Portada: Nieve y neón. Jesús Ferrero
Portadilla: Nieve y neón. Jesús Ferrero

Créditos

Edición en formato digital: octubre de 2015

 

En cubierta: Berlín abierto / fotografía de © Juan Pablo Ferrero

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Jesús Ferrero, 2015

© Ediciones Siruela, S. A., 2015

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16465-76-7

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

NIEVE Y NEÓN

Dedicatoria

Citas

 

UNO

Cuando alguien tiene que morir

Chica recorriendo Berlín en bicicleta

Cuando todos los gatos son pardos

A orillas del Lemán se sentó a llorar

Brisa fría

Tres en la noche

Vicki Bauhaus

Ágata negra

Un abrazo demasiado intenso

Lágrimas de Byron

La amenaza de Andrómeda

Las dimensiones de la noche

Convidado de hielo

Arte

 

DOS

Plegarias atendidas

Justicia poética

París

Agua

Ulrich y Vicki

Amores diferentes

Tan cerca, tan lejos

Niebla

 

TRES

El reino del caos

Los abedules de Grunewald

Densidad de Planck

Lluvia

Cuando alguien tiene que morir y no muere

NIEVE Y NEÓN

 

A Patxi Irigoyen

In memoriam

 

«Los criminales de alto vuelo, los instigadores y los inspiradores de los sindicatos de delincuentes buscan la cercanía del poder legal y la han conseguido. Algunos citan con soltura a Goethe y conocen los caminos para conquistar el Estado de derecho. En los cocktail-parties y en los círculos de amigos seducen con su charme. No dejan que ninguna mancha caiga sobre su honra. Reaccionan como un volcán en erupción cuando alguien daña su reputación. Con ayuda de sus medios casi inagotables intentan introducirse en los círculos de la política y la economía. En casi todos los países europeos lo han logrado, también en Alemania».

JÜRGEN ROTH Y MARC FREY, Die Verbrecher Holding

 

 

«No te impongo ningún límite ni medida, y si es tu deseo gozar de todo un poco, cogiendo al vuelo cuanto te plazca, tendrás los tesoros que codicias, siempre que me sigas y no seas díscolo».

GOETHE, Fausto

 

 

«... mis ojos la buscaron entre nieve y neón».

PERE GIMFERRER, La muerte en Beverly Hills

UNO

Cuando alguien tiene que morir

Durante mucho tiempo, justo antes de dormirse, Yaquio veía un dedo que apretaba el gatillo de una pistola. Lo veía con una nitidez muy acusada. Le bastaba con cerrar los ojos.

El proyectil atravesaba el cañón como un cohete absorbido por un agujero negro y avanzaba en rotación velocísima hacia el círculo de luz que se abría al fondo del cañón, hasta alcanzar el aire e iniciar su largo viaje hacia la muerte.

La pistola, de acero niquelado, se prolongaba con un silenciador, circunstancia que la hacía parecer tan larga como una pistola del siglo XVI. Era un objeto hermoso: brillaba como plata nueva y exhibía una fina culata de nácar.

El disparo acababa de sonar, pero había sido efectuado hacía mucho tiempo, o ahora mismo, o quizá mañana. Daba igual, siempre buscaba el mismo destino: el silencio. Y además, ¿acaso no estaba ocurriendo todo a la vez?

Ahora mismo Yaquio está huyendo de sí mismo en Berlín, en una noche roja y amenazante que parece un largo callejón sin salida. Ahora mismo está cayendo el Muro de la vergüenza. Adiós al telón de acero, adiós a Lili Marleen.

Ahora mismo en una oficina de la Kurfürstendamm alguien negocia con la muerte. Ahora mismo dos hombres se persiguen en un bosque de abedules, ahora mismo un individuo de aire sombrío cae como un saco de arena al río Havel.

Ahora mismo otro hombre dispara, ahora mismo el proyectil va desplazando a su paso los átomos del aire, mientras allí arriba unas galaxias devoran a otras, y surgen al fondo del cielo luces de estrellas que murieron y que vuelven a revivir ante nosotros, a millones de años luz de su origen, su desarrollo y su fin.

Chica recorriendo Berlín en bicicleta

Como en sus mejores tiempos, el corazón de Berlín estaba ardiendo, especialmente las inmediaciones de la Puerta de Brandeburgo. Lo que hasta ese día parecía un milagro de pronto adquiría la cercanía de lo palpable, y todo indicaba que el Muro estaba a punto de caer. La ciudad se había calentado a los dos lados del telón. La tensión iba en ascenso, pero no parecía flotar en el aire el aliento de la muerte. Como si las cosas hubiesen llegado a un momento de plena madurez, de pleno acuerdo, no parecía tan imposible evitar la sangre. Berlín debía recuperar su unidad perdida y su otra cara: la que aún conservaba bien claras las huellas de la guerra, la de las calles fantasmales desembocando en la Unter den Linden, el verdadero corazón del Berlín de entreguerras.

Y mientras el centro rugía, en una calle frondosa y sombría no lejos del lago Nicolás solo se veía a una chica en bicicleta. Se llamaba Ágata y no podía tener más de trece años. De pronto, un automóvil en el que iban varios borrachos atravesó la bocacalle con gran estruendo de cláxones y de gritos, y Ágata casi lo agradeció.

Volvía el silencio cuando Ágata bajó de su bicicleta, la dejó apoyada en el tronco de un tilo embadurnado con consignas a favor de la unificación alemana y llamó a una puerta verde y roja. Abrió su tía Vera y Ágata la miró con estupor. En la penumbra del vestíbulo se acentuaba su palidez fosforescente y tétrica. ¿Habría vuelto a las drogas? ¿Por qué me mira como si no quisiera conocerme?, se preguntó Ágata. Vera llevaba un jersey de lana gris y un pantalón negro de cuero bastante ajustado, pero a Ágata se le antojaba desnuda: la desnudaba su tristeza, pues la tristeza despoja tanto como la desesperación y nos torna tan dolorosamente transparentes como un perro que acaba de ser abandonado.

—¿Estás bien? —preguntó Ágata.

Vera la miró con sus ojos implacablemente seductores: eran verdes tirando a grises, y muy brillantes, pero de un brillo blanco y fantasmal que parecía surgir de detrás de la retina y que la iluminaba por debajo como un fuego interior. Si mirabas esos ojos una vez, no ibas a olvidarlos fácilmente.

Vera se sonó los mocos y tembló ligeramente, como si estuviese padeciendo el síndrome de abstinencia. Luego se enderezó, miró a su sobrina y murmuró:

—Si yo te contara, pequeña. No has llegado en el mejor momento. Cuando estoy en el infierno no quiero testigos.

—¿Ya no vas a dar más clases de Historia del Arte? Tus alumnos te echamos mucho de menos.

—De momento he pedido la baja por depresión. ¿Quién me ha sustituido?

—Julius.

—¿Ese infeliz?

—Pues a mí me cae bien. Explica como nadie la pintura del Renacimiento.

—Hablas como si te estuvieras enamorando de él.

—¿Estás loca?

—Puede que lo esté, y ya sabes que los locos no son la mejor compañía —dijo Vera mientras arrastraba a su sobrina hasta la calle y cerraba violentamente la puerta.

Ágata cogió su bicicleta y decidió acercarse al corazón de la ciudad en pos de aires más fraternales que el que se respiraba en casa de su tía Vera.

Media hora después, Ágata contemplaba las luces de uno de los clubes más caros de Berlín, que esa noche parecía una esmeralda duplicada por las aguas del canal: aguas negras brillando como tinta china bajo la atmósfera roja, plateada y gris, periódicamente invadida por ráfagas de nieve pulverizada.

Los coches rugían al otro lado de la calzada, y un rumor sin fondo lo envolvía todo, pero podía escuchar el leve choque de la nieve sobre el toldo combado que la protegía.

Mujeres de silueta reflectante entraban y salían del club en compañía de hombres más gordos que ellas y más severos. Podían ser sus maridos, o sus amantes, o tal vez sus guardaespaldas. Los periódicos que más le gustaba leer a Ágata, los que se nutrían sobre todo de sucesos, hablaban del auge de las mafias en Berlín. Viendo el panorama que se desplegaba a su derecha, bajo las luces de neón de la entrada del club, Ágata pensaba que podía ser el lugar perfecto para un mafioso, y se imaginó a sí misma como una reina del hampa, estrechando lazos con los rusos, los búlgaros, los alemanes; intimando con ellos en una noche larga y disoluta, rodeada de tres guardaespaldas rubios y serios que le acababan de pasar algunas fichas para jugar a la ruleta.

No, pensó Ágata, es mejor proyectarse en otra clase de futuros. Una puede dedicarse a tantas cosas... A la astronomía (los agujeros negros, las gigantes rojas, la antimateria), a la criminología, a la apicultura, al arte, a la filantropía...

Ágata dejó atrás el club y sus neones relucientes y se perdió por calles barridas por el viento y jalonadas por los remolinos de nieve que se formaban en las esquinas y que ascendían hacia los últimos pisos como pequeños tornados.

Giró con su bicicleta hacia el parque y más tarde se dirigió a su barrio, atravesando el suroeste de la ciudad. Tardó casi una hora en llegar. Miró hacia las ventanas de su casa, semiocultas tras las copas de los tilos, y vio que no estaban iluminadas y que su madre aún no había llegado, así que decidió bajar hasta el lago Nicolás para hacer tiempo.

Ya cerca del lago, se deslizó con su bicicleta entre las arboledas hasta toparse con aquel mundo en el que todo parecía amorosamente cristalizado a la luz de una luna pletórica. El viento había extinguido todo residuo de niebla y la atmósfera era de una transparencia absoluta. Podían percibirse los colores casi como a la luz del día: los troncos lácteos y pecosos de los abedules, los cipreses emergiendo de un espejo de plata.

Un mundo cristalizado y sin embargo vivo, porque bajo la fina capa de hielo seguían moviéndose los peces, las algas, tal vez los extraterrestres en naves heliocéntricas condensadoras de energía, tal vez lo desconocido, lo terrible, lo imposible de imaginar, pensó Ágata, maravillada ante aquel esplendor brillante y helado.

Nunca le había fascinado tanto aquel lago, o más bien laguna, casi cuadrada y bastante prosaica, pero es que ahora la luz de la luna y la que llegaba desde la ciudad atravesando las desnudas arboledas creaba una atmósfera irreal, de tonos plateados, grises y negros.

El hielo resultaba más transparente que el día anterior y Ágata se acercó mucho a la orilla, dirigiendo el faro de la bicicleta hacia la laguna. Bajo el hielo podía ver trozos de ramas y piedras de diferentes formas y colores. Entonces recordó los relatos de Lovecraft y pensó que quizá aquellas piedras eran organismos venidos de otras dimensiones más primigenias que la nuestra y más misteriosas, y que secretamente estaban colonizando la tierra. Luego pensó que quizá bajo las piedras y las algas se hallaba una compuerta que daba a una escalera, que a su vez conducía a un pasadizo por el que se podía acceder a la ciudad sin nombre, donde residían los vigilantes del Tiempo, ya cerca de las montañas de la Locura.

Giró un poco la luz y siguió viendo trozos de ramas, piedras, raíces, algas y un pañuelo sedoso que la fue conduciendo hasta la cara destruida de una mujer, perfectamente visible bajo el hielo. Su cuerpo parecía flotar y respondía con un leve vaivén a la íntima movilidad del agua. Sus cabellos largos y negros oscilaban, o al menos eso le parecía a Ágata, y sus manos sin dedos rozaban el hielo.

El silencio de la mujer bajo el hielo le incitaba al recogimiento interior. Veía la imagen con la naturalidad con la que aceptamos hechos imposibles en los sueños porque en realidad no la estaba viendo, porque en realidad la estaba confundiendo con una alucinación.

Pero había aún otra fuerza superior en su mente que la empujaba a seguir manteniendo esa actitud ausente: prefería no pensar que se trataba de un cadáver.

Ágata no estaba segura de que los cadáveres no siguiesen vivos a su manera. Mientras conservaban la forma, latía una cierta vida, latía el recuerdo del muerto luchando contra la corrupción, como le había dicho alguna vez un forense de la morgue.

De pronto se dio cuenta de lo que estaba viendo, de lo que llevaba viendo desde hacía unos instantes y empezó a temblar.

Vibraba el manillar a la par que sus manos, y vibraba su pensamiento, giraba locamente.

Tenía que calmarse, pensó, pero ya no se atrevía a mirar hacia el agua, si bien le urgía confirmar, con una nueva observación, lo que creía haber visto.

Finalmente miró de nuevo: le zumbaron los oídos y la mujer desapareció en la oscuridad, como en un fundido cinematográfico.

Volvió a dirigir el faro de la bicicleta hacia el hielo: la muerta regresó a su horizonte visual y una vez más constató que le habían arrancado el rostro. También vio que la mujer llevaba un vestido rojo, con tres flores que lo cruzaban en diagonal y que parecían tres tulipanes negros. Pensó que tenía que irse de allí, pero no podía. Le ocurría como en las pesadillas, cuando por más que pedaleaba no se movía, cuando ni podía retroceder ni podía avanzar, y todo se resolvía en una agitación interior que acababa conduciéndola a la vigilia.

Siguió luchando contra la inmovilidad, hasta que consiguió girar la bicicleta y corrió hacia la alameda dando un grito agudo, que no parecía suyo, y que atravesó las arboledas del lago Nicolás hasta chocar contra los muros de la calle Lohengrin.

Un reflector giró de modo brusco hacia el parque. Ya para entonces, Ágata había alcanzado la Lohengrin, y después la Waltharius, nido de cuervos, en dirección a la calle Tristán, en una de cuyas esquinas se hallaba un policía escuchando la radio en su garita. Ágata se acercó a él y dijo con voz urgente:

—Hay una mujer bajo el hielo del lago Nicolás. Tiene el cabello negro y le han arrancado la cara.

El policía llamó a uno de sus compañeros y pidió ser sustituido. Luego cogió su pistola, montó en una bicicleta negra y siguió a Ágata, que parecía haber enloquecido.

Ya en el lago, el policía apuntó con la linterna hacia un ángulo entre una roca y unos helechos y supo que la chica no mentía. Media hora después llegó la policía, y algo más tarde un vehículo parecido a una ambulancia, momento en el que Ágata declaró formalmente ante el agente y decidió irse a su casa.

 

Ágata vivía en un ángulo de la calle Nibelungen, en la que se iban sucediendo las casas unifamiliares medio ahogadas entre los árboles. Las había hermosas y las había precarias y descuidadas, como los jardines que las rodeaban. La casa de Ágata pertenecía al segundo grupo, y se hallaba en el flanco más urbano de la calle, frente a un anticuario que casi nadie visitaba y una funeraria que cada mes exponía un ataúd diferente en su escaparate, indicando que la muerte también tenía sus caprichos vinculados a la moda.

Ágata dejó la bicicleta a la entrada del jardín, subió los tres escalones del porche, abrió la puerta y penetró en la casa.

Su madre no había llegado todavía y a Ágata le asustó su soledad entre aquellas paredes tan conocidas. La mujer del lago seguía ocupando su cabeza, y ahora ocupaba también la casa, convirtiéndola en un espacio extraño, lleno de fantasmas o con un solo fantasma: la chica sin cara.

Como si padeciera una regresión a la infancia, anduvo examinando todos los cuartos de la casa pensando que podía estar tomada por algún intruso, y en el dormitorio de su madre miró bajo la cama y en el armario, donde descubrió un cartón de tabaco rubio. Con toda evidencia, su madre había vuelto a fumar. Permaneció un rato examinando una de las cajetillas. Por lo que ella sabía, en Berlín su madre era la única que fumaba aquellos cigarrillos que le traía un amigo de París. El paquete era blanco y rojo, exhibía la marca Gold Leaf (Pan de Oro) con letras doradas, y en el centro destacaba el dibujo de un marinero pelirrojo y barbudo en cuya gorra azul podía leerse en letras mínimas la palabra «Hero». La cabeza del marinero estaba enmarcada por un salvavidas blanco con cuerdas en el que volvía a leerse el lema «Pan de Oro», impreso en letras rojas sobre el arco inferior del salvavidas, ya que en el arco superior imperaba la marca matriz, «Player’s», también en letras rojas.

Cautivada por todas las sugestiones que le provocaba la cajetilla, Ágata decidió fumar un cigarrillo mientras examinaba una fotografía en la que aparecían su madre y su tía Vera, las dos con trajes masculinos. Se hallaban sentadas en la terraza de un café de la Kurfürstendamm. Las dos sonreían, pero sin mucha convicción. Vera no miraba a la cámara y parecía iluminada y a la vez ausente, con el rostro vuelto hacia la derecha y apretando levemente sus carnosos labios, como si en el instante mismo en que la rociaba el flash se estuviese arrepintiendo de algo.

Ágata abandonó el cuarto de su madre y se metió en la cocina. Sobre la mesa se hallaba su cena fría: jamón cocido con queso en lonchas muy finas, leche, mantequilla, mermelada de arándanos, una naranja... No tenía hambre. O quizá sí. Probó la mermelada roja como la sangre. La mujer del lago quería mermelada de arándanos. Se lo decía desde las sombras del pasillo.

Cada vez más nerviosa, se tomó el vaso de leche, acudió a su cuarto y se tendió en la cama tras apagar la lámpara de la mesilla. Le bastaba con la luz del alumbrado. No necesitaba más luz esa noche, ni más sombras. De pronto percibió el ruido de una llave entrando en la cerradura. Vicki Bauhaus acababa de llegar.

La oyó trajinar en la cocina y luego notó sus pasos perdiéndose en el pasillo. La presencia de su madre en la casa no la tranquilizó, y en algún momento sus pasos se le antojaron los del hombre de arena del cuento de Hoffmann, que venía en su busca por orden de la mujer del lago. Ni le dejaba dormir el recuerdo de la dama flotante, ni el recuerdo de su amigo Albert, el hijo del anticuario del otro lado de la calle. Albert se hallaba ingresado en una clínica, enfermo de leucemia desde hacía tiempo. Ágata solía ir a verlo con cierta frecuencia y cada vez le parecía más desangelado y menos expresivo. Era como si la muerte le estuviese borrando día a día la cara. ¿Estaría también la muerte borrando la cara de su tía Vera?, se preguntó recordando la visita de esa tarde.

Ágata pensó que su madre tenía que saberlo, así que se incorporó, avanzó hasta la puerta del dormitorio de Vicki, la abrió bruscamente y gritó:

—Tu hermana Vera me ha dicho que está en el infierno.

Vicki se agitó llena de terror, miró a Ágata y rugió:

—¿Me quieres matar a sustos? Déjame en paz, te lo ruego. Mañana me lo cuentas. Mi cabeza está a punto de estallar y necesito descansar un poco. ¿No me has oído?

Ágata cerró la puerta del cuarto con furia salvaje. El eco del estruendo todavía resonaba en la casa cuando se arrojó a la cama sollozando. Pronto se cansó de llorar y encendió el pequeño televisor de su cuarto. Las imágenes llegaban de un canal local de Spandau que estaba transmitiendo la caída del Muro. Mucha gente se amontonaba en torno al lugar más simbólico de la ciudad. Un joven reportero entrevistaba a las personas que más llamaban su atención. Se acercó a una chica de cabellos teñidos de rubio y sonrisa amable y le preguntó qué significaba para ella lo que estaba pasando. La chica contestó:

—Verás, es la confirmación de un gran deseo. Siento que mi padre ya no esté vivo. Él sabía que esto iba a ocurrir, él conocía el destino de Alemania. Supongo que cuando regrese a Stuttgart depositaré en su tumba flores con los colores de la bandera alemana.

—¿Encontrará todos los colores?

—Sí, conozco una floristería en Spandau donde venden flores negras. Las traen de España.

—Caramba, qué interesante. La veo muy feliz.

—Lo estoy. Es una noche radiante para todos los alemanes. Hoy no puedo imaginar un asesinato, un rapto, un accidente. Hoy no. Hoy se respira un aliento de felicidad evidente.

Ágata apagó el televisor y se desplomó sobre la cama. No se esperaba conversaciones tan sentimentales y tan desconectadas de la realidad. La mujer del lago volvió a pasearse por su memoria inmediata antes de que se hundiera en el sueño.