en que son un juicio, en que su existencia y su naturaleza general (su cuerpo y su alma) están unidos, pues de no ser así las cosas no serían nada, pero que estos momentos suyos son, por un lado, ya diferentes, y por el otro, generalmente separables» (Enz. I, p. 319). Según parece, Hegel no solo hace alusión aquí a la antigua idea de la muerte como separación entre cuerpo y alma, sino también recurre al término alemán de Verschiedener, que significa tanto «diferente» como «muerto».

61. Sobre el concepto de «eterno retorno» en Nietzsche, véase el capítulo 19.

62. G. Simmel, Lebensanschauung, op. cit., pp. 324 y ss.

63. R. Wiehl, «Heideggers Verfehlung des Themas “Metaphysik und Erfahrung”», en Metaphysik und Erfahrung, Philosophische Essays, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1996, p. 197.

64. V. Gerhardt, Individualität, op. cit., p. 205.

65. Véase al respecto St. Rohmer, «Einführung», en A. N. Whitehead, Denkweisen, op. cit., pp. 21ss.

66. Hegel rememora en este contexto la etimología de la palabra gewesen («sido»): «El lenguaje ha conservado en el verbo ser la esencia en el tiempo pasado, “sido”, pues la esencia es el Ser pasado, pero pasado sin tiempo» (L II, p. 13).

67. Citado en H. Plessner, Die Stufen des Organischen und der Mensch, Berlín, Leipzig, De Gruyter, 1928, p. 220.

68. Cf. H. Jonas, El principio de responsabilidad: ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Barcelona, Herder, 1995.

69. F. W. J. Schelling, Philosophische Untersuchung über das Wesen der menschlichen Freiheit und die damit zusammenhängenden Gegenstände, ed. por Th. Buchheim, Hamburgo, Felix Meiner, 1997, p. 2.

70. Cf. a este respecto Dieter Henrich, «Ethik der Autonomie», en Selbstverhältnisse, Stuttgart, Reclam, 2001.

71. Evidentemente, se hallan también en Nietzsche innumerables pasajes en los que intenta pensar la autoafirmación de la voluntad desde su oposición dialéctica; por ejemplo, cuando dice: «¿Qué es vivir? — Vivir significa expulsar constantemente algo que quiere morir; significa ser cruel e implacable con todo lo que se vuelve débil y decrépito en nosotros, y no solo en nosotros», F. Nietzsche, «La gaya ciencia», en Obras completas III, traducción del alemán de Pablo Simon, Buenos Aires, Prestigio, 1970, p. 67. Pero Nietzsche no consigue concebir estos momentos exentos de rasgos autodestructivos (lo que se pone de manifiesto en este pasaje, en su exigencia de crueldad contra sí mismo y contra otros).

72. Cf. S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, op. cit., p. 28: «Cuanta más conciencia, más mismidad; cuanta más conciencia, más voluntad; cuanta más voluntad, más mismidad».

73. J. Habermas, Die Zukunft der menschlichen Natur, op. cit., p. 102.

74. Hippolytos, Haer. IX 10, 6.

75. Platón, Gorgias, 458a.

76. Platón, Timeo, 37d.

77. A. Tarkovski, Die versiegelte Zeit, trad. del ruso al alemán de H. J. Schlegel, Berlín, Ullstein, 1985, p. 63.

78. Véase el capítulo «Juventud y vejez como metáforas históricas», en H. Jonas, El principio de responsabilidad, op. cit., pp. 200-203.

79. «Not und Notwendigkeit des Todes», en V. Gerhardt, Die angeborene Würde des Menschen, op. cit., p. 196.

80. M. de Montaigne, Essais, libro I, cap. 19.

81. Píndaro, Odas Píticas, VIII, 136.

82. Horacio, Ars poetica, 63.

83. S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, op. cit., p. 34.

84. El imperativo categórico kantiano se lee a menudo erróneamente de la forma siguiente: «¡No conviertas al Otro en un medio!». Pero Kant dice más bien: «Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin / y nunca simplemente como medio». I. Kant, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, versión castellana y estudio preliminar de R. R. Aramayo, Madrid, Alianza, 2002, p. 116 (A 66/67). Lo que se apunta es, evidentemente, un equilibrio específico de la relación entre medio y fin en las relaciones intersubjetivas, como se manifiesta especialmente en la determinación adverbial «al mismo tiempo».

85. F. W. J. Schelling, Philosophie der Offenbarung, en Werke, ed. de K. F. A. Schelling, vol. XIII, p. 209.

86. Enz. III, p. 75: Hegel presupone aquí en su antropología la idea de que el alma individual se fundamenta en un alma del mundo (Dios); pero el alma del mundo solo puede entenderse, según él, como una sustancia general «que tiene su realidad únicamente como particularidad, subjetividad».

87. Erikson ya divide el proceso de desarrollo del ser humano en siete fases psicosociales (sin la prenatal), de las cuales únicamente cuatro determinan el desarrollo anterior a la pubertad. Discutir adecuadamente las tesis de Erikson requeriría otro ensayo. Véase, del mismo autor, Identität und Lebenszyklus, op. cit.

88. V. Gerhardt, Individualität, op. cit., p. 129.

89. E. H. Erikson, Identität und Lebenszyklus, op. cit., p. 118.

90. Ibíd., pp. 118s.

91. I. Kant, Crítica de la razón pura, prólogo, traducción, notas e índices de P. Ribas, Madrid, Alfaguara, 1983, pp. 147, 186.

92. Cf. H. Marcuse, Triebstruktur und Gesellschaft, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1987, p. 122.

93. F. Nietzsche, «Así habló Zaratustra», op. cit., p. 539.

94. Th. W. Adorno, Minima Moralia: Reflexiones desde la vida dañada, traducción de J. Camorro Milke, en Obra completa, Madrid, Akal, 2004, p. 44.

95. I. Kant, «Idea para una historia universal en clave cosmopolita», en ¿Qué es la ilustración? Y otros escritos de ética, política y filosofía de la historia, edición de R. R. Aramayo, trad. de R. R. Aramayo y C. Roldán Panadero, Madrid, Alianza, 2004, p. 112.

Para Ana

Dedicatoria

Índice de siglas

Las obras de Georg Friedrich Hegel se han citado de acuerdo con la edición de Eva Moldenhauer y Karl Markus Michel Werke in zwanzig Bänden publicada en la editorial Suhrkamp, Frankfurt del Meno, 1970.

 

Enz. I

Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften I [Enciclopedia de las ciencias filosóficas I]

Enz. II

Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften II [Enciclopedia de las ciencias filosóficas II]

Enz. III

Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften III [Enciclopedia de las ciencias filosóficas III]

FS

Frühe Schriften [Escritos tempranos]

L I

Wissenschaft der Logik, Bd. 1 [Ciencia de la lógica, vol. 1]

L II

Wissenschaft der Logik, Bd. 2 [Ciencia de la lógica, vol. 2]

Introducción

«Todo ser vivo que se arrastra sobre la tierra», reza un misterioso fragmento de Heráclito, «es conducido por un látigo».1 Heráclito, sin embargo, no nos aclara qué tipo de látigo es el que obliga a los seres terrenales a arrastrarse por el suelo. Posiblemente haya más de uno, habrá muchos tipos de látigos. Al menos habrá que distinguir aquellos látigos que imperan como fuerzas físicas elementales en el espacio de aquellos látigos invisibles cuyo efecto tiene lugar en el interior de los seres humanos, en su alma. La sed, el hambre o el deseo de satisfacción erótica son una clase de látigos activos en el interior de lo viviente que hacen que prosiga en su finitud y salga así fuera de sí mismo. Sería, desde luego, erróneo concebir esos látigos invisibles meramente como compulsiones, como en el caso de los látigos activos que actúan como crudas fuerzas físicas. Pues, mientras que la fuerza física cobra sentido cuando impone al coaccionado un comportamiento que le es ajeno, los látigos invisibles brotan de la esencia íntima de lo viviente. Como tales fuerzas que sobrepasan lo finito, lo particular, de modo que lo constituyen al mismo tiempo en cuanto individuo, estos látigos son algo así como los látigos divinos que mantienen el mundo en movimiento. Pero ¿cuántos de estos látigos divinos existen?

Cuando Friedrich Schiller dijo que existían dos tipos de látigos, a saber, el hambre y el amor, y que ambos mantenían el mundo en movimiento, no solo resumía con ello cerca de 3 000 años de historia del pensamiento occidental, sino también una convicción general de su propia época que siguió vigente hasta mediados del siglo pasado. No obstante, ¿podemos hoy, en la época de la tecnificación de lo viviente, de la ingeniería genética, en la del desciframiento del código genético y de los crecientes progresos en la neurobiología, realmente partir del hecho de que lo que mantiene este mundo en movimiento es algo más que las fuerzas motrices que actúan biológica y físicamente; en una palabra, que no solo actúa el hambre, sino también el amor?

En un mundo en el que millones de seres humanos pasan hambre tenemos, ciertamente, que admitir que el hambre tal vez no ponga y mantenga en movimiento el mundo entero de la naturaleza, pero sí al menos el mundo de lo viviente, de lo orgánico. Con bastante seguridad podemos incluso partir del hecho de que una humanidad, cuya población pasará, según las estimaciones de las Naciones Unidas, de los 6,5 mil millones actuales a aproximadamente 9,3 mil millones en 2050, podrá ver en el fenómeno del hambre una fuerza motriz aún mucho más grande que la que había visto Schiller en su época: si consideramos la tierra, igual que en el Antiguo Testamento, como un jardín, parecen confirmarse de manera extraña, en vista del hambre mundial y con una superpoblación creciente, las palabras de Nietzsche según las cuales la tierra «se ha vuelto pequeña».2

Sin embargo, con independencia de que la humanidad pueda encontrar algún día una solución al hambre optimizando la justicia distributiva o la riqueza productiva del suelo, o si fracasa a la hora de crear un orden más justo y superar el hambre mundial, podemos decir con seguridad según nuestro conocimiento actual que la ciencia jamás logrará erradicar el hambre como tal, la necesidad de ingerir alimentos. Todo ser vivo y, por tanto, también el ser humano, necesita alimento para vivir. Y en tanto en cuanto asegura su necesidad individual de alimento, asegura la conservación y pervivencia de su forma o configuración individual. Y al asegurar todo ser vivo, en la medida de sus posibilidades, su existencia individual en la búsqueda de alimento, de autoconservación, contribuye así al mismo tiempo a la continuidad de su especie en un futuro incierto. Cuando se pasa hambre, se ponen de manifiesto las exigencias de un futuro no saciado en cada individuo presente. Si no se satisfacen estas exigencias, muere también el futuro como espacio concreto en el que se proyecta la vida individual.

Mas ¿podemos afirmar hoy algo análogo con respecto al amor? ¿Forma todavía parte del concepto que tenemos de nosotros mismos el que el ser humano, en cuanto ser vivo racional, dependa del amor, de amar y ser amado con la misma necesidad con la que la naturaleza animal que lleva en sí requiere el alimento físico para poder sobrevivir? ¿Se puede, pues, justificar racionalmente la creencia de que, como dijo Erich Fromm, «la humanidad no podría existir ni un solo día sin amor», puesto que el amor «representa» nada más y nada menos que «la única solución razonable y satisfactoria del problema de la existencia humana»?3 ¿O podría pensarse que la humanidad, que el ser humano seguirá prolongándose en el futuro como tal aunque no haya amor; que la emoción del amor, entendida como fuerza motriz, es algo de lo que se puede prescindir en principio?

Esta pregunta por la necesidad absoluta del amor para una existencia verdaderamente humana, la pregunta de si el amor es constitutivo de la existencia del ser humano como tal y en este sentido supone una necesidad ontológica, formará el núcleo de nuestro ensayo. Ocuparse de ella en el pensamiento no significa aquí más que dejarse llevar por la hipótesis de que el amor actúa en un sentido fundamental como un cimiento de la existencia humana. Ahora bien, lo que distingue al ser humano del resto de los seres vivos es la libertad. La esencia del hombre se halla en la libertad. En el marco de la perspectiva que desarrollamos aquí, identificar el amor como fundamento de la existencia humana no significa, por tanto, otra cosa que descubrir el amor como fundamento de la libertad. Sin embargo, las causas por las que la libertad misma podría basarse en algo distinto solo pueden hallarse en la estructura del universo como tal. La libertad, según la concibieron ya los grandes metafísicos de la modernidad, Hegel y Whitehead, solo es posible, en definitiva, en un universo en el que la cohesión, la solidaridad, la armonía de todo lo existente no solo constituyen la estructura formal por la que cualquier individuo puede determinarse como algo, sino que conforman asimismo el fundamento a partir del cual existe la vida individual. Si es verdad que el amor actúa como fundamento de la existencia humana, resulta que esta libertad de la totalidad, que extrae su sentido intrínseco a partir de la solidaridad de todo lo existente, halla en él su mejor ejemplo.

Ahora bien, si la pregunta acerca de la importancia objetiva del amor en la vida humana solo debe entenderse a partir de una estructura profunda en la que todos los seres existentes están vinculados entre sí en una totalidad, es evidente, a su vez, que esta pregunta solo puede responderse de forma adecuada en el marco de lo que Hegel llamó una «visión intelectual del universo» (LI, p. 44). Si el amor representa incluso, como opina Volker Gerhardt, el «problema clave de la individualidad»4 dentro de un universo que, como ya dijeron Hegel y Whitehead, está organizado como totalidad para permitir la producción creativa de individualidad, entonces parece obvio que la pregunta acerca de la importancia del amor en este universo es una cuestión ideológica de máxima importancia. Ello encierra, sin embargo, también un peligro.

Al reclamar validez general para sus principios epistemológicos, la filosofía, y en especial la metafísica, tiene que cuidarse, pues, de no aparecer como una ideología entre otras. Este riesgo, no obstante, parece particularmente grande cuando se trata de dilucidar —en especial en un Occidente marcado por el cristianismo— la pregunta acerca de la importancia del amor en la experiencia humana, pues, sin duda alguna, el amor es algo que se vive justo de manera altamente subjetiva, de manera individual e íntima. Desde este punto de partida, la pregunta acerca de su importancia presupone no solo un universo donde existen personas que se reconocen a sí mismas como tales, sino, además, personas que son sujetos en el sentido de que tienen un acceso sumamente personal a sí mismos y a su mundo. En la medida en que se abre la totalidad de todos los entes de manera altamente personal en el amor, sería comprensible que se pensara que la pregunta acerca de su importancia dentro de esta totalidad fuese asimismo únicamente una cuestión de fe personal.

No obstante, la concepción misma según la cual la pregunta por la importancia objetiva del amor en este universo es solo una cuestión de fe personal se basa ya en presuposiciones ideológicas no declaradas, puesto que presupone sujetos humanos con facultad cognoscitiva, cuya realidad también se da fuera de la existencia objetiva del amor y con total independencia de los demás. Identificar el amor como fundamento de la libertad humana significa, en cambio, suponer de forma explícita que la dimensión social de la existencia proporciona al mismo tiempo el fundamento de una vida verdaderamente humana; significa asumir que el ser humano, en cuanto tal, existe solo en la relación concreta con sus semejantes; y en consecuencia, que solamente en esta relación en la que se encuentra con el «otro», con el «tú», dispone de una facultad cognoscitiva y de intuiciones.

Precisamente a los teóricos modernos del conocimiento —partiendo de la crítica del conocimiento de Immanuel Kant o bien de la investigación moderna del cerebro—, que opinan que pueden analizar el conocimiento como si se tratase de cualquier objeto y que el conocimiento humano puede concebirse abstraído del todo de su dimensión social, habría que objetar que, al enfocar su objeto de estudio de esta manera, parten ya de unas ideas determinadas de autonomía y de lo que significa ser uno mismo, cuya verdad tendrían primero que demostrar.

Cuando una ciencia natural llega, a partir de ciertas consideraciones epistemológicas, a la conclusión de que la fe en la libertad y su correspondiente responsabilidad son solo una ilusión, entra en una clara relación de tensión con el orden político y social en el que ella misma se basa. Esto bastaría ya para corroborar la tesis de Alfred North Whitehead,5 según la cual las ciencias naturales de hoy encuentran sus límites allí donde empieza la libertad subjetiva, lo cual no hay que atribuir a sus objetos de estudio, sino a las condiciones de abstracción de su metodología.

Uno de los pensamientos más antiguos de la filosofía occidental es, sin duda, la idea de que toda libertad humana presupone el autoconocimiento y de que, al revés, el autoconocimiento no puede desligarse de la realidad de la libertad del individuo. Con ello, sin embargo, no queremos decir que el autoconocimiento que la libertad individual trae consigo o el conocimiento en general sean un acto realizado plenamente en solitario, como enseña la filosofía subjetivista desde Descartes, pasando por Kant, hasta el constructivismo moderno. La causalidad que surge de la libertad, así como el correspondiente acto cognitivo en el que el sujeto se vuelve para sí mismo objetivo y se percibe objetivamente como sujeto en su mundo, puede estar, más bien, a la vez mediada socialmente en múltiples sentidos. De esta manera, al menos con respecto a la libertad del individuo, es evidente que su concepto carece de todo sentido profundo cuando se abstrae de la realidad y la totalidad sociales. Si partimos del hecho de que detrás de la libertad subjetiva en la que el individuo se realiza objetivamente en la sociedad existe todavía un amor que actúa como fundamento, podemos concebir a partir de la realidad de la libertad en el conjunto social aquello que se experimenta subjetivamente como amor en términos generales como humanidad. El amor es, en efecto, en sí mismo humanidad, como ha explicado Michael Theunissen a partir de Hegel, en la medida en que actúa como el ideal de un orden inmanente a la humanidad donde «uno experimenta al otro no como límite, sino más bien como condición de la posibilidad de la propia autorrealización».6

Ahora bien, el ideal de la humanidad ha sido desde siempre el de una justicia general. A su vez, la existencia de esa justicia no concierne a la mera sensación subjetiva. Se manifiesta, más bien, en formas de orden objetivo, teniendo en cuenta que la pregunta de si dicho orden objetivo participa en el ideal de la justicia no se refiere solo a una mera ideología subjetiva. Pues, como enseñan ciertos teóricos modernos, el que una sociedad sea justa o no se muestra en el hecho de que pueda llamarse democrática en el sentido de que permita que tengan los mismos derechos y convivan en ella seres humanos de diferentes ideologías. Así, la justicia se diferencia del formalismo de las ideologías por su referencia viva a contenidos concretos, a saber, a motivos racionales que, en el caso de un orden democrático, tienen su realidad en el hecho de que un orden social pueda concebirse como justo cuando cada uno de sus miembros pudiese estar de acuerdo con él aunque no sepa el lugar que podría ocupar en esta sociedad.7

De la misma manera en la que parece natural que haya que asociar la idea del orden democrático con un ideal general y universal que trascienda toda mera ideología, parece a primera vista poco evidente que esto valga también para la pregunta acerca de la existencia objetiva del amor, esto es, que solo pueda discutirse en relación con un ideal general de universalidad que es a la vez un ideal de la razón. Pues, en el Estado y en la sociedad parece manifestarse un tipo de libertad y orden justo que es distinto a aquella libertad que se realiza en el amor de dos amantes; una libertad que viven literalmente en su propio cuerpo: en comparación con el segundo, el primer tipo resulta tan abstracto como un texto jurídico lleno de artículos comparado con una carta de amor. Mas ¿por qué actúa el ser humano con justicia, o por qué dispone al menos de una sensación de lo que es justo y de lo que no lo es? ¿Cuáles son sus motivos, sus razones? Y ¿por qué los rasgos comunes de lo que podríamos entender como «justicia», que trascienden culturas y épocas, son tan «sorprendentemente grandes», como piensa Höffe, que «toda la humanidad puede interpelarse como una comunidad de justicia»?8 Según parece, la idea platónica de que la justicia representa un bien en la medida en que no solo cumple una función intersubjetiva, sino que es al mismo tiempo inherente a la esencia del ser humano, puesto que adopta una función ordenadora en el interior del alma de cada individuo, parece estar muy lejos del discurso actual sobre ética y justicia. Sin embargo, si pensamos en la justicia partiendo de los comportamientos humanos concretos, resulta que el pensamiento platónico según el cual la justicia representa un bien ya por el mero hecho de que transmite equilibrio interno tiene todavía validez hasta el día de hoy. Así, el simple hecho de que toda relación amorosa afortunada entre dos personas no sea tampoco, en principio, otra cosa que un equilibrio inestable entre dar y tomar en cada uno de los amantes, demuestra ya que el amor mismo implica la relación con la justicia. Ahora bien, la suposición de que aquello que se vive subjetivamente como amor se hace manifiesto de modo objetivo en formas de orden justo implica al mismo tiempo la relación del amor con un ideal universal de racionalidad, con un orden y una estructura racionales.

Allí donde están vinculados entre sí de manera concreta el amor, por un lado, y la justicia objetiva, por el otro, hallamos la forma específicamente humana de compartir la vida en el medio social. Kant ya reconoció antes que Hegel lo específicamente humano en la capacidad del hombre de compartir su vida con sus semejantes, e incluso vio aquí el fundamento de la posibilidad de su felicidad en la medida en que solo el ser humano es capaz de trascender su existencia en su singularidad fáctica compartiendo su vida con otro ser humano.9 Pues, la humanidad, como se presenta en la cadena de las generaciones, es precisamente esa construcción peculiar en el universo que representa una totalidad, lo cual justifica que nos refiramos a la humanidad como una unidad; pero una totalidad cuyas partes se presentan de nuevo y con igual evidencia como totalidades originarias, es decir, cuyas partes son personas. La dialéctica consiste aquí en que las partes —es decir, los seres humanos contemplados como partes individuales— se realizan en su universalidad o como totalidad compartiendo su vida; y ello en la medida en que a veces, dos personas comparten en su amor incluso la vida entera. Y ya se reconoció en la Antigüedad que esta vida compartida podía ser cualquier cosa, pero nunca podía ser solo media vida. Es, más bien, una totalidad en la medida en que es compartida; y eso de una manera determinada: haciéndose efectivo el amor en la mera voluntad de compartir la propia vida con el Otro; así también es posible entender al revés el hecho de que la totalidad sea capaz de realizarse para sí misma en sus partes como una reflexión en la que se hace efectiva la justicia.

Sería erróneo concebir esta justicia que deduce su sentido de la autointegración de la totalidad en sus partes únicamente en el sentido de una llamada justicia última. Más bien, parece que, desde esta perspectiva, toda vida humana está estructurada desde su nacimiento de tal manera que solo se realiza a sí misma en su individualidad en la medida en que el ser humano, al compartir su vida con sus semejantes, no solo se desarrolla como participante pasivo en la humanidad en cuanto totalidad, sino que también trasciende en parte la humanidad como totalidad. Pero si esta totalidad que se hace efectiva en una vida humana, aquella totalidad, que es al mismo tiempo responsable de que, en la diversidad de sus muchos instantes, desde el nacimiento hasta la muerte, se distinga como única, se actualiza, efectivamente, al compartirse la vida en el medio social, entonces la sustancia de lo humano es, según parece, de una naturaleza completamente diferente a, por ejemplo, la de un trozo de madera partido en dos partes por el hacha, en lugar de unirse continuamente a sí mismo como tal en la división. Si es verdad que el ser humano se une a sí mismo compartiendo su vida, si este compartir concilia su vida, entonces la propia sustancia originaria de lo humano es, más bien, ella misma de naturaleza metafísica.

De esta manera, la cuestión acerca de la existencia objetiva del amor tiene que ver directamente con la cuestión acerca de la existencia objetiva de una generalidad que, por un lado, se manifiesta en el sentido de una horizontalidad como fundamento de posibilidad del orden justo en la naturaleza e historia, y que describe así, por el otro, —en el sentido de una verticalidad—, la forma individual en la que cada ser individual se une a sí mismo solo en la multiplicidad de sus momentos; una generalidad en la que se prolonga y trasciende. La pregunta acerca de la existencia objetiva de un amor que sea indispensable para la pervivencia de la humanidad tiene, por tanto, no solo una dimensión intersubjetiva. Evidentemente, esta pregunta también apunta a aquello en lo que se desarrolla por entero para sí; aquello en lo que toda existencia biográficamente descriptible tiene su madurez y su contenido.10

Como es sabido, Platón llamó idea a esta generalidad en la que lo particular se une a sí mismo en la participación (methesis). Y de hecho se mostrará que la pregunta acerca de la existencia objetiva del amor está vinculada directamente con la pregunta acerca de la existencia de un fundamento ideal de la vida humana. Sin embargo, ese fundamento ideal de la existencia humana, en el que la persona se actualiza como ser humano compartiendo la vida con sus congéneres, solo lo encontramos en última instancia —y así lo vio también Platón— en la universalidad del universo, en la unidad del universo como tal. Desde la perspectiva que desarrollamos aquí, sería, por ende, erróneo creer que aquella forma de unión con la totalidad universal descrita por los místicos —la unio mystica— podría ser algo completamente diferente a la unidad vivida en el amor que se experimenta de forma paradigmática entre dos individuos.

La cuestión acerca de la existencia del amor como algo que existe objetivamente y que es necesario para la pervivencia de la humanidad es, en cuanto pregunta por la objetividad de un fundamento ideal de la existencia humana, no solo una cuestión metafísica, sino que presupone también, junto a la posibilidad de su respuesta, la posibilidad de un conocimiento metafísico. Presupone lo particular, lo individual, como algo que puede entrar en una relación reflexiva consigo mismo en su Otro, en lo universal, de manera que no solo lo particular mismo adopta la forma de la universalidad, sino también su autoconocimiento: un conocimiento verdadero, es decir, un conocimiento en la forma de la verdad —esta es la idea central que Hegel deduce de Platón— se da solo finalmente en el momento en que el conocimiento tiene una imagen de la realidad de sí mismo en el mundo objetivo, en que, por tanto, se conoce a sí mismo en el sentido estricto, reconociéndose en este sentido en la forma de lo reconocido o al menos conocido. Pues solo un autoconocimiento del conocimiento en el que el cognoscente y lo conocido se unen y están relacionados entre sí en la «autoreferencialidad» del cognoscente será capaz de garantizar esta relación de correspondencia entre concepto y realidad, pensar y ser, que representa el ideal de todo pensar metafísico.

No obstante, con la tesis de que el ser humano «se contempla finalmente a sí mismo» en los objetos de su experiencia, en su mundo y en particular en otros seres humanos, en el «Tú» (Hegel, L II, p. 279), se afirma al mismo tiempo un «absoluto como lugar de la existencia consciente». La metafísica como «conocimiento universal de lo absoluto a través de la reflexión»11 seguramente no puede demostrar este absoluto como «lugar de la existencia consciente». Pero se aproxima al ideal universal que le es inherente en la medida en que logra hacer transparente la estructura conceptual de los objetos como el fundamento de su ser y conocimiento; en la medida en que logra hacer evidente que sujeto y objeto están unidos en una estructura de sentido que les es común.