CAPÍTULO 1

CUANDO el Viajero Errante llegó a aquella frontera, su equipaje se había reducido a la mínima expresión: era apenas un hatillo de vagabundo del que escapaban de vez en cuando tintineos metálicos. Apenas se acordaba de los numerosos bagajes que llevaba consigo al inicio del larguísimo viaje. Rememoraba vagamente que una vez, al subir a un buque, seis o siete porteadores habían situado a bordo baúles, arcones y valijas, marcados todos con sus olvidadas iniciales. Pero nunca conseguía recordar cómo ni cuándo los había perdido, dónde le habían sido arrebatados, ni cuánto le duró la esperanza de recuperarlos.

Su única riqueza se reducía ahora a unos pocos instrumentos de orientación y medida, y a un cierto número de documentos de identidad, extendidos a favor de desconocidas personas, que le eran útiles para salvar controles y aduanas.

Cuando los tres uniformados vigilantes del puesto fronterizo lo miraron interrogativamente, el Viajero Errante, con gesto cansado, se llevó la mano derecha al interior de sus polvorientas vestiduras.

Habituado a aquel tanteo, dio pronto con el pergamino que buscaba y lo sacó a la luz de las antorcha, mostrándolo a los circunspectos aduaneros.

Los tres hombres examinaron con curiosidad la cédula de identificación que, a falta de la suya, esgrimía el Viajero. Al fin, uno de ellos, mirando de manera oblicua al recién llegado, releyó en voz alta, recelosamente:

—¿Comerciante en perfumes y especias…? ¿De origen mediterráneo?

—Sí —repuso el Viajero, vaciando el contenido de su bolsa sobre el precario mostrador de la aduana—. En ruta hacia la conjunción de Oriente y Occidente. Viaje de exploración en busca de nuevas sustancias aromáticas. He aquí todo mi equipaje.

En la tabla de madera donde los tres controladores apoyaban sus manos, quedaron esparcidos en desorden brújulas, relojes, calendarios, altímetros, astrolabios y sextantes. El conjunto ofrecía un patético aspecto de inútil quincallería.

Los tres hombres se miraron entre sí sin tocar los instrumentos, deliberaron con los ojos y, por último, el que solía hablar anunció:

—Nada hay aquí que tenga que ser retenido. ¿Desea el extranjero un guía para recorrer el territorio?

—No tendría con qué pagarle. Lo que llevo a duras penas alcanzará para mi propio sustento. Además, estoy habituado a orientarme por mí mismo. Antes que ésta, he atravesado otras treinta y tres fronteras en mi viaje solitario.

Los aduaneros volvieron a mirarse entre sí con complicidad indescifrable. Después, el portavoz volvió a hacer uso de la palabra:

—Nuestra Ley de Visitantes es tolerante, pero también estricta: será autorizado a entrar en el territorio aquel extranjero que tenga nobles intenciones al hacerlo, pero si más tarde es encontrado en falta grave o recaen sobre él sospechas de haber hecho uso indebido de la hospitalidad que se le ofrece, podrá ser encausado y confinado hasta que comprenda el alcance de su transgresión.

El Viajero Errante vaciló al oír aquello, pero aún fue capaz de asegurar tras un momento de silencio:

—Mis intenciones son nobles por completo: proseguir mi tránsito hacia la conjunción de Oriente y Occidente. Éste es el único propósito que me guía. Ningún otro influirá en mi conducta.

—Siendo así, el viajero tiene paso franco —concedió el parlante—. Que la suerte lo guíe y su voluntad le haga merecedor de acercarse a lo que busca. Si su conducta es sincera y respetuosa, podrá transitar por nuestros bosques con plena libertad.

—Agradezco y acepto el veredicto.

—¿Proseguirá la marcha ahora mismo el viajero, o pernoctará aquí, al abrigo del puesto fronterizo, hasta que despunte el alba?

—Desearía seguir viaje cuanto antes, si es posible.

—Nada se lo impide al viajero. Pero, ¿desea hacerlo tan de anochecida?

—Estoy acostumbrado a caminar a toda hora. Las noches, lo mismo que los días, acompañan mis andanzas. El impulso que me guía no reconoce luz o sombra, sólo marcha.

—Sea pues si el viajero así lo quiere, a cambio de una sola condición imperativa.

—La cumpliré, sea cual sea. Dádmela a conocer.

—A nadie a quien encuentre en su camino el viajero preguntará quién es ni adónde va. Eso sólo nosotros podemos hacerlo, aunque nadie nos dice la verdad.

—¿Tampoco yo lo he hecho? —preguntó inquieto el Viajero Errante, al darse cuenta de que ellos habían comprendido que el documento mostrado no correspondía a su verdadera identidad.

—Tú tampoco has podido decirnos quién eres, puesto que no lo sabes.

—Pero el pasaporte bien claramente dice que… —argüyó débilmente el Viajero.

—Nadie te recrimina por haber mostrado una cédula de identidad que no corresponde a tu persona. Eres tú quien la ha presentado. Nosotros no te la habíamos pedido: no nos era necesaria.

—Es cierto —concedió finalmente el Viajero, dándose cuenta de que ante ellos era imposible el engaño—: no puedo recordar quién soy ni de dónde vengo. Pero el ansia que me mueve a viajar es urgente y verdadera.

—En tu rostro se aprecian, aun aquí en la penumbra, muchos reflejos. Es cierto que has recorrido territorios muy variados: todos han dejado huella en ti. Y es también verdad que tu camino hasta aquí ha sido largo: en tu piel se advierte fácilmente. No te detengas más y ve, nadie sabe cuánto puede faltarte hasta la jornada decisiva.

—¿Vinieron otros antes, movidos como yo por un fuerte impulso viajero y enfermos de olvido?

—Nunca. Nadie. Este puesto fronterizo estaba abierto sólo para ti. Ahora, como tú ya has pasado, vamos a cerrarlo.

—Me voy, entonces: presiento que no se me concederá tregua ni prórroga.

—¡Que la ruta te sea favorable! Y no lo olvides: a nadie preguntarás quién es ni adónde va. Por tu propio bien te lo exigimos.

—Observaré vuestro consejo en todo momento y circunstancia, desde la primera ocasión hasta la última.

—¡Que la noche y tus esperanzas te guarden hasta el amanecer y más allá de él!

—¡Y que vuestros buenos deseos me acompañen!

El Viajero Errante recogió sus escasas pertenencias, se inclinó solemnemente ante los tres consejeros de frontera y, tras advertir en sus ojos un destello enigmático, se alejó de la aduana, territorio adentro, renunciando a preguntarles, como hubiera deseado, quiénes eran realmente y adónde irían luego.

CAPÍTULO 2

EL Viajero Errante se había propuesto atravesar el bosque y la noche al mismo tiempo. Andar apresuradamente, a fuerza de hacerlo, era ya algo consustancial a su persona. Sus miembros habían olvidado los días sin fatiga y no sabía siquiera en qué etapas anteriores de su vida había conocido la paz y el reposo.

La tupida floresta oponía salvables resistencias a su paso, arropadas entre silbos, murmullos y rumores que procedían de todas partes. En el bosque nocturno parecía reinar una susurrante algarabía, un inquieto bullir de presencias vivas que esperasen el momento de manifestarse abiertamente.

—¿Habrán enviado los guardas fronterizos gente en mi seguimiento? —se preguntó el Viajero, deteniéndose por primera vez en pleno territorio—. ¿O vendrán ellos mismos tras de mí después de haber desmantelado el puesto aduanero?

Miraba a su alrededor, alzando la luz sucinta del candil que siempre encendía por las noches, como pobre faro portátil movido por el viento, sin ver más que su sombra fragmentada en hojas y ramajes y el boscoso y solitario entorno.

—¿Fueron sus palabras de buen augurio un disfraz para ocultar a saber qué intenciones? ¿Se propondrán asaltarme a pesar de lo muy escaso de mis bienes?

Sus pies se habían asentado en la tierra musgosa mientras se hacía aquellas preguntas. Se sintió en una intemperie de intemperies, desposeído de todo, solo, sin defensa, sometido a la obstinación de una marcha de la que desconocía los motivos, condenado sin aparente remedio a un destino errante.

Después de estar unos minutos quieto, sin andar ni moverse, sólo percibió silencios en su entorno, como si él fuera en realidad el único ser vivo que deambulaba por el bosque milenario aquella noche.

«¿Cómo puede estar ahora tan quieto y silencioso lo que hace unos momentos parecía lleno de figuras y presencias enigmáticas? ¿Será que la fatiga acumulada me hace concebir engañosas sensaciones, seres ilusorios, inexistentes compañeros de viaje?»

No pudiendo darse respuesta, decidió proseguir la marcha con la esperanza de que el movimiento alejaría engaños y aprensiones. ¿No era su destino andar hasta descubrir quién era y qué motivaba su errar constante?

Mas, al poco de haber continuado su viaje, el bosque se le apareció de nuevo como un lugar sutilmente poblado por extrañas y móviles presencias. Varias veces se volvió creyendo que lo seguían, pero no vio a nadie. Y no era solamente a sus espaldas donde presentía acompañantes emboscados: también a ambos flancos, y arriba en la altísima enramada, y ante sí en amplio frente, adivinaba un disperso movimiento de ambulantes que le conferían un extraño hervor a la floresta.

De no haber sido porque no podía recordar, lo hubiese vencido la nostalgia de años anteriores en los que había conocido paisajes luminosos y benignos, tan distintos al bosque negro que recorría, acechado por invisibles moradores que parecían preparar una emboscada.

Cuando se detuvo por segunda vez tenía un motivo concreto para hacerlo. Al fin, alguien se interponía en su camino, alguien a quien podía ver y contemplar, aunque fuese una figura encapuchada que se encorvaba bajo sus replegadas vestiduras.

El Viajero Errante, precavido, se dispuso a repetir en voz alta sus falsas señas de identidad tan pronto como fuese requerido a hacerlo: comerciante en especias y perfumes, de origen mediterráneo, en tránsito hacia la conjunción de Oriente y Occidente, sin guía por no poder atender, y aun a duras penas, más que a su propio sustento…

Pero el aparecido nada preguntó. De entre sus hábitos medievales salió una mano flaca que sostenía una hermosa copa de cristal. Lleno de curiosidad, el Viajero aproximó el candil protegido de los vientos para observar su contenido: la copa estaba llena de bolitas de cristal en las que relampagueaban colores muy diversos. La capucha del aparecido se alzó muy levemente y dejó ver unos ojos oscuros que parecían sonreír al tiempo que una voz susurraba:

—Bebe de la Copa de la Certeza. Si no lo haces, nada será seguro para ti de ahora en adelante.

El Viajero, después del primer estupor y del primer silencio, pudo liberar su voz de las ataduras que impedían que sonara, y, alzando el candil para ver mejor al desconocido, preguntó:

—¿Cómo voy a beber lo que no fluye ni se vierte? ¿Cómo podré beber lo que no es agua, licor, néctar, elixir, brebaje ni ambrosía?

—En la Copa, cada bola de cristal es una gota. Con una sola basta para adquirir en su momento la Certeza. Toma la Copa y sorbe: así comenzará la etapa final de tu viaje.

—Nadie hasta ahora me ha explicado quién soy, ni adónde voy, ni qué tengo que hacer para saberlo. Pero ahora tú, misterioso aparecido, ser boscoso y claustral, eres el segundo en poco tiempo en darme un consejo definido, aunque también oscuro.

—¿Deseas preguntar algo más antes de beber?