Índice

  1. Sofía
  2. Jaime
  3. El ascensor
  4. Después de un sueño
  5. Unas invitaciones
  6. Un espectáculo flamenco
  7. La excusa de un beso
  8. La reina de las supersticiones
  9. Era de esperar
  10. Treinta postales de distancia
  11. En un desencuentro
  12. Algo se nos ocurrirá
  13. Un manual

Treinta postales de distancia

Treinta postales de distancia

Sara Ventas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición: enero de 2015

 

© Sara Ventas, 2015

 

© Editorial Diéresis, S.L.

Travessera de les Corts, 171

08028 Barcelona

Tel: 93 491 15 60

info@editorialdieresis.com

 

Diseño: dtm+tagstudy

 

ISBN: 978-84-942959-5-9

IBIC: FR

Depósito legal: DL B 25773-2014

 

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo se puede realizar con la autorización de sus titulares, con la salvedad de las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.conlicencia.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

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A mis abuelos Adela y Rafael, a ellos les debo mucho de lo que soy

 

 

 

“¡Simplemente brillante! Me encanta el estilo que tiene la autora: es directa y los diálogos son sublimes. Una historia que podría ser la de cualquiera, cotidiana, con la que uno se siente identificado”.

Marc Alonso
Fundador de GeneracionKindle.com

 

“Aunque pensaba que en este género estaba todo inventado, Sara Ventas ha dado un paso más y ha escrito una novela con un argumento muy original: las treinta postales que dan título a la obra. Te garantizo que no pararás de reír”.

Montse Martín Domínguez

 

“Lo lamento por todas las Bridget Jones, pero Sofía, el personaje creado por Sara Ventas, ha venido para quedarse. Con un estilo ágil, fresco, divertido e irónico, nos introduce en el deliciosamente desastroso universo sentimental de sus protagonistas”.

Gabri Ródenas

 

“Me encantó la naturalidad de sus personajes. Sus reacciones logran que el lector se sienta cómplice de ellos. Consiguieron atraparme en ese ascensor”.

Ángeles Mora

 

“¡Imposible no enamorarse de sus protagonistas! Con una espontaneidad y un sentido del humor increíble, la historia te hace desear vivir una aventura así, casi de cine, pero con el sabor y el desparpajo inconfundible de las chicas españolas”.

María Posadillo

 

Sara Ventas

 

SARA VENTAS

Cursó estudios como técnico en imagen fotográfica, pero solo se dedicó profesionalmente a la fotografía durante tres años. Su interés por la escritura surgió a raíz de un blog, Sueños a contraluz, que creó a principios de 2010. Aunque, según ella misma afirma, tal vez fue al contrario y comenzó el blog porque ya le interesaba el mundo de las letras. Sea como fuere, en él están registrados sus comienzos como autora.

Treinta postales de distancia, de género romántico contemporáneo, es su primera novela, que ahora aparece en libro tras ser durante más de un año uno de los ebooks autopublicados en Internet más vendidos de España. Este éxito ha llevado a que se haya traducido al inglés y publicado en Estados Unidos con el título Thirty Postcards Away.

 

www.suenosacontraluz.blogspot.com

Agradecimientos

Tengo mucha gente a la que agradecer el apoyo en este proyecto: algunos por su ayuda directa y otros por haberme soportado, que no es poco.

Empiezo por esos que revolotean constantemente a mi alrededor, los chicos de mi casa, mis chicos: Luis, Narcís y Saúl. Mil gracias por permitirme robaros el tiempo que le dedico a mis libros. Y a ti, Luis, por aquel bolígrafo que me regalaste cuando cambió tu forma de ver mi pasión por las letras: «Toma, con él firmarás tu primer contrato editorial». Y lo hice.

A Anyels, Jose, Antonio y María, mis lectores cero, por aguantar mis correos soporíferos sobre la novela y robaros también, y tan bien, vuestro tiempo. En el fondo fue muy divertido, eso no lo podéis negar.

A mis amigas Marijose y Chari, que me acompañaron a visitar los distintos locales que aparecen en la novela. Lo que disfrutamos documentándonos, ¿eh, chicas? Todavía recuerdo cuando, saliendo de El Pimpi, en vez de ir a visitar Flamenka, decidimos irnos por ahí a tomar unas copas y echar unos bailes. (Acabáis de descubrir, leyendo esto, que el escenario de ese lugar es completamente inventado. Espero que no me lo toméis muy en cuenta).

A Gabri, mi compi de profesión, porque en cierto modo le debo el hecho de tener este libro entre las manos.

Gracias al equipo de Diëresis por confiar en mi proyecto, es un placer trabajar con vosotros.

Y no quiero olvidarme de los lectores que apostaron por mi novela en versión digital en sus comienzos, en Amazon. Ellos la llevaron durante todo un año a las listas de los más vendidos de la plataforma.

Y ahora te toca a ti, sí a ti, al que ahora mismo lees estas líneas: gracias.

1. Sofía

—¡Hola, soy Sofía! En estos momentos estoy ocupada, deja tu mensaje al oír la señal. Gracias.

Mensaje 1: Hola Sofía, llámame cuando puedas. Te he dejado varios mensajes y correos electrónicos. Tenemos que hablar. ¿Se puede saber dónde te metes?

Mensaje 2: Sofía, soy yo. ¿Has llamado al casero para que te arregle lo del calentador? Tu padre dice que se te apaga porque no dejas la ventana abierta y se ahoga la llama. Prueba a ver, hija. ¿Qué tal el trabajo? Espero que ya tengas todo guardado, porque eres un desastre y lo vas dejando todo para mañana, como si lo viera, seguro que tienes todavía alguna caja sin abrir. Bueno, un beso. Llámame y me cuentas lo del calentador. Venga, adiós.

Mensaje 3: ¿Sofía? ¿A quién he llamado? ¡Ay, perdón, me he equivocado!

Mensaje 4: Sofiiiiiiiii, soy Paula, no te lo vas a creer, me encontré el otro día con Álex. Intenté hacerme la loca, pero en cuanto me vio se acercó. ¡Qué plomazo de tío! No entiendo cómo has podido aguantarle tantos años: que si no le coges el teléfono, que si no le contestas los mensajes, que si dónde estás... Ya le dije que yo no podía ayudarle porque eras tú quien debías ponerte en contacto con él o no hacerlo, eso como tú veas, que son cosas tuyas. En fin, que está de un pesado... ¿Y qué tal en Málaga? ¡Qué suerte! Vida nueva, ciudad nueva, casa nueva... Te echo de menos. Espero que pronto te arrepientas y des media vuelta. ¡Es broma! No es broma. Bueno, un poco. Llámame, ¿vale?

 

••

 

Le había gustado la idea de elegir la planta número trece de un edificio situado en La Malagueta, un barrio céntrico de Málaga junto a la playa. Las vistas eran espectaculares y la orientación no podía ser mejor. Cuando había recibido las primeras fotografías que Manu le envió del apartamento, se fijó en las vistas desde la terraza y entonces comenzó a concienciarse del paso que estaba a punto de dar y, sobre todo, a ver en aquellas imágenes una luz que no era precisamente la del sol que lo iluminaba todo, sino la de la sensación producida por la velocidad con que se sucedían los acontecimientos. Sofía tenía el convencimiento de que si algo originado entre dudas avanza sin esfuerzo, es que se ha elegido el camino correcto. Y la mejor muestra fue encontrar, a la primera, una casa con las características deseadas. A todos les encantó. A todos menos a su padre, claro. Sus manías supersticiosas pronto salieron a flote con el número de planta y se manifestaron pronosticándole algún que otro pequeño infortunio originado por la maldita cifra en cuestión. Eso a ella no le afectaba, no creía en esas bobadas de supersticiones, y era capaz de pasar bajo una escalera tranquilamente. Incluso si se cruzaba con alguien que cambiaba de acera para evitar una, ella pasaba por debajo mirando al supersticioso con picardía y hasta presumiendo de su osadía. Una vez, cuando era pequeña, se presentó en casa con un gato negro que se encontró por la calle; su padre montó tal espectáculo que no tuvo más remedio que volver a dejarlo donde lo recogió. Él no dio su brazo a torcer ante sus llantos, ni cuando le reprochó entre lágrimas ser el peor padre del mundo. Días más tarde, se lo compensó y le regaló una tortuga alegando que era la única mascota que aceptaría tener en casa: «Son tranquilas, no hacen ruido, no ensucian y en vacaciones nos la podemos llevar sin problema». A ella no le hizo mucha gracia: al principio le daba repelús el tacto de aquellas patitas arrugadas y ver su cuello diminuto estirarse fuera del pequeño caparazón; la tortuga tenía el tamaño de una galleta. Le puso de nombre Tomasa. Más tarde descubrirían, viendo un documental, que Tomasa era macho. Se sabía por la forma en la parte baja de su caparazón: cóncava en vez de plana. Pero aunque intentaban rectificar y llamarla Tomás, ya no les salía de forma natural y continuaron refiriéndose a ella en su versión femenina.

Después de una semana de frenético ajetreo de mudanza, aún tenía el salón empantanado con cajas sin abrir: unas con libros, otras con utensilios de cocina, toallas, juegos de sábanas. Y la ropa de invierno seguía amontonada sobre la cama del cuarto de invitados, que amenazaba con venirse abajo de un momento a otro; bastaría con que una mosca se posara en la superficie de la montaña mal apilada. Se tiró en el sofá acordándose de su madre mientras observaba el desbarajuste que imperaba en el salón. Aquel desorden —parecía haberse mudado ese mismo día— tenía todo el pronóstico de mantenerse por unas cuantas semanas más, si no eran meses. Pero eso a ella no le preocupaba lo más mínimo, lo importante ahora era adaptarse a la nueva vida que acababa de comenzar.

Aún no había cumplido treinta y tres años. Siempre imaginó que a esa edad ya estaría casada y con descendencia. Pero ahora que los disfrutaba, a ratos se sentía demasiado joven para tener hijos y otros, preocupada porque iba camino de los cuarenta y temía perder la oportunidad de ser madre, como la hermana de su padre, la tía Conchita: tanto esperó al hombre que se ajustase a sus requisitos que, cuando desistió —bajando considerablemente el listón hasta un punto donde ya le servía casi cualquiera—, a quien empezaron a exigirle fue a ella. En casa, de vez en cuando se comentaba que su tía se veía con un viudo del piso de abajo, aunque no terminaban de entenderse y no se decidían a dar ningún paso. «Porque la pobre lleva tantos años viviendo sola que ya no se aguanta ni ella. Todos los años viene despotricando de los viajes organizados esos que hace, asegurando que será el último, porque siempre acaba mal con alguna de las viajeras, pero luego, de un año para otro se le olvida y termina yendo de nuevo», explicaba el padre de Sofía. «Y cuando se jubile, dice que vendrá todas las mañanas a echar un rato conmigo», solía comentar la madre de Sofía con cierto aire de reproche, porque no le hacía ni pizca de gracia que su cuñada se le metiera en casa a entretener sus quehaceres. No se llevaban mal, pero porque se veían lo justito. A Sofía, en cambio, le caía muy bien la tía Conchita. Fue la primera en animarla a que se marchara a Málaga:

—Sofi, cómete el mundo y no le hagas demasiado caso a tu cabeza, las hormonas son muy sabias.

—¿Las hormonas? —comentaba Sofía entre risueña y escéptica— ¡Qué cosas se te ocurren, tía!

—Hazme caso, Sofi, allí me dejé yo algo imperdonable, y precisamente por darle la espalda a las hormonas.

—¿Alguna vez me contarás qué fue aquello que te pasó en Málaga? Sacas el tema, pero siempre lo dejas a medias.

—Hay cosas que deben quedarse enterradas para no hacer daño a terceros.

Y no conseguía sacarle más información.

Sofía acababa de salir de una relación que había transcurrido por todos los estados que puede atravesar un noviazgo, con inesperado final incluido. Decidió cambiar de aires para evitar caer de nuevo en aquel ciclo interminable de disputas, que había caracterizado su relación con Álex:

—Te perdono, pero será la última vez.

—Yo también te aseguro que voy a cambiar.

—Si yo no quiero que cambies, solo deseo que te centres y proyectes tu futuro en una dirección.

—Que sí, no seas boba, si yo estoy centrado.

—No estás centrado, Álex. Tienes treinta y cinco años y eres relaciones públicas de una discoteca, ¿no te das cuenta de que el resto de tus compañeros son veinteañeros?

—Todos no.

—Deberías concentrarte en el trabajo que tienes por las mañanas y olvidarte de la vida nocturna. Es lo que siempre nos lleva a este punto, te hace perder la cabeza.

—Sí, no seas pesada, es por un tiempo hasta que encuentren a alguien.

—Llevan buscando a alguien años, Álex, ¡años! Y tú cada vez estás más metido en ese mundo. Apenas nos queda tiempo para vernos. ¿Crees que en esas condiciones a mí me apetece una vida en común, para estar sola todo el día?

Pero era un bucle que no terminaba de abrirse para ir hacia alguna parte. Aquella relación daba vueltas y más vueltas, y ella ya conocía de sobra aquel itinerario absurdo. Necesitaba caminar en línea recta, aunque fuera para estamparse contra una pared de hormigón. No le importaba demasiado adónde, lo importante era salir de la isla, que por primera vez se le había quedado pequeña.

Era mallorquina. Eligió la ciudad de Málaga como destino por ser su segundo lugar de residencia. Veraneaban allí desde siempre para no perder aquella parte de sus raíces, las de su padre, que era malagueño; eso a Sofía le hacía sentirse un poquito como en casa. Un buen amigo de su padre, dentista como él y al que había conocido en la facultad, le ayudó a mover su currículo y le encontró un puesto en una cadena de clínicas dentales. Los veranos en Málaga los disfrutaban en compañía de este amigo y su familia. Sofía conocía al dedillo las batallitas académicas de su padre con Manuel y, además, hizo muy buena amistad con uno de sus hijos, el que tenía su misma edad: Manolito… bueno, Manu, como se rebautizó cuando pasó la adolescencia. Estuvieron mucho tiempo fuera de contacto. Lo retomaron hacía más de un año a través de Facebook y, a partir de ahí, renació la amistad que años atrás habían construido cada verano que su familia viajaba a Málaga o la de él a Mallorca. Él fue quien localizó aquella casa con magníficas vistas al mar, y quien le envió las fotos junto con un informe detallado sobre cada rincón del apartamento, incluido un examen exhaustivo de sus caseros: a simple vista, le parecieron algo presuntuosos y bastante cotillas. Si Manu lo decía, algo de verdad habría en ello —pensaba Sofía— porque, a diferencia de ella, él no solía equivocarse en los juicios rápidos. Y cuando después los conoció, tuvo la misma impresión.

No le apetecía devolver las llamadas acumuladas en el contestador. Lo que más deseaba, aquella tarde de viernes, era quedarse tumbada a la bartola en el sofá y que allí se las diesen todas. Pero estaba esperando a Manu. Aparecería en cualquier momento, y pensó que, al menos, debería apilar las cajas esparcidas por en medio del salón, abiertas y sin vaciar la mayoría. Aunque pensándolo mejor, prefirió telefonear a su madre y quitarse una llamada de encima. Se levantó del sofá y buscó el teléfono. Lo encontró entre una maraña de papeles de periódico sobre la mesa. Deseaba hablar con Paula, pero no quería saber nada de Álex y en su mensaje del contestador ya se intuían noticias frescas. Era más cómodo mantenerse aislada en aquella burbuja que le proporcionaba su nueva vida, donde él apenas existía.

—¡Hola mamá!

—Hija, no hay quién te localice. ¿Qué ha pasado con el calentador?

—Tenía razón papá, me lo ha confirmado el casero. Debo abrir un poco la ventana del lado opuesto. Así dejo circular el aire sin que el viento apague la llama, porque no sé qué rejilla de ventilación está tapada por la lavadora. No me he enterado bien, pero me he duchado y no se me apagó esta vez.

—¿Ya tienes todo ordenado? —Sofía, apoyada sobre la mesa del salón, echó un vistazo a su alrededor y dudó entre decir la verdad o adornarla. «Total, ojos que no ven corazón que no siente», pensó convencida.

—Ordenadísimo, todo en su sitio.

—¡Mira que eres mentirosa!

—¿Por qué nunca me crees?

—Si me hubieses dicho que te faltaba alguna caja, te habría creído; pero lo de ordenadísimo… como si lo viera, seguro que está todo manga por hombro.

—Está bien, tú ganas, quedan dos cajas —intentó rectificar inútilmente.

—Ya no cuela, hija, mira que eres desastrosa. ¿Y qué tal el trabajo? —la madre de Sofía prefirió no seguir con aquel tema para no terminar discutiendo con su hija. Era la primera vez que se separaban y le estaba costando muchísimo esfuerzo adaptarse a aquel vacío que se respiraba en casa tras su partida. Sofía era hija única, apareció cuando ya habían perdido todas las esperanzas. No lograron repetirlo y esto hizo que sobreprotegieran a Sofía y que, aun siendo una mujer que sabía valerse por sí misma, la siguieran tratando como a una niña.

—Bien, lo de siempre, de un lado a otro. Me gustaría trabajar como papá, en su consulta, sin moverse —se quejó Sofía, repanchigándose de nuevo en el sofá.

—Ay, hija, no te quejes. ¿Y para qué quieres estar todo el día en un mismo sitio? Así te mueves, vas de un lado a otro y estiras las piernas.

—¿Las piernas? Si voy en coche, mamá. Cada clínica está en una punta de Málaga. Esto de abrir cadenas de clínicas como el que hace churros, es un suplicio.

—Bueno, hija, Málaga tampoco es tan grande. ¿Y qué tal son los vecinos?

—Yo qué sé, mamá, ya sabes que a mí no me gusta relacionarme con los vecinos. Solo he cruzado tres palabras con el portero y porque no recordaba cuál era mi trastero, que si no, ni eso: hola y adiós.

—No seas antipática, hija, que allí estás sola y nunca se sabe. Hay que llevarse bien con los vecinos.

—Sí, mamá, ahora voy a hornear unas magdalenas de arándanos y me pongo a repartirlas por el bloque con una cestita.

—¡Cuando te da por ponerte impertinente, no hay quien te gane!

—Es que eres muy pesada, mamá. Tengo a Manu viviendo a dos calles de aquí, y a sus padres... ¿Qué más puedo pedir? Además sé arreglármelas bastante bien solita. Mira cómo he solucionado lo del calentador.

—Yo no digo nada, que eres muy cabezota. ¿Y los caseros, qué tal son?

—¡Unos plastas! Espero que no se me estropee nada más, porque les veo metidos en casa cada dos por tres. Y para colmo viven en el bloque de al lado, menudo peligro tienen esos dos. Encima van en pack, llamas a uno y se presentan los dos; son como Pin y Pon.

—Qué exagerada eres, Sofía, no sé a quién habrás salido tú tan criticona.

—Pues a ti, mamá, a quién voy a salir. Pero no te exagero nada, y si no me crees le preguntas a Manu, también le hicieron la ficha y más de una radiografía. Creen que somos pareja, pero algo no les encaja y es divertidísimo porque Manu ya sabes cómo se las gasta y lo guasón que es.

—No, si... vaya dos os habéis juntado. ¡Para qué más!

—Te dejo mamá, llaman a la puerta y creo que es Manu.

—Dale recuerdos de mi parte.

Lanzó el teléfono sobre el sofá y sorteó las cajas que plagaban el salón para ir a abrir la puerta con el portero automático. Pensó en la suerte de que fuera viernes y Jacinto, el conserje, no tuviera turno de tarde; así, mientras subía Manu por el ascensor, le daría tiempo a ordenar un poco el desastre. No le apetecía escuchar su sermón, bastante tenía con aguantar el de su madre.

—¡Hola, Manu! —abrió la puerta de arriba tras el segundo timbrazo, después de meter en el fregadero el plato y los cubiertos; tampoco había recogido la mesa al terminar de comer.

—¿Te pillo en mal momento? —preguntó mientras se hacía paso empujando dos cajas que le impedían el acceso al salón desde el pasillo.

—No, ¿por qué lo preguntas? Si te estaba esperando.

—Como llevas esa cosa —apuntaba con un gesto de la barbilla a su ropa, mientras la miraba de arriba abajo entre sorprendido y confundido—, y tienes esto así... tan... ¿Estabas colocando cajas?

—Esta cosa es mi pijama y, sí, estaba colocando; pero vamos que ya lo dejo para otro día —mintió con éxito Sofía—. Siéntate por ahí donde puedas.

El salón era bastante amplio y estaba decorado con pocos muebles. Frente al televisor se encontraba un sofá de tres plazas con chaise longue y una mesa baja de cristal en medio. A espaldas del sofá, colocada sobre una alfombra, una mesa alta de comedor con seis sillas, que en ese momento estaban también desperdigadas por el salón, con bolsas colgadas del respaldo, ropa doblada, y algún que otro objeto delicado. Un ventanal que ocupaba gran parte de la pared izquierda, desprovisto de cortinas que restasen acceso a la luz del sol, era la entrada de la terraza, que se comunicaba también con el dormitorio principal. Junto al sofá, en el lado opuesto al ventanal, completaban el decorado del salón una estantería, con cuatro libros mal apilados, y un exiguo mueble bajo con cajones, ambos de madera de roble a juego con la mesa y las sillas. De las paredes, pintadas en un tono arena claro, no colgaban cuadros ni adornos de ningún tipo. Aquel panorama era un sinónimo del caos para Manu, pero prefirió no opinar.

—¿Te apetece ir este fin de semana a Nerja? Conozco un sitio para comer pescaíto que está para chuparse los dedos —explicó él, alineando los libros de la estantería. Le estaba poniendo nervioso verlos ahí amontonados de mala manera—. Además, va a hacer buenísimo para ir a la playa.

—¡Me apunto! —Al ver a su amigo colocando los libros de la estantería, decidió imitarlo y sacó algunos adornos al azar de una caja que tenía a su lado—. ¿Estarán tus padres o vamos solos?

—Mis padres no estarán, pero solos tampoco iremos.

—No irás a montar una fiesta gay de esas que luego terminan colgadas en el Youtube, ¿verdad?

—No, tranquila, es más bien una cita. ¿Recuerdas al tío de Valladolid que conocí a través de internet, Andrés? —Sofía afirmó con un movimiento de cabeza—. Pues viene este fin de semana. Le acompaña un amigo y, claro, yo pensaba que tú...

—Que yo os podía quitar al amigo de encima, ¿no? —Se tiró en el sofá cuando Manu se apoyó sobre el reposabrazos del mismo. La conversación se estaba poniendo interesante.

—¿Lo harás?

—¿Es gay o hetero?

—Y yo qué sé. No se lo he preguntado.

—¿Y por qué no se lo has preguntado?

—Ay, mujer, no quería hacerle pensar que también estoy interesado en el amigo.

—Bueno, de todos modos, a mí qué más me da, tampoco me apetece tener nada con nadie. Estoy apática, sentimentalmente hablando.

—¿Y sexualmente hablando?

—¿A ti qué te importa?

—¿Qué se sabe del elemento? —le preguntó Manu, refiriéndose de forma inconfundible a su ex novio. Retiró los pies de Sofía para abrirse hueco en el sofá. Ella se incorporó para dejarle sitio y cogió un catálogo del supermercado que vio sobre la mesa para disimular su estado de ánimo. No le apetecía hablar del tema, pero tampoco quería que él percibiese su frustración después de llevar toda la semana presumiendo de lo increíblemente bien que se sentía sin Álex.

—Nada. Bueno, algo. Me ha dejado varios mensajes en el buzón y algunos correos. Y Paula se lo ha encontrado.

—¿Y qué le ha dicho?

—No he hablado con ella aún, pero igual que en los mensajes que deja: que no le cojo el teléfono, que dónde estoy… en fin, más de lo mismo.

—¿Cómo te sientes?

—Bien. Prueba superada. Ya te dije que ni siquiera le echo de menos. Bueno, a veces un poco. Aunque no sé si le añoro a él, o al hecho de estar con alguien.

—Que te vale cualquiera, vamos.

—No, cualquiera no, tampoco es eso. Echo en falta las cosas que hacíamos juntos y ahora hago sola.

—¿Estamos hablando en modo sentimental como antes, o sexual? —le preguntó Manu en tono jocoso.

—¿Es que tú no sabes pensar en otra cosa? —se quejó Sofía, propinándole un ligero manotazo en la pierna.

—Era broma, mujer, es que me lo has puesto a huevo. ¿Te importa si paso al baño?

—Pues claro que no, vaya pregunta.

Sofía se levantó también y aprovechó, empujando un par de cajas hacia los huecos de pared que quedaban libres, para descongestionar un poco el salón y abrir un camino de paso sin necesidad de sortear las cajas ni pasar por encima de ellas.

—¿Por qué tienes un paraguas abierto en la bañera? ¿No sabes que da mala suerte? —gritó Manu desde el baño.

—¿Y tú cómo pones a secar los paraguas? —preguntó ella, a modo de respuesta, apilando otras dos cajas y subiéndolas encima de las anteriores.

—Cerrados, en el paragüero, como todo el mundo —contestó Manu. Entró de nuevo en el salón y se acercó apresurado para evitar que a Sofía se le cayera una caja que estaba apilando en ese momento sobre otra, que se tambaleaba algo vencida por una de las esquinas.

—Así se seca antes y, además, no tengo paragüero —afirmó ella, y se sentó sobre una caja cuyo contenido acababa de comprobar: más libros.

—Mira por dónde ya sé lo que regalarte por tu cumpleaños. ¿Y por qué estaba mojado? Si no ha llovido hoy.

—¿En qué planeta vives? Claro que ha llovido esta mañana. ¡Como trabajas en casa, a saber a qué hora te habrás levantado! Esa no es vida, Manu, lo ideal es salir todas las mañanas, ir de un lado a otro, pasear, el bullicio de unos salen otros entran, el sol, la lluvia... Como me regales un paragüero por mi cumpleaños lo devuelvo.

Manu era arquitecto, estuvo varios años trabajando para una empresa de construcción que había ido a la quiebra dos años antes y, al quedarse sin trabajo, montó junto con un compañero de allí un estudio de arquitectura. Manu apenas pisaba el estudio y casi todo el trabajo lo realizaba con su ordenador desde casa. Vivía solo, en el mismo barrio donde encontró el piso para Sofía. En aquella zona había residido desde que era pequeño.

—Tú estás muy mal Sofía —contestó a la explicación de su amiga—. Si llevas toda la semana quejándote porque no paras: que si para arriba y para abajo con el coche, que si la suerte que tengo yo en mi casa distribuyendo el tiempo a mi antojo, que si ya podrían haber montado las consultas una al lado de la otra...

—Bueno, sí, pero ya le encontré el lado bueno. No te creas, tampoco lo tuyo está tan mal, pero si lo pienso fríamente me gusta más levantarme y ponerme guapa para salir a la calle; aunque siempre vaya con la hora pegada al culo, termine pintándome los labios en el ascensor y saltándome un par de semáforos. Así aprecio más volver a casa luego, por la tarde, y tener mi espacio para desconectar.

Ella era consciente de ser un desastre para organizar su tiempo. Todas las noches se proponía levantarse media hora antes para salir con tiempo, o dejar todo preparado antes de acostarse y así madrugar menos; pero ni lo uno ni lo otro conseguía: siempre terminaba corriendo por toda la casa buscando en el último momento cualquier cosa importante para meter en el bolso, y dejando todo hecho un desastre a su paso.

—¿Tendrás morro? Estás usando los mismos argumentos que te di cuando te quejabas.

—Soy una alumna aplicada. ¿Te apetece un café?

Manu también dejó de apilar cajas. Ahora estaba sentado en una, observando desde allí el desastre que aún se presentaba ante sus ojos: cajas abiertas, otras a medio abrir, y todas sin ningún orden ni concierto. Cuando Sofía las embaló, no se había molestado siquiera en etiquetarlas con rotulador por fuera o listar su contenido en un papel.

—¿Por qué no, mejor, terminamos de recoger todo este desastre y tomamos fuera el café? —se le ocurrió a Manu—. Esta mañana habrá llovido, pero hace una tarde estupenda.

—Venga, vale, me cambio en un minuto —respondió encantada y embalada hacia el dormitorio—. Eso déjalo tal cual, en serio, ya lo iré colocando poco a poco.

—Lo que no entiendo es por qué tienes las mismas cajas que el día de la mudanza —se interesó Manu, empujando debajo de la mesa las dos que habían utilizado como improvisados asientos— ¿Has llegado a colocar alguna entera?

Pero Sofía ya no le escuchaba, o no quería escucharle.

 

••

 

Había sido una tarde muy luminosa del mes de mayo, de la que ya apenas restaba luz, cuando esperaba en el portal la llegada del ascensor para subir de vuelta a su piso. Manu se quedó en la cafetería de abajo, charlando con unos amigos a los que hacía tiempo que no veía. Ella, entre que se sentía cansada y que se aburría con la conversación, decidió quitarse de en medio. Le gustaba el ambiente de aquella ciudad, tan cálido, tan cercano. Aunque prefería Mallorca, sobre todo sus playas, con esa arena blanca tan fina, Málaga tenía para ella otro encanto distinto, tal vez el recuerdo de los veranos de su infancia, que suelen dejar un sabor anaranjado: la combinación perfecta entre la alegría dulce del recuerdo y el amargor de la nostalgia. Se sorprendía viendo a Manu saludar a la gente en cualquier rincón, lejos del barrio, en un chiringuito perdido de la playa de El Palo, en Torremolinos o Arroyo de la Miel; siempre se topaba con una cara conocida para conversar. Era muy fácil sentirse arropado allí y contagiarse del carácter abierto de su gente.

Al abrirse la puerta del ascensor se encontró con un vecino del duodécimo, que subía directamente desde el garaje. Cruzaron un «buenas tardes», apenas audible, mientras ella pulsaba el número trece y él fruncía el ceño al ver iluminarse aquel círculo verde enmarcando el número. A su vecino le encantaban las alturas, siempre soñó con un ático, pero era demasiado supersticioso para atreverse con aquella planta, y como aquel edificio tan céntrico le venía muy bien y las vistas le parecieron magníficas, decidió establecer su residencia en el duodécimo; el más alto sin llegar a jugársela con ese número.

Subieron las doce plantas en silencio. Él mirando el contador de plantas y el reloj un par de veces, y ella jugueteando con su llavero. De vez en cuando miraba de reojo al individuo, que permanecía impasible a su lado, para hacerle un examen rápido sobre qué tipo de hombre le parecía. A simple vista, y de reojo, observó que iba bien vestido, con mucho estilo aun siendo un atuendo muy sobrio para su gusto; pensó que posiblemente sería su uniforme impuesto para el trabajo y se preguntó cómo vestiría en fin de semana. Calculó, por su pose rígida, que se trataba de un tío estirado, malhumorado y rozando la antipatía: el típico amargado o resentido, nunca contento con nada. Y aunque siempre fallaba en aquellas elucubraciones, esta vez sintió que no se equivocaba un ápice. El tipo no varió ni un milímetro su postura, a pesar de que ella había dejado de observarle de reojo para mirarle descaradamente. Y no porque le interesase, lejos de su intención quedaba aquello, sino porque se puso de nuevo a pensar en sus cosas y no se dio cuenta de estar clavándole la mirada; hasta que el ascensor paró en seco en la planta doce y despertó de sus ensoñaciones de golpe. Se despidió con un «hasta luego», más inaudible que el saludo inicial, y siguió concentrada en lo suyo hasta su casa.