ÍNDICE

Ensayos
468

G. K. CHESTERTON

San Francisco de Asís

Prólogo de
Jesús Sanz Montes

ISBN: 978-84-9920-788-9

Título original
St. Francis of Assisi

© 1999
Ediciones Encuentro, Madrid
Segunda edición: mayo 2012

Traducción y notas
Carmen González del Yerro

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

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SAN FRANCISCO DE ASÍS SEGÚN CHESTERTON:
UNA COMPAÑÍA PARA EL DESTINO

Cuando el oficio de escritor compromete una autobiografía

La rica personalidad de este amable e indómito buscador que fue Gilbert Keith Chesterton (Londres, 1874-1936), nos dibuja el temperamento de quien es leal consigo mismo, quien no censura la realidad que le provoca cotidianamente, y al mismo tiempo quien no tiene en sí la capacidad de resolver cuanto de modo misterioso y terco te recuerda que eres sólo un hombre. Otros pueden fingir diciendo cínicamente que ya lo saben todo o que no necesitan de nada ni de nadie. Pero este escritor que gozaba naturaliter de una inmensa capacidad para disfrutar de la vida noblemente, y que no tenía enemigos debido a esa extraña tolerancia que llamamos humor, pasión por la belleza y una humilde veneración por las cosas grandes, tuvo también una enorme herida.

En esa obra importante de su biografía literaria que es el libro Ortodoxia, describe en tres trazos esa herida por la verdad que le hacía rebelarse contra su progresivo suicidio espiritual: «Cuanto había oído de la teología cristiana había contribuido a alejarme de ella. Era un pagano a los doce años y un agnóstico completo a los dieciseis; y no pude comprender que alguien pasara de los diecisiete, sin hacerse la sencilla pregunta que yo me hice»1. Es coherentemente lo que él hizo al llegar a esa edad, y se atrevió a hacerse la pregunta que su paganismo y su agnosticismo no le resolvía. Tampoco lo hizo el anglicanismo por el que comenzó su regreso al hecho cristiano. Pero en su vida de leal buscador hay un dato que nos puede ayudar a entender su deseo de biografiar a san Francisco de Asís.

No se trataba de una búsqueda privada, ni tampoco fue individualista su descubrimiento. Hay un impacto que le hace despertar: el encuentro con un sacerdote católico, John O’Connor, párroco en Bradford, Yorkshire, que estará luego presente en varias de sus obras inspirando al célebre personaje cura-detective Padre Brown2. Es significativo el «método» por el que Chesterton hace todo este recorrido intelectual y creyente: el testimonio de un hombre que a su vez se había encontrado también con el hecho cristiano. Su confrontación con este testigo le lleva a una preciosa constatación: «El padre O’Connor había sondeado aquellos abismos mucho más que yo. Me quedé sorprendido de mi propia sorpresa. Que la Iglesia Católica estuviera más enterada del bien que yo, era fácil de creer. Que estuviera más enterada del mal, me parecía increíble. El padre O’Connor conocía los horrores del mundo y no se escandalizaba, pues su pertenencia a la Iglesia católica le hacía depositario de un gran tesoro: la misericordia»3.

Esta es una de las claves para entender su acercamiento biográfico a Francisco: el testimonio que de él recibe de la misericordia, que era como enmendar con esperanza la experiencia del mal cotidiano sabiendo que no tenía éste la última palabra. Este alto testimonio de un santo le reconcilia a Chesterton con lo mejor de la humanidad porque ve en él lo que precisamente describe el propio Francisco en su Testamento espiritual: «El Señor me condujo entre ellos (los leprosos) y tuve misericordia de ellos»4. Así podrá afirmar al comentar este escrito de san Francisco: «Quizá la idea principal que pretende sugerir este libro sea que san Francisco caminó por el mundo como el Perdón de Dios. Lo que quiero decir es que su aparición marcó el momento de la reconciliación del hombre no ya con Dios, sino también con la naturaleza y, lo más difícil de todo, consigo mismo... San Francisco abrió las puertas de la alta Edad Media, como si abriera las puertas de una prisión o del purgatorio en donde el hombre había estado purificándose como el eremita en el desierto o el héroe en la guerra contra los bárbaros»5.

Un año después de su conversión al catolicismo, el año 1923, y tras varios meses de inactividad literaria más que en los periódicos, publicará esta biografía sobre san Francisco de Asís. Como dice José Ramón Ayllón, «Chesterton quiere demostrar que la vida de un santo puede ser una historia mucho más romántica que la mejor de las novelas. La admiración de Chesterton hacia san Francisco está ligada a su convicción de que la inocencia, la risa y la humildad infantiles son superiores a cualquier forma de escepticismo»6.

Estos son los contrapuntos con los que este hombre se acerca a Francisco de Asís. Como igualmente se acercó al P. O’Connor. Una compañía que con discreción y afecto se pone junto a ti para que llegues a tu destino, sin suplir tu libertad. Esto es lo que constituye la sugestiva personalidad de este escritor londinense, y lo que permite reconocer en él uno de los grandes entre los cristianos que han tenido la sabiduría de decirnos con hondura y belleza, con mordiente sencillez, las razones de su fe y de su esperanza. En este sentido, apuntaba con agudeza Juan Manuel de Prada citando a Leonardo Castellani «que Chesterton tuvo ‘la sabiduría del anciano, la cordura del varón, la combatividad del joven, la petulancia del muchacho, la risa del niño y la mirada asombrada y seria del bebé”; y toda esta munición de cualidades conforma una escritura luminosa, incisiva, capaz de entrometerse en los dobladillos de las medias verdades para delatar su fondo de oprobiosa y mugrienta mentira, capaz de desvelar la verdad oculta de las cosas, sepultada entre la chatarra de viejas herejías que nuestra época nos vende como ideas nuevas. Y es que la fe de Chesterton nunca es una creencia enclaustrada en sus dogmas, sino derramada sobre el anchuroso mundo, deseosa de dilucidar todos los conflictos que el mundo propone. Fe encarnada, en fin; y encarnándose en las cosas acaba alumbrando su sentido más recóndito y cabal. Creo que la razón por la que hoy no existe en el ámbito católico un escritor de la talla de Chesterton es precisamente porque los católicos hemos convertido nuestra fe en algo doctrinario que se enquista en las cosas, en lugar de alumbrarlas por dentro; y, al renunciar a una fe encarnada, el católico cae en la trampa de abordar las cosas desde los presupuestos ‘ideológicos’ al uso, sobre los que incorpora, a modo de pegote o excrecencia, su fe doctrinaria, que así se muestra rígida o inmovilista a los ojos de nuestra época»7.

La ‘cuestión franciscana’.
Preámbulo a la biografía de Chesterton sobre Francisco de Asís

Dentro de la vasta producción literaria de G.K. Chesterton, estas monografías de carácter biográfico suponen una insólita apología que no pretende polemizar, pero sí una saludable provocación a la que él gustaba dedicar su fina y acerada ironía. ¿Los santos? ¿San Francisco de Asís? Qué puedan representar estas preguntas es la urdimbre de la original biografía que escribió nuestro pensador inglés convertido al catolicismo tras un itinerario juvenil por el agnosticismo y el anglicanismo.

Cuando Chesterton escriba su biografía St. Francis of Assisi (1923), estaba en su efervescencia más álgida la convulsión que supuso para el franciscanismo el que desde el ámbito protestante se pusiera en cuestión nada menos las fuentes históricas sobre san Francisco de Asís, tal y como habían sido presentadas durante siglos a la historiografía y a la devoción y piedad católicas. Primero fue Ernst Renán con su Vie de Jésus (1863) y luego su discípulo Paul Sabater con la Vie de Saint François d’Assise (1894), quienes abrieron esta espita generando con sus obras una auténtica revolución en lo que se vino a llamar «la cuestión franciscana» (Sabatier), en claro remedo del interés bíblico por los santos evangelios y la figura de Jesús desde «la cuestión sinóptica» (Renán)8. La distinción entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, llevaría a repetir la metodología entre el Francisco de la historia y el san Francisco de las biografías o leyendas. Es conocida la postura que en este sentido adoptará Leonardo Boff tomando nota de un apunte que hizo el entonces profesor Ratzinger9: «Una cosa es la historia de la vida del santo y otra la historia de las interpretaciones de esa vida. Las interpretaciones se basan ciertamente en la vida de Francisco; pero también la transforman y modifican según los acentos, las preferencias y las tendencias del intérprete. El intérprete (Celano, S. Buenaventura y otros) elabora un material tomado de Francisco, de su vida y de sus palabras. Pero la situación histórica, eclesial, política y las discusiones dentro de la Orden Franciscana, determinan la selección y acentuación del material. Se acentúan enfáticamente determinados rasgos de san Francisco o ciertas palabras suyas; otros se silencian; otros, por fin, se completan con minucias»10. Esto conllevó a una comprensión de san Francisco desde los propios escritos que nos dejó, tomándolos como la primera clave hermenéutica de cuanto de él decían las primeras biografías o «leyendas»11.

¿Cómo acceder al verdadero san Francisco? ¿Cómo presentar lo que significa de veras su biografía humana y cristiana como paradigma de santidad eclesial? Esto se propone Chesterton al describirnos esta página de santidad medieval que traspasa todos los siglos. Por este motivo, fijando la intencionalidad de su original biografía sobre el Poverello de Asís, nuestro autor señalará a quiénes va destinada su obra. Es importante este primer apunte, porque en él da cuenta de cómo no cabe reducir a Francisco en los moldes convencionales que han terminado por difuminar los ricos matices de una personalidad y una historia de santidad que no son frívola o ideológicamente clasificables: «Me dirijo al hombre de la calle, escéptico pero también comprensivo, y mi única esperanza, bastante vaga por cierto, es que si abordo la biografía de este gran santo por el lado llamativo y popular que evidentemente tiene, tal vez logre que el lector perciba la coherencia de una personalidad intachable, al menos un poco mejor que antes; y que acometiendo su historia de esta manera, quizás vislumbre por qué el poeta que alababa a su señor el sol, se escondía a menudo en una cueva oscura; por qué el santo, tan bondadoso con su hermano el lobo, era tan severo con su hermano el asno (como él mismo apodaba a su propio cuerpo); por qué se alejaba de las mujeres el trovador que confesaba abrasarse de amor; por qué se revolcaba deliberadamente en la nieve el cantor que se regocijaba con la fuerza y la viveza del fuego y por qué la poesía que exclama con pasión pagana ‘alabado sea el Señor por nuestra hermana, la madre tierra, que nos da la hierba, frutos diversos y flores de intenso colorido’ termina prácticamente con estas palabras: ‘alabado sea el Señor por nuestra hermana, la muerte del cuerpo’»12.

Esta amalgama de contrastes dibuja un perfil de san Francisco que permite matizar el difícil contrapunto de lo que aparentemente sugiere rivalidad y conflicto en la percepción y vivencia de las cosas, y que sin embargo tiene una sabia síntesis llena de armonía. Por este motivo, el San Francisco de Chesterton no es ni una biografía reaccionaria ni una biografía de abstracta piedad. Lo cual nos lleva a una consideración del significado de la hagiografía propiamente dicha. ¿Qué sentido tiene hacer la memoria sanctorum, el recuerdo vivo de alguien que ha sido significativo para la historia cristiana sea hombre o mujer, sea docto o sencillo, haya sido clérigo o laico13?

La memoria sanctorum o el justo recuerdo de los santos

En más de una ocasión se ha puesto en tela de juicio la memoria de los santos en una especie de «hagiofobia» que cultivaba la sospecha o al menos la cautela ante los santos, como si ellos representasen una peligrosa distracción e incluso una imperdonable sustitución de lo único importante: el Señor Jesús y su Evangelio, el único mediador entre Dios y los hombres14. Bien por exceso o bien por defecto, es decir, ya porque Dios está en todas las partes —y por lo tanto los santos sobran, pues nada aportan al acceso de su Presencia—, o ya porque a Él se llega por Él mismo —en cuyo caso los santos estorban, pues tratan de ofrecernos una mediación que Dios mismo nos da con creces—, alguien podría pensar que los santos pueden resultar un eclipse o una superfluidad, pero en cualquier caso innecesarios.

Sin embargo, la historia cristiana, como una gratuita salvación narrada, nos dice que los santos no son ni atentado contra lo único importante —Dios— ni distracción de su palabra, ni sustitución de su gracia. Y aunque hay que admitir que existe un cierto riesgo de caer en esas desviaciones más o menos inadecuadas cuando se pretende ver en los santos lo que Dios no nos muestra o cuando se empeña en escuchar en ellos lo que el Señor no nos revela, no por ello vamos a dejar de reconocer el significado salvador que tienen como mediación y recordatorio. Pues también existe el no menor riesgo de la abstracción, de un acceso a Dios completamente descarnado y desencarnado de toda referencia temporal y espacial, con el evidente peligro de caer en una visión y vivencia de Dios completamente abstractas —desde la ideología al uso—, al querer evitar una concreción indebida de su Palabra y de su Persona.

A la hora de hacer un discurso sobre Dios y sus mediaciones —entre las que sin duda se sitúan los santos—, es importante evitar la doble posición extrema: la de quien los identifica y la de quien los enemista. Porque decir «sólo Dios basta» puede representar la verdad profunda de que en Él está toda la suficiencia y que consiguientemente todo lo demás no es otra cosa que mediación y reflejo de Él mismo, pero puede también ser utilizado como un esencialismo abstracto hasta el punto de estar indicando con esta expresión un Dios negador de toda mediación y rival o enemigo de cualquier otra realidad. Del mismo modo decir «Dios está en todas partes» podría parecer una inocente definición de la omnipresencia de Dios, pero puede ocultar una gran mentira: la de pensar que Él no se distingue de otras presencias menores y mediatas, distintas a Él aunque sean inseparables. La historia de la Iglesia revela una insistencia peculiar sobre la importancia de los lugares. El catolicismo ha subrayado una y otra vez la necesidad de mirar a determinados sitios —lugares de peregrinación— y a determinados rostros —los santos—, porque el espacio y el tiempo son las únicas coordenadas para reconocer y localizar una presencia real. Y, frente a las abstracciones, sólo una presencia así, un acontecimiento que entra en la vida cotidiana, puede cambiarla. Esta es la verdadera teología de los santos15.

Es algo que ya entrevió el ilustre teólogo suizo Hans Urs von Balthasar a propósito del divorcio entre santidad y teología: «En tanto fue una teología de santos, la teología fue una teología orante, arrodillada: por ello fueron tan inmensos su provecho para la oración, su fecundidad para la oración, su poder engendrador de oración. Hubo algún momento en que se pasó de la teología arrodillada a la teología sentada. Con ello se introdujo en la teología la división [...] La teología ‘científica’ se vuelve extraña a la oración y, por consiguiente, desconoce el tono con el que se debe hablar sobre lo santo. Entretanto, la teología ‘edificante’, al ir progresivamente perdiendo contenido, sucumbe no raras veces a una unción falsa»16

De manera que, ni confundir a Dios con sus imágenes y mediaciones, ni tampoco prescindir de las que Él ha establecido como camino hacia Él, dejando de mirar y acoger cada día el testimonio de los santos, ni pensar que basta con mirarles a ellos. No en vano el primer catecismo de la Iglesia, la Didaché, invitaba a aquellos primeros cristianos a buscar cotidianamente el rostro de los santos y encontrar consuelo en sus palabras17.

El santo: «una exégesis viviente»

El historiador Walter Nigg ha explicado en su célebre obra Grosse Heilige el significado de Francisco de Asís a partir de una imagen que hizo fortuna: el Poverello será «la imagen medieval de Cristo»18. Habría que traducir la expresión del Alter Christus no tanto como «otro Cristo», sino «Cristo otra vez»19, indicando con ello cómo un santo fundador no es otra cosa sino la re-presentación en una coordenada espacio-temporal nueva del eterno Evangelio que ha entregado Jesucristo para siempre.

Hace unos años se ofreció una clave de lectura de este fenómeno de los santos fundadores: la apuntada por Walter Dirks20 y Jesús Álvarez Gómez21, en cuanto que afirman que los santos fundadores son una oportuna y nueva aportación del Espíritu Santo, dador de los carismas a la Iglesia y para la edificación de ésta22, en una encrucijada concreta. Los santos, en especial los fundadores, han sido la respuesta de Dios a los desafíos y urgencias que se podían dar en una situación histórica particular. «El santo no actúa por propio capricho: siempre es llamado de una u otra forma. Aquí se trata de una determinada respuesta, es decir, de la vocación a responder a un reto histórico»23.

No se trata, por lo tanto, de una simple respuesta que una persona da a Dios privadamente, sino que esa fidelidad siempre tiene unas consecuencias públicas, sociales, eclesiales —como igualmente sucede con la infidelidad—. Hay, obviamente, una dimensión personal en quien responde, y su fidelidad tiene una inmediata repercusión en su historia individual de salvación, pero en la medida en que la vocación recibida responde a un carisma de Dios, tal carisma transciende la persona y lo alarga a toda la Iglesia. Así lo apunta Giacomo Martina al hablar de los santos fundadores como quienes despiertan la conciencia de la Iglesia para que ésta tienda siempre a Dios: «Siempre que la vida eclesial está en peligro de desplazarse del centro a la periferia, del espíritu a la letra de la ley, han aparecido estos heraldos de Dios. Son ellos la espada que Dios ha traído al mundo, los profetas del Nuevo Testamento. La voz de Dios en el mundo y, al mismo tiempo, el grito de la humanidad hacia Dios. La aparición de tales heraldos no está sometida a ninguna ley; es como el amor divino, que juega libremente en la Iglesia»24.

Los fundadores, al dar vida a sus obras estaban movidos por el Espíritu, o sea, han vivido una experiencia espiritual en el sentido propio de la palabra. «Bajo la guía del Espíritu, realizan un tipo de exégesis único. La suya es una exégesis viviente. En efecto, la lectura del Evangelio, en la que son iniciados por el Espíritu, con la característica sensibilidad hacia una determinada actitud interior de Cristo, hacia un comportamiento suyo, hacia una enseñanza suya, una vez interiorizada e íntegramente vivida, se manifiesta y se traduce en vida, en acción apostólica o ministerial, en un particular estilo de vida, en una obra, en una familia religiosa que, con su misma presencia, se convierte a su vez en exégesis viva y colectiva de aquellos determinados aspectos del Evangelio»25.

En la misma línea afirmaba también Von Balthasar algo sobre los santos que podría ser aplicado a los fundadores, diciendo que ellos «son una nueva interpretación de la revelación, un enriquecimiento de la doctrina respecto a nuevos rasgos hasta entonces poco considerados. Aunque ellos mismos no han sido teólogos o doctos, su existencia en su conjunto es un fenómeno teológico que contiene una doctrina verdadera, dada por el Espíritu Santo... [representan] aquella parte viva y esencial de la tradición que, en todos los tiempos, muestra al Espíritu Santo en el acto de interpretar de manera viva la revelación de Cristo fijada por la Escritura... son «evangelio viviente»... Solo quien habita el mismo espacio de santidad puede comprender e interpretar la palabra de Dios»26.

No entramos aquí en la distinción entre fundador y fundación, como dos realidades que pertenecen a un mismo carisma que el mismo Espíritu Santo concede a la única Iglesia. Por ello situándonos ante el carisma del Fundador, san Francisco de Asís, sabemos que cuanto Dios regaló a su Iglesia en la persona de uno de sus mejores hijos, no lo agotó en él27. En teología de la Vida Consagrada se distingue, de hecho, entre el carisma del Fundador y el carisma de la Fundación, más particularmente cuando la historia de un carisma atraviesa un período de tiempo largo en el que un sinfín de vicisitudes de diversa índole, implica una diferente modulación del carisma original28. En este delicado itinerario, es muy importante que el discernimiento se haga desde y con la Iglesia, para evitar cualquier tipo de interpretación que sea fruto de una subjetiva hermenéutica deudora de nostalgias o pretensiones que no suscita el Espíritu del Señor29.

San Francisco, por lo tanto, es una exégesis viviente del Evangelio de Jesucristo, que Dios y su Espíritu quisieron subrayar en su generación del siglo XIII y hasta nuestros días. No se trata de un carisma privado fruto de la pretensión particular de Francisco en su crítica o en su connivencia con la realidad eclesial, política o cultural de su época, sino un grito evangélico que Dios profiere a través de los labios del Poverello. Y entonces, como en la mañana de Pentecostés en Jerusalén, en el siglo XIII y hasta nuestros días, san Francisco representa un modo de acceder «a las maravillas de Dios», quienes provenimos de otros lugares y hablamos lenguas distintas30.

El riesgo de reducir a san Francisco

En unos de los documentos hagiográficos más populares del trecento italiano, los célebres Fioretti, se intercala un delicioso diálogo entre dos hombres, maestro y discípulo, en el que éste se pregunta la razón del atractivo de aquél, cuando, presuntamente, no había motivos destacables para tal admiración. Se trata de la pregunta que Fr. Maseo de Marignano hará a san Francisco de Asís, con una curiosidad rayana en la extrañeza: «¿Por qué a ti, por qué a ti, por qué a ti? [...]. Me pregunto ¿por qué todo el mundo va detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble, y entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti? [...]. ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede patente que de Él, y no de creatura alguna, proviene toda virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que quien se gloría, ha de gloriarse en el Señor, a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre»31.

Efectivamente, Francisco no tuvo mejor respuesta que dar más que decir lo único y lo mejor que supo decir en su vida: que él era un pobre, un pequeño, un pecador, pero Dios es gracia, es don, es todo bien, sumo bien, único bien32. Pero esta es la pregunta que tantas veces se ha planteado a la hora de hacer memoria de los santos: ¿por qué a ellos? Como si detrás estuviese latiendo la sospecha de que Jesucristo y su Evangelio nos resultasen insuficientes.

Sin duda, nos podemos preguntar con todo derecho si no es suficiente Cristo y el Evangelio, y por qué tenemos que recurrir a un santo y a su palabra, pero en primer lugar hay que decir que no se trata de una sustitución ni de un desplazamiento, sino más bien de una verificación, en el sentido más hondo de la palabra. Por ello podemos señalar a san Francisco como un lugar donde Jesucristo y su Evangelio son encontrables y audibles. Nos interesa la memoria justa de Francisco, no cualquier presentación reductora de su rostro y de sus palabras, para poder captar en lo que aconteció en su vida una forma mentis que generó una forma vitæ, según apuntaba Agostino Gemelli, ilustre franciscano, médico y humanista del siglo pasado, en su ya clásica y voluminosa obra Il Francescanesimo, a propósito del recuerdo del Poverello en la herencia que este siglo había recibido del siglo XIX: «La admiración hacia el santo de Asís fue en ciertos intelectuales de fina sensibilidad una reacción a la aridez del positivismo; para algunos estetas, hartos de bellezas de museo o de salón, un nuevo gozo como si de pan casero se tratase después de tantas golosinas; fue para ciertos estudiosos de historia y de sociología, y para algunos aficionados a la mística, un campo prometedor de indagaciones; en resumen, fue esteticismo. Para los otros, para los creyentes que [... ] se acercaban a san Francisco religiosamente, sin esteticismos y sin ideología, el franciscanismo fue y es, con las debidas excepciones, más bien un consuelo, una práctica de piedad, una mina de indulgencias, y si se terciaba, una honorable bandera, más que una forma mentis y una forma vitae»33.

Efectivamente, el acercamiento a un fundador que genera una forma nueva de pensar y una forma nueva de vivir, sólo se da cuando en este hombre se acoge una palabra y una gracia que son más grandes que él mismo, y por lo tanto no se asiste sin más a la genialidad o a la generosidad de un gran hombre y un gran cristiano —que sin duda lo es—, sino al misterio de la gracia de Dios que en la carne de ese hombre se hace elocuencia y manifestación. Por ello es importante explicar a san Francisco desde lo que aconteció en su existencia, desde lo que dio sentido a su vida, desde la verificación en él de un singular aspecto del evento cristiano: Dios revelado en Jesucristo pobre y crucificado, Dios revelado como Padre que a todos y a todo fraterniza, Dios que bendice una vez más la bienaventuranza de los mansos y de los que construyen la paz34.

No es difícil constatar que el occidente cristiano está más secularizado que nunca, y, al mismo tiempo, la espiritualidad goza de una actualidad inusitada. Esta constatación, de singular paradoja, nos invita a reflexionar sobre la identidad de la espiritualidad cristiana y clarificar algo tan medular de nuestra fe como es la actuación del Espíritu de Dios en la historia de los hombres, que si bien ha tenido un momento particularmente revelador y teofánico en la Encarnación de Jesucristo y en el envío pentecostal del Paráclito, tal evento no es un acontecimiento pretérito, cada vez más distante, al que sólo se puede acceder imposiblemente desde la nostalgia anacrónica, sino que, por el contrario, resulta ser un presente actual salvífico para cada generación, como profusamente verifica la historia de la Iglesia.

El planteamiento de este binomio, secularización y espiritualidad, está pidiendo cuanto menos una clarificación que ayude a situar el discurso cristiano sobre la espiritualidad35. Es preciso evitar que ésta sea convertida en una extraña amalgama de valores, actitudes, aficiones... que se toman en préstamo indiscriminada y eclécticamente de cualquier religión y filosofía, a fin de componer una espiritualidad comodín, de largo y universal consumo, en la cual la originalidad propia que para la espiritualidad se deriva del Acontecimiento cristiano, quedase diluida y desidentificada36.

En esta paradoja a la que acabamos de aludir, hallamos un fenómeno relativamente novedoso: no ya el arrinconamiento de determinadas palabras enraizadas en la tradición secular de los cristianos, sino la redefinición de algunos términos e incluso de algunas personas —los santos—, para asimilarlos dentro de una cultura dominante que tiende a uniformar y homologar la realidad. En este fenómeno no se destruye la historia cristiana anulando sus palabras y sus personas significativas, sino cambiando la raíz, el sentido, la evocación y la propuesta de las mismas37.

El san Francisco de G. K. Chesterton

Esto es verificable en uno de los exponentes más significativos de la espiritualidad cristiana como es Francisco de Asís. Acaso estamos ante un personaje aceptado por todos, con un atractivo fuerte y seductor, con una inocencia ingenua y casi naÏf, ante alguien que no ha tenido opositores conocidos en la historia. Mas sobre el Poverello Francisco, son tantos los que toman su nombre... si no en vano, sí al menos en otros muchos sentidos a como lo toma Dios y como lo escucha la Iglesia, que inevitablemente nos obliga a la cautela, porque ni siquiera hablar de san Francisco es necesariamente referencia al Poverello, al hijo de Pietro Bernardone y Madonna Pica que dejó su vida de hijo de rico comerciante para aventurarse en el seguimiento de Jesús, ya que, desde las varias presentaciones que de este cristiano paradigmático se hace, se podría objetar: ¿de qué Francisco se va a hablar, para qué o contra quién? No es tan extraño que se convierta a Francisco en bandera o coartada de afanes y polémicas que él sencillamente ignoró. Hay que decir que el Poverello.