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El yo fabulado

Nuevas aproximaciones críticas a la autoficción

Ana Casas (ed.)

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EL YO FABULADO

Nuevas aproximaciones crîticas
a la autoficción

Ana Casas (ed.)

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Publicación financiada con la ayuda de la Universidad de Alcalá y de su área de Literatura Española

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47»

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eISBN 978-3-95487-815-4

Depósito Legal: M-27867-2014

Diseño de la cubierta: a.f. diseño y comunicación

Ilustración de cubierta: Esther Correa

Impreso en España

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Índice

Ana Casas

La autoficción en los estudios hispánicos: perspectivas actuales

Estudios teóricos

Fernando Cabo Aseguinolaza

Teatralidad, itinerancia y lectura: sobre la tradición teórica de la autoficción

Arnaud Schmitt

La autoficción y la poética cognitiva

Susana Arroyo Redondo

El diálogo paratextual de la autoficción

Gilberto D. Vásquez Rodríguez

Condición de verdad y ficción (Literaturas del recuerdo y autoficción)

Javier Ignacio Alarcón

Una autoficción sin identidad: reflexiones en torno a la autoficción especular

José-Luis García Barrientos

Paradojas de la autoficción dramática

Panoramas

Manuel Alberca

De la autoficción a la antificción. Una reflexión sobre la autobiografía española actual

Domingo Ródenas de Moya

Reflexiones y verdades del yo en la novela española actual

Daniel Mesa Gancedo

Diario y autoficción en la narrativa hispanoamericana contemporánea

Estudios críticos

Natalia Vara Ferrero

Formulaciones paródicas al servicio de la autoficción: la propuesta de Enrique Vila-Matas

Julien Roger

Literatura e intertextualidad: Varia imaginación y Desarticulaciones de Syvia Molloy

Lionel Souquet

Una autoficción «espectacular»: Pedro Lemebel y Fernando Vallejo

Palle Nørgaard

Autoficción y autoridad en la memoria Bilbao-New York-Bilbao de Kirmen Uribe

Ana Rueda

Autoficción y novela en clave: Un momento de descanso de Antonio Orejudo

Sobre los autores

LA AUTOFICCIÓN EN LOS ESTUDIOS HISPÁNICOS: PERSPECTIVAS ACTUALES1

Ana Casas

UNIVERSIDAD DE ALCALÁ

En 1977 el escritor y profesor francés Serge Doubrovsky inventó el neologismo «autoficción» para definir Fils, ya desde su contracubierta, como una «ficción de acontecimientos estrictamente reales». Apostaba así por la existencia de un género mestizo en el que, contradiciendo a Philippe Lejeune en su célebre artículo de 1973, sí era posible que un héroe de novela llevara el mismo nombre que el autor: es decir, el pacto de ficción sí era compatible con la identidad de nombre entre autor, narrador y personaje.

Como ya ha sido explicado en diversas ocasiones, a partir de que Doubrovsky llamara la atención sobre sí mismo, algunas voces empezaron a aplicar el concepto de «autoficción» a obras que se estaban publicando por esos años y también a textos anteriores. Así, por ejemplo, Jacques Lecarme afirmaba en 1984 que la casilla de Lejeune no estaba vacía desde hacía mucho tiempo, y, para corroborarlo, aportaba los ejemplos de André Malraux, Louis-Ferdinand Céline o Patrick Modiano. A este trabajo siguieron otros a propósito de los vínculos y dependencias entre la autobiografía y la autoficción: los llevados a cabo por Lecarme (1994) y Lecarme en colaboración con Éliane Lecarme-Tabone (1997); la tesis de Marie Darrieussecq (1997) sobre Serge Doubrovsky, Hervé Guibert, Michel Leiris y Georges Perec, o su artículo de un año antes en Poétique. De esta manera, en un primer momento la autoficción nació muy apegada a la autobiografía, en tanto que expresión posmoderna de esta.

A mediados de los 80, sin embargo, empezó a vincularse también a la novela, cuando algunos críticos se mostraron reacios a aceptar sin más la ambigüedad genérica de esta modalidad narrativa. Vincent Colonna amplió el concepto al entenderlo como la serie de procedimientos empleados en la ficcionalización del yo (cfr. su tesis doctoral, de 1989, y su libro de 2004), de modo que la autenticidad de los hechos apenas entraba en consideración, ni la autoficción se limitaba al periodo bajo el signo de la crisis del sujeto: al parecer de Colonna, también eran autoficcionales La divina comedia o «El Aleph», aunque en ellos no hubiera sombra de duda con respecto a su ficcionalidad. Esta línea, que permitía revisar los textos desde una perspectiva diacrónica y establecer un hilo histórico que uniera las obras autoficcionales de distintas épocas, fomentó el interés, partiendo de la identificación entre autor y personaje, por determinadas figuras y recursos de la ficción, tales como la metalepsis o la mise en abyme2.

Como se deduce de lo anterior, desde finales de los años 70 y hasta la actualidad, han proliferado los estudios sobre la autoficción en Francia (y en general, en las zonas de habla francesa), donde la práctica de las literaturas del yo —en concreto, de la novela autobiográfica y de la narrativa autoficcional— ha tenido un importante desarrollo. Ello explica, en gran medida, que el empeño investigador en torno a esta temática también haya sido muy notable, como ponen de relieve los trabajos citados, así como otros realizados en fechas posteriores. Desde una perspectiva historicista, destacan los libros de Sébastien Hubier (2003) y, especialmente, de Philippe Gasparini (2004 y 2008), que profundiza en las implicaciones y consecuencias de la recepción paradójica de la autoficción, al llamar la atención sobre las informaciones que orientan la lectura de la obra y aparecen contenidas en los diversos niveles textuales y extra-textuales. No obstante, su mayor aportación ha consistido en ahondar en los recursos textuales (voz y perspectiva, estrategias temporales), que acaban determinando qué clase de texto tiene entre manos el lector.

Entre la ya abundante bibliografía sobre la autoficción, aunque menos abarcadores o panorámicos que los trabajos de Colonna, Hubier y Gasparini, resultan muy sugerentes los estudios de Régine Robin (1997), quien vincula la autoficción a la escritura judía y al Holocausto como respuesta a la experiencia traumática, y de Madeleine Ouellette-Michalska (2007) y Annie Richard (2013) en torno a la literatura de género. En estos casos la práctica poco ortodoxa de la autoficción estrecha los lazos con las escrituras «descentradas» o marginales de judíos y mujeres. Otras ópticas, como la de la crítica genética (Jeannelle y Viollet, eds. 2007) o de la poética cognitiva (Schmitt 2010) ofrecen interesantes reflexiones en torno al fenómeno.

En general, la perspectiva adoptada en estos trabajos es de cariz teórico —se preguntan por los deslindes genéricos de la autoficción, sus características, alcance y manifestaciones más relevantes—, aplicándose casi en exclusiva a la literatura francesa contemporánea, con algunas pocas fugas a la literatura producida en otras lenguas. Solo a partir de finales de los 90, la crítica española —y más tardíamente la producida en Hispanoamérica— se ha ocupado de la cuestión. Por motivos que valdría la pena esclarecer (entre los que probablemente esté el papel desempeñado por el centro de investigación Unidad de Estudios Biográficos que dirige Anna Caballé en la Universidad de Barcelona, con respecto a la recepción de la teoría francesa en torno a la autobiografía y sus formas afines), la española es una de las pocas tradiciones no francófonas que ha incorporado la noción de autoficción (la anglosajona, por ejemplo, prefiere otros conceptos, como faction, que, aun pudiendo incluir el de autoficción, lo rebasa ampliamente). Manuel Alberca —de la Universidad de Málaga e integrante de la citada Unidad de Estudios Biográficos— es quien ha contribuido de manera más notoria a la divulgación de la teoría en torno a la autoficción, aplicándola a la narrativa hispánica. Desde sus primeros artículos sobre el tema, en los que elabora la teoría del «pacto ambiguo» (1998), hasta su libro de 2007, así como en trabajos posteriores a esta fecha, aúna los postulados pragmáticos de Lejeune y las categorías establecidas por Lecarme. Con respecto a la literatura del otro lado del Atlántico, cabe señalar las aportaciones de la crítica argentina, en especial la que se cuestiona los límites de la autobiografía y se interroga por sus derivas autoficcionales, como sucede en los trabajos de Nora Catelli (2007), José Amícola (2007), Julio Premat (2009) y Alberto Giordano (2007, 2008, 2011).

Así, a partir del cambio de siglo, y pese a la labilidad conceptual de la que, a menudo, se ha acusado a la autoficción, la operatividad del término explica el progresivo incremento de trabajos de crítica hispánica: las monografías de Alicia Molero de la Iglesia (2000) y José Manuel González Álvarez (2009); así como los volúmenes colectivos dirigidos por Jacques Soubeyroux (2003), Vera Toro, Sabine Schlickers y Ana Luengo (2010) o Antonio J. Gil González (2013)3, en los que se incluyen trabajos sobre Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Javier Cercas, Luis Goytisolo, César Aira, Fernando Vallejo, etc. Autores que, con frecuencia, captan la atención de los críticos en un buen número de trabajos parciales publicados como capítulos de libros o artículos de revista.

De igual modo, se han incrementado las actividades de difusión científica sobre el tema, especialmente gracias a la celebración de diversos congresos internacionales: Le Moi et l’espace autobiographique et autofiction dans les littératures d’Espagne et d’Amérique Latine (Universidad de Saint-Étienne, 26-28 de septiembre de 2002); Autor, lector y público en la ficción de las letras hispánicas contemporáneas (Universidad de Lausana, 19-20 de mayo de 2008); Auto(r)ficción en la literatura española y latinoamericana (Universidad de Bremen, 6-8 de febrero de 2009); Autorrepresentaciones. II Congreso internacional de la red de investigación sobre metaficción en el ámbito hispánico (Universidad de Borgoña, 21 y 22 junio de 2012); La autoficción hispánica en el siglo XXI. I Jornadas internacionales sobre narrativa actual (Universidad de Alcalá, 7-9 de octubre de 2013); Coloquio Internacional «La autoficción en América Latina» (Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 24-25 de octubre de 2013) o el III Coloquio Internacional «Escrituras del yo» (Universidad de Rosario, Argentina, 4-6 de junio de 2014).

A estas alturas a nadie se le escapa ya que el contexto que vio surgir en Francia la autoficción (y la teoría en torno a la autoficción) es muy similar al que sirve de marco a las narrativas del yo en lengua española. La progresiva ampliación del espacio autobiográfico que venía fraguándose desde finales del siglo xix, así como su colonización de la novela, fomentaron la apropiación de la primera persona como voz del relato, la expresión introspectiva y frecuentemente digresiva, o el abandono del esquema episódico y la sucesión de aventuras como organizadores de la trama, a favor de convertir el universo íntimo de los personajes (y, cada vez más, de los propios autores) en materia narrativa. Esto, suficientemente documentado con respecto a la literatura francesa —occidental, en general— vale también para la literatura producida en español, sobre todo la de aquellos lugares, como España y Argentina que, saliendo de experiencias colectivas traumáticas (dictadura, represión, censura), han encontrado en las literaturas del yo un cauce de libertad a través del cual comunicar los deseos, las frustraciones y los anhelos individuales. Como en Francia, desde finales de los años 70, principios de los 80, y hasta la actualidad, Carmen Martín Gaite, Jorge Semprún, Francisco Umbral, Enrique Vila-Matas, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas, Antonio Orejudo, Gonzalo Hidalgo Bayal, Luisgé Martín, Marta Sanz, Manuel Vilas, en España; César Aira, Sylvia Molloy, Ricardo Piglia, Félix Bruzzone, Patricio Pron, Alan Pauls, Daniel Guebel, Laura Alcoba, Washington Cucurto, en Argentina; Mario Levrero en Uruguay; Sergio Pitol, Mario Bellatin, Margo Glantz, Angelina Muñiz-Huberman, Alejandro Rossi, Julián Herbert, Guillermo Fadanelli, en México; Fernando Vallejo, Daniel Jaramillo, en Colombia; Patricia de Souza en Perú; Pedro Juan Gutiérrez en Cuba; Rodrigo Rey Rosa en Guatemala; Luis Barrera Linares en Venezuela, entre otros muchos, han practicado la autoficción en sus distintas modalidades. Así, la que cuaja en un cierto tipo de relato intimista, fundamentalmente referencial y centrado en la experiencia personal, pero narrado con los recursos de la novela (Umbral, Molloy, Herbert, Pauls); la que se cruza con el relato testimonial, donde los elementos ficcionales colaboran en la construcción de la memoria y de los valores morales, más allá de la vivencia histórica (Cercas, Pron, Bruzzone); el relato auto-metaficcional (Vila-Matas, Piglia, Pitol, Levrero); o la autoficción concebida como relato humorístico, en el que la proyección del autor se carga de ironía, sátira y hasta distorsión grotesca (Aira, Bellatin, Fadanelli, Cucurto, Vilas).

No obstante, las reflexiones sobre la autoficción hispánica —como también ha sucedido a menudo en los países francófonos— se han interesado por los aspectos de índole pragmática que propician el llamado «pacto ambiguo», por lo que abundan los trabajos en torno a los indicios paratextuales y peritextuales que orientan la recepción lectora en un sentido u otro (lectura autobiográfica, novelesca o ambiguamente autoficcional). Esta clase de aproximaciones defiende una idea de la autoficción que la hace depender en exceso del referente: determinar hasta qué punto una obra es más o menos fiel con respecto a una vida, o hasta qué punto la proyección ficcional del autor hace justicia a la persona real, no aclara demasiado sobre el funcionamiento de un texto. Algunas voces, como ya hizo Philippe Forest (2001) en su día en Francia, proponen trascender la dimensión referencial —incluso autobiográfica— de la autoficción, para concentrarse en los dispositivos irónicos que separan el yo figurado del yo real. Así lo entiende José María Pozuelo Yvancos (2010), cuando acuña precisamente la expresión «figuración del yo», como indicativo de la textualización de la voz autorial y con el objeto de evitar el escollo de la verificación, que, para este crítico, poco o nada aporta a la comprensión de las obras, en su caso de Javier Marías y Enrique Vila-Matas, autores a los que dedica el grueso de su estudio. Por su parte, Julio Premat (2009) ha desgranado, esta vez en el contexto de la literatura argentina, la vertiente «negativa» de la autoficción, liberada de los amarres de lo autobiográfico, en la que sitúa a escritores tan diversos como Macedonio Hernández, Jorge Luis Borges, Ricardo Piglia o César Aira, cuyas proyecciones autoriales resultan inexactas, fragmentadas, tramposas, parodiadas…, como reflejos de una identidad en potencia que nunca llega a confirmarse.

En esta línea algunos críticos del ámbito hispánico han empezado a incorporar conceptos e ideas de otros campos, en especial de la sociología literaria: por ejemplo, las reflexiones de Jerôme Meizoz (2007) sobre el lugar que ocupa el autor en el contexto de nuestra sociedad, organizada según los cánones del capitalismo y la mundialización. Desde esta óptica, los creadores ocupan una posición singular dentro del campo artístico, de manera que su «identidad» como tales creadores se ve continuamente subrayada por los media que, de distintas formas, promocionan o visibilizan sus obras y, a veces incluso, sus personalidades. En consecuencia, el papel público de los creadores influye de manera determinante en la recepción que hacemos de sus textos y en las correspondencias que somos capaces de establecer entre la persona y su proyección ficcional. En este sentido, la sociología literaria permite evaluar la interacción entre receptor y creador en un nivel que trasciende lo textual pero que, sin duda, se proyecta en lo textual. De igual manera, el control que los creadores son capaces de ejercer sobre su propia imagen también es un aspecto que merece ser valorado: así, los blogs (Manuel Vilas), el periodismo de opinión (Enrique Vila-Matas), las intervenciones en programas de televisión (Jaime Bayly) o la práctica del autorretrato fotográfico (Angélica Liddell) inciden en la recepción de las obras y en las estrategias de cooperación lectora.

Algunas de estas reflexiones permiten establecer una posición intermedia entre la autoficción como modalidad de la escritura del yo sobre un eje básicamente referencial —pese a las eventuales distorsiones ficcionales—, y la autoficción como la expresión de un rechazo —o cuanto menos de una actitud de perplejidad— ante la supuesta factualidad del autor gracias a extremar determinados mecanismos disruptivos y paradójicos, como los recursos transgresivos de la ficción (metalepsis, mise en abyme) o las diversas formas del humor (parodia, ironía, sátira). Los trabajos que se incluyen en el presente volumen integran estas y otras consideraciones en un intento de avanzar en el estudio de la autoficción hispánica desde parámetros novedosos o escasamente explorados hasta ahora. Buscan abrir nuevas vías de investigación con respecto a un asunto que cada vez goza de mayor protagonismo en la cultura hispánica: hoy, más que en otras épocas, la autoficción responde a una tendencia general del arte contemporáneo, pues, asumida la imposibilidad de un referente estable —incluido el propio autor—, los creadores siguen afanándose, en plasmar sus identidades (fragmentaria y precariamente), con más intensidad incluso que en otros periodos. Emprenden así una búsqueda que va del cauce introspectivo —en el que prima la representación de lo íntimo— a formulaciones que se vinculan a la memoria colectiva y el testimonio. Entre ambos polos, tienen lugar otras manifestaciones de carácter eminentemente lúdico, cuyos contenidos pueden ser metanarrativos, humorísticos, paródicos, etc.

La intensificación del giro subjetivo en las literaturas hispánicas se expresa, en suma, a través de las experiencias personales como objeto de las obras más allá de la mera inspiración, en la medida en que estas son asumidas como materia novelable o dramatizable. Ello, unido a los procesos, también habituales con mayor frecuencia, de hibridación discursiva (convergencia de distintos géneros; diversificación de las formas de autorrepresentación; problematización de la dualidad factualidad-ficción; inclusión de nuevos soportes y medios), explica en este momento concreto de nuestra historia la emergencia y el desarrollo de los relatos autoficcionales.

En este contexto, hemos querido reunir una serie de estudios en torno a la representación autorial dentro del ámbito hispánico. Con ese objeto, el libro se divide en tres partes. La primera, de carácter eminentemente teórico, incluye seis trabajos que, acogiéndose a diversos marcos metodológicos (narratología, pragmática, sociología literaria, poética cognitiva, teoría del drama, etc.), buscan también explorar otros campos del pensamiento susceptibles de enriquecer el debate sobre la autoficción. Así, el ensayo de Fernando Cabo Aseguinolaza acude al concepto de «heteronimia», cuyo origen se encuentra en la teoría de la lírica que él tan bien conoce, así como al de «teatralidad», acuñado en su día por el historiador del arte Michael Fried, con el fin de subrayar la tensión entre ocultarse y exponerse que anima a muchos autores. Cabo baraja también otros conceptos que hasta ahora no habían sido aplicados a la autoficción, como «itinerancia» —al hilo de la interpretación que Edward Said hace del Conrad más autobiográfico— y «lectura» —cuando el autor interpreta de manera crítica las obras de otros escritores, haciendo confluir novela y ensayo—. De este modo, teatralidad, itinerancia y lectura colaboran en fijar una determinada imagen que el autor ofrece de sí mismo a los demás.

Por su parte, Arnaud Schmitt vuelve sobre las conexiones entre la autoficción y la poética cognitiva, en la línea de otros trabajos suyos anteriores (2007, 2010, 2011). En ellos rebatía la idea, hartamente repetida, según la cual la recontextualización de los elementos referenciales —sometidos a parodia y deconstruidos a la vez que exhibidos en el texto— generaba en las obras autoficcionales una indeterminación en los pactos de lectura. Ponía, de esta manera, en entredicho la posibilidad —que tradicionalmente han defendido los teóricos de la autoficción— de dos pactos simultáneos (autobiográfico y ficcional). Acogiéndose a la poética cognitiva, Schmitt postulaba, por el contrario, la existencia de pactos consecutivos gracias a tener lugar actos de lectura diversos y específicos para una misma obra. En esta ocasión, las aportaciones de la poética cognitiva y los planteamientos de Marie-Laure Ryan, Peter Stockwell, Norman Hollan o Richard J. Gerrig, entre otros, permiten a Schmitt postular la existencia de un «desplazamiento deíctico», esto es, el paso de un yo real a un yo ficticio, gracias a insertar un mundo posible (más cercano a la virtualidad experiencial que a la propia ficción) en un mundo referencial.

Susana Arroyo Redondo también se interesa por los distintos elementos que orientan la recepción lectora. En su caso, aborda el estudio del paratexto (portada, título, prólogo, ilustraciones) y el peritexto (entrevistas, reseñas, documentales) de las obras y, en especial, la función pragmáticamente ambigua que estos desempeñan. Arroyo se hace eco, así, de una idea ampliamente difundida entre la crítica, según la cual las autoficciones se presentarían como construcciones complejas que implicarían distintas formas de codificar la experiencia del yo. Su descodificación por parte del receptor requiere, en consecuencia, que éste despliegue estrategias igualmente complejas. Sus conocimientos previos con relación a los códigos empleados —pertenecientes a los diversos discursos convocados, autobiográfico y ficcional— resultan esenciales para llevar a cabo una correcta recepción de la obra. De otro modo, la lectura se vería empobrecida (el texto sería interpretado como una autobiografía o una ficción), al no apreciarse el juego coparticipativo que la obra propone. La exigencia de un receptor precavido y suspicaz, por lo tanto, también parece ser una de las condiciones de la autoficción a tener en cuenta. En este sentido, no puede desdeñarse, sino todo lo contrario, el papel de los paratextos en la configuración del horizonte de expectativas del lector.

Desde una perspectiva distinta, en la que se combina la pragmática con el análisis textual, Gilberto D. Vásquez Rodríguez aborda las múltiples relaciones teóricas y prácticas entre la autoficción y las literaturas del recuerdo (también conocidas como «narrativas testimoniales» o «novelas testimonio»). Con este fin, se apoya en la noción de «memoria del daño», de Carlos Thiebaut, desde la que desgrana conceptos tan esquivos como «verdad», «ficción» y «mendacidad». De esta manera, y tomando como ejemplo la obra de Jean Améry, Jorge Semprún e Imre Kertész, se interroga por la condición de veracidad en textos que emplean mecanismos de la ficción, así como por la «literariedad» de obras en las que la experiencia del daño se expresa sin aparente «transformación narrativa». Todas estas cuestiones aluden a la dificultad de discernir los complejos procedimientos y posibilidades de la autoficción para una manifestación de la verdad de lo real pero desde la ficción.

Un aspecto con relación a las obras autoficcionales muy poco explorado hasta ahora ha sido el de la operatividad del concepto en otras artes además de la literatura. En efecto, aunque la autoficción es un fenómeno amplio que traspasa y transciende el espacio de la narrativa, existen pocos trabajos sobre sus manifestaciones cinematográficas y teatrales, especialmente en el ámbito del Hispanismo. Valgan como excepción varios de los artículos incluidos en Cineastas frente al espejo (Martín Gutiérrez, ed. 2008), La risa oblicua (Oroz y de Pedro Amatria, eds. 2009) o Imágenes conscientes (Álvarez, ed. 2013); y, con respecto al teatro, los esclarecedores estudios de Beatriz Trastoy (2002, 2006) en torno al teatro unipersonal argentino, los de José-Luis García Barrientos (2009a, 2009b) a propósito de relevantes dramaturgos contemporáneos y el ensayo de Vera Toro (2010), quien de manera explícita aplica al teatro la teoría de la autoficción. Ello a pesar de contar con importantes experimentos en torno a la figura del autor, como los realizados en el llamado «documental creativo», que aúna performatividad, autorretrato y ficción, por ejemplo en algunas obras de Víctor Erice, Carla Subirana, Elías León Siminiani, Albertina Carri y Benjamín Ávila, o en las obras dramáticas de José Luis Alonso de Santos, Angélica Liddell, Lola Arias y Sergio Blanco, así como los llevados a cabo en el monólogo cómico, el teatro de improvisación o la performance.

Los trabajos que en alguna ocasión han abordado estas cuestiones ponen de relieve hasta qué punto el estudio de la autoficción en el cine y el teatro puede aportar interesantes elementos de reflexión. La especificidad espectacular de ambos soportes alumbraría, sin duda, algunos aspectos con relación a la representación «problemática» del autor, al tener que hablar, en los dos casos, de un autor colectivo y no individual (en el teatro, el dramaturgo, el director de escena, los actores; en el cine, el guionista, el director, el realizador del montaje). A partir de algunos de estos interrogantes, el ensayo de Javier Ignacio Alarcón se ocupa de la variante «especular» de la autoficción —en la terminología de Vincent Colonna— y de manera específica de su expresión en el cine autoficcional. Se interesa concretamente por la autoficción que toma conciencia de sí misma a través de los recursos de la metalepsis y la mise en abyme y que, de este modo, exhibe al autor (liberado de cualquier factualidad, por mucho que esta persista en tanto huella o recuerdo) como un producto del texto, manteniéndolo, paradójicamente, oculto tras la máscara de la ficción y vacío de toda identidad. Una figura que Alarcón ilustra a través del paradigmático ejemplo de Woody Allen y de uno de sus films más emblemáticos, Stardust Memories, en el que la referencialidad inicial —gracias a multiplicar las marcas que identifican al protagonista con el Woody Allen real— acaba derivando en el eclipse total del autor, al no ser posible, después de un incesante juego de espejos, determinar dicha identidad.

José-Luis García Barrientos parte del carácter inmediato del teatro —el modo de representación que se opone al modo mediado de la narración—, así como de la convención que establece el desdoblamiento de los diversos elementos teatrales sobre el eje realidad-ficción (el actor se desdobla en personaje, se desdoblan también el espacio, el tiempo, el público) para abordar lo que él considera las «paradojas de la autoficción dramática». Bajo su punto de vista, la particular naturaleza del teatro dificulta el discurso autobiográfico, pero, en cambio, sí justifica el discurso autoficcional: la existencia de un autor colectivo junto con la presencia del cuerpo del (autor) actor como signo escénico (en consecuencia, fingido, ficcional) hacen que lo autobiográfico se incline de manera natural hacia la ficción. De este modo, García Barrientos entiende que el teatro autoficcional resuelve la aporía del teatro autobiográfico y, para corroborarlo, analiza El álbum familiar, del español José Luis Alonso de Santos, Nunca estuviste tan adorable, del argentino Javier Daulte, y Tebas Land, del uruguayo Sergio Blanco.

El segundo bloque del libro, «Panoramas», reúne tres trabajos de corte historicista sobre literatura hispánica, aunque sin soslayar la reflexión teórica. Manuel Alberca revisita su propia trayectoria científica como estudioso de la autoficción y describe su posición actual con respecto a dicho fenómeno. Así, entiende que la autoficción —tanto en su práctica como en la reflexión generada en torno a ella— es fruto de un contexto muy específico: el de la postergación de la autobiografía. Una situación superada en la actualidad, en la medida en que el boom de obras autoficcionales ha permitido que el relato autobiográfico alcanzara, gracias a utilizar los moldes de la ficción, el reconocimiento literario. A estas alturas, cuando ya nadie duda de la literariedad de la autobiografía, se impone, bajo el punto de vista de Manuel Alberca, devolver el principio de veracidad al relato autobiográfico, aun pudiendo incorporar este las formas y los recursos de la novela. Desde esta óptica, se analizan tres textos paradigmáticos de la autobiografía actual o «antificción», como la llama Alberca jugando con los términos y las categorías: No ficción, de Vicente Verdú, Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, y Visión desde el fondo del mar, de Rafael Argullol.

Siempre en el ámbito de la literatura española, Domingo Ródenas de Moya sitúa su trabajo en un marco metodológico contrario al adoptado por Alberca, lo que da cuenta de la diversidad de planteamientos que el estudio de la autoficción todavía acoge. Así, la autoficción para Ródenas no es una modalidad de la autobiografía —una variante más o mejos heterodoxa de esta, como defiende Alberca— sino de la novela, lo que implica la suspensión de todo principio de veracidad. Desde esta perspectiva, selecciona un buen número de novelas recientes —evitando el análisis de obras que ya han sido objeto de estudio en otros trabajos, como algunas novelas de Javier Marías, Javier Cercas o Enrique Vila-Matas—, a través de las que aborda con perspicacia el fenómeno de la representación y proyección autoriales: Los amores confiados, Las manos cortadas y La misma ciudad, de Luisgé Martín; El espíritu áspero, de Gonzalo Hidalgo Bayal; Años lentos, de Fernando Aramburu; Bilbao-Nueva York-Bilbao, de Kirmen Uribe; La luz es más antigua que el amor y Medusa, de Ricardo Menéndez Salmón; Un momento de descanso, de Antonio Orejudo; Vida de Pablo, de Carlos Pardo. El trasvase de elementos ficcionales y referenciales que la autoficción propicia, dejando que lo real penetre «el dominio de la ficción a instancias de la ficción misma», es, para Ródenas de Moya, uno de los caminos que ha permitido a la novela salir de su solipsismo autorreferencial.

Concluye este apartado el trabajo de Daniel Mesa Gancedo sobre las formas diarísticas en la narrativa hispanoamericana reciente. Para él, los «diarios autoficcionales», que crean avatares del autor, extienden la duda sobre la sinceridad que se presupone al diario, confirgurándose como «un simulacro de escritura íntima». Así, determinadas obras de Victoria de Stéfano, Mario Levrero, Wendy Guerra, Rodrigo Rey Rosa, Jorge Eduardo Benavides, Claudia Ulloa, Jorge Volpi o Claudia Apablaza permiten poner en relación la novela-diario con la ambigüedad del pacto autoficcional, desplegada a través de los paratextos, las inscripciones del nombre del autor más o menos veladas, las alusiones biográficas y otras marcas referenciales, el contenido metatextual (en especial, los comentarios sobre el propio proceso de la escritura) o los guiños intertextuales.

Por último, la tercera parte incluye un conjunto de textos críticos que tienen por objeto analizar determinados elementos recurrentes de la autoficción a través del estudio de algunas obras concretas. El primero de ellos, de Natalia Vara Ferrero, aborda la función de la parodia en la construcción del yo autoficcional en París no se acaba nunca (2003) de Enrique Vila-Matas; la capacidad desreferencializadora de esta estrategia, a través de la que se confrontan de manera irónica una serie de acontecimientos supuestamente autobiográficos, colabora en la deconstrucción del sujeto —en apariencia real, pero solo en apariencia— que protagoniza las páginas de este relato. Sigue a continuación el ensayo de Julien Roger sobre la metatextualidad —especialmente en cuanto problematización del lenguaje— y la intertextualidad como potenciadores de lo imaginario y lo literario en textos que a simple vista podrían leerse como relatos autobiográficos más o menos convencionales; para ilustrarlo se fija en dos obras de Sylvia Molloy, Varia imaginación (2003) y Desarticulaciones (2010). A través de las nociones de «espectacularidad», «simulacro» y «caos creador», Lionel Souquet se ocupa de varias obras autoficcionales de Fernando Vallejo (El desbarrancadero, 2001; La Rambla paralela, 2004; Años de indulgencia, 2005; El don de la vida, 2010) y Pedro Lemebel (Zanjón de la Aguada, 2004; Adiós mariquita linda, 2005); en ellas sus autores construyen una identidad «loca», subversivamente homosexual, que socava la idea de una identidad unívoca al tiempo que permite observar de manera crítica la realidad del momento. Por su parte, Palle Nørgaard conecta la autoficción con la novela de la memoria histórica, en especial a través de los conceptos de «autenticidad», «autoridad» y «posmemoria» aplicados a Bilbao-Nueva York-Bilbao (2008), de Kirmen Uribe: las diversas fuentes referenciales de la novela (documentos, diarios, fotografías, entrevistas realizadas por el autor, libros de investigación, artículos de Internet) conformarían un primer nivel de la narración, subsumido y tamizado más tarde, en un segundo nivel, por la ficcionalización y la transformación de la memoria en relato. Cierra el volumen el trabajo de Ana Rueda sobre la «novela de campus», y también «novela en clave», Un momento de descanso (2011), de Antonio Orejudo, espacio en el que se disuelven los géneros y las formas: la ficción y la autobiografía, la novela y el ensayo, la autoficción y la docuficción.

Estamos convencidos de que los catorce ensayos que componen este volumen, con sus nuevos enfoques y nuevas metodologías, alumbrarán zonas todavía poco exploradas en la teoría de la autoficción.

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1. El presente libro forma parte del proyecto «Figuraciones del yo y representación autoficcional en narrativa, cine, teatro y novela gráfica en el marco de la teoría de los géneros», financiado por el Subprograma Ramón y Cajal (MICINN-RYC) 2011.

2. Para un recorrido más amplio de las trayectorias seguidas por la teoría de la autoficción, puede consultarse Casas (2012: 9-33).

3. Al libro de Gil González, centrado en la narrativa, se unen, en la misma colección, los volúmenes colectivos dirigidos por Laura Scarano (2013) y Marta Álvarez (2013), dedicados respectivamente a la autorrepresentación en la poesía y en el medio audiovisual.

1. ESTUDIOS TEÓRICOS

TEATRALIDAD, ITINERANCIA Y LECTURA: SOBRE LA TRADICIÓN TEÓRICA DE LA AUTOFICCIÓN

Fernando Cabo Aseguinolaza

Universidade de Santiago de Compostela

Creo que todos estaremos de acuerdo en aceptar que la autoficción constituye un buen ejemplo de esas acuñaciones conceptuales que, tras haber alcanzado una fácil carta de circulación en los medios de la crítica y la teoría literaria, generan la plusvalía de lo que podríamos llamar autoevidencia. Esto es, la capacidad para suscitar una amplia aceptación sobre su sentido y el alcance del fenómeno al que se refiere, o incluso para circular sin necesidad de mayores precisiones sobre ese sentido último. Todos parecemos entender, en suma, de qué hablamos cuando hablamos de autoficción, y a menudo se le suma a esa apariencia de consenso el valor añadido de una noción que caracteriza, a nuestros ojos, una peculiaridad valiosa de la escritura contemporánea, aunque también, desde una mirada menos complaciente, cabe entenderla como una manifestación de aquello a lo que Claudio Guillén (2006: 433434) apuntaba cuando escribía: «Hoy en día se lleva mucho la exhibición constante y satisfecha del yo del escritor. Hemos pasado del “yo odioso” de Rimbaud al yo adorable y adorado de multitud de autores». En la circulación habitual del concepto de autoficción se percibe, efectivamente, no solo la confianza en haber aprehendido un determinado procedimiento o fenómeno sino también una valoración implícita de ese supuesto fenómeno.

Ana Casas (2012) ha apuntado de manera muy certera algunos de los equívocos y vacilaciones que se agazapan tras el empleo confiado del término. En buena medida, remiten a su propio origen: un término nacido de un uso literario idiosincrásico, el de Serge Doubrovsky, que pronto fue ampliado a otros contextos y situaciones y del que, a contrapelo de algunas de esas ampliaciones, se ha tratado reiteradamente de reconducir a una definición manejable. La cosa no es fácil por varios motivos. Uno tiene que ver con el hecho de que los usos grosso modo autoficcionales no se limitan al ámbito literario: pintura, fotografía, cine, televisión o cómic ofrecen ejemplos abundantes que obligarían probablemente a una perspectiva algo menos estrecha en la medida, al menos, en el que al lado de las identidades nominales aparecen otras tan engañosas y efectivas como ellas, por ejemplo las visuales1. Otro, sobre el que volveremos, sugiere que la mera utilización del término autoficción sitúa la cuestión en un terreno teórico muy preciso, que oculta otras líneas que han abordado cuestiones muy próximas y que sin duda contribuyen a recordarnos los peligros de la simplificación cuando se acota sin demasiada advertencia un determinado fenómeno. Y un tercer motivo es que, en realidad, desde el momento en que se empieza a hablar de autoficción se toma la cuestión en varios sentidos que no son fácilmente reconducibles a una definición única.

Detengámonos en ello. La autoficción es un concepto surgido con pretensión de paradoja —la de la ficción asentada sobre la reivindicación del yo autorial, garante de verdad o realidad por excelencia, a su vez fuente y objeto de ficcionalización—, que solo puede entenderse frente al trasfondo cartesiano, el de Philippe Lejeune o Gérard Genette, de cierta crítica o teoría francesa de la literatura. Un cartesianismo que con tanta efectividad rebatió Adorno, avant la lettre, en textos como el de «El ensayo como forma», una de las mejores introducciones al pensamiento estético contemporáneo (Lorenzo Tomé 2012). Serge Doubrovsky, en la celebérrima contraportada a Fils, dejó clara esa voluntad adversativa al situar su novela en los resquicios de las caracterizaciones tan cartesianas de Lejeune, afirmando la posibilidad, nada novedosa por otro lado, de que un héroe de novela llevase el nombre del autor y, por tanto, la compatibilidad del pacto de ficción con la identidad nominal, homonímica, entre autor, narrador y personaje. Es decir, la de una novela bajo la forma de la autobiografía sensu strictu —no una mera autobiografía ficticia ni tampoco una novela autobiográfica— o, de otra manera, la de una autobiografía sometida al pacto de ficción, a pesar de los compromisos del nombre propio. Pero también hablaba Doubrovsky en ese pequeño texto de 1977 de su novela como una «ficción de hechos reales», lo que no solo es algo distinto a lo anterior, sino que traslada la cuestión a un terreno mucho más amplio y comprometido que el de la identidad nominal mantenida por encima de los límites aleatorios entre realidad y ficción.

Ya en Doubrovsky parecía coexistir, pues, una concepción amplia del fenómeno con otra mucho más estrecha2. Esta última confirma en el nombre el principal índice de identidad personal, al menos desde el punto de vista lingüístico; la primera apunta a una cuestión de índole cultural mucho más determinante y también más difusa. La que lleva, por ejemplo, a que haya dejado de funcionar la higiénica actitud tradicional —modernista— ante la ficción. Si pensamos en la percepción más abarcadora de la caracterización de la autoficción, no sobra señalar su vinculación con corrientes mucho más amplias. Por ejemplo, la que puede ilustrar Raymond Federman, con sus ensayos próximos al manifiesto, que fue publicando desde los primeros años setenta, en torno a la noción de Surfiction, y cuyo horizonte, además de su propia práctica narrativa, era tanto el Nouveau roman como la novela posmoderna norteamericana que venía pidiendo un lugar desde finales de los años cincuenta. En ellos, como en su propia escritura novelística, quedaba claro que lo esencial era el distanciamiento respecto de las concepciones tradicionales y ordenadas de la representación, basadas en la confianza en distintas formas de duplicidad o dualismo. Una actitud crítica y creativa con evidentes dejos deconstruccionistas y posestructurales (Di Leo 2011):

Déplacement, différence, répetition: ce sont les nouvelles donnés de la surfiction et non plus imitation et représentation fidèle. Donc, dans la fiction d’aujourd’hui et de demain, seront abolies toutes les distinctions entre le réel et l’imaginaire, le conscient et l’inconscient, le passé et le présent, la vérité et le mensonge. Toutes les formes de duplicité disparaitront. (Federman 2006: 13).

En ese contexto el juego de identidades nominales se vuelve un procedimiento auxiliar al servicio de propósitos de mayor alcance como el ejercicio de la desafección ideológica o el rechazo de la historia como relato impuesto. Federman (2006: 142) lo ha expresado con suficiente claridad a propósito de sus propias novelas, diríamos, autoficcionales:

L’auteur fictif qui apparait dans plusieurs des mes romans s’appelle Federman (avec ou sans majuscule); mais l’auteur est également connu sous le nom de HOMBRE [sic] DELLA PLUMA, HOMME DE PLUME, PENMAN, FEATHERMAN, ou encore NAMREDEF. D’ailleurs, le fait d’inscrire son nom dans sa fiction n’est qu’une façon de subvertir le factuel et d’abolir la frontière entre la réalité et l’imagination —entre la vérité et le mensonge. Une autre manière, encore plus efficace, c’est le métalangage qui désigne nettement la vérité de ce qui est fictif tout en dénonçant l’imposture du réalisme. S’il arrive qu’une portion du récit soit tirée de la vie de l’auteur, elle est minée par le métalangage.