Emilia Pardo Bazán

Colección de Emilia Pardo Bazán

(Clásicos de la literatura)



e-artnow, 2015
Contacto: info@e-artnow.org
ISBN 978-80-268-3493-9

Cubierta: Joaquín Vaamonde Cornide, Retrato de Emilia Pardo Bazán, 1896

Emilia Pardo Bazán

Infidelidad

Índice



Con gran sorpresa oyó Isabel de boca de su amiga Claudia, mujer formal entre todas, y en quien la belleza sirve de realce a la virtud, como al azul esmalte el rico marco de oro, la confesión siguiente:

-Aquí, donde me ves, he cometido una infidelidad crudelísima, y si hoy soy tan firme y perseverante en mis afectos, es precisamente porque me aleccionaron las tristes consecuencias de aquel capricho.

-¡Capricho tú! -repitió Isabel atónita.

-Yo, hija mía... Perfecto, sólo Dios. Y gracias cuando los errores nos enseñan y nos depuran el alma.

Con levadura de malignidad, pensó Isabel para su bata de encaje:

"Te veo, pajarita... ¡Fíese usted de las moscas muertas! Buenas cosas habrás hecho a cencerros tapados... Si cuentas esta, es a fin de que creamos en tu conversión."

Y, despierta una empecatada curiosidad y una complacencia diabólica, volvióse la amiga todo oídos... Las primeras frases de Claudia fueron alarmantes.

-Cuando sucedió estaba yo soltera todavía... La inocencia no siempre nos escuda contra los errores sentimentales. Una chiquilla de dieciséis años ignora el alcance de sus acciones; juega con fuego sobre barriles atestados de pólvora, y no es capaz de compasión, por lo mismo que no ha sufrido...

La fisonomía de Claudia expresó, al decir así, tanta tristeza, que Isabel vio escrita en la hermosa cara la historia de las continuas y desvergonzadas traiciones que al esposo de su amiga achacaban con sobrado fundamento la voz pública. Y sin apiadarse, Isabel murmuró interiormente:

"Prepara, sí, prepara la rebaja... Ya conocemos estas semiconfesiones con reservas mentales y excusas confitadas... El maridito se aprovecha; pero por lo visto has madrugado tú... Pues por mí, absolución sin penitencia, hija... ¡Y cómo sabe revestirse de contrición!"

En efecto, Claudia, cabizbaja, entornaba los brillantes ojos, velados por una humareda oscura, profundamente melancólica.

-Dieciséis años. Era mi edad..., y había un ser a quien entonces quería acaso más que a ninguno. Todos los momentos de que podía disponer los dedicaba a acariciarle, a hacerle demostraciones de ternura, que él pagaba con otras mil voces más apasionadas y alegres...

-¡Claudia! -exclamó Isabel con pudibundo mohín.

-Isabel... -repuso ésta-, tranquilízate, y que no te parezca cómica la revelación... ¡Si vieses qué lejos de mí está el tomar a broma este episodio! ¡Ojalá pudiese! El ser querido era un perro...

-¡Ah! -gritó Isabel, que no pecaba de necia-. Debí figurármelo... Sólo un perro justifica el lirismo con que te expresabas... Sólo el corazón del perro encierra lealtad, sinceridad y nobleza bastante para satisfacer a una soñadora como tú...

-Y ahí está la razón de mis remordimientos... -afirmó seriamente Claudia-. Si yo hubiese vendido a un ser capaz de venderme..., mi conciencia estaría casi tranquila. Habría arriesgado algo, me habría expuesto a represalias..., mientras que así...

-Comprendo, comprendo -balbuceó Isabel, conmovida a pesar suyo.

-A pesar del tiempo transcurrido, aún me persiguen los recuerdos de mi maldad... Los años nos hacen más blandos de corazón. La juventud ve delante de sí tantas esperanzas, que no quiere mirar al dolor ni apiadarse del daño que aturdidamente ocasiona... Mi error no tuvo disculpa, ni siquiera la del buen gusto. Ivanhoe, mi primer favorito, era un perrazo magnífico, un terranova de pelo ensortijado y negrísimo, como denso tapiz de astracán. De cabeza noble e inteligente, el mirar de sus grandes ojos de venturina destellaba una bondad ideal. ¡Decía un mundo de cosas! Cuando venía a descansar la cabezota en mi regazo y fijaba en mis pupilas las suyas magnéticas, yo leía en ellas la resolución de morir por mí, si fuera preciso.

La sombra de un peligro, la entrada de una persona desconocida, contraían con repentina ferocidad el hocico de Ivanhoe, que enseñaba sus blancos dientes amenazándolos, gruñendo sordamente. De día me seguía paso a paso; de noche dormía travesado en el umbral de mi puerta. Mi pureza no necesitaba otro guardián, y mis padres acostumbraban a decir que con Ivanhoe iba yo más defendida que con tres criados.

En esto sucedió que vino de París mi tía la de Bellver, y me trajo un regalo carísimo. Empezaban a ponerse de moda los grifones, y dentro del manguito me presentó uno, diminuto hasta la ridiculez y feo hasta la sublimidad: "una delicia", voz unánime de cuantos lo admiraron en la tertulia. Un matorral de pelo gris sucio se cruzaba y confundía en la cara del animalejo, escondiendo sus ojos desproporcionados, parecidos a enormes cuentas de azabache y descubriendo sólo la nariz, trufita húmeda reluciente y donosa hasta la caricatura. Clown -así se llamaba el bichejo-fue nuestro juguete, frágil, original y envidiado porque no se conocía otro en Madrid; y la miseria de mi vanidad me incitó a consagrar a Clown exclusivamente todos mis halagos, a no separarlo de mí, a adoptarle por favorito, olvidando enteramente a Ivanhoe. Es más: llegué a expulsar a Ivanhoe de mi presencia y de mi cuarto, porque asustaba al grifón, el cual, muy tembleque, como todos los perros chiquitines, se

convertía en azogado al ver al colosal terranova. Me entregué sin reparo al nuevo cariño, y si no le encargué a Clown un trousseau lujosísimo de sedas, encajes y plumas (ya sabes que esto se hace hoy, como que existen modistas especiales y hasta figurines para perros), al menos me dediqué a lavarlo, peinarlo, perfumarlo y atusarlo, y le construí un collarín precioso de perlitas, sacrificando mi mejor brazalete para los pasadores de diamantes. Mis amigas rabiaban por no tener otro Clown. Yo lo sacaba en carruaje, en el manguito o en el rincón de mi chaqueta, entre el brazo y el seno; y al lucir tan gracioso dije viviente, al ostentarlo como una niña ostenta una muñeca más cara que todas, me pavoneaba y me hinchaba de orgullo, sin pensar ni un instante en el olvidado...

El olvidado había procedido con la mayor dignidad, con la delicadeza más absoluta. Bastaríale mover una pataza para aplastar al rival intruso; pero se desdeñó hasta de ladrarle: tan mezquino enemigo no merecía los honores del ataque y de la protesta. Si se hubiese tratado de un perrazo..., ya Ivanhoe disputaría mi ternura a dentelladas. Ante aquel ser exiguo, Ivanhoe comprendió que no le tocaba descender a ningún extremo celoso. Se abatió, encogió la cola, agachó la cabeza y, resignadamente, descendió a la cuadra, donde los cocheros se encargaron de cuidarlo.

-Ese perro era "un caballero" -interrumpió Isabel.

-Y yo..., "¡una infame!" -declaró amargamente Claudia-. Ivanhoe, solo, enfermo, abandonado entre gente grosera y estúpida... No me enteré sino cuando no había remedio... "Tiene la rabia mansa -me dijeron-, y aunque no hace daño ni muerde, habrá que pegarle un tiro". Sentí un golpe repentino en el corazón. Me escapé, me escurrí furtivamente hasta la cuadra, y me acerqué al montón de paja maloliente en que yacía tendido Ivanhoe. A mi voz entreabrió las pupilas y meneó débilmente la cola, como diciendo: "Gracias, soy tu amigo, soy aquel mismo, a pesar de todo...". Habían notado mi escapatoria y me arrancaron de allí deshecha en llanto, ahogada por los sollozos, convulsa; me encerraron en mi habitación, y a la media hora oí en el patio dos detonaciones de arma de fuego...

Claudia calló y apretó en silencio, enérgicamente, la mano de Isabel. Después de una pausa dijo sonriendo:

-Ivanhoe me perdonó, porque en él no cabía otra cosa. ¡Quien no me ha perdonado ha sido el Destino..., el gran vengador! No me ha traído suerte la infidelidad... El que a hierro mata...

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Infidelidad

Un Viaje de Novios

Cuentos de Amor

Los pazos de Ulloa

Emilia Pardo Bazán

Los pazos de Ulloa

Índice

[Nota : No había capítulo nº V en el original. Pues, el capítulo VII sigue el capítulo V.]

 

Tomo I
I
II
III
IV
V
VII
VIII
IX
X
XI

 

Tomo II
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX

X

Y en efecto, le fueron enseñadas al marqués de Ulloa multitud de cosas que no le importaban mayormente. Nada le agradó, y experimentó mil decepciones, como suele acontecer a las gentes habituadas a vivir en el campo, que se forman del pueblo una idea exagerada. Pareciéronle, y con razón, estrechas, torcidas y mal empedradas las calles, fangoso el piso, húmedas las paredes, viejos y ennegrecidos los edificios, pequeño el circuito de la ciudad, postrado su comercio y solitarios casi siempre sus sitios públicos; y en cuanto a lo que en un pueblo antiguo puede enamorar a un espíritu culto, los grandes recuerdos, la eterna vida del arte conservada en monumentos y ruinas, de eso entendía don Pedro lo mismo que de griego o latín. ¡Piedras mohosas! Ya le bastaban las de los Pazos. Nótese cómo un hidalgo campesino de muy rancio criterio se hallaba al nivel de los demócratas más vandálicos y demoledores. A pesar de conocer a Orense y haber estado en Santiago cuando niño, discurría y fantaseaba a su modo lo que debe ser una ciudad moderna: calles anchas, mucha regularidad en las construcciones, todo nuevo y flamante, gran policía, ¿qué menos puede ofrecer la civilización a sus esclavos? Es cierto que Santiago poseía dos o tres edificios espaciosos, la Catedral, el Consistorio, San Martín… Pero en ellos existían cosas muy sin razón ponderadas, en concepto del marqués: por ejemplo, la Gloria de la Catedral. ¡Vaya unos santos más mal hechos y unas santas más flacuchas y sin forma humana!, ¡unas columnas más toscamente esculpidas! Sería de ver a alguno de estos sabios que escudriñan el sentido de un monumento religioso, consagrándose a la tarea de demostrar a don Pedro que el pórtico de la Gloria encierra alta poesía y profundo simbolismo. ¡Simbolismo! ¡Jerigonzas! El pórtico estaba muy mal labrado, y las figuras parecían pasadas por tamiz. Por fuerza las artes andaban atrasadísimas en aquellos tiempos de maricastaña. Total, que de los monumentos de Santiago se atenía el marqués a uno de fábrica muy reciente: su prima Rita.
La proximidad de la fiesta del Corpus animaba un tanto la soñolienta ciudad universitaria, y todas las tardes había lucido paseo bajo los árboles de la Alameda. Carmen y Nucha solían ir delante, y las seguían Rita y Manolita, acompañadas por su primo; el padre cubría la retaguardia conversando con algún señor mayor, de los muchos que existen en el pueblo compostelano, donde por ley de afinidad parece abundar más que en otras partes la gente provecta. A menudo se arrimaba a Manolita un señorito muy planchado y tieso, con cierto empaque ridículo y exageradas pretensiones de elegancia: llamábase don Víctor de la Formoseda y estudiaba derecho en la Universidad; don Manuel Pardo le veía gustoso acercarse a sus hijas, por ser el señorito de la Formoseda de muy limpio solar montañés, y no despreciable caudal. No era éste el único mosquito que zumbaba en torno de las señoritas de la Lage. A las primeras de cambio notó don Pedro que así por los tortuosos y lóbregos soportales de la Rúa del Villar, como por las frondosidades de la Alameda y la Herradura, les seguía y escoltaba un hombre joven, melenudo, enfundado en un gabán gris, de corte raro y antiguo. Aquel hombre parecía la sombra de las muchachas: no era posible volver la cabeza sin encontrársele: y don Pedro reparó también que al surgir detrás de un pilar o por entre los árboles el rondador perpetuo, la cara triste y ojerosa de Carmen se animaba, y brillaban sus abatidos ojos. En cambio don Manuel y Nucha daban señales de inquietud y desagrado.
Ya sobre la pista, don Pedro siguió acechando, a fuer de cazador experto. Nucha no debía tener ningún adorador entre la multitud de estudiantes y vagos que acudían al paseo, o si lo tenía, no le hacía caso, pues caminaba seria e indiferente. En público, Nucha parecía revestirse de gravedad ajena a sus años. Respecto a Manolita, no perdía ripio coqueteando con el señorito de la Formoseda. Rita, siempre animada y provocadora, lo era mucho con su primo, y no poco con los demás, pues don Pedro advirtió que a las miradas y requiebros de sus admiradores correspondía con ojeadas vivas y flecheras. Lo cual no dejó de dar en qué pensar al marqués de Ulloa, el cual, tal vez por contarse en el número de los hombres fácilmente atraídos por las mujeres vivarachas, tenía de ellas opinión detestable y para sus adentros la expresaba en términos muy crudos.
Dormían en habitaciones contiguas Julián y el marqués, pues Julián, desde su ordenación, había ascendido de categoría en la casa, y mientras la madre continuaba desempeñando las funciones de ama de llaves y dueña, el hijo comía con los señores, ocupaba un cuarto de importancia, y era tratado en suma, si no de igual a igual, pues siempre quedaban matices de protección, al menos con gran amabilidad y deferencia. De noche, antes de recogerse, el marqués se le entraba en el dormitorio a fumar un cigarro y charlar. La conversación ofrecía pocos lances, pues siempre versaba sobre el mismo proyecto. Decía don Pedro que le admiraban dos cosas: haberse resuelto a salir de los Pazos, y hallarse tan decidido a tomar estado , idea que antes le parecía irrealizable. Era don Pedro de los que juzgan muy importantes y dignas de comentarse sus propias acciones y mutaciones-achaque propio de egoístas-y han menester tener siempre cerca de sí algún inferior o subordinado a quien referirlas, para que les atribuya también valor extraordinario.
Agradaba la plática a Julián. Aquellas proyectadas bodas entre primo y prima le parecían tan naturales como juntarse la vid al olmo. Las familias no podían ser mejores ni más para en una; las clases iguales; las edades no muy desproporcionadas, y el resultado dichosísimo, porque así redimía el marqués su alma de las garras del demonio, personificado en impúdicas barraganas. Solamente no le contentaba que don Pedro se hubiese ido a fijar en la señorita Rita: mas no se atrevía ni a indicarlo, no fuese a malograrse la cristiana resolución del marqués.
- Rita es una gran moza…-decía éste explayándose-. Parece sana como una manzana, y los hijos que tenga heredarán su buena constitución. Serán más fuertes aún que Perucho, el de Sabel.
¡Inoportuna reminiscencia! Julián se apresuraba a replicar, sin meterse en honduras fisiológicas:
- La casta de los señores de Pardo es muy saludable, gracias a Dios…
Una noche cambiaron de sesgo las confidencias, entrando en terreno sumamente embarazoso para Julián, siempre temeroso de que cualquier desliz de su lengua desbaratase los proyectos del señorito, y le echase a él sobre la conciencia responsabilidad gravísima.
- ¿Sabe usted-insinuó don Pedro-que mi prima Rita se me figura algo casquivana? Por el paseo va siempre entretenida en si la miran o no la miran, si le dicen o no le dicen… juraría que toma varas.
- ¿Que toma varas?-repitió el capellán, quedándose en ayunas del sentido de la frase grosera.
- Sí, hombre…, que se deja querer, vamos… Y para casarse, no es cosa de broma que la mujer las gaste con el primero que llega.
- ¿Quién lo duda, señorito? La prenda más esencial en la mujer es la honestidad y el recato. Pero no hay que fiarse de apariencias. La señorita Rita tiene el genio así, franco y alegre…
Creíase Julián salvado con estas evasivas, cuando, a las pocas noches, don Pedro le apretó para que cantase :
- Don Julián, aquí no valen misterios… Si he de casarme, quiero al menos saber con quién y cómo… Apenas se reirían si porque vengo de los Pazos me diesen de buenas a primeras gato por liebre. Con razón se diría que salí de un soto para meterme en otro. No sirve contestar que usted no sabe nada. Usted se ha criado en esta casa, y conoce a mis primas desde que nació. Rita… Rita es mayor que usted, ¿no es verdad?
- Sí, señor-respondió Julián, no teniendo por cargo de conciencia revelar la edad-. La señorita Rita cumplirá ahora veintisiete o veintiocho años… Después viene la señorita Manolita y la señorita Marcelina, que son seguidas…, veintitrés y veintidós… porque en medio murieron dos niños varones…, y luego la señorita Carmen, veinte… Cuando nació el señorito Gabriel, que andará en los diecisiete o poco más, ya no se pensaba que la señora volviese a tener sucesión, porque andaba delicada, y le probó tan mal el parto, que falleció a los pocos meses.
- Pues usted debe conocer perfectamente a Rita. Cante usted, ea.
- Señorito, a la verdad… Yo me crié en esta casa, es cierto; pero sin manualizarme con los señores, porque mi clase era otra muy distinta… Y mi madre, que era muy piadosa, no me permitió jamás juntarme con las señoritas para jugar ni nada… por razones de decoro… ¡Ya usted me comprende! Con el señorito Gabriel sí que tuve algún trato; lo que es con las señoritas… buenos días y buenas noches, cuando las encontraba en los pasillos. Luego ya fui al Seminario…
- ¡Bah, bah! ¿Tiene usted gana de cuentos…? Harto estará usted de saber cosas de las chicas. Basta su madre de usted para enterarle. ¿Acerté? Se ha puesto usted colorado… ¡Ajá! ¡Por ahí vamos bien! ¡A ver con qué cara me niega que su madre le ha informado de algunas cosillas…!
Julián se tornó purpúreo. ¡Que si le habían contado! ¡Pues no habían de contarle! Desde su llegada, la venerable dueña que regía el llavero en casa de la Lage no había cogido a solas a su hijo un minuto sin ceder a la comezón de tocar ciertos asuntos, que únicamente con varones graves y religiosos pueden conferirse… Misía Rosario no lo iba a charlar con otras comadres envidiosas, eso no; por algo comía el pan de don Manuel Pardo; pero con la gente grave y de buen consejo, v.g., su confesor don Vicente el canónigo, y Julián, aquel pedazo de sus entrañas elevado a la más alta dignidad que cabe en la tierra, ¿quién le vedaba el gustazo de juzgar a su modo la conducta del amo y las señoritas, de alardear de discreción, censurando melosa y compasivamente algunos de sus actos que ella «si fuese señora» no realizaría jamás, y de oír que «personas de respeto» alababan mucho su cordura, y conformaban del todo con su dictamen? Que si le habían contado a Julián, ¡Dios bendito! Pero una cosa era que se lo hubiesen contado, y otra que él lo pudiese repetir. ¿Cómo revelar la manía de la señorita Carmen, empeñada en casarse contra viento y marea de su padre, con un estudiantillo de medicina, un nadie, hijo de un herrador de pueblo (¡oh baldón para la preclara estirpe de los Pardos!), un loco de atar que la comprometía siguiéndola por todas partes a modo de perrito faldero, y de quien además se aseguraba que era un materialista, metido en sociedades secretas? ¿Cómo divulgar que la señorita Manolita hacía novenas a San Antonio para que don Víctor de la Formoseda se determinase a pedirla, llegando al extremo de escribir a don Víctor cartas anónimas indisponiéndole con otras señoritas cuya casa frecuentaba? Y sobre todo, ¿cómo indicar ni lo más somero y mínimo de aquello de la señorita Rita, que maliciosamente interpretado tanto podía dañar a su honra? Antes le arrancasen la lengua.
- Señorito…-balbució-. Yo creo que las señoritas son muy buenas e incapaces de faltar en nada; pero si lo contrario supiese, me guardaría bien de propalarlo, toda vez que yo…, que mi agradecimiento a esta familia me pondría…, vamos… como si dijéramos… una mordaza…
Detúvose, comprendiendo que se empantanaba más.
- No traduzca mis palabras, señorito… Por Dios, no saque usted consecuencias de mi poca habilidad para explicarme.
- ¿Según eso-preguntó el marqués mirando de hito en hito al capellán-, usted juzga que no hay absolutamente nada censurable? Clarito. ¿Las considera usted a todas unas señoritas intachables… perfectísimas… que me convienen para casarme? ¿Eh?
Meditó Julián antes de responder.
- Si usted se empeña en que le descubra cuánto uno tiene en el corazón… francamente, aunque las señoritas son cada una de por sí muy simpáticas, yo, puesto a escoger, no lo niego…, me quedaría con la señorita Marcelina.
- ¡Hombre! Es algo bizca… y flaca… Sólo tiene buen pelo y buen genio.
- Señorito, es una alhaja.
- Será como las demás.
- Es como ella sola. Cuando el señorito Gabriel quedó sin mamá de pequeñito, lo cuidó con una formalidad que tenía la gracia del mundo, porque ella no era mucho mayor que él. Una madre no hiciera más. De día, de noche, siempre con el chiquillo en brazos. Le llamaba su hijo: dicen que era un sainete ver aquello. Parece que el peso del chiquillo la rindió y por eso quedó más delicada de salud que las otras. Cuando el hermano marchó al colegio, estuvo malucha. Por eso la ve usted descolorida. Es un ángel, señorito. Todo se le vuelve aconsejar bien a las hermanas…
- Señal de que lo necesitan-arguyó don Pedro maliciosamente.
- ¡Jesús! No puede uno deslizarse… Bien sabe usted que sobre lo bueno está lo mejor, y la señorita Marcelina raya en perfecta. La perfección es dada a pocos. Señorito, la señorita Marcelina, ahí donde usted la ve, se confiesa y comulga tan a menudo, y es tan religiosa, que edifica a la gente.
Quedóse don Pedro reflexionando algún rato, y aseguró después que le agradaba mucho, mucho, la religiosidad en las mujeres; que la conceptuaba indispensable para que fuesen «buenas».
- Con que beatita, ¿eh?-añadió-. Ya tengo por dónde hacerla rabiar.
Y tal fue en efecto el resultado inmediato de aquella conferencia donde, con mejor deseo que diplomacia, había intentado Julián presentar la candidatura de Nucha. Desde entonces el primo gastó con ella bastantes bromas, algunas más pesadas que divertidas. Con placer del niño voluntarioso cuyos dedos entreabren un capullo, gozaba en poner colorada a Nucha, en arañarle la epidermis del alma por medio de chanzas subidas e indiscretas familiaridades que ella rechazaba enérgicamente. Semejante juego mortificaba al capellán tanto como a la chica; las sobremesas eran para él largo suplicio, pues a las anécdotas y cuentos de don Manuel, que versaban siempre sobre materias nada pulcras ni bien olientes (costumbre inveterada en el señor de la Lage), se unían las continuas inconveniencias del primo con la prima. El pobre Julián, con los ojos fijos en el plato, el rubio entrecejo un tanto fruncido, pasaba las de Caín. Imaginábase él que ajar, siquiera fuese en broma, la flor de la modestia virginal era abominable sacrilegio. Por lo que su madre le había contado y por lo que en Nucha veía, la señorita le inspiraba religioso respeto, semejante al que infunde el camarín que contiene una veneranda imagen. Jamás se atrevía a llamarla por el diminutivo, pareciéndole Nucha nombre de perro más bien que de persona; y cuando don Pedro se resbalaba a chanzonetas escabrosas, el capellán, juzgando que consolaba a la señorita Marcelina, tomaba asiento a su lado y le hablaba de cosas santas y apacibles, de alguna novena o función de iglesia, a las cuales Nucha asistía con asiduidad.
No lograba el marqués vencer la irritante atracción que le llevaba hacia Rita; y con todo, al crecer el imperio que ejercía en sus sentidos la prima mayor, se fortalecía también la especie de desconfianza instintiva que infunden al campesino las hembras ciudadanas, cuyo refinamiento y coquetería suele confundir con la depravación. Vamos, no lo podía remediar el marqués; según frase suya, Rita le escamaba terriblemente. ¡Es que a veces ostentaba una desenvoltura! ¡Se mostraba con él tan incitadora; tendía la red con tan poco disimulo; se esponjaba de tal suerte ante los homenajes masculinos!
El aldeano que llega al pueblo ha oído contar mil lances, mil jugarretas hechas a los bobos que allí entran desprevenidos como incautos peces. Lleno de recelo, mira hacia todas partes, teme que le roben en las tiendas, no se fía de nadie, no acierta a conciliar el sueño en la posada, no sea que mientras duerme le birlen el bolso. Guardada la distancia que separaba de un labriego al señor de Ulloa, éste era su estado moral en Santiago. No hería su amor propio ser dominado por Primitivo y vendido groseramente por Sabel en su madriguera de los Pazos, pero sí que le torease en Compostela su artificiosa primilla. Además, no es lo mismo distraerse con una muchacha cualquiera que tomar esposa. La hembra destinada a llevar el nombre esclarecido de Moscoso y a perpetuarlo legítimamente había de ser limpia como un espejo… Y don Pedro figuraba entre los que no juzgan limpia ya a la que tuvo amorosos tratos, aún en la más honesta y lícita forma, con otro que con su marido. Aún las ojeadas en calles y paseos eran pecados gordos. Entendía don Pedro el honor conyugal a la manera calderoniana, española neta, indulgentísima para el esposo e implacable para la esposa. Y a él que no le dijesen: Rita no estaba sin algún enredillo… Acerca de Carmen y Manolita no necesitaba discurrir, pues bien veía lo que pasaba. Pero Rita…
Ningún amigo íntimo tenía en Santiago don Pedro, aunque sí varios conocidos, ganados en el paseo, en casa de su tío o en el Casino, donde solía ir mañana y noche, a fuer de buen español ocioso. Allí se le embromaba mucho con su prima, comentándose también la desatinada pasión de Carmen por el estudiante y su continuo atalayar en la galería, con el adorador apostado enfrente. Siempre alerta, el señorito estudiaba el tono y acento con que nombraban a Rita. En dos o tres ocasiones le pareció notar unas puntas de ironía, y acaso no se equivocase; pues en las ciudades pequeñas, donde ningún suceso se olvida ni borra, donde gira perpetuamente la conversación sobre los mismos asuntos, donde se abulta lo nimio y lo grave adquiere proporciones épicas, a menudo tiene una muchacha perdida la fama antes que la honra, y ligerezas insignificantes, glosadas y censuradas años y años, llevan a su autora con palma al sepulcro. Además, las señoritas de la Lage, por su alcurnia, por los humos aristocráticos de su padre, y la especie de aureola con que pretendía rodearlas, por su belleza, eran blanco de bastantes envidillas y murmuraciones: cuando no se las motejaba de orgullosas, se recurría a tacharlas de coquetas.
Lucía el Casino entre su maltratado mueblaje un caduco sofá de gutapercha, gala del gabinete de lectura: sofá que pudiera llamarse tribuna de los maldicientes, pues allí se reunían tres de las más afiladas tijeras que han cortado sayos en el mundo, triunvirato digno de más detenido bosquejo y en el cual descollaba un personaje eminentísimo, maestro en la ciencia del mal saber . Así como los eruditos se precian de no ignorar la más mínima particularidad concerniente a remotas épocas históricas, este sujeto se jactaba de poder decir, sin errar punto ni coma, lo que disfrutaban de renta, lo que comían, lo que hablaban y hasta lo que pensaban las veinte o treinta familias de viso que encerraba el recinto de Santiago. Hombre era para pronunciar con suma formalidad y gran reposo:
- Ayer, en casa de la Lage, se han puesto en la mesa dos principios: croquetas y carne estofada. La ensalada fue de coliflor, y a los postres se sirvió carne de membrillo de las monjas.
Comprobada la exactitud de tales pormenores, resultaban rigurosamente ciertos.
Tan bien informado individuo consiguió encender más recelos en el ánimo del suspicaz señor de Ulloa, bastándole para ello unas cuantas palabritas, de ésas que tomadas al pie de la letra no llevan malicia alguna, pero vistas al trasluz pueden significarlo todo… Encomiando el salero de Rita, y la hermosura de Rita, y la buena conformación anatómica del cuerpo de Rita, añadió como al descuido:
- Es una muchacha de primer orden… Y aquí difícilmente le saldría novio. Las chicas por el estilo de Rita siempre encuentran su media naranja en un forastero.

 

XI

Hacía un mes que don Manuel Pardo se preguntaba a sí mismo: «¿Cuándo se determinará el rapaz a pedirme a Rita?».
Que se la pediría, no lo dudó un momento. La situación del marqués en aquella casa era tácitamente la del novio aceptado. Los amigos de la familia de la Lage se permitían alusiones desembozadas a la próxima boda; los criados, en la cocina, calculaban ya a cuánto ascendería la propineja nupcial. Al recogerse, sus hermanas daban matraca a Rita. A todas horas reían fraternalmente con el primo y una ráfaga de alegría juvenil trocaba la vetusta casa en alborotada pajarera.
Descabezaba una tarde la siesta el marqués, cuando llamaron a la puerta con grandes palmadas. Abrió: era Rita, en chambra, con un pañuelo de seda atado a lo curro, luciendo su hermosa garganta descubierta. Blandía en la diestra un plumero enorme, y parecía una guapísima criada de servir, semejanza que lejos de repeler al marqués, le hizo hervir la sangre con mayor ímpetu. Sofocada y risueña la muchacha echaba lumbres por ojos, boca y mejillas.
- ¿Perucho? ¿Peruchón?
- ¿Ritiña, Ritona?-contestó don Pedro devorándola con el mirar.
- Dicen las chicas que vengas… Estamos muy enfaenadas arreglando el desván, donde hay todos los trastos del tiempo del abuelo. Parece que se encuentran allí cosas fenomenales.
- Y yo ¿para qué os sirvo? Supongo que no me mandaréis barrer.
- Todo será que se nos antoje. Ven, holgazán, dormilón, marmota.
Conducía al desván empinadísima escalera, y no era el sitio muy oscuro, pues recibía luz de tres grandes claraboyas, pero sí bastante bajo; don Pedro no podía estar allí de pie, y las chicas, al menor descuido, se pegaban coscorrones en la cabeza contra la armazón del techo. Guardábanse en el desván mil cachivaches arrumbados que habían servido en otro tiempo a la pompa, aparato y esplendor de los Pardos de la Lage, y hoy tenían por compañeros al polvo y la polilla; por esperanza, la visita de muchachas bulliciosas, que de vez en cuando lo exploraban, a fin de desenterrar alguna presea de antaño, que reformaban según la moda actual. Con las antiguallas que allí se pudrían, pudiera escribirse la historia de las costumbres y ocupaciones de la nobleza gallega, desde un par de siglos acá. Restos de sillas de manos pintadas y doradas; farolillos con que los pajes alumbraban a sus señoras al regresar de las tertulias, cuando no se conocía en Santiago el alumbrado público; un uniforme de maestrante de Ronda; escofietas y ridículos, bordados de abalorio; chupas recamadas de flores vistosas; medias caladas de seda, rancias ya; faldas adornadas con caireles; espadines de acero tomados de orín; anuncios de funciones de teatro impresos en seda, rezando que la dama de música había de cantar una chistosa tonadilla, y el gracioso representar una divertida pitipieza ; todo andaba por allí revuelto con otros chirimbolos análogos, que trascendían a casacón desde mil leguas, y entre los cuales distinguíanse, como prendas más simbólicas y elocuentes, los trebejos masónicos: medalla, triángulo, mallete, escuadra y mandil, despojos de un abuelo afrancesado y grado 33…, y una lindísima chaqueta de grana, con las insignias de coronel bordadas en plata por bocamangas y cuello, herencia de la abuela de don Manuel Pardo, que según costumbre de su época, autorizada por el ejemplo de la reina María Luisa, usaba el uniforme de su marido para montar diestramente a horcajadas.
- A buena parte me trajisteis-decía don Pedro, ahogado entre el polvo y contrariadísimo por no poder moverse del asiento.
- Aquí te queremos-le replicaban Rita y Manolita, palmoteando triunfantes-, porque aunque te empeñes, no hay medio de correr tras de nosotras, ni de hacernos barrabasadas. Llegó la nuestra. Te vamos a vestir con espadín y chupa. Ya verás.
- Buena gana tengo de ponerme de máscara.
- Un minuto solamente. Para ver qué facha haces.
- Os digo que no me visto de mamarracho.
- ¿Cómo que no? Se nos ha puesto a nosotras en el moño.
- Mirad que os pesará. La que se me acerque ha de arrepentirse.
- ¿Y qué nos harás, fantasmón?
- Eso no se dice hasta que se vea.
La misteriosa amenaza pareció infundir temor en las primas, que se limitaron por entonces a inofensivas travesuras, a algún plumerazo más o menos. Adelantaba la limpieza del desván: Manolita, con sus brazos nervudos, manejaba los trastos; Rita los clasificaba; Nucha los sacudía y doblaba esmeradamente; Carmen tomaba poca parte en el trajín, y menos aún en la jarana: dos o tres veces se eclipsó, para asomarse a la galería sin duda. Las demás le soltaron indirectas.
- ¿Qué tal está el día, Carmucha? ¿Llueve o hace sol?
- ¿Pasa mucha gente por la calle? Contesta, mujer.
- Ésa siempre está pensando en las musarañas.
A medida que las prendas iban quedando limpias de polvo, las chicas se las probaban. A Manolita le sentaba a maravilla el uniforme de coronel, por su tipo hombruno. Rita era un encanto con la dulleta de seda verdegay de la abuela. Carmen sólo consintió en dejarse poner un estrafalario adorno, un penacho triple, que allá cuando se estrenó se llamaba Las tres potencias . Tocóle a Nucha la probatura de las mantillas de blonda. A todo esto la tarde caía, y en el telarañoso recinto del desván se veía muy poco. La penumbra era favorable a los planes de las muchachas; aprovechando la ocasión propicia, acercáronse disimuladamente las dos mayores a don Pedro, y mientras Rita le plantaba en la cabeza un sombrero de tres picos, Manolita le echaba por los hombros una chupa color tórtola, con guirnaldas de flores azules y amarillas.
Fue de confusión el momento que siguió a esta diablura sosa. Don Pedro, medio a gatas porque de otro modo no se lo consentía la poca altura del desván, perseguía a sus primas, resuelto a tomar memorable venganza; y ellas, exhalando chillidos ratoniles, tropezando con los muebles y cachivaches esparcidos aquí y acullá, procuraban buscar la puertecilla angosta, para evitar represalias. Mientras Rita se atrincheraba tras los restos de una silla de manos y una desvencijada cómoda, huyeron dos chicas, las menos valientes; y habiendo tenido Manolita la buena ocurrencia de cegar momentáneamente a su primo arrojándole a la cabeza un chal, pudo evadirse también Rita, jefe nato del motín. Desenredarse del chal haciéndolo jirones, y lanzarse a la puerta y a la escalera en seguimiento de la fugitiva, fueron acciones simultáneas en don Pedro.
Saltó impetuosamente los peldaños, precipitándose en el corredor a tientas, guiado por su instinto de perseguidor de alimañas ágiles, que oye delante de sí el apresurado trotecillo de la hermosa res. En una revuelta del pasillo le dio alcance. La defensa fue blanda, entrecortada de risas. Don Pedro, determinado a infligir el castigo ofrecido, lo aplicó en efecto cerca de una oreja, largo y sonoro. Parecióle que la víctima no se resistía entonces; mas debía ser errónea tan maliciosa suposición, porque Rita aprovechó un segundo de suspensión de hostilidades para huir nuevamente, gritando:
- ¿A que no me coges otra vez, cobarde?
Engolosinado, olvidando el peligro del juego, el marqués echó detrás de la prima, que se había desvanecido ya en las negruras del pasadizo. Éste, irregular y tortuoso, serpeaba alrededor de parte de la casa, quebrándose en inesperados codos, y a veces estrechándose como longaniza mal rellena. Rita llevaba ventaja en sus familiares angosturas. Oyó el marqués chirriar puertas, indicio de que la chica se había acogido al sagrado de alguna habitación. No estaba don Pedro para respetar sagrados. Empujó la puerta tras la cual juzgaba parapetada a Rita. La puerta resistía como si tuviese algún obstáculo delante; mas los puños de don Pedro dieron cuenta fácilmente de la endeble trinchera de un par de sillas, que vinieron al suelo con estrépito. Penetró en un cuarto completamente oscuro, y por instinto alargó las manos a fin de no tropezar con los muebles; advirtió que algo rebullía en las tinieblas; tanteó el aire y palpó un bulto de mujer, que aprisionó en sus brazos sin decir palabra, con ánimo de repetir el castigo. ¡Oh sorpresa! La resistencia más tenaz y briosa, la protesta más desesperada, unas manitas de acero que no podía cautivar, un cuerpo nervioso que se sacudía rehuyendo toda presión, y al mismo tiempo varias exclamaciones de profunda y verdadera congoja, dos o tres gritos ahogados que demandaban socorro… ¡Diantre! Aquello no se parecía a lo otro, no… Por ciego y exaltado que estuviese el marqués, hubo de comprender… Sintió una confusión insólita en él, y soltó a la chica.
- Nuchiña, no llores… Calla, mujer… Ya te dejo; no te hago nada… Aguarda un instante.
Registró precipitadamente sus bolsillos, rascó un fósforo, miró alrededor, encendió una vela puesta en un candelabro… Nucha, viéndose libre, callaba; pero se mantenía a la defensiva. Volvió el marqués a disculparse y a consolarla.
- Nucha, no seas chiquilla… Perdona, mujer… Dispensa, no creía que eras tú.
Conteniendo un sollozo, exclamó Nucha:
- Fuese quien fuese… Con las señoritas no se hacen estas brutalidades.
- Hija mía, tu señora hermanita me buscó…, y el que me busca, que no se queje si me encuentra… Ea, no haya más, no estés así disgustada. ¿Qué va a decir de mí el tío? Pero ¿aún lloras, mujer? Cuidado que eres sensible de veras. A ver, a ver esa cara.
Alzó el candelabro para alumbrar el rostro de Nucha. Estaba ésta encendida, demudada, y por sus mejillas corría despacio una lágrima; pero al darle la luz en los ojos, no pudo menos de sonreír ligeramente y secar el llanto con su pañuelo.
- ¡Hija! ¡Cualquiera se te atreve! ¡Eres una fierecita! ¡Y hasta fuerza en los puños descubres en esos momentos! ¡Diantre!
- Vete-ordenó Nucha recobrando su seriedad-. Ésta es mi habitación, y no me parece decente que te estés metido en ella.
Dio el marqués dos pasos para salir; y volviéndose de pronto, preguntó:
- ¿Quedamos amigos? ¿Se hacen las paces?
- Sí, con tal que no vuelvas a las andadas-respondió con sencillez y firmeza Nucha.
- ¿Qué me harás si vuelvo?-interrogó risueño el hidalgo campesino-. Capaz eres de dejarme en el sitio de una manotada, chica.
- No por cierto… No tengo yo fuerzas para tanto. Haré otra cosa.
- ¿Cuál?
- Decírselo a papá, muy clarito, para que se fije en lo que de seguro no se le habrá pasado por la cabeza: que no parece natural vivir tú aquí no siendo nuestro hermano y siendo nosotras muchachas solteras. Ya sé que es un atrevimiento meterme a enmendarle la plana a papá; pero él no ha reparado en esto, ni te cree capaz de gracias como las de hoy. En cuanto note algo, se le ha de ocurrir sin que yo se lo sople al oído, pues no soy quién para aconsejar a mi padre.
- ¡Caramba! Lo dices de un modo…, ¡como si fuese cuestión de vida o muerte!
- Pues así.
Marchóse con estas despachaderas el marqués, y a la hora de la cena estuvo taciturno y metido en sí, haciendo caso omiso de las zalamerías de Rita. Nucha, aunque un poco alterada la fisonomía, se mostró como siempre, afable, tranquila y atenta al buen servicio y orden de la mesa. Aquella noche el marqués no dejó dormir a Julián, entreteniéndole hasta las altas horas con larga y tendida plática. Los días siguientes fueron de tregua; don Pedro salía bastante, y se le veía mucho en el Casino, junto a la tribuna de los maldicientes. No perdía allí el tiempo. Informábase de particularidades que le importaban, por ejemplo, el verdadero estado de fortuna de su tío. En Santiago se decía lo que él sospechaba ya: don Manuel Pardo mejoraba en tercio y quinto a su primogénito Gabriel, que entre la mejora, su legítima y el vínculo, vendría a arramblar con casi toda la casa de la Lage. No restaba más esperanza a las primitas que la herencia de una tía soltera, doña Marcelina, madrina de Nucha por más señas, que residía en Orense, atesorando sórdidamente y viviendo como una rata en su agujero. Estas nuevas dieron en qué pensar a don Pedro, que desveló a Julián algunas noches más. Al cabo adoptó una resolución definitiva.
Estremecióse de placer don Manuel Pardo viendo al sobrino entrar en su despacho una mañana, con la expresión indefinible que se nota en el rostro y continente de quien viene a tratar algo de importancia. Había oído don Manuel que donde hay varias hermanas, lo difícil es deshacerse de la primera, y después las otras se desprenden de suyo, como las cuentas de una sarta tras la más próxima al cabo del hilo. Colocada Rita, lo demás era tortas y pan pintado. Con Manolita cargaría por último el finchado señorito de la Formoseda; a Carmen se le quitarían de la cabeza ciertas locuras y siendo tan linda no le faltaría buen acomodo; y Nucha… Lo que es Nucha no le hacía a él peso en casa, pues la gobernaba a las mil maravillas; además, a fuer de heredera presunta de su madrina, no necesitaba ampararse casándose. Si no hallaba marido, viviría con Gabriel cuando éste, acabada la carrera, se estableciese según conviene al mayorazgo de la Lage. Con tan gratos pensamientos, don Manuel abrió los oídos para mejor recibir el rocío de las palabras de su sobrino… Lo que recibió fue un escopetazo.
- ¿Por qué se asusta usted tanto, tío?-exclamaba don Pedro gozando en sus adentros con la mortificación y asombro del viejo hidalgo-. ¿Hay impedimento? ¿Tiene Nucha otro novio?
Comenzó don Manuel a poner mil objeciones, callándose algunas que no eran para dichas. Salió la corta edad de la muchacha, su delicada salud, y hasta su poca hermosura alegó el padre, sazonando la observación con alusiones no muy reservadas al buen palmito de Rita y al mal gusto de no preferirla. Dio al sobrino manotadas en los hombros y en las rodillas; gastó chanzas, quiso aconsejarle como se aconseja a un niño que escoge entre juguetes; y por último, tras de referir varios chascarrillos adecuados al asunto y contados en dialecto, acabó por declarar que a las demás chicas les daría algo al contraer matrimonio, pero que a Nucha… como esperaba heredar lo de su tía… Los tiempos estaban malos, abofé … Luego, encarándose con el marqués, le interrogó:
- ¿Y qué dice esa mosquita muerta de Nucha, vamos a ver?
- Usted se lo preguntará, tío… ¡Yo no le dije cosa de sustancia…! Ya vamos viejos para andar haciendo cocos.
¡Oh y qué marejada hubo en casa de la Lage por espacio de una quincena! Entrevistas con el padre, cuchicheos de las hermanas entre sí, trasnochadas y madrugonas, batir de puertas, lloreras escondidas que denunciaban ojos como puños, trastornos en las horas de comer, conferencias con amigos sesudos, curiosidades de dueña oficiosa que apaga el ruido de su pisar para sorprender algo al abrigo de una cortina, todas las dramáticas menudencias que acompañan a un grave suceso doméstico… Y como en provincia las paredes son de cristal, se murmuró en Santiago desaforadamente, glosando los escándalos ocurridos entre las señoritas de la Lage por causa del primo. Se acusó a Rita de haber insultado agriamente a su hermana porque le quitaba el novio, y a Carmen de ayudarla, porque Nucha reprendía su ventaneo. Se censuró a Nucha también por falsa e hipócrita. Se le royeron los zancajos a don Manuel, afirmando que había dicho en toda confianza a persona que lo repitió en toda intimidad: «El sobrino no me había de salir de aquí sin una de las chicas, y como se le antojó Nucha, hubo que dársela». Se aseguró que las hermanas no cruzaban ya palabra alguna en la mesa, y lo confirmó ver a Rita en paseo sola con Carmen delante, mientras el primo seguía detrás con don Manuel y Nucha. Ésta iba como avergonzada, cabizbaja y modesta. Crecieron los comentarios cuando Rita salió para Orense, a acompañar una temporada a la tía Marcelina, según dijo, y don Pedro para una posada, por no considerarse decoroso que los novios viviesen bajo un mismo techo en vísperas de boda.
Ésta se efectuó llegada la dispensa pontificia, hacia fines del mes de agosto. No faltaron los indispensables requisitos: finezas mutuas, regalos de amigos y parientes, cajas de dulces muy emperifolladas para repartir, buen ajuar de ropa blanca, las galas venidas de Madrid en un cajón monstruo. Dos o tres días antes de la ceremonia se recibió un paquetito procedente de Segovia, y dentro de él un estuche. Contenía una sortija de oro muy sencilla, y una cartulina figurando tarjeta, que decía: «A mi inolvidable hermana Marcelina, su más amante hermano, Gabriel». La novia lloró bastante con el obsequio de su niño , púsolo en el dedo meñique de la mano izquierda, y allí se le reunió el otro anillo que en la iglesia le ciñeron.
Casáronse al anochecer, en una parroquia solitaria. Vestía la novia de rico gro negro, mantilla de blonda y aderezo de brillantes. Al regresar hubo refresco para la familia y amigos íntimos solamente: un refresco a la antigua española, con almíbares, sorbetes, chocolate, vino generoso, bizcochos, dulces variadísimos, todo servido en macizas salvillas y bandejas de plata, con gran etiqueta y compostura. No adornaban la mesa flores, a no ser las rosas de trapo de las tartas o ramilletes de piñonate; dos candelabros con bujías, altos como mecheros de catafalco, solemnizaban el comedor; y los convidados, transidos aún del miedo que infunde el terrible sacramento del matrimonio visto de cerca, hablaban bajito, lo mismo que en un duelo, esmerándose en evitar hasta el repique de las cucharillas en la loza de los platos. Parecía aquello la comida postrera de los reos de muerte. Verdad es que el señor don Nemesio Angulo, eclesiástico en extremo cortesano y afable, antiguo amigo y tertuliano de don Manuel y autor de la dicha de los cónyuges, a quienes acababa de bendecir, intentó soltar dos o tres cosillas festivas, en tono decentemente jovial, para animar un poco la asamblea; pero sus esfuerzos se estrellaron contra la seriedad de los concurrentes. Todos estaban-es la frase de cajón- muy afectados , incluso el señorito de la Formoseda, que acaso pensaba «cuando la barba de tu vecino…», y Julián, que viendo colmados sus deseos y votos ardentísimos, triunfante su candidatura, sentía no obstante en el corazón un peso raro, como si algún presentimiento cruel se lo abrumase.
Seria y solícita, la novia atendía y servía a todo el mundo; dos o tres veces su pulso desasentado le hizo verter el Pajarete que escanciaba al buen don Nemesio, colocado en sitio preferente, a su derecha. El novio entretanto conversaba con los hombres, y, al alzarse de la mesa, repartió excelentes cigarros de que tenía rellena la petaca. Nadie aludió al trascendental acontecimiento, ni se atrevió a decir la menor chanza que pudiese poner colorada a la novia; pero al despedirse los convidados, algunos caballeros recalcaron maliciosamente las buenas noches , mientras matronas y doncellas, besando con estrépito a la desposada, le chillaban al oído: «Adiós, señora … Ya eres señoraseñorita