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Moisés Wasserman}

Rector

Julio Esteban Colmenares

Vicerrector sede Bogotá

Estrella Esperanza Parra

Directora Académica. Sede Bogotá

Jaime Franky

Decano Facultad de Artes

Luz Teresa Gómez

Decana Facultad de Ciencias Humanas

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Directora de la Cátedra Marta Traba

Gustavo Zalamea

Editor. Director Instituto Taller de Creación

Jaime Franky, Luz Teresa Gómez, María

Clara Vejarano, Gabriel Restrepo, Rubén

Darío Flórez, Fernando Zalamea, Víctor

Viviescas, Gustavo Zalamea

Comité Asesor Cátedra

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Diseño editorial

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Peinados, 2007

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Diseño de portada

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Coordinación editorial,

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ISBN: 978-958-719-405-0

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© Universidad Nacional de Colombia

Dirección Académica

Facultad de Artes

Facultad de Ciencias Humanas

Cátedra Marta Traba

Segundo semestre 2008

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Palabras en la sesión inaugural de la Cátedra
Hibridación y confluencias

Jaime Franky Rodríguez

El siglo XX trajo consigo enormes transformaciones en prácticamente todos los órdenes de la existencia humana. Hablamos hoy de aceleración y no de desplazamiento. Cuando nos referimos a los procesos sociales y tecnológicos hablamos de pensamiento global, ambiental, de cibercultura y cibersociedades y de sociedades del conocimiento y este conjunto de aproximaciones se instaló entre nosotros en el pasado reciente, aún cuando, por supuesto, su génesis se remonta más allá de las tres últimas décadas; en Colombia seguimos marginados, apenas bordeamos estas miradas, pese a que desde el siglo pasado, intelectuales, críticos, académicos y profesionales representativos han procurado modificar la situación. Quienes vivimos parte de tales transformaciones tenemos dificultades para asimilar el cambio, mientras las nuevas generaciones apenas lo perciben en tanto que este se presenta como parte de la existencia y como condición de la vida cotidiana. Incluso, la idea de generación no sirve ya para medir la dinámica social, tan solo podríamos hablar hoy de décadas o lustros.

Dentro de ese panorama, me interesa destacar la transformación que sufrió el arte en el mundo desde el siglo XIX y en Colombia, con más fuerza, desde la segunda mitad el siglo XX. Pasamos de un arte ocupado de presentar o simular el mundo a uno ocupado de la creación y la búsqueda de sentido, que choca evidentemente con la tradición y la cultura provinciana que ha marcado a la nación desde sus orígenes. Se ha dicho muchas veces que en Colombia hubo modernización sin modernidad o que adoptamos los resultados sin introducir modificaciones en el pensamiento.

Pues bien, en ese marco habrá que ubicar a Marta Traba quien trabajó por subvertir la situación. De sus legados me interesa resaltar aquí tres aspectos: El primero, Marta Traba hizo parte de ese interés de conectar al país con el mundo, fue una de las figuras más destacadas en ese propósito. Junto con otros artistas y arquitectos le apostaron a la introducción de un pensamiento moderno, más que a la adopción irreflexiva de fórmulas o de resultados.

“No he tratado (escribió en la introducción del Hombre americano a todo color) de armar un bello monigote de utilería aprovechando buenas soluciones estéticas, sino he tenido cuidadosamente en cuenta el hecho de que trato con artistas de carne y hueso y que el resultado de sus trabajos tiene que ser, por fuerza, verdadero y, sobre todo, vivo”.

El segundo, su preocupación por el arte de esta parte del planeta, destacando a quienes actuaban de manera comprometida constituyendo un “arte de la resistencia” que se erigía como negación para asimilar las visiones de otros. En el texto antes mencionado decía sobre el hombre americano:

Sobre este hombre se han acumulado cifras, estadísticas, datos biográficos, teorías, investigaciones antropológicas y sociológicas, historia. Ha sido acometido por la economía, la cibernética, la teoría de la comunicación. Hurgado, examinado, dado vuelta como un guante. Pero su personalidad secreta, su idiosincrasia de hombre entero y distinto, de hombre de región, no la han dado sino los escritores y los artistas.

En tercer lugar, quisiera destacar su forma de aproximarse al asunto. Esta es quizá la que mantiene vigente su trabajo y la que exige traerla permanentemente a la memoria. El sentido crítico y la actuación consecuente con el mismo, la apertura y la ruptura o la puesta en sus justas dimensiones de la herencia y la tradición, la hacen contemporánea. Por eso esta cátedra se propone la relectura de las ideas de Marta Traba, traerlas al presente y continuar con la tarea, que además será siempre inconclusa y deberá ser permanente, en países como el nuestro que orbitan en la periferia, porque al fin y al cabo, por duro que parezca, seguimos siendo periferia.

La cátedra introduce nuevos elementos, más propios de las actuales circunstancias, entre ellos la importancia de tejer nuevas realidades, la articulación de diferentes disciplinas, a partir del reconocimiento de que solo una de ellas rompe con el todo.

Por calificarlo de alguna manera, se trata de un acercamiento a la concepción compleja, no porque el mundo se haya vuelto complejo sino porque siempre lo ha sido. En particular la cátedra se ha propuesto -desde el surgimiento de la idea de su creación- explorar las confluencias entre artes y ciencias humanas, hacer visibles los trabajos y las reflexiones que en los dos campos se adelantan, revisar las interacciones posibles y las connotaciones que cada uno de ellos adquiere al mirar lo cultural humano desde el arte y la creación desde las ciencias humanas. Ubicar esta discusión en atención a las circunstancias actuales de mundialización y multiculturalidad y desde los encuentros y desencuentros con lo propio y lo local. Pero sabemos que allí no debe parar la reflexión: un mundo atravesado por la reorganización de las relaciones sociales, la emergencia de la individualización, el asentamiento de las nuevas tecnologías y medios o la reelaboración de los modos de experimentar el espacio y el tiempo, exige nuevas preguntas o respuestas nuevas para preguntas que anteriormente nos habíamos formulado.

Se presentan en la cátedra miradas múltiples, en especial la de las artes y las ciencias humanas, cada vez más convergentes y por lo tanto distantes de seguir recorridos paralelos. Lo que propone la Universidad es que nos acompañen en ese itinerario, y difícilmente encontraremos una mejor compañía que el pensamiento de Marta Traba.

Bogotá, 2 de septiembre de 2008

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Palabras en la sesión inaugural de la cátedra
Marta Traba, intelectual latinoamericana

Luz Teresa Gómez de Mantilla

Marta Traba fue una intelectual latinoamericana. No sabría cuál de las dos virtudes ubicar primero, en aras de destacar el comienzo como principio. Digamos que vale colocar su condición de intelectual como primigenia, esa que le atribuyeron los griegos al concepto intelectual: el que lee dentro, el que lee el interior; es decir aquel, o desde la perspectiva de género, aquella que es capaz de leer tras la apariencia, la esencia.

Lectora y escritora, profesora universitaria, crítica de arte, directora de Divulgación Cultural de la Universidad Nacional de Colombia, hablaba duro y claro, con un sentido desconocido entre nosotros. En nuestro pacato y remilgado mundo colombiano de comienzos de la segunda mitad del siglo XX, su capacidad crítica podría ser mirada con desconfianza.

Ella sin embargo, entendía que hacer la crítica era confiar y respetar al otro profundamente, en su capacidad de crecimiento y trasformación.

Marta transgredía simultáneamente varios de nuestros paradigmas sobre el papel sumiso y doméstico de las mujeres. Leyó y escribió sobre la realidad estética latinoamericana, demostrando con su argumento que la cultura como proceso expresa la quintaesencia de un tiempo histórico, porque en ella están recogidas de manera clara las diferentes formas de poder.

Comprendió también tempranamente el papel de los medios de comunicación como generadores de pensamiento, más que de meras opiniones. Tenía una sólida formación conceptual que le permitió hacerlo, pero sobre todo era audaz y valiente y estaba tan comprometida en su proyecto de superar nuestra inerme condición doxática, que ejerció simultáneamente para todos y todas los colombianos y colombianas el papel de maestra de arte, de crítica y de impulsora de los y las artistas nacionales, a través de las nacientes pantallas. Las llenó con las determinaciones que debían tener; es decir, las de su tiempo y las de su espacio.

Marta era por lo demás una lectora incansable y actualizada que podía interpretar el arte, como debe hacerse, más allá de la impresión estética primera, porque siempre “leía” el cuadro o la obra de arte, con preguntas, reiteradas o nuevas haciendo “que saliera a la luz” el espíritu esencial.

Por eso podemos agregarle a su condición de intelectual el adjetivo de tramática que el profesor Gabriel Restrepo, les asigna a los y las intelectuales que articulan y tejen sólidos nexos con la realidad de su tiempo. Tramática sin duda, ¿“trabática”? Podríamos preguntarnos como si en su apellido estuviera también un destino, el de entrabar los nexos entre el mundo cultural y la realidad estética de su tiempo. Porque sus búsquedas de la historia del arte mostraron el entramado de la realidad cultural latinoamericana.

Yo colocaría esta condición no como adjetivo sino como su sustantivo, primero latinoamericana, argentina, colombiana por adopción, uruguaya por afecto, recorrió el continente real y simbólicamente buscando con preguntas inteligentes la realidad de este subcontinente y la vinculó con el arte mundial en su tiempo.

Victoria Verlichak, una de sus biógrafas, presente en la Cátedra, resalta la condición de “Homérica Latina” que buscaba cuando decía en su novela del mismo nombre:

Esta palabra nos desvela, nos hostiga nos obsesiona. Muchas veces no sabemos que hacer con ella. Nos hemos acostumbrado a sobreestimarla o a maltratarla; pero siempre a manejarla abusivamente. Entra en nuestros pensamientos con la fuerza de un rito y pertenece a la zona racional como a la magia. Algún día descubriremos su sentido total y esas laderas cripticas de sus sílabas que andamos y desandamos sin cesar se volverán transparentes, nítidas. Pero por ahora no es más que un anhelo y una desesperación. “La palabra es América, insisto algún día será transparente. {1}

Develar el arte latinoamericano fue su horizonte y tarea y dio pasos firmes que aún hoy marcan el rumbo.

La Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, sus Facultades de Ciencias Humanas y Artes, rinden homenaje a esta mujer intelectual latinoamericana que fue inmediatamente las tres esencias.

Lo hacemos como cátedra compartida para evidenciar en ella los traspasos permanentes del mundo de lo social y del espacio político con el arte.

Esta es la primera cátedra de la sede de Bogotá con nombre de mujer, intelectual y latinoamericana, como un símbolo en los procesos de formación que queremos para nuestros, y sobre todo para nuestras, estudiantes.

Sea la oportunidad para agradecer el apoyo de la Dirección Académica de la sede Bogotá y en especial, el trabajo del equipo conjunto de profesores, estudiantes, monitores y administrativos de las dos facultades, que han hecho posible esta primera versión que mostrará a esta “Homérica”, como mito y como realidad.

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1957: un año movido

Jorge Orlando Melo{2}

En la mañana del 10 de mayo de 1957, después de varias noches de inquietud y desvelo, de días de choques callejeros entre estudiantes y soldados o entre elegantes señoras bogotanas y agentes policiales, y de meses de sombría zozobra, los colombianos se despertaron para oír por radio al general Rojas Pinilla, Presidente de la República desde el golpe militar de 1953, anunciando su decisión de retirarse del gobierno.

En las principales ciudades del país, inmensos grupos de entusiastas ciudadanos salieron a las calles a expresar su ruidosa satisfacción con la caída de la dictadura. En algunas partes, la celebración se convirtió en venganza y varios miembros de los servicios secretos murieron víctimas de la furia popular.

Rojas Pinilla se había apoderado del gobierno en 1953, cuando el presidente Laureano Gómez trató de separarlo del Ejército, y cuando lo hizo recibió el respaldo de todo el partido liberal y de una parte substancial, probablemente mayoritaria, de los conservadores. En efecto, el gobierno de Gómez, que durante la mayor parte de su período había sido reemplazado por el designado Roberto Urdaneta Arbeláez, agravó el enfrentamiento entre liberales y conservadores que había envenenado desde años atrás la vida política, destruyó la paz y ayudó al crecimiento de la violencia y a la crisis del país al tratar de imponer una constitución autoritaria y antidemocrática. Para Gómez, Colombia solo podría salvarse si se erradicaba el liberalismo y la democracia, instaurando una república bolivariana, gobernada por élites calificadas, libre de la tiranía del sufragio universal, que entregaba el poder al “oscuro e inepto vulgo”. Los intentos de establecer una constitución orientada por estos principios agudizaron los conflictos y las tensiones políticas e hicieron que el golpe militar de Gustavo Rojas Pinilla se viviera como el fin de una intolerable pesadilla.

Por unos meses, las promesas de Rojas y su esfuerzo por cumplirlas parecían serios: la violencia rural disminuyó, miles de guerrilleros liberales entregaron sus armas y los dirigentes políticos, llenos de agradecimiento después de legalizar el gobierno de Rojas hasta 1954, aceptaron prorrogarlo hasta 1958.

Sin embargo, el alivio que sintieron los colombianos en 1953 no duró mucho. Para finales de 1956, el presidente militar había perdido buena parte del apoyo inicial. Enfrentamientos con la prensa, censura de los periódicos, restricciones a las libertades ciudadanas, conflictos con la iglesia, la suspensión total de las elecciones, un manejo arbitrario de la economía, el crecimiento desbordado de la deuda pública y el déficit presupuestal, y un talante cada vez más autoritario y antidemocrático, le hicieron perder el apoyo del liberalismo y de parte importante del conservatismo. Lo que se había vivido como una liberación se fue convirtiendo en una prolongación de los viejos gobiernos conservadores de mediados de siglo, matizada por leves tentaciones populistas, que no fueron suficientes para que conquistara un amplio apoyo popular.

Lo anterior llevó a que el viernes 10 de mayo de 1957, las mismas masas obreras y los mismos dirigentes políticos y sociales que habían recibido con entusiasmo la caída de Gómez, se alegraran por la caída de Rojas Pinilla, o aún más: la caída de Rojas estuvo acompañada del júbilo adicional de los partidarios de Laureano Gómez, que cobraban ahora su venganza y, habiendo abandonado en buena parte sus veleidades autoritarias, se unían a los que creían que el país podía organizar un régimen político democrático y pacífico.

Por esto, los meses de mayo a diciembre fueron de euforia y amplias movilizaciones. A las manifestaciones del 10 de mayo, con sus brotes de violencia, las sucedieron multitudinarias marchas de apoyo a Laureano Gómez, Guillermo León Valencia o Alberto Lleras, que aparecían como representantes de la sociedad civil contra la dictadura militar, de la democracia representativa y basada en los partidos contra el gobierno de un jefe supremo, de la libertad de expresión contra un régimen de censura de prensa y quema de libros.

La junta militar que reemplazó a Rojas Pinilla, con el apoyo de los principales dirigentes políticos fue definiendo el camino para el retorno a la democracia. Para tratar de impedir la recaída en el enfrentamiento violento entre los partidos, que había desgarrado a Colombia desde 1948, se impulsó la idea de Alberto Lleras y Laureano Gómez de establecer un gobierno compartido de liberales y conservadores que se repartirían las responsabilidades y los cargos del gobierno.

Se convocó a un plebiscito, que debía tener lugar el 1° de diciembre de 1957, donde los electores decidirían si apoyaban esta solución y decretaban 12 años de gobiernos compartidos y paritarios. El mismo plebiscito anuló la prohibición del partido comunista que había hecho el gobierno de Rojas y confirmó el derecho al voto femenino que una Asamblea Nacional Constituyente había aprobado en 1954.

De este modo, la primera vez que las mujeres ejercieron el derecho al voto en Colombia lo hicieron, entre otras cosas, para decidir si aprobaban el derecho al voto de la mujer, en una especie de círculo vicioso que a nadie incomodó. La elección fue nutrida y animada. Los electores, hombres y mujeres, así como muchos jóvenes que no habían alcanzado la edad legal, pero cuyo voto fue tolerado con simpatía por los jurados, exhibían orgullosos el dedo manchado de tinta roja, comprobante de su salida a votar para restaurar la democracia en Colombia, después de unos años donde, por otra razón, esta había estado en riesgo de desaparecer.

Desde el punto de vista político, un observador desapasionado podría haber pensado que no era mucho lo que había cambiado: el país regresaba, tímidamente y con restricciones, a las reglas precarias de una democracia cuyos rituales apenas comenzaban a aprenderse 10 años antes, y que no había soportado bien las tensiones provocadas por el crecimiento desordenado de la participación popular que se había visto a lo largo de 25 años.

El intento de superar esas tensiones estableciendo un orden autoritario, inspirado en un catolicismo hispanista e integrista que eliminara de la sociedad los males del mundo moderno, había fracasado, y este fracaso había revelado que ni siquiera tenía apoyo firme o amplio de los grupos conservadores o los sectores empresariales.

Sin embargo, una novedad importante era justamente lo que los años de violencia habían permitido descubrir. Muchos vieron lo que estaba tras los velos de la ilusión, lo que algunas veces se había empezado a ver, pero se había negado, olvidado o escondido, y este desvelamiento de la realidad golpeó a los colombianos con dureza.

En ese momento, el país se parecía, más que a las optimistas descripciones de un libro como Colombia Cafetera -que en 1927 describía a la población colombiana como “honrada, valerosa, generosa y amante de la libertad y el progreso” y al país como tolerante de las “ideas religiosas y políticas”, sin prejuicios de raza, con libertades públicas que “no se registran en ningún otro país del mundo” y cuya “paz interna está cimentada en forma imperecedera”-, al mundo sórdido, falso y pretencioso descrito en las novelas de José Antonio Lizarazo o de Alfonso López Michelsen. Éramos un país atrasado, mucho menos blanco de lo que se creía, lleno de indios y negros, con muchos pobres, violentos, ignorantes y peligrosos. Ni siquiera geográficamente el país se había acabado de formar: la Vuelta a Colombia, transmitida por radio desde 1948, mostraba que el camino entre las capitales de los departamentos estaba hecho de trochas pantanosas y fangales donde se hundían las bicicletas de Efraín Forero o Ramón Hoyos. Tal ruptura física estaba doblada por la ruptura espiritual y cultural: no había cultura nacional, no existía una verdadera nación ni un Estado capaz de cubrir todos los pliegues de territorio.

Conversando sobre la cultura de los sesenta
Jorge Orlando Melo y Oscar Collazos

Moderadora: María Belén Sáez{3}

Oscar Collazos: Deseo expresar dos cosas que me honran: una, mi participación en la Cátedra Marta Traba, que viene a ser un reconocimiento de amistad y admiración a lo que ella representó en la cultura colombiana y latinoamericana y, otra, la entrañable casualidad de estar hablando en un hermoso recinto de la Universidad Nacional, concebido por otro amigo admirable (Rogelio Salmona), campus de donde salí fugitivo después de estudiar un año de sociología.

Existen dificultades en la exposición del tema y la más grande es la de utilizar la memoria autobiográfica y hacer una retrospectiva crítica en el desarrollo del tema. Primero, por la deformación que pueda tener el uso de la memoria autobiográfica en fenómenos que se vivieron y que a lo largo de los años se han recordado de la manera como uno recuerda aquello que ha vivido, no siempre con la objetividad necesaria. Y segundo, por el esfuerzo de construir una retrospectiva que pueda dar orden a un discurso sobre el tema.

Empezaría diciendo lo siguiente: a lo largo de la década de los sesenta no se percibe, por parte el Estado, eso que hoy llamaríamos políticas culturales. Si algo coincidía con lo que hoy llamamos políticas culturales era una situación afortunada. Pese a los largos años de reformas liberales y de aggiornamento o puesta al día de la política y la cultura, el Estado colombiano y la sociedad colombiana venían de vivir dos decenios catastróficos en lo que todos conocemos como La Violencia.

Al empezar los años sesenta, se está tratando de recuperar aquello que la cultura colombiana podía oponer a la infamia de la violencia. Sin embargo, se daban allí unos cuantos antecedentes importantes. La academia no había permeado lo suficiente al mundo de la cultura. Los creadores todavía no hacían una distinción entre la concepción tradicional de cultura -que por lo general se refería a las bellas artes y a las letras- y una concepción más académica y más antropológica de cultura, que empezaría a manejarse años después.

Todavía se creía, y no solamente lo creían quienes de alguna manera estaban en la cultura, que la cultura se refería a eso, exclusivamente a las bellas artes y a las letras, e incluso, a las actividades humanísticas. El mismo Estado lo creía así y creo que la creación de una institución como Colcultura (el Instituto Colombiano de Cultura) se hizo a partir de esa idea; es decir, como una prolongación de lo que se entendía por extensiones culturales.

Hasta ahí llegaba la burocracia cultural del Estado cuando asumía con paternalismo su responsabilidad con la cultura. Su financiación se hizo siempre desde una especie de caja menor de los gobiernos, así que es muy difícil hablar de políticas culturales. Lo que se da en aquella década es una actividad cultural espontánea hecha por los mismos creadores, que conduce a presentar un panorama de obras colombianas unidas o relacionadas en sus diferentes expresiones por un espíritu de época más o menos coincidente.

Tengo la impresión de que las culturas populares no habían entrado a ser consideradas, de manera que se pudieran aceptar como legítimas producciones culturales. Se tenía la impresión de que la cultura popular quedaba reducida a folclor, a algo que efectivamente era producido por el pueblo, pero que en ningún momento llegaba a tener contacto con la cultura letrada, con la cultura de las élites.

Creo que en esa década se dieron discusiones coyunturales que vale la pena recordar, no solamente la reflexión sobre el pasado inmediato de la cultura colombiana que había vivido bajo la influencia de las diferentes violencias políticas y sociales, sino la reflexión sobre la tradición a la que se enfrentaba la gente de la cultura a principios de esos años. Si hacíamos un inventario, por ejemplo, desde la literatura, los jóvenes escritores de principios de la década nos encontrábamos con unos predecesores ilustres, que de alguna manera se convertían en el desafío a esa otra cultura de la infamia que pudo haberse producido detrás de la violencia.

Encontramos antecedentes importantes de modernización de un país, que en ciertos niveles de su vida social todavía era provinciano. Por ejemplo, fenómenos como la revista Mito que es el referente más inmediato para los jóvenes escritores de la década de los sesenta. Un fenómeno social sobre el cual se ha hablado mucho en estos días, pero no con la seriedad que merecería, sería la irrupción del nadaísmo a finales de los cincuenta.

La revuelta nadaísta, producida a fines de esos años, y que permanece durante todos los años sesenta, expresa el malestar social de una generación que trata de buscar un lugar en la cultura colombiana y lo encuentra en una especie de desobediencia ritual. El nadaísmo se constituye más como un movimiento de desobediencia de un grupo de muchachos que han heredado todo el horror de la violencia, pero también de una sociedad donde la religión tiene un enorme poder en la vida cotidiana y, sobretodo, en las familias. No es casualidad que la mayoría de los jóvenes quienes hicieron parte del movimiento nadaísta pertenecieran a las clases medias de ciudades, que estaban apenas iniciando un proceso de radical urbanismo: Medellín, Cali, Barranquilla, Bogotá.

Uno de los propósitos, a principios de los años sesenta, era tratar de ver la tradición inmediata y en qué medida podíamos ubicarnos en esta tradición. Si eso era visible en la literatura -la búsqueda de la tradición inmediata- también era posible en otras actividades. Yo diría que las artes plásticas colombianas, hacia los años cincuenta, no estaban buscando otra cosa que ese aggiornamento, esa manera de instalarse en los nuevos lenguajes del arte contemporáneo. Por otro lado, una de las grandes polémicas que se generaron en los años sesenta fue la que enfrentó al nacionalismo con el cosmopolitismo y la tradición con la ruptura. Las rupturas venían, claro está, de las vanguardias.

Es también la polémica que enfrenta al nacionalismo, detrás del cual estarían ciertas expresiones del costumbrismo, con un cosmopolitismo y una concepción mucho más amplia de la cultura y de la producción artística.

Como se ve, voy un poco a tientas tratando de ordenar mi argumentación. Así como el fenómeno de la violencia produjo unas corrientes literarias que desaparecieron y que se quedaron en el plano documental (de ahí la muy citada expresión del joven García Márquez al examinar la llamada novela de la violencia y reducirla a “un inventario de muertos”), la siguiente generación trató de inventarse, de alguna manera, a los predecesores y esos predecesores, en la tradición inmediata de la literatura y el arte colombianos, había que buscarlos debajo de la cama. Era inexistente o no existía organizada académicamente.

A la improvisación de la creación artística y cultural de las élites se debe también la improvisación en los valores críticos que examinan esa producción. Si la violencia es fundamental en esos antecedentes históricos y sociales, hay un fenómeno que es determinante en ciertos sectores en Colombia y por extensión en América Latina, y es el trauma que va a representar para la tradición, en lo político y lo cultural, la aparición de la Revolución Cubana, como fenómeno de ruptura en la historia de América Latina.

La Revolución Cubana puso a reflexionar sobre las identidades que dejan de ser locales y empiezan a convertirse en identidades nacionales y continentales. El provincianismo, la manera de verse a sí mismo desde pequeñas geografías locales, va desapareciendo, pero se establece también un nuevo enfrentamiento entre la cultura de élites y una cultura crítica hecha al margen de esas élites.

Yo diría que gran parte de las polémicas que acá esbozo, quizá de una manera desordenada, expresa la búsqueda de caminos que no existían en la inmediata tradición.

El salto hacia las vanguardias literarias es un salto hacia atrás, pero se produce con la voluntad de reconstrucción de las vanguardias históricas de los años veinte y treinta, que habían estado al margen de los procesos artísticos del país. Las vanguardias europeas y la búsqueda de elementos de ruptura en las literaturas del mundo, empiezan a problematizar la concepción que se tenía de las culturas populares y los nacionalismos.

Recuerdo polémicas que se dieron en los años sesenta, protagonizadas por personas que con una gran entereza, como Manuel Zapata Olivella, insistían en presentarle al país la idea de una literatura nacional, que se daría por acumulación cuantitativa de obras producidas y no por su acumulación selectiva. Parecería que lo importante era tratar de probar la existencia de una tradición, inventarse esa tradición, darle un semblante a esa literatura nacional, en oposición a la corriente que la negaba. Ahí estaba, por supuesto, el origen de una de las polémicas con lo que serían las corrientes cosmopolitas.

Uso palabras de la época: extranjerizantes, europeizantes, porque eran expresiones usadas en los debates que se dieron durante toda la década de los sesenta.

Esto sucedía por ejemplo, en el teatro estacionado aún en el costumbrismo, entendido como una variante del nacionalismo. Así que los primeros grandes directores de teatro en Colombia en las principales ciudades, sobre todo en Cali, Bogotá y Medellín, fueron directores que tuvieron que buscar puntos de referencia para responder al costumbrismo dominante en la dramaturgia colombiana. Lo hicieron buscando en los grandes autores contemporáneos, autores de vanguardia. Un ejemplo de esto es el teatro del absurdo, en Beckett o Ionesco, o el teatro épico de Brecht.

Las búsquedas se hacen en la gran tradición del teatro norteamericano o en el teatro europeo. Esa es la respuesta al costumbrismo y la mejor manera de ir supliendo las carencias: buscando en modelos distintos a los de la tradición costumbrista. Es así, como el teatro de los años sesenta, antes de que aparezca la politización de la creación colectiva, se da por una recuperación de grandes autores de la vanguardia. La representación de piezas de Beckett, Ionesco, Brecht, Edward Albee, Fernando Arrabal Harold Pinter, y la revisión de las grandes obras clásicas, contribuyen a esa modernización de la escena. Y a ello contribuyen dos maestros: Enrique Buenaventura y Santiago García.

Lo mismo sucedió en la literatura. La primera actitud de escritores y jóvenes directores era negar la existencia de una tradición inmediata, en la cual se pudiera emprender el aprendizaje de nuevas expresiones artísticas. Puesto que era difícil emprender ese aprendizaje a partir de una tradición propia, había que buscar en los grandes escritores contemporáneos, americanos y europeos, en Faulkner, en Hemingway, en Dos Passos, en Joyce, en Proust, buscar en ellos los referentes que ayudarían al joven escritor a la ruptura con formas tradicionales y agotadas.

Algo igual sucedía en la poesía, que volvía los ojos hacia las vanguardias o hacia las grandes voces de Neruda, Vallejo, Huidobro y Octavio Paz, por ejemplo, pasando por el surrealismo francés.

Este espíritu de ruptura animaba los debates. Entra entonces, a mediados de los años sesenta, un nuevo factor, de orden político y social: la influencia de la Revolución Cubana, el discurso político en la cultura, en el arte y en la literatura sobre todo. Es un discurso político que de alguna manera parece la cola del huracán de las revoluciones históricas. Por un lado, el populismo parece decantarse hacia las experiencias del llamado “realismo socialista”, mientras limita la concepción de la realidad a algo directo y por lo directo limitado por su carácter documental; por otra parte, la oposición al discurso político que se dio al renunciar a esa fatalidad del arte y la literatura como excrecencias de lo político.

Dejo algunas de estas observaciones así, desordenadas, para centrar después nuestra conversación, sobre todo con un historiador equilibrado y temible como polemista. Estas son algunas de las sugerencias que expongo.

Tratando de resumir, en los años sesenta, sin políticas culturales definidas, se produce una voluntad de ruptura con las formas tradicionales en la literatura, en las artes plásticas, en el teatro, en la danza, pero también en la manera de entender la cultura. Se encadenan así procesos que se venían dando a lo largo de los años cincuenta en individualidades. Se va a polemizar con mayor beligerancia con la tradición inmediata y esto va a suceder de manera estimulante en las artes plásticas.

La presencia de Marta Traba va a ser fundamental en este sentido. Y dado que toda ruptura se hace a menudo con intransigencias, nos vamos a encontrar con discursos intransigentes en determinados momentos, no solamente en la literatura sino en el terreno de las artes en general. Aunque esa intransigencia produce lamentables exclusiones, lo que está haciendo es una sistematización más o menos razonable del caos. Está en juego un proyecto de renovación y quienes están haciendo la cultura dentro de ese proyecto de renovación radical, se enfrentan a una tradición conservadora y confesional, a una falta de sistema en la organización de los verdaderos valores de la cultura colombiana.

Jorge Orlando Melo: Comparto muchas de las sugerencias que ha hecho Oscar, aunque tal vez pienso que minimiza un poco la existencia de políticas culturales en los períodos anteriores a esta década y en la década misma de los sesenta. 1957 fue una invitación a mirar el artículo mencionado; 1957 fue un año bastante agitado en la vida cultural del país: si ustedes recuerdan las fechas básicas, en 1957 cayó Rojas Pinilla y terminó un decenio (o 9 años) de autoritarismo conservador que había comenzado a manifestarse a partir de 1949-1948. Nosotros tuvimos un régimen de algún modo liberal, que buscaba una cierta relación con el pueblo entre 1930 y 1946, un régimen de transición, y a partir de 1949 hasta 1957, tuvimos unos regímenes autoritarios de orientación conservadora. Entonces, el 57 fue un año que empezó, en cierta manera, con rupturas, incluso antes de que en mayo de ese año se cayera la dictadura, los colombianos ya en ese año tenían televisión, un invento muy reciente, un invento que fue muy utilizado por Marta Traba.

En el primer mes del año, todavía bajo la dictadura de Rojas Pinilla, se produjo un debate bastante curioso y fue un juicio hecho en la televisora, a la tradición literaria colombiana, donde se tomó la gran novela de la tradición colombiana, La María, de Jorge Isaacs. El acusador fue el abogado y escritor liberal Pedro Gómez Valderrama y el defensor, el académico Carlos López Narváez. Finalmente, los jurados fallaron que realmente la novela no valía la pena, que no era una tradición válida para la literatura colombiana, que era una novela rural, campesina, feudal.

Entre 1957 y 1958 fueron muchas las cosas que pasaron en la cultura colombiana: apareció el movimiento mencionado por Oscar, el Nadaísmo, que afirmaba estridentemente que la tradición cultural colombiana literaria no existía, que había que mirar el mundo, a Sartre, a Camus, a los autores norteamericanos, porque aquí no había nada propio que valiera la pena, porque la tradición cultural colombiana era la tradición de una élite conservadora rural, que había tratado de crear una cultura muy artificial, con la cual había que romper.

Por supuesto, los nadaístas no innovaban tanto y en 1967, prácticamente diez años después del debate de la televisión en Cali, convocaron un acto popular para pedirle a la alcaldía que tumbara la estatua de Jorge Isaacs, condenando La María como la muestra de la tradición falsa de la literatura colombiana.

Y uno podía encontrar decenas de ejemplos en ese momento de ruptura en los sesenta. García Márquez, ya un poco reconocido, publica un ensayo que se llamó “La literatura colombiana, una estafa a la nación”. Como reacción contra el gobierno de Rojas que decidió hacer un proyecto cultural muy claro, confirmando los “valores de la nacionalidad”, promovidos en 1886 por Rafael Núñez, y basados en la religión católica, la lengua y la tradición española.

Había que retomar el hilo del vínculo con España, se creó el Instituto de Cultura Hispánica, se trajeron intelectuales españoles a Colombia para que aprendiéramos otra vez que nuestra verdadera tradición se encontraba en lo español, en la zarzuela, en el español, y obviamente en la religión. Así, en 1952, el gobierno nacional decidió que Colombia era una república que debía orientarse por el pensamiento de Simón Bolívar, y desde ese instante en todas las escuelas y colegios se enseñó su pensamiento como base del gobierno de la dictadura de ese momento, se promovieron también el folclor, el folclorismo, la actividad musical y artesanal de los sectores populares, la comida popular y todo este tipo de cosas como expresión de una tradición auténtica que los liberales habían tratado de destruir.

Entre 1930 y 1946, en realidad, se había producido una especie de esfuerzo liberal por romper con esa tradición, por levantar el control que tenía la iglesia sobre el campo colombiano, por transformar la cultura campesina, para convertirla en una cultura supuestamente más moderna, por llevar al campo los elementos de la cultura contemporánea y de sacudir la política nacional. Se puede enumerar lo que se hizo entre esos años, y a veces resulta sorprendente.

En 1931, por ejemplo, el gobierno le entregó a la Biblioteca Nacional una emisora con el objeto de que todas las nuevas ideas que se querían promover en el país pudieran llegar a todo el territorio nacional, y la Biblioteca Nacional administró durante varios años una primera emisora cultural colombiana, cuando las emisoras apenas empezaban a funcionar. El gobierno compró una cantidad de pequeños camioncitos, donde instalaban un motor de gasolina que producía energía eléctrica y un proyector de cine para llevar el cine a todos los pueblos de Colombia, a los campesinos que todavía no tenían oportunidad de oír sobre el mundo, independiente del sermón del domingo de los curas. Entonces, el gobierno hizo películas para tratar de mostrar los valores colombianos, se hicieron películas propias colombianas para promover esta nueva visión de la cultura. El intelectual por excelencia para hacer esta transformación, en cierta manera quien debía reemplazar al cura como orientador de los campesinos y el pueblo, era el maestro.

Entonces lo que se hizo fue promover una reforma radical en el sistema de educación, a los maestros se les pidió conformar escuelas pedagógicas para discutir nuevas formas de enseñar, no de acuerdo con la tradición sino con la pedagogía y la psicología, que empiezan a aparecer como ciencias consideradas modernas, a través de las cuales se va a poder transformar la mentalidad del pueblo. Se crean las ferias del libro que todavía existen y se crean en el arte los salones de arte popular, los salones de artistas colombianos, bibliotecas populares. El gobierno repartió en tres años más o menos 350 bibliotecas a distintas municipalidades del país, en medio de una polémica fuerte, pues muchos consejos municipales devolvieron las bibliotecas porque consideraron que eran parte de un esfuerzo perverso para corromper a los puros campesinos, para enseñarles lo que no debían aprender de ninguna manera.

Se creó el campus de la Universidad Nacional de Colombia, como expresión de una nueva visión de la educación superior y una Escuela Normal Superior para mejorar a los maestros, que fue dirigida por el intelectual Francisco Socarrás. Se esperaba que esta gente que iba a aprender a ser maestro no se limitara a aprender, a enseñar cómo leer y escribir, o a recitar el catecismo, como se recitaba todavía cuando yo fui a la escuela (había que aprenderse de memoria el catecismo en todas las escuelas del país), sino a que conocieran el país. Debían ser investigadores de la realidad local. Esto produjo en la escuela misma la formación de gente con orientaciones intelectuales nuevas, en realidad la antropología colombiana moderna surge en la Escuela Normal Superior, donde se educa a mucha gente con el objeto de entender cómo era el pasado precolombino colombiano, cómo eran las comunidades rurales colombianas, cómo era la cultura popular colombiana. En 1941, el gobierno pidió a los maestros colombianos enviar información sobre la cultura de sus pueblos. ¿Qué les preguntaron?, ¿qué consideraban como cultura esta entidad del gobierno y el ministerio de educación? Preguntaron cómo se viste la gente, cómo come la gente, qué comida prepara, qué tradiciones conservan, qué adivinanzas proponen, cuáles son sus formas de divertirse, sus parrandas.

Más o menos 700 maestros contestaron y rindieron información en lo que se llamó la gran escuela etnográfica colombiana. Gran parte de eso fue archivado y se perdió durante la administración siguiente, pero quedan unas cuantas respuestas que muestran la calidad de información que se perdió por falta de continuidad. Así, el Instituto de Etnología nació en 1941, y es la base del Instituto de Antropología, que se creó para estudiar el lenguaje colombiano. Siguió el Instituto Caro y Cuervo, que adoptó una estrategia diferente, pero que comenzó a hacer el atlas lingüístico colombiano. Se trataba de ir a preguntar en cada pueblo cómo se llamaban las comidas y los productos, cómo se referían a las actividades humanas, cómo llamaban los órganos sexuales, cómo llamaban los actos sexuales popularmente. El director de extensión cultural entre los años treinta y cuarenta, el intelectual liberal Darío Achury Valenzuela, quien terminó durante los años conservadores más o menos arrinconado en la Radio Nacional, decía que el problema colombiano era la gran separación entre las élites y el pueblo: las élites habían hecho una cultura remota que no tenía nada que ver con la vida del pueblo porque no la conocía, lo único que conocía era París, pero al mismo tiempo valoraba únicamente una cultura tradicional.

Achury creía que lo que había que hacer en Colombia era reconocer el valor de los aportes culturales populares y llevarle al mismo tiempo la cultura contemporánea. Creía en la idea de que el intelectual podía ser creativo si se apoyaba en un conocimiento profundo de la nación, pero no definía su proyecto estético como un proyecto nacionalista. En 1946, este proyecto entró en crisis.

El gobierno conservador de 1946 permitió el desarrollo de políticas culturales similares durante por lo menos dos años más y una prueba de eso es la Universidad Nacional de Colombia. En 1944, el gobierno nacional nombró como rector de esta universidad a un intelectual de izquierda socialista, Gerardo Molina, quien fue rector durante cuatro años y creó en la Universidad Nacional el teatro experimental. De igual forma, Bernardo Romero montó el primer grupo de teatro en la Universidad Nacional, creó la oficina de extensión cultural, dirigida por el poeta Fernando Charry Lara, quien procuró que los intelectuales de fuera de la Universidad, que no eran profesores ni tenían titulo académico, enseñaran en la Universidad para que pudieran traer sus conocimientos y para que la gente de afuera pudiera venir a la Universidad. Esa política sobrevivió hasta 1948, cuando el rector terminó su período y tuvo que exiliarse, después de que el 9 de abril llegó a una emisora popular a pedirle a las masas que dejaran de saquear y marcharan para derribar el gobierno conservador.

En ese momento, en la prensa colombiana se produjeron grandes modificaciones en el tipo de literatura, se publicaron muchos de los primeros cuentos de García Márquez en El Espectador, un periódico con una orientación cultural bastante abierta en ese momento, orientada por el intelectual Eduardo Zalamea Borda, Ulises, quien mantiene un debate totalmente moderno, en términos culturales, en las páginas del periódico que se abría al mundo. Ulises invita al periódico a los nuevos escritores y no a la tradición nacionalista y folclorista, sino a estos autores nuevos inspirados en los escritores norteamericanos. En esos mismos años, específicamente en 1947, hubo una exhibición promovida por la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, de artistas jóvenes, donde se presentaron varios nombres que sacudían el ambiente cultural de Bogotá: Ramírez Villamizar, Edgar Negret, Enrique Grau, entre otros.

En 1952, cuando la situación se había vuelto mucho más represiva, Fernando Botero hizo su primera exposición individual, con un catálogo que incluía un texto de Walter Engel, un crítico que estaba realizando una defensa radical de las nuevas formas del arte contra el arte académico y tradicional.

Lo que quiero subrayar es que en 1957 se produjo una gran sacudida, que en cierta manera se alimentaba de una fuerza represada. Durante los años de la represión, muchos colombianos se quedaron más o menos callados, otros siguieron trabajando hábilmente en los periódicos, manejando un lenguaje de modernización contra el lenguaje oficial del estado confesional, hispánico, bolivarista y autoritario. Ahora, en ese año se dio este gran cambio que, por supuesto, adquirió nuevas energías y nuevas formas. Pienso que muchas de las figuras de los cincuenta y de comienzos de los sesenta, los grandes artistas, se habían formado y habían actuado en la década de los cuarenta. Grandes escritores como Mutis o García Márquez tuvieron su primera fama en 1947. En 1948, Mutis publicó un libro que fue una premonición de Los elementos de desastre. De igual forma, en 1941 hubo un debate donde participaron los mejores intelectuales del momento: Hernando Téllez y Sanín Cano. Don Tomás Rueda Vargas, un viejo representante del cuadro de costumbres sabanero, un defensor de la imagen de las haciendas de la sabana de Bogotá, se molestó mucho por los cuentos que habían llegado a concurso, entre ellos uno de Jorge Zalamea, hermano de Eduardo Zalamea Borda, que no tenía tono tradicionalista y costumbrista.

En 1938, Eduardo Caballero Calderón, un autor joven en ese momento, liberal, publicó un artículo donde insistía en que La María era una novela superada, romántica, que debíamos abandonar como parte del canon o de la tradición colombiana. La calificaba de novela rural y decía que el mundo era hoy el mundo de la ciudad. Más tarde, escribió Siervo sin tierra y El Cristo de Espaldas, que realmente muestran la dureza de la época de la violencia y que tienen un ambiente rural. Caballero no era ni de ciudad ni de pueblo, era un hombre de la transición entre esas dos realidades, y eso lo fue afirmando en sus artículos y libros, donde habla de Tipacoque, el pueblito en el cual hizo su vida muchos años.

Otros debates tenían que ver con el conocimiento del país, y durante los sesenta ese impulso se dio básicamente en las ciencias sociales. Creo que esos años son de la consolidación del arte moderno en Colombia o del arte no tradicional, para no utilizar una palabra tan ambigua, hoy.

Fueron los años de la consolidación de una nueva manera de ver la realidad colombiana. Voy a mencionar fundamentalmente a tres personajes que pasaron por la Universidad Nacional de Colombia y que hicieron mucho para crear sus instituciones académicas: Orlando Fals Borda, quien llegó en 1957 con toda la formación académica norteamericana. Creó la

Escuela de Filosofía y Letras, primero un departamento de la Facultad de Economía, y luego la Facultad de Sociología, en 1959. Fue uno de los motores del análisis de la realidad colombiana. Uno de sus libros iniciales, escrito en 1962 con el padre Guzmán y con Eduardo Umaña Luna, La violencia en Colombia, se convirtió en una de esas grandes sacudidas.

Los colombianos de las ciudades no se daban cuenta de los acontecimientos en los campos, de que lo sucedido en los cuatro o cinco años anteriores de violencia rural era mucho más terrible de lo imaginado, -parecido a lo que está pasando en este momento con el impacto de la violencia paramilitar-. Entonces se puede decir que el libro provocó un gran debate nacional.

Además, Orlando Fals hizo las investigaciones más sólidas sobre los campesinos colombianos, El hombre y la tierra en Boyacá y Campesinos de los Andes, sobre la vereda de Saucío en Chocontá.

Por otro lado, se puede mencionar a Virginia Gutiérrez de Pineda, quien fue profesora de esta Universidad y una de las creadoras del Departamento de Antropología. Ella hizo una extraordinaria labor para tratar de comprender la estructura de las familias colombianas en todo el país y rompió con esa idea de que se sabe lo que pasa si se sabe lo que pasa en Bogotá. Había que conocer la familia en el Chocó, en el Caribe; había que conocerla en Santander, en la región antioqueña; había que ir a la región, ella había estado en todos esos lugares, como había estado también Alicia de Reichel, quien había vivido varios años en la Sierra Nevada de Santa Marta con su marido Gerardo Reichel Dolmatoff.

Creo además importante mencionar que, en 1962, Jaime Jaramillo Uribe creó en la Universidad Nacional una revista, todavía vigente y además la primera que ofreció una perspectiva radicalmente nueva del conocimiento histórico en Colombia. Mientras que en Colombia lo leído era la revista de la Academia Colombiana de Historia, Jaime Jaramillo creó el Anuario Colombiano de Historia Social y de la CulturaLa República,degeneración surrealista.