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La revancha del reportero

Plàcid Garcia-Planas

foto carnet kandahar

Imagen del autor tomada por un fotógrafo callejero de Kandahar (Afganistán), revelada a mano.

Plàcid Garcia-Planas nació en el seno de una familia textil de Sabadell, Barcelona, en 1962. Licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra, es reportero de La Vanguardia desde 1988. Ha cubierto las guerras yugoslavas, las dos guerras del Golfo Pérsico y los conflictos de Líbano, Israel, Palestina, Afganistán y Libia, entre otros. Es autor de Como un ángel sin permiso y de Jazz en el despacho de Hitler, premio Godó de Periodismo de Investigación y Reporterismo 2010.

 

Primera edición digital: diciembre de 2011

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© del texto: Plàcid Garcia-Planas
© de la imagen de portada: Quim Roser

Diseño: dtm+tagstudy

ISBN: 978-84-938702-3-2

Todos los derechos reservados.
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Prólogo

Corresponsal de guerras muertas

El panteón desprendía un cierto olor a orina.

La puerta estaba reventada, y por el suelo se veían rastros de cerveza y botellón. Dentro esperaba una lápida llena de polvo y alguna telaraña: Bela Lugosi no habría encontrado mejor decorado para su Drácula en 1931. Y, sin embargo, aquello no era un decorado. Era la tumba del estudiante serbio cuyo magnicidio desencadenó la Primera Guerra Mundial: veinte millones de muertos.

Flotando entre las muecas del actor húngaro y los auténticos huesos de Gavrilo Princip, ese día de invierno en Sarajevo, la orina desprendía a su vez un cierto olor a abismo. Era el año 2001 y yo me preguntaba, sin encontrar una respuesta, por qué ese panteón me inquietaba más –mucho más– que las sangrientas y peligrosas escenas que había vivido nueve años antes en la misma ciudad de Sarajevo. Y no sabía por qué era más difícil –mucho más difícil– seleccionar las palabras para narrar lo que sentía ante esa lápida muerta y húmeda que encontrarlas para relatar cualquier campo de batalla viva.

No era el primer lugar donde me hacía esta pregunta. Pero sí el que más me aturdía: ante los restos de un botellón bosnio, ante los restos del estudiante que dio el pistoletazo de salida al suicidio colectivo de Europa, sin saber exactamente si lo que espesaba el oxígeno de aquel panteón era el tiempo: el tiempo que no se detiene, o la absoluta ausencia de él.

Y allí dentro pensé, una vez más, en los reporteros que me precedieron en el girar de los años y sus rotativas. Pensé en los viejos corresponsales de La Vanguardia, en los que cubrieron esa guerra descorchada por Gavrilo Princip y los que escribieron desde otras guerras antes y después de 1914, y me pregunté qué se habrían preguntado ellos y cómo narraron una realidad tan asombrosa que, ya antes de escoger la primera palabra, aparece ante el reportero como una alucinación. Y pensé que la última palabra de toda crónica de guerra no la tiene el último disparo. La tiene el tiempo: el tiempo que no se detiene, el que quizá ni exista.

Este libro es eso: un regreso. El regreso a seis campos de batalla narrados por siete reporteros del viejo diario de Barcelona y Europa. De 1893 a 1996. Del norte de África al sur de Indochina.

Un regreso algo impulsivo. Los textos del Frente Balcánico de la Primera Guerra Mundial se escribieron y publicaron entre los años 1999 y 2004. El resto de campos de batalla fueron revisitados en la primavera y el verano del 2006, y el material se publicó en otoño de ese año coincidiendo con el 125 aniversario de la fundación de La Vanguardia.

Un regreso tal vez inexplicable. ¿O acaso tiene explicación –ya que hemos empezado este prólogo en los Balcanes– que los campesinos del Kaimakchalan den el grano a sus gallinas servido en cascos de soldados del káiser? ¿Tiene explicación que los niños de Prilep jueguen al fútbol sobre los cuerpos de miles y miles de soldados alemanes? ¿Tiene explicación que esos niños vayan arrastrando las lápidas para marcar porterías?

Un regreso un punto inquietante. Porque el corresponsal de guerras vivas transformado en corresponsal de guerras muertas acaba, al final, por notar algo que repta y se nutre en la propia narración del dolor. Incluso –y ése es el escalofrío– del dolor extinguido. Algo que tiene respiración propia. Más allá del mundo y los hombres, pero no de las palabras que el reportero elige: por eso provoca un sudor más bien frío.

El libro toma el título de la última crónica del viaje: tampoco sabría explicar por qué.