LAS PIEDRAS ÉLFICAS DE SHANNARA

V.1: febrero, 2016


Título original: The Elfstones of Shannara

© Terry Brooks, 1982

© de la traducción, María Alberdi, 2016

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2016

Todos los derechos reservados


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


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Traducción publicada bajo acuerdo con Ballantine Books, sello de The Random House Publishing Group, una división de Random House, Inc.


Publicado por Oz Editorial

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

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ISBN: 978-84-16224-38-8

IBIC: FM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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LAS PIEDRAS ÉLFICAS DE SHANNARA

Terry Brooks

LIBRO II TRILOGÍA DE SHANNARA

Traducción de María Alberdi

Colección Oz Nébula


1



Para Barbara,

con amor.



1


Los rayos del sol emergían tenuemente por el este con la llegada del amanecer cuando los Elegidos se internaron en los Jardines de la Vida. Fuera de sus confines, los habitantes de la ciudad élfica de Arborlon seguían sumidos en un profundo sueño, envueltos por el calor de sus camas. Sin embargo, los Elegidos ya estaban en marcha. Una cálida brisa acarició sus mejillas mientras pasaban entre los centinelas de la Guardia Negra, cuya rígida y reservada postura remitía a las estatuas de piedra que flanqueaban los templos. Con sus ropas blancas ondeando ligeramente travesaron con sigilo las puertas de hierro forjado con incrustaciones de plata y marfil; tan solo el murmullo de sus voces, junto con el crujido de sus pisadas sobre el camino de grava, alteró el silencio del nuevo día a medida que se introducían entre las sombras del pinar.

Los Elegidos eran los guardianes de Ellcrys, el extraño y prodigioso árbol que se alzaba majestuoso en el centro de los jardines. Según contaba la leyenda, protegía a los elfos del mal esencial que estuvo a punto de destruirlos siglos atrás, un mal que fue expulsado de la tierra antes del nacimiento de la raza de los hombres. En los siglos posteriores a tan fatídico suceso, los Elegidos se habían encargado de cuidar a Ellcrys. Era una tradición que se transmitía de generación en generación y suponía un anhelado honor y una tarea solemne.

No obstante, la solemnidad no protagonizaba la procesión que recorría los jardines aquella mañana. Tras doscientos treinta días de servicio, sus espíritus juveniles difícilmente podían continuar reprimidos. Hacía tiempo que la prístina sensación de temor y responsabilidad había abandonado las almas de los seis elfos para dar paso a una actitud de apatía ante una tarea que habían realizado todos los días desde el momento de su elección: el saludo al árbol al amanecer.

Solo Lauren, el más joven de los Elegidos de ese año, se mostraba taciturno. Rezagado con respecto a los demás, no intervenía en la animada charla de sus compañeros. Estaba cabizbajo y su arrebolado y juvenil rostro tenía una expresión de concentración ceñuda. Tan sumido estaba en sus cavilaciones, que no se percató de que el ruido que lo precedía había cesado, ni tampoco que unos pasos retrocedían hacia él, hasta que una mano tocó su brazo. Entonces alzó bruscamente la cabeza y se encontró con la cara de Jase.

—¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras mal? —preguntó Jase.

Al ser unos cuantos años mayor que los demás, todos lo consideraban el líder.

Lauren negó con la cabeza, pero su ceño siguió fruncido.

—Estoy bien.

—Algo te preocupa. Has estado cabizbajo toda la mañana. De hecho, también ayer por la noche estuviste bastante callado. —Jase pidió al joven elfo que se diera la vuelta para mirarlo a la cara—. Venga, dime qué te pasa. No tienes que cumplir el servicio si no te encuentras bien. Lo sabes, ¿verdad?

Lauren titubeó brevemente, después lanzó un suspiro y asintió.

—De acuerdo. Te lo diré. Es por Ellcrys. Ayer, al atardecer, cuando nos marchábamos, me pareció ver algunas hojas marchitas, con manchas.

—¿Marchitas? ¿Estás seguro? Es imposible, eso no le puede pasar a Ellcrys. Al menos eso nos han dicho siempre —explicó Jase, no sin un atisbo de duda en su voz.

—Quizá me equivoque —agregó Lauren—. Al fin y al cabo, estaba oscureciendo. Me dije a mí mismo que tal vez eran solo sombras proyectadas sobre las hojas. Pero cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que estaban marchitas.

Hubo un murmullo de desconcierto entre los demás, y uno de ellos habló:

—Seguro que es culpa de Amberle. Ya dije que seleccionar a una chica para los Elegidos daría problemas.

—Ha habido otras chicas entre los Elegidos y nunca ha pasado nada por ello —protestó Lauren.

Siempre le había gustado Amberle. Era fácil hablar con ella, a pesar de ser la nieta del rey Eventine Elessedil.

—No en los últimos quinientos años, Lauren —añadió el otro.

—Basta, dejad de discutir —interrumpió Jase—. Dijimos que no hablaríamos de Amberle, ¿recordáis? —Permaneció en silencio durante un momento, reflexionando sobre lo que Lauren había comentado. Después se encogió de hombros—. Espero que no le ocurra nada al árbol, especialmente durante nuestro cuidado. Sin embargo, nada es eterno.

La indiferencia con la que Jase había pronunciado esas palabras aturdió a Lauren.

—Pero Jase, si el árbol enferma, la Prohibición terminará y los demonios se liberarán.

—¿De verdad crees en esas viejas historias, Lauren? —preguntó Jase riendo.

Lauren contempló al elfo mayor con incredulidad.

—¿Cómo puedes ser un Elegido y no creer?

—Nadie me preguntó en qué creía cuando me escogieron. ¿Te lo preguntaron a ti?

Lauren negó con la cabeza. Ciertamente, nunca se les formulaban preguntas a los candidatos a formar parte de los Elegidos. Simplemente se les llevaba ante el árbol. Al empezar el nuevo año, los jóvenes que habían llegado a la edad adulta el año anterior se reunían para pasar por debajo de las ramas y detenerse un momento bajo ellas para ver si eran aceptados: si el árbol rozaba sus hombros, se convertirían en los nuevos Elegidos y prestarían servicio hasta que terminase el año. Lauren todavía recordaba la mezcla de éxtasis y orgullo que había experimentado cuando una delgada rama se inclinó para tocarlo y escuchó al árbol pronunciar su nombre.

También recordaba el asombro de todos cuando Amberle fue nombrada.

—No es más que un cuento para asustar a los niños —decía Jase—. La verdadera función de Ellcrys es recordar a los elfos que, al igual que ella, sobrevivieron a pesar de todos los cambios que han tenido lugar en la historia de las Cuatro Tierras. Simboliza la fuerza de nuestro pueblo, Lauren. Nada más.

Con un gesto de su mano, los demás reanudaron la marcha por los jardines y Jase se dio la vuelta. Lauren volvió a quedar sumido en sus pensamientos, inquieto por el desprecio y desenfado con los que el elfo, que era mayor que él, había hablado sobre la leyenda del árbol. Quizá contribuyera a ello que Jase fuera de la ciudad de Arborlon donde, según había observado Lauren, la gente parecía tomarse las antiguas creencias con menos seriedad que en el pequeño pueblo del norte de donde él provenía. Pero la historia de Ellcrys y la Prohibición no era una mera leyenda; ¡era la base de todo lo relativo a los elfos, a su raza, el suceso más importante de la historia de su gente!

Todo había sucedido antes del nacimiento del nuevo mundo, hace mucho, mucho tiempo… En la guerra que hubo entre el bien y el mal, los elfos consiguieron ganar mediante la creación de Ellcrys y una Prohibición que había expulsado a los demonios de su mundo y los mantenía a raya en una oscuridad perpetua. Por lo tanto, Ellcrys era la protectora de los elfos, su bien más preciado, sin el cual el mal volvería de debajo de la tierra. Mientras Ellcrys estuviese bien atendida, no había de qué preocuparse.

Mientras Ellcrys estuviese bien atendida…

Sacudió la cabeza, dubitativo. Tal vez el marchitamiento era producto de su imaginación. O un efecto óptico causado por la luz. En numerosas ocasiones, en ese estadio intermedio entre el día y la noche, la vista juega malas pasadas. Y si no, probablemente existiría un remedio. Siempre existía un remedio.

Cuando, momentos más tarde, alcanzó al resto de los Elegidos a los pies del árbol, alzó la vista con temor, pero después suspiró aliviado. Ellcrys parecía intacta. Su perfecto tronco de color blanco plateado se arqueaba hacia el cielo en una red simétrica de ramas ahusadas recubiertas de hojas anchas de cinco puntas de color rojo sangre. En su base, crecían franjas de musgo de distintos tonos de verde que se extendían por las grietas y hendiduras de su tronco liso, como ríos de esmeralda deslizándose por la ladera de una montaña. No había fisuras que estropeasen las líneas regulares del tronco, ni ramas quebradas o rotas. ¡Qué hermosa!, pensó. La observó una vez más, detenidamente, pero no percibió signos de la temida enfermedad.

Mientras los demás recogían las herramientas necesarias para alimentar al árbol, cuidar de él y arreglar los jardines en general, Jase retuvo a Lauren.

—Lauren, ¿te gustaría saludarla hoy? —inquirió Jase.

Lauren balbució las gracias, sorprendido, pues Jase le cedía su turno para la tarea más especial en un evidente esfuerzo por animarlo.

Se acercó al árbol con cuidado, al abrigo de sus desplegadas ramas, y colocó las manos sobre el tronco liso mientras los otros se reunían alrededor, a pocos pasos de él, para recitar el saludo matutino. Alzó la vista con expectación, buscando el primer rayo de sol que descendería sobre Ellcrys.

Entonces retrocedió con brusquedad. Su corazón se detuvo. Las hojas que creaban un manto sobre su cabeza estaban oscuras y marchitas. Estas manchas salpicaban todo el árbol, se extendían por todos lados. No eran consecuencia de luces y sombras. La enfermedad era real.

Con un gesto frenético, llamó la atención de Jase, que se acercó a él mientras Lauren señalaba al árbol. Tal y como estaba estipulado en ese momento, no hablaron, pero Jase resopló al ver el alcance del daño. Los dos rodearon el árbol lentamente y descubrieron manchas por todas partes, algunas apenas visibles, otras que oscurecían las hojas hasta cubrir del todo el color rojo.

El aspecto era tan desolador que Jase, incluso sin creer en la leyenda que existía en torno al árbol, estaba profundamente impresionado, y su rostro reflejaba una honda preocupación cuando se acercó a explicar en un susurro a los demás tan terrible noticia. Lauren dio un paso para unirse a ellos, pero Jase negó inmediatamente con la cabeza, señalando hacia la copa del árbol, donde la luz del amanecer comenzaba a acariciar las ramas superiores.

Lauren sabía cuál era su deber, se volvió hacia el árbol y permaneció con ella. Independientemente de lo que ocurriese, los Elegidos debían saludar a Ellcrys aquel día, como habían hecho cada mañana desde los inicios de su orden.

Volvió a apoyar sus manos suavemente en la corteza plateada. Ya estaban formándose en sus labios las palabras del saludo cuando una rama pequeña descendió ligeramente y rozó su hombro.

—Lauren.

El joven elfo se estremeció al oír su nombre. Nadie había hablado. Aquella voz había sonado en su mente en forma de una nublada imagen de su propio rostro.

¡Era Ellcrys!

Contuvo la respiración y giró la cabeza para echar un último vistazo a la rama que se apoyaba en su hombro antes de apartarse y volver con los demás. La confusión se apoderó de él. ¿Acababa de hablarle Ellcrys? La primera y única vez que le había hablado fue el día de su elección, cuando pronunció su nombre junto con el de todos los demás. Nunca más le había vuelto a hablar. Nunca, excepto a Amberle, claro, y Amberle ya no era uno de ellos.

Miró a los demás, que lo contemplaban con curiosidad por conocer el motivo de la interrupción. De repente, la rama se deslizó hacia abajo e hizo un amago de rodearlo, rozándolo levemente, ante lo que Lauren se encogió involuntariamente.

—Lauren, trae a los Elegidos ante mí.

Las imágenes aparecieron fugazmente y luego desaparecieron. Lauren, con un gesto vacilante, indicó a sus compañeros que se acercaran. Se aproximaron, con un atisbo de duda en sus ojos mientras alzaban la vista hacia el árbol de ramas plateadas. Estas descendieron para abrazar a cada uno de ellos, y la voz de Ellcrys susurró suavemente.

—Escuchadme y recordad bien mis palabras. No me falléis…

Los Jardines de la Vida quedaron envueltos en un silencio profundo y vacío, como si ellos fueran los últimos habitantes de este mundo, al tiempo que un escalofrío recorría sus espaldas. Las imágenes que aparecían en sus mentes, fluyendo una tras otra en una rápida sucesión, trasmitían un horror difícil de soportar. De haber sido posible, los Elegidos habrían huido para esconderse hasta que la pesadilla que los poseía pasara y desapareciera. Pero el árbol los retenía. Las imágenes continuaron sucediéndose, el horror aumentando… Hasta que sintieron que no podían más.

Por fin acabó y Ellcrys quedó en silencio de nuevo, alzando sus ramas y extendiéndolas para captar el calor del sol matutino.

Lauren se quedó helado, las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Consternados, los seis se miraron, y en la mente de cada uno de ellos la verdad habló en silencio.

La leyenda no era una leyenda. La leyenda estaba viva. El mal yacía bajo una Prohibición que Ellcrys mantenía. Ella era lo único que preservaba la seguridad del pueblo elfo.

Y ahora se estaba muriendo.

Sobre el autor

2

Terry Brooks es un célebre y prolífico autor de literatura fantástica, con más de veinticinco best sellers en las listas de más vendidos del New York Times. Solo las novelas de la serie Shannara cuentan con más de treinta volúmenes, aunque también ha escrito otras sagas, como las de Landover o de Word & Void. También ha realizado adaptaciones del cine de las películas Star Wars Episodio I: La Amenaza Fantasma y Hook.

Las piedras élficas de Shannara

Libro II de la trilogía de Shannara


La saga de fantasía épica que ha vendido 25 millones de ejemplares


Ellcrys, el árbol mágico que mantiene a los demonios cautivos tras el muro de la Prohibición, está muriendo. Sin Ellcrys, las hordas de demonios camparán libres entre las razas que habitan las Cuatro Tierras. Allanon, el legendario druida, encarga a Wil Ohmsford que acompañe a Amberle, una joven elfa, en una peligrosa misión: llevar la semilla de Ellcrys hasta el misterioso Fuego de Sangre para conseguir que el árbol renazca y restaure la Prohibición.

Pero el Dagda Mor, el demonio más poderoso, ya está libre y ha enviado a su secuaz más temible, la Parca, a acabar con Wil y Amberle. El destino de las Cuatro Tierras está en manos de los dos jóvenes, que se embarcan en la aventura más difícil de su vida. ¿Conseguirán que Ellcrys renazca antes de que el Dagda Mor y su ejército de demonios consigan la victoria?



«No sé cuántos libros de Terry Brooks he leído (y releído) en mi vida. Su obra fue importantísima en mi juventud.»

Patrick Rothfuss


«Un gran narrador, Terry Brooks crea epopeyas ricas llenas de misterio, magia y personajes memorables.»

Christopher Paolini


«Confirma el lugar de Terry Brooks a la cabeza del mundo de la fantasía.»

Philip Pullman


«Un viaje de fantasía maravilloso.»

Frank Herbert


«Shannara fue uno de mis mundos favoritos de la literatura cuando era joven.»

Karen Russell


«Si Tolkien es el abuelo de la fantasía moderna, Terry Brooks es su tío favorito.»

Peter V. Brett



CONTENIDOS

Página de créditos

Sinopsis de Las piedras élficas de Shannara

Dedicatoria

Mapa Tierra del Norte

Mapa Tierra del Oeste


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54


La espada de Shannara

Sobre el autor

2


Lejos, al oeste de Arborlon, más allá de la Línea Quebrada, se produjo una agitación en el aire. Algo más oscuro que la primera penumbra del alba apareció retorciéndose violentamente en espirales y vibrando como azotado por la fuerza de unos golpes invisibles. Durante unos instantes, el velo de negrura resistió, pero al fin se rasgó, destrozado desde el interior. De la oscuridad surgieron terribles aullidos y chillidos de júbilo mientras docenas de miembros que culminaban en garras emergían por la súbita brecha, afanándose por llegar a la luz. Entonces, un fuego rojo estalló por todas partes y las manos cayeron, abrasadas y deformes.

El Dagda Mor apareció con un silbido de furia. Su Báculo de Poder desprendía vapor mientras apartaba con él a los impacientes y salía con decisión por la abertura. Un instante después, le siguieron las siluetas oscuras de la Parca y el Suplantador. Otros cuerpos empujaban para salir, desesperados y anhelantes, pero la estrecha brecha se cerró de inmediato, apresando la negrura y a los que vivían en su interior. Rápidamente, la abertura desapareció por completo y el extraño trío quedó solo.

El Dagda Mor observó con cautela el paraje que los rodeaba. Estaban en la sombra de la Línea Quebrada. El amanecer, que ya había roto la paz de los Elegidos y los había sacado de sus camas, era poco más que una débil luz que palpitaba en el cielo de oriente, más allá de la vasta muralla de montañas. Los altísimos picos acuchillaban el cielo, proyectando largos pilares de sombra sobre las desoladas llanuras de Hoare. Estas se extendían hacia occidente desde la cadena de montañas, como una tierra seca y estéril donde la duración de la vida se medía en minutos y horas. Nada ni nadie alteraba la quietud del ambiente aquella mañana.

El Dagda Mor enseñó sus puntiagudos dientes en una mueca siniestra. Nadie se había percatado de su llegada. Después de tantos años, por fin, era libre y se encontraba en las tierras de aquellos que lo habían desterrado mucho tiempo atrás.

De lejos, podría parecer uno de ellos. Su apariencia era básicamente humana. Caminaba erguido sobre dos piernas y sus brazos solo eran ligeramente más largos que los de un hombre. Andaba un tanto encorvado, con un peculiar movimiento a tirones, pero sus oscuras ropas ocultaban la causa. Solo desde muy cerca podía distinguirse la enorme joroba que deformaba la columna por encima de los hombros y que explicaba su extraño caminar, o el vello verdoso que cubría gran parte de su cuerpo como parches de hierba, o las escamas que cubrían sus antebrazos y la parte inferior de las piernas, o las garras de manos y pies, o el aspecto vagamente felino de su rosto, o los ojos negros y brillantes, engañosamente plácidos en su superficie, como dos estanques que ocultaban en sus profundidades algo maligno y destructivo.

Después de ver estos rasgos tan peculiares, no quedaba duda alguna sobre la naturaleza demoníaca del Dagda Mor.

Y el demonio odiaba. Odiaba con una intensidad que rayaba la locura. Tras siglos encerrado en la oscuridad de la cárcel bajo el muro de la Prohibición, su odio se había alimentado y crecido hasta alcanzar cotas inimaginables. Ahora le consumía. Era todo para él. Le hacía poderoso, y usaría ese poder para vengarse de las criaturas que le habían infligido tanto dolor: ¡los elfos! ¡Todos los elfos! Pero ahora, tras cientos de años de ostracismo sufridos en la oscuridad y soledad de su celda, confinado en ese limbo informe e inanimado de oscuridad interminable, de lenta y dolorosa inactividad, ni siquiera la destrucción de todos los elfos le parecía suficiente para reparar la humillación que había sufrido. Sí, debía aniquilar también a hombres, enanos, trolls, gnomos, a todos los que formaban parte de la humanidad que tanto detestaba, a todas las razas de la humanidad que vivían en este mundo y lo consideraban suyo.

Su liberación había llegado, y también lo haría la venganza, súbita e inesperadamente. Lo sentía en su fuero interno. Había esperado siglos, retenido por el muro de la Prohibición, probando su resistencia, tratando de encontrar una debilidad porque que algún día empezaría a fallar. Y por fin ese día había llegado. Ellcrys se estaba muriendo. Muriendo. ¡Ah, qué palabra tan bella! ¡Deseaba pronunciarlo en voz alta! ¡Se estaba muriendo! ¡Se estaba muriendo y ya no podría seguir manteniendo intacto el muro de la Prohibición!

El Báculo de Poder resplandecía incandescente en su mano al tiempo que el odio lo colmaba. La tierra bajo la punta del bastón quedó carbonizada. Hizo un esfuerzo para tranquilizarse y el báculo se enfrió de nuevo.

La Prohibición se había mantenido firme durante un tiempo, pero el desmoronamiento había comenzado. Es cierto que no se produciría en unos pocos días, ni de semanas. Aunque la ínfima brecha que había conseguido abrir había requerido un poder enorme, el Dagda Mor poseía mucho más, superando con creces al resto de criaturas que aguardaban bajo el muro de la Prohibición. No por nada era el jefe de todos ellos. Su palabra los gobernaba. Solo algunos lo habían desafiado durante los largos años de destierro y los había aniquilado. Le sirvió para dar un triste ejemplo y ahora todos le obedecían. Le temían. Aun así, compartían su odio por lo que les habían hecho a ellos. Y también alimentaban ese odio, que los había conducido a una necesidad furiosa de venganza, y cuando al fin fuesen liberados, esa necesidad tardaría mucho, mucho tiempo en desaparecer.

No obstante, por ahora, debían esperar, tener paciencia. No tardaría mucho. La Prohibición se debilitaría paulatinamente, día tras día, agrietándose a medida que Ellcrys fuese muriendo. Tan solo una cosa podría evitarlo: un renacimiento.

El Dagda Mor asintió. Conocía la historia de Ellcrys. ¿Acaso no había estado presente en su nacimiento, cuando expulsó a sus hermanos y a él mismo de la luz y los lanzó a la oscuridad más profunda? ¿No había presenciado, a su vez, el poder de su brujería, tan poderosa que había conseguido superar a la propia muerte? Por todo ello, sabía que la libertad podía serle arrebatada. Además, si uno de los Elegidos lograba llevar una semilla del árbol a la fuente de su poder, Ellcrys renacería y la Prohibición sería invocada de nuevo. Consciente de ello, empleó todo su poder en abrir la brecha para llegar hasta aquí. No sabía a ciencia cierta si podría romper el muro de la Prohibición. Había sido una apuesta peligrosa emplear tanto poder en el intento, porque, de haber fracasado, se habría quedado tremendamente débil. Tan débil que otros habitantes poderosos de la oscuridad habrían aprovechado la oportunidad para hacerlo pedazos. Pero había sido necesario correr ese riesgo. Los elfos todavía no eran conscientes del alcance del peligro. Por ahora, se sentían seguros. No creían que nada dentro de los confines de la Prohibición tuviera suficiente poder para atravesar el muro. Para cuando descubrieran su error, ya se habría asegurado de que Ellcrys no volviera a nacer y de que la Prohibición no fuera restaurada.

Por ese motivo había traído consigo a los otros dos.

Los miró. A su lado, el Suplantador experimentaba con su cuerpo, copiando las formas y los colores de los seres vivos que se encontraban allí: en el cielo, un halcón al acecho y un pequeño cuervo; en la tierra, una marmota, una serpiente, un insecto de múltiples patas y un par de pinzas, siempre algo nuevo, y en una sucesión tan rápida que a los ojos les costaba seguirlo. Porque el Suplantador podía ser cualquier cosa. Encerrado en la oscuridad con solo sus hermanos como modelos, sus poderes no habían valido para mucho, pero aquí, en este mundo, las posibilidades eran infinitas. Todo, ya fuese humano o animal, pez o ave, sin importar tamaño, forma, color o habilidades, podía ser suplantado por él. Ni siquiera el Dagda Mor estaba seguro del verdadero aspecto del Suplantador. La criatura era tan propensa a adoptar otras formas que pasaba prácticamente toda su vida siendo algo o alguien distinto de quien era en realidad.

Se trataba de un don extraordinario, pero lo poseía una criatura cuya maldad casi se igualaba con la del Dagda Mor. El Suplantador también era de naturaleza demoníaca. Era egoísta y malévolo. Disfrutaba con el engaño, gozaba causando dolor a los demás. Siempre había odiado a los elfos y a sus aliados. Los detestaba por su fervoroso interés hacia el bienestar de las formas de vida inferiores que poblaban el mundo. Él, en cambio, aborrecía cualquier criatura inferior a él. No significaban nada. Le parecían sumamente débiles y vulnerables. Merecían ser utilizadas por seres superiores como él. Los elfos no eran mejores que las criaturas a las que protegían. O no eran capaces o no querían engañar como él hacía. Estaban todos atrapados en lo que eran; no podían ser nada distinto. Él, en cambio, podía convertirse en lo que se le antojara. Los despreciaba a todos. No tenía amigos ni los quería. Ninguno excepto el Dagda Mor, ya que poseía lo único que respetaba: un poder mayor que el suyo. Por eso, y solo por ese motivo, el Suplantador le servía.

Al Dagda Mor le costó más encontrar a la Parca ya que, su figura, poco más que una sombra en la pálida luz del amanecer, como un fragmento más de la noche, se confundía con el gris de las llanuras. Finalmente la atisbó a no más de diez pasos, inmóvil. Envuelta por completo en sus ropas cenicientas, la Parca era prácticamente invisible, con el rostro oculto por la sombra de una amplia capucha. Nadie había visto su rostro en más de una ocasión. La Parca solo se lo permitía a sus víctimas, que morían al instante.

Si el Suplantador era peligroso, la Parca lo era diez veces más. Era una asesina. Su única razón de ser era arrebatar la vida a otros. Se trataba de una criatura enorme, musculosa, de más de siete pies de altura cuando se erguía por completo. No obstante, su tamaño era engañoso, porque no era pesada. Se movía con la agilidad y la gracia del mejor cazador elfo. Nunca abandonaba una caza que había comenzado. Ninguna presa se le había escapado jamás. Incluso el Dagda Mor se mostraba precavido. Aunque la Parca no poseyera su poder, le servía por voluntad propia, no por miedo o respeto, como sucedía con los demás. Era un monstruo al que no le importaba la vida, ni siquiera la suya. No mataba por placer, aunque realmente lo sintiera, sino por instinto, por necesidad. A veces, en la oscuridad de la Prohibición, apartada de todas las formas de vida excepto de las de sus hermanos, había sido casi incontrolable. El Dagda Mor tuvo que ofrecerle demonios menores para que los matase, sometiéndola a su control con una promesa: cuando dejasen atrás la Prohibición, y algún día lo conseguirían, la Parca podría disponer de todas las criaturas del mundo que capturara. Podría perseguirlas todo el tiempo que quisiese para, al final, matarlas a todas.

El Dagda Mor sabía que había escogido bien a sus aliados: el Suplantador y la Parca. Uno cumpliría la función de sus ojos, la otra sería sus manos; ojos y manos que se introducirían en el corazón del pueblo elfo y acabarían definitivamente con la posibilidad de que Ellcrys pudiera renacer.

Miró hacia oriente, donde el sol matutino se alzaba con celeridad por entre la cresta de la Línea Quebrada. Debían partir de un momento a otro, pues quería estar en Arborlon al anochecer. Lo había planeado todo cuidadosamente. El tiempo era un bien muy preciado que no podían malgastar si su intención era tomar a los elfos por sorpresa. Sus enemigos no deberían percibir su presencia hasta que fuese demasiado tarde para hacer nada.

El Dagda Mor se dio la vuelta y, haciendo una rápida seña a sus compañeros, se dirigió con paso desgarbado hacia el resguardo de la Línea Quebrada. Cerró los ojos y permitió que el placer recorriera todos y cada uno de sus miembros mientras evocaba la satisfacción y el triunfo que esa noche le aportaría. Después, los elfos habrían sucumbido y la muerte de Ellcrys sería inevitable y su renacimiento irrealizable, porque, después de esa noche, todos los Elegidos estarían muertos.

Envuelto en las sombras a unas cientos de yardas de la montaña, el Dagda Mor se detuvo. Agarró el Báculo de Poder con ambas manos, lo sostuvo verticalmente y apoyó un extremo en la tierra seca y agrietada. Inclinó ligeramente la cabeza y aferró el báculo con fuerza. Permaneció inmóvil un buen rato mientras sus acompañantes lo observaban con curiosidad, encogidos a su espalda, con sus ojos brillando en la oscuridad como moléculas de luz amarilla.

De pronto, el Báculo de Poder emitió un fulgor débil, un pálido resplandor rojizo que perfiló la encorvada figura del demonio contra la oscuridad. Un momento después, el resplandor se intensificó y empezó a latir. Se extendió desde el bastón hacia los brazos del Dagda Mor, tiñendo su verdosa piel de rojo sangre. El demonio alzó la cabeza y el báculo lanzó hacia los cielos un arco de llamas fino y resplandeciente que atravesó el aire como si fuese algo vivo y aterrador. El brillo que iluminaba el báculo destelló una vez más y se apagó.

El Dagda Mor bajó el báculo y retrocedió un paso. La tierra a su alrededor estaba carbonizada, y la atmósfera húmeda olía a ceniza ardiente. Un silencio sepulcral se extendió por las llanuras. El demonio se sentó y cerró los ojos con satisfacción. No volvió a moverse, y tampoco lo hicieron las criaturas que lo acompañaban. Esperaron juntos; media hora, una hora, dos. Siguieron esperando.

Y finalmente, de los interminables páramos de la Tierra del Norte, llegó la horrible bestia alada que el demonio había convocado para que los llevase al este, hacia Arborlon.

—Ahora veremos —susurró el Dagda Mor.

3


El sol asomaba tímidamente por el horizonte cuando Ander Elessedil salió por la puerta principal de su modesta casa y ascendió por el sinuoso camino hacia la verja de hierro que comunicaba con los jardines del palacio. Siendo el segundo hijo de Eventine, rey de los elfos, podría haber tenido sus aposentos en el palacio real, pero hacía años que se había trasladado junto con sus libros a su actual residencia, para preservar una intimidad que habría perdido de otra manera. O eso había creído. Ahora, sin embargo, no estaba tan seguro, porque la atención de su padre se centraba casi en exclusiva sobre su hermano Arion. Por ese motivo, pensó, tal vez habría podido vivir en cualquier parte sin ser molestado en demasía.

Respiró el aire limpio y cálido de la mañana y una sonrisa asomó a sus labios. Hacía un día magnífico para dar un paseo. Un poco de ejercicio les vendría bien tanto a él como a su caballo.

Ya no podía considerarse joven, pues había alcanzado los cuarenta años. La edad se reflejaba en su delgado rostro élfico en forma de finas patas de gallo en el extremo de los ojos y en un surco sobre la frente, aunque seguía moviéndose con paso rápido y ágil y su rostro resultaba casi infantil cuando sonreía. Pero últimamente no sonreía muy a menudo.

Se acercó a las puertas y vio que Went, el viejo jardinero, ya estaba encovado sobre la azada, inclinando su cuerpo enjuto mientras trabajaba la tierra. Al oír que Ander se aproximaba, se enderezó poco a poco, llevándose una mano a la espalda.

—Buenos días, príncipe. Hace un día espléndido, ¿no cree?

Ander asintió.

—Efectivamente, Went. ¿Sigue doliéndote la espalda?

—De vez en cuando. —El jardinero se frotó con cuidado—. Los años no perdonan, pero todavía puedo trabajar más que los ayudantes que me han encomendado, por muy jóvenes que sean.

Ander volvió a asentir, consciente de que la afirmación del anciano era cierta. Went debería haberse jubilado hacía años, pero se negaba en redondo a abandonar sus tareas.

Cuando alcanzó la puerta principal, los centinelas de guardia inclinaron la cabeza a modo de saludo y él respondió de la misma forma. Hacía tiempo que la guardia y él habían prescindido de mayores formalidades. Arion, como príncipe heredero, podía exigir que le trataran con deferencia, pero la posición y las aspiraciones de Ander eran mucho más modestas.

Continuó por el camino que doblaba hacia la izquierda tras unos setos decorativos y llevaba a los establos. Entonces, un estruendo de cascos acompañado de un grito quebraron la tranquilidad matutina. Ander saltó a un lado cuando el semental gris de Arion se dirigió hacia él, levantando la grava y encabritándose al ser frenado súbitamente.

Antes de que el caballo se detuviera por completo, Arion ya había desmontado y estaba frente a su hermano. Al contrario que Ander, moreno y bajito, Arion era alto y rubio, y el parecido con su padre cuando tenía su edad era apabullante. Como, además, era un atleta extraordinario y un consumado maestro de las armas, la caza y la equitación, era inevitable que fuera el orgullo y la alegría de Eventine. Rebosaba carisma, una cualidad de la que Ander consideraba que él mismo carecía.

—¿Dónde vas, hermanito? —preguntó Arion en el tono burlesco y desabrido con el que se dirigía siempre a su hermano pequeño, el príncipe más joven—. No te recomiendo molestar a nuestro padre. Estuvimos trabajando hasta muy entrada la noche en algunos asuntos de estado urgentes. Seguía dormido cuando fui a verlo esta mañana.

—Voy a los establos —replicó Ander con voz tranquila—. No tengo intención de molestar a nadie.

Arion sonrió con una mueca y se volvió hacia su caballo. Sujetándose con una mano a la silla, saltó sobre la montura sin apoyar ni siquiera un pie en el estribo. Después, miró de nuevo a su hermano.

—Bueno, me marcho unos días a Sarandanon. Parece ser que la gente de las granjas está bastante nerviosa por no se qué viejo cuento de hadas acerca de una maldición que nos afecta a todos. No son más que tonterías, pero tengo que ir a tranquilizarlos. De todas formas, no te hagas ilusiones. Volveré antes de que padre parta hacia Kershalt —dijo con ironía—. Mientras tanto, hermanito, cuida de todo, ¿de acuerdo?

Sacudió las riendas y salió al galope, pasó como un relámpago por las puertas y pronto se perdió de vista. Ander maldijo entre dientes y dio media vuelta. Ya no estaba de humor para montar a caballo.

Debería haber sido él quien acompañara al rey en la importante misión de estado en Kershalt. Era importante afianzar los lazos entre los trolls y los elfos. Los cimientos ya estaban puestos, pero todavía hacía falta exquisita diplomacia y negociar con sumo cuidado. Arion era demasiado impaciente y atolondrado, y carecía de la sensibilidad necesaria para ser receptivo a las necesidades y las ideas de otros. Quizá él, Ander, careciese de la habilidad física de su hermano —aunque era lo bastante capaz— y quizá tampoco poseyera su capacidad innata para el liderazgo, pero tenía talento para razonar, habilidad dialéctica y poseía la paciencia que resultaba imprescindible en los encuentros diplomáticos. Y lo había demostrado en las contadas ocasiones en que habían solicitado su ayuda.

Se encogió de hombros. No valía la pena perder el tiempo dándole vueltas. Había pedido a su padre que le permitiese realizar el viaje pero su padre había preferido a Arion. Después de todo, Arion sería rey algún día; debía adquirir práctica en asuntos de estado mientras Eventine todavía viviese para guiarlo. Tal vez era lo razonable, reconoció Ander.

Ander rememoró la época en la que los lazos entre Arion y él habían sido estrechos. Cuando Aine, el hijo menor de los Elessedil, aún vivía. Pero había muerto en un accidente de caza once años atrás y la relación familiar se fue debilitando desde entonces. Amberle, la joven hija de Aine, buscó apoyo en Ander, no en Arion, y los celos del hermano mayor pronto se manifestaron en forma de desprecio absoluto. Más adelante, cuando Amberle abandonó su puesto entre los Elegidos, Arion lo había atribuido a la influencia de su hermano, y su desdén había degenerado en una hostilidad que a duras penas lograba enmascarar. Ahora Ander sospechaba que estaban predisponiendo a su padre contra él. Pero no podía hacer nada para evitarlo.

Todavía sumido en sus pensamientos, oyó un grito mientras cruzaba la puerta que daba al sendero de su casa.

—¡Mi señor príncipe, aguarde!

Ander miró con sorpresa a la figura de nívea vestimenta que se le acercaba haciéndole gestos frenéticos con un brazo. Era uno de los Elegidos, el pelirrojo. ¿No era el llamado Lauren? Era extraño ver a alguno de los Elegidos fuera de los jardines a esa hora. Esperó a que el joven elfo llegara a su lado. Lauren tropezó al detenerse y vio que su rostro y brazos estaban empapados de sudor.

—Mi señor príncipe, debo ver al rey —jadeó el Elegido—. Pero no me permiten entrar hasta más tarde. ¿Puede llevarme hasta él ahora?

Ander dudó.

—El rey todavía duerme…

—Tengo que verlo de inmediato —insistió el joven—. ¡Por favor! ¡Es un asunto que no puede esperar!

La desesperación se reflejaba en sus ojos y en su pálido y tenso rostro. Su voz se quebraba al intentar comunicar la urgencia que lo impulsaba. Ander reflexionó y se preguntó qué podría ser tan importante.

—Si tienes algún problema, Lauren, quizá yo…

—No se trata de mí, mi señor príncipe. ¡Se trata de Ellcrys!

La indecisión de Ander se desvaneció. Asintió y tomó a Lauren del brazo.

—Sígueme.

Cruzaron la puerta hacia la gran mansión, observados por los sorprendidos centinelas.



Gael, el joven elfo que servía como asistente personal a Eventine Elessedil, negó con la cabeza rotundamente; todavía enfundado en las ropas oscuras de la mañana, su figura delgada se movía con nerviosismo y trataba de evitar encontrarse con los ojos de Ander.

—No puedo despertar al rey, príncipe Ander. Insistió en que no lo molestase bajo ningún concepto.

—¿Bajo ningún concepto? —preguntó suavemente Ander—. ¿Ni siquiera por Arion?

—Arion está fuera… —dijo Gael. Después quedó en silencio y adoptó una expresión todavía más desdichada.

—Precisamente. Pero yo estoy aquí. ¿De verdad vas a decirme que no puedo ver a mi padre?

Gael no respondió. Solo cuando Ander echó a andar hacia el dormitorio de su padre, el joven elfo se movió para interponerse en su camino.

—Yo lo despertaré. Por favor, espera aquí.

Al cabo de unos segundos salió del dormitorio, con una expresión de preocupación todavía más intensa, pero finalmente asintió mirando a Ander.

—Te recibirá, príncipe Ander. Pero por el momento, solo a ti, únicamente a ti.

Cuando Ander entró en la habitación, el rey seguía acostado y se estaba bebiendo un vasito de vino que Gael le había servido. Saludó a su hijo, y después bebió delicadamente bajo el calor de las colchas de la cama, estremeciéndose por un instante con el fresco de la mañana, que se había colado en su dormitorio. Gael, que había entrado con Ander, sostenía una túnica, que Elessedil se colocó y ciñó a la cintura.

A pesar de su avanzada edad, ochenta y dos años, Eventine Elessedil todavía gozaba de excelente salud. Su cuerpo seguía siendo atractivo y fuerte. Montaba a caballo, y era lo bastante ágil y preciso con la espada como para resultar peligroso. Todavía gozaba de una mente eficaz y aguda y, cuando la situación lo pedía, como ocurría a menudo, era capaz de actuar con decisión. Poseía un extraño sentido del equilibrio y de la proporción; sabía contemplar un asunto desde todas las perspectivas, juzgar a cada uno en función de sus méritos y elegir casi siempre aquello que resultaba más beneficioso para él mismo y para sus súbditos. Sin ese don no habría podido ser rey y, probablemente, ni siquiera seguiría vivo. Ander tenía motivos para creer que había heredado ese don, aunque, en sus circunstancias actuales, parecía estar sirviéndole de bien poco.

El rey caminó hacia las cortinas tejidas a mano que pendían de la pared del fondo, las abrió y empujó hacia fuera varios de los grandes ventanales de cuerpo entero que daban al bosque. Una combinación de luz suave y olor a rocío inundó la habitación. Gael se movía de un lado a otro en silencio, encendiendo las lámparas de aceite para disipar la penumbra que quedaba en los rincones de la habitación. Eventine se detuvo ante la ventana para contemplar fijamente su reflejo en el cristal empañado. Sus ojos, increíblemente azules, duros y penetrantes, eran los de un humano que había vivido demasiados años y demasiadas desgracias. Suspiró y se volvió hacia Ander.

—Bien, Ander, ¿de qué se trata? Gael me ha contado que traes a un Elegido con un mensaje.

—Sí, señor. Afirma que tiene un mensaje urgente de Ellcrys.

—¿Un mensaje del árbol? —Eventine frunció el ceño—. ¿No hace más de setecientos años que no da mensajes a nadie? ¿Qué sucede?

—No me lo ha querido decir a mí —relató Ander—. Insiste en que debe transmitirlo personalmente.

Eventine asintió.

—Entonces dejaremos que me lo cuente. Hazle pasar, Gael.

Gael hizo una reverencia y salió corriendo del dormitorio, dejando ligeramente entreabiertas las puertas. En ese momento, Manx, el lebrel peludo y enorme del rey, irrumpió en la habitación y se acercó en silencio al rey que lo saludó cariñosamente, le acarició la cabeza grisácea, y palmeó suavemente el brillante pelaje de su lomo. Manx llevaba a su lado casi diez años, más próximo y fiel que cualquier humano.

—Tienes algunas canas, como yo —murmuró Eventine, melancólico.

Las puertas se abrieron por completo y llegó Gael, seguido de Lauren. El Elegido se detuvo en el umbral de la puerta durante un instante y miró inseguro a Gael. El rey despidió a su asistente con un movimiento de cabeza. Ander también iba a retirarse cuando su padre le indicó que se quedara con un gesto casi imperceptible. Gael hizo otra reverencia y se marchó, cerrando las puertas tras él. Cuando se marchó, el Elegido dio un paso hacia delante.

—Majestad, discúlpeme, por favor… ellos pensaron que yo… que yo debía ser quien… —dijo, a punto de atragantarse con las palabras.

—No hay nada que disculpar —replicó Eventine. Haciendo gala del encanto que podía desplegar, el rey se adelantó y pasó el brazo sobre los hombros del joven elfo—. Sé que no habrías abandonado tu labor en los jardines si no fuera un asunto de vital importancia. Ven, siéntate y cuéntamelo.

Dirigió una mirada de duda a Ander. Después condujo al Elegido hasta un pequeño escritorio, situado en un rincón de la habitación, hizo que se acomodara en una de las sillas y él se sentó en la otra. Ander les siguió, pero se quedó de pie.

—Te llamas Lauren, ¿verdad? —preguntó Eventine.

—Sí, majestad.

—Muy bien, Lauren. Ahora cuéntame el motivo de tu visita.

Lauren puso la espalda recta y apoyó las manos en la mesa, cruzando los dedos con fuerza.

—Majestad, Ellcrys ha hablado a los Elegidos esta mañana —susurró—. Nos ha dicho… ¡que se estaba muriendo!

A Ander se le heló la sangre en las venas. Durante un breve lapso de tiempo, el silencio fue absoluto. El rey no respondió; se quedó inmóvil, con los ojos fijos en el joven.

—Debe tratarse de un error —dijo al fin.

Lauren negó enfáticamente con la cabeza.

—No es un error, majestad. Nos habló a todos los Elegidos. Todos… todos lo oímos. Nos reveló que está muriendo. La Prohibición ya empieza a venirse abajo.

El rey se levantó lentamente, caminó hasta la ventana abierta y, desde allí, contempló en silencio los bosques que rodeaban el palacio. Manx, enroscado a los pies de la cama, se desperezó y lo siguió. Ander vio que la mano del rey se deslizaba hacia el perro y le rascaba junto a las orejas en un gesto tan habitual que para el rey se había vuelto algo inconsciente.

—¿Estás seguro, Lauren? —preguntó Eventine—. ¿Seguro del todo?

—Sí… sí, absolutamente seguro.

El Elegido, que seguía apoyado sobre la mesa, con la cara oculta entre las manos, lloraba suavemente, casi sin hacer ruido. Eventine no se volvió. Se quedó contemplando los bosques que eran su hogar y el de su pueblo.

Ander se quedó paralizado, con los ojos fijos en su padre y la mente sobrecogida por esa desgracia. La monstruosidad de lo que acababa de oír se abrió paso en su interior lentamente. ¡Ellcrys se estaba muriendo! La Prohibición iba a desaparecer. El mal que había sido desterrado se liberaría. ¡El caos, la locura, la guerra! Y al final, la destrucción de todo.

Había estudiado historia con sus tutores y después en los libros de su biblioteca. Era una historia revestida de leyendas.

En tiempos remotos, antes de las Grandes Guerras, antes del amanecer de la civilización en el viejo mundo, incluso antes de la aparición de la vieja raza de los hombres, hubo una guerra entre seres mágicos partidarios del bien y del mal. Los elfos combatieron en esa guerra, defendiendo el bien. Fue una contienda larga, terrible y devastadora, pero, finalmente, las fuerzas del bien vencieron a las del mal. Sin embargo, la naturaleza del mal era tan poderosa y profunda que no pudo destruirse por completo; solo desterrarla. Entonces, el pueblo elfo y sus aliados aunaron sus poderes mágicos con la fuerza vital de la propia tierra para crear a Ellcrys. De este modo, con su presencia impondría y mantendría una Prohibición sobre las criaturas del mal. Mientras Ellcrys estuviera viva y floreciera, el mal no podría volver a pisar la tierra. Encerrado en un desierto de oscuridad, se vería obligado a proferir sus lamentos de angustia tras el muro de la Prohibición, y la tierra estaría a salvo.

¡Hasta ahora! Si Ellcrys moría, sería el fin de la Prohibición, un acontecimiento que ya estaba escrito, porque ningún poder es tan fuerte como para durar eternamente. No obstante, se creía que Ellcrys viviría eternamente. Llevaba muchas generaciones entre ellos, inmutable, como un punto fijo en el laberinto cambiante de la vida. El pueblo elfo se había convencido de que siempre sería así. Y, al parecer, estaban equivocados. Absurdamente equivocados.

El rey se giró repentinamente, contempló durante un instante a Ander, regresó a la mesa, se sentó de nuevo y tomó la mano de Lauren entre las suyas para tranquilizarlo.

—Necesito que me cuentes todo lo que os ha dicho, Lauren. Hasta el último detalle. Sin omitir nada.

El Elegido asintió. Tenía los ojos secos y el rostro sereno. Eventine le soltó la mano y se apoyó en el respaldo. Ander trajo una silla alta que había en la habitación y se sentó con ellos.

—Majestad, ¿conocéis la forma en la que se comunica con nosotros? —inquirió Lauren cauteloso.

—Yo también fui un Elegido, Lauren —explicó Eventine.

Ander observó a su padre, sorprendido. Nunca se lo había confesado. Pero se mostró más confiado al oírlo. Asintió y se volvió hacia Ander.