La colección Emaús ofrece libros de lectura

asequible para ayudar a vivir el camino cristiano

en el momento actual.

Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia

la que se dirigían dos discípulos desesperanzados

cuando se encontraron con Jesús,

que se puso a caminar junto a ellos,

y les hizo entender y vivir

la novedad de su Evangelio.

Josep Lligadas

María, nuestra hermana mayor

Apéndice: Textos para un Belén Viviente

Colección Emaús 123

Centre de Pastoral Litúrgica

Director de la colección Emaús: Josep Lligadas

Diseño de la cubierta: Mercè Solé

Ilustración de la cubierta: Fotograma de la película “El evangelio según Mateo” de Pier Paolo Pasolini

© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA

Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona

Tel. (+34) 933 022 235 – Fax (+34) 933 184 218

cpl@cpl.es – www.cpl.es

Edición digital noviembre de 2016

ISBN: 978-84-9805-774-4

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1. La voz de una mujer entre la muchedumbre

(Lucas 11,27)

Entre la muchedumbre que rodea a Jesús, allí en un rincón cualquiera de Palestina, se oye una voz que grita.

Una mujer levanta la voz para que se oiga más que la voz de Jesús, y dice: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!”.

Y toda aquella multitud que está escuchando a aquel Maestro tan querido, se siente representada en las palabras de aquella mujer. A aquella mujer le ha salido del alma proclamar a gritos lo que todos piensan.

Porque, realmente, aquella multitud se siente profundamente atraída por Jesús. Seguramente no le entienden mucho, seguramente sus vidas no van a experimentar grandes cambios por la palabra de Jesús. Pero se sienten atraídos hacia él. Ven en él la fuerza de una vida nueva, la potencia del Dios salvador, la liberación de la enfermedad, la posibilidad de vivir con ánimos y con esperanzas. Por eso le siguen. Por eso cada paso que da Jesús lo hace rodeado de gente de todas clases y condiciones, gente del pueblo, sencilla, capaz de ilusionarse.

Y por eso, aquella mujer grita: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!”. Realmente un hijo así, ¡qué madre debía tener! Aquella mujer seguro que pensaba en lo feliz que sería si pudiera ser ella aquella madre.

A lo largo de los siglos, los seguidores de Jesús han compartido esa misma exclamación admirada de aquella mujer, y la han compartido de muy distintas maneras. Y también nosotros lo hacemos hoy. Si nos sentimos atraídos por Jesús, si creemos en él, si queremos vivir su Evangelio, no podemos dejar de fijar nuestros ojos en aquella que lo trajo al mundo, que lo cuidó, que lo alimentó, que lo educó, que le transmitió un modo de vivir y le ayudó a descubrir a Dios, aquel Dios que luego él, Jesús, nos revelaría como su Padre y nuestro Padre. Y que, cuando ese hijo que ella había acompañado en su crecimiento inició su misión de anuncio del Reino, se abrió a descubrir, no sin desconciertos y perplejidades, aquella Buena Noticia que Jesús proclamaba, y lo siguió hasta la cruz. Y compartió luego la inmensa alegría de la vida nueva de su resurrección con la comunidad de sus seguidores.

María es, por todo ello, no solo alguien a quien alabar y considerar afortunada, como hizo aquella mujer que gritó su entusiasmo en tierras de Palestina, sino que es, además y por encima de todo, un modelo de fidelidad al camino de Jesús, al Evangelio de Jesús. No sabemos muchas cosas de ella, y los relatos en los que aparece no los podemos considerar reportajes biográficos como estamos acostumbrados actualmente, sino que son referencias y narraciones que nos quieren transmitir sobre todo una vivencia profunda de la obra de Dios en el mundo, una obra en la que María tendrá una misión destacada. Pero aunque no sean reportajes biográficos, sí que nos transmiten, y de manera quizá más transparente que lo que podría hacer un reportaje biográfico, las actitudes vitales de María y su vivencia de fe.

A partir de estos relatos, y con la ayuda también de otros textos bíblicos, queremos en este libro acercarnos un poco más a María. Para compartir con ella la alegría de seguir a Jesús, y para que ella nos ayude a crecer en la fe, en la esperanza, en el amor. Por eso lo hemos titulado María, nuestra hermana mayor. No porque no nos parezcan importantes los demás títulos de María, y de un modo especial el de madre de los creyentes que Jesús mismo, en la cruz, le dio al confiarla al discípulo amado que allí nos representaba a todos. Sino porque así, poniendo de relieve este título de hermana mayor que quizá no es muy habitual, nos podemos sentir invitados a poner los ojos en este papel de María como modelo y testimonio de seguimiento de Jesús, y descubrir así nuevas riquezas que nos animen a avanzar también nosotros en este camino.

2. En Nazaret

(Lucas 1,26-27)

Nazaret era un pueblecito pequeño, en el norte, en la región de Galilea. Un pueblo sin importancia ni relieve. Un pueblo en el que no había sucedido nunca nada, que no salía ni una sola vez en las páginas de la Biblia.

Y es allí, en aquel pueblo, donde Dios fija su mirada para llevar a cabo su salvación. Allí vive María. Y el evangelio de Lucas empieza la historia de esta manera:

“Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María”.

El nombre de la virgen era María. ¿Cómo debía ser su vida allí, en aquel pueblo de unas pocas casas y no mucho movimiento, pero situado no obstante en una región llena de contrastes y actividad?

A nosotros nos cuesta imaginar la vida de aquellas épocas antiguas, y los historiadores no nos ofrecen tampoco mucha información acerca de ella. Y más aún nos cuesta imaginar cómo debía ser la vida de una muchacha joven, sin demasiada instrucción, con muy pocas posibilidades de hacer nada distinto de lo que siempre se había hecho, porque en aquellas épocas las muchachas no podían permitirse demasiadas libertades.

Galilea era una región de paso. Estaba alejada de los centros políticos y religiosos de Jerusalén, y constantemente llegaban novedades de todas clases. Tanto en la ciudad principal, Séforis, como, más aún, en las orillas del lago de Genesaret, ocurrían muchas cosas, y los viajeros llevaban hasta ella las nuevas ideas y las nuevas inquietudes. Y en este ambiente se fraguaban anhelos de transformación, y deseos de que se marcharan los ocupantes romanos y se restableciera la dignidad humillada del pueblo: incluso surgieron algunos grupos dispuestos a empuñar las armas por la libertad de Israel. En Galilea, sin duda, la gente estaba mucho más preparada para aceptar cambios que en Jerusalén, que era una ciudad más bien encerrada en sí misma y en la que todo estaba muy controlado.

A Nazaret, aunque fuera un pueblo pequeño y aislado, también llegaban estas inquietudes. No sabemos si María se movía mucho de su pueblo, pero en cualquier caso seguro que le llegaban los anhelos, las preocupaciones, las ideas que circulaban.

Y ella, como mucha otra gente, sin duda que los vivía desde un profundo convencimiento: el convencimiento de que Dios no abandonaría a su pueblo. Ella sentía, como mucha otra gente, el dolor por el mal y la tristeza que envolvía la vida de todo su pueblo. Ella experimentaba la necesidad de que las cosas cambiaran, que se encendiera una luz capaz de iluminar tanta tiniebla. Ella veía que las cosas tenían que ser diferentes, muy diferentes. Y ella estaba convencida de que Dios también quería que las cosas fueran distintas y creía firmemente que Dios mismo actuaría y haría presente su amor.

Y Dios actuó. Dios fijó su mirada en aquel pueblo de Galilea y le habló a ella, a aquella muchacha humilde, normal, pero llena de fe y de esperanza.

3. Cuando Dios llama

(Lucas 1,26-38)

Allí en Nazaret, en casa de María, resuenan unas palabras intensas, maravillosas. Son el mensaje de Dios, el mensaje personal de Dios: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.

María se encontró con Dios en medio de su vida, y no se lo podía imaginar, y la vida entera se le trastocó. Pero tampoco es tan extraño. En medio de la vida de cada creyente, de cada hombre y cada mujer abierto a la fe y a la esperanza, Dios viene y llama, y entra en la vida personal. El evangelio de Lucas nos explica esta escena con una gran fuerza, como una gran maravilla. Y le pone color, y luz, y nos la deja bien grabada en nuestro corazón. Y tiene sobrados motivos para ello, porque Dios escogió a María para hacer realidad un gran proyecto de amor: el proyecto de hacerse él mismo un ser humano –el proyecto de “hacerse carne”, carne humana, como dirá con mucha fuerza expresiva, en su original griego, el evangelio de Juan–, para caminar a nuestro lado. San Lucas tiene toda la razón cuando nos narra este momento de una manera tan maravillosa. La llamada de Dios a María, la salutación amorosa de Dios a María, es la llamada más grande que Dios haya hecho nunca. Pero es la misma llamada que nos hace a cada uno de nosotros, a cada hombre y a cada mujer que esté abierto a mirar más allá, que no viva apegado a los intereses mezquinos de cada día.

Y el mensaje prosigue: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”.

Toda la vida, toda la realidad, toda la historia, es la gran obra del amor de Dios. La vida, la realidad, la historia, de cada uno de nosotros, hombres y mujeres débiles, contingentes, marcados por incertidumbres de toda clase. Y la vida, la realidad, la historia de la humanidad entera señalada por tantas tragedias que ahogan los mejores deseos, atravesada por tanto mal y tantas infidelidades. Y en medio de todo esto, constantemente, el amor y la misericordia de Dios aguanta, sostiene, llena, reanima, vivifica. ¡Qué seríamos sin él!

Pero ahora, en estas palabras que María escucha, este amor de Dios se convierte en algo mucho más grande, se hace total, pleno, definitivo. Jesús, el niño que ha de nacer, el niño que María concibe y empieza a hacer vivir en su seno, será el Hijo de Dios. En él, Dios mismo vendrá a vivir nuestra vida, vendrá a hacer suyos nuestros dolores y nuestras esperanzas, vendrá a compartir nuestros anhelos y nuestros desconciertos. Toda la grandeza de Dios se hace presente allí, en Nazaret, en casa de María, en el vientre de María, en la fe y la esperanza de María.

Ante el amor inagotable, inmenso, del Dios que viene a compartir nuestra vida, no podemos hacer más que sentir un profundo agradecimiento que llene todas las fibras de nuestro ser y llene nuestro corazón de una paz que nada podrá arrebatarnos. Porque Dios se ha hecho uno de los nuestros, y ha fijado su mirada en una muchacha humilde, normal, de aquel pueblecito de Galilea.

4. Todo es obra de Dios

(Lucas 1,26-38)