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Km 5 vía a Puerto Colombia, A.A. 1569,

Barranquilla (Colombia)

© Editorial Universidad del Norte, 2013

© Jesús Ferro Bayona, 2013

Editor sénior

Alfredo Marcos María

Editora

Anabella Martínez Gómez

Coordinación editorial

Zóila Sotomayor

Diseño y diagramación

Munir Kharfan de los Reyes

Diseño de portada

Camilo Umaña

Ilustración de portada

Dibujo y notas tomadas

de los cuadernos de clase de

Juan Camilo Ferro Falquez

y María Isabel Ferro Falquez

Versión ePub

Hipertexto

www.hipertexto.com.co

 

© Reservados todos los derechos. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio reprográfico, fónico o informático así como su transmisión por cualquier medio mecánico o electrónico, fotocopias, microfilm, offset, mimeográfico u otros sin autorización previa y escrita de los titulares del copyright. La violación de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

El autor

JESÚS FERRO BAYONA se graduó en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Obtuvo el título de Master of Arts en Filosofía en la Universidad del Lyon III (Francia) y el Máster en Teología, con especialidad en Historia, en el Instituto Superior Libre de París. Hizo estudios de Doctorado en Ciencias Sociales en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad de la Sorbona, París. Desde 1980 es Rector de la Universidad del Norte.

Ha sido miembro de la junta directiva del Icetex, de la Asociación Colombiana de Universiades (Ascún), del Fondo José Celestino Mutis (Fen Colombia) y del Comité Consultivo del Icfes para la Reforma de la Educación Superior. Es miembro de la junta directiva del Centro Interuniversitario de Desarrollo (Cinda), con sede en Santiago de Chile, y del Consejo Nacional de Competitividad, organismo asesor de la Presidencia de la República.

Fue vicepresidente de Ascún en el período 1986-1987, y en 1987-1988 ocupó la presidencia de la máxima asociación universitaria colombiana.

Especializado en las escuelas Superior de Munich (Alemania) y de París (Francia) en el campo de la dirección universitaria, es un estudioso del desarrollo de la educación superior en Colombia.

 

Introducción

Como resultado del cultivo de sus conocimientos y del ejercicio de sus facultados, el hombre crea símbolos por medio de los cuales expresa su esencia humana. A través de estos símbolos, tangibles e intangibles, llega incluso a modificar la sociedad de la cual hace parte. La cultura, entonces, corresponde al mundo propio del hombre; todo aquello que tiene sentido para él y solo para él. La cultura emerge de todos los componentes de la existencia humana y solo puede existir donde exista la vida humana.

La ciencia —en cuanto componente de la cultura—, se concibe como la forma metódica de saber, de la cual se vale el hombre para comprender el mundo que lo rodea. Esta comprensión se materializa en explicaciones construidas a través de un lenguaje riguroso y apropiado. Ciencias equivale a saber; saber metódicamente formado y ordenado.

La técnica —hija y hermana de la ciencia—, trata exclusivamente de aprovechar los descubrimientos científicos para la mejor satisfacción de las necesidades materiales del hombre. La técnica, en cuanto ciencia aplicada, se entiende como el conjunto de reglas y procedimientos utilizados por el hombre para el logro de un objetivo: la transformación de los productos de la naturaleza en objetos de utilidad.

El bagaje de los bienes culturales debe ser transmitido de una generación a otra, oportunamente modificado y hasta, a veces, radicalmente transformado. Es esta la función más general de la educación: incorporación ordenada de los bienes de la cultura con vistas a su comprensión y, sobre todo, a su transformación. La educación como proceso de formación de auténticos seres humanos debe velar por la cabal preparación del hombre para la vida considerada en toda su amplitud.

En torno a los dos grandes conceptos de educación y cultura, con sus referentes esenciales de ciencia y tecnología, gira y se desarrolla este trabajo periodístico, que reúne las columnas publicadas en las páginas editoriales del diario El Heraldo de Barranquilla, de 1994 hasta 1999. La recopilación y selección fue una tarea que realizamos con gusto y provecho. Concebidas por un humanista, su riqueza temática es asombrosa y fascinante. Escritas por un educador para un medio de comunicación masiva, el lenguaje es sencillo, ágil y accesible.

El ordenamiento no es estrictamente cronológico, si bien en la mayoría de las veces parece que lo fuera. El criterio seguido es el temático, partiendo de las grandes categorías hacia la especialización. Por ejemplo, educación es el concepto más general, seguido de educación superior, para luego tratar la imbricación entre educación y tecnología. Cultura es otro gran tema conjuntamente con modernidad. El Caribe, con sus connotaciones telúricas, es el escenario desde el que se expresa el autor en su dimensión universal. Las personalidades y las reseñas —libros, poesía y cine—, cierran este recorrido por ámbitos cuyas voces recrean el cosmos del saber y de acción humanos.

Este libro se ofrece como una invitación, especialmente, a los jóvenes para que —de la mano de un educador veterano— se inicien en el apasionante mundo de la sabiduría. El estudioso, el investigador y el filósofo, asimismo, encontrarán en esta obra ocasión para profundizar en sus temas de interés, para lo cual los índices temáticos y de nombres son una herramienta esencialísima que facilita su ardua tarea. Y el lector desprevenido se deleitará con las crónicas interesantes, exquisitas y breves, que hacen de este libro un compañero de viajes por diferentes culturas y un oasis claro del pensamiento.

Anabella Martínez Gómez

Nueva York, Columbia University, invierno, 2001

Prólogo

Durante varios años, he escrito una columna semanal en el diario El Heraldo, en el que me ha dado acogida su Director, El Dr. Juan B. Fernández R., para expresar mis opiniones a los lectores que me han seguido con su atención.

Este libro recoge ese periplo de la opinión, pero lo hace de una manera que no es una superposición de columnas periodísticas en el carril de una cronología. Anabella Martínez, quien estudia ahora un máster en educación en Columbia University, se dio a la tarea de leer, analizar y organizar todo el material siguiendo una racionalidad interna que hilvana los textos. La labor me sorprendió gratamente desde el mismo momento que vi los primeros esbozos.

Conocedor de la trayectoria de varios escritos míos, Alfredo Marcos se encargó de la edición. Dado el profesionalismo de Alfredo, la edición adquiere aquí unas connotaciones que van más allá de lo que comúnmente se entiende por ese inapreciable oficio. Agradezco mucho a quienes he mencionado en esta página, y a todos aquellos que han colaborado en la publicación de esta obra, para hacerla posible.

Jesús Ferro Bayona

Barranquilla, Universidad del Norte, febrero, 2001

EDUCACIÓN

Los jóvenes oyen a Ramazzotti

22 jun 94

La primera vez que tuve conciencia de que Eros Ramazzotti existía fue aquel viernes en que una acción de tutela echó abajo su concierto en el estadio El Campín de la capital. Era ya la tarde, y me encontraba al norte de Bogotá en una reunión de rectores universitarios. Viendo que la sesión de trabajo no terminaba —discusiones sin fin sobre el tenor de un escrito, por aquello del idioma y la precisión—, alguien me recordó que el avión me iba a dejar. Al hacer ademán de levantarme y abandonar el recinto, me dijeron: «No te vayas por la 30, porque los estudiantes están por ahí protestando, dizque por el frenón al concierto de Ramazzotti.»

¿Ramazzotti? ¿Y quién es ese tal Ramazzotti, que no me deja salir de Bogotá en el último avión del viernes, que es la última esperanza que los costeños tenemos de huir de la fría sabana para venirnos a dormir al calor del Caribe? Me quedé con la pregunta en los labios.

A los pocos días escuché una canción suya que me gustó y que ha pegado mucho entre los jóvenes, porque la he oído puesta en los pasacintas de sus carros y repetida en el estribillo de sus labios. Canta cómo él se transformó en árbol y se quedó allí plantado mirando la tierra en que nació, y que el viento le enseñó a qué saben la miel y la resina silvestre, y con esa felicidad adentro encontró a la mujer, y alargó sus ramas hacia ella.

¿Por qué una canción con esa estridencia de la voz del cantante gusta, pega, emociona? ¿Es pura cuestión de moda? ¿O habrá algo en la juventud —siempre lo ha habido en todas las generaciones de jóvenes—, que es una especie de eterno romance, de un soñar despiertos, de una idealización del amor, hasta identificarlo con árboles, ramas, miel, sol y luna?

Esa dimensión idealizada de la vida es quizás uno de los aspectos que más contrasta con el duro realismo de los adultos. Es probable que en esa grieta estribe el conflicto generacional que tanto nos preocupa, porque entrevemos que el mundo que están construyendo ya no es el nuestro, ni los modelos que les estamos señalando son los suyos.

Lo que pasa con la música, por ejemplo, es muestra de una distancia, que no creo insalvable. Por el contrario, la juventud es permeable a lo nuevo y a lo antiguo, a la música clásica como a las baladas, la mayoría de estas de consumo, pero que, al fin de cuentas, sienten suyas. En un ensayo sobre la música, el escritor cubano Alejo Carpentier dice: «Ahí donde las calles resonaban de tangos, rumbas, sones, bambucos, guarachas, boleros y mariachis, la hostilidad de ciertos músicos serios, sinfonistas, profesores de conservatorios, hacia la llamada "música ligera", llegaba a cobrar caracteres inquisitoriales.» Cierto, la actitud dogmática hacia lo nuevo y lo popular de parte de los intransigentes consigue alejar a los jóvenes de la música universal; de eso que el violinista Yehudi Menuhin llamaba «la música del hombre.»

Escuchando, por estos días, Las canciones que mi madre me enseñó, del compositor Antonin Dvorák, rememoraba cómo este gran romántico checo no soportando la vida en Nueva York se regresó a su Bohemia natal, donde recuperó la emoción con las canciones populares que inspiraron sus conciertos. Sin doblegarnos al gusto por tanta música y canción mediocre de consumo, podríamos tender puentes que atraigan a los jóvenes hacia Beethoven o Vivaldi, sin estigmatizar la música popular y romántica, que tanto les gusta y les dice. Que mis amigos de la música clásica me excusen, si dije alguna irreverencia.

Woodstock

17 ago 94

En el recinto de Saugerties, a unos 160 kilómetros de la manzana de Manhattan, se celebraron, la semana pasada, los 25 años del festival de Woodstock.

¿Cómo olvidarlo? Vive en la generación de mayo del 68 como las notas de la música de Carlos Santana o The Band, pero también como el recuerdo gráfico de aquella joven desnuda, abrazada a su compañero bajo un paraguas que espanta las gotas de una llovizna tempranamente otoñal.

Muchos dicen que se trataba de un festival de la contracultura, porque se reunieron decenas de miles de jóvenes para protestar contra el presente, que para nosotros es ya pasado, de la cultura del momento. Contra sus instituciones erigidas en indiferencia pública, soledad, desamor, guerra (la del Vietnam), los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas y morales, que son las expresiones de la cultura. La que en la década del 60 se sentía como estructura erosionante del anhelo de libertad, que anida en el fondo de cada ser humano.

A todos los que estaban ahí, haciéndoles señas al amor y a la paz como formas del nuevo mundo, para suplantar el odio y la guerra, los llamaban hippies. Curiosa palabra gringa que, dentro de una etimología equívoca, fija una definición: joven desilusionado, desanimado de la sociedad convencional. Fue, más bien, una definición convencional para tratar de tirarle encima el estereotipo a una pasión de la humanidad, que tiene muchos más siglos a cuestas de lo que se cree: la inconformidad con el presente.

El Woodstock del 94 está lejos de aquel que, en el final de la década del 60, trataba de ser una protesta pacífica, que muchos vimos desde nuestros asientos universitarios como una utopía, y que hoy recordamos con alguna nostalgia. La de una época en la que escuchábamos la hermosa voz de Janis Joplin, que el veneno de la droga fue consumiendo en plena juventud, o la guitarra de Jimi Hendrix, carcomido por los barbitúricos a los 27 años.

Recuerdo que entonces Woodstock era más un símbolo que un deseo. En la práctica, a uno le parecían insoportables esos malolientes hippies, con su discurso elemental sobre la naturaleza y el amor. En cambio, el símbolo que llamaba a una sociedad diferente, se nutría de ese espectáculo silvestre para tratar de salvar de la devastación lo que quedó de una década, de la cual muchos no quisimos salir sin brújula ni esperanzas. Fue así como en los años 70 empezó la reconstrucción intelectual y sensible de este final de siglo; porque había ilusiones y voluntad de superar las circunstancias.

El Woodstock del 94 tiene precio y etiqueta; sus organizadores alcanzaron a volver mercado lo que fue, a pesar de los inocultables intereses comerciales de hace 25 años, una protesta que se quedó ahí y no pasó a ser una propuesta. Aunque el mercantilismo se haya adueñado de los objetos que se venden en el Woodstock de ahora, lo que importa hoy es que el símbolo de las aspiraciones de renovación persista e impulse a la juventud a construir una sociedad más allá del frenesí del consumismo y de la droga, del basurero de la historia que nos amenaza, hacia la dirección del presente en donde el amor, el arte, la amistad, las personas, los ideales, puedan ser posibilidades de dignidad y de valores nuevos.

El presente de la juventud moderna, así como está plagado de amenazas y deterioros, ofrece el reto de superarlos mediante las oportunidades de armar propuestas constructivas que vayan de las aulas universitarias a los centros de las decisiones políticas y sociales.

Las pruebas del Icfes

31 ago 94

Por esta época, se plantea en el país la tradicional polémica en torno a los resultados de los exámenes del Icfes, aplicados a los estudiantes de los colegios en el mes de marzo. Se publican las listas de los colegios del calendario B, que esta vez aparecen agrupados en las categorías alta, media y baja. Se polemiza, se controvierte, se recrimina.

Empecemos por el principio. Las pruebas son unos instrumentos de medición externa que el Estado aplica con un doble fin: primero, conocer el resultado académico de los estudiantes que están saliendo del bachillerato, para comprobar los niveles mínimos de sus aptitudes y sus conocimientos. Segundo, informar a la sociedad, con base en los resultados globales, sobre la calidad, cantidad y características de las instituciones del sistema de educación secundaria.

Con respecto a lo primero, se está midiendo el rendimiento del estudiante, mediante pruebas de aptitudes y conocimientos. En la práctica, se presenta un primer problema: en Colombia, estos exámenes miden más los conocimientos que las aptitudes; favorecen más la memorización que la competencia básica del estudiante; refuerzan la uniformidad del saber sobre la diversidad de saberes.

Me explico. No se trata de eliminar las pruebas del Icfes; pero, hay que tratar de mejorarlas. Sabemos que se está trabajando en ese mejoramiento, y por eso aprovechamos esta ocasión para hacer unas sugerencias. Se debería buscar mucha más información sobre las aptitudes de los estudiantes; esto quiere decir que las pruebas deberían estar más enfocadas hacia la diversidad de inteligencias, con base en las aptitudes del razonamiento verbal, lógico y matemático, y en las capacidades de comprensión de lectura y escritura de los estudiantes.

Deberíamos salirnos del esquema reductor que considera que la inteligencia es homogénea. Hoy se tiende a considerar que las aptitudes se diversifican: no es lo mismo una inteligencia en la que predomina el aspecto lógico-matemático que otra en la que sobresalen los factores lógico-verbales. Hay inteligencias más intuitivas, otras más abstractas; muchas son inferenciales, otras captan el conjunto. ¿Por qué no podemos aplicar pruebas en las que los estudiantes muestren sus aptitudes reales, y no en las que se les obligue a responder por lo que no saben? Es más difícil preparar pruebas que examinen la diversidad y, de paso, le sirvan al estudiante para conocer mejor la carrera universitaria que debería elegir, con base en un potencial intelectual y afectivo que sí tienen, y no el que se imaginan que tienen.

Pero aunque sea más difícil examinar con base en la variedad de aptitudes, no se debería rechazar de plano hacer el intento. Si lo hacemos, podríamos tener estudiantes mejor adaptados a las condiciones y exigencias de cada carrera; y, en consecuencia, con mejores rendimientos en los estudios y mayor productividad. Eso le conviene al estudiante, a la universidad y al país, en términos de rendimiento, metodologías de enseñanza y productividad, respectivamente.

En cuanto a lo segundo —la publicación de las categorías de colegios—, aunque ya no me queda espacio para tratarlo ahora, dejo una inquietud: la información debe servir para producir mejoramiento, y no para desestimular. ¿No tiene más sentido pedagógico informar sobre los mejores, sin desalentar a los menos buenos? ¿No sería más deseable tratar de que los menos buenos se corrijan y mejoren, ya que lo que buscamos es la calidad de todo el sistema educativo? Existen, pues, diversas maneras de informar.

Raza y cultura

2 nov 94

En 1971, el etnólogo Claude Lévi-Strauss publicó, por solicitud de la Unesco, una conferencia titulada Raza y cultura. La intención de la Unesco era que el profesor francés hablara de nuevo sobre el racismo, pues una ola en favor de este inveterado prejuicio de la humanidad estaba azotando al mundo.

Hacía 20 años que Lévi-Strauss había publicado el texto Raza e historia, que la misma Unesco le había pedido como colaboración para una serie de documentos sobre la cuestión racial. Se trata, pues, de un tema recurrente. De acuerdo con ambos escritos, el etnólogo francés había comentado que ningún criterio permite en términos absolutos juzgar una cultura superior a otra. Si en ciertas épocas — anota el profesor— y en ciertos lugares unas culturas «se mueven» y otras «no se mueven», no es debido a una superioridad de las primeras, sino debido a unas circunstancias históricas, geográficas o culturales.

Encuentro muy acordes con este pensamiento los comentarios de algunos expertos colombianos a propósito del debate que se ha desatado en torno a la obra The Bell Curve (La curva campana) del sociólogo Charles Murray y el sicólogo Richard Herrnstein. Según las reseñas y comentarios a la obra, aparecidos en la revista Newsweek, los autores sostienen que el cociente intelectual está íntimamente relacionado con factores como la raza, el carácter y la condición social.

El tema es polémico y se presta a toda clase de conclusiones cuando los presupuestos y marcos conceptuales del estudio no se conocen con precisión. Es así como una de las conclusiones que dice que el cociente intelectual de los negros es significativamente más bajo que el de los blancos, plantea de entrada un interrogante sobre la cuestión racial.

Se dice, de acuerdo con el estudio, que la cuarta parte de la población negra de los Estados Unidos tiene un cociente intelectual por debajo de 75, o sea por debajo del promedio. Además, se dice que en ese país hay 62 millones de «retardados», o «lentos» para ser más suaves, entre los cuales se incluye a negros, latinos y otros inmigrantes.

Como se ve, las conclusiones son inquietantes, porque el tema se presta a interpretaciones distorsionadas en el campo no solo educativo, sino también político. Lévi-Strauss señala que cuando se toca el tema de la raza, estamos rozando niveles políticos en nuestra manera de entender los problemas de la sociedad. De acuerdo con estudios que se adelantan sobre los estilos cognitivos o maneras de pensar de los colombianos no se han encontrado diferencias sustanciales entre las habilidades cognitivas de poblaciones de blancos y negros. Más bien se encuentra que hay más diferencias entre dos culturas blancas que entre las llamadas razas.

Por lo tanto, hay que entender que existen muchas variables que influyen en la inteligencia de comunidades como las de los negros de los Estados Unidos que nada tienen que ver con la raza. Basta pensar en la baja escolarización que muestra dicha población, los problemas de alimentación que tiene que afrontar y las condiciones socio-económicas en las que se ha desarrollado su historia, que lleva a cuestas 200 años de esclavitud.

En contraste con esa consideración sobre las variables que influyen en la inteligencia, independientemente de las razas, resulta preocupante que se empiece a hablar de futuras polarizaciones entre una élite blanca, bien dotada cognitivamente, y los negros, latinos e inmigrantes menos dotados. El paso a la adopción de políticas discriminatorias puede no hacerse esperar, pues se convierte en un pretexto para quienes buscan hacer menos por los más desfavorecidos.

Interrogantes sobre el I.Q.

9 dic 94

Aunque, en 1905, el psicólogo francés Alfred Binet desarrolló los primeros tests de inteligencia, que medían analogías, modelos y habilidades del razonamiento, fue el psicólogo alemán W. Stern quien propuso el «cociente intelectual» —en inglés, I.Q.—, correspondiente a la edad mental dividida por la edad cronológica.

Resulta que el I.Q., o cociente intelectual, se ha convertido en la actualidad en objeto de polémica entre los entendidos, en razón de la publicación del libro de Murray y Herrnstein The Bell Curve. La revista Newsweek le dedica un informe especial al tema, en su entrega de la última semana de octubre. Y no es para menos, pues Murray y Herrnstein, a partir de investigaciones complejas y de estadísticas algo inaccesibles para el común, ofrecen una bandeja de conclusiones que dicen verdades a medias y otras recomendaciones explosivas.

En general, el I.Q. es un tipo de test que se emplea con regularidad no solo en los colegios y universidades, sino también en las empresas, con el fin de conocer el nivel de inteligencia de la gente. El asunto no pasaría a mayores complicaciones, si no fuera porque el libro mencionado vuelve a despertar tanto la idea racista de la inferioridad intelectual de los negros, latinos y otros inmigrantes, como el principio controvertido de que la inteligencia es más una cuestión de genética que de influencia de factores ambientales. El psicólogo suizo Jean Piaget mantenía, más bien, un equilibrio entre los factores provenientes de la herencia como los del medio.

Algunos psicólogos, expertos en la materia, arguyen que hay una diferencia entre los resultados que arroja la aplicación del I.Q. y la inteligencia misma. Yo estoy de acuerdo con esta última concepción. Es cierto que el I.Q. sigue siendo muy útil, tanto en el ingreso a los colegios y universidades como a las empresas. Pero conviene aclarar de qué se trata.

La prueba del I.Q. provee información sobre dos grandes componentes de la inteligencia: razonamiento verbal e inteligencia práctica y perceptual. Así, pues, la prueba mide comprensión, vocabulario, velocidad de aprendizaje, capacidad de manejar símbolos y signos, asociación, semejanzas, analogías. Pero es una prueba que corresponde a un modelo educativo; no agota toda la posibilidad de información que podríamos obtener de la capacidad de la inteligencia humana.

Es, por lo tanto, una prueba que se ajusta a un tipo de educación que hemos escogido como una de las mejores formas de educar, dentro de un sistema de rendimiento que responde al ordenamiento económico y social de la producción industrial. Sigue siendo, como algunos dicen, la mejor medición que existe.

Pero, en educación uno no puede ser taxativo. Aunque ello no parezca factible de generalización a mediano plazo, deberíamos guardar la esperanza de llegar a una escuela futura (y por ello entiendo todo el sistema escolar hasta la universidad), en la que además del razonamiento verbal y matemático, se aprecien y tengan cabida en la formación otros tipos de inteligencia, como la que se basa en el lenguaje, la musical, la introspectiva-interpretativa, la relacional o que lleva al conocimiento de los otros, la espacial o corpórea (esta última tan útil para el que practica la danza, por ejemplo).

Ningún individuo, por lo general, posee estas clases de inteligencia en estado puro, pero se dan diferencias de acuerdo con las intensidades que en cada campo tiene cada cual. En todo caso, es muy empobrecedor reducir la inteligencia al uso de la escritura y el pensamiento técnico dominantes.

Competir con el conocimiento

22 jun 94

Al instalar el Consejo de Competitividad, la última semana de octubre, el presidente Ernesto Samper dirigió unas palabras apremiantes en torno al tema de los retos que el país debe afrontar, si queremos tener mayores espacios en los próximos diez años para avanzar en el proceso de internacionalización de la economía colombiana.

El primer mandatario nos urgió a los miembros del Consejo para que emprendiéramos con tenacidad el programa de trabajo que le presentamos ese día. Pienso que es un programa ambicioso, con metas de corto y largo plazo. Hay sectores de la economía del país que pueden entrar, o continuar, en un proceso de reconversión industrial muy rápido para poder competir con otras economías de la región o, incluso, con las más apartadas, como las del Sureste Asiático.

Sin embargo, desde mi punto de vista, me impresionó más el énfasis que el presidente Samper hizo en la necesidad de aumentar la capacidad y el desarrollo del conocimiento, como factor fundamental del progreso moderno. Añadió que no hay nada más rentable que la inversión que se hace en la formación del recurso humano, es decir, en la educación, la cual, junto con la salud y la nutrición, han sido consideradas por organismos tan serios como el Banco Mundial como sectores en los cuales la tasa del retorno de la inversión ha demostrado ser muy alta, y aun superior a la de la inversión en capital físico.

Países como Corea, por ejemplo, muestran una gran tasa de crecimiento económico en los últimos años, al tiempo que aumentan la inversión en materia educativa y desarrollo del conocimiento. Desde que salió de la guerra hasta el presente, las estadísticas de ese país presentan unos niveles de educación que casi duplican, cada diez años, sus logros en la cobertura educativa.

Por esas razones, no es de extrañar que Fedesarrollo y el Instituto SER hayan solicitado poner mayor énfasis en la inversión continuada en la formación del capital humano, por encima de lo que ellos llaman políticas asistenciales del Gobierno. Fedesarrollo estima que si se quiere atacar la pobreza de este país, se deben elevar las condiciones de cobertura y calidad de los servicios de educación y salud ofrecidos a los pobres. Yo añadiría: a todos los colombianos.

El presidente Samper es consciente de esas prioridades, y por eso llama la atención que en su concepto sobre el desarrollo humano sostenible incluya el desarrollo del conocimiento, y de la ciencia y la tecnología, como factores esenciales de una agenda competitiva.

El punto está en que las metas relacionadas con la formación de recursos humanos y el aumento de la capacidad científica y tecnológica del país no pueden ser cortoplacistas. Por su naturaleza, al tiempo que en esos campos se deben mantener políticas coherentes y progresivas, hay que poner la mirada en el futuro menos inmediato, pero buscado con disciplina y constancia.

Así lo han hecho otras economías más fuertes que la nuestra, como la Alemania de la postguerra, que llegó a tener la audacia de reabrir la Universidad de Mainz, por ejemplo, en las casernas utilizadas por el ejército del III Reich. Los resultados de su política educativa están a la vista, pues, junto con Francia, es el país que muestra las mayores tasas de desarrollo económico dentro de la Unión Europea.

Por tanto, es un desafío a la constancia esta frase del presidente: «Si se desarrolla la estrategia de la competitividad en un largo plazo, Colombia superará en el año 2025 su condición de país subdesarrollado.»

Vista desde Washington

23 nov 94

Después de llevar más de una hora zarandeado por la tormenta Gordon —que apenas comenzaba—, el avión en que viajaba aterrizó en Washington D. C., protegida por el cielo descubierto y un clima deliciosamente otoñal. Estuve la semana pasada en la capital federal, asistiendo a la conferencia anual del International Student Exchange Program, una asociación que cuenta con más de 60 universidades norteamericanas afiliadas, otras tantas europeas y unas cuantas latinoamericanas.

La ciudad, de bosques apacibles, bullía entre las famosas convenciones que tienen lugar en esta época del año. En el hotel Omni Shoreman, donde se desarrollaba el encuentro al que asistía, se encontraba reunida la conferencia de los obispos católicos; a pocas cuadras de ahí, tenía lugar otra convención sobre armamento atómico. No muy lejos, se realizaba un foro sobre reforma educativa, patrocinado por el grupo privado de reflexión Diálogo Interamericano y el BID.

Mientras escuchaba la apasionante exposición de la directora de los World Educational Services sobre el sistema de la educación superior de los Estados Unidos, pensaba que este país tiene una gran fortaleza en su sistema educativo, entre otras razones porque, desde los tiempos del presidente Jefferson, ha mantenido la convicción de que la educación debe ser expansiva y democrática. Además, procura en alto grado el pluralismo con que debe concebirse la educación tanto en la manera de impartirse como en la forma de organizarse.

Como ejemplo claro de esas creencias se halla el actual sistema de educación superior en ese país, donde ni la educación general, ni la investigación, ni el entrenamiento profesional se conciben separadamente, sino, por el contrario, como elementos de una sola estructura, dentro de la cual los estudiantes pueden moverse en todos los sentidos (pregrados de dos años o de cuatro años; postgrados conducentes a la maestría o al doctorado), guiado todo por un principio sabio: se trata de que todo estudiante que ingrese al sistema llegue a tener éxito en él.

Frente a los resultados positivos que esa concepción de la educación ha producido durante muchas décadas de este y el pasado siglo, parecía increíble que, a poca distancia de nuestra conferencia, el secretario general de la OEA, el expresidente Gaviria, afirmara que el «estado crítico de la educación en América Latina y el Caribe era el mayor obstáculo, junto con la acción de los sindicatos de maestros, para alcanzar mayores niveles de competitividad.» Vista desde Washington, nuestra educación anda rezagada. Es una comprobación crítica ahora cuando se viene a saber, después de más de diez años de discusiones y estudios, que la educación es clave para darle a América Latina la capacidad de competir en la economía mundial, lograr un crecimiento sostenido y equitativo, y consolidar la democracia.

Con frecuencia necesitamos que un gurú del MIT, como es el profesor Lester Thurow, decano de la facultad de Administración de la famosa universidad bostoniana, lo diga sin tanto rodeo como lo hizo en una reciente conferencia organizada en Bogotá: frente a las dificultades que va a tener Colombia para entrar, no antes de 10 años, en el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, Thurow recomienda emprender la educación con más calidad, no solo en las universidades, sino desde la primaria.

Yo veo en esos análisis y recomendaciones el abecé que los economistas del nuevo orden olvidaron, mientras dedicaron su tiempo a planificar políticas de crecimiento económico puramente materiales.

Se oían las voces apagadas

1 nov 95

El otro día le oí decir a mi hijo mayor que estaba leyendo la Ilíada. Se me ocurrió ir a mi biblioteca, en donde verifiqué que el libro de pasta dura y letras grandes no se hallaba en su sitio. ¿Estaba leyendo a Homero? No podía creerlo.

«¿Por qué leer los clásicos?», es la pregunta que se hace el desaparecido escritor Italo Calvino. No importando la cuestión de las fechas, para mí ese libro es su testamento. Tratando de responder a la pregunta, Calvino dice al final de una larga respuesta introductoria que los clásicos no se leen porque «sirven» para algo. «La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos», anota el escritor a renglón seguido. Razón muy frágil pero honesta. Escrita con realismo.

Lo más frecuente es que el alumno tenga una noción muy vaga de lo que se dice en los clásicos. Por ejemplo, en la Ilíada. Lo más probable es que lea un resumen o unos comentarios. Pero leer el texto mismo, sin la cortina de humo de los críticos y comentaristas, es una proeza. Se dicen cosas que no se entienden. Mucho menos la manera de decirlas. ¡Esos adjetivos de Homero! ¡Esas metáforas que lo confunden a uno! Mucho se resolvería a favor de los clásicos, si el profesor le dedicara más tiempo a entrar con los alumnos en los textos, a revivirlos, a recrearlos. Por fortuna, existen esos profesores.

Yo tuve uno, que fue Manuel Briceño. Era un sacerdote jesuita educado en lo más «clásico» de Oxford. Un scholar impecable. Hablaba el griego y el latín con igual propiedad que el inglés intemporal de los humanistas de Oxford —¿se darán todavía?— Cuando nos sentábamos con él en la Javeriana a leer la Ilíada, nos sentíamos en el mismo escenario de Troya. Se oía el bramar de los ríos desmadrados y el batir de las lanzas. Se oía le voz adolorida de Aquiles llorando a Patroclo muerto. Se sentía el odio de los dioses entrometiéndose en el destino humano, y la dulzura de Afrodita que intenta salvarlo todo, como lo hace el amor.

Manuel Briceño leía cambiando de entonación cuando se trataba de representar a Zeus, o de imitar a Héctor o de hacer sentir el furor del viento. Cuando murió hace pocos años al frente de la dirección de la Academia de la Lengua, sentí que se moría el último de los humanistas que habían ido a Oxford a especializarse en un conocimiento «inútil», según la opinión reinante.

El mundo moderno, esa actualidad que nos excede con su alud de información, nos hace ver a los clásicos situados más allá de un muro. Nos entretiene con representaciones imaginadas llenas de buenas intenciones. Vi en la cartelera de televisión, por estos días, que se anuncia una serie para niños sobre Ulises. Otro héroe homérico castigado por los dioses, que es expulsado ahora al espacio de los satélites. La aventura de esta semana se titula El laberinto del minotauro. «Trata de un rey que castiga a un hombre por estar enamorado de su hija, poniéndolo en ese laberinto. Pero allí está Ulises para salvarlo», termina diciendo la nota de gancho. Está bien. Con tal de que algún día en la escuela tengan la oportunidad de encontrarse con un maestro que se ponga a leer con ellos la Odisea de Ulises. Se sentiría el canto de las sirenas, mientras Ulises, amarrado al mástil de la nave, grita con dolor ese tránsito por los amores no pedidos pero sí esperados.

Tomé las últimas palabras de un poema de Borges que se titula On his Blindness. Poeta ciego como Homero, el tiempo inmisericorde los distanciaba. Una rara cercanía metafísica los unía, sin embargo.

La actualidad de los clásicos

19 abr 95

Hace poco tuve la oportunidad de encontrarme con unos compañeros de estudios universitarios. Hablábamos del espectáculo, fascinante a veces, perturbador con frecuencia, que ofrece la vida moderna con su fiebre de tráfico desordenado, actualidad imponente y de televisión a todo volumen.

Vivimos una época diferente cuando estudiamos en la universidad. Lo que no quiere decir que fue mejor que la actual. Fue sencillamente diferente.

Volvimos al cuento interminable de los clásicos; dicho de otra manera, de la formación clásica que recibimos. Cuando el padre Manuel Briceño, un scholar de Oxford, nos leía en voz alta el Otelo de Shakespeare, el salón de clase se sumía en un silencio atento que no perdía ni una sílaba del drama.

¿Para qué nos sirven los clásicos? Es una pregunta utilitarista que, no obstante, se puede responder. En nuestra conversación de compañeros, llegamos a la conclusión de que la lectura de los clásicos nos sirvió para superar, por un lado, la simple especialización profesional que puede resecar la vida; por otro, para alcanzar una dimensión humanística que, además de darnos una comprensión más global de los acontecimientos, nos depara el goce interior, tan difícil de transmitir, cuando leemos una página de Las memorias de Adriano.

El escritor italiano, Italo Calvino, dejó escrito un libro que es una verdadera brújula en nuestro tiempo de niebla: «¿Por qué leer los clásicos?» La pregunta busca la razones, más que los fines inmediatos. En una parte de su libro escribe: «Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura.» Calvino cuenta la historia del escritor italiano Giacomo Leopardi que, imbuido de la educación clásica, leía literatura italiana y francesa, anclado siempre en el culto de la antigüedad griega y latina. Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, las satisfacía Leopardi con textos que nunca eran demasiado up to date: las costumbres de los pájaros en Buffon o el viaje de Colón en Robertson.

Prácticas que parecen impensables hoy, pero que no debieran serlo. ¿Por qué no releer las hermosas y vívidas descripciones de la naturaleza tropical que escribió Humboldt en sus viajes por Colombia y Venezuela? ¿Por qué no acercarse a redescubrir nuestras emociones cuando una vez leímos Antígona? ¿Por qué no aventurarse a reencontrar la huella de las lecturas que nos han precedido en la Odisea de Homero, tantas veces leída y comentada, pero siempre abierta a ofrecernos nuevas significaciones, que podrían ser las que transformaran nuestra vida?

Todas esas preguntas nos llevan a reformular nuestra relación con los clásicos. Cuando se leen por obligación o para rendir cuenta de ellos en una tarea, puede que no salte la chispa de lo inesperado, del descubrimiento, de la emoción. Cuando la escuela nos da la posibilidad de hacer elecciones y encontramos en ella maestros que poseen el arte de ponernos a dialogar con los clásicos, es muy posible que un mundo insospechado se nos abra para navegar interminablemente en él.

Si nuestra generación pudo encontrar un universo de respuestas sobre quiénes somos y adónde hemos llegado, no fue para olvidar el retorno a los clásicos con nuevas preguntas, pero tampoco para abjurar del ruido de fondo de la actualidad, en cuyo cauce necesitamos estar, pese a los atascos del tráfico en las calles.

La larga historia que nos precede

26 abr 95

El año pasado, cuando recibió el premio Príncipe de Asturias, el escritor mexicano Carlos Fuentes leyó una reflexión sobre la historia común que nos une a los nacidos en el destino iberoamericano.

De entrada, ponía como ejemplo de lo que nos relaciona a Píndaro y a Homero, poetas griegos de la tradición occidental. Lamentaba que nuestro tiempo estaba privado de una cultura trágica, consciente de que al lado de los triunfos de la paz están los horrores de la guerra.

El filósofo Richard Rorty comenta, en otro escrito, que a los educadores más ilustres que nos precedieron nunca se les ocurrió pensar que alguna vez llegaría el día en que los estudiantes pudieran graduarse en una escuela secundaria de los Estados Unidos sin saber quién vivió primero, Platón o Shakespeare, Napoleón o Lincoln.

Esa grieta de la formación básica, que es común a los bachilleres y universitarios de Estados Unidos y de Latinoamérica, nos hace pensar que algo de fondo está fallando en la educación secundaria y superior.

Cuando Napoleón llegó en 1798 a las costas de Egipto para conquistar la entrada al Oriente, objetivo estratégico de su plan de ascenso al poder, miró desde su nave en aquella madrugada de julio la ciudad de Alejandría, y dejó que su memoria se llenara de imágenes de la civilización antigua.

Se acordó de Alejandro Magno, que había fundado la ciudad egipcia, una vez capital cultural del Mediterráneo; rememoró la llegada a esas mismas costas del imperator Julio César, persiguiendo a su rival Pompeyo; vio con la memoria entre las dunas del desierto lejano las altivas columnas de granito rojo que evocaban las glorias de Cleopatra y los obeliscos, templos y esfinges que habían consagrado para siempre la grandeza terrenal de los faraones.

No se limitó Napoleón a cumplir un objetivo militar, porque tenía el sentido de la grandeza histórica, que incendiaba su imaginación y alimentaba el apetito de drama histórico que está latente en la mente de casi todo joven de nuestros días.

¿Quién despertará ese apetito? ¿Quién sabrá revivir la historia como un inmenso drama? No será probablemente la televisión, que solo excita la mente con imágenes transitorias. No serán esas tantas clases lánguidas que se convierten solo en guía taquigráfica sobre la civilización mundial.

Solo puede serlo un gran profesor, que entiende su misión docente dentro de los acontecimientos y de las ciencias de la actualidad, amparados por el telón de fondo del gran teatro del pasado. Solo puede serlo, a su vez, el estudiante, que tiene la suficiente autoestima para no conformarse con los hechos, sino que busca una explicación que está más allá de la excitación y la moda.

Nuestra historia, que no se reduce al posible siglo y medio de vida republicana, está pendiendo de una civilización común que nos une y nos lleva, pasando por la independencia, la colonia y el descubrimiento de América, a la larga tradición occidental.

«Es la cultura del Mediterráneo, el Mar Nuestro, el gran abrazo que nos abarca desde Israel, Palestina y el Levante, pasando por Grecia e Italia hasta Iberia y más allá, pues las olas del Mediterráneo europeo llegan hasta el Mediterráneo americano», decía Fuentes el año pasado en Asturias.

Nuestros jóvenes necesitan ponerse en contacto con la historia viviente del pasado inmediato y del pasado lejano, pero constitutivo de nuestra civilización actual, justamente para que esa civilización no se derrumbe bajo el peso de lo efímero y de la actualidad, que se ha vuelto desgarradora.

El pequeño estudiante

8 feb 95

Hace unos días, me abordó un pequeño estudiante de primaria con unas preguntas sobre la educación y el papel de las bibliotecas. Se trataba de una tarea que le habían puesto en el colegio, y por eso venía con su cuaderno de rayas y un esferográfico como armas de combate, que libró muy bien.

Después de responder a sus inquietudes, me quedé pensando si este pequeño joven llegaría algún día a la universidad. ¡Son tantos los que comienzan la primaria y no la terminan! Mucho más numerosos los que ni siquiera comienzan la secundaria, o habiéndola empezado, tampoco la terminan. ¡Y es tan bajo el porcentaje de escolaridad universitaria! En Colombia, de cada cien estudiantes aptos para hacer estudios universitarios, solo llegan efectivamente a matricularse 17. En la Costa, esa proporción es menor: de un centenar de bachilleres cada año, se matriculan en las universidades cerca de nueve.

No es cuestión de aptitud. Por el contrario, lo lamentable es que, habiendo inteligencia por todas partes, los jóvenes no puedan estudiar o porque no tienen los recursos económicos, o porque no hay suficientes cupos para recibirlos en los establecimientos educativos públicos y privados. Valga anotar que dos bachilleres, de los departamentos de Córdoba y Sucre, fueron los que mayor puntaje obtuvieron en las pruebas del Icfes, realizadas el año pasado en todo el país. Entre los que les siguen están dos bachilleres de Antioquia y Bolívar. Y en el Atlántico, una estudiante de Barranquilla y otra de Soledad obtuvieron puntajes de 388 y 382, respectivamente, que son respetables.

No obstante esos logros individuales que hacen honor a la inteligencia de los jóvenes costeños, las estadísticas globales muestran que estamos en una de las regiones del país con más bajo cubrimiento escolar (primaria, secundaria y universitaria), y con niveles de calidad de la educación muy preocupantes. De nada sirve consolarse con los resultados del reciente informe de la Unesco en París, que señalan que en los países en desarrollo ha aumentado el número de estudiantes —de siete millones en 1970 a 30 millones en 1991—, pues la cobertura es menor si se la compara con la de los países industrializados.

En general, los gobiernos se preocupan más por la cobertura, es decir, por aumentar el número de estudiantes en cada uno de los niveles de la educación, que por la calidad del proceso educativo. Es explicable, dado que vivimos en un país donde lo urgente se impone sobre lo necesario. Sin embargo, Colombia necesita una juventud educada con los mejores profesores posibles, con textos y materiales de clase bien elaborados, con acceso a fuentes de información bibliográfica y ayudas computacionales muy completas. Eso se llama calidad de la educación.

Sucede que esa calidad es costosa. Sus resultados no se ven a corto plazo, pero asegura el porvenir de nuestros jóvenes, que es lo que nos debe preocupar a todos, no solo a los educadores. A ese respecto, existe hoy un debate en el país con motivo de las alzas de matrículas en colegios y universidades. Hay mucha falta de información sobre los costos educativos. El asunto sería más manejable si se entendiera que las medidas de control deben acompañarse con inversiones y créditos blandos en capacitación de los profesores, mejoramiento de los textos, construcción o dotación de bibliotecas y ayuda económica a los estudiantes más pobres, para que puedan elegir la clase de educación que quieren recibir en establecimientos públicos o privados. Eso es más consonante con la nueva Constitución que habla de un país nuevo.

Regaño en palacio

20 sep 95

Hace cosa de quince días, nos reunieron en la Casa de Nariño a un grupo de rectores de universidades costeñas para tratar el tema de por qué nuestra gente no es seleccionada en las convocatorias de becas de postgrados que viene otorgando Colciencias.

La idea provino de Eduardo Verano, consejero presidencial para la Costa, secundado por Adolfo Meisel, director del Icetex. Partían ambos de una preocupación que nos afecta a todos, pues se trata del futuro de nuestro desarrollo, que depende de la formación del recurso humano.

Después de escuchar a nuestros dos coterráneos, unos funcionarios de Colciencias pasaron a echarnos un discurso plagado de reconvenciones para que entendiéramos que la culpa de todo este atraso de la educación superior y la investigación se debe a los costeños. Después de eso, nos quisieron poner a trabajar en grupitos, de acuerdo con un cuestionario. En ese momento, este columnista interpeló a la mesa directiva para recordar que no estábamos en un kindergarten. Que habíamos ido a deliberar.

Nuestro argumento sobre este asunto es el siguiente. En la Costa hay mucha gente inteligente, pero con pocas oportunidades. La inteligencia es importante, es la base sobre la que se construye el edificio del saber y la ciencia. Pero si no hay oportunidades, para el caso, inversión del Estado en programas de capacitación, no iremos muy lejos. Esta no es una cuestión de si es primero el huevo o la gallina. En nuestras investigaciones hemos sostenido la tesis de la existencia de una relación estrecha entre el progreso económico y el nivel de escolaridad de la población.

Dicho en otras palabras, es la dinámica económica la causa inmediata más apropiada para contribuir al crecimiento y desarrollo de la inteligencia. Los estudios demuestran que la tasa de escolaridad media y superior ha aumentado en aquellas regiones del país en donde se hicieron inversiones nacionales y extranjeras para que la economía creciera y, por consiguiente, se incrementó la demanda de la mano de obra calificada y, por ende, del recurso profesional. Basta mirar lo que pasó en la región cafetera o en el valle de Aburrá.

Pero si algunas regiones han tenido esas oportunidades de inversión, otras como la Costa han carecido de ellas. Y si a lo anterior se añade que, desde hace más de diez años, a la región central del país se le ha dado más oportunidad de acceder a los recursos del Banco Interamericano de Desarrollo para la formación de capital humano, en razón de que son las regiones más productivas, no es muy difícil entender que un joven o un profesor de esas regiones clasifique fácilmente en las convocatorias de Colciencias, pues tienen tras de sí un acumulado de inversiones que a nosotros todavía no nos ha llegado.