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Los vaivenes del
eterno retorno

Ma Victoria Reyzábal

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Índice

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

© Los vaivenes del eterno retorno

© M.a Victoria Reyzábal

ISBN papel: 978-84-686-2412-9

ISBN pdf: 978-84-686-2413-6

ISBN ebook: 978-84-686-2414-3

Editor Bubok Publishing S.L.

Impreso en España/Printed in Spain

Capítulo I

Cuando se dio cuenta de que ya no consideraba la cama como un mueble erótico, Octavio José de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos comenzó a sospechar que empezaría a envejecer. Por esos días, aún soltero y galán de cuanta niña se acercaba lo suficiente, se miraba al espejo de manera más atenta y nostálgica: había estragos que se preanunciaban sin rubor. Entonces tomó una decisión urgente, debía casarse y formar una familia ancha y respetable.

Así, comenzó la búsqueda de esposa entre las jovencitas de cierto abolengo, descartó a Belén por sus risas estridentes, a Asunción por su boca grande, a María de los Ángeles pues era demasiado delgada, a Isabel que se demostraba vanidosamente inteligente… pero de pronto, una tarde, le presentaron a Francisca Lucía de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos y, claro, pensó que su nombre era un presagio de felicidad mutua.

Con posterioridad, envió al hogar de sus desvelos tres regalos consecutivos: un abanico de marfil que resultó devuelto ya que Paquita nunca sentía calor, una pulsera que también fue rechazada por especialmente ostentosa y unos prismáticos que la futura novia aceptó aunque en su ciudad no había representaciones teatrales y menos operísticas. Octavio, alegre por su acierto tercero, no se paró a pensar que quizá la elección indicaba un carácter caprichoso y nada pragmático.

A los tres meses exactos, vestido con esmero, Octavio José de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos cruzó el zaguán de la enorme y bastante destartalada casa de su pretendida con un ramo de flores para la madre. Recibido con ansiada solemnidad, expresó su deseo, adornándolo con un presente desahogado y futuros prometedores. Al rato, salió novio oficial e invitado a la comida del domingo próximo, algo que se hizo extensivo a múltiples subsiguientes días de guardar hasta que se formalizó la boda.

Esta se llevó a cabo en iglesia de postín más bien elevado, después de que el novio adquirió casa en zona de ricos, es decir, clase alta como informaría el suegro a su familia. A continuación de la ceremonia, los desposados se fueron a la capital donde se supone que retozaron además de utilizar, por primera vez, los pequeños y adornados prismáticos, de tal forma que en el regreso se les notaba felices aunque un tanto excitados por las experiencias acumuladas tan vertiginosamente.

En función de sus planes, pero sobre todo de las leyes de la naturaleza, pronto ella se supo alegremente encinta, luego pesadamente embarazada y al fin irritante y demasiado molestamente preñada, hasta que muy cristianamente sin quizá serlo tanto, parió con mucho dolor y riesgo de su vida una niña. ¡Qué pena, una niña!, lamentó el progenitor de Octavio. ¡Qué suerte, una niña!, sintió Paquita, quien en ese momento comprendió que Dios, la Naturaleza, la Biología o lo que fuera tenía puteadas a las mujeres también en esto como en cualquier otra cosa, pues no había repartido los alumbramientos por igual entre ambos sexos y, en ese momento, se juró no traer más hijos al mundo y así se lo hizo saber a su incrédulo esposo que aún no sabía si sentirse dichoso por la paternidad o sufrir su insatisfacción de varón.

Francisca, como no conocía otros anticonceptivos, se negó obstinada y resuelta a copular, a ser besada o acariciada, a los afeites, a los mariscos, los bailes y los licores, vamos, que se hizo monja sin salir de su residencia y sin más votos que las autoprohibiciones. Se concentró en cuidar a su hijita, leer cuantos libros conseguía, vicio que la conduciría a la transformación y, alternativamente, a realizar labores de ganchillo o jugar al tute con sus amigas, entablar conversaciones con los pájaros, viajar e, incluso, a palabrear dormida.

Octavio, que primero creyó que se le pasaría, más tarde que la aquejaba una tremenda depresión posparto, según sostenía el médico y, al fin, debió afrontar los crudos hechos sin más, se llenó de tal cólera que quiso repudiarla hasta que, en aras del bienestar de su única descendiente, maquilló el rencor de distante cortesía hacia su frágil mujer y se dedicó nuevamente a las aventuras amorosas. El negocio funcionaba solo y el dinero de su sueldo como alto ejecutivo de la empresa fundada por sus antepasados llegaba con rutina cada mes, de igual origen que el muy aceptable reparto anual de ganancias.

Desayunaba con la niña a la que acercaba al colegio en el coche camino del despacho, a mediodía los tres comían juntos como cualquier familia tradicional, para nuevamente ellos dos regresar a sus tareas y Paquita a sus lecturas hasta la hora de la cena, la cual se oficiaba en el comedor grande, habitualmente con la asistencia de algún o algunos invitados. A las 22 horas, Octavio salía a tomar unas “copitas” que le podían retener hasta las tres o las cuatro de la mañana. No había problema, cuando volvía no despertaba a nadie pues la pareja dormía en habitaciones separadas. Los sábados aterrizaba la familia de ella y los domingos la de él, para gozo de la niña María de los Dolores Francisca Octavia de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos y Arcángeles, la cual creció dentro del matrimonio que no existía.

Octavio, a veces, se escapaba unos días o una semana entera siempre por cuestiones de negocios innecesariamente explicitados, pero nada se alteraba del resto, el chófer llevaba a Dolorcitas al colegio y la traía, repetían los invitados a las cenas y no se anulaban las reuniones de los fines de semana, pues ya se sabe: dos no regañan si ninguno de ambos quiere.

El afán de nuevas lecturas conducía a Paquita a escudriñar las novedades de las escasas librerías existentes y a encargar obras paulatinamente menos rosas y azules y más verdes y rojas. Cuando la pequeña cumplió los cinco años, junto a toda la colección de cuentos infantiles le regaló la adaptación de la Ilíada y la Odisea recién recepcionadas por ella, de aquí nació el ansia de entrambas por conocer Grecia. Su padre, sin embargo, le obsequió con un precioso vestido y una sombrilla a juego que devino la envidia de todas las compañeras de colegio durante muchos cursos.

En ese transcurrir monótono mas aviado y relativamente satisfactorio, sucedió algo posible pero inesperado para los dos adultos de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos: Octavio se enamoró de una supuesta modelo con cuerpo perfecto y mente demasiado preclara que trabajaba en el famoso prostíbulo Santa María, antes Villa Placeres, nombre oficioso que le quedó popularizado porque de cuanto necesitado que entraba se oía exclamar blasfemamente al ver a las jóvenes bellezas ¡Santa María!, sin poder cerrar la boca de tanta súbita urgencia acaecida.

La amada de Octavio se llamaba María del Carmen del Niño Jesús y de Santa Teresa, motivo por el cual al enterarse Paquita, que conocía al dedillo las andanzas de su marido, y con la intención de descubrir las razones del embrujo, no se le ocurrió otra idea que leer las obras completas de la Santa abulense. Y ciertamente encontró pistas en los arrebatos y éxtasis de la descalza carmelita, por lo que consideró que la situación parecía peligrosa. Por primera vez, se le ocurrió que quizá había sido muy estricta o tal vez muy, muy tolerante, extremos que decidió consultar con sus autores preferidos encontrando respuestas contradictorias y hasta opuestas. De manera que, desde sus inexistentes saberes en estas lides, decidió proponerle al apasionado adúltero un viaje a Grecia por el aniversario que se cumpliría al año siguiente. Con gran arte tejió los hilos de la instancia haciendo imposible que el esposo y padre se negara a tan ansiado derecho, después de tantos años sin pasear por ninguna parte.

Durante el recorrido por el Ática y sus islas, una noche que Francisca se había concedido, excepcionalmente, un vasito de vino de la tierra y después otro y otro, sucumbió a la dedicación de consolar al apenado Octavio de su pérdida amorosa y palabra va palabra viene, caricia en el medio y un beso de hermanos, arribaron a la cama mientras rielaba la luna unas olas antiguas que ya lo habían visto todo hasta de modo olímpico. Así quedó embarazada sin darse ni cuenta y, antes de que Dolorcitas cumpliera siete años, nació su hermana, que fuera hembra para asentar la última venganza que Paquita pudo tomarse: María Egea Francisca Octavia de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos y Arcángeles.

Entre las habilidades de Francisca figuraba el imitar el canto de los pájaros y el fantasear hermosos cuentos para sus hijas y las otras niñas del barrio, quienes poco a poco se acostumbraron, sin más, a acercarse por las tardes, merendar chocolate con churros y escuchar entusiasmadas las aventuras de Luisete; tales tertulias solo se interrumpían por los anuales alumbramientos de Francisca, pues a María Egea le sucedió María de los Remedios, luego María Reencuentro, María Esperanza y María Confirmación, hasta que llegó José María Octavio Francisco y, como las demás, de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos y Arcángeles, a consecuencia de lo cual, la familia debió mudarse a una casona enorme, con un patio interior casi conventual maravilloso, el cual reorganizaría la convivencia y el ocio interno del clan durante los años previos al alzheimer de Octavio, que resultaron los de mayores alborotos y novedades.

Al correr del tiempo, Dolorcitas comenzaría a ser cortejada aunque ella pretendía llegar a la Universidad y estudiar Literatura para lo que ya contaba con la lectura universal que había realizado bajo el asesoramiento de su madre, Egeíta parecía decantarse por la Arqueología y la Paleontología –opción rompedora para esos años–, Remedios por la Medicina, Reencuentro por la Abogacía, Esperanza por la Ingeniería, Confirmación por la vida religiosa y el chico por la buena vida, asunto que desquició las últimas lucideces de su padre, a pesar de las predicciones de la Comadrona. Pero antes, la casa se llenó de Navidades, Reyes, Comuniones, Carnavales, Cumpleaños, catarros, dientes, cólicos, diarreas, anginas y algunas penas necesariamente superadas que el ama de la casa dulcificaba con la lectura de poesía femenina. La biblioteca de la familia contaba con tantos volúmenes que muchos especialistas pedían permiso para consultarla, pues no faltaba en ella hasta algún incunable, regalo de Octavio a su increíblemente recuperada compañera.

No es de extrañar que, en la nueva residencia, el mueble más valorado fuera el lecho matrimonial, caoba tallada por el mejor ebanista del país con un medallón en el cabezal en el que campaba Eros con cara de Octavio y una bella joven le miraba con rostro de Paquita, ello sobre un prado ameno a la antigua usanza. También destacaba el viejo aparador gigante de la abuela y la mesa dominguera de roble con talladas patas barrocas como sus sillas. Los dormitorios de los niños eran modernos y claros al igual que la cocina y el comedor de diario; como cuarto especial sin duda sobresalía la sala de lectura con sus sillones de piel verde oscuro, sus suaves lámparas verde esmeralda y sus mesitas con incrustaciones taraceadas que representaban destacados monumentos de España. Cada niña tenía la suya de igual manera que José María. En el centro, una mesa alta permitía manejar tomos de gran tamaño, tal los atlas u otras obras que debieran tratarse con preocupada delicadeza. La habitación, pentagonal, disfrutaba de cinco enormes ventanas por las que se colaba el sol a su albedrío según las maneras confiadas de un habitante más de La Casona.

Francisca Lucía de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos contaba con varias mujeres para ayudarla en las tareas de la casa: dos para mantener limpia la mansión, una para cocinar y hacer la compra y otra como niñera que luego pasó a sumarse a la familia sin titulación específica, a veces tata, a veces tía, pues Alegría de la Dedicación al Poder Divino descargaba a Paquita de ocupaciones y responsabilidades que hubieran disminuido y hasta perturbado su diaria conversación con los escritores.

Octavio fue presenciando cómo cambiaba su cónyuge, la casa, los hijos, los colegios, las demandas económicas, los enseres, las vacaciones…, cómo se acercaban las canas, las arrugas, el frío de los huesos, la enervación de los tendones y debió reconocer que sus proyectos se habían cumplido con algún sobresalto, pero, en lo general, se podría resumir, sobre rieles. La pareja seguía disfrutando de tiernos arrechuchos amorosos, los vástagos iban para adelante, el negocio progresaba desde siempre, únicamente lamentaba esos olvidos circunstanciales que le obligaban a anotarlo todo cual un colegial falto de atención. Un día, se cruzó por la calle con María del Carmen del Niño Jesús y de Santa Teresa, que continuaba mantenién-dose hermosa y elástica; él la saludó con cariño, pero reconociendo que la joya de su vida le esperaba enfrascada en cualquier novela o poemario entre chales y grageas de violeta. Mientras abría la puerta, cruzaba el recibidor y se encaminaba a la sala de lecturas, recompuso las flores que traía a su mujer, esta al verlas le estampó un beso que sonó en la estancia como un redoble de cotidianeidad y del brazo se encaminaron a presidir la cena, llena de cháchara, risas, protestas e informaciones diarias que matizaba o redirigía pacientemente Alegría de la Dedicación.

Octavio y ella se ocuparían de la primera restauración-ampliación de la vivienda, una nueva ala creció por la izquierda para albergar abuelos viejísimos con sus respectivos cuidadores y se agregaron tres nuevos salones de estudio. Para Paquita, que todas las mañanas y las mediasnoches recorría su dominio, significó una extensión de ruta y de responsabilidades pero no una carga por la que se quejara, su hogar hacía tiempo que se había convertido en el centro del cosmos y este giraba alrededor de la biblioteca que ella también bautizó Babel para que Borges la habitara en simbiosis con Calderón, Quevedo, Teresa, Sor Juana, Lorca y todos los grandes teatreros del mundo. Por eso, consiguió que le colocaran una bellísima cúpula de cristal en estilo modernista.

Cuando, tiempo después, con el corazón traspasado, debió aceptar el olvido absoluto de Octavio, en la casa ya entraban y salían pretendientes, novios oficializados, compañeros de carrera, aprovechados y ciertos revolucionarios vestidos a la moda zarrapastrosa de rigor en su grupo. Así, Francisca supo que progresivamente la siguiente generación de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos y Arcángeles la sustituiría, aunque faltaba más de lo que ella estaba suponiendo.

Capítulo II

Dolorcitas tuvo varios romeos, pero el primero que conoció Francisca fue Camilo Sagrario, pintor y filósofo, quien llenó el edificio de cuadros llamativamente mediocres, abuso que la familia soportó con elegancia hasta que el gobierno le concedió una beca en el extranjero y desapareció como un vampiro en planeta de sol constante. La niña lloró tanto que humedeció los cimientos de su dormitorio del que tuvo que ser sacada a la fuerza para que volviera a la vida. Su madre le aconsejó que escribiera sobre esa desmesurada amargura y Dolorcitas comenzó el diccionario de todos los vocablos relacionados con desventura.

Entre la “o” y la “p”, apareció un músico que componía piezas para contrabajos solistas, lo que llevó esta música a la casa con todos sus acompañamientos; la ahora llamada Loly resultó seducida por el violín, instrumento en el que la instruía su galán, pero no hay una sin dos y toda su admiración se vino abajo cuando oyó cantar al refinado tenor borrachín y desprevenido, “Gracias a la vida”, mancillando el recuerdo de Mercedes Sosa. Lo despidió con reproches desafinados y poco melódicos. Esta vez, ni lloró ni dio muestras de sufrires excesivos, solo regresó a su engordable diccionario y llegó a la r.

Paquita hizo esfuerzos para que se iniciara en el negocio familiar antes de que su padre se quedara en blanco, pero resultó derrotada por indescifrables designios. Loly era una artista sumamente sensible, incapaz de preocuparse por la maquinaria agrícola, por los cobros y los pagos, los impuestos, las demandas de personal, los pedidos, las innovaciones mecánicas, las ferias…, incapacidades que subsanaría su hijo. De ahí que Francisca abandonó el intento y colocó a un bereber medianamente civilizado que sabía vender hasta tres veces las mismas piedras del camino y que había colaborado con su esposo, aunque poco entendía de tractores, sembradoras, cosechadoras, pulverizadoras, desbrozadoras y demás aperos en sentido amplio. No obstante, se ocupó de leer el Corán y visitar algunas mezquitas medio clandestinas por la época, pues la primera vez que el hombre dejó de comer casi treinta días seguidos, ella pensó que era por su culpa y le invitó varias veces a su mesa, algo que el otro rechazó sin mostrar especial consideración, aunque días después le explicara cuál era su dieta nocturna en el mes sagrado.

Al fin Loly, asistente a tantas reuniones de bohemios, de una u otra manera subvencionados, se encontró, enamoró y casó con el por entonces apuesto Ministro de Cultura, profesional de la corrupción política, la nulidad estética y las contradicciones ideológicas. Francisca se quedó perpleja, qué tenía que ver ese inmoral analfabeto, insensible y vanidoso, con su hija. Pero esta transformó su vida sin pestañear, dejó completamente la lectura y la escritura, pues ahora despilfarraba el tiempo entre peinados, maquillajes, depilaciones, manicuras, asistencia a galas y elección de vestidos, joyas, bolsos o zapatos caros.

Cambió el gobierno y Rufino Reinaldo Pérez García marchó como embajador a Roma, desperdicio de cargo pensó Paquita entre lágrimas y suspiros al despedirlos, si bien esposa y esposo parecían felices aunque les faltaran los hijos que Dolorcitas pretendía concebir sin lograrlo. Su progenitora le recomendó que releyera a Safo, Virgilio, a Catulo, a Horacio y, por si acaso, a Séneca y, a continuación, desaparecieron en el cetáceo vientre de Iberia.

Entre la novedad de la nueva morada, la romántica ciudad eterna, las recepciones oficiales, los obligados amigos y el acomodo a distintas rutinas, pasaron unos años en los que Loly apenas fue consciente de sí misma, dormía escasamente, a sus otras tareas frívolas había agregado el gimnasio, bebía demasiado, casi no tenía intimidad con Rufino, no leía nada y escribía poco, únicamente las cartas que enviaba a su madre. Esta nunca le confesó cuánto echaba de menos a su hija-hermana, su oculta predilecta, la que supuso su alter ego. Francisca siguió sufriendo sola la lenta muerte en vida de su compañero y la lejanía geográfica y mental de su hija, desgarramientos que solía confiar a su ahora amigo Salah. Los abuelos se fueron muriendo ordenadamente y sin alardes, Dolores apareció en el entierro de dos y se disculpó por los restantes. Francisca la percibía ocupada pero no feliz, mas evitó comentarios ni requerimientos.

En el frenesí de su existencia romana como embajadora consorte, asistió a una exposición colectiva de creadores plásticos de la que ni siquiera había hojeado el programa y, sin tiempo para prepararse, se encontró con Camilo, reconocido representante del hiperneosimboliscosmológico. Este, sonrisa en ristre y mirada brillante, como si la hubiera estado esperando desde que abandonó Zamora, la condujo frente a sus obras, afortunadamente ahora logradas. Dolores, susurró él, llámame Loly exclamó ella; bien, aceptó Camilo, gracias contestó la otra; luego entre reproches, explicaciones, perdones, excusas e informaciones prácticas pasaron a la cafetería, de aquí al atelier y en este optaron, después de horas de caricias, besos y adjetivos pasionales, por el sofá.

Desde aquel encuentro, se ven a menudo, algunas tardes van al teatro o al cine, disfrutan los museos o recorren los monumentos. El necesario birreacomodo que exigió la inesperada pero irrenunciable circunstancia, decididamente feliz, disminuyó gimnasias, peluquerías, modistos y otras frivolidades, mas multiplicó escapadas, mentiras, hambres varias incluso de reiniciables lecturas.

Si Rufino Reinaldo hubiera poseído la sabiduría innata de Francisca Lucía de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos, se habría percatado de la profunda bonanza instalada en los ojos de Dolores, de la desacostumbrada ansia de salir sin coche oficial, de la intensidad con que cantaba boleros en la ducha, del sutil desapego a prendas exclusivas y de la frecuente elección de pantalones cómodos y blusas brillantes, así como de la entrada en la casa de flores amatorias: una rosa, una orquídea, varios claveles rojos, una azucena, algunas nomeolvides..., pero Rufino iba a lo suyo y cuando se dio cuenta era demasiado tarde, él ya casi póstumo.

Escoltada por cuadros con musas, diosas, héroes, sibilas y sus correspondientes representaciones alegóricas no siempre humanas, Loly fructificó simiente a pesar de su enorme sorpresa. Ahora, debía trirreacomodar su vida, ¿abortar o asumirlo?, ¿intentar que Rufino creyera que era suyo? ¿decirle la verdad? ¿despedirse de él con una notita exculpatoria? No sabía qué hacer; Camilo aún no estaba enterado. Dolorcitas se percató de que necesitaba urgentemente a su madre y corrió hacia ella como un ángel al que le hubiesen desplumado las alas.

Ya en la casa que era su verdadero hogar, Paquita le acarició el abundante cabello castaño a perfecto juego con su mirada, la acunó en su pecho, besó su frente y la acostó en el antiguo cuarto de las pasadas lágrimas, al día siguiente conversarían acerca de maternidades y lazos conyugales, ella era una experta en claudicaciones victoriosas y bordados afectivos.

Más de una semana estuvieron analizando pormenores, huellas de sentimientos, árboles de zarzas pasionales, pasados, presentes y futuros, renuncias, entregas, moralidades. A lo largo de tan enjundioso proceso, madre e hija se reencontraron en el meollo del cariño en el que con sus lagunas participaba Octavio, entre lógicas oscuras y brillantes absurdos. Cierta mañana trajeron un telegrama: Rufino había sido cesado por mil razones propias de su caciquil desempeño; en días llegaría a Zamora, lo que desasosegó a Dolores. Francisca, que confiaba en la benevolencia de los viajes, aceptó para ambas la constante invitación de Salah y sin retardo se embarcaron rumbo a Túnez, donde duermen al sol los restos de Cartago, la gran rival de Roma. Allí entre ruinas, zocos, mosaicos, mezquitas, chilabas, velas marítimas, desiertos y playas mediterráneas, María de los Dolores eligió tener a su descendiente y asumir consecuencias. Inició la separación del que ya veía como un crápula delictivo y le contó a Camilo su estado, con él quedó en Madrid a su regreso.

La estancia en Túnez resultó maravillosa, menos por la falta de seriedad de los nativos pues nada sucedía como se acordaba, pero el mar era más azul que en cualquier otra parte –salvo en el Egeo, defendía Francisca–, abrumadoras las dunas, excitantes las medinas y esplendorosos los restos del pretérito imperfecto. Salah se reveló un cortés caballero, algo tradicional en su pueblo de generosa hospitalidad. Allí Loly se acostumbraría al té con hierbabuena, a las Manos de Fátima y a los dátiles.

Con Camilo, los saludos, elusiones y demás fórmulas rituales se sucedieron en desvaído deshilvanamiento, típico de quien no quiere comprometerse, constancia que alivió a su amante pues había decidido no continuar un romance feliz que adivinaba concluido. Con infinitas promesas por parte del artista y tranquilas sonrisas de ella se dijeron adiós, Dolores sabía que casi para siempre y luego vino el hijo: Libertad Octavio Francisco Dolores de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos, Arcángeles y Mártires.

El bebé monoparental devolvió la dicha al oasis de la familia, pues todo lo que realizaba –que era mamar, dormir, llorar, chuparse el dedo, mover pies y manos, desbordarse de heces y de orines o sostener el sonajero de plata que le enviara su progenitor– se convertía en un festejado jolgorio. En el bautizo, su abuelo le entregó prematuramente el reloj de bolsillo de los recientes ancestros, no sin alguna protesta de José María que resultó resarcido con el magnífico ejemplar de Octavio. La abuela le cedió, para prepararlo hacia el deletreo, una de las primeras ediciones del Quijote y dentro de concatenaciones más realistas, las tías y el tío lo llenaron de anillos, pulseritas, juguetes y hasta una libreta de ahorros; fue su madre quien le compró el balanceante caballo de madera que aún conservará de adulto –lo heredarían su hija y su nieta– cuando por dos lustros dirija el engrandecido negocio agrícola y capitanee la Confederación de Empresarios.

María de los Dolores se dedicó a la novelística, relatando los acaeceres de su propia saga en La orquestación de la sangre, para lo que investigó pretéritos que, a continuación, ficcionaba con inconfundible dominio poético; a la vez, conjugaba con tal actividad, el cuidado de un personal invernadero en el que habitaban bellísimas plantas carnívoras, ¡cómo somos los humanos!, lo que en períodos de carestía exigía la caza de abundantes moscas por parte de un muchacho que asumió su tarea, evidentemente remunerada, con denodado contento. Ante ciertas inquisitorias, Loly sostiene que no se permitirá olvidar que la existencia surge de la muerte. Sin embargo, su madre, amante de pájaros, gatos y perros, jamás pisaría el recinto.

En sus narraciones, comenzó por la historia del bisabuelo, humilde campesino ya conocido como Octavio, que viudo debió criar a tres niñas y al abuelo, progenitor de Octavio José. Aquel inició el negocio vendiendo usadas herramientas de labranza a sus convecinos, al transcurrir los años lució un reloj de bolsillo que delatara su éxito comercial y económico. De la otra rama, se remontó a la bisabuela Francisca, verdadera matriarca que crió hijos, sobrinos, nietos y hasta primos a lo largo de su prolongada vida terrena de casi cien años, la mitad acompañados por su poco práctico esposo y poeta, quien murió de vinos, tertulias toreras y una neumonía definitoria. La hija menor de ambos alumbraría a Francisca Lucía, la cual heredó el amor a las letras del abuelo y la pluralidad maternal de su progenitora, quien para guardar la vajilla de su pequeño ejército sanguíneo compró un inmenso aparador de roble que fue pasando de generación en generación –mueble que Loly deseaba merecer– y una serie de baúles de cuero para la ropa que desvencijaron los años.

Todo esto, Dolorcitas lo entrelazaba con tíos, primos, cuñados, suegros, padrinos, nueras, nietos y hasta amigos excepcionales, recorriendo casi doscientos años no de soledad sino de regocijada, amén de conflictiva compañía, proclive siempre a la descendencia y cierta desmesura. Por algunos meollos de incorporaciones extrahumanas, registró canes destacados, caballos, felinos y hasta un tucán traído de Ecuador, además de algunos árboles individualizados que aún persisten.

Francisca aportaba el caudal biográfico de sus ascendientes, ya un tanto deformado por el recuerdo que todo lo redecora y por su imaginación revestida de múltiples fantasías literarias. Realmente, las dos podrían aceptarse como autoras de ese rebobinar hacia atrás en donde el actual Octavio ya solo agregaba ocurrencias oníricas, en muchas ocasiones recogidas para completar la faceta mágica del argumento.

Su novela fue acogida con minoritario interés de crítica y obviamente de lectores, tuvo que esperar a la tercera, aquella situada en la Guerra de la Independencia, para que el ABC le hiciera espacio. Por seguir la tradición de las mujeres, escribía poemas que leía a su gente y luego sepultaba bajo tierra como si deseara crear un hormiguero de versos. Cuando ella ya era también polvo, su hijo descubrió que sobre aquellos papeles crecía un árbol completamente amarillo como un sol con raíces y hojas de oro.

Dolores le había ofrecido a Paquita la firma conjunta pero su madre se rió y despachó el asunto asegurando que no tenía edad para tales vanidades. Y, porque las cosas se fueran cumpliendo, Octavio, antes de fallecer entre sueños y vapores de friegas, dedicó una semana a hablar razonablemente con su descendencia sobre los años de penuria en la Guerra Civil, sus galanteos con la niña Paquita, su infinita paciencia exuberantemente recompensada y su merecimiento de una lápida de mármol blanca y liviana, lo más parecida a un edredón que más tarde pasaría al panteón familiar.

La muerte del padre asoló a su esposa, apagó las ventanas que perdieron luz, descuajeringó las rutinas y el barco se mantuvo a flote solo por los respetuosos cuidados silentes de Salah y las nada respetuosas exigencias del nieto. Los días, los meses fueron acallando la tristeza de todos, menos la de Francisca que se hizo afecta a los réquiems de Mozart, Salieri, Cherubini, Bruckner, Verdi, Fauré y otros.

Loly le regaló la Divina Comedia con ilustraciones de Doré para que ubicara a su Octavio en el Paraíso y se supiera la Beatriz de su vida; ella ahora no leía como antes a falta de ánimo, de humor, de su compañero, pero Dante supo conquistarla y su amigo Virgilio la condujo por pasadizos secretos hacia la resignación; de manera que regresó el orden a La Casona, que es como decir al cosmos del clan.

Culposa Dolores, que había abandonado tareas, visitó el invernadero suponiendo que sus plantas estarían secas, pero el niño cazador de insectos, casi joven por esta fecha, las había mimado como reliquias, de tal manera que retomó el oficio de escritora con la pluma paterna acostumbrada a cuentas y decisiones, la cual cambió su percepción para la descripción de personajes, paisajes y vidas.

Tal vez, los réquiems familiares la aficionaron a la música y por eso cada tanto Dolores viajaba a Madrid con María Egea para asistir a las representaciones de ópera, zarzuelas o incluso tonadillas y aunque la pionera Egea ya buscaba cacharros bajo capas de lodos, cumplió con su papel de excelente amiga. Desde entonces, disfrutó de hermana, ella que siempre se había sentido como una especie de hija única. Fue Egeíta quien la ayudó a crear su pequeña editorial de provincias, llamada La Románica, en alusión a los tesoros de su ciudad, donde comenzaron con la publicación de dos obras: Don Segundo Sombra, de Güiraldes, y la propia No hay razón sin delirio; de La Casona, eligieron tres salones amplios del ala izquierda, abrieron puerta a la calle y allí inauguraron la librería, de la que Paca, glotona de verbos y cada vez con menos ganas de exteriores, elegía sus alhajas literarias.

Libertad Octavio Francisco Dolores crecía en casa y en el colegio público, tradición familiar que nadie discutía, ya que nada mejor para aprender lecciones de moral que un profesor o profesora de cada ideología que no religión, pues aún no se estilaba, condición, carácter y hasta posible devenir disoluto. La Primaria resultó un éxito para un muchacho que creía que su familia no tenía apellidos ni nunca había sufrido desnutriciones ni angustias.

La Primera Comunión no la tomó vestido de almirante sino de motorista, a pesar del resquemor del Párroco que lo consideraba un capricho y así era, pero el niño se parecía a su abuela en esas tajantes resoluciones, de lo contrario solo quedaba declararlo ateo, alternativa poco grata pues los suyos no eran creyentes pero sí buenos católicos.