image
image

Espacio-tiempo y movilidad. Narrativas del viaje y de la lejanía

Javier Protzel

image

image

© Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Manuel Olguín 125, Urb. Los Granados, Lima 33

Apartado postal 852, Lima 100, Perú

Teléfono: 437-6767, anexo 30131. Fax: 435-3396

fondoeditorial@ulima.edu.pe

www.ulima.edu.pe

Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Versión ebook 2016

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-324-3

Índice

Presentación

Primera parte. Espacio y transformaciones culturales

Capítulo 1. Los grandes desplazamientos contemporáneos

Tiempo y espacio en el progreso de la técnica

Visibilidad y movilidad

Migraciones, redes y compresión mental del espacio

Capítulo 2. Espacios y vertebración territorial

Modernidad temprana y conciencia nacional

La intercomunicación territorial de un Perú indígena y mestizo

Redes migratorias y vertebración de un espacio nacional

Contemplación del paisaje y destiempo de lo nacional

Capítulo 3. Ciudades globales, mundo en movimiento

Dinámica de las global cities

Hacia una taxonomía contemporánea del viaje

El turismo en expansión

Descentramiento de Occidente e hipermovilidad

Segunda parte. Relatos de viaje, discursos de la modernidad

Capítulo 4. Viajes y escritura

Narraciones antiguas e ilustradas, o la atracción por lo extraño

Científicos, románticos y aventureros

Literaturas y antropologías

Capítulo 5. Recorridos del pasado a lo largo del Perú

Producción social del espacio e itinerancia andina

Mensajeros, arrieros, bandoleros

Capítulo 6. Viajeros peruanos del siglo XX

1912: Riva Agüero y Osma entre el Cusco y Huancayo

Arguedas: décadas recorriendo el Perú

Mariano Iberico: filosofía y contemplación

Belaunde Terry o la mirada desarrollista del territorio

Otras emociones: Rafo León, el viajero y su doble

Tercera parte. El turismo: experiencia y negocio

Capítulo 7. El negocio turístico global

Una prestigiosa historia

La masificación turística contemporánea

Fantasías, imaginarios, tecnologías

Capítulo 8. El Perú en el turismo

Movilidades jerarquizadas

Autenticidad y simulación ante la mirada del otro

Sobre el patrimonio cultural y el turismo

Bibliografía

Presentación

Quizá ahora, ya bien comenzado el siglo XXI, se perciba como nunca antes que las diferencias de tiempo se han tornado mayores que las de espacio. Hace más de cien años la inercia de las costumbres separaba mucho menos a las generaciones unas de otras, mientras la lejanía entre regiones o países le parecía inconmensurable al observador de la época. La travesía marítima del Callao a Cádiz o a Southampton tomaba más de un mes, menos que los 130 días que puso Flora Tristán de Burdeos a Valparaíso en 1833, pero mucho más que las doce horas del avión actual. Primaban las ataduras a la tierra, figura que ahora tiene solo connotaciones afectivas, pero que en el pasado denotaba un vínculo material y compulsivo, una perennidad contra la cual a quien se rebelaba, por necesidad o deseo de aventura, le tocaba emprender un trayecto incómodo y azaroso, y si era a ultramar, un viaje de por vida. En cambio, en esta época de veloces transformaciones tecnológicas y económicas, el tiempo se periodiza en lapsos cada vez más cortos, cada cual con escenarios característicos que se entierran sucesivamente uno a otro. Unos pocos años hacen ahora la diferencia que se establecía entre dos generaciones, seccionando rápidamente a cada presente de su pasado predecesor, de modo tal que las décadas precedentes parecerían alejarse de manera acelerada. Probablemente se perciban ahora más lejos los años ochenta que durante los cincuenta a los veinte, aunque sin duda, se sienta mucho más próximo de Lima a Santiago de Chile o al Cusco.

Olvido, velocidad, errancia: palabras que resonaban en mí cuando empecé a pensar el proyecto que llevaría a este libro, constatando el giro que las relaciones interculturales venían dando, merced al crecimiento de las migraciones intercontinentales y del turismo. Tenía también un interés en la literatura de viaje acumulado durante años, por supuesto sin ánimo alguno de hacer sociología. Sinceramente, pensé que podía satisfacerlo al menos en parte ubicándolo en una investigación acerca de la hipermovilidad contemporánea. Sin ser historiador, era consciente de la necesidad de proyectar en el tiempo de larga duración la práctica del viaje para poder mirar mejor los grandes desplazamientos colectivos de las últimas tres décadas. Habría entonces cierta convergencia de las narrativas literarias del viaje, en particular del siglo XVIII a la primera mitad del XX, con la narrativa de la modernidad, en la acepción del pensamiento social. Viajeros destacados por sus exploraciones e inventiva científica de la talla de Humboldt y Darwin fueron absolutamente modernos, aunque también lo haya sido Stendhal, por sus novelas y su afirmación del individuo. También ingresaban a la modernidad los millones de emigrantes transatlánticos de los siglos XIX y XX, lo cual me facilitaba el salto a la escena peruana. Salvo por las antiguas rutas precolombinas, y los recorridos de arrieros, peregrinos, soldados y viajeros europeos, la historia peruana ha sido comparativamente de escasa interconexión interna hasta la cuarta década del siglo XX. Después, con el desarrollo del transporte terrestre, no se cesó de viajar: vinieron las conocidas oleadas de migración interna, y desde la última década del siglo, el turismo, externo e interno, aumentó de modo espectacular.

Estoy obligado a hacer aquí una digresión acerca de dos preocupaciones teóricas que guiaron este libro. Primero, y a título de hipótesis, diría que en la teoría social clásica predominó un supuesto implícito e inadvertido que progresivamente ha ido perdiendo vigencia, cual es la condición estacionaria del actor. El énfasis investigativo en el trabajo asalariado y las relaciones de producción de las primeras décadas de la sociología siguió considerándolo así gracias a la ilusión de estabilidad que infundía el industrialismo fordista (o el socialista) en los países del Primer Mundo. Podría asociarse este a priori con el desarrollo del funcionalismo sociológico de una Escuela de Chicago demasiado involucrada en el asentamiento de los trabajadores migrantes en la gran ciudad emergente, o a la rigidez que el discurso marxista —y más aún el althusseriano— daba a las clases sociales, definidas por los atributos ocupacionales de su gran imaginario fabril. Con el desarrollo posterior de la investigación sobre la comunicación masiva durante los años cuarenta y cincuenta, esta premisa se mantuvo viva para constituir casi un paradigma. Los medios masivos en auge —prensa escrita, cine, radio, televisión— crearon grandes audiencias nacionales e internacionales pensadas como urbanas, sedentarias, dadas a las rutinas, y receptivas a la publicidad. Los mensajes ‘viajan’, las audiencias permanecen quietas en sus hogares, fábricas u oficinas. El cambio posterior de esos diagnósticos al final del siglo —con el abaratamiento de la vía satélite, internet y la comunicación inalámbrica— es indisociable de la hipermovilidad propiciada junto con la densificación de las finanzas y el comercio a escala planetaria. Esto trajo la mundialización de los referentes simbólicos que constituyen los imaginarios del turismo.

Segundo, los campos de estudio relacionados con los viajes no dejan de estar separados, como si se tratase de prácticas con poco o ningún vínculo entre sí. Los estudios sobre migraciones transnacionales se desenvuelven independientemente de aquellos acerca del turismo y viceversa. Y los trabajos antropológicos acerca de peregrinajes, más cercanos a los del turismo, van también por su lado, salvo casos contados y recientes. La investigación parece guiarse por taxonomías de la especialización institucionalmente impuestas, que pese a permitir el avance y acumulación de conocimientos, sistemáticamente le niegan a estas prácticas su frecuente superposición, sus ósmosis de interpenetración y sobre todo la disposición antropológica al viaje que las recubre. Todo viaje contiene elementos de un rito de transición: un horizonte de expectativas, una preparación, un desplazamiento espacial para alcanzar un punto de llegada que, según su importancia, significa un cambio en el estado del sujeto. No tengo la calificación ni menos la pretensión de integrar estos campos, pero sí de hacer una reflexión interdisciplinaria y sistematizar algunas ideas. Otra razón que explica esta compartimentación estanca son las distintas vocaciones de la investigación en estos campos. El conocimiento difundido sobre el turismo sería más bien una preocupación de empresarios y expertos en marketing, orientada a maximizar los indicadores de consumo y las ganancias de los operadores del sector. Al relacionarse con el ocio, la envuelve un halo de frivolidad, en contraste con los trabajos sobre movimientos de migración, relacionables con la explotación laboral, la subalternidad y la lucha por el progreso, que conciernen por ende a comunidades académicas, Estados y organismos no gubernamentales. Ha habido, por supuesto, un propósito crítico en este proyecto. El crecimiento notable del número de visitantes externos e internos al Perú sin duda contribuye a difundir el interés por su patrimonio cultural y a mejorar los indicadores de ingreso en algunos sectores de la economía. Lo cual no es óbice para resaltar que este cambio relativamente reciente beneficia principalmente a las grandes corporaciones involucradas más que a crear una auténtica ciudadanía cultural. La misma lógica del capitalismo tardío que impele a visitar los paisajes y los monumentos del pasado, es la que va deteriorándolos a medida que con la masificación, la fiebre de la construcción y la contaminación ambiental se degradan los sitios de una experiencia de contemplación cuya parte de construcción de la subjetividad cede el paso al consumo hedónico. Los discursos publicitarios del turismo y los géneros audiovisuales han ido reciclando aquello que antiguamente se transmitía mediante relato oral y se condensaba en el texto escrito o en la ilustración de un viajero, con la diferencia de que en la actualidad prima el interés de lucro.

Desde el inicio de la investigación me di cuenta de la dificultad de darle al libro una continuidad orgánica, dada la amplitud del enfoque que me proponía. Al contrario, decidí hacer de la dispersión temática un activo de mi trabajo, poniéndole a cada capítulo cierto grado de especificidad y autonomía, sin desvincularlo del conjunto. El texto está dividido en tres partes. En la primera abordo las grandes transformaciones en la percepción y uso del espacio, concomitantes a la historia de la técnica; me ubico en el ámbito de las Américas y de Europa, para dedicar el siguiente capítulo a los espacios y paisajes del hoy territorio peruano, en la perspectiva de su vertebración nacional al calor de las migraciones. El tercer capítulo enfoca la emergencia mundial de las grandes ciudades y su jerarquización en la modernidad tardía, lo cual me permite elaborar una taxonomía contemporánea del viaje. La segunda parte del texto está dedicada a la literatura de viajes, dividida sucesivamente también en tres capítulos. El primero trata acerca de la escritura de viajes de exploradores y científicos, puesta en relación con el advenimiento de la modernidad en las metrópolis coloniales, y los dos siguientes se refieren al Perú. Uno examina las antiguas itinerancias andinas hasta inicios del siglo XX enfatizando la producción social del espacio, y el siguiente se detiene en textos de viajeros que cubren los últimos cien años: Riva Agüero, Arguedas, Mariano Iberico, Belaunde Terry y Rafo León. El turismo es el tema de la tercera parte, en sus dos capítulos: el que presenta el fenómeno en general poniéndolo en perspectiva histórica, y el último, en el que esbozo un retrato del turismo en el Perú.

Confieso que este libro es resultado de un esfuerzo muy grande, mayor que el desplegado en los precedentes. Y se debe a que el objeto de estos estaba ya relativamente bien delimitado, mientras este libro, que permaneció largos meses innominado, exigió, en muchos momentos, hacer camino al andar, parafraseando a Antonio Machado. En compensación, tuve la oportunidad de comprometerme en un trabajo más personal, vertiendo mis preferencias sin molestar la materia de la investigación. Pude valerme de mi experiencia, de mis recuerdos, y por qué no, de expectativas en las que persevero, lo cual no resta importancia a los autores cuya lectura influyó en la factura de este texto hacia quienes reconozco haber contraído una inmensa deuda intelectual. Pero más allá de los conceptos, son la curiosidad, la empatía y el respeto hacia el otro cultural los que me han orientado.

puestas, que pese a permitir el avance y acumulación de conocimientos, sistemáticamente le niegan a estas prácticas su frecuente superposición, sus ósmosis de interpenetración y sobre todo la disposición antropológica al viaje que las recubre. Todo viaje contiene elementos de un rito de transición: un horizonte de expectativas, una preparación, un desplazamiento espacial para alcanzar un punto de llegada que, según su importancia, significa un cambio en el estado del sujeto. No tengo la calificación ni menos la pretensión de integrar estos campos, pero sí de hacer una reflexión interdisciplinaria y sistematizar algunas ideas. Otra razón que explica esta compartimentación estanca son las distintas vocaciones de la investigación en estos campos. El conocimiento difundido sobre el turismo sería más bien una preocupación de empresarios y expertos en marketing, orientada a maximizar los indicadores de consumo y las ganancias de los operadores del sector. Al relacionarse con el ocio, la envuelve un halo de frivolidad, en contraste con los trabajos sobre movimientos de migración, relacionables con la explotación laboral, la subalternidad y la lucha por el progreso, que conciernen por ende a comunidades académicas, Estados y organismos no gubernamentales. Ha habido, por supuesto, un propósito crítico en este proyecto. El crecimiento notable del número de visitantes externos e internos al Perú sin duda contribuye a difundir el interés por su patrimonio cultural y a mejorar los indicadores de ingreso en algunos sectores de la economía. Lo cual no es óbice para resaltar que este cambio relativamente reciente beneficia principalmente a las grandes corporaciones involucradas más que a crear una auténtica ciudadanía cultural. La misma lógica del capitalismo tardío que impele a visitar los paisajes y los monumentos del pasado, es la que va deteriorándolos a medida que con la masificación, la fiebre de la construcción y la contaminación ambiental se degradan los sitios de una experiencia de contemplación cuya parte de construcción de la subjetividad cede el paso al consumo hedónico. Los discursos publicitarios del turismo y los géneros audiovisuales han ido reciclando aquello que antiguamente se transmitía mediante relato oral y se condensaba en el texto escrito o en la ilustración de un viajero, con la diferencia de que en la actualidad prima el interés de lucro.

Desde el inicio de la investigación me di cuenta de la dificultad de darle al libro una continuidad orgánica, dada la amplitud del enfoque que me proponía. Al contrario, decidí hacer de la dispersión temática un activo de mi trabajo, poniéndole a cada capítulo cierto grado de especificidad y autonomía, sin desvincularlo del conjunto. El texto está dividido en tres partes. En la primera abordo las grandes transformaciones en la percepción y uso del espacio, concomitantes a la historia de la técnica; me ubico en el ámbito de las Américas y de Europa, para dedicar el siguiente capítulo a los espacios y paisajes del hoy territorio peruano, en la perspectiva de su vertebración nacional al calor de las migraciones. El tercer capítulo enfoca la emergencia mundial de las grandes ciudades y su jerarquización en la modernidad tardía, lo cual me permite elaborar una taxonomía contemporánea del viaje. La segunda parte del texto está dedicada a la literatura de viajes, dividida sucesivamente también en tres capítulos. El primero trata acerca de la escritura de viajes de exploradores y científicos, puesta en relación con el advenimiento de la modernidad en las metrópolis coloniales, y los dos siguientes se refieren al Perú. Uno examina las antiguas itinerancias andinas hasta inicios del siglo XX enfatizando la producción social del espacio, y el siguiente se detiene en textos de viajeros que cubren los últimos cien años: Riva Agüero, Arguedas, Mariano Iberico, Belaunde Terry y Rafo León. El turismo es el tema de la tercera parte, en sus dos capítulos: el que presenta el fenómeno en general poniéndolo en perspectiva histórica, y el último, en el que esbozo un retrato del turismo en el Perú.

Confieso que este libro es resultado de un esfuerzo muy grande, mayor que el desplegado en los precedentes. Y se debe a que el objeto de estos estaba ya relativamente bien delimitado, mientras este libro, que permaneció largos meses innominado, exigió, en muchos momentos, hacer camino al andar, parafraseando a Antonio Machado. En compensación, tuve la oportunidad de comprometerme en un trabajo más personal, vertiendo mis preferencias sin molestar la materia de la investigación. Pude valerme de mi experiencia, de mis recuerdos, y por qué no, de expectativas en las que persevero, lo cual no resta importancia a los autores cuya lectura influyó en la factura de este texto hacia quienes reconozco haber contraído una inmensa deuda intelectual. Pero más allá de los conceptos, son la curiosidad, la empatía y el respeto hacia el otro cultural los que me han orientado.

Viajes: cofres mágicos de promesas soñadoras,
ya no entregaréis vuestros tesoros intactos.
Una civilización proliferante y sobreexcitada
trastorna para siempre el silencio de los mares.

Claude Lévi-Strauss, Tristes trópicos, 1955.

Antes viajaban los hombres por llegar; ahora viajamos por viajar. Y es que
antes el valor de la vida radicaba en los fines que en ella podían alcanzarse,
en tanto que ese valor reside ahora en el movimiento y la inquietud.

Mariano Iberico, Notas de viaje, 1927.

Primera parte

Espacio y transformaciones culturales

Capítulo 1

Los grandes desplazamientos contemporáneos

Propongo al lector en este primer capítulo algunos elementos para la relectura teórica del fenómeno del viaje, bajo la hipótesis de tratarse de una disposición antropológica elemental y subyacente, pero viva, hacia la movilidad, que envuelve las necesidades humanas y le da sentido a algunas de sus pulsiones. Siempre estuvo ahí, desde antes de la travesía del estrecho de Behring, aunque las proezas de la técnica y el aumento de las desigualdades desde hace más de siglo y medio la hayan puesto tan en evidencia que irónicamente a menudo se le ignora. Se imponen por lo tanto tres tareas. Primero, la deconstrucción historiográfica de las técnicas del transporte para mostrar cómo han ido variando las percepciones del espacio y del tiempo. Luego, abordar los fenómenos de visibilización de la realidad, consecuente con la modernidad, con sus dosis de imperialismo, utopismo y de curiosidad hacia lo extraño. Y luego, recordar la envergadura de la movilidad de prácticamente casi todo el género humano y su asentamiento en ciudades, todo ello de modo acelerado.

La última década del siglo XX y lo transcurrido del que está empezando se ubican en el corazón de un periodo de transición que demarca mucho más que el cambio de siglo. El XIX nos había dejado con una parte muy pequeña de la humanidad ya electrificada e iluminada. Esta se movía más rápido y lejos. Un ejemplo suelto: la producción francesa de automóviles Panhard y Peugeot de entonces, a la que habrían de añadirse poco más adelante las revolucionarias cadenas de montaje de Henry Ford al otro lado del Atlántico. Ahí las patentes cinematográficas de Thomas Edison y de los hermanos Lumière ya entretenían a la gente (aunque el inventor del kinetoscopio no creyese en la utilidad comercial de su invento). Sin mencionar más que estas tres dimensiones, el tiempo social se ensanchaba al incorporarse las horas de la noche a la actividad colectiva de esa minoría, mientras la interacción podía establecerse en un locus mucho más grande gracias a los vehículos con motor a gasolina, que incrementaban el descomunal avance logrado más de cincuenta años antes por el ferrocarril. En cambio, se estima —en ámbitos electrificados mucho mayores— que en el 2009 había en el mundo unos 170 vehículos motorizados por mil habitantes (Banco Mundial-a, en línea), las pantallas televisivas superan holgadamente los 1500 millones (Nation Master 2010, en línea),1 y en el 2011 el Banco Mundial consignaba un promedio de ¡85 subscriptores de telefonía móvil por cada 100 habitantes! (Banco Mundial-b, en línea). Este paisaje contemporáneo contaminado de visibilidad y dióxido de carbono es sobre todo uno de desplazamientos poblacionales de insólita magnitud, cuya causa eficiente radicaría en el avance y abaratamiento del transporte y las comunicaciones, y la final en la búsqueda de mejores condiciones de vida. Alrededor de 214 millones de personas (International Organization for Migration, en línea) residen actualmente fuera de su país natal, principalmente en ciudades sobrepobladas, sin contar los movimientos internos, y el número anual de cruces de frontera por menos de tres meses —indicador básico del turismo— bordea los mil millones de personas, casi un sexto de la humanidad. Mucho, sabiéndose que hacia 1950, cuando se iniciaba la segunda posguerra, hubo apenas alrededor de 25,3 millones de turistas (Center for Responsible Travel, en línea). Se anuncia entonces en este siglo una especie de revolución posurbana, en palabras de Paul Virilio, una «[…] revolución de la carga, cuyas consecuencias sobre la historia del acondicionamiento del territorio pueden ser singularmente más devastadoras que las de los transportes industriales el siglo pasado» (2009: 18-19, traducción nuestra).

Desde los años noventa los estudios rotulados bajo la palabra ‘globalización’ tendieron a privilegiar la intensificación del intercambio financiero y comercial ante la apertura postsocialista de los mercados, al aumento de las redes virtuales de comunicación gracias a la informática y las telecomunicaciones, o a la desterritorialización de las industrias culturales y la publicidad. El aumento de los viajes (sin referirme únicamente a la migración laboral) se estudió preferentemente de manera localizada —por ejemplo, las poblaciones indocumentadas originarias de países pobres en los Estados Unidos y en Europa— siendo esto escasamente tratado en su conjunto, y más bien en ámbitos académicos que periodísticos. Quizá se deba menos a la vastedad del tema o a la falta de fuentes que a un persistente optimismo en el progreso de las últimas tres décadas y a la fiebre del consumo desplegada por la publicidad que aumenta el magnetismo de las metrópolis de la modernidad-mundo, pese al conocido desfallecimiento financiero que, al escribir este texto, viven desde el 2008 los Estados Unidos y la Unión Europea. Esta sección propone una relectura teórica del fenómeno del viaje en tanto componente de la globalización, enfocándolo no solo por las dinámicas de diáspora debidas a guerras, búsqueda laboral o desastres naturales, sino más acá de eso, bajo la hipótesis de tratarse de una disposición antropológica elemental y subyacente, pero viva, hacia el movimiento. Esta se enmarca a menudo y hasta hoy en relatos colectivos que consagran ciertos lugares, revistiéndolos de un aura mítica, de una presunta centralidad o de cualidades benéficas que poseen, independientemente de su plausibilidad. Actualmente la necesidad material o la aspiración a ‘salir adelante’ impulsa gente hacia Nueva York, Toronto o Milán, pero el fervor religioso de los peregrinos de ayer y hoy los sigue llevando a Jerusalén, La Meca, Roma y Benares, sin olvidar Santiago de Compostela y el santuario del Señor de Qoyllur Riti en la región del Cusco. La exclusión de varias zonas del mundo del auge comercial y financiero neoliberal y un desmedido optimismo en torno al progreso favorecieron los desplazamientos masivos transnacionales, en confluencia tanto con la búsqueda de experiencias y encuentros que el turismo promueve industrialmente, como con los viajes por trabajo en general y la supervivencia de algunos peregrinajes.

No basta entonces con afirmar que los flujos migratorios y el encanto del llegar, ver y pisar sitios soñados y remotos constituyen hoy una mezcla heteróclita de tradición y modernidad. Las ciencias sociales mantuvieron relegado el estudio del turismo (Cousin y Réau 2009) y enfatizaron en cambio el de la movilidad laboral, sin tender puentes entre uno y otro, esquivando el hecho de que un fenómeno y el otro, pese a sus diferencias, obedecen al mismo principio de la alta itinerancia contemporánea. Y más allá de lo antropológico está la razón técnica. Comentando cierto reduccionismo que cantona la tecnología a lo puramente instrumental y utilitario, ajeno a la ‘verdad filosófica’, Jesús Martín-Barbero ha hecho una relectura de Husserl y Heidegger a la que es interesante referirse. Si el primero de estos filósofos lamenta la «ceguera eidética» del saber técnico, reconoce sin embargo que este es «[…] el modo de lo simbólico que caracteriza a la modernidad», mientras su discípulo Heidegger encuentra que «[…] la técnica es un modo de develamiento, un modo de desocultación» (2004: 25-26). Según esa perspectiva el avance tecnológico devela otras culturas del espacio y del tiempo, por lo cual ni debe naturalizarse al localismo viendo algo aberrante en la itinerancia, ni tampoco debe esencializarse el contenido de las tradiciones, que en vez de permanecer inmutables van reelaborándose. Es indispensable por ello comenzar revisando cómo el avance histórico de la técnica nunca dejó de estar en el corazón de la experiencia del espacio y el tiempo.

Tiempo y espacio en el progreso de la técnica

Frente a una actividad social establecida casi generalizadamente por la contigüidad física, aumentaron, por necesidad, los desplazamientos a lugares distantes del locus del individuo preindustrial (aunque ciertamente estos datasen de tiempos inmemoriales por razones de quehacer agrario o pecuario, o debido a las guerras, así como por los largos trayectos de los peregrinos y los mercaderes). Sin embargo, eran siempre prácticas establecidas por contigüidad física, frente a frente. Subyacía a ello, aunque fuese indistinguible, la simultaneidad de aquello que ocurría en ese ámbito de lo contiguo, pues la interacción (simultánea) sin contigüidad física era prácticamente inconcebible hasta mediados del siglo XIX, salvo para aquellos privilegiados que conocían y accedían directamente a los servicios del telégrafo y posteriormente del cable submarino.2 Si la creación, en ese entonces, de esos dispositivos para interactuar en contigüidad no física, sino virtual, revolucionó el uso del espacio pues contribuyó al aumento exponencial de la movilidad humana, esto no fue teorizado por las ciencias sociales hasta el siglo XX, quedando hoy aún un trecho por recorrer. Por ello resulta indispensable referirse aunque sea someramente a la evolución y rupturas de ese campo conceptual, tan ligado a la técnica y a la historia social.

Luego de haber sido materia de reflexión dogmática en el cristianismo antiguo y medieval, tiempo y espacio dejaron de ser pensados teleológicamente a partir del avance científico renacentista. Si Newton sentó las bases mecanicistas de la física moderna al postular un espacio inmóvil, continuo e idéntico a sí mismo, y un tiempo que fluye con independencia respecto a toda trascendencia religiosa, su contemporáneo Leibniz opuso a ese espacio/tiempo mecanicista otra concepción, una relacional, definida por la secuenciación u ordenación de momentos, así como de posiciones y movimientos correlativos de los cuerpos (en la acepción de la ciencia física). Para pensarse, tiempo y espacio necesitan del ‘antes’ o del ‘después’ en que transcurren y del ‘aquí’ o el ‘allá’ en el que se ubican, —valga decir de agentes de referencia— y se hacen inteligibles como sistemas de magnitudes. En el imaginario leibniziano de fines del siglo XVII hay mapas, globos terráqueos y cartas náuticas de navegación, que están ya lejos de los temidos abismos de la Tierra plana bíblica, mientras el tiempo de los hombres y la Historia desanuda su atadura agustiniana al tiempo de Dios y la eternidad. Se sitúa en las décadas culminantes de un avance de siglos de usos innovadores del agua, el viento y la madera, en el cual

[…] ya no era necesario que el navegante siguiese el litoral, podía arrojarse hacia lo desconocido, poner rumbo hacia un punto arbitrario y regresar al lugar de partida. El Cielo y el Edén estaban ambos fuera del nuevo espacio, y aunque se mantenían aún como los temas ostensibles de la pintura, los temas reales eran el Tiempo y el Espacio y la Naturaleza y el Hombre (Mumford 1971 [1934]: 37-38).

Esta fase histórica, denominada por Lewis Mumford eotécnica, llegó hasta inicios del siglo XVIII dando lugar a una paleotécnica (1971 [1934]: 176-179) en la que, al fijarse los ojos de los intelectuales europeos de la Ilustración en la creciente invención de máquinas, se vinculó la técnica a la ciencia, nutriendo así la filosofía del progreso. El nuevo horizonte epistemológico se consolidaba al estar inmerso en la dinámica expansiva de las potencias europeas, marcando la alianza de ciencia y política. Ya en el siglo XVII el avance material se medía de acuerdo con el criterio mecánico del movimiento en el espacio, cuyo lema habría sido «cuanto más lejos y más rápido, mejor» o simplemente «producir es mover», como señaló Stuart Mill después. Las minerías del hierro y del carbón fueron elementos característicos de esa fase paleotécnica por partida doble. Por un lado, el combustible fósil (carbón de hulla) sirvió —hasta la actualidad— para dar energía tanto a los primeros altos hornos siderúrgicos (y posteriormente a generar electricidad) y también a la producción del vapor que impulsaría los ferrocarriles3 y el transporte acuático.4 Y por otro, con esas innovaciones energéticas el trabajo mecanizado se diversificó y multiplicó, aumentando notablemente la acumulación de capital y el número de asalariados trabajando concentrados en el mismo lugar. Junto con el salto cuantitativo del transporte de gente y mercaderías con volúmenes y velocidades jamás alcanzadas, el industrialismo europeo decimonónico propició el desarrollo de sus sociedades urbanas modernas. Por lo tanto, las grandes ciudades y la movilidad desde y hacia sitios remotos obedecieron a principios técnicos vecinos que, ampliando el ‘aquí’ de las grandes urbes las conectaba con el ‘allá’ de sus periferias ultramarinas.

Esta dinámica común de la modernidad consistente en concentrar gente en una misma locación geográfica o en transportarla a grandes distancias motivó el nacimiento de la sociología. Se constituyó, como señala Alain Touraine, en una ‘ideología de la modernidad’ (1984: 21-22), animada inicialmente por el asombro ante el espectáculo de las súbitas transformaciones y una compartida ilusión en la racionalidad y el progreso hasta entonces jamás experimentada. Pero al voltearse el siglo, señala el mismo Touraine, la ciencia social misma cuestionaría, bajo el influjo de Nietzsche y Freud, sus visiones positivistas y racionalistas (1992: 153-155). El nacimiento de la antropología clásica se ubicó en la otra cara de la moneda, aunque no fuese muy distinto, pues el conocimiento y visibilización del Otro cultural confluyeron con el apetito de Occidente por las materias primas y la convicción de su superioridad, o la de ser ‘la’ civilización, a secas. Además de satisfacer sus afanes de retratar el exotismo de las gentes y de las cálidas regiones del sur, las acuarelas y fotografías de los viajeros europeos del siglo XIX ya sea traducían una idealización rousseauniana de la inocencia o ‘nobleza’ del ‘primitivo’, ya sea proyectaban lo que estos sentían no ser o aborrecerían ser, siendo ese ‘primitivismo’ el reflejo invertido de las sociedades industriales metropolitanas de las que provenían. Visitante, estudioso o colonizador, su ‘ojo imperial’ construyó una simbólica del Otro que en el mejor de los casos celebraba la diversidad humana y en el peor se inclinaba hacia el racismo científico (Degregori y Sandoval 2008: 19-20).

La reflexión sociológica reinterpreta actualmente estos cambios en la percepción de sí mismo y del mundo re-conceptualizando al espacio, que viene a ser la dimensión material de lo social, o más precisamente «[…] es el soporte material de las prácticas sociales que comparten el tiempo» (Castells 2005: 445), entendiéndose a la interacción (y la interactividad) como prácticas simultáneas en el tiempo, hecho que, según se mencionó más arriba, pasaba generalmente desapercibido en los antiguos marcos localistas. El aumento de la interacción a distancia (que prescinde de la contigüidad material) depende desde hace mucho de los nuevos soportes materiales que se han ido creando y —si se acepta la metáfora— ensanchando la res extensa cartesiana. Si los límites comunitarios arcaicos (asentamientos andinos o griegos de la antigüedad, por ejemplo) fueron de abigarradas viviendas y tierras de cultivo, circunscribiéndose sus asambleas al alcance de la voz humana, esto cambió mediante nuevos soportes: mensajes escritos o memorizados, caminos y recorridos de ida y vuelta aprendidos, embarcaciones, lomo de bestia o carruajes, hojas de ruta y conocimientos astronómicos, etcétera, como si aquello antaño impensado e impensable se hubiese ido haciendo verosímil y luego posible en lapsos de tiempo crecientemente cortos, en un movimiento doble de aceleración en el tiempo y en el espacio gracias a la Razón, como si la res cogitans descubriese y extendiese la res extensa, retomando la dualidad substancial de Descartes. Anthony Giddens subraya que desde la antigüedad el tiempo estuvo atado para la mayoría al espacio mediante el seguimiento de referentes naturales y sociales locales (la puesta y salida del sol, los climas estacionales) hasta que eso cambió con la generalización del reloj a fines del siglo XVIII (1994: 28-32). Es cierto que los transportes y los viajeros a lugares distantes de épocas premodernas conllevaron una comunicación ni simultánea ni continua con su localidad de origen, la del correo, cuyos servicios bajo distintas modalidades remontan prácticamente a la escritura,5 pero eso no significaba que tiempo y espacio se separasen, pues el tiempo de llegada y respuesta de los mensajes era larguísimo, proporcional a las distancias inmensas que para aquellos recursos técnicos habrían de recorrerse. Al contrario, el movimiento de lo moderno «[…] deriva de la separación del tiempo y del espacio y de su recombinación de tal manera que permita una “regionalización” de la vida social; […] y del reflexivo ordenamiento y reordenamiento de las relaciones sociales […]» (Giddens 1994: 28, cursivas nuestras).

Sin que haya certidumbre acerca de quién inventó el reloj de ruedas movido por pesas, sí se sabe que a mediados del siglo XIV ya había relojes en algunas torres de iglesias inglesas, alsacianas y lombardas (Klinckowstroem 1980: 76) con horas divididas en sesenta minutos. La separación del espacio local con respecto a un tiempo medible y por lo tanto abstracto, además de ordenar los ritmos del trabajo y de la vida cotidiana le dio al sujeto mayor conciencia de su ubicación en coordenadas secuenciales de tiempo (Cipolla 1978). En tal sentido, Mumford destaca que el hombre renacentista tomó conciencia de sus ‘distancias de tiempo’ respecto al Medioevo y la Antigüedad y supo reconocer a esta última como una alteridad digna de imitación. Así se materializaron las fantasías de recreación del pasado clásico de Roma plasmándolo en la arquitectura y las artes plásticas, a diferencia de las épocas anteriores en que sin la medición abstracta del reloj, la imaginación mezclaba tiempos distintos en el mismo espacio (1971 [1934]: 34-35), o al revés representaba espacios distintos con los mismos paisajes y arquitectura que los del artista, como puede apreciarse en la pintura de los siglos XIII y XIV.

SS Britannic. Fines del siglo XIX

Images

Wikimedia Commons.

El perfeccionamiento de las técnicas de transporte ha corrido paralelo a la medición de la duración del trayecto, a la relación entre tiempo transcurrido y espacio recorrido, o sea a la velocidad, y a su vez esta ha ido aumentando aceleradamente. Lo muestran la navegación marítima6 así como el desarrollo de la ingeniería vial y del ferrocarril que, gracias a las maquinarias de vapor, al uso del hierro y a las técnicas de edificación de puentes y trazado de calzadas, conectaron puntos ubicados a distancias consideradas previamente insalvables,7 sacando a muchas comunidades agrarias aisladas del tiempo inmóvil en el que sentían vivir, dada la lentitud de sus cambios. Por lo accidentado de las carreteras, en 1765 le tomó diez días a Goethe viajar desde Frankfurt a Leipzig, y los coches salidos de Boston tomaban también diez días hasta Nueva York hacia la independencia estadounidense, mientras que un jinete solo, usando mejores aunque más estrechos caminos lo hacía en seis o siete. La duración de esos recorridos seguía siendo todavía comparable a las del Imperio romano, más de un milenio antes. Fue en Inglaterra donde la ingeniería vial dio un salto notable gracias al nuevo material para afirmar y alisar las pistas introducido por J. L. McAdam para un transporte más veloz y cómodo (Khatchikian 2000: 121), reduciéndose el viaje caminero de Boston a Nueva York a menos de un día. Hacia 1840, cuando ya había unos 4500 kilómetros de ferrocarril tendidos en Estados Unidos, se calculó que la velocidad del tren se había multiplicado por cinco en toda la red del país.8 Hacia 1910 habría más de medio millón de kilómetros de rieles tendidos, más que en Europa (Khatchikian 2000: 121).

Pensando en España y el Perú, resaltemos la diferencia entre los 17 días que en el año 1700 le tomó a una comitiva real española de 29 calesas y 230 mulas llegar de la capital castellana a Irún (Uriol 1979: 645) y las largas jornadas de la vieja ruta del Cusco a Huancayo que recorrió José de la Riva Agüero en 1912 con una recua de mulas durante varias semanas, si se compara con esta era de aviones a reacción. Un viaje de Madrid a San Sebastián (muy cerca de Irún) o uno de Lima al Cusco duran cada uno poco menos de una hora, contabilizándose en minutos el lapso del vuelo.

Visibilidad y movilidad

Con la supremacía de la ‘distancia-velocidad’ en la civilización moderna, escribe Virilio, la percepción del espacio basada en la memoria de sus superficies y dimensiones, vistas al ojo siempre desde un punto fijo, se fue progresivamente modificando, pues el mirar móvil, veloz o a distancia de la realidad (hasta cierta época inexistente), tanto desde vehículos como mediante imágenes grabadas y transmitidas, ha disuelto para el observador «[…] la estructuración tradicional de las apariencias» (1993: 22-23, traducción nuestra), que en Occidente databa de la Antigüedad. Lo visto directamente y lo contemplado en la diversidad actual de pantallas se ha decolorado y con ello la percepción de las distancias y dimensiones de buena parte de aquello ofrecido a la vista. Extremando ese razonamiento, la observación de lo visible cede terreno a aquello con lo cual no se tiene contacto inmediato. Por ejemplo, si un observador del Google Earth en dos o tres segundos ‘recorre’ desde su monitor la inmensa distancia espacial entre localidades situadas respectivamente en las antípodas del planeta. Su ‘viaje’ (virtual, por ser Google Earth un globo terráqueo-mapa-plano ya fotografiado) aunque simulado, sería semejante al de un satélite que a medida que circunda el globo hace observable lo que sus poderosos lentes captan, en una versión nueva del telescopio de Galileo. Las vistas de un eterno anochecer móvil (o amanecer) enfocadas por dicho satélite sobre vastísimos espacios —continentes y océanos— va mostrando simultáneamente una zona donde está disminuyendo la luz del sol y tal otra que ya está en la medianoche: la distancia de espacio abre una distancia de tiempo. Y a escala muchísimas veces más pequeña, vemos en una tarde soleada un partido de fútbol televisado a miles de kilómetros al este de donde estamos, y ahí también ya es de noche. En cierto modo, la profundidad de campo de la imagen observada en perspectiva desde un punto fijo es suplantada por una profundidad de tiempo (Virilio 1993: 23). Una óptica cuyo observador es separado de su objeto menos por las grandes distancias físicas que por las temporalidades que este recorre. La substitución de las apariencias de lo próximo por el trayecto instantáneo de lo lejano en ‘tiempo real’ nos trae otra hora, acaso otro día, comprime hasta la simultaneidad aquello que en la experiencia había sido irremediablemente secuencial. Por otro lado, la exactitud de los instrumentos de medición de distancias y velocidades perfeccionadas ha permitido un cálculo abstracto, no perceptible, del espacio-tiempo. En filosofía, la idea cartesiana de una mathesis universalis—la mensurabilidad general de lo real— abre la distinción de Husserl entre un espacio geométrico ‘puro’ y uno empírico, el que aprehendemos. Lo inmensamente grande y lo infinitamente pequeño se relativizan al hacerse cognoscibles in abstracto, como cualquier lego se da cuenta al intentar obtener la imagen mental de magnitudes astronómicas que por su número de ceros no alcanza a figurarse.

De manera homóloga pero más reducida, las tecnologías del audiovisual y las del transporte han creado en el siglo XX un desequilibrio entre lo inteligible y lo sensible en la definición de un territorio y de su recorrido. Aunque parezca obvio, el espacio substancial de la geometría sobre cuya base se elaboraron los instrumentos de medida del globo terráqueo, históricamente acompañó el desarrollo de los transportes y de sus rutas. El trazo figurado de líneas y curvas uniendo puntos ha equivalido inevitablemente a la construcción de trayectos, como si los propósitos científicos de exactitud e instrumentación tuviesen por vocación corregir permanentemente la physis de cada topografía medida. Una distancia de 98 kilómetros en línea recta entre dos puntos es una abstracción siempre igual a sí misma, trátese de Santiago a Valparaíso o de Piura a Talara,9 pero el territorio real, ofrecido a la sensibilidad es muy distinto. Paul Virilio arguye con razón que junto a los instrumentos clásicos de medición (en el siglo XVIII) estuvieron también los vehículos: tanto los vehículos dinámicos, el caballo, la mula, el carruaje, después el automóvil; como los estáticos, los caminos de herradura, la carretera sin asfaltar y posteriormente la autopista (1993: 29). La idealidad rectilínea de la distancia geométrica ha ayudado a la ingeniería a ‘corregir’ la naturaleza del territorio, dinamitando lomas para abrir un paso, perforando cerros para construir un túnel, aplanando el terreno, edificando puentes encima de ríos y quebradas, etcétera. En este proceso de ‘domesticación’ de la physis el cálculo matemático no deja de cumplir un rol substancial, utilizando el término en su sentido práctico pero también en el aristotélico, pues se procura mantener la ‘substancia’ (la ruta más racional, la línea recta) y se suprimen en lo posible los ‘accidentes’. Entonces, el avance técnico en esta materia ha consistido en una progresiva superación de accidentes topográficos que si bien jamás ha igualado la idealidad de la geometría, sí cambió la relación del habitante tradicional local con el espacio. La escala de parámetros de reconocimiento del terreno de este último ha cambiado, lo mismo que su memoria de los puntos de referencia. Para él predominaba el carácter sagrado y ancestral del territorio recorrido; este era (o aún lo es) silvestre o ‘salvaje’ (empleando la dicotomía de Lévi-Strauss) al ser pensado mediante categorías discontinuas y concretas, y marcado por atributos simbólicos y afectivos únicos —como puede todavía ser un cerro andino o un aguajal amazónico— a diferencia de la carretera moderna o del plan de vuelo de un avión de pasajeros, inscriptos en el continuum matemático del kilometraje que sirve para ubicar el momento y lugar precisos del desplazamiento, categoría de un pensamiento ‘cultivado’.

La mirada hacia el paisaje también se ha modificado substancialmente. No es solo por la modificación de las fisonomías campestre y urbana resultante de la tecnificación agrícola, del poblamiento de las antiguas postas o del tendido de cables, antenas y paneles. En la modernidad el punto de vista del viajante es enmarcado por el trazo tendencialmente rectilíneo del vehículo estático empleado —por ejemplo la carretera— y el contacto directo de su cuerpo con el territorio. Por banal que sea mencionarlo, los pies adoloridos del caminante, las posaderas y riñones sacudidos de otros tipos de viajero de ayer —desde jinetes y pasajeros de carruajes a caballo— hasta los motorizados sobre carreteras antiguas y trochas sin asfaltar de hoy, padecen kilómetro a kilómetro el movimiento brusco, los baches y el polvo del camino, o cualquier evento meteorológico que se presente. Su percepción del desplazamiento es multisensorial, capta gestálticamente una naturaleza de la que no puede desatarse. Pero a medida que los transportes han evolucionado, el cuerpo del viajero fue disociándose de su transcurso. Además de permitir mayores velocidades, los rieles del tren fueron inventados para que sus superficies lisas le den comodidad a los usuarios: doble función que señalaba un principio de desmaterialización que abolía cuando menos parcialmente la sensación de movimiento y recreaba artificialmente la de reposo, además de los elementos aislantes del ruido, de las inclemencias del clima y la altitud, que alcanzaron un perfeccionamiento inaudito en el siglo XX. Pero más allá de esto, el vértigo de la velocidad ha desvinculado al pasajero del territorio, limitándolo al barrido visual de un panorama generalmente ajeno a conocimientos o experiencias anteriores, que ‘pasa’ fugazmente. O como si desde la ilusión de inmovilidad del vehículo se contemplase a la geografía moviéndose tan raudamente hacia atrás que los detalles cercanos se pierden: al ‘devorar’ la máquina más unidades de espacio por unidad de tiempo, se ‘ve’ la aceleración de este último. La contemplación del paisaje y el punto de fuga hacia el infinito con su observador estático establecida en la plástica renacentista ya no dan cuenta de un mundo en el que sujeto y objeto se encuentran en movimiento.

Surgió sobre todo un problema de representación en vista de que la generalización progresiva de la velocidad en los siglos XIX y XX le dio a esta y a las distancias inteligibilidad, sin que esto ocurriese en el plano de la sensibilidad (Virilio 1993: 23), aunque, por ejemplo, la pintura de William Turner (1775-1851) hubiese anunciado de modo casi pionero un cambio. Su obra pictórica coincidió con el periodo de crecimiento de la movilidad en Inglaterra. Él mismo fue viajero. Amante de la contemplación de panoramas abiertos, supo captar en sus óleos el movimiento, logrando detenerlo y condensarlo en un solo instante al variar minuciosamente los matices de luz en secuencias de brillo y tonalidad. Hizo adivinar la velocidad al mostrar, difuminados en la lejanía, al tren y su estela de humo. Transmitió la violencia del mar y de los vendavales que agitan y voltean los barcos. Sus cuadros escenifican dramáticamente el paso de la luz insinuando que la realidad siempre se tensa por algo inminente que sobreviene. De modo semejante, los impresionistas materializarán más adelante instantes de tiempo y posiciones de espacio, conscientes del trabajo sobre la luz.